XV. Sigifredo encuentra a Genoveva.

Transcurrieron algunos años sin que fuera posible obtener del conde que siquiera saliese del castillo; y, aun al cabo de ellos, el mismo Wolf, y los caballeros sus amigos, habían de agotar todo su ingenio para lograr que su tristeza se disipara por unos instantes. Los unos celebraban festines amenizados con cánticos y melodiosos acompañamientos de arpa; otros concertaban torneos y juegos de sortija y, por último, otros le invitaban a partidas de caza, a cuya diversión había sido muy aficionado el conde en su juventud, y era la más a propósito para distraerle de sus tristes pensamientos.

Cuando los caballeros se hubieron hecho cargo de esto último, menudearon las cacerías; en aquellos tiempos abundaban en los bosques de Alemania los jabalíes, osos, lobos y ciervos, que brindaban terreno amplio a la intrepidez de los cazadores, por lo que no faltaba a ninguna el conde Sigifredo, el cual, a su turno, dispuso una partida de caza, a instancias de Wolf, a la que invitó a todos los caballeros comarcanos. Acababa el invierno, señalóse para la cacería el día que hubiese nevado la noche anterior, dándose cita, al efecto, bajo una encina colosal que había a la entrada del bosque.

Apenas amaneció el día señalado, el conde, seguido de un brillante cortejo de servidores, partió, internándose en el bosque, para el lugar de la cita. Todos los cazadores iban montados, formando cada uno de ellos un grupo independiente de los otros, constituido por los peones, con caballos de reserva, acémilas y perros de caza que le seguían.

Los caballeros que habían sido invitados por Sigifredo, acudieron puntualmente al lugar de la cita y, en seguida, resonaron en el bosque las alegres tocatas de caza, que comenzó inmediatamente, entregándose a ella con gran entusiasmo todos los cazadores.

Habían sido ya levantados muchos jabalíes y corzos, cuando el conde, después de disparar contra una cierva, que salió a escape, internóse persiguiéndola, y, siguiendo las huellas del animal, atravesó arbustos y malezas, saltó erizados peñascos, cruzó los laberintos más intrincados del bosque, hasta que, por último, la vio esconderse en la gruta de Genoveva; pues, justamente, era la fiel cierva con cuya leche se habían alimentado durante siete años en el desierto ella y su hijo.

Siéndole completamente imposible conducir su caballo por aquellas asperezas, apeóse Sigifredo, y atándolo a un árbol, llegó hasta la gruta, guiado por las huellas que la cierva había dejado impresas en la nieve. Su mirada, al examinar el interior ávida y curiosamente, descubrió en su sombrío recinto, con gran estupefacción del conde, una criatura humana, flaca y pálida como un cadáver, que no era otra que Genoveva.

La desventurada había conseguido, ciertamente, salir triunfante de su grave enfermedad; mas estaba tan débil y extenuada, que, convencida de que no podría recobrar su salud en aquel estéril desierto, decía todas las tardes al ponerse el sol:

—Ya no volveré a verle jamás.

El conde, avanzando dentro de la gruta, gritó:

—Si eres un ser humano, muéstrate a la luz del día.

Genoveva, obedeciendo acto seguido, salió envuelta en su zalea, y cubiertas las espaldas con su abundante cabellera rubia, desnudos los pies y los brazos, trémula de frío y pálida como un cadáver. Al verla, el conde Sigifredo le preguntó, mientras retrocedía espantado y sin reconocer a Genoveva:

—¿Quién eres tú y cómo es que te hallas en estos parajes?

—Soy yo, Genoveva —respondió la infeliz, que, por lo contrario, lo había reconocido a la primera ojeada—; tu esposa, a la que sentenciaste a muerte; pero soy inocente, bien lo sabe Dios.

