Genoveva permaneció durante un gran rato al pie del árbol, privada de sentido, hasta que, recuperando el conocimiento, se halló con su hijo en brazos y en aquel solitario bosque.
El cielo estaba completamente cubierto de negras nubes, y las tinieblas eran aún más profundas a causa de haberse ya puesto la luna; en la espesura del bosque rugía un huracán espantoso; un mochuelo silbaba entre el ramaje del árbol a cuyo pie estaba reclinada, y, a no mucha distancia, percibíanse los aullidos de un lobo. La desgraciada púsose a temblar con todo su cuerpo, y exclamó con voz trémula:
—¡Oh, Dios mío! El terror se apodera de mí; pero Vos, Dios bondadoso, para quien no existen la noche ni las tinieblas, estáis conmigo y no me abandonáis, porque no abandonáis jamás a los que en Vos confían. Vos me veis, pues estáis en todas partes, aun allí donde no puede llegar el hombre. ¡Cuánto os agradezco, Dios mío, el que me hayáis librado, y también a mi hijo, de las manos de esos hombres! Confío en que no permitiréis que sucumba en las garras de las fieras, y en Vos se cifra toda mi esperanza.
Y, dicho esto, sentóse nuevamente al pie del árbol con las manos cruzadas sobre sus rodillas, en las que descansaba su hijo; y con los ojos, que el llanto anegaba, elevados al cielo, permaneció en esta actitud hasta que brillaron las primeras luces del alba.
La mañana, que era una de esas tristes y nebulosas que tanto abundan en otoño, no le trajo consuelo alguno a sus dolores. Hallábase en un sitio abrupto, completamente estéril y de salvaje apariencia. Adondequiera que dirigía la vista, sólo tropezaba con áridos peñascos, negros abetos, abrojos y sombríos matorrales. Corría un viento tan frío que cortaba la piel, y no tardó mucho en empezar a caer una copiosa nevada.
Seguía temblando Genoveva, y su tierno hijo, desfallecido de hambre y frío, lanzaba quejidos desgarradores. Púsose a buscar la pobre madre un sitio cualquiera que pudiera servirles de refugio, ya en el hueco de algún tronco de árbol o en la cavidad de una roca, tratando de hallar también algunos frutos para alimentarse. Pero todos sus esfuerzos fueron estériles, pues no encontró ni un pedazo de tierra seca ni una mora que llevarse a la boca. Desesperada, comenzó a escarbar la tierra con sus dedos delicados, a fin de extraer de ella algunas raíces, las cuales mascó ella y dio luego a comer a su niño. Más para lograr este miserable alimento tuvo necesidad de enrojecer la nieve con su propia sangre.
Genoveva, débil y sin fuerzas como estaba, echó a andar, llevando a su hijo en brazos, sin saber a qué punto dirigirse de aquel intrincado bosque, arrostrando la nieve y la lluvia. Al cabo de algún rato, y después de haber logrado encaramarse a una escarpada roca, diviso un pequeño valle, fértil y alegre. Encaminóse a él, y, cuando hubo llegado, descubrió una cavidad bajo las colgantes ramas de los abetos. Era la entrada de una cueva, en la cual podían caber cómodamente hasta tres personas. Cerca de la cueva había una risueña fuentecilla de cristalinas ondas, formadas por las aguas que se precipitaban de la roca. Junto a la fuente crecían muchos manzanos, pero de cuyas ramas, de follaje seco y amarillento, no pendía un solo fruto. Adherida a la roca, elevábase serpenteando y festoneándola, una tupida enredadera, que producía una especie de calabazas, pero cuyo fruto, aunque grueso y de un amarillo brillante, no era ya comestible.
Llevando siempre a su hijo en brazos, Genoveva se introdujo en la cueva para resguardarse de la intemperie, temblando de frío. El hambre la atormentaba de un modo espantoso, pues era ya el mediodía, y su hijo comenzó a llorar de nuevo desconsoladamente. La pobre madre, presa de la desesperación, puso a su hijo en el suelo, junto a ella, arrodillóse en la cueva, y elevó sus ojos al cielo, y formuló, con voz trémula, la siguiente plegaria:
—¡Oh, Dios mío! Mirad compasivamente a una madre infeliz, y a su desfallecido hijo. Vos, que procuráis el alimento, a los mismos cuervos que surcan el espacio y hasta al más insignificante de los gusanos que se arrastran por la tierra, aun en las épocas más inclementes del año, podéis, si así es place, convertir en pan hasta las mismas piedras, y hacer que mi hijo y yo encontremos en este desierto el alimento que tanta falta nos hace. Vos, padre mío, no permitiréis, seguramente, que perezcamos de hambre. De igual modo que nos habéis proporcionado un albergue, nos proporcionaréis también el sustento necesario.
