Desde entonces, vivió Genoveva aislada en aquella soledad, como una verdadera anacoreta. Transcurrió el invierno, luego la primavera y el verano, y sucedióse el otoño y otro invierno sin que ocurriese nada digno de mención. Cuando, en las siestas del estío, sentábase a la sombra de algún árbol y oía solamente el graznido de los cuervos o los picotazos de algún pájaro al escarbar la tierra; cuando en el otoño, durante, las frías noches, veía alzarse la pálida luna y proyectar sus rayos sobre el pequeño valle rodeado de montes; cuando en el riguroso invierno descubría, desde su gruta, todo el paisaje cubierto de nieve, sembrado de huellas de fieras, lanzaba hondos suspiros, nacidos en el fondo de su corazón, y ansiaba ver otra vez siquiera las facciones de sus padres, las de su esposo, las de sus amigos, las de un ser humano, en fin, cualquiera que éste fuese, y solía exclamar entre sollozos:
—¡Qué felices son los hombres que pueden vivir en sociedad, hablarse entre sí y comunicarse mutuamente todas sus alegrías! ¡Cuán locos son aquellos que, ignorando el valor de estas satisfacciones, se amargan la existencia unos a otros! —y continuaba, recobrándose algún tanto— pero poder hablar a solas con Dios vale infinitamente más que conversar con los hombres. Si estamos privados de su trato, Vos, Dios mío, no nos abandonáis jamás, ni aun en los más aislados desiertos ni en las noches más sombrías y silenciosas. Nada hay comparable a la ventura de poder conversar con Vos, Dios de bondad, a cada momento; con Vos, que sois el verdadero amigo de nuestras almas.
De este modo, completamente resignada con su suerte, Genoveva fue acostumbrándose poco a poco a comunicarse con Dios, en espíritu, y la esperanza que tenía hacía que para ella transcurrieran las horas velozmente, confiada por completo en la ayuda del Creador.
En las horas que le dejaban libre el cuidado de su hijo y la recolección de raíces y frutos que le servían de alimentos, y las cuales pasaba en una completa vagancia, que llegaba a aburrirle, acostumbraba decir:
—Si siquiera tuviese unas agujas de hacer media y algún hilo, cuan gratos serían para mí estos ratos de ocio, los cuales invertiría en vestirme a mí y a mi hijo. Los hombres suelen quejarse del trabajo a que están obligados, como de un peso que les abruma. ¡Oh! El trabajo, por duro que sea, no puede compararse a la ociosidad, que hace la existencia triste y aburrida.
En ocasiones, lo que echaba de menos era un libro, con cuya lectura pudiera distraer la grande y brillante imaginación de que estaba dotada. En tales momentos, decía:
—¡Cuánto me alegraría de poseer un libro, sobre todo, un buen libro, que me distrajera agradablemente en estas horas de descanso! No obstante, el mejor libro que pueden contemplar los ojos del hombre, ¡oh Dios mío!, son las obras de vuestras manos.
Desde entonces observó a la Naturaleza con más atención que nunca lo había hecho. La menor flor, el insecto más pequeño, la más insignificante mariposa, producíanle un placer inexplicable, al contemplar en la belleza de sus matices, y en la sabia disposición de su organismo, las huellas de una bondad y de una sabiduría infinita, y al recordar que, la mayor parte de aquellos hermosos objetos de que se veía rodeada en el desierto, habían servido a Jesucristo para hacer bellísimas parábolas, sentía, igualmente, una impresión grata y consoladora.
En la primavera, cuando el sol enviaba directamente sus rayos cariñosos hasta el interior de la cueva, Genoveva, extasiada, solía decir:
—Dios mío, el sol es para mí una imagen de la bondad y del amor que profesáis a todos los hombres, pues Jesucristo ha dicho: «Mi padre celestial hace brillar el sol para buenos y para malos». Quiero que mi amor al prójimo se parezca a vuestro sol, pues yo también haría gustosa el bien, aun a mis enemigos, si me fuera posible.
