Esa noche, mientras reposaba en su espacio para dormir, Chagak se preguntó: «¿Qué debo hacer? No puedo morir y dejar solo a Cachorro, pero ¿debo tratar de vivir sin nuestro pueblo? ¿Qué le puedo ofrecer a mi hermano? ¿Quién le enseñará a cazar? Los hombres que no son cazadores ni chamanes no alcanzan honores en la otra vida».
No tenía derecho a poner fin a la vida de su hermano ni a enviarlo al mundo de los espíritus, aunque tal vez no le correspondiera a ella tomar esa decisión. Quizá la podrían tomar sus padres.
Por la mañana, después de alimentar a Cachorro, Chagak lo acostó en la cuna y, antes de salir del ulaq, la colgó en el espacio para dormir de su padre.
Pasó la larga jornada sentada en el techo del ulaq y concedió tiempo a los espíritus de su familia para que fueran a buscar a su hermano.
Se limitó a contemplar el mar y a prestar atención a sus pensamientos. «¿Para qué coser si pronto Cachorro y yo moriremos? ¿Para qué recoger erizos? ¿Para qué tejer?».
Mediado el día, Chagak se dio cuenta de que una parte de su ser abrigaba la esperanza de que los espíritus no se llevaran a Cachorro, y se preguntó: «¿Por qué quiero vivir?».
La culpa desgarró el alma de Chagak y gritó al viento y a los espíritus que pudieran oírla:
—Yo no elijo mi vida ni mi muerte. Que mis padres decidan. Si Cachorro muere yo también moriré. Y si vive…
Contempló las ruinas quemadas de su aldea y percibió el hedor a muerte que empezaba a escapar de los ulas.
Allí no podría criar a Cachorro. Aquel lugar se había convertido en la aldea de los muertos. Además, los agresores conocían esa playa y podían volver para liquidar a los sobrevivientes. Pero, aunque podría encontrar otra playa, le sería imposible criar a Cachorro sin un hombre que le enseñase a cazar.
«Será mejor que recurra a mi abuelo», pensó Chagak. Era un hombre importante, jefe de los cazadores de la tribu de los Primeros Hombres, conocidos como Cazadores de Ballenas. Aunque Chagak nunca había estado en la aldea de los Cazadores de Ballenas, el abuelo había visitado varias veces su aldea y se había alojado en el ulaq de su padre.
Esas visitas habían alegrado a Chagak, que se pavoneaba orgullosa delante de las otras niñas de su edad. Los abuelos de esas niñas convivían con ellas en los mismos ulas; los abuelos de esas niñas sólo eran cazadores de focas, en lugar de jefes de la feroz y altanera tribu de los Cazadores de Ballenas. Pero no les contó que, aunque el abuelo siempre llevaba regalos para los hermanos y les relataba anécdotas de caza, nunca se había dignado mirar a Chagak ni a su hermana, nunca les había llevado regalos, nunca les había contado historias.
«Si acudo a mi abuelo, puede que yo no le interese, pero tal vez quiera a Cachorro y para él será mejor estar con los Cazadores de Ballenas que en esta playa, en compañía de los espíritus de los muertos y de una hermana que no puede enseñarle a cazar», reflexionó Chagak.
Si Cachorro vivía, tal vez el espíritu de su padre repararía en la importancia de que el niño se quedase con los Cazadores de Ballenas y guiaría a Chagak hasta la aldea de su abuelo.
El llanto de Cachorro interrumpió las divagaciones de Chagak, que cruzó las manos y se obligó a permanecer inmóvil. Sabía que tal vez el niño tenía hambre, pero cabía la posibilidad de que los espíritus hubieran ido a buscarlo y de que Cachorro se hubiese asustado. Cuando los gemidos cesaron, Chagak deseó entrar en el ulaq para comprobar si había muerto, pero refrenó su impulso.
El dolor que pesaba en su pecho pareció encajarse en su espíritu y el súbito deseo de llorar la hizo enfadar consigo misma.
«¿Por qué lloro? —se preguntó—. Es mejor que Cachorro esté con nuestra madre. Muy pronto no estaré sola, sino con todos los seres de mi aldea». Dejó de llorar, pero las lágrimas le formaron un nudo en la garganta, trémulas cual gotas de rocío en el borde de una hoja.
Chagak entró en el ulaq después de que el sol alcanzara su punto más alto. Miró en todos los rincones oscuros y no divisó ningún espíritu. Había dejado abierto el orificio del techo para que la luz se filtrara y no encendió las lámparas. Cruzó el ulaq hasta el espacio de su padre con paso leve, como si su familia estuviera dormida.
