Ínterin la alegría rebosaba de todos los corazones en el castillo de Siegfridoburgo, el desconsuelo más profundo reinaba en el palacio ducal de Brabante. El fiel Wolf, no obstante sus muchos años y sus achaques, ofrecióse a llevar a los padres de Genoveva la feliz noticia de su hallazgo. Pero Sigifredo se opuso, diciéndole:
—De ningún modo, viejo amigo; permanece aquí y delega tan penoso viaje en un hombre de menos edad que tú. Demasiadas fatigas has padecido ya cuando regresamos de nuestra campaña contra los árabes, pues con frecuencia solías decirme: «Este es mi último viaje a caballo».
Pero Wolf, insistiendo en su resolución, añadió:
—El hombre propone y Dios dispone; al cabo de tantas expediciones, sin otro fin que sangrientos combates, Dios me ha reservado para esta otra de honor y alegría y a la cual no renunciaré bajo ningún concepto. De modo, señor, que debéis creerme y dejarme que parta.
—Piensa en tu ancianidad —repuso Sigifredo—; medita en lo largo del camino y en lo riguroso aun de la estación. Reflexiona, mi fiel amigo, en todo esto.
—Todo eso no vale nada —agregó Wolf—, y, por otra parte, me siento rejuvenecido desde que tenemos entre nosotros a nuestra muy amada señora la condesa. Parece como si me hubiesen quitado de encima diez años, lo menos. Esta comisión coronará dignamente mi profesión de escudero. Luego, estad tranquilo; me tenderé cargado de años, y dormiré hasta despertarme en la eternidad.
El conde, aunque con gran sentimiento de su parte, acabó por acceder, y dijo:
—Bien; parte, ya que te empeñas, mi viejo y leal compañero de armas; elige el mejor caballo de mis cuadras y doce de mis mejores jinetes para que te sirvan de escolta; y, una vez allá, di a los padres de mi amada Genoveva lo que creas que yo mismo, si fuese, les diría, y lo que tu propio corazón te dicte. Dios te acompañe en el camino y te devuelva a mis brazos sano y salvo.
Genoveva, lo mismo que su esposo, hizo llamar a su presencia al anciano escudero, dándole el encargo de que dijese a sus padres cuanto de más expresivo pueden dictar el respeto y la ternura filiales.
La satisfacción de que se hallaba poseído, impidió a Wolf conciliar el sueño en toda la noche, y, antes de que amaneciera, despertó a los que habían de servirle de escolta, ayudóles a dar el pienso y ensillar sus caballos, y acto seguido emprendieron el camino a galope, llevando consigo un buen provisto equipaje, preparado desde el día anterior.
Wolf, siempre a la cabeza de sus apuestos jinetes, como si se tratase de salir al encuentro del enemigo, alentábales, diciendo:
—¡Animo, camaradas! ¡Ea, adelante y a la carrera!
Y, lo mismo el primer día que los que le sucedieron, corrían desde el amanecer hasta bien entrada la noche, hasta el punto de que, aquellos valientes, no pudieron menos de preguntarle:
—Señor mayordomo, ¿podéis decirnos para qué corremos de este modo desenfrenado durante todo el santo día?
Pero Wolf, espoleando su caballo, contestábales:
—¿Desenfrenado? Acordaos de la pena de que vais a aliviar a unos cariñosos padres.
Cuando un bravo puede aliviar al infeliz que padece tormento, aunque sólo sea por algunas horas, no debe retroceder ante un poco de cansancio ni preocuparse de si se fatiga o no. En muchas ocasiones, ¿no hemos andado a caballo meses enteros para distribuir mandobles y hacer derramar llanto? Pues corramos también ahora para enjugar el llanto y curar heridas. Lo que yo quisiera es que este caballo fuese alado como el que vi una vez pintado no sé dónde y que, dicho sea francamente, es lo que más admiración me ha causado en esta vida.
Y, al decir esto, acicateaba con más vehemencia, a su caballo.
Una noche, que se hallaban pernoctando en un castillo, díjole a Wolf el anciano señor de la fortaleza, que el venerable obispo Hidolfo, que bendijo el enlace de Genoveva y Sigifredo, se encontraba, precisamente, a, pocas leguas de allí, adonde había ido para bendecir un templo recientemente edificado.
