Dos

Chagak pasó la noche agazapada entre las altas hierbas. Aferró su cuchillo de mujer, de hoja corta, y se frotó la mejilla con el suave mango de madera ligera. Si los hombres la perseguían, se quitaría la vida antes de que la cogieran.

Los hombres se fueron cuando por fin los gritos cesaron y las llamas sólo brillaban esporádicamente entre los ulas. Chagak los vio cargar los ikyan de la aldea con pieles y aceite. Los vigiló hasta que desaparecieron más allá de los acantilados que bordeaban la generosa bahía de su pueblo.

El dolor atenazó el pecho de Chagak desde el vientre hasta los hombros, como si uno de los agresores la hubiese traspasado con su lanza, como si tuviera un cuchillo clavado entre las costillas y la hiriese un poco más cada vez que se movía. Cuando ya no pudo contener su pena, lloró hasta que el cuerpo se le quedó seco y hueco y el rostro, descarnado por el viento que secó sus lágrimas.

Por la mañana, una espesa niebla se arremolinó en torno de los ulas y cubrió la aldea cual una mortaja. El humo se abrió paso entre la niebla y transportó el olor de la carne quemada.

Chagak observó la aldea largo rato y no advirtió el menor movimiento; finalmente descendió por la ladera posterior de la colina, fuera de la vista del ulakidaq, y se dirigió a la cima del acantilado sur, desde el que se divisaba la playa.

La playa daba al este y se extendía más allá de los acantilados, trazando una curva abierta. Era una hermosa cala de finos guijarros legamosos, con muchos charcos dejados por la marea, en los que los niños y las viejas recogían erizos y pequeños peces. Los acantilados eran utilizados como nidos por alcas y frailecillos. En primavera, Chagak y sus amigas trepaban por los acantilados o se colgaban desde las cumbres con arneses de cuerdas, y tendían trampas en las entradas o llevaban cestas de recolección con los suaves huevos blancos de los frailecillos y con los de manchas oscuras de los pájaros bobos. El arrecife se extendía desde la playa y con la bajamar las mujeres salían en sus grandes iks descubiertos para arrancar quitones[2] de las rocas.

En los días más claros del estío, los niños pequeños se tendían en lo alto de los acantilados, al tiempo que sus padres se apostaban debajo, en los ikyan. Si uno de los críos veía que una morsa de movimientos lentos oscurecía el agua, lanzaba un grito; entonces los hombres dirigían sus embarcaciones ligeras hacia el sitio donde nadaba el animal. Los extremos de sus lanzas iban atados a una larga cuerda sujeta a la borda de los ikyan. Después de que cada hombre arrojara su lanza, reunían las cuerdas y entre todos arrastraban la morsa hasta la orilla y llamaban a las mujeres para que preparasen un banquete con aquella carne dulce que seguía teniendo buen sabor incluso cuando era vieja, a pesar de que estuviese prácticamente cubierta de gusanos.

Chagak se tendió boca abajo y acomodó las hierbas aplastadas que la rodeaban para ocultarse mejor. Ahora que era de día se sentía más vulnerable. Tal vez algunos de los hombres de larga cabellera se habían quedado.

La playa parecía vacía. Chagak divisó las líneas que las quillas de los ikyan de los atacantes habían trazado en los guijarros. Esperó mucho tiempo, temerosa de abandonar el acantilado. ¿Y si los hombres se habían limitado a esconder sus embarcaciones? ¿Y si acechaban a los que habían logrado escapar? Seguramente algunos miembros de su aldea aún seguían con vida.

Chagak tenía la boca seca y lamentó haber dejado la cesta de frambuesas. Las cumbres de los acantilados eran tan rocosas que sólo crecían toscos manchones de acederas y hierbas. Arrancó un puñado de hierba y lo masticó esperando humedecer su boca, pero la hierba estaba cubierta de sal y acrecentó su sed.

Chagak permaneció en el acantilado hasta que, cuando el sol se enroscó por el noroeste del cielo, se obligó a incorporarse y caminar hacia la aldea.

Al andar se imaginó que lo que había visto no era más que un sueño, que cuando mirara hacia la aldea todo estaría como siempre: cada ulaq verde por las hierbas que crecían en su tejado, las mujeres sentadas y cosiendo a sotavento, los hombres contemplando el mar, los niños corriendo y jaraneando con sus juegos.

Como el viento todavía acarreaba el olor del humo, cuando Chagak arribó a lo alto de la colina y vio las ruinas ennegrecidas no experimentó la menor sorpresa, sino el agobiante dolor de la desesperación.

Encontró la cesta de frambuesas y se llevó un puñado a la boca; después de chupar el jugo tragó la pulpa. Estuvo vigilante largo rato, alerta a cualquier movimiento, pero lo único que se agitó fue el espíritu del viento, que arremolinó restos de cortinas y de esteras: hierba ennegrecida.

Chagak empezó a preguntarse si estaba sola, si era la única de su pueblo que seguía con vida. Esa idea la estremeció y de pronto se echó a llorar, pese a que estaba convencida de que durante la noche había consumido todas sus lágrimas. Aún llorando, inició el descenso hacia la aldea, con su cuchillo en una mano y el amuleto en la otra.

