XIII. Genoveva se dispone a morir.

Cedió, por último, el frío de aquel terrible invierno, y comenzó a sentirse un aire más tibio y benévolo. Cuando llegaba el mediodía, el sol, brillante y risueño, llegaba hasta el interior de la gruta, y el calor de sus rayos hacíase sentir dentro de ella notablemente. De las ramas de los abetos y de los muros del interior, destilaban continuamente, claras y menudas gotas, los hielos y escarchas que comenzaban a derretirse. No obstante, y a pesar de haber mejorado mucho el tiempo, Genoveva empeoraba más cada día; hasta el punto de que, viéndose próxima a la muerte, la desgraciada se dispuso para trance tan doloroso. En tales momentos solía decir:

—¡Ay! Ni siquiera he de tener en mi agonía un sacerdote a la cabecera de mi lecho de muerte, que me prepare a bien morir y fortifique mi alma para tan penoso trance, preparándola para entrar en la eternidad. Pero Vos, Dios mío, que sois el mejor sacerdote, estáis conmigo, pues no abandonáis jamás a los que recurren a Vos en el desamparo y la desgracia. Todo corazón que sufre y confía en Vos, puede estar seguro de que en Vos encontrará el consuelo, puesto que habéis dicho: «Ved aquí que llegó frente a la puerta y llamó; así que, cualquiera que haya oído mi voz vendrá a abrirme, y entraré en su casa, y yo cenaré con él y él conmigo».

Luego de haber pronunciado estas palabras, oró Genoveva largo rato, con las manos cruzadas y los ojos bajos.

Desdichado pasó todo el día y la mayor parte de la noche sin preocuparse de comer ni beber, y también en la más profunda obscuridad durante muchas horas, prodigando a su idolatrada madre todos los cuidados que estaban al alcance del pobre niño. Cogía puñados de musgo entre sus manecitas y alzándose sobre las puntas de los pies hasta donde podía llegar con sus bracitos, enjugaba, los húmedos muros de la gruta para que no gotearan sobre ella. Recogía de las rocas y árboles próximos el musgo seco para arreglarle un lecho mejor que el húmedo en que yacía. Otras veces iba a llenar una calabaza en las límpidas aguas del manantial, y se la ofrecía, diciéndole:

—Bebe, mamá querida; hace calor y tienes secos los labios.

También solía presentar a su madre una calabaza llena de leche, y, para incitarla a beber, hablábale en esta forma:

—Bébetela, mamá mía; la acabo de ordeñar en este momento y está exquisita —y, dicho esto, arrojábase llorando al cuello de su madre, y le decía entre sollozos—: Querida mamá; ¡cuánto daría yo por estar malo en tu lugar y morir por ti, si fuera necesario! Por último, una mañana, después de algunas horas de un dulce y tranquilo sueño, despertóse Genoveva más despejada y de mejor semblante que de costumbre. Durante su sueño, había dejado caer la crucecita de madera que tenía en la mano y, como tratase de buscarla, Desdichado adivinó sus deseos, la recogió y se la puso nuevamente entre los dedos, preguntándole:

—Mamá, mía, ¿por qué tienes siempre estos palitos en tus manos?

—No te he dicho hasta ahora lo que esto significa, hijo mío —repuso Genoveva—, porque esperaba vivir mucho tiempo todavía.

Apenas sé si podré hacerlo hoy, y, con gran sentimiento mío, comprendo que nunca debe retrasarse el cumplimiento del deber. Ya te he contado otras veces, que nuestro padre, el buen Dios, tiene asimismo un Hijo que es completamente igual que él; pero aun no he podido decirte todo lo que este Hijo ha hecho por los hombres, pues no habrías entendido nada absolutamente, habiéndote criado en este desierto apartado de todo el mundo. Hoy, que ya sabes que hay una multitud innumerable de hombres sobre la tierra; que conoces su condición y la conducta de la mayor parte de ellos; que, por último, me has oído explicarte lo que es la muerte, comprenderás ahora lo más esencial de la historia de Cristo, y te harás cargo de lo que significan estos palitos que, colocados en la posición que ves, forman lo que se llama una cruz, la cual ya has visto que siempre tengo en mis manos. Oye, pues, atentamente lo que voy a decirte, y no borres de tu corazón las palabras de tu madre:

«Sabe, hijo mío, que ese Padre celestial de los hombres, infinitamente bueno, afligido al ver la maldad de sus criaturas, envió a la Tierra a su muy amado Hijo con la sublime misión de corregir a los hombres. Este Hijo se llama Jesucristo».