Wolf, volviendo inmediatamente a ensillar su caballo, exclamó:
—Pues corramos a todo galope para encontrar a eso santo varón que, seguramente, no ignorará la venturosa nueva que traemos. Quiero también pedirle consejo, como prudente e instruido que es, respecto al modo de desempeñar mi encargo cerca del duque y la duquesa; pues, por más que he atormentado mi magín durante el camino, no he encontrado un medio que me satisfaga. Por mi parte, lo mejor sería llegar y decir a gritos desde la puerta: ¡Ha sido hallada Genoveva! ¡Genoveva, vive todavía! Pero, y esto es para mí lo más raro, las cosas no se arreglan de esta manera. Por más que soy un viejo soldado que jamás tuvo miedo de nada, os aseguro que, estas tres o cuatro palabras: «Genoveva vive todavía», causáronme tal emoción, que un temblor general se apoderó de mí y aun tiemblo al recordarlas. Jamás hubiera creído que la alegría, pudiera espantarlo a uno de tal modo. Y ahora os pregunto yo: ¿Si la alegría causa esta impresión a los extraños, qué sucederá con los padres? ¿No es probable que un exceso de felicidad, así, de repente, les hiriese en el corazón como una flecha mortal? Es necesario, pues, darles la noticia poco a poco, midiendo y pesando las palabras, hablar muy despacio y valiéndose de rodeos; y esto, camaradas, no lo sé hacer yo, pues jamás me he visto en semejante apuro. Todos nosotros manejamos la espada mejor que la lengua; de modo que, lo mejor que podemos hacer, repito, es ir al encuentro de ese venerable prelado, para que él nos aconseje, pues debe conocer a fondo la ciencia de insinuarse en los corazones.
Y, acto seguido, montaron a caballo Wolf y su escolta, y partieron a galope en dirección al punto en que les habían dicho que el obispo se encontraba. Antes de que hubieran transcurrido tres horas, estaban en su presencia, refiriéndole cuanto sucedía y pidiéndole consejo. Lleno de piadosa alegría, díjole Hidolfo a Wolf:
—¡Vivid tranquilo, buen anciano, pues en todo esto se ve la mano de Dios! En este momento, precisamente, me disponía a partir al lado de esos afligidos padres, porque así lo exigía mi deber. Marchemos, pues, juntos.
Esta respuesta, llevó a su colmo la alegría del honrado Wolf; y éste, así como los jinetes que lo acompañaban, miraron como un gran honor servir de escolta al venerable prelado.
Los duques de Brabante, que, llenos de pesadumbre, celebraban anualmente una fiesta religiosa en conmemoración del espantoso día en que llegó a su conocimiento la fatal noticia de la muerte de Genoveva, encontrábanse, justamente, a la mañana del siguiente día en su estancia, preparando el sexto aniversario, poseídos de una pena angustiosa. Los muchos sufrimientos que habían experimentado durante tanto tiempo, habían encanecido prematuramente sus venerables cabezas. Ambos vestían de riguroso luto, que ni un solo día había abandonado la duquesa desde que supo el aciago suceso.
Estaba ya próxima la hora de los oficios, y los duques aguardaban tan sólo la llegada del obispo, que estaba encargado por ellos de celebrar todos los años el oficio de difuntos, en el mismo altar en que había bendecido la unión del conde y Genoveva.
Acongojado el duque por el mudo dolor que le oprimía, decía con voz trémula:
—¡Ay! ¡Qué golpe tan espantoso! ¡Qué espantoso desastre! ¡No obstante, hágase la voluntad de Dios!
La duquesa, a su vez, murmuraba sollozando:
—¡Perder de esta forma a nuestra única y adorada hija! ¡A manos del verdugo! ¡Ya no podrá realizarse nuestro hermoso sueño, que nos dejaba creer que tú, Genoveva, nos asistirías como un ángel a la hora de nuestra muerte, y nos cerrarías cariñosamente los ojos! Pero —añadió, diciendo como su esposo—, sea lo que Dios quiera.
—Desterrad vuestros pesares y dad gracias a Dios.
Aun no había acabado de decir estas palabras, cuando penetró en el aposento el anciano obispo, llevando en el venerable rostro reflejada una gran alegría. Al entrar, exclamó:
Y con frase trémula, de ternura y entusiasmo, recordó a los duques el pasaje bíblico en que le es arrebatado a Jacob su hijo, y el gozo del anciano patriarca cuando José le fue devuelto. El entusiasmo con que habló el obispo, así como el dulce consuelo que se desprendía de su elocuente palabra, emocionaron profundamente a los augustos consortes. El sentimiento de inefable ternura que surgía del símil bíblico, iluminó su corazón con un rayo de alegría, que, en breve, logró disipar su dolor inconsolable.
