X. Alegrías maternales de Genoveva en el desierto.

Así como en el bosque elevábase sobre su tallo una flor purpurina entre malezas y abrojos, de igual modo veía Genoveva, en su soledad, florecer la más pura alegría que pudiera experimentar su corazón. La causa de esta alegría era su adorado hijo Desdichado, al cual, entre transportes de gozo, había visto crecer, dar, trémulo, los primeros rasos y balbucear las primeras palabras.

Y, realmente, el niño desarrollábase siendo un verdadero encanto, y mostrando para todo extraordinarias disposiciones.

Genoveva no tenía, en su soledad, con qué vestir a su hijo. Pero un día encontró en el bosque una pequeña gamuza, a la que acababa de matar un zorro, el cuál comenzaba a devorarla, y trató de espantar a éste, con objeto de utilizar la preciosa y pequeña piel gris y moteada de blanco, de la víctima, para hacer un vestido al niño, y logrando lo que intentaba, consiguió realizar su pensamiento. Tan sólo quedaron desnudos las manos y los pies, recordando, por la humildad de sus vestidos, al precursor San Juan Bautista en el desierto.

El niño tenía por únicos alimentos hierbas y raíces, leche y agua; mas no por ello conservábase menos sano, teniendo en sus mejillas los colores y frescura de las rosas.

Júzguese el gozo indecible con que la pobre madre, que hacía más de un año que no había oído una sola palabra salida de labios humanos; oiría el primer sonido inteligible en boca de su hijo; y este gozo aumentóse hasta el éxtasis, cuando le oyó pronunciar, clara y distintamente, el dulce nombre de madre. Ocurrió esto en los comienzos del invierno, así es que pasaba las horas con él en su triste caverna, o recorriendo el valle cuando hacía buen tiempo, enseñándole los nombres de cuantos objetos se ofrecían a sus miradas; desde el sol hasta los peñascos, desde el musgo hasta los abetos, poniéndolo, insensiblemente, en situación de entablar diálogos fáciles y sencillos.

Más adelante, cuando advirtió en la tierna criatura los primeros rayos de su naciente inteligencia, los primeros destellos de su amor filial, invadió su corazón una alegría inexplicable. Cada día era para ella más pródigo en nuevas y encantadoras impresiones, pareciéndole como si surgiera una fértil y risueña primavera en medio del árido invierno. Al concluir esta estación, el pobre niño enfermó gravemente, y Genoveva no pudo salir de la gruta durante una larga temporada. Más, a poco tiempo, al comenzar la primavera, el niño recobró la salud, volviendo a sus mejillas los frescos y alegres colores de las rosas. Genoveva, entonces, sacóle fuera de la gruta, por la primera vez después de mucho tiempo, en una hermosa mañana de primavera, y llevólo a lo largo del valle esmaltado de flores, al aire libre, en plena campiña.

Lucían espléndidamente todas las riquezas de la estación, y, al ofrecerse repentinamente a las miradas del niño, que se encontraba ya en situación de poder apreciarlas, causáronle una impresión deslumbradora. Presa de un profundo estupor, detúvose y se quedó como en éxtasis, contemplándolo todo con los ojos extraordinariamente abiertos, en los que se reflejaba el asombro y regocijo que lo invadía. Por último, exclamó:

—¡Mamá, mamá! ¿Qué es lo que veo? Todo está muy distinto de como antes estaba. Todo es más bello. Ved el valle, que hace poco tiempo se hallaba cubierto de nieve, ahora es de un verdor tan brillante y hermoso, que, en comparación con los abetos, parece negro. Los árboles y plantas, antes tan tristes y desnudos, sin más que algunas hojas secas y amarillentas, están ahora cubiertos de hojitas tiernas y verdes. ¡Mirad el sol! Da gusto calentarse a sus rayos, bajo el hermoso azul del cielo. ¡Mamá! ¡Mamá! Ved en el suelo, a mis pies, qué cosas tan bonitas, tan limpias y tan diminutas. Ved qué colores tan hermosos, dorado, azul y blanco.

