XI. Un lobo viste a Genoveva.

De este modo, entre placeres inocentes y puros, pasaron Genoveva y Desdichado la primavera y el verano. Luego llegó el otoño, en cuya estación el sol, además de tener mucho menos calor en sus rayos, sale más tarde y se pone más temprano. El límpido azul del firmamento veíase durante semanas enteras cubierto por nubes sombrías y negruzcas y la tierra quedóse casi estéril por completo.

Ya no se oían en el valle los trinos de las aves, pues la mayoría de ellas habían emigrado al acercarse el invierno. En lo que a las flores se refiere, la mayor parte de ellas habían desaparecido, y las que quedaban hallábanse marchitas y secas. El follaje de los árboles, sin jugo y amarillento, colgaba flojamente de las ramas, y el que no se desprendía por sí solo, era arrebatado por el espantoso viento que mugía en la selva. En ocasiones, Genoveva, con el corazón angustiado por la proximidad del invierno, sentábase en silencio a la entrada de la gruta, contemplando desde allí, con los ojos inundados de llanto, la destrucción que se efectuaba en el valle. En cuanto a Desdichado, no tardó mucho en decir a su madre:

—Mamá; ¿es que ya no nos quiere el buen Dios, puesto que deja marchitarse todas las flores y que se sequen los árboles y las plantas? ¿Querrá ahora abandonarnos, Él, que era tan bueno, y nos miraba con ojos tan cariñosos?

—No, hijo mío; mientras seamos buenos y piadosos. Dios no nos abandonará y nos querrá siempre; pero ten en cuenta que todo cambia y es perecedero sobre la tierra. Lo único que es inmutable y eterno es el amor que Dios siente por nosotras. Lo que sucede ahora es que llega el invierno; pero cada año, al invierno sucede la primavera, en cuya estación todo reverdece y vuelve a ponerse como el año anterior.

A pesar de todo, el niño contemplaba con aire triste e inquieto la devastación que se efectuaba en el vallecito, y repuso:

—Será como dices, mamá; pero yo temo que se acabe el mundo.

—Está tranquilo —respondió Genoveva, con una sonrisa—, pues todos los años ocurre lo mismo, y una estación sucede a otra. Por consiguiente, al ver acercarse el invierno, alégrate pensando en la primavera.

La mayor parte del otoño la empleó Genoveva en recolectar los manguitos y peras silvestres, escaramujos y endrinas, avellanas, y, en resumen, todos aquellos frutos de que podía sacar algún provecho o le servían para alimentarse, ayudándole continuamente Desdichado en esta faena.

Pero la forma en que había de arreglarse para proporcionarse vestido para el invierno, preocupábala aún más que el alimento, pues ya estaba completamente inservible el único vestido que poseía y que llevaba sobre su cuerpo desde hacía ya algunos años. Un día, hallábase sentada en la puerta de la gruta, con los ojos inundados de llanto, y procurando adherir unos a otros los jirones de su vestido, para lo que se servía de hebras resistentes de vegetales y aguijones de espinos; mas, a pesar de todos sus afanes, no podía lograr su objeto. Lanzó un profundo suspiro y exclamó, hablando consigo misma:

—¡Cuánto daría yo ahora por tener una aguja y algunas hebras de hilo! ¡Qué poco aprecio hacen de los beneficios que disfrutan los que viven entre los hombres!

Desdichado, que contemplaba el profundo pesar de su madre y la inutilidad de sus afanes, le dijo:

—Mamá, ¿te acuerdas de lo que me dijiste cuando se le caían los pelos a nuestra cierva? Pues me dijiste que Dios daba dos vestidos cada año al animalito: uno rojo y ligero para el verano, y otro gris y de más abrigo para el invierno. En consecuencia, no debes afligirte, pues seguramente Dios te proporcionará un vestido de bastante abrigo para el invierno, a no ser que pienses que te ama menos que a nuestra cierva.

—Tienes mucha razón, hijo mío —repuso Genoveva, con una sonrisa y abrazándolo—, Dios cuidará de nosotros. Él, que viste a los animales y a las flores, sabrá también cómo ha de vestirme.