«Siendo todavía más niño que tú lo eres, y tan omnipotente y sabio como su augusto padre, estuvo, igualmente, con su tierna madre en una gruta, que, muy parecida a ésta, servía de establo para las bestias. Cuando, más adelante, creció y llegó a tener más años que los que yo tengo ahora, estuvo asimismo en un desierto mucho más terrible que éste en que nos encontramos, en donde oraba constantemente porque no fuesen estériles sus esfuerzos y sacrificios por salvar a los hombres. De regreso entre éstos, díjoles que su Padre, del cual eran también hijos, como él, todos los hombres, le había enviado a ellos, para aconsejarles que se hicieren buenos, que lo amasen y se amasen unos a otros entre sí, con el mismo amor que Dios siente por todas las criaturas».

«—Para todo el que mejore su condición oyendo la palabra del Hijo de Dios —decíales—, llegará un día en que disfrutará de mil felicidades. Mas, por lo contrario, el que no la oiga ni le obedezca, jamás entrará en el reino de los cielos, e irá a parar a un lugar de tormento y de tinieblas».

«Pero los hombres, hijo mío, no quisieron creer sus palabras, ni que fuese el Hijo del Padre celestial, ni que su Padre lo hubiese enviado, y entonces él hizo milagros para que creyesen que, efectivamente, era tan poderoso como su padre. He aquí cómo: »Una madre como yo, aunque de más edad, se hallaba en cierta ocasión tan enferma como yo y padeciendo una calentura igual a la que yo padezco. Nadie en el mundo era capaz de curarla. Mas Jesucristo cogió tan sólo su mano, como yo cojo la tuya, e inmediatamente se puso buena, fuerte y colorada como estaba anteriormente».

«En otra ocasión, murió un niño algo mayor que tú. Su pobre madre, a la que desgarraba la pena de verle morir, no tenía más hijo que él, así como yo no tengo otro hijo que tú. Iban ya a enterrarlo, y su madre lloraba con el desconsuelo que puedes figurarte, cuando, súbitamente, preséntase el Hijo de Dios y dice con una voz muy dulce: “No llores, mujer” y, volviéndose al niño muerto, le dijo solamente: “Levántate”, y acto seguido el niño se levantó y recobró la vida y el Hijo de Dios lo entregó a la madre, que lo recibió en sus brazos transportada de alegría».

«Sin embargo, los hombres, ni aun con estas pruebas que les dio de su origen divino, quisieron creer que el Cristo fuera Hijo de Dios, ni que su Padre celestial lo hubiese enviado para redimirlos. Ellos no podían tolerar que les dijese: “Sois unos malvados; corregíos”».

«Y, ¿sabes qué hicieron? Construyeron una cruz, como ésta que tengo en mis manos, con unos grandes y pesados maderos, y después, con unos clavos, que se parecen a los aguijones de los espinos, aunque son mucho más duros, atravesaron las manos y los pies del Hijo de Dios y claváronlo en la cruz. Manábale la sangre de las heridas, y tenía que morir irremisiblemente, y aun sus verdugos mofábanse de Él, riéndose de sus torturas y sufrimientos, a pesar de que no les había hecho el menor daño, y, por lo contrario, había acogido cariñosamente y colmado de beneficios a cuantos llegaron a Él».

Desdichado exclamó entonces con generosa indignación:

—¡Oh, infames y perversos hombres! ¿Cómo es que el Padre celestial permitió que así sucediera y no los confundió con sus rayos? Si yo hubiera sido Él, los habría matado instantáneamente.

—Hijo mío —repuso Genoveva—; el Hijo rogaba por ellos al Padre, diciéndole: «Padre mío, perdónalos, porque no saben lo que se hacen». Así, pues, Él murió, impulsado por el amor que sentía por todos los hombres, aun por aquellos mismos miserables que lo crucificaron. Murió para conseguir que todos vivamos eternamente, pues era necesario que así sucediese. Si no nos hubiera amado hasta el punto de morir por nosotros, ningún hombre habría sido salvado; ni tú, ni yo, ni nadie, he aquí por qué padeció y murió en la cruz.