—Querido hijo mío, eso son flores —repuso Genoveva—. Mira cómo cojo algunas para ti; aquí tienes; éstas que ves aquí, blancas, son caléndulas y velloritas. Míralas por dentro, qué amarillo tan bonito tienen; ve ahora qué hojitas hay alrededor, blancas, con gotitas de púrpura. Estas otras, completamente amarillas, se llaman primaveras; esta azul es una violeta y exhala un perfume muy agradable. Aquí las tienes, todas son tuyas; ahora, si quieres, coge todas las que desees Lleno de alegría, púsose el niño a coger flores, y, tantas cogió, que no podía abarcarlas con sus tiernas manecitas.

Luego lo condujo Genoveva al extremo del valle a, un frondoso bosquecillo, y, una vez allí, díjole:

—¡Escucha! ¿No oyes?

El niño púsose a escuchar atentamente, y por la primera, vez llegó a su oído el canto de una multitud de pajaritos que, en armonioso concierto, lanzaban al aire sus gorjeos, sin temor a manos crueles que viniesen a interrumpir sus alegres trinos.

—¿Qué es eso tan bonito que suena ahí? —Exclamó el niño—. Por todas partes, en los montes y en los árboles, oigo muchas vocecitas encantadoras. ¡Mamá! ¡Mamá! Vamos a ver lo que es; vamos corriendo.

Sentóse Genoveva sobre una piedra tapizada de musgo, puso al niño en sus faldas y, según acostumbraba hacer durante el invierno y en los primeros días de la primavera, esparció en torno suyo sobre el césped algunas semillas de frutos silvestres, y luego llamó a los pájaros. Acudieron inmediatamente innumerables avecillas; el dócil petirrojo, el canario doméstico, el pardillo, adornado con su corona y su pechera de púrpura; el pintado jilguerillo, ansiosos todos de picotear las semillas, mientras Genoveva decía:

—Ahí tienes los pájaros cuyos cantos tanto te gustan.

Transportado de alegría y como fuera de sí, exclamó el niño:

—¡Cómo! ¿Sois vosotros, preciosos animalitos, los que entonáis tan graciosos cantos? ¡Ah! Vosotros lo hacéis mucho mejor que los grajos, que nos molestaban en invierno con sus graznidos, y sois también mucho más bonitos que ellos —y continuaba, dirigiéndose a su madre—: ¿En qué consiste que ahora está todo tan bonito? ¿De dónde han venido todas estas cosas tan bellas que hay a nuestro alrededor? Vos no podéis ser quien, mientras yo estaba enfermo, haya adornado tan espléndidamente este vallecito, pues casi siempre estabais conmigo en la gruta; y, además, es preciso ser muy hábil para adornar esto en esta forma.

—Hijo mío —repuso Genoveva—, ¿no te he dicho que tenernos en el cielo un padre muy bueno y generoso? Pues bien; este padre es Dios, y Él es quien ha creado el sol, la luna y las estrellas, y Él también quien ha hecho cuanto ves, para, regocijar nuestros corazones y alegrar nuestras miradas.

—¡Qué bueno es Dios! —Dijo entonces el niño—. ¡Qué hermoso y diestro se presenta en todas sus obras!

La inocente sencillez de Desdichado fue acogida por Genoveva con una sonrisa, diciéndose en su interior:

—¡Ángel mío! ¡Cómo se reirían de ti otros niños de más edad que tú! ¡Cómo te tratarían de tonto! Pero los que esto hicieran, habrían olvidado que ellos hablaron como tú en otro tiempo y que sólo paso a paso y muy lentamente llegaron a poder apreciar verdaderamente las maravillas del Universo, que es lo que le sucede a la inmensa mayoría de los hombres.

Al día siguiente despertó el niño a su madre cuando apenas amanecía, diciéndole a gritos:

—Mamá, mamá; levantaos en seguida y venid conmigo. Vamos a ver todo lo bonito que Dios ha hecho.

Genoveva, al oírlo, sonrióse dulcemente y, levantándose, lo llevó hasta las márgenes de un arroyo que cruzaba el vallecito. Cuando hubieron llegado a aquel paraje, díjole:

—Mira, allá, a la sombra de aquella elevada roca que cierra el valle en la parte por donde penetran los vientos más fríos. ¿Ves esos arbustos llenos de espigas y que pinchan tanto? Se llaman endrinas; ahora tienen unas bolitas verdes y blancas, muy pequeñas, que son las yemas de las flores. Ahora, mira hacia el otro lado. ¿Ves aquellos arbustos, que tienen también espinas, pero muy pequeñas? Son escaramujos y tienen igualmente yemas, pero más largas. Mira ahora allí, a lo alto del vallecito; aquellos dos árboles que hay allí son, el uno, un manguito, y el otro, un peral silvestre; fíjate bien en ellos, por más que los conozcas ya hace tiempo; sólo verás ahora ramitas cuajadas de yemas; mas, de hoy en adelante, obsérvalos detenidamente, a ver qué es lo que les sucede, y luego me lo dirás.

