Ocho

Chagak no quiso dormir aquella noche. Estrechó a Cachorro en sus brazos, cantó y oró, temerosa de que si cerraba los ojos el espíritu de su hermano la dejara.

Cerca del alba los vientos amainaron. En su agotamiento, Chagak no supo si sus pensamientos eran realmente pensamientos o sólo sueños. Las tallas del anciano empezaron a moverse y danzaron en los estantes, pero le pareció natural. Chagak las contempló solemnemente y no supo si estaba soñando. Se quedó dormida y no supo si estaba durmiendo.

Cuando despertó, Chagak supo que Cachorro había muerto: tenía los ojos abiertos y fijos. Su espíritu no fue lo bastante fuerte para retener a su hermano y, al mismo tiempo, sus sueños.

Bajó la cabeza hacia el cuerpo inmóvil del niño y entonó la endecha mortuoria de su pueblo.

Chagak lavó el menudo cuerpo de Cachorro y lo envolvió en las pieles que el anciano le proporcionó. Aunque no le quedaban lágrimas, el peso que soportaba en el centro del pecho pareció borrar todo pensamiento que no se relacionara con la presencia de aquel cuerpo sin vida.

El viejo le acercó una estera, una de las que ella había tejido, con bandas más oscuras en los extremos. Como estaba húmeda y llena de arena, Chagak encendió dos lámparas de aceite y la sostuvo encima. En cuanto se secó, la joven golpeó la estera contra el suelo para quitarle la arena.

—Llora, pequeña —le aconsejó el anciano mientras trabajaba.

Chagak lo miró, abrió los ojos sorprendida, como si no necesitara llorar. El anciano se alejó.

Abrazó largo rato a su hermano, acarició el cutis terso de su rostro y le cantó. El viejo trajo la cuna de Cachorro; también estaba húmeda y uno de los lados de madera se había roto.

A Chagak le sorprendió que el viejo hubiera encontrado la cuna. Seguramente la mayoría de sus pertenencias habían ido a parar al mar. Pero ahora Cachorro podría llevarse la cuna al mundo de los espíritus y, como la había construido su padre, tal vez establecería algún vínculo que acercaría a Cachorro a su pueblo.

Chagak sostuvo la cuna en el regazo mientras el anciano se paseaba por el ulaq y estudiaba las numerosas figuras de los estantes. El ulaq era pequeño, mucho más reducido que el de su padre, sólo disponía de tres espacios para dormir y las cortinas quebraban la línea de estantes de un extremo. Al final, el viejo eligió dos tallas: una foca y una nutria.

Chagak observó cómo se sentaba junto a una lámpara de aceite y ataba una cuerda de tendón en torno al cuello de aquellos animales minúsculos. Sacó un cesto grande de debajo de uno de los estantes y retiró varios trozos de madera. Eligió uno que no era mayor que una astilla, tan larga y delgada como el meñique de Chagak; el segundo era más grande, largo como su mano pero no tan ancho.

El anciano trabajó la madera más pequeña y la talló con un cuchillo curvo, cuya hoja eran tan larga como la última articulación del pulgar y el mango estaba hecho con la costilla curvada de una nutria. Trabajó hasta cortar casi toda la madera, hasta que sólo quedó un trocito ínfimo. Cuando lo alzó para que la joven lo viese, Chagak se dio cuenta de que era un arpón diminuto pero perfecto; hasta las púas de la cabeza estaban en su sitio. Con los fragmentos de madera desechados el anciano talló un atlatl, una pieza plana con una muesca que encajaba en la punta del arpón, un lanzador que incrementaba la distancia y la potencia del tiro del cazador. Colgó aquellas dos piezas minúsculas de la cuerda que pendía del cuello de la foca.

El trozo de madera más grande se convirtió en un ikyak pequeño y perfecto. Al terminar la talla, el anciano la lijó con un trozo de piedra arenisca y cuando se la pasó a Chagak, ésta comprobó que la madera era suave, como una piel recién curtida.

El viejo ató el ikyak a la cuerda que colgaba del cuello de la nutria, y las dos —la de la foca y el arpón y la de la nutria y el ikyak— a la cuna de Cachorro.

—Una le proporcionará alimentos y la otra lo guiará hasta las Luces Danzarinas, junto a tu pueblo —afirmó.

Ella asintió con la cabeza. Las palabras del anciano dieron forma a sus temores y notó que el calor asfixiante de las lágrimas le quemaba los rabillos de los ojos.

—Es tan pequeño… —susurró; la garganta se le cerró y no pudo decir nada más.

El anciano se sentó a su lado.

—¿Por qué crees que le he dado una nutria? —inquirió.

Sostuvo en alto el diminuto animal de marfil y Chagak reparó en la perfección de sus rasgos: los ojos, la curva de la boca, hasta la separación entre los dedos de las patas de la nutria.

—¿Has visto alguna vez que una nutria madre se olvide de sus crías? —Volvió la talla y mostró a Chagak la hilera de tetas que cubría el vientre de la nutria—. Las nutrias no se pierden ni abandonan a sus crías. Será la madre de Cachorro hasta que concluya su travesía, hasta que encuentre a su verdadera madre.

Pasó la nutria a Chagak, que la sostuvo en sus manos. Cuando la cogió, tuvo la sensación de que la nutria transmitía calor. Chagak miró al anciano y dijo:

—Me llamo Chagak, nombre que me puso mi padre.