«No es una buena señal», pensó Chagak, pues el primer cadáver que encontró fue el del chamán. Lo habían matado con una lanza o con un cuchillo, ya que tenía una profunda herida en el centro del pecho, pero el fuego no lo había tocado. Las llamas habían dejado un círculo de hierba intacta a su alrededor.

Los agresores no habían desmembrado el cuerpo; aunque sorprendida, Chagak se alegró. Si un cuerpo era mutilado a la altura de las articulaciones principales, el espíritu perdía su poder y no podía vengarse, no podía ayudar a los vivos. ¿Por qué habían dejado intacto al chamán? ¿Acaso los atacantes pensaban que su poder era muy superior al del chamán? Chagak espantó las moscas que se habían posado en el cadáver. El rostro del chamán aún mostraba la mueca de la muerte y tenía la espalda arqueada, como si su espíritu hubiera escapado por la herida en el pecho, elevando el cuerpo al salir.

Una mano del chamán aferraba un báculo tallado, objeto sagrado que cada chamán entregaba a su sucesor. Chagak se acercó lentamente, presta a retroceder si el báculo la quemaba cuando lo tocara. ¿Qué mujer estaba autorizada a tocar el báculo del chamán? Como no la quemó, le pareció que no se diferenciaba en nada de los demás báculos.

Chagak intentó quitar el báculo de la mano del chamán, pero ésta lo aferraba con tanta firmeza que no lo consiguió.

Con la esperanza de que el espíritu del chamán estuviera cerca y pudiera oírla, Chagak murmuró:

—No lo quiero para mí, sino para ayudar a los espíritus de mi pueblo. —El chamán siguió aferrando el báculo—. ¿Cómo los enterraré? —preguntó Chagak, y las palabras sonaron como un sollozo.

Se apartó y al volverse vio un amuleto que yacía a poca distancia del cadáver. Más grande aún que el amuleto de un cazador, aquél era la fuente de mayor poder del chamán. Chagak lo recogió con mano temblorosa.

Lo alzó por encima de su cabeza y se volvió hacia la montaña Aka.

—Míralo bien —gritó Chagak en medio del ulular del viento y el murmullo del mar—. Si no quieres que me lo quede, se lo devolveré al chamán.

Permaneció a la espera de alguna señal —un destello de sol en la cumbre de la montaña, un repentino cambio en la dirección del viento—, pero Aka no emitió señales, de modo que Chagak se colgó el amuleto del cuello y experimentó cierto consuelo al notar su peso contra su pecho, como si otro corazón latiera junto al suyo.

Chagak deseaba correr por la aldea para ver si algún miembro de su familia o Acechador de Focas seguían vivos. Pero, como ningún espíritu podía reposar ni ocupar su sitio en la gozosa danza de la aurora boreal si el cuerpo no era honrado, antes debía enterrar al chamán.

Chagak divisó una estera de dormir junto al ulaq más cercano. Aunque un extremo estaba quemado, el otro estaba entero y parecía firme. La extendió junto al cadáver y luego lo colocó sobre la estera. Arrastró el cuerpo hasta el ulaq de la muerte, situado en las lindes de la aldea.

El ulaq de la muerte era la morada de los difuntos o de cualquier espíritu que visitara la aldea de los Primeros Hombres. El orificio para el humo estaba cerrado con una tapa hecha con leños ligeros enlazados y sólo el chamán y el jefe de los cazadores podían abrirlo para que recibiese el cuerpo de un difunto.

Chagak siempre había evitado el ulaq de la muerte y nunca escogía un sendero que la condujera a sus proximidades, pero aquel día se sabía protegida por el amuleto.

El cuerpo del chamán era pesado y Chagak se vio obligada a hacer varios altos para descansar. Pero ella era fuerte y estaba habituada a acarrear todas las mañanas un pellejo lleno de agua dulce de un riachuelo próximo a la aldea.

El humo corrompía el aire y cada aliento parecía acrecentar la carga, pero al final Chagak logró situar al chamán en lo alto del ulaq. Quitó la tapa al orificio, aferró el amuleto del chamán y se preguntó qué podrían hacerle los espíritus a ella, una mujer que osaba abrir el ulaq de la muerte, pero en seguida pensó: «¿Qué es peor, dejar sin enterrar a los míos o utilizar este sitio para los difuntos?». Ese razonamiento aplacó sus temores.

Como no disponía de una estera mortuoria con la que envolver el cadáver del chamán ni de hierbas sagradas, Chagak entonó la endecha que había oído cada vez que alguien moría: un canto de súplica a Aka, una oración para dar fuerzas al espíritu del difunto. Hizo rodar el cadáver hasta la entrada y lo dejó caer en el interior.

Volvió a poner en su sitio la pesada tapa y miró hacia atrás, en dirección a la aldea. Desde este lado del ulakidaq se divisaban más cadáveres, en su mayoría de hombres, algunos tan quemados que resultaban irreconocibles. De pronto Chagak sintió la necesidad imperiosa de encontrar a su padre y a Acechador de Focas. ¿Y si habían escapado? ¿Y si sus cuerpos no estaban entre aquellos cadáveres?