Apartó la cortina y el aire fétido la obligó a contener el aliento mientras desataba de las vigas la cuna de Cachorro. Al bajarla, la inclinó hacia sí y de repente Cachorro se echó a llorar.
El llanto la sorprendió y estuvo a punto de soltar la cuna. En ese instante de vacilación las lágrimas ocultas en su garganta subieron hasta sus ojos y Chagak sollozó. Por primera vez desde que la muerte asoló su aldea sintió que tenía una razón para vivir un día más.
Chagak tardó tres días en reparar el ik que los agresores habían roto. Aunque la estructura estaba intacta, la piel de otaria que la cubría tenía muchos cortes.
Chagak sacó pieles de otro ik, incluso de los ikyan de los hombres, para reparar el bote. Selló con grasa las costuras dobles cuidadosamente unidas y aceitó las pieles de otaria para impedir el paso del agua.
Había encontrado uno de los portacríos de su madre y se lo puso bajo la suk para llevar consigo a Cachorro mientras trabajaba. La ancha tira de cuero pasaba por encima de un hombro y cruzaba su espalda. El niño quedaba apoyado sobre el pecho de Chagak, con la cabeza y la espalda sujetas por la tira.
Chagak cortó un poco el cuello de la suk para agrandarlo porque, como no era madre, su suk no tenía espacio suficiente para un bebé.
Una vez reparado el ik, Chagak lo cargó de provisiones: estómagos de focas como recipientes de aceite y agua, cestas llenas de carne seca y de raíces, dos pequeñas lámparas de cazador y mechas de musgo, esteras, leznas y agujas.
Incluyó dos zaguales de más, cuchillos y la piedra plana para cocinar de su madre, cizallas, rascadores, paquetes de pieles y esteras de hierba. También cargó la cuna de Cachorro, aunque mientras viajaran en el ik lo llevaría debajo de su suk.
Decidió ponerse la chigadax de su padre —una chaqueta impermeable con capucha, hecha con intestinos de foca—, pues aquella prenda la protegería del mar.
Las dudas asaltaron a Chagak a medida que preparaba la travesía. Tal vez era un error sacar a Cachorro de la isla. No sabía casi nada del mar. Apenas le habían enseñado a remar y una sola persona tendría dificultades para gobernar el pequeño ik que había decidido reparar. ¿Y si no encontraba la aldea de su abuelo? ¿Y si Cachorro y ella se ahogaban? ¿Encontrarían el camino hasta las Luces Danzarinas?
—Tal vez nuestra madre te echa de menos —dijo Chagak a Cachorro—. Quizá deba dar otra oportunidad a los espíritus para que vengan a reclamarte.
Chagak llevó a su hermano al ulaq. Aunque el interior estaba oscuro, no encendió la lámpara de aceite. Caminó despacio por la estancia mayor y dejó al pequeño en la entrada del espacio para dormir de su padre.
Apoyó las manos en el vientre de Cachorro, habló y sus palabras retumbaron de forma extraña en la estancia vacía:
—Padre, aquí tienes a tu hijo. Quiero llevarlo a la aldea de los Cazadores de Ballenas. Lo criaré para que se convierta en un buen hombre. Lo ayudaré a construir un ikyak y le hablaré de nuestra aldea. Pero si crees que lo mejor es que te acompañe al mundo de los espíritus, te ruego que lo lleves ahora.
Mientras hablaba, el niño había estado tranquilo, pero apenas Chagak se incorporó y lo dejó sobre el suelo, Cachorro se puso a chillar. Chagak no lo cogió en brazos ni miró atrás al salir.
Permaneció acuclillada en lo alto del ulaq, expectante, apartando de su corazón hasta la más remota esperanza. ¿Para qué tratar de influir en los espíritus? Puso la mente en blanco y sólo pensó en cosas sencillas como el color del mar y la cantidad de nidos de pájaros del acantilado. Procuró hacer oídos sordos al llanto de su hermano.
Chagak se quedó dormida sin darse cuenta y cuando despertó era media tarde. Cachorro seguía llorando.
Entró en el ulaq. Esta vez no intentó divisar espíritus en la penumbra y corrió al encuentro de Cachorro, lo alzó y lo abrazó. Lo acunó hasta que el pequeño dejó de llorar, lo puso debajo de la suk y acomodó el portacríos en torno a su cuerpecillo.
Chagak canturreó una apacible canción de acción de gracias y se sorprendió cuando su voz se fundió con el llanto. Antes de abandonar el ulaq murmuró:
—Nos vamos. Protegednos. Por favor, protegednos.