Al acabar Genoveva da expresarse en estos términos, desgarráronse las nubes, y el sol, luciendo en el azul firmamento, envió sus rayos a la cueva, reanimándola con su vivificante calor. Simultáneamente percibióse un leve rumor en la enramada, de la qué cayeron algunas hojas, y una cierva apareció súbitamente a la entrada de la caverna. Como el veloz animal no había sido nunca perseguido en aquel desierto por cazador alguno, a la vista de Genoveva no experimentó el menor espanto. Avanzó en el interior de la cueva con manso aspecto y ligeros pasos, por ser su guarida acostumbrada, y detúvose al llegar frente a Genoveva, la cual, sobrecogida en un principio a la vista del animal, recuperóse en breve y posó su mano en él para acariciarlo; al ver que la cierva recibía sus caricias dócilmente, concibió la idea de utilizar su leche para alimentarse ella y su hijo.
Y, acto seguido, colocó a su hijo en posición conveniente para que pudiera mamar de la cierva, exclamando:
—¡Oh, Dios mío! Véase a lo que obliga la necesidad a una madre desventurada.
La cierva, a la que no hacía mucho había arrebatado un lobo su cervatillo, y que estaba dolorida por el exceso de leche, dejóse mamar sin oponer resistencia alguna. El niño, una vez bien alimentado, quedóse dormido, y Genoveva, envolviéndolo en una parte de sus ropas, lo acostó en un rincón de la cueva, en donde había un reducido espacio que parecía hecho a propósito. Una vez hecho esto, pensó la pobre madre atender a sus propias necesidades. En seguida salió de la cueva y, valiéndose de una piedra afilada como un cuchillo, abrió algunas calabazas, a las que despojó de la carne y las pepitas, dejando sólo las cortezas, con las que volvió a la caverna. Luego dio de comer a la cierva algunas hierbas frescas y muy tiernas, y se puso a ordeñarla mientras comía; logrando obtener de ella leche suficiente para llenar todas las calabazas. Confiada y alegre, arrodillóse para dar gracias por este socorro providencial, y elevando en sus manos una dorada escudilla llena de pura y blanquísima leche, exclamó:
—Recibid, Dios mío, mis lágrimas en prueba, de gratitud por el generoso presente que me habéis hecho, porque presente vuestro es esta leche, manantial de sustento que me habéis hecho encontrar en las entrañas de esta dura y estéril roca. Vos sois quien todo lo ha dispuesto para nuestro socorro de un modo tan providencial; quien, seguramente, hizo que algún pájaro, o un cenobita oculto en estas soledades, sembrase en estos riscos las semillas de calabaza, que me acaban de proporcionar vaso en que recoger vuestro precioso regalo. Vos me habéis guiado hasta esta cueva, para que en ella pueda vivir sustentada por este generoso animal, apartando de mí el temor de que mi hijo y yo perezcamos de hambre. Contando con vuestra ayuda, estoy confiada en el porvenir, y ya no temo al duro y riguroso invierno.
Acabada esta plegaria llevóse la taza a los labios, y su llanto de gratitud mezclóse con la leche dulce y vivificante; cuando hubo bebido algunos tragos, que repararon sus fuerzas, exclamó:
—¡Qué bebida más deliciosa! Jamás saboreé, durante mi vida, un manjar más sabroso que éste. ¡Qué poco aprecio hacía yo, Dios mío, de vuestros dones en la mesa de mis padres! Perdonadme, por no haber sido más generosa con los pobres, pues nunca sentí los padecimientos del hambre. ¡Cuán poco trabajo costaría a los ricos hacer innumerables beneficios a millares de indigentes!
Una vez confortada con la sustentadora bebida, salió nuevamente de la cueva, a la que hizo repetidos viajes, para transportar a ella, en su delantal, algunos montoncitos de suave musgo, que arrancaba de los árboles y de las rocas, y con el que logró formar un blando lecho para ella y para su hijo.
Luego, y con el fin de resguardar la cueva, aún más de lo que estaba, del viento, púsose a arreglar las ramas de los abetos que pendían sobre la entrada, disponiéndolas en la forma más a propósito para el objeto, que se proponía. De este modo y con el calor que prestaba la cierva, no sólo quedó bien abrigado el interior de la cueva, sino que se respiraba en él un delicioso perfume, que se desprendía de las ramas dispuestas en forma de cortina.
Rendida, por último, de todo este trajín, y acabados todos los preparativos, Genoveva sentóse en un peñasco, dentro de la caverna, el cual parecía haber sido puesto allí deliberadamente para que hiciera las veces de un escaño. Una vez sentada, sintióse tranquila y como aliviada de un peso enorme, mostrándose íntimamente agradecida por verse libre del lóbrego calabozo en que gemía, y haber hallado un retiro seguro, en el cual podía arrostrar impunemente el odio del infame Golo. De sobra conocía que en aquel paraje, hallábase también expuesta a mil clases de padecimientos, pero sentíase reanimada, y el consuelo de los beneficios recibidos dábale ánimo para aguardar confiada en el porvenir.
Hallábase entregada a estas meditaciones, cuando, de pronto, su vista tropezó con una rