Apenas despertó, Chagak pensó que tenía que terminar las esteras para dormir de Acechador de Focas. Entonces recordó, y con el recuerdo se apoderó de ella una oscuridad que la llevó a desear volver a dormirse. Se puso a temblar. Sus manos eran demasiado ligeras en relación con su cuerpo, sus brazos y sus piernas demasiado pesados y su pecho estaba tan lleno de dolor que no había espacio para nada más.
Abandonó las pieles para dormir y volvió a encender varias lámparas de aceite. Desenterró unos huevos que había guardado con su madre, enterrándolos en arena y aceite en la parte inferior del escondrijo para alimentos, y se obligó a comer.
Aunque los huevos sabían a ceniza y sintió asco, Chagak supo que si no comía no tendría fuerzas para concluir los entierros. Cerró los ojos, pensó en las verdes colinas y en el viento que soplaba desde el mar, y abandonó el ulaq después de ingerir dos huevos.
La noche anterior no había encontrado a su hermano pequeño, pese a que estaba segura de saber dónde lo había arrojado su madre. Volvió a buscarlo a la luz del día, pero tampoco lo encontró. Sus temores se acrecentaron y se fundieron con su dolor.
Los narradores hablaban de pueblos que se llevaban a niños de otras tribus, sobre todo varones, para criarlos como propios. Tal vez su hermano no había muerto. Quizá los agresores se lo habían llevado y lo criarían para que se pareciese a ellos.
«Sería mejor que Cachorro estuviera muerto», pensó Chagak, y pasó un rato sentada en lo alto del ulaq de su padre, sin hacer nada. Tuvo la impresión de que los espíritus de los muertos la llamaban y abandonó el ulaq para terminar la tarea que había emprendido el día anterior.
Chagak acarreó cadáveres, entonó oraciones mortuorias y se esforzó por no sentir asco en medio del hedor y las moscas. Las gaviotas se abalanzaban, ululaban e intentaban picotear las heridas mortales y los ojos abiertos, y Chagak tenía que ahuyentarlas una y otra vez.
Chagak encontró a Acechador de Focas cuando el pálido sol amarillo llegó a lo más alto del cielo.
Al principio no lo reconoció. Tenía la cara hinchada y cubierta de sangre a causa de una herida en el cuello, así como el torso abierto en canal del pecho a la ingle. Mientras Chagak contemplaba el cuerpo de Acechador de Focas, algo surgido de lo más profundo de su ser expulsó un doloroso grito de aflicción.
Acechador de Focas sujetaba la lanza en una mano. Cerca yacía el cadáver de un desconocido. Este hombre tenía una herida sangrante en el hombro y otra en medio del pecho. Llevaba los pies pintados de negro y vestía una chaqueta de pieles de foca y de leming que no estaba adornada a la manera de las tribus que Chagak conocía, ni a la de los negociantes que se hacían llamar Hombres de las Morsas, ni a la del pueblo de su madre, los Cazadores de Ballenas. Tal vez formaba parte del pueblo de los Caribúes, una tribu lejana a la que a veces aludían los Hombres de las Morsas. ¿Por qué los cazadores Caribúes abandonaban sus hogares y acudían a islas en medio del mar? Los Caribúes no eran negociantes. Nada sabían de ikyan ni de animales marinos. Además, los miembros del pueblo de los Caribúes eran altos y de piel clara. Y este hombre era bajo y su piel, pese a la decoloración debida a la muerte, era oscura.
Observó a ambos hombres: a Acechador de Focas, el hombre con el que iba a compartir su vida, y al desconocido, un hombre malvado.
—Se han matado el uno al otro —dijo Chagak en voz alta al viento, a los espíritus que estuvieran cerca.
«¿Su pueblo le había hecho algo a esos hombres? ¿Por qué habían ido a matar y a robar?». Chagak sacó su cuchillo de la vaina que llevaba bajo la suk y cortó las articulaciones del difunto. Cada corte pareció acrecentar su pena, como si el cuchillo portara dos hojas: una para el enemigo y otra para el espíritu de la propia Chagak.
Chagak arrastró el cuerpo de Acechador de Focas hasta el ulaq de su padre. Lo dejó en el espacio para dormir de su padre, lo envolvió con una de las esteras de hierba que había trenzado para él y le limpió la sangre de la cara y el cuello.
Cuando terminó, sintió que no le quedaban energías para trabajar ni deseos de abandonar el ulaq. Era una morada grande, lo bastante amplia para albergar los espíritus de toda su familia y el de la propia Chagak.
Tenía edad suficiente para recordar los días en que su padre había construido el ulaq. Su padre había recabado la colaboración de varios aldeanos y pasaron tres o cuatro días cavando un pozo ovalado en la ladera de la colina. Chagak, su madre, sus tías y su abuela acarrearon barro de la orilla de un riacho, le añadieron el agua justa para volverlo flexible y cubrieron con el barro el suelo de tierra y piedra. Lo alisaron y lo nivelaron con los pies, sin dejar de reír y cantar, atentas a las historias que la abuela iba desgranando.
