Seis

Shuganan cogió otro pez negruzco con su arpón de tres púas y metió al animal, que aún se debatía, en el cesto que había dejado al borde del riacho. El cielo estaba gris como el esquisto y los petreles y las gaviotas de patas negras resaltaban el gris con sus alas oscuras. Shuganan se irguió y observó las aves, prestó atención a sus reclamos y se puso a cantar su propia melodía, un canto que parecía hacerle olvidar el dolor de las manos y los dedos.

Entonces oyó el sonido de otra voz, el ritmo de otro cántico que se abría paso a través del retumbo de la rompiente.

Shuganan se quedó petrificado por unos instantes. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que otra persona se había acercado a su playa? ¿Cuántos años? Shuganan salió del riacho y se ocultó tras una roca.

Vio un ikyak. No, era un ik. En su interior viajaba una mujer sola. A Shuganan le temblaron las rodillas. Aferró el amuleto que colgaba de su cuello. ¿Era la misma mujer que los espíritus habían hecho aparecer en sus sueños?

Shuganan pensó que sí, pero otra parte de su ser murmuró: «Esto no es real. También es un sueño. Crees estar en la playa, pero estás en las esteras para dormir. Los espíritus se limitan a darte algo más en que pensar. Algo más para tallar».

Pensó en las tallas de madera y de marfil que cubrían las paredes de su ulaq y en la figurilla inacabada que colgaba de su cuello: un hombre y su esposa.

Shuganan observó a la mujer que giró el ik en dirección a la playa. Al parecer viajaba sola, sin otras mujeres, sin hombre.

Cuando la mujer dejó el ik en la playa, Shuganan abandonó su escondite. Si estaba en un sueño, ayudarla no podía hacerle ningún daño.

La mujer estaba de espaldas a él y tiraba de la popa del bote, musitando una canción.

Shuganan se acercó a ayudarla y cuando apoyó sus manos huesudas junto a las de ella en el ik, la mujer pegó un grito y se apartó de un salto. Su susto también sobresaltó a Shuganan y su corazón se encerró en sí mismo. Al principio no pudo decirle nada, pero al final extendió las manos con las palmas hacia arriba y pronunció el saludo de costumbre:

—Soy amigo. No tengo cuchillo. —La mujer lo contempló con mirada cautelosa, en la que Shuganan también percibió cansancio, por lo que añadió—: El bote es pesado. Deja que te ayude.

—Soy fuerte —replicó la mujer.

—Así es —confirmó Shuganan, aunque no le pareció una mujer fuerte.

Esa joven ni siquiera parecía una mujer, pues se asemejaba a una niña. En su vejez, a Shuganan todos le parecían jóvenes. Los cazadores que ocasionalmente pasaban por su playa, mar adentro, le parecían niños, y era lógico que considerara una niña a aquella mujer.

«Los ojos viejos ven la juventud en todas partes», meditó Shuganan. Cuando era joven y sus ojos eran jóvenes, todo le había parecido viejo.

—Soy fuerte —insistió la niña y esta vez empujó el ik con el cuerpo y lo arrastró una brazada playa arriba—. Si ésta es tu playa, sólo me quedaré una noche.

Durante un instante la voz de la joven vaciló y Shuganan sintió el eco de ese tremolar en lo más profundo de su espíritu. La observó con más atención. Aquella mujer-niña acarreaba una pesada carga de dolor. La percibió en sus ojos, en la curva de su boca. Empezó a ver los planos de su rostro, el arco de sus cejas y las líneas finas y marcadas de sus pómulos tallados en marfil.

—Puedes quedarte —afirmó—. Es un lugar bueno y seguro.

La niña asintió y se apoyó en la borda del ik. Escudriñó la playa y Shuganan la observó, la miró cuando sus ojos se detuvieron en las líneas de la marea alta, en las rocas que bordeaban el manantial de agua dulce. El anciano también reparó en el bulto que la muchacha llevaba debajo de la suk. Tenía forma de niño muy pequeño.

—¿Dónde está tu aldea? —inquirió la joven.

—No hay aldea —contestó Shuganan—. Sólo existe mi ulaq.

—¿Y tu mujer y tus hijos?

—No tengo hijos.

—¿Te molesta que pase una noche en tu playa? —preguntó—. Necesito descansar.

—Pasa todo el tiempo que quieras —dijo Shuganan—. Tú y tu hijo.

Al oír esas palabras, la muchacha pareció sorprendida y protegió al niño con las manos.

—¿Dónde está tu hombre?

La niña se giró para mirar al mar y replicó:

—Allá, está por allá. Pronto vendrá a buscarme. —Volvió a mirar a Shuganan y añadió—: Es muy fuerte.

Sus palabras sonaron débiles, tan frágiles como el hielo que se acaba de formar en el borde de una charca dejada por la marea, y Shuganan supo la verdad: la mujer no tenía hombre y ese hecho formaba parte de su pena.