Quedóse el conde como si hubiera sido herido por un rayo, y sin acertar a explicar si soñaba o estaba despierto. Como, en ocasiones, su dolor y pesadumbre eran tales, que llegaba a perder el conocimiento y, en aquel momento, veíase tan apartado de sus gentes en aquel retirado valle, le pareció que veía el alma de Genoveva, y exclamó con una voz ahogada por el espanto:

—¡Oh! Tú, alma de mi difunta esposa; ¿vienes, acaso, al mundo para pedirme cuenta de la sangre que he vertido? ¿Fue aquí, en este mismo lugar en que nos encontramos, donde se efectuó el terrible crimen? ¿Esta cueva, fue donde sepultaron tus inanimados restos? Sí, seguramente, no puede ser de otro modo. Y ahora, se halla tu cadáver en su tumba, para no permitir que huelle la tierra, que he enrojecido con tu sangre, y tu espíritu, indignado, se me aparece para arrojar al asesino de la tumba de su víctima. ¡Ah! Déjame, alma bienaventurada; déjame, que ya me atormenta bastante mi propia conciencia. Vuélvete a la pacífica morada en que te encuentras, y ruega por mí, por este esposo desventurado, que no puede hallar tranquilidad en este mundo. Y si quieres aparecerte a mí, toma un aspecto menos miserable, y que yo te vea, como un ángel de luz, pronto a otorgarme tu perdón.

—Esposo mío, Sigifredo —repuso Genoveva, rompiendo en llanto y con voz llena de ternura—; no soy un espíritu, sino tú esposa Genoveva.

La emoción y el espanto impedían, no obstante, al conde, sacudir el estupor que le embargaba. Sus ojos parecían estar cegados por una nube y de su garganta no podía brotar el menor sonido. Limitábase a mirarla fijamente, con ojos que el terror dilataba, sin atreverse a aproximársele, y cada vez más convencido de que era sólo un fantasma que tenía ante su vista.

Por último, Genoveva cogióle cariñosamente una mano; pero él se apresuró a retirarla, exclamando con voz trémula:

—Déjame, déjame, sombra de mi víctima; tu mano está helada. Pero no, no te alejes de mí; llévame contigo al sepulcro, pues me es imposible soportar por más tiempo la vida.

—Esposo mío, amigo mío, Sigifredo —insistió Genoveva, mirándole con ternura y cariño indecibles—. Vuelve en ti, por piedad. ¿Cómo es que ya no reconoces a tu esposa? Mírame bien; soy yo, yo misma. Mira este anillo que tú me diste y que aún conservo en mi dedo. Vuelve en ti, ¡por Dios!, y que a Él le plazca abrirte los ojos.

Pudo, al fin, Sigifredo, dominar su terror, y exclamó, como si hubiera salido de un ensueño:

—¿Conque, realmente, eres tú?

Y arrodillándose, aniquilado por la fuerza de la emoción a los pies de Genoveva, permaneció mirando fijamente, y durante mucho tiempo, el demudado rostro de su esposa, sin poder articular una sola palabra; hasta que, por fin, prorrumpiendo en un mar de llanto, exclamó:

—Sí, tú eres mi compañera, mi esposa, mi Genoveva, mi hermosa y agraciada Genoveva.

¡En qué situación! ¡Y por causa mía te ves tan desnuda y miserable!… No merezco que me sustente la tierra. ¿Será posible que puedas perdonarme, cuando ni aun me atrevo a levantar hasta ti mis miradas?

—Mi querido Sigifredo —repuso Genoveva—, jamás abrigué contra ti el menor resentimiento, pues siempre he creído que eras víctima de un infame ardid. Levántate y ven a mis brazos. ¿No ves cómo lloro de alegría?

—¿De modo —preguntóla el conde sin atreverse, apenas, a mirarla— que no me diriges ni un solo reproche, ni una reconvención? ¡Eres un ángel! ¡Oh, alma mía! ¡Y he sido yo quien ha podido ofenderte con tanta crueldad!

—Tranquilízate, Sigifredo, y ve en todo ello la mano de Dios, pues Él es quien lo ha dispuesto y ordenado todo, conforme a su voluntad. Si Él me ha colocado en este desierto, es porque así me convendría, seguramente. ¿Quién sabe si el esplendor y el fausto hubieran llegado a corromperme, al paso que en la soledad de este desierto se ha depurado mi alma?

Mientras hablaban de este modo, llegó Desdichado, sin otro vestido que la piel de corzo que lo envolvía y chapoteando con sus desnudos piececitos en la nieve, que aun cubría con una densa capa algunos puntos del valle. Llevaba bajo el brazo un haz de hierba mojada todavía por la escarcha, que había ido a recoger en las márgenes del arroyo, y en la mano traía una raíz, de la que venía comiendo en aquel instante.

