XII. Genoveva enferma.

De igual modo que habían pasado hasta entonces, Genoveva y Desdichado, los veranos e inviernos transcurridos, pasaron algunos otros, hasta siete, en aquel vallecito. No había sido el invierno extremadamente riguroso en los años precedentes; pero, el que hizo siete que vivían en aquellas soledades, fue para ellos espantoso. La montaña y el valle se hallaban cubiertos por una enorme cantidad de nieve, bajo cuyo peso desgajábanse las ramas más vigorosas de las hayas y de las encinas. El frío era casi inaguantable.

A pesar de todos los esfuerzos realizados por Genoveva para resguardar la entrada de la gruta de los furiosos ímpetus del viento, éste barría hacia el interior grandes montones de nieve, mojándolo todo, hasta el musgo que les servía de lecho, que estaba empapado de humedad. La escarcha cubría con su terrible blancura las ramas de los abetos que defendían la entrada de la cueva, y en el interior, las paredes se hallaban erizadas de hielo. EL espantoso frío que sentíase en la pobre morada, mitigábase muy escasamente con el calor natural de la cueva. De noche, en el exterior, resonaban constantemente los ladridos de las zorras y los terribles aullidos de los lobos. El frío impedía a Genoveva quedarse dormida; a pesar de todo, Desdichado, como criado desde los primeros años de su niñez en una vida muy dura, y alimentado con groseros manjares, resistía bien todos los rigores y su salud era perfecta. Pero Genoveva, criada, por lo contrario, con grandes esmeros y comodidades, como una tierna princesa, no podía resistir el helado ambiente que respiraba bajo aquellas rocas; y, al ver que su salud se quebrantaba, exclamaba entre sollozos:

—¡Oh! ¡Cuánta necesidad tengo de un poquito de fuego! ¡Con qué facilidad podría encender lumbre y calentarme, con tantas ramas de abetos y tanta leña seca en torno mío! ¡Más, seguramente, estoy destinada a perecer de frío en medio de estas selvas! ¡Hágase la voluntad de Dios!

Sus bellas facciones iban demudándose paulatinamente. Una palidez mortal sucedía al rosado matiz de sus mejillas, y sus ojos brillantes y expresivos hasta entonces, perdieron su brillo y su expresión y hundiéronse en las cuencas. Poníase cada día más delgada, hasta llegar a ofrecer un aspecto consumido y miserable; de tal modo, que, llegó un día en que Desdichado no pudo menos de decirle:

—Mamá querida, apenas puedo reconocerte; ¡Dios mío! ¿Qué significa esta alteración de tu semblante?

—Es que estoy mala, hijo mío —respondióle Genoveva, con una voz muy débil—, y acaso voy a morir muy pronto.

—¿Morir? —Dijo a su vez el niño—. ¿Qué significa eso de morir? Jamás he oído esa palabra hasta ahora.

—Hijo mío, morir es dormirse para no despertar nunca más. Sí, nunca vibrará más tu voz en mi oído, ni mis ojos se abrirán a los rayos del sol. Mi pobre cuerpo quedará tendido en tierra, frío y helado, sin poder mover siquiera un dedo, y, al fin, llegará a corromperse y a convertirse en polvo.

Al oír estas palabras, Desdichado se arrojó al cuello de su madre, vertiendo lágrimas de amargura, y sin cesar de repetir constantemente:

—¡Mamá, mamá! ¡No te mueras, te lo ruego!

—No llores, hijo mío —repuso Genoveva—, pues no consiste en mí el que viva o no; Dios es el que ha dispuesto que muera.

—¿Cómo Dios? —preguntó el niño, asombrado—. ¿No me has dicho, mamá, que Dios era tan bueno? ¿Cómo, entonces, ha de querer que tú mueras? Ya ves; yo que no sería capaz de matar un pájaro, mucho menos habría de querer que murieras.