—Si tu hombre no se enfada, tu hijo y tú podéis pasar la noche en mi ulaq —propuso Shuganan con suma delicadeza, pero la mujer rechazó el ofrecimiento negando con la cabeza—. Entonces prepara el campamento. Te traeré comida.

—Tengo comida.

—En ese caso celebraremos una comilona.

Chagak contempló al anciano que cojeaba lentamente por la pendiente de la playa. Por algún motivo ya no le temía. El viejo parecía poseer la sabiduría de un chamán, pero sin sus maneras altaneras y exigentes.

Descargó el ik y trasladó las provisiones hasta la hierba que crecía por encima de la línea de la marea. Arrastró el bote hasta terreno llano y arenoso, le dio la vuelta, clavó palos con cuerdas en el suelo y sujetó el ik para que el viento no lo arrastrara. Apiló pieles debajo para crear un rincón protegido.

No quiso recoger madera ligera. Estaba demasiado cansada para ocuparse de la hoguera, para vigilar que el fuego no se propagara hasta el ik o las provisiones.

Había pasado la jornada luchando con el mar, intentando que el ik se dirigiese al oeste, a la isla de su abuelo, pero los vientos no le fueron propicios y al final dejó que el ik virara al norte y siguió la costa de la isla más próxima hasta que encontró una cala, un sitio donde esperar a que el viento amainara para volver a remar hacia el oeste.

La cala era ancha, poco profunda y se hundía hacia los acantilados de la parte posterior de la playa. Era una playa de esquisto, un buen sitio para varar el ik y para hacer campamento, porque en el esquisto era más fácil dormir y caminar que sobre las piedras redondeadas. Una enorme charca dejada por la marea marcaba el centro de la playa y el riacho trazaba una senda serpenteante desde el manantial de agua dulce hasta el mar.

Chagak pensó que sin duda era un buen sitio para vivir. Comprendió las razones por las que el viejo lo había elegido. Empero, le preocupó que el viejo no tuviese aldea. En ocasiones los espíritus moraban solos y fingían ser hombres. Y este anciano…, ¿quién o qué era y por qué vivía aquí?

Chagak sacó las piedras para el fuego y encendió una lámpara de aceite. Le daría un poco de calor, tal vez el suficiente para pasar la noche.

Sacó a Cachorro de la suk y lo envolvió deprisa en pieles de foca.

Durante los dos últimos días el niño había estado tranquilo, dormía a menudo y lloraba menos. Cuando lo tendió en el suelo ni siquiera se despertó. Una ligera preocupación dominó los pensamientos de Chagak, pero se ajetreó preparando una papilla de carne y agua.

Hundió los dedos en la mezcla y los acercó a la boca de Cachorro.

Aunque el pequeño no abrió los ojos, empezó a chupar, y Chagak lo alimentó hasta acabar la papilla. Metió al bebé debajo su suk, se acostó al amparo del ik y aguardó al anciano. Dejó a mano su cesta de hierbas con carne seca, lo único que podía ofrecerle, y abrigó la esperanza de que el anciano no comiera mucho.

La tarde larga y clara casi había llegado a su fin cuando el anciano retornó a la playa. De cada uno de sus brazos colgaba una cesta de piel y portaba una delgada lámina de esquisto en la que reposaba un trozo humeante de halibut, Chagak estaba extenuada y sólo deseaba dormir, pero sonrió, al anciano y le dio las gracias. Se puso en pie para aceptar el pescado y aguardó a que el viejo se acomodara en la arena.

El hombre se quitó las cestas de los brazos y las abrió. Una estaba llena de bayas y la otra de raíz amarga hervida; aunque los minúsculos bulbillos eran más sabrosos con carne de foca rica y grasa, también acompañaban bien el pescado.

El anciano cortó un trozo de pescado y se lo pasó. La comida caliente sentó bien a Chagak después de haber pasado el día en medio de la fría espuma del mar. El hombre la observaba y Chagak se sintió tan incómoda que señaló su cesta de carne seca y dijo:

—Tú también debes comer.

El viejo asintió, revolvió la cesta, sacó un trocito de carne y se puso a masticarla.

—Tu mujer prepara buena comida —comentó Chagak.

El hombre meneó la cabeza, tragó y replicó:

—Vivo solo. Mi mujer lleva muchos años muerta.

Chagak guardó silencio, convencida de que el viejo diría algo más, pero no fue así.

Aunque estaba tan encorvado que tenía la misma estatura que Chagak, no era un hombre menudo. Su espesa cabellera blanca le llegaba a los hombros. Su abrigo era de pieles de frailecillos, con las plumas hacia dentro y en las costuras entre las pieles Chagak vio que las puntadas eran desiguales y que algunas plumas estaban enganchadas, algo que no le ocurriría ni siquiera a una anciana.