A los dos días de este diálogo, Genoveva encargó a Desdichado que no se alejase de la gruta, y tomando un fuerte garrote y una calabaza con leche que se colgó al costado, internóse en el bosque, con objeto de dar una vuelta por él y buscar, aun entre los árboles, algunos frutos que añadir a sus provisiones. Cuando hubo llegado a la falda de un monte, a cuya cima se proponía ascender, sentóse para tomar algún descanso y confortarse con unos tragos de leche.

De repente, vio venir hacia ella un lobo de aspecto terrible, que llevaba una oveja en la boca. Detúvose la fiera al ver a Genoveva, y se quedó contemplándola con miradas chispeantes. La desventurada púsose a temblar con todo su cuerpo, llena de terror. Mas, serenándose de pronto, y revistiéndose de una sangre fría verdaderamente extraordinaria, empuñó el garrote que llevaba consigo y, lanzándose hacia el lobo, le descargó sobre la cabeza un terrible garrotazo para librar de sus dientes a la pobre oveja. El feroz animal abandonó acto seguido su presa, y precipitóse rodando por la montaña abajo, lanzando espantosos aullidos. Inmediatamente, Genoveva arrodillóse junto a la oveja, y vertiéndole en la boca algunas gotas de leche, trató de volverla a la vida. Mas todo fue inútil, pues el pobre animal estaba, ya muerto.

A la vista de tan triste espectáculo, conmovióse profundamente el corazón de Genoveva, la cual exclamó:

—¡Pobre animalito! Tú también has sido arrancado de los fértiles campos en que mi castillo se levantaba. ¡Cuánto tiempo hace que no los he visto ni he tenido noticia alguna de ellos! ¡Quién sabe si tú serás de mis mismos ganados o de los de mi esposo! ¡Dios mío! —Gritó de repente—. Sí, estoy segura; lleva nuestra marca. ¡Ah! Si vivieras y entendieses el lenguaje humano, ¡cómo te colmaría de preguntas! ¿Ha regresado mi esposo de la guerra? ¿Se acuerda aún de su Genoveva? ¿Sabe ya que soy inocente o permanece indignado contra mí? ¡Ay! Él vive rodeado de abundancia, y esplendor, mientras yo sucumbo aquí lentamente entre la pereza y el hambre.

Luego, reanimándose algún tanto, se hizo las reflexiones que siguen:

—Indudablemente, no debo hallarme lejos de mi amada patria, pues, a no ser así, no se comprendería cómo ha venido a parar aquí este animal. ¿Qué ocurriría si yo volviese a ella llevando a mi hijo conmigo? —y al surgir repentinamente en su corazón el tierno sentimiento de su país, las lágrimas inundaron su rostro; mas, después de meditar en silencio algunos instantes, prosiguió—: Bien pensado, yo no debo abandonar jamás estos parajes, pues me obliga a ello un juramento solemne, que no me es dado quebrantar. Sé que, en todo caso, podría argüir que ese juramento me fue arrancado por el miedo a la muerte; mas, a pesar de todo, el violarlo sería una injusticia, pues acaso mi audaz intento costaría la vida a los dos hombres generosos que me la perdonaron a mí. No, de ningún modo. Aquí permaneceré mientras Dios no disponga otra cosa; pues si algún día le place que yo abandone estos sitios, sabrá encaminar a ellos a algún hombre de corazón compasivo. Es preferible sufrir resignadamente los más grandes infortunios, a que la conciencia nos remuerda por una acción culpable.

Una vez adoptada esta generosa resolución, púsose a buscar en las márgenes del arroyo una piedra bien afilada, y cuando la hubo encontrado, valióse de ella como de un cuchillo para despojar a la oveja de su grande y lanuda piel. Lavóla después en la límpida corriente, para, limpiarla del barro y la sangre que tenía, y luego de haberla secado al sol, envolvióse en ella y, como ya avanzaba la tarde, regresó al vallecito en que estaba situada la cueva, en la que le aguardaba Desdichado, que, al divisarla desde muy lejos, salió a su encuentro corriendo y diciéndole a gritos:

—Mamá, ¿estás ya de vuelta? ¿Dónde has estado tanto tiempo? No sabes con qué cuidado me tenías —y al decir estas palabras, detúvose sobrecogido de asombro.