El generoso Desdichado, sentado junto a su madre e inmóvil, escuchaba atentamente, mientras corrían de sus ojos raudales de llanto, pues oía tan conmovedora narración por la primera vez en su vida, y la intensa impresión que producía en su cerebro; conmovíale profundamente. Por fin exclamó, enjugándose el llanto:

—¡Qué bueno era el Hijo de Dios! Pero, también estará en el cielo, ¿no es verdad?

—Así es, hijo mío —contestóle su madre—. «Cuando hubo expirado, bajáronle de la cruz, echáronle en tierra, y, por último, lo depositaron en una especie de gruta de piedra, parecida a ésta en que habitamos y cerraron la entrada con un gran peñasco. Mas, asómbrate; al tercer día resucitó y salió de la gruta. Un corto número de hombres, que no habían persistido en el mal como los otros, y le oyeron y se enmendaron, amábanle de todo corazón y lloraron su muerte con gran desconsuelo. Fue, pues, a su encuentro, y ya te harás cargo de la inmensa alegría que sintieron al verlo. Pero Él díjoles que se volvía de nuevo al cielo con su Padre; y como se entristecieran al oírle hablar de este modo, añadió: “No lloréis ni se os angustie el corazón; allá arriba, donde mora mi Padre, hay también puesto para vosotros, y yo voy a disponéroslo ahora; entretanto, haced tan sólo lo que os tengo dicho y luego vendréis un día a reuniros conmigo, allí donde yo estoy, os volveré a ver y vuestros goces serán perfectos y nadie podrá arrebatároslos. Además, aunque invisible a vuestros ojos, estaré con vosotros sobre la tierra y con vosotros permaneceré hasta la consumación de los siglos”. Y, dichas estas palabras, les dio su bendición y desapareció a su vista, elevándose al cielo lentamente, hasta que, por último, sus ojos dejaron de verlo por habérselo ocultado una dorada nube».

—¡Qué bello debió ser esto! —prorrumpió Desdichado—. Y, ¿piensa aún en nosotros el Cristo? ¿Sabe que vivimos en lo más intrincado de este desierto? ¿Llegará, un día en que volvamos a verlo en el cielo?

—Ciertamente —contestó su madre—; nada se escapa a su mirada y dondequiera que estemos Él nos ve, se halla con nosotros, nos ama, inclina hacia el bien nuestros corazones, y nos ayuda para que nos hagamos buenos y lleguemos a merecer un puesto en el cielo. Así, pues, hijo mío, aunque tú has sido siempre un buen niño y sólo me has dado hasta ahora motivos de alegría y satisfacción, no te baste con esto; es preciso que imites la bondad y dulzura del Cristo. Por ejemplo; tú no habrías rogado a Dios por los hombres, sin duda, si ellos te hubiesen dudo muerte. Recuerda, si no, que tu primer impulso, hace poco, fue matarlos a todos instantáneamente, si hubieras podido hacerlo. Ya ves cómo no has sido tan bueno ni capaz de sentir el amor del Hijo de Dios. Y, no obstante, debemos tomarlo por modelo, e imitarle en la bondad y en el amor si queremos ser gratos a sus ojos, así como a los de su Padre celestial, si queremos entrar en el cielo algún día. Pues por ello, precisamente, es por lo que nos ayuda el Hijo de Dios, por lo que ha venido al mundo, y por lo que sufrió el suplicio afrentoso de la cruz, y ahora, hijo mío, ya comprenderás por qué tengo constantemente esta cruz en mis manos, pues ella nos recuerda también constantemente los beneficios de Aquel que llevó su amor por los hombres hasta el punto de padecer y morir por ellos, advirtiéndonos que nosotros, de igual modo, podemos, por medio de los sufrimientos y de la muerte, llegar a obtener un puesto en el cielo. He aquí la misión de este humilde signo, de valor inestimable.