Empapó la tierra, aquella, noche una de esas suaves y templadas lluvias primaverales, que hacen brotar las hojas y las flores como por encanto. Aun seguía lloviendo cuando amaneció; mas, habiéndose serenado el cielo poco después, bajó Desdichado al valle y, lleno de asombro, exclamó:

—¡Oh, mamá! Las bolitas verdes de las endrinas se han convertido en unas florecitas blancas como la nieve. Los espinos restantes están cubiertos de hojitas verdes y las yemas están más gruesas. También están llenos de flores blancas y encarnadas los árboles que hay a orillas del arroyo. ¡Qué placer! Ven, y verás qué bueno es Dios.

Genoveva, acudió adonde la llamaba su hijo, el cual prosiguió:

—¿Ves? Pues ahora verás los escaramujos. Seguramente darán flores encarnadas, pero no están abiertas todavía. No obstante, si las examinas despacio y atentamente, verás las yemitas que comienzan a brotar. ¿Es, acaso, que esta noche no ha podido Dios acabarlo de hacer todo?

—Fácil le hubiera sido a Dios, hijo mío —repuso Genoveva—, acabarlo de hacer todo, como dices, pues a Él no le cuesta trabajo alguno hacer eso, puesto que, siendo, como es, omnipotente, lo puede hacer todo en un abrir y cerrar de ojos.

A lo cual argüía a su vez el niño:

—Decidme, no obstante, ¿cómo Dios puede hacer todas estas cosas en la obscuridad de la noche?

Entonces, contestóle Genoveva que Dios, para el que no existen las tinieblas, veía tan bien durante el día como en la noche, al oír lo cual quedóse el niño absorto de admiración.

Genoveva dijo otra madrugada a Desdichado:

—Hoy vas a tener una gran alegría; ven conmigo.

Y tomando una cestita de mimbres que ella misma había tejido, guióle hasta un verde césped, que iluminaba el sol alegremente al penetrar al través de las rocas y abetos, y en el cual había visto, hacía algunos días, unas cuantas fresas próximas a su madurez, las cuales estaban ya aquel día perfectamente maduras y rojas como la grana. Tomó Genoveva unas pocas y díjole al niño:

—Toma, y come de esta, fruta.

—¡Ay qué buenas! ¿Quieres que, yo arranque más?

—Toma, y come todas las que quieras. —Respondióle Genoveva—, pero sólo de aquellas que están encarnadas. Luego llenaremos la cestita y la llevaremos a casa.

Hizo Desdichado lo que le decía su madre, y exclamó con grandes transportes de alegría:

El niño púsose acto seguido a hacer cuanto le había dicho su madre, mientras decía:

—¡Qué bueno es Dios y cuántas buenas cosas nos regula!

—Por eso mismo —repuso su madre—, tienes el deber de darle las gracias.

En seguida elevó al cielo el niño los ojos impregnados de gratitud, y exclamó en voz alta, enviando con sus tiernos dedos un beso al infinito:

—¡Oh, Dios de bondad! Yo os doy gracias por estas fresas.

Y, luego, volviéndose vivamente hacia su madre, le preguntó con acento de sencilla ingenuidad:

—¿Me habrá oído bien Dios, madre mía?

—Seguramente, mi querido hijo. —Respondióle su madre, sonriendo y abrazándolo cariñosamente—. Más aún; Dios, que lo ve y lo oye todo, sin exceptuar lo más mínimo, te hubiera oído penetrando hasta tu corazón y tu mente, aun cuando no hubieras expresado tu pensamiento con palabras. Desde aquel día, Desdichado sólo deseó ver cosas nuevas que le demostraran la bondad y omnipotencia de Dios. Genoveva decíale:

—Ve, hijo mío, y examina con tus propios ojos cuanto de nuevo y admirable encuentres en el valle, y luego ven a contarme todo lo que llegues a descubrir.

