Apenas propalóse la noticia de que Genoveva estaba mucho mejor y restablecida de todos sus padecimientos, una multitud innumerable acudió diariamente al castillo, pues todos estaban deseosos e impacientes por verla. Wolf prometió a la condesa, bajo palabra de honor, no despedir a nadie, aunque fuese el más humilde vasallo; así que, como la afluencia era tan numerosa, siempre estaba llena de gente la estancia de Genoveva. Sin embargo, todas aquellas buenas gentes guardaban un silencio tal y conservaban una actitud tan recogida, que casi no osaban respirar ni penetrar en el interior, permaneciendo de pie, a la entrada, la mayor parte de ellos, teniendo los hombres la gorra en la mano, como si estuvieran en la iglesia, y los niños, hasta los que iban en brazos de sus madres, elevaban al cielo sus manecitas con un gesto lleno de gracia.
A la hora en que solían acudir aquellas buenas gentes, Genoveva se hallaba, por lo regular, descansando todavía o acababa de levantarse y, por lo tanto, recibíalas en el lecho o en un magnifico sitial. Su pálido y bello rostro respiraba una dulzura tan angelical, tanta ternura y benevolencia, que, a los ojos de cuantos la miraban, su cabeza parecía rodeada de una divina aureola. Las palabras que ella les dirigía, después de hacerles entrar e invitádoles a que se le acercasen, quedaban para siempre grabadas en la memoria de todos. Entre otras cosas, acostumbraba decirles, con su dulce voz, que le conquistaba todos los corazones:
—Amigos míos, tengo una gran alegría en que vengáis a visitarme, y os agradezco mucho el amor que me demostráis, participando así de mis penas y alegrías. Ya sé que, por desgracia, tampoco a vosotros os faltan pesadumbres; pero no dejéis nunca de amar a Dios, poned en Él vuestra confianza y esperad días mejores, pues no hay apuro de que Él no pueda sacarnos, ni situación, por desesperada que parezca, en la que no nos pueda socorrer viniendo, por lo regular, en nuestro socorro, cuando mayor es nuestra angustia. Todo lo lleva Él a buen fin, y ya podéis verlo bien demostrado en mis mismas aventuras.
«Creed que se puede vivir dichoso en medio de la pobreza, por lo que debéis contentaros con lo que tengáis y estar satisfechos con poco, pues por poco que tengáis siempre tendréis más de lo que tenía yo en el desierto. Vosotros, al menos, no carecéis de una cabaña, un vestido, un lecho, fuego para calentaros en el invierno y una sopa caliente, que es cuanto, en rigor, puede necesitar un hombre. Así, pues, no dejéis que la avaricia se apodere de vuestro corazón, ni cifréis vuestra felicidad en los bienes terrenales, sino en Dios, pues Él puede convertir en un momento al millonario en mendigo, así como enriquecer con castillos y tesoros al más necesitado, y en mí podéis ver una buena prueba de ello».
«No perdáis nunca vuestra confianza en Dios y procurad que siempre se conserve pura vuestra conciencia, pues de este modo también estará siempre alegre y satisfecho vuestro corazón. La fe impulsa a las acciones buenas y generosas y nos fortalece contra la adversidad, quedando muy rara vez sin la recompensa que merece. Por otra parte, un corazón creyente y una conciencia limpia, de toda mancha, es el mejor consuelo que puede tenerse en las aflicciones, en las enfermedades, en la prisión y aun en la muerte, y acaso un día lo experimentéis, como yo lo he experimentado».
«Siempre que la conciencia os acuse, pues a todos nos acusa de algo, de una falta cualquiera, por grave que ésta sea, poned en Dios vuestra esperanza, y no olvidéis que Cristo vino al mundo para redimir a todas las criaturas a fin de que obtuviésemos el perdón de nuestras faltas. Cuando creemos que de nada tenemos que acusarnos, nos engañamos a nosotros mismos; mas, si reconocemos nuestras faltas, Dios nos las perdona, purificando nuestras almas».
«Si queréis mejorar vuestros corazones, complaceos en oír la explicación del Evangelio, pues en vano trataría yo de explicaros la benéfica influencia que él ejerce sobre nosotros. Los primeros propagadores de la fe cristiana vinieron hacia nosotros con el Evangelio en una mano y una cruz en la otra. Os lo repito; oíd el Evangelio, grabad sus máximas en vuestro corazón y ajustad a ellas vuestra conducta, pues, de este modo, lograréis obtener toda la felicidad que al hombre le es dado conseguir en esta vida».
Y, al decir esto, Genoveva tendíales sucesivamente la mano a uno después de otro, haciéndoles prometer al despedirse que cumplirían fielmente todas las recomendaciones que les había hecho.
También solía dirigir algunas prudentes y oportunas reflexiones a los maridos y a sus mujeres, a los padres de familia y a sus hijos. Aconsejaba a los casados que se amaran y considerasen mutuamente y terminaba diciéndoles:
—No prestéis oído a las lenguas calumniosas, que sólo pretenden introducir entre vosotros el odio y la discordia.
Nadie podía hablar en esta forma con más fundamento que ella, que había experimentado las desgracias que las malas lenguas hacen caer hasta sobre los matrimonios mejor avenidos.
Dirigíase a los padres y madres, encareciéndoles la necesidad en que estaban de educar a sus hijos en la probidad y la honradez, hablándoles como sigue:
—Pensad que vuestro hijo no lleva su destino escrito en la frente. Hoy, es cierto, sonríe dichosamente en este mundo, en el que acaba de nacer, pero llegará, un día en que se entristecerá y llorará como todos los humanos. Debéis, pues, educarle, de modo que adquiera la fuerza y el vigor necesarios para la lucha por la existencia. Cuando me tenía en sus brazos mi madre, la duquesa de Brabante, como ahora tenéis vosotras a vuestros hijos, no podía, en modo alguno, ocurrírsele que llegaría un día en que a su hija le faltara un asilo, un pedazo de tela para abrigarse y hasta un pedazo de pan que llevarse a la boca. Por fortuna me educó fortaleciendo mi espíritu en el amor y temor de Dios; de otro modo, los grandes infortunios que he padecido, habrían acabado por rendirme y, acaso, la desesperación me hubiera llevado a atentar contra mi vida en el desierto, y seguramente no me vería hoy feliz y dichosa entre vosotros, como me veo. Sin la fe, que nos fortifica y alienta, la vida es una pesada y enojosa carga que acabaría por aniquilarnos. Si queréis ver felices a vuestros hijos, inculcad en ellos esta fe desde su más tierna edad.
Luego de hablarles en esta forma, Desdichado, por encargo de su madre, hacía algún bonito regalo a cada niño, sin exceptuar a uno solo. Estas generosidades, así como los prudentes y cariñosos consejos de la condesa, conmovían a aquellas buenas gentes, hasta el punto de hacer derramar lagrimas de gratitud y ternura hasta a los más endurecidos en la lucha por la vida. Las desgracias de Genoveva, unidas a sus virtudes y prudentes exhortaciones, acarrearon la prosperidad para todo el país, cuyos habitantes, en muchas leguas en contorno, hiciéronse más buenos y caritativos, y muchas familias, que hasta entonces estuvieron mal avenidas, en lo sucesivo vivieron dichosas y amorosamente unidas. Frecuentemente solía decir el venerable obispo:
—Siempre que Dios quiere conceder al hombre algún bien, envíale duros padecimientos, que se convierten luego en otras tantas bendiciones que la Providencia nos envía. Los infortunios de Genoveva han convertido y llevado al buen camino a más gentes que todas mis predicaciones.