Un poco antes, ese mismo verano una ballena había encallado en la playa y el jefe de los cazadores autorizó al padre de Chagak a usar las mandíbulas como vigas centrales para el techo. Los hombres cubrieron las paredes del pozo con grandes rocas y añadieron tierra alrededor. Con el sustento de las piedras y los leños ligeros, colocaron en su sitio las vigas de mandíbula de ballena y a continuación otras más pequeñas, de madera ligera. Las mujeres cruzaron las vigas con ramas de sauce y ayudaron a los hombres a acabar el tejado del ulaq con tepes y paja.
Chagak miró la luz que se colaba por el agujero del techo. Aunque había tiempo suficiente para enterrar a los demás, Chagak pensó: «Estoy muy cansada. Sin duda los espíritus lo comprenderán».
Permaneció mucho tiempo en la estancia principal del ulaq, anuló todo pensamiento y ni siquiera encendió las lámparas de aceite cuando la luz dejó de entrar por el orificio del techo. Había sido un día difícil. Se había ocupado de casi todos los cadáveres y sólo le quedaban por introducir unos pocos, sólo tenía que entonar algunas endechas y algunos cánticos de duelo.
«Terminaré mañana», se prometió. Se le ocurrió la misma idea que la había asaltado al ver el cadáver de Acechador de Focas: «Yo también debería estar muerta». ¿Qué alegría había en vivir sola? Nunca se convertiría en mujer, jamás tendría hijos. Viviría dominada por el temor a los espíritus, por el miedo a los desconocidos. ¿Qué persona podía alzarse en solitario contra los poderes del cielo y de la tierra? Más le valía estar muerta.
Aquella noche, mientras yacía en su espacio para dormir, Chagak pensó en la muerte y en las múltiples maneras en que podía ir a su encuentro.
Por la mañana Chagak enterró los tres cuerpos que faltaban y sólo el hombre que Acechador de Focas había matado quedó al descubierto, para que lo devoraran las aves carroñeras, para que se pudriera.
Chagak dedicó parte del día a recoger cuantas armas encontró. Escaseaban y no había suficientes para todos los cazadores de la tribu. Chagak pensó que los agresores debían de haberse llevado muchas armas y que no sería bueno que los hombres de su tribu carecieran de armas en la otra vida. ¿Cómo cazarían?
Chagak pasó mucho tiempo en los huecos de almacenamiento de los ulas y recogió las armas que encontró. Al final repartió cuchillos curvos y de hoja corta, buriles, obsidiana y otras piedras para martillar, entre los hombres para los que no encontró lanzas. Tal vez ellos pudieran fabricar sus propias armas.
Entonces llegó el momento de la muerte de Chagak. Se preparó con sumo cuidado, tomó una buena comida y se lavó la cara y las manos en las aguas mansas de una charca dejada por la marea. La imagen espiritual que la contempló desde la charca parecía vieja y cansada, no se asemejaba en nada a Chagak, una muchacha que sólo había vivido trece veranos.
Deshizo los nudos de su cabellera, se quitó la suk y se lavó los brazos y los pechos. La suk estaba prácticamente estropeada. Aunque la recogida y el acarreo de los cadáveres había roto muchas plumas y la sangre apagado el brillo de las que quedaban, Chagak limpió la sangre y acomodó las plumas. Por último, lavó su cuchillo de mujer y frotó la hoja contra el amuleto del chamán, que todavía llevaba colgado del cuello.
Como para su muerte necesitaba algunas cosas, inició un registro por los ulas y cogió lo imprescindible: una lámpara que la guiara hasta su familia, pieles limpias para dormir, uní estómago de foca lleno de aceite y otro con comida. Como viajaría sola, no sabía cuántos días tardaría en encontrar las Luces Danzarinas.
Acumuló las provisiones en su espacio para dormir. Se sentó, esgrimió su cuchillo de mujer con la mano derecha y se aprestó a cortar las arterias palpitantes de su cuello. En la mano izquierda sostenía un cuenco a fin de recoger la sangre.
Pero notó una conmoción en su interior, la necesidad tantas veces experimentada de volver a sentir el viento, de oír el mar, de que el sol cayera sobre su rostro. Dejó el cuenco y el cuchillo en el suelo y salió del ulaq.
Chagak deambuló por la playa y a pesar de la pena sintió la alegría de haberse dado la última oportunidad de ver el mundo, de oír el canto prolongado y triste de los somormujos, el kikikik de las golondrinas de mar.
