Chagak sujetó el ik e intentó evitar que el viento lo arrastrara. Los brazos le dolían y agudas punzadas le bajaban desde los hombros a la espalda. Cachorro, instalado en el portacríos bajo su suk, emitía suaves gritos jadeantes.
Arena y trozos de esquisto volaron junto al ik y se acumularon alrededor de las pilas de pieles que rodeaban a Chagak.
—Aka, Aka, por favor, detente —suplicó Chagak.
Como la isla no pertenecía a Aka sino a Tugix y el viento se llevó sus palabras, Chagak no oyó más que el estruendo del mar.
El viento amainó unos instantes y Chagak cambió de mano para sujetar el ik. En la montaña resonó un chasquido semejante al de una piedra que se parte. Chagak gritó, el viento le arrancó el ik de las manos y lo hizo dar volteretas por la playa.
Chagak cerró los ojos para protegerse de la arena hiriente y empezó a reptar hacia el ulaq del anciano.
El súbito estrépito de los esquistos llevó a Chagak a ponerse de cara al viento y una de las piedras afiladas que se deslizó por la playa le golpeó en la boca. Notó el sabor a sangre en los labios y se detuvo unos instantes, agazapada. Se cubrió la cabeza con las brazos y notó un suave roce, algo que no era arrastrado por el viento.
Chagak alzó la mirada y vio al anciano de pie a su lado. Su presencia pareció darle fuerzas y Chagak logró incorporarse cuando el anciano se inclinó para ayudarla.
—Ven conmigo —dijo.
Chagak se asombró de oír sus apacibles palabras en medio del tronar de la tormenta.
Juntos lucharon contra el viento y cuando llegaron al ulaq el anciano trepó hasta lo alto y ayudó a subir a Chagak.
Una vez en el interior del ulaq, Chagak se apoyó en el poste central y se quitó la arena de la cara. Tenía los ojos irritados e hinchados. Parpadeó varias veces hasta ver con claridad en aquel ulaq vivamente iluminado.
Lanzó una exclamación y se tapó la boca con las dos manos. Cinco estantes rodeaban el ulaq y todos estaban atestados con figuras de aves, peces, personas y animales. Brillaban a la luz de las lámparas de aceite. Algunos animales eran lisos y dorados, como un colmillo de morsa lavado por el mar. Otras figuras eran blancas o grises, con plumas, pelo o vestimenta con grandes detalles y hermosos dibujos. Aunque ninguna era de mayor tamaño que una mano humana, a los ojos de Chagak aparecieron como algo vivo que la observaba, que la observaba desde las paredes del ulaq.
El anciano siguió la dirección de su mirada y rio entre dientes.
Chagak retrocedió temerosa, pero el viejo le puso la mano en el brazo y le dijo:
—No temas. Sólo son de madera o de hueso, aunque hay algunas de marfil.
—¿Tienen espíritus? —preguntó Chagak.
—Sí, cada una alberga algo de algún espíritu. ¿Por qué otra razón las tallaría?
—¿Las has hecho tú?
El anciano echó la cabeza hacia atrás y rio.
—Esta playa es un lugar solitario. ¿Qué habría hecho sin mis pequeños animales? Son mis amigos. No te harán daño. —Señaló una estera situada junto a una lámpara de aceite y apenas Chagak se acomodó, preguntó—: ¿Tienes al niño?
La pregunta hizo que Chagak reparase súbitamente en el largo rato que Cachorro llevaba callado. Se quitó la suk y sacó al pequeño del portacríos. Cachorro se quejó pero no lloró; clavó un instante la mirada en el rostro de Chagak y luego la dirigió hacia la lámpara de aceite más luminosa. Chagak sonrió y cuando miró al anciano, vio que éste tenía el ceño fruncido y había clavado la mirada en sus pechos.
—¿No eres su madre? —preguntó.
Chagak se miró sus pequeños senos de pezón rosáceo. No eran llenos ni colgaban como los pechos de una mujer que ha sido madre recientemente.
—Soy su hermana —respondió.
—Está enfermo —afirmó el viejo.
—No, no está enfermo —replicó Chagak.
La recorrió un escalofrío de espanto y, a pesar de que en el ulaq hacía calor, cogió su suk y se la puso.
—Sí, está enfermo —insistió el anciano. Cojeó hasta un hueco de una de las paredes y sacó una cesta con algo seco—. Son hojas de salud.
Cogió un manojo y lo depositó en el fondo de un cuenco de madera. Llenó un saquito de cuero con agua de un estómago de foca que colgaba de las vigas y sostuvo el saquito sobre la llama de una lámpara de aceite.
Chagak esperó abrazada a Cachorro. Las hojas de salud eran una buena medicina, pero costaba mucho encontrarlas. El anciano no le daría algo tan precioso a menos que Cachorro estuviese gravemente enfermo.
El peso del niño sobre su pecho pareció equiparse con la aflicción interior que sentía y Chagak se balanceó. Tal vez el anciano tenía razón. Quizá su hermano estaba enfermo. ¿Antes había llorado más? ¿Había sonreído más a menudo y dormido menos?
A lo largo de los dos días de travesía Chagak había intentado borrar todo pensamiento acerca de su familia. De lo contrario no habría sido capaz de remar, ni siquiera de abandonar por la mañana las esteras para dormir. Al revivir el pasado le costó recordar cómo se había comportado Cachorro antes de que destruyeran la aldea.