—Discurres acertadamente, hijo mío —contestó su madre—; puesto que, si tú no me podrías ver morir ni matarme, mucho menos lo haría Dios, que es infinitamente bueno; mas Él, que vive eternamente, quiere que también nosotros participemos de su eternidad. Es preciso que yo te explique esto de un modo más claro. ¿Recuerdas, hijo mío, que cuando yo abandoné mi vestido viejo, porque ya estaba inservible, Dios me regaló otro mejor? Pues de igual modo dejaré mi cuerpo, caduco y mortal, y que se consumirá, como el vestido viejo de que te he hablado. La parte más pura de nuestro ser, el alma, volará al infinito, y en la eternidad tendrá, otro cuerpo más hermoso y espléndido que el que ahora poseo. ¡Cuán venturosa seré en esa nueva patria! Allí no tiritaré de frío como aquí; allí, no padeceré enfermedad alguna; allí, por último, viviré eternamente sin exhalar suspiros ni derramar lágrimas y, en vez de motivos de aflicción, sólo tendré alegrías y satisfacciones. Todos los que en esta, vida son buenos y generosos, gozarán de la misma ventura, que a mí me está reservada.

—¡Mamá, yo quiero irme contigo! —Exclamó entonces Desdichado—. No es posible, pues, que yo me quede solo entre estos animales del desierto que no me contestan cuando les hablo. Yo quiero también despojarme de este vestido de carne y hueso.

—No, hijo mío —repuso Genoveva—. Tú debes aún continuar en el mundo. Llegará un día, pues también habrás de morir, en que, después de vivir durante mucho tiempo, siendo bueno y generoso, vendrás a reunirte conmigo. Oye, entretanto, lo que voy a decirte. Cuando yo ya no pueda hablar, cuando haya perdido el aliento, tenga apagado el brillo de mis ojos, lívidos los labios y las manos rígidas y heladas, tú permanecerás aún aquí durante dos o tres días, hasta que tengas la seguridad de que he muerto. Al cabo de este tiempo abandona el desierto y echa a andar en línea recta hacia donde ahora se pone el sol. Cuando pasen uno o dos días, según camines más o menos de prisa, te hallarás fuera de este bosque, en una llanura muy grande y hermosa, en la que habitan muchos miles de hombres.

—¡Miles de hombres! —interrumpió con asombro Desdichado—. Siempre he creído yo que éramos solos en el mundo. ¿Por qué no me has hablado de esto hasta ahora? ¡Ah! Si no tuvieras que dejarme, nos iríamos los dos allá en seguida.

—¡Triste hijo mío! —Exclamó la madre con voz dolorida—. Esos hombres son los mismos que nos han echado de su lado, exponiéndonos a la ferocidad de los animales que pueblan estas selvas; los mismos que quisieron darnos a ambos la muerte.

—En este caso —dijo acto seguido el inocente—, es preciso que yo me vaya con ellos. Al principio creí que eran buenos como tú. ¿No han de morir también esos hombres?

—Seguramente —repuso Genoveva—. Todos los hombres han de morir.

—Siendo así, ellos lo ignorarán, como yo lo he ignorado hasta ahora —observó Desdichado—. Así, pues, yo iré a su encuentro y les diré: Todos vosotros tenéis que morir; sed buenos, pues, de lo contrario, no iréis al cielo. Y no hay duda que me creerán.

—Hijo mío, hace ya mucho tiempo que ellos lo saben, y, no obstante, no se corrigen. Viven en la abundancia; la tierra les produce los frutos más dulces y sabrosos, como jamás los verás en este desierto; tienen en su mesa bebidas y manjares exquisitos, y en sus vestidos, hechos con telas de los más bellos colores, ponen adornos tan bonitos, que brillan lo mismo que las estrellas. Sus moradas no son húmedas y sombrías como esta cueva, sino edificios cuya descripción no podrías comprender a causa de tu ignorancia. Durante el invierno calientan sus habitaciones con el fuego, que hace para ellos las veces del sol; el fuego, del que no puedes formarte una idea; que esparce en torno suyo un calor igual al que se siente en la primavera y el verano y que, por las noches, produce una luz que rivaliza con la del día. ¿Verdad que todo esto es muy bello? Pues, a pesar de estas bellezas, la mayoría de los hombres no agradecen los beneficios que reciben y, en vez de amarse unos a otros, como debieran, se odian entre sí y hacen todo lo que pueden por atormentarse mutuamente. No pasa un solo día sin que muera alguno de ellos, pero los demás no se preocupan lo más mínimo de ello, y continúan su vida desordenada, como si ésta hubiera de ser eterna.