Empezó a cantar, en primer lugar canciones de consuelo, nanas que le entonaban cuando era pequeña, y después endechas de duelo, cánticos de muerte dedicados a sí misma. Cuando las nubes empañaron el sol y del mar llegó una ráfaga de viento frío, Chagak abandonó la playa y regresó al ulaq de su padre.
Había escalado hasta el techo del ulaq cuando oyó un débil sonido procedente de la colina situada en lo alto de la aldea, un sonido como si alguien se lamentara, como si llorara otro ser que aún seguía con vida.
¿Un niño? ¿Cómo era posible que un niño hubiera sobrevivido durante los dos, casi tres días que habían transcurrido desde el ataque? Su alegría fue tan grande que se le hizo un nudo en la garganta y no pudo gritar. Se dirigió hacia el llanto, aguzó el oído, se aproximó al sonido y al final llegó a la cima de la colina.
Al principio sólo divisó el cadáver de una mujer —Ala Negra—, una anciana que vivía con su nieto adulto, alguien que tal vez el próximo invierno se habría entregado a la montaña, dejando así más alimento para su familia. La mujer no llevaba mucho tiempo muerta. Yacía de lado, el cuerpo no estaba abotargado y las moscas apenas habían comenzado a posarse en sus ojos y su boca.
Llevaba una suk de piel de foca, chaqueta que sin duda había preparado como prenda mortuoria, ya que estaba demasiado adornada para usarla diariamente. Plumas y conchas formaban anchos dibujos en zigzag a los lados y alrededor de las mangas; retazos de pieles distintas —pardas, doradas, negras y blancas— trazaban un dibujo a cuadros en el cuello, los puños y el bajo.
¿Ala Negra había emitido esos gritos o sólo era el reclamo de las gaviotas? ¿Chagak, que no quería estar sola, había imaginado que las llamadas de las aves eran voces humanas?
Chagak suspiró y pensó en el largo y difícil retorno a la aldea. Otro cuerpo que tendría que meter en un ulaq. Se volvió para descender por la colina en busca de la piel de otaria que había utilizado para acarrear los cadáveres que se encontraban a cierta distancia de los ulas.
Estaba a mitad de camino cuando volvió a oír el gemido y supo con certeza que no era un pájaro.
Corrió hasta la cima de la colina y movió el cadáver de Ala Negra. Debajo de la suk de la anciana había un bulto, y una vez más oyó aquel débil quejido.
—Un niño —murmuró Chagak y se le aceleró el corazón, le latió con tanta fuerza que notó las pulsaciones en las sienes. Miró dentro de la suk y sacó al niño: era Cachorro—. Pensé que te habían llevado con ellos.
A Chagak le flaquearon las piernas y cayó de rodillas. Como si hubiera encontrado a su hermano muerto en lugar de vivo, los sollozos estremecieron su cuerpo, tan profundos y lacerantes que parecieron a punto de arrancarle el espíritu del pecho. Estrechó al pequeño contra su pecho y en medio del llanto se dirigió a Ala Negra:
—Eres una mujer valiente, abuela de nuestro pueblo.
Chagak metió a Cachorro debajo de su suk y lo acunó mientras regresaba al ulaq de su padre.
Acomodó a Cachorro en una piel de foca y limpió su cuerpo con aceite de foca. El pequeño tenía manchas de bayas en los labios y cada vez que los dedos de Chagak se acercaban a su boca, Cachorro intentaba mamar. En los cuatro meses que habían pasado desde su nacimiento se había vuelto rollizo y rozagante, pero ahora parecía más pequeño y tenía los brazos y las piernas tan delgados como al nacer.
Chagak envolvió la parte inferior del cuerpo del bebé en musgo y bolitas de pelos de foca y lo arrebujó con una piel de foca, con el lado peludo hacia dentro.
Mascó un trozo de carne de foca seca hasta ablandarlo, lo mezcló con agua, preparó una papilla e hizo que el niño la chupara de la punta de sus dedos. Cachorro se alimentó despacio y Chagak le ofreció a menudo sorbos de agua, pero el pequeño se atragantaba porque se la dio a beber del borde de un cuenco de concha. Al final, Cachorro pareció satisfecho y Chagak lo acostó en su cuna, la hamaca de madera que colgaba de las vigas, encima del espacio para dormir de su madre.
Mientras su hermano dormía, Chagak fue a buscar el cuerpo de Ala Negra. Como ésta no tenía ninguna herida, Chagak llegó a la conclusión de que la mujer había muerto de pena y de vieja. Arrastró el cadáver hasta el ulaq de su padre porque, pese a que estaba a una distancia mayor que el de Ala Negra, Chagak ahora la consideraba parte de su familia. Ala Negra había encontrado a Cachorro y lo había protegido de los asesinos. Era justo que tuviera su sitio junto a la familia de Chagak. Sus parientes la cuidarían del mismo modo que Ala Negra había cuidado del más pequeño.