El viejo sonrió. Los nombres no se ofrecían a la ligera; quien conocía el nombre de una persona podía controlar parte de su espíritu.

—Un nombre sagrado —comentó al pensar en la ahumada translucidez de la piedra cuyo nombre llevaba: obsidiana, la roca que era el espíritu de las montañas—. Yo soy Shuganan.

—De los antiguos —dijo Chagak—. Es nombre de chamán.

—Yo no soy chamán —replicó Shuganan—, pero oraré para que tu hermano tenga un viaje sin contratiempos.

Aunque esa noche el cadáver permaneció en el ulaq, a la mañana siguiente Shuganan trasladó la cuna hasta el sitio que llamaba su ulaq de la muerte. Chagak lo siguió hasta el pequeño montículo. En los bordes del ulaq crecía el acónito alto y oscuro. El orificio del techo estaba cerrado con una tapa de trozos de madera ligera unidos con cuerda de ortiga que, a diferencia del babiche, los pájaros y los animales pequeños no comían.

Shuganan usó la punta del bastón para apartar la tierra que rodeaba la puerta e hizo palanca en la tapa de madera. Del ulaq abierto escapó olor de musgo y humedad, de aire viciado. Chagak intentó ver en la penumbra interior, pero como no lo consiguió preguntó:

—¿Hay otras personas enterradas aquí?

Shuganan permaneció en silencio y Chagak repitió la pregunta. El anciano la miró, como si se sorprendiera de tenerla a su lado.

—Mi mujer —replicó, y luego entonó una endecha, algo cuyas palabras Chagak no conocía ni entendió.

La mujer de Shuganan, fallecida hacía seis veranos, era una anciana en el momento de su muerte, pero para él siempre había sido joven. Tan joven que en los últimos años compartidos Shuganan no la había visto tal como era, sino como la muchacha de oscura cabellera que le concedió tres estaciones para conseguir pieles de foca.

Canturreó y la llamó. ¿Lo oía o había encontrado otro hombre, un cazador que la cuidaba en el lugar de las Luces Danzarinas? Tal vez había encontrado a alguien que le daría el hijo que Shuganan no pudo darle. El anciano cantó con más ahínco, con la esperanza de que sus palabras cubrieran la distancia que lo separaba del mundo de los espíritus. Era una ofrenda que quería dar a su mujer y también algo que podía dar a Chagak: la seguridad de ese niño.

Dejó la cuna sobre el ulaq de la muerte y tanteó con sumo cuidado en busca de las muescas del poste. Shuganan había llevado una lámpara de aceite que encendió al bajar. La luz trazó arcos amarillos sobre los estantes con tallas que cubrían las paredes. Chagak miró desde arriba y quedó azorada, pero no hizo el menor comentario.

Shuganan no intentó darle explicaciones. ¿Por qué un hombre tendría que explicar los obsequios que hace a su mujer? ¿Quién puede explicar sentimientos que no mueren? ¿Cómo habría sobrevivido a su mujer si no hubiese pasado el primer año haciendo tallas, regalándole todo lo que quería para que se lo llevara a las Luces Danzarinas? Flores, nutrias, plantas de raíz amarga, erizos, patos, gansos, gaviotas. Y estante tras estante de niños, para compensar todos los que no había sido capaz de darle en vida.

«Ahora te traigo un niño de verdad», pensó, e incorporó las palabras a su cántico, que entonó en la lengua de su pueblo, pues no quería que Chagak temiese que su mujer arrebatara al pequeño a su familia. No se trataba de arrebatárselo, sino de compartirlo.

Shuganan se volvió y vio el bulto del cadáver de su mujer, con las rodillas dobladas y apoyadas en el pecho, envuelto en esteras. Pidió a Chagak que le alcanzara la cuna y la dejó junto a su mujer. Salió del ulaq sin dejar de cantar.

Shuganan y Chagak volvieron a colocar la puerta de madera ligera y cubrieron los intersticios con tierra. Pasaron largo rato sentados en lo alto del ulaq, azotados por el viento y en silencio.

Los pensamientos de Chagak se concentraron en la muerte y a medida que caía la noche sintió que la negrura la agobiaba. Con la imaginación vio un viento parecido al de la tormenta, que apagaba las llamas de los espíritus de todas las personas que había conocido, hasta que ella se convirtió en la última llama, torcida y parpadeante en la oscuridad.

Shuganan rezó mudas plegarias de súplica: «Querida mujer, acepta por favor este regalo. Todos los años que lloraste porque no pudiste darme un hijo yo también lloré porque no pude darte una hija. No fue culpa tuya, sino mía. Dediqué a mis tallas todo mi poder para crear niños, pero no fui lo bastante fuerte para crear uno entre ambos. Si has encontrado un cazador joven, un hombre que te dé hijos en el lugar en que ahora vives, vete con él, pero no me olvides. Te doy este regalo que es un niño. Acéptalo como nuestro hijo. No me olvides. No me olvides».

Permanecieron sobre el ulaq hasta que el sol se puso y las estrellas asomaron entre las nubes, hasta que la oscuridad impidió que Shuganan viera las lágrimas que bañaban el rostro de Chagak. Tampoco notó las que rodaban por sus mejillas.