En ocasiones asaltábala el temor de que llegara un día en que no pudiera sustentarse en el desierto, y la melancolía se hallaba a punto de invadir su corazón. Al amanecer de un día, en que sintió que el desaliento se apoderaba de ella, exclamó, al oír vibrar en su oído los trinos de las aves:
—¡Cuán alegres y regocijados cantan esos pequeños seres, demostrando así que están libres de todo cuidado! Yo debo sentir la misma alegría que vosotros demostráis, puesto que Cristo ha dicho: «Mirad las avecillas del cielo; ellas no siembran, ni siegan ni almacenan en sus trojes y, no obstante, las alimenta mi Padre celestial. ¿Creéis que Él no os ama más que a ellas?». Sé, Dios mío, que Vos me amáis mucho más que a todas estas aves, y debiera estar, por ello, más alegre que ellas, expresar mi alegría en mis cantos y no entristecerme por no haber podido sembrar un grano, ni sembrar un tallo, ni almacenar una sola gavilla.
Al contemplar las mil florecillas del desierto, que con sus alegres y variados matices esmaltaban el pequeño valle, exclamaba de igual modo:
—Hermosas florecillas, vosotras sois para mí otras tantas preciosas y encantadoras nomeolvides, que me recordáis constantemente que Dios no se olvida de mí. A vosotras se refería Jesucristo cuando decía: «Contemplad las flores de los campos; ellas no trabajan ni hilan. Y, sin embargo, os digo: Ni Salomón, a pesar de toda su magnificencia, estuvo jamás tan hermoso y espléndidamente vestido como lo está cualquiera de estas flores. Y, si Dios viste tan magníficamente la hierba de los prados, ¿no hará otro tanto con vosotros, hombres de poca fe?». Por consiguiente, yo debo tener más valor y confianza en lo sucesivo. Y, aunque no hile ni cosa, no me preocuparé de qué modo habré de ir vestida.
Al volver de nuevo el verano, cuando se sentía abrasarse de calor, aun dentro de su cueva y acudía al manantial para apagar en sus claras y frescas aguas la sed que la devoraba, solía decir con frecuencia:
—El mismo efecto que produce esta agua en mis abrasados labios, causa en mi alma la fe que he puesto en el Creador y Él mismo nos ha dicho: «Venid a mí y bebed los que tenéis sed; el agua que yo os daré será para vosotros un manantial que correrá hasta la eternidad». Sí, este manantial interior es el que solamente me da vida, me fortifica y consuela, me llena de ventura, en este momento en que estoy privada de todo consuelo extraño, y en que me han sido arrebatados todos los placeres que se disfrutan en el trato y la sociedad de los hombres.
Otras veces, cuando contemplaba las colosales rocas que rodeaban el valle y que habían resistido inmóviles durante tantos siglos el embate de los huracanes y de las tormentas, recordaba aquellas palabras de Cristo: Quien oye mi palabra y la cumple, es como el hombre prudente que construye su casa sobre una roca, y decía:
—De igual modo quiero fundar mi salvación sobre vuestra palabra, para que nadie pueda echarla a tierra.
Poseía tan profunda imaginación, que sabía sacar útiles lecciones hasta de las malezas y cardos, y exclamaba ante ellos:
—Pobres y estériles plantas, si fuera posible que dierais racimos de exquisitos frutos, me extasiaríais con vuestra vista y me haríais más agradable la soledad de este desierto. Pero Jesús lo ha dicho: «No es posible coger uvas de los abrojos, ni higos de los cardos. El árbol bueno dará buen fruto y el árbol malo lo dará malo». Yo quiero ser un buen árbol y hacer todo el bien que esté a mi alcance, para no parecerme lo más mínimo a esas plantas, que sólo dan malos frutos y dolorosas espinas.