Al distinguir al conde, vestido con el magnífico traje de los caballeros, y cubierta la cabeza con el yelmo, en el que ondeaba graciosamente un vistoso plumaje, el niño quedóse sobrecogido de espanto, y permaneció inmóvil, sin pronunciar una sola palabra.

Luego, miró a su madre, y dijo, al verla con las mejillas inundadas de llanto:

—No llores, mamá; ¿éste es alguno de esos hombres malos que vienen a matarte? —y, dando un salto, púsose al lado de su madre, y continuó—: Yo no he de consentir que te toquen. Antes me matarán a mí que a ti te hagan el menor daño.

—Nada temas, hijo mío —repuso Genoveva, con una sonrisa—. Mira cariñosamente a este guerrero y bésale la manó, pues no quiere hacerte daño alguno. Es tu padre, tu buen padre. Mírale cómo llora al contemplar nuestra miseria. Dios le ha enviado para salvarnos y llevarnos con él a su casa.

Al oír estas palabras, el niño contempló de nuevo al conde atentamente. En sus negros y rizados cabellos, en su noble y hermosa frente, en la viva expresión de sus ojos, en su fina y curvada nariz y en el dibujo correcto de su boca, vio Sigifredo que era su mismo retrato; y, al contemplarlo tan hermoso y lleno de vigor, sintió que una intensa alegría invadía su corazón, a la que se mezcló una profunda piedad al ver la miserable piel que lo envolvía. Al fin, desbordóse en él la ternura paternal y exclamó, desahogando en un grito todo el sentimiento que llenaba su corazón:

—¡Hijo mío, mi querido hijo; ven a mis brazos! —y tomó al niño en uno de sus brazos, mientras ceñía con el otro a Genoveva, que elevó al cielo sus ojos inundados de llanto, mientras el conde proseguía—: Dios mío, ésta es demasiada ventura para mi corazón. He hallado a la vez, lo que nunca me hubiera atrevido a soñar: a mi idolatrado hijo, que aun no conocía, y a mi amada esposa, a la que creía muerta, y que, por lo tanto, ha resucitado para mí.

—Sí, Dios mío —añadió Genoveva—, vos sois tan pródigo en vuestros beneficios, que os basta un instante para recompensar años enteros de sufrimientos. ¡Alabado seáis por toda la eternidad!

El tierno y generoso niño, al ver la emoción de que se sentían invadidos sus padres, elevó también sus manos al cielo, sin que nadie se lo advirtiese, y exclamó a su vez:

—¡Sí, Dios mío; alabado seáis por toda la eternidad! Y los tres, inmóviles y silenciosos, permanecieron, como en éxtasis, abrazados durante largo espacio de tiempo, elevando hacia el infinito la gratitud que llenaba sus almas, en ese mudo lenguaje que ninguna lengua sabría expresar. La primera en romper el silencio fue Genoveva, la cual dijo:

—Dime, esposo mío; ¿viven aún mis padres? ¿Gozan de una vejez tranquila? ¿Creen en mi inocencia? ¡Ay! Muy pronto hará siete años que me lloran por muerta, y desde entonces no he tenido de ellos la menor noticia.

—Todavía viven, mi amada Genoveva —repuso el conde—; están buenos y te creen inocente. Tan pronto como me sea posible, les enviaré un mensaje, comunicándoles la feliz noticia de haberte hallado.

Entonces, Genoveva, que permanecía con las manos cruzadas sobre su pecho, elevó al cielo sus miradas, en las que, a través de las lágrimas, reflejábanse la gratitud y la felicidad, y exclamó:

—¡Bendito seáis mil veces, Dios mío! Vos habéis oído favorablemente todos mis ruegos, colmando los más íntimos deseos de mi corazón. Vos habéis cumplido más de lo que yo nunca hubiera soñado. Librasteis a mi esposo de los azares de la guerra; pusisteis de manifiesto mi inocencia; habéis dado fin a mis sufrimientos, sacándome de este desierto, como también de las prisiones y de la muerte. Vos, por último, habéis preparado este dichoso momento, en que pueda presentar a su padre al hijo de mis entrañas y, para colmo de dicha, vais a dejarme ver a mis amados padres. ¿Cómo agradeceros bastante vuestra bondad, Dios mío?