La débil luz del crepúsculo, por una parte, y por otra la piel de la oveja en que su madre se envolvía, impidiéronle reconocerla. Disponíase a retroceder y guarecerse en la cueva, cuando le detuvo la cariñosa voz de Genoveva, que le dijo:

—Nada temas, hijo mío; soy yo.

—¡Alabado sea Dios! ¿Eres tú realmente? ¡Qué alegría! Más, ¿qué es esto que traes? ¿Dónde has encontrado ese vestido? ¿Ves? Ya estás vestida como yo.

—Es un regalo que Dios me ha hecho —dijo Genoveva.

—¿Ves cómo ha sucedido lo que yo te decía? Dios te ha dado un vestido nuevo para el invierno —añadió Desdichado, loco de contento, y palpando la zalea, prosiguió—: ¡Qué lana tan blanca y tan suave! Estos vellones se parecen a las nubecillas que nos anuncian la primavera. Bien se conoce que esto es un don celestial.

Hablando de este modo, penetraron los dos en la cueva. En seguida dio Desdichado a su madre una calabaza llena de leche y un cestito con frutas. Cuando hubo recobrado sus fuerzas, Genoveva le contó todo lo sucedido y cómo había llegado a sus manos la piel de la oveja.

De nuevo encerró en la gruta el riguroso invierno a Genoveva y a su hijo, y sólo en los días templados, tan escasos en esa estación, podían salir a dar una vuelta por el valle. En estos días, decía Genoveva al niño:

—Mira, hijo mío, cómo la inagotable bondad de Dios se nos muestra aun en el invierno. ¡Cuán bello y limpio está todo a nuestro alrededor! Los árboles y las plantas están ahora más lustrosos, como si comenzaran a florecer. Mira cómo brilla la nieve, lanzando chispas blancas, verdes y rojas, al ser herida por los rayos del sol. A pesar de que los árboles están desnudos de hojas, los abetos ostentan su eterna verdura, bajo la cual se guarecen los animales del bosque; y, para que los pajaritos no perezcan de hambre, los enebros bríndanles, aun en el invierno, sus tiernos y azules frutos. Tampoco se hiela nuestro manantial, para que los animales puedan beber en él y alimentarse con la hierba que crece en las orillas. Ve ahí cómo Dios, aun en la estación más rigurosa, se muestra pródigo y generoso con sus criaturas.

Cuando el frío arreciaba y el huracán rugía en la selva, Desdichado esparcía a la entrada de la gruta semillas y heno, y allí acudían los pájaros, los cervatillos y las liebres, familiarizándose con él hasta el punto de picar el grano y comer el heno en sus propias manos y juguetear triscando con él por el vallecito.

Genoveva y Desdichado pasaron el invierno entregados a estos inocentes goces. Sin embargo, Genoveva no carecía de pesadumbres; pero Desdichado, apenas se acostaba, quedábase dormido, pasando toda la noche en un sueño, al contrario de su madre, que pasaba desvelada en la gruta la mayor parte de aquellas horas interminables, lanzando profundos suspiros, y diciendo con frecuencia:

—¡Cuánta sería mi alegría si tuviera al menos una lamparilla para alumbrarme en este sombrío refugio! ¡Qué agradables pasarían para mí las horas si tuviera un libro, un huso y cáñamo! La más humilde sirvienta, la pastora más miserable del condado, no carecen de ello y son más dichosas que yo en este instante. Formando corro en torno al caliente hogar, siéntanse a la luz de la lámpara, y pasan la velada en amenas conversaciones.

Mas, luego, reanimándose, decía:

—Sin embargo, y aunque estoy alejada de los hombres, Dios no me abandona, y puedo conversar con Él en estas tristes noches invernales, lo que es para mí el mayor consuelo, pues, sin esto, ya me habría muerto de pena. Sea cual fuere la condición en que vivimos, Dios tiene siempre, para quien en Él confía, los consuelos más agradables.