La duquesa exclamó, cruzando sus manos sobre el pecho:
—¡Si nosotros pudiéramos disfrutar de un solo reflejo de este gozo!
—¡Imposible, no será en este mundo! ¡Solamente en la eternidad!
Y también en este mundo —exclamó entonces el venerable prelado—. Aun vive el Dios de Jacob y de José y Él siempre está realizando prodigios; causa las heridas, es cierto; pero también las cura. Rogadle ahora que os dé fuerzas para sobrellevar la alegría como antes os las dio para resistir la pesadumbre. Sí, en lugar de los cánticos fúnebres que íbamos a entonar en el templo, entonemos otro de ventura, y resuene bajo sus bóvedas el Tedeum, pues Genoveva vive todavía y la veréis de nuevo.
Esta noticia dejó estupefactos de asombro al duque y a la duquesa, y ambos quedáronse mirando al obispo como alocados y presa de un temblor que invadió de repente todos sus miembros. No atreviéndose a dar entero crédito a lo que oían, su corazón fluctuaba entre la esperanza y el miedo.
El obispo abrió entonces la puerta y llamó a Wolf, que estaba con su gente en la antecámara, lleno de febril impaciencia. El prelado, mostrándolo a los duques, prosiguió:
—Aquí tenéis un mensajero que os dará detalles más precisos.
Inmediatamente penetró Wolf en el aposento, exclamando:
—Os aseguro que vive la condesa, pues yo la he visto con mis propios ojos, he oído su voz y he besado su mano.
En breve se propagó esta noticia por todo el palacio ducal de Brabante con la rapidez del rayo. Entre las damas y escuderos que constituían la servidumbre del duque, sólo se oía esta exclamación: «Genoveva vive». Todos; llenos de asombro y estupor, precipitáronse en la estancia, como dominados por un verdadero frenesí de alegría. Acto seguido, Wolf, a cuyo alrededor formaron todos un círculo, comenzó a referir con minuciosos detalles la prodigiosa historia, con voz trémula por la emoción y los ojos arrasados en llanto, que corría también por las mejillas de todos los circunstantes, ínterin el duque y la duquesa, trastornados por revelación tan inesperada como repentina, apenas tenían conciencia de lo que pasaba en torno suyo.
Al fin, los amorosos padres, no pudiendo conservar la menor duda ante las aseveraciones de los mismos que acompañaban a Wolf, y los encargos que éste les daba de parte de Genoveva y Sigifredo, quedáronse como si acabaran de despertar de un profundo letargo.
—Háganse inmediatamente todos los preparativos para ir a ver, antes de morir, a nuestra querida hija, pues bastante hemos vivido ya, puesto que ella vive todavía.
Poco después, y luego de haber dado todos gracias a Dios por el prodigioso suceso, emprendieron el camino para Siegfridoburgo, escoltados por una numerosa y brillante servidumbre, por Wolf y por su gente, a la que se habían unido doce jinetes al servicio del duque.
Ínterin tenía lugar todo esto, habíase restablecido Genoveva, merced a los solícitos y cariñosos cuidados de que era objeto, y un leve carmín comenzaba a colorear sus mejillas. Sólo atormentaba su corazón el deseo, cada día más vehemente, de abrazar a sus amados padres.
Mas, cuál sería su regocijo, cuando aquéllos lucieron su entrada en el castillo de Siegfridoburgo mucho antes de lo que todos esperaban, derramando un caudal de lágrimas al recibir a su hija en sus brazos.
El venerable duque, presa de una emoción semejante a la que conmovió al anciano Simeón en otras épocas, exclamó:
—¡Hijos mío, ya puedo morir en paz, puesto que mis ojos han alcanzado esta dicha!
—También yo puedo ya morir gustosa. —Repuso a su vez la duquesa, con una ternura parecida a la de Jacob—, pues te hallo viva, y rehabilitada ante todo el mundo.
Y, vertiendo abundantes lágrimas, ambos ancianos abrazaron alternativamente a su hija.
Sólo repararon en Desdichado cuando hubieron pasado los primeros momentos de expansión, y acto seguido exclamaron el duque y la duquesa simultáneamente:
—¿Conque tú eres nuestro nieto? ¡Ven a mis brazos!