Fue lentamente de un cadáver a otro. Se acostumbró al olor de los muertos, al hedor que pareció asentarse en el fondo de su garganta, aunque a menudo, cuando veía a un tío o una tía, a un primo o una amiga, tenía que desviar la mirada y echar a correr hacia el siguiente cadáver.

Encontró al hermano pequeño de Acechador de Focas, se tomó un respiro en la búsqueda y lo arrastró hasta lo alto del ulaq de la muerte. Aunque el niño tenía ocho o nueve veranos y no era tan pesado como el chamán, la pena de Chagak pareció añadir lastre a su cuerpo.

Una vez en el ulaq de la muerte, repitió las endechas y dejó caer el cuerpo por la mohosa oscuridad. Después de cerrar el ulaq Chagak advirtió que el sol estaba a punto de ponerse y la idea de pasar la noche en la aldea le aceleró el pulso.

¿Qué podían hacerle los espíritus? Para entonces cada uno tendría que haber recibido un rito sagrado, un buen entierro, y Chagak sólo había dado sepultura a dos. ¿Cuántas personas había en su aldea? ¿Tres decenas, cuatro decenas?

—No puedo enterrarlos a todos —gritó a Aka—. No me pidas que los entierre a todos, son demasiados.

Entonces tuvo una idea: «Utiliza cada hogar como si fuera un ulaq de la muerte. Hay demasiados cadáveres para que reposen en el mismo ulaq».

Chagak se dirigió al ulaq de su padre bajo el sol crepuscular.

Como el poste con muescas que servía de escalera para llegar al interior estaba muy chamuscado, Chagak saltó sin más. Buscó a tientas hasta dar con una lámpara de aceite; utilizó el musgo, el pedernal y la piedra para el fuego que llevaba en una bolsita que le colgaba de la cintura, frotó las piedras hasta que una chispa encendió la pelusa del moho y lo acercó al círculo de mechas. Prácticamente no quedaba aceite en el poco profundo cuenco de piedra de la lámpara, pero alcanzó hasta que Chagak sacó un pellejo de aprovisionamiento del escondrijo de la pared. Nada de lo que el escondrijo contenía había ardido y, cuando echó aceite en la lámpara y las llamas de las mechas se alargaron, Chagak se sorprendió de ver que, pese a que las paredes del ulaq estaban más oscuras que de costumbre y que algunas cortinas se habían quemado, casi nada había resultado dañado.

Registró las estancias para dormir del ulaq, separadas por cortinas, y se preguntó si alguno de sus parientes se habría salvado del fuego. En el espacio para dormir de su padre, situado en el fondo, Chagak vio una figura recostada contra la pared. Reconoció a uno de sus hermanos y lanzó un grito de alegría. Entonces se dio cuenta de que, pese a que el cuerpo no tenía señales de lanzazos ni de quemaduras, su hermano también estaba muerto —como el resto de los aldeanos—, de que tenía los ojos y la boca abiertos para que el espíritu escapara y de que su vientre ya estaba abotargado.

«¿Qué extraño poder tiene el fuego? —se preguntó Chagak—. ¿Cómo extrae los espíritus de las personas sin tocarlas? ¿Arrebata el aliento, para el corazón, roba la sangre?».

Chagak puso la lámpara en el suelo, extendió una estera de dormir junto al cadáver de su hermano y lo depositó sobre las pieles del lecho de su padre. Este hermano había sido su preferido y en sus ojos oscuros siempre destellaba la picardía de una travesura. Pese a que sólo tenía seis veranos, ya había cazado su primer frailecillo, atravesándolo con un pequeño arpón que el padre le había fabricado.

La madre de Chagak había preparado un banquete para celebrar la caza. Entonces habían estado todos juntos: sus padres, los tíos que convivían con ellos en el ulaq y hasta el abuelo de Chagak, que había muerto a principios del verano.

Chagak volvió a entonar la endecha mortuoria, pobló el ulaq con el sonido del canto sagrado de su pueblo y, sin dejar de cantar, apiló montones de pieles chamuscadas hasta llegar al orificio de entrada. Una vez fuera, buscó los cuerpos calcinados de su madre y de su hermana, los introdujo trabajosamente en el ulaq y los arrastró al espacio para dormir de su padre, sin importarle que el carbón de sus cuerpos estropeara las plumas de su suk.

Cuando volvió a salir, Chagak se llevó una de las lámparas de caza de su padre porque el sol se había puesto y la oscuridad inundaba la aldea.

Buscó el sitio donde había caído su hermano mayor y lo encontró con los ojos abiertos y el pecho oscurecido por la sangre seca. Lo arrastró al interior del ulaq y también lo dejó en el espacio para dormir de su padre.

Aquella noche, Chagak deambuló por la aldea hasta que dio con su tío, su tía y su padre. Arrastró los cadáveres hasta el ulaq y los envolvió con pieles y esteras.

Cuando ya no le quedaron fuerzas para salir del ulaq, Chagak se tendió junto a la abertura del espacio para dormir de su padre y se quedó dormida.