Genoveva interrumpióse al llegar aquí, y, después de una pequeña pausa, prosiguió, elevando al cielo sus ojos agonizantes:

—¡Ay, hijo mío! No tengo más herencia que legarte que esta crucecita. Conmigo la tendré hasta mi última hora; pero, apenas muera, sácala de entre mis manos rígidas y frías, y consérvala a tu vez fielmente. Si algún día llegas a ser rico y poderoso, no te avergüences de poner este humilde recuerdo que te deja tu madre en un lugar preferente de tu magnífico palacio. Siempre que fijes en ella tu mirada, piensa, en Aquel que murió en ella por amor a ti, y también en tu madre, que muere conservando en sus manos este signo de la fe. Procura constantemente ser piadoso, y bueno, tener una vida sencilla y pura, amar a los hombres, hacerles todo el bien que puedas, hasta llegar a sacrificarte por ellos si necesario fuera, y aunque para ti hayan de ser ingratos. Si así lo haces y te lo propones siempre que fijes tus miradas en esta cruz, entonces, esta pobre herencia que de mí recibes, será, para ti de mucho más valor que todos los lujos y comodidades de que tu padre pueda rodearte.

Este largo discurso dejó a Genoveva tan desfallecida y sin fuerzas, que se vio obligada a descansar durante un largo espacio de tiempo, pasado el cual, prosiguió:

—¡Si al menos supiera que te aguarda la dicha de llegar a ver, sin tropiezos, a tu padre! Para lograr esto, tienes que atravesar espantosos desiertos, intrincadas e impracticables selvas, profundos precipicios y áridos peñascos. Este camino es demasiado largo y peligroso para ti, que no eres más que un débil y pobre niño. Dios, no obstante, te dará su ayuda y protección para que llegues sano y salvo a la casa de tu padre, de igual modo que a todos nos ayuda a atravesar los ásperos desiertos de este mundo, a fin de que un día podamos llegar a su propia casa, y contemplemos cara a cara a ese verdadero y único padre de toda la humanidad. Acuérdate de llevar contigo dos calabazas llenas de leche para que puedas tomar algún alimento, durante el camino. Lleva, igualmente, un palo para defenderte de las fieras. ¡Pobre niño! Realmente eres muy débil; pero yo, débil mujer, vencí a un espantoso lobo con la ayuda de Dios, y Él te protegerá también contra todas las bestias feroces que encuentres en tu camino, pues no existe verdadero peligro, ni aun entre los leones y serpientes, para aquel que pone en Dios toda su confianza.

Al anochecer, aumentóse la debilidad de Genoveva, hasta el punto de que, a los esfuerzos que hacía para respirar, cubríasele la frente de un sudor que abrasaba. Hizo, no obstante, un esfuerzo para recuperar sus perdidas fuerzas, y sentándote en el lecho de musgo, dirigió a su hijo, que no se apartaba de ella un momento, una mirada triste y grave, y exclamó, con pausado y solemne acento, que hizo estremecer al pobre niño:

—Arrodíllate, hijo mío, para que pueda darte mi bendición, de igual modo que a mí me bendijo mi madre cuando me separé de ella. Creo que mi fin está ya cercano.

Arrodillóse Desdichado lanzando tristes gemidos, inclinó su afligido rostro y alzó sus manos al cielo piadosamente. Entonces, Genoveva puso sus desfallecidas manos sobre la rizada cabellera del niño, y con voz conmovida, y trémula exclamó:

—Hijo mío, yo te bendigo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Dios te proteja y te dé también su bendición; sé bueno para que un día podamos encontrarnos en la eternidad, —y abrazando estrechamente a su hijo, prodigóle las últimas caricias, y luego continuó—: Hijo mío, cuando te veas entre los hombres, ni imites sus malos ejemplos ni te hagas malo como ellos. Si te ves rodeado algún día de fausto y esplendor, no olvides a tu pobre madre. Si alguna vez olvidaras mi ternura, mi llanto maternal, mis últimos consejos, ¡consejos de una madre moribunda!; si, infiel a tus tiernos recuerdos, se pervirtiese tu corazón, entonces, hijo mío, quedarías separado de mí eternamente.

Genoveva, sin tener fuerzas para añadir una palabra más, cayó abatida sobre su lecho y entornó sus párpados.

Desdichado ignoraba si su madre dormía, o estaba muerta realmente. Arrodillado junto a ella, prorrumpió en amargo llanto, diciendo constantemente:

—¡Dios mío, no permitas que muera! ¡Resucitadla, Dios mío!