De este modo, hallaba motivo para hondas y consoladoras meditaciones en todo cuanto contemplaban sus ojos, desde las mismas malezas y cardos, hasta el sol, las aves, las flores y las frutas, aunque la presencia de su hijo fuera para, ella mil veces más agradable que el sol primaveral, más alegre que la estación de las flores y de las aves y más instructiva que cuanto pudiera hallar en su retiro.
Sacaba al niño a pasear al aire libre durante los días serenos, y allí, fuera de la cueva, bajo la azulada bóveda del firmamento, mientras, no lejos de ellos, la cierva pacía la tierna y fresca hierba de los prados, ella iba y venía, llevando en brazos a su hijo y sin alejarse de la gruta. El inocente nada comprendía aún, pero su madre dirigíale esas frases de ternura que sólo inspira y dicta el amor maternal; y, si por acaso, la tierna criatura rodeábala el cuello con sus bracitos en tales instantes, sonriéndole, su sonrisa embellecía y alegraba el desierto. En tales ocasiones, parecíale que, cuanto la rodeaba, brillaba como el oro y los diamantes; se arrodillaba, en el éxtasis de sus transportes maternales, estrechaba a su hijo contra su corazón y devolvíale sus besos y caricias con una ternura maternal indescriptible, exclamando:
—¡Oh, Dios mío! ¿Cómo he de demostraros toda mi gratitud por haberme conservado este hijo? ¿Qué dicha, qué consuelo y qué distracción más variada y deliciosa pueden existir, que los que él me proporciona en mi soledad? Dirigid, Señor, desde vuestro celestial trono vuestras protectoras miradas sobre este tierno niño, y dejadle que crezca y se desarrolle. Ved qué inocente serenidad se refleja en su rostro y qué dulzura en sus ojos. ¡Cómo se pinta la pureza de su alma, en sus rosadas mejillas y en su frente adornada con rizados caballos! ¡Con cuánta tranquilidad reposa sobre mi seno! Bien ha dicho Cristo: «Si no hacéis como los niños, no llegaréis a entrar en el reino de los cielos». ¡Ojalá todos los hombres ignorasen el mal y fueran inocentes como este niño, de una manera espontánea, por convicción y sin violencia, y sin envidias ni orgullos! ¡Entonces sí que sentiríamos en nuestro corazón, aun en esta vida, un reflejo de lo que debe ser el reino de los cielos, y viviríamos todos tan felices como lo es en mis brazos este niño, y llegaríamos a las puertas del sepulcro con la tranquilidad y satisfacción que proporciona a la conciencia la convicción del deber cumplido!
Genoveva sentía frecuentemente el deseo de visitar una iglesia, y entonces exclamaba:
—No hay mayor ventura que la de unir su pensamiento al de millares de hombres arrodillados ante la Divinidad, oyendo todos atentamente la palabra de Dios, elevando sus almas hasta El con recogimiento, entre los himnos de alabanza que conmueven los corazones. ¡Cuánta, sería mi alegría, si pudiera oír una campana, con cuyo sonido estoy segura, de que se confortaría mi corazón!
Mas, luego, rehaciéndose, decía:
—Pero ¿qué digo? Toda la Naturaleza, la tierra que nos rodea y el cielo que está sobre nosotros, no son más que un templo de Dios, cuyo altar es el corazón que late y suspira por Él, aun en el fondo del más salvaje desierto. Estoy, pues, resignada. Sea, ¡oh, Dios mío!, este pequeño valle tu templo, y tu altar mi corazón.
En resumen: en todo el valle no veía un árbol o una roca, al pie de los cuales no se postrase de hinojos para orar; y, durante el invierno, cuando no podía abandonar la cueva, arrodillábase ante la tosca crucecita, sirviéndole de reclinatorio el peñasco en que se sentaba, y permanecía durante muchas horas inmóvil, elevando su espíritu hacia el sublime Redentor, que murió por amor a la humanidad.