El zagual se había convertido en parte de su persona, lo mismo que el ritmo de las olas. Chagak fue afortunada: el mar permaneció en calma y las olas fueron chapoteos breves y débiles.
Cuando miró atrás hacia la aldea, notó que nuevas plantas verdes habían empezado a cubrir las cicatrices dejadas por el fuego. Supo que, a pesar de la matanza, los espíritus de las plantas todavía rodeaban con fuerza cada ulaq. Si Chagak podía mirar desde el mar y discernir el emplazamiento de cada ulaq por el verdor de las plantas, cabía la posibilidad de que su pueblo contemplara la aldea desde las Luces Danzarinas y de que también la reconociera por los montículos verdes de los ulas.
En cierto momento divisó el surtidor de una ballena. Aunque una ballena era una señal propicia, algo en su interior le impidió alegrarse. ¿Qué favor podía concederle una ballena…, nuevos padres, un marido, su aldea intacta y sin quemar? Aunque el animal decidiera vararse en la playa, Chagak no podría trozearlo sin ayuda.
En los momentos posteriores al avistamiento de la ballena, Chagak estuvo a punto de dar la vuelta y regresar a la aldea. ¿Cómo osaba suponer que ella, una mujer sola, sería capaz de encontrar un sitio para su hermano y para sí misma? ¿Por qué razón los querría el abuelo? Un bebé y una mujer, dos bocas más que sus cazadores tendrían que alimentar.
Siguió remando en dirección oeste y, al cabo de la primera jornada, llegó a la punta de la isla de Alca y al estrecho en el que el mar del Norte se unía con el del Sur. Remó hasta la playa y arrastró el ik más allá de la línea de la marea alta.
Los cazadores de su pueblo solían decir que las aguas del gélido mar del Norte y las del mar del Sur convertían el estrecho en un campo de batalla. El mar del Sur luchaba por fluir hacia el norte y el mar del Norte luchaba por fluir hacia el sur. La batalla se libraba desde los albores de los tiempos, cada mar era lo bastante poderoso para defender su espacio y ninguno tenía fuerzas suficientes para vencer al otro.
Las aguas del estrecho y hasta la arena húmeda que pisaron los pies desnudos de Chagak se tornaron súbitamente frías y el viento procedente del mar del Norte la hizo estremecer. Era un viento casi invernal, pese a que faltaban meses para el advenimiento del invierno. Recordó historias que había oído sobre la tierra situada en los confines helados del mundo, donde la nieve se apilaba hasta la altura de un hombre en pie y la gente construía sus ulas con hielo. Chagak tembló y acercó un poco más las rodillas a su pecho.
Pensó que tal vez estaba demasiado cerca de esa tierra, pero se convenció de que no era así. «Sólo he viajado una jornada. Para llegar a los confines del mundo se tarda un año. Además, ¿quién puede creer que la nieve se acumule a tanta altura?». El invierno suponía viento, lluvia helada y nieve apenas suficiente para abatir las hierbas, para cubrir las bayas musgosas que crecían a ras del suelo. Entonces llegaban las lluvias, que dejaban el suelo pegado hasta la siguiente nevada.
Rodeó a Cachorro con los brazos, lo notó tibio junto a su pecho y alzó la vista al cielo. Bajo el escudo de gruesas nubes, el sol no era más que un punto brillante en el noroeste.
—No nos queda tiempo para reanudar la travesía —dijo al pequeño—. Será mejor que nos quedemos aquí.
Puso el ik boca abajo para ver si había sufrido daños en la parte inferior. Las rocas habían abierto la piel engrasada en dos puntos, pero ninguno de los cortes era profundo.
Chagak afianzó el ik y ató las cuerdas de cuero sin curtir a cantos rodados. Untó la embarcación con aceite, abrió un paquete de provisiones, alimentó a Cachorro y comió trozos de carne seca mientras cortaba manojos de hierbas de la playa a fin de fabricar un lecho para los dos bajo el ik.
Chagak no durmió bien aquella noche. Tenía la sensación de hallarse en un nuevo mundo. Aunque divisaba Aka, nunca había dormido junto al mar del Norte, no conocía los espíritus que moraban en ese mar ni los correspondientes cantos de protección. Por eso pasó casi toda la noche en vela y le cantó a Aka, habló con los espíritus de su pueblo, y se aferró al amuleto del chamán que llevaba consigo.