Dicho esto, Genoveva introdujo a su esposo en la gruta, pues como tenía los pies desnudos, no podía sufrir la frialdad de la nieve.

El conde, para penetrar en la cueva, tuvo necesidad de encorvarse, y, en esta actitud violenta, fue examinando las toscas paredes cubiertas de musgo; el lecho de hojas secas; las calabazas, que hacían las veces de vasijas y las cestas de mimbre; todo, en fin, lo que constituía el menaje de aquella miserable morada, que ponía bien de manifiesto la indigencia de Genoveva. Contempló asimismo, con un piadoso recogimiento, la crucecita de madera, fija en una hendidura, de la roca, y junto a ella el peñasco que servía de reclinatorio, brillante y gustarlo por las rodillas de Genoveva. Por último, dirigió una melancólica mirada a las estériles asperezas del valle, desde la entrada, de la gruta y, al observar el triste paisaje y los negros abetos cargados de nieve, el llanto empapó de nuevo sus mejillas, y no pudo menos de exclamar:

—¡Ay, Genoveva! Dios ha hecho un verdadero milagro conservándote en este paraje desierto y espantoso. ¡Siete años! —añadió con voz triste y pausada—. Siete largos años sin un bocado de pan, sin fuego en invierno, sin un lecho, sin un vestido, y con los pies descalzos y hundidos en la nieve con que se cubren estas soledades en el invierno. Y esto lo ha sufrido una hija de príncipes, acostumbrada a comer en vajillas de oro y plata, criada entre púrpuras, y que jamás se vio molestada por el airecillo más ligero. ¡Esto hace estremecer! ¡Y yo he sido el que he acarreado sobre ti todos estos males! Y aún sigues amándome, ángel mío, después de tantas angustias y sufrimientos como han consumido tu vida. ¿Qué más podrían hacer los santos y los ángeles?

Quiso interrumpirle Genoveva para mitigar la agitación que se había apoderado de él, y exclamó con voz dulce y cariñosa, mientras una sonrisa angelical iluminaba su rostro:

—No te preocupes más de esto, querido Sigifredo. No todo han sido para mí penas en este desierto, pues también he tenido en él mis goces. Acaso hayas sido tú más desgraciado que yo; conque así, olvidemos el pasado —agregó, procurando apartar aquellas ideas de la imaginación del conde—. Mira a tu hijo; ¿ves qué puro es el sonrosado matiz de sus mejillas? Sólo comiendo alimentos sencillos y respirando aire puro, se ha mantenido sano y vigoroso. Tal vez en nuestro castillo, criado entre exagerados mimos, estaría pálido y enclenque, como la mayor parte de los niños de los nobles. Por consiguiente, alegrémonos y demos gracias a Dios porque se ha criado de este modo.

Y, al decir esto, sentóse sobre el peñasco que había en la cueva, e invitando al conde a que tomase asiento a su lado, puso a Desdichado entre los dos, y comenzó a referirle la manera verdaderamente prodigiosa cómo se habían sustentado ella y su hijo, desde el momento en que la cierva se apareció por primera vez en la gruta, hasta el instante en que, perseguida por el conde, vino a refugiarse junto a ella. Cuando oyó este conmovedor relato, Sigifredo dijo, a su vez, profundamente enternecido:

—¡Dios mío! ¡Cuán digno de que se os ame sois en vuestros designios y cuan pródigo en recursos para favorecer a las criaturas! Cuando yo precipitaba en la miseria y el abandono a mi mujer y a mi hijo, Vos, Dios de amor y de piedad, extendisteis vuestra mano omnipotente sobre ellos, en el instante en que iban a sucumbir de hambre y frío, y os habéis valido de este generoso animal para librarlos de tantos horrores. Sí, en el momento en que el desamparo había llegado a su colmo, en que la madre, desfallecida de hambre y de frío, ponía un pie en el borde de la tumba, y en que este pobre niño, al salir en mi busca, debía perecer entre las garras de las fieras que pueblan estos bosques, Vos, Dios mío, a cuyas miradas nada se oculta, hicisteis que este pobre animal me guiara hasta aquí, adonde no me hubiera podido conducir hombre alguno. Os prometo, pues, que en lo sucesivo, por duras que sean las aflicciones que nos enviéis, no dejaremos de poner toda nuestra confianza en Vos, que sois el más tierno y generoso de los padres.