Sus manos de huesos grandes eran las de un cazador, pero tenía las articulaciones hinchadas y los dedos, torcidos en ángulos extraños, hicieron que Chagak pensara en el dolor.

El anciano comió despacio, sonrió y movió la cabeza a menudo sin hacer el menor comentario. Cuando terminaron de comer, dijo:

—Puedes pasar la noche en mi ulaq. Está caldeado, y si estalla una tormenta tu hijo y tú estaréis a salvo.

Al oír la palabra tormenta, Chagak se puso de pie y miró el cielo. Todo parecía normal y el firmamento era una tersa cúpula gris. En el mar no se divisaban altas crestas blancas que anunciaran la llegada del viento lejano. La inquietaba la idea de alojarse en el ulaq de ese hombre. No sabía nada de él, salvo que parecía vivir solo. Y un hombre solo era una persona que los espíritus podían controlar…, para bien o para mal.

—El mar está en calma —afirmó Chagak.

—Las tormentas llegan deprisa desde Tugix, mi montaña —dijo el anciano.

Chagak se volvió hacia las cumbres blancas e intentó adivinar si el viento empujaba grandes volutas de nieve desde las cimas.

—Iré a tu ulaq si el viento arrecia —replicó Chagak finalmente, pues no percibió nada fuera de lo habitual en la montaña.

—No encontrarás el camino en la oscuridad.

—Enséñamelo y lo recordaré.

Chagak caminó junto al viejo por la pendiente de la playa y bajaron por un sendero hasta un montículo verde que sobresalía en la ladera de una colina.

—Es aquí —dijo el anciano y señaló.

—Vendré en cuanto empiece el viento —aseguró Chagak.

Shuganan se mantuvo expectante en el interior del ulaq. Había encendido todas las lámparas y dejado pieles de foca en uno de los espacios para dormir separado por cortinas. Esperaba que esa noche no estallara la tormenta. Aunque sería mejor que la mujer no tuviera que recorrer a oscuras el camino hasta su ulaq; Shuganan conocía a Tugix. En sus cumbres se formaban las tormentas, la bruma se acumulaba hasta que la lluvia y el viento asolaban la playa. Aquel día, Shuganan había percibido el brillo del aire cercano a la montaña, señal del movimiento de los espíritus, y ahora esperaba a ver si estallaba la tormenta.

Shuganan había cavado su ulaq en la ladera de una colina y cuando estaba dentro a menudo sentía que Tugix sacudía la tierra. Ora lo hacía afablemente, como una madre acuna a su hijo, ora se movía colérica, haciendo que la tierra y el musgo cayeran de las vigas de madera ligera.

Desde su recalada en esa playa, Shuganan había tenido por amiga y protectora a Tugix.

En una ocasión, cuando todavía era joven, había escalado una ladera de la montaña y regresado con una piedra del tamaño de su mano. A lo largo de muchas noches, cada noche utilizó otra piedra para astillar la roca hasta darle forma humana.

Cuando terminó, Shuganan le pasó un cordel por la parte superior de la cabeza y la colgó de una viga de la principal estancia del ulaq.

Tal como Shuganan esperaba, el hombrecillo aún albergaba algún fragmento del espíritu de Tugix. Colgado de lo alto del ulaq, el hombrecillo se movía cada vez que Tugix se sacudía. Cuando no notaba los temblores de la tierra ni oía el retumbo de la montaña pero veía agitarse al hombrecillo, Shuganan sabía que los espíritus de Tugix estaban inquietos.

Shuganan se dedicó a tallar un trocito de marfil y vigiló al hombrecillo. Sería el primero en anunciar la tormenta de Tugix.

Pese a que no supo qué lo despertó, Shuganan se percató de que el viento había arreciado y era lo bastante fuerte para que el sonido se transmitiese a través de las gruesas paredes del ulaq. El hombrecillo interpretaba una extraña danza espasmódica.

El primer impulso de Shuganan fue bajar a la playa y trasladar a la mujer y su hijo a la seguridad del ulaq, pero en seguida pensó: «Es un sueño. Esa mujer es un sueño».

Algo lo empujó desde lo más profundo de su espíritu y le dijo que fuera, le dijo que la mujer lo necesitaba. Se puso lentamente en pie y se sorprendió de que la actividad no le produjese dolor. Entonces pensó: «¿Por qué me iba a doler si esto es un sueño? Los sueños suelen excluir alguna parte de la vida real. Quizá esta vez lo olvidado es el dolor».

Shuganan se calzó las botas de piel de foca. El cuero grueso y acanalado de las otarias estaba duro y rígido al contacto con sus pies. Subió por el poste con muescas hasta el orificio del techo y se encontró cara a cara con la tormenta.