Fiel a estas palabras, Desdichado acudió un día a la gruta haciendo grandes demostraciones de entusiasmo y diciendo a gritos:

—Ven, mamá; he hallado una cosa preciosa; un cestito pequeño, que tiene dentro un pajarito. ¡Si vieras qué bonito y qué pequeñito es! Ven corriendo —y, asiéndola de la mano, la condujo hasta un grupo de endrinas, y, mostrándoselo, le dijo—: ¿Ves mamá? Aquí tienes el cestito. ¿Lo ves bien?

—Querido mío, eso es un nido de pájaros —repuso Genoveva—. Esa clase de cestitos se llama un nido, y el pájaro es un pardillo. Las aves tienen sus nidos, de igual modo que nosotros tenemos una cueva. ¿Ves dentro del nido, qué atento nos está mirando el pájaro? ¡Ah! Mira cómo se escapa. Acércate con cuidado, procurando no pincharte, y contempla el nido. Mira con cuánto ingenio y destreza está compuesto exteriormente, con hierbas secas, y con cuánto primor han formado la parte de adentro, cubriéndolo con suave crin recogida al azar. Pero no es esto todo. Registra bien el interior —y, al decir esto, alzó a su hijo en sus brazos todo lo más alto que pudo.

El niño comenzó a palmotear, y gritó entusiasmado:

—¿Qué son esas bolitas tan preciosas que hay allí dentro?

—Eso son los huevecitos —contestó Genoveva—. Mira qué bonitos son, con su color verde claro y qué rayitas tienen tan preciosas.

—¿Y qué hace el pájaro con los huevecitos? —interrogó Desdichado.

—Pronto lo sabrás —respondió Genoveva—. Te bastará, para ello venir a verlos diariamente, pero sin tocarlos ni molestar nunca a los pajaritos.

Transcurridos dos días, Desdichado hizo que su madre lo acompañara al lugar donde se encontraba el nido, en el cual halló preciosos pajarillos, en substitución de los huevos que había visto anteriormente. Genoveva, entonces, le dijo:

—Observa cuan tiernos y chiquitines son. ¿Ves qué bonitos? Todavía están con los ojitos cerrados y sin plumas. Aun no pueden volar ni arrojarse fuera del nido.

—Están desnudos los pobrecitos —exclamó Desdichado—. Van a perecer de frío y de hambre.

—De ningún modo, hijo mío —contestó Genoveva—. Dios cuida de ellos. Conforme te hice notar el otro día, el nido está blando y recubierto por una suave pelusilla, a fin de que los pajarillos estén en él cómodos y abrigados. Es de forma redondeada, para que no puedan tropezar ni hacerse daño alguno. El pardillo, que es el padre, lo ha hecho todo, según pudiste ver. ¿No es verdad que está construido primorosamente? Seguramente que no podríamos nosotros mismos hacer otro igual. Y, ¿sabes quién ha dado a ese pajarito el arte maravilloso que nos asombra? Dios, cuya providencia, vela amorosa y constantemente sobre todas las criaturas que pueblan el Universo. Pero no es esto todo; ese frondoso y espléndido follaje de los espinos, les presta ahora fresca y agradable sombra, y al mismo tiempo los defienden de la humedad y de la lluvia. Apenas hace un poco de frío, sea por la mañana, por la tarde o por la noche, acude el padre, unas veces, y otras la madre, y, posándose cuidadosamente sobre ellos, los cubren con sus alas para darles calor e impedir que los entumezca la helada. No creas que están puestos al azar los punzantes espinos de que el nido está rodeado. Sin ellos los voraces cuervos se comerían a los pajarillos, y las puntas de que están erizados los espinos, defienden al nido, desviando a los que tratan de acercarse a él y hacer daño a los pequeñuelos. El pardillo, padre, aunque es el más grande, no lo es tanto que no pueda deslizarse ligera e impunemente a través de los espinos. Ve, pues, cómo en todas las cosas, aun en las abruptas malezas, se echan de ver el amor y la paternal protección de la Providencia.

Ínterin Genoveva hablaba de esta forma, llegó volando la madre y púsose en el borde del nido. En seguida, todos los pajarillos alzaron sus cabecitas, piando y aleteando y, abriendo sus piquitos, recibían en ellos el alimento que su madre iba dándoles, a cada uno a su turno. Desdichado, transportado y saltando de alegría, exclamó:

—¡Oh! ¡Qué bonito es esto! ¡Qué precioso!