El duque, después de abrazarlo, dióle su bendición, también la duquesa, la cual, colmándole de besos y caricias, decíale:
—Sí, Dios te bendiga una y mil veces, hijo mío.
Luego, llenos ambos de admiración ante aquel suceso prodigioso, exclamaron, dirigiéndose a Genoveva:
—¡Hija querida! Nosotros te llorábamos creyendo que jamás volveríamos a verte, pues te creíamos muerta, cuando he aquí que Dios nos concede hoy la inmensa dicha, no sólo de abrazarte a ti, sino también a nuestro querido nieto, al que no conocíamos todavía.
Entonces, el anciano obispo, que había permanecido algo retirado presenciando esta escena, presentóse ante Genoveva y Sigifredo, que, en los transportes de la alegría, no habían reparado en él. El anciano y prudente varón, posando una mirada satisfecha y cariñosa sobre los duques, Genoveva, Sigifredo y Desdichado, dio a todos su bendición, y exclamó, elevando las manos al cielo:
—Ya ha cumplido el Señor lo que permitió que entreviera mi alma. Dios, hija mía, os ha proporcionado, como igualmente a toda vuestra familia, una ventura inmensamente superior a todas las delicias y glorias de esta vida. Una ventura que ha principiado por grandes padecimientos, que es como debe principiar toda ventura positiva, pues ellos son los que llevan a la perfección cristiana comparada con la cual es vil escoria todo lo terreno. Y ese camino, a cuyo fin está la salvación eterna, es el que Dios os ha hecho recorrer a todos. En él ha probado Genoveva su fe y confianza en Dios, su paciencia y su aflicción, su caridad para con sus enemigos y verdugos, y, en resumen, otras muchas más preclaras virtudes; en él, se ha sublimado por medio de las pruebas, hasta el punto de podérsela comparar con el aire más puro. Sigifredo, merced a una saludable experiencia, ha aprendido, a su vez, cuan perniciosos efectos, cuántos males incalculables suele acarrear el dejarse llevar por el vehemente impulso de las pasiones, y la necesidad en que está el hombre de someter aquéllas al imperio de la razón, la ha visto patentizada en la sombría desesperación en que se ha visto sumido y en la desolación y desamparo a que dejó reducida a la criatura, que amaba más en el mundo. Por lo que a Desdichado respecta, puede afirmarse que, en el desierto, ha aprendido a conocer a Dios mejor que lo hubiera hecho probablemente en el castillo de su padre, donde, en todos conceptos, se habría visto rodeado de comodidades y distracciones. ¡Quién sabe si Dios lo hubiese llevado a una corte, aun en el palacio de su mismo abuelo, donde, pululan los adoradores, si habrían descollado en él esas preciosas virtudes que hoy lo adornan y que han nacido y desarrolládose el influjo del aislamiento y la soledad! La modestia, la sobriedad, la inocencia y la humildad, son en él otras tantas tempranas flores que prometen los más óptimos frutos. Por último, en cuanto a los padres de Genoveva, llenos de pesadumbre por la supuesta muerte de su hija, han elevado a Dios sus corazones, no encontrando consuelo ni felicidad posible en la tierra. Cada día, han ido conociendo cada vez más la mezquindad y pequeñez de todo lo terreno y de lo imposible que es encontrar una dicha positiva y duradera fuera del cielo, de ese mundo mejor, donde no hay hombres que nos despojen, muerte que nos separe ni ojos que lloren. De este modo, impulsados por el deseo de llegar a él, han soñado en su posesión, ansiando alcanzar lo que todos temen o sea la muerte, pues sólo han visto en ella lo que verdaderamente es; es decir, el único medio para abrir las puertas de la eternidad. Así, pues, todos hemos ganado en virtud y experiencia, y, habiendo logrado llegar al fin de las aflicciones, nos vemos aquí, a Dios gracias, reunidos por un verdadero prodigio, en contra de lo que hubiéramos podido esperar, cuantos éramos la última vez que nos vimos. Pero, he dicho mal, puesto que nuestro número se ha aumentado con este hermoso niño, por lo que debemos admirar a Dios, que da más de lo que ofrece, y tratar de perseverar en el bien para toda nuestra vida, en la seguridad de que aquel que logre salir victorioso recibirá el justo premio que Dios concede siempre a los que le aman, premio que, por consiguiente, está al alcance de todos.