—¿Sí? —Preguntó ingenuamente Desdichado—. Pues siendo así, ya no deseo ir con ellos. Puesto que los hombres son tan malos como los lobos y tan irracionales como esta cierva, que no entiende una palabra de cuanto le decimos, lejos de envidiarles los preciosos vestidos y ricos manjares de que disfrutan, prefiero seguir viviendo entre los brutos; pues éstos, a excepción de la zorra y el lobo, viven en paz unos con otros, y pacen tranquilamente la hierba y el césped. No, no quiero ir a vivir entre los hombres; aquí continuaré, como hasta ahora, con nuestra cierva.

—A pesar de todo, hijo mío, es necesario que vayas —le observó Genoveva—. Óyeme. A ti no han de hacerte daño. Por otra parte, hasta ahora sólo te he hablado de tu padre, el buen Dios; pero debo decirte que tienes otro padre, de igual manera que tienes una madre.

—¿Un padre en este mundo? —Contestó el niño lleno de gozo—. ¿Un padre a quien podré ver cómo te veo a ti, a quien podré abrazar como a ti te abrazo, y que no será invisible como nuestro padre el buen Dios?

—Ciertamente, hijo mío —añadió Genoveva—. Y podrás verle y hablarle, como ves y hablas a tu madre.

—¿Le veré y hablaré con él? —repitió el niño, cuyos ojos chispearon de entusiasmo; más, súbitamente, disipóse su alegría y, después de reflexionar un momento, preguntó a su madre—: Entonces, ¿cómo no viene a reunirse con nosotros? ¿Será, tal vez, uno de esos hombres perversos de que me has hablado?

—Por lo contrario, hijo mío —contestó Genoveva—, es la bondad personificada; él no sabe que estamos abandonados aquí, y hasta ignora que vivimos; nos supone muertos y me cree la madre más criminal de la tierra, pues así me han representado a sus ojos las calumnias de algunos malvados.

—No entiendo lo que quiere decir eso de calumnias —contestó el niño.

—Calumniar es imputar a una persona una mala acción que no ha cometido; como, por ejemplo, decir que alguien ha matado a otro no siendo verdad; ya sabes qué es una calumnia.

—¿Y puede ocurrir eso que me dices? —Preguntó el niño—. Nunca habría podido imaginármelo. ¡Qué hombres! —continuó diciendo—. Realmente, son unos seres muy extraños.

—Bien; pues por esa clase de hombres ha sido engañado tu padre —añadió Genoveva.

Y acto seguido púsose a contar al niño toda aquella parte de su historia que aquél estaba en estado de comprender y mostrándole un anillo de oro que, hasta entonces, había tenido oculto en una hendidura de la peña, continuó:

—Este anillo es un regalo que me hizo tu padre.

—¡Mi padre! ¡Oh, dámelo, que lo pueda contemplar a mi gusto! —exclamó Desdichado—. He visto cosas muy bellas, de mi padre, el buen Dios: el sol, la luna, las estrellas y las flores; pero ¡triste de mí!, nada he visto aún del padre que tengo en este mundo.

Genoveva entrególe el anillo y el niño prosiguió diciendo:

—¡Qué bonito es! Si mi padre tiene muchos como éste, ¿me dará también a mí alguno?

—Seguramente, hijo mío —contestó su madre, tomando el anillo y poniéndolo en uno de sus dedos—. Cuando yo haya muerto, que será muy pronto, me sacarás este anillo, que quiero tener conmigo hasta el último instante de mi vida, en testimonio de la fidelidad que he guardado a tu padre hasta las puertas del sepulcro. Sí, lo juro. Mi amor hacia él ha sido siempre tan puro como el oro de este anillo, y mi fidelidad, eterna como su redondez, la cual, por no tener fin, es imagen fiel de la eternidad.