—Mira —le dijo entonces Genoveva— cómo la madre viene a traerle la comida a los animalitos, que aun no están en estado de ir en busca de ella. Aun serían para ellos demasiado duras las semillas, y los padres las trituran primero con el pico, las tragan, para que se ablanden en el buche, y luego se las dan. ¿No encuentras todo esto maravillosamente ordenado? Pues todavía cuida Dios más amorosamente de nosotros, que lo hace con todos los seres creados, aun con los mismos pajarillos. Sí, hijo mío —prosiguió con los ojos inundados en llanto—, ese Dios clemente y bondadoso que, hasta ahora, ha cuidado de ti en medio de tu debilidad, seguirá cuidando de ti en lo sucesivo.

—Ciertamente —repuso Desdichado—. El buen Dios ha cuidado de mí, y a Él debo el teneros a vos, mamá, que me amáis más que los pajaritos a sus hijuelos. Hace ya mucho tiempo que yo hubiera muerto sin vos, y al decir estas palabras se arrojó en brazos de su madre, a la que abrazó cariñosamente, con los ojos bañados por el llanto de la gratitud y de la ternura.

Diariamente tenía Desdichado una nueva maravilla que referir o un nuevo hallazgo que enseñar a su madre. Todas las mañanas llevábale las flores más bellas, y los cestitos que ella le había fabricado con juncos, llenos de fresas, de arándanos, zarzamoras o frambuesas, según la época. Contábale también cómo se iban cubriendo de flores las endrinas, cómo aumentaban de tamaño las redondas y verdes bolitas de los agavanzos y cómo crecían asimismo y echaban plumas los pardillos, por último, llegó el día en que, con gran regocijo, pudo decirle que las endrinas lucían ya su negro fruto, los agavanzos estaban cuajados de rojos escaramujos y los pardillos habían ya alzado el vuelo.

Conducíase en todo de igual forma. Cuando por primera vez distinguió el brillante y hermoso lucero de la mañana; cuando descubrió por primera vez el arco iris después de haber caído la lluvia; cuando contempló el espectáculo de una espléndida puesta, de sol a través de los negros abetos, siempre corría, en busca de su madre para referírselo y llevarla consigo, a fin de que todo lo viese y admirase con él, y ambos unían sus acciones de gracias a la Providencia por los prodigios que había realizado. Como consecuencia de todo esto, Desdichado estaba constantemente alegre, siendo causa de constantes satisfacciones para su madre que, con los ojos inundados de llanto, solía exclamar muy a menudo, al ver los inocentes transportes de su hijo:

—Basta que un corazón sea inocente, ¡oh, Dios mío!, para que encuentre un paraíso en el desierto; y que un alma os ame y os conozca, para que goce las delicias de un cielo en medio de las aflicciones y sufrimientos.

La cuidadosa y prudente madre se preocupó también de hacer a su hijo precavido contra las plantas venenosas, que abundaban en aquel desierto, engalanadas con una peligrosa belleza. Fuéle mostrando una por una las negras y brillantes cerezas de la belladona; las rojas y lustrosas bayas de la camelia; el fruto, de un verdor sombrío, del estramonio; las lechosas raíces de la cicuta, y las setas purpurinas y cuajadas de perlas.

—Qué no se te ocurra comerlas en modo alguno —decíale—; lo mejor es que me lo enseñes todo antes que lo comas, pues de otro modo enfermarías gravemente; ¿me comprendes? El mismo amoroso interés puso la cariñosa, madre en apartarlo de la desobediencia, el aturdimiento, la terquedad y otros muchos defectos peculiares de la infancia. Con este objeto, decíale:

—Esos defectos son aún más perjudiciales que los venenos de las plantas. El pecado se parece, con frecuencia, a esas cerezas encarnadas o negras, que tan bellas nos parecen al mirarlas, pero que, en vez de beneficiarnos, son causa para nosotros de horribles padecimientos y aun de la muerte. ¡Ay! Por desgracia es muy cierto qué, a menudo, lo malo nos parece, mucho más agradable que lo bueno, como sucede con la seta venenosa, que, en la belleza de los colores, aventaja a la gris, que es comestible y completamente inofensiva.