Chagak tarareó una nana y la canción sirvió de consuelo tanto para ella como para Cachorro. ¿Qué hacían los niños pequeños? No hablaban ni caminaban. Cachorro ya sabía sonreír. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que lo vio sonreír por última vez? ¿Cuánto desde que se había reído?
El anciano entregó a Chagak el cuenco con la infusión. La joven hundió los dedos en el líquido caliente y los acercó a la boca del pequeño. Cachorro desvió la cabeza, pero ella le separó los labios con el pulgar y dejó que la infusión goteara hasta su garganta. El niño le chupó débilmente los dedos y despacio, gota a gota, Chagak vació el cuenco.
Cuando terminó de beber, el bebé parpadeó varias veces y cerró los ojos. Chagak lo estrechó contra su pecho. El temor de que muriera y la esperanza de que viviese chocaron con tanto ímpetu en su interior que le costó respirar.
El anciano se sentó a su lado, extendió las manos hacia el niño y dijo:
—Deja que lo vea.
Chagak aferró con firmeza a su hermano. La asustaba lo que el viejo pudiera descubrir, temía incluso que le fuese arrebatada su ínfima esperanza, pero finalmente se lo entregó.
El anciano depositó a Cachorro en el suelo y le quitó la piel de foca que lo cubría. El niño hizo pucheros y movió las piernas con rápidas sacudidas. Las manos del viejo recorrieron aquel cuerpo diminuto y presionaron sus articulaciones, vientre y cabeza. Cuando terminó, miró a Chagak y preguntó:
—¿Este niño se ha caído?
Chagak evocó la imagen de su madre arrojando al pequeño hacia un lado del ulaq, las llamas y a los hombres de larga cabellera que mataron a los suyos.
—Sí —respondió, pero la garganta se le cerró y la palabra sonó como un sollozo.
—Los huesos de un niño son muy flexibles, como los de los peces —explicó el viejo—. Se doblan en lugar de partirse. —Cubrió al pequeño, rodeó cuidadosamente el cuerpecillo con la piel de foca, lo cogió en brazos y lo acunó—. Los niños pequeños pueden sobrevivir a una caída que mataría a un hombre, pero a veces, aunque vivan, hay lesiones.
Dirigió su mirada a los ojos de Chagak. La muchacha advirtió la pena del anciano y algo pareció desgarrarse en su interior, desbordando el dolor que había apartado de sí durante las largas jornadas en el mar.
—¿Puedo hacer algo por él? —preguntó Chagak con voz débil y lejana, como si alguien hubiese hablado en otra parte del ulaq.
—Acúnalo y consuélalo.
El anciano le entregó al niño. Aquel cuerpecito estaba tan habituado a los brazos de su hermana que parecía formar parte de ella.
—¿Morirá? —preguntó, incapaz de mirar al anciano.
El viejo no respondió, por lo que Chagak lo miró, dedujo la respuesta de sus ojos y se echó a llorar. En medio del llanto la historia de su pueblo pareció escapar de su boca del mismo modo que las lágrimas fluyeron de sus ojos, una tras otra.
—Subí a las colinas para recolectar hierba para tejer —dijo en voz muy baja, y no le importó si el hombre la oía o no. Sus palabras iban dirigidas a los numerosos animales de los estantes, a los ojos que la escrutaban desde las sombras del ulaq, como si esos espíritus tuvieran que enterarse de cuanto había ocurrido—. Ignoro quiénes eran. No eran Cazadores de Ballenas ni negociantes. Eran unos veinte, quizá treinta hombres de largas cabelleras. Incendiaron nuestro ulakidaq. No sé por qué lo hicieron. Mi madre salió del ulaq y uno de ellos la cogió. Llevaba a mi hermano en brazos. —Chagak sacudió la cabeza cuando el llanto distorsionó sus palabras—. Arrojó a mi hermano por el borde del ulaq. Había fuego…, un fuego enorme en el tejado de paja del ulaq. El hombre hirió a mi madre con la lanza. Para escapar, mi madre y mi hermana se lanzaron al fuego… —A Chagak se le quebró la voz.
Notó una mano sobre la cabeza y oyó un suave murmullo. Al principio pensó que el anciano cantaba, pero en seguida se dio cuenta de que hablaba.
—Más muertes. No tendría que haberme escondido. Destruirán eternamente. —Chagak miró al anciano en medio de las lágrimas y vio la súbita nube que empañó sus ojos—. ¿Tu hermano y tú sois los únicos supervivientes? —se apresuró a preguntar.
—Sí —repuso Chagak, y reanudó el relato como si no hubiese oído las palabras masculladas por el viejo—. Yo también habría muerto si Cachorro no hubiese estado vivo. Me habría reunido con mi pueblo en las Luces Danzarinas. —Chagak aferró al pequeño y se meció—. Si Cachorro muere no quiero vivir. Te pido que me mates si Cachorro muere.
—Vivirás —aseguró el anciano—. Aunque Cachorro muera tú vivirás.
—No —respondió Chagak dirigiéndose no sólo al anciano, sino a las tallas que la contemplaban, a los espíritus diminutos agazapados en los estantes del ulaq—. No. —Cerró los ojos y lloró.