Y continuó luego, dirigiéndose a su hijo:

—Cuando llegues a encontrarte entre los hombres, pregunta por el conde Sigifredo, pues tal es el nombre de tu padre, y pídeles que te conduzcan hasta donde él esté; pero ten mucho cuidado en no decir a nadie quién eres, de dónde vienes o para qué fin quieres ver al conde. También te encargo con mucho interés que no enseñes este anillo a persona alguna. Únicamente cuando te halles en presencia de tu padre, se lo darás, diciéndole: Padre mío, este anillo os lo envía mi madre, vuestra esposa Genoveva, en prueba de que soy vuestro hijo. Hace algunos días que ha muerto ella, y, al morir, me encargó que os diera su último adiós, y que os asegure que era, inocente y que os perdona. Ella confía en que, ya que no ha podido reunirse con vos en este mundo, logrará ver coronados sus deseos en la eternidad, y sólo os recomienda que no lloréis ni os desesperéis pensando en ella, y que os encarguéis de velar por mí.

Después de una pequeña pausa, continuó la desventurada:

—No te olvides, hijo mío, de asegurarle que yo era inocente y que siempre le he permanecido fiel. Que te lo he declarado a las puertas de la eternidad y he muerto repitiéndotelo. Díselo así y repíteselo muchas veces. Dile, igualmente, que, al morir, lo amaba aún igual que a ti te amo. Cuéntale del modo que aquí he vivido y he muerto y ruégale que saque mi cadáver de esta caverna y lo entierre en el panteón de mi familia, pues he permanecido siempre digna de ello, aunque labios calumniadores hayan querido hacerme pasar por una mujer infame.

Nuevamente descansó unos momentos, y prosiguió:

—No es esto todo, hijo mío; aun he de manifestarte una circunstancia que ignoras. De igual modo que tú tienes en este mundo un padre y una madre, también los tengo yo.

Más, ¡qué digo, Dios mío! ¡Los tengo! No sé si los tengo aún, o si habrán sobrevivido al dolor que les causé inocentemente. Pero, si viven aún los nobles autores de mis días, suplica a tu padre que te lleve inmediatamente con ellos. Seguramente, cuando reconozcan en ti a su nieto se llenarán de alegría, y esta alegría les hará olvidar los siete años que han pasado gimiendo; porque… —al llegar aquí la moribunda no pudo contener el llanto, que corría a raudales—, vos, padre mío, habréis llorado mucho por vuestra hija; y vos, mi buena madre, también habréis vertido muchas lástimas por tu Genoveva. ¡Oh, mis amados padres! ¡Tiernos compañeros de mi infancia! ¡Cuánto daría yo por ver vuestro semblante antes de morir! ¡Ah! ¡Cómo volaríais a mi encuentro si supieseis que vivo aún y que me encuentro en estos parajes! Pero ¡infeliz de mí! Vosotros creéis que mi cadáver yace, hace ya mucho tiempo, reducido a polvo en un rincón perdido del desierto. ¡Ah! ¡Cómo alegra y reanima mi alma la esperanza, de volver a encontraros en la eternidad! Sin este consuelo, el peso de los dolores que he padecido en este mundo agobiarían mi corazón, y débil y pobre criatura como soy, sólo tendría, motivos para desesperarme.

Al decir estas palabras, Genoveva observó que su hijo estaba llorando, y, estrechándolo contra su seno, exclamó:

—¿Lloras, hijo mío? Perdóname si te he afligido con mis palabras. Óyeme. Si Dios permite que, tan niño, pierdas a tu madre, es porque ha resuelto que tu padre ocupe mi lugar. No llores, hijo de mis entrañas; no llores, te lo ruego. Tu padre tendrá una alegría infinita al verte a ti, su hijo, al que no habrá visto hasta entonces. No lo dudes, hijo mío; él te abrirá sus brazos y te colmará de besos y caricias. Te llamará su hijo, te abrumará a preguntas acerca de mi suerte y llorará de ternura y regocijo. El te amará lo mismo que yo te amo, y en prueba de este amor recibirás de él innumerables beneficios que no has podido recibir de tu pobre madre.

El llanto interrumpió nuevamente a la desventurada Genoveva; su cabeza cayó sobre el miserable montón de heno que le servía de lecho, y sus Labios fueron impotentes para pronunciar una sola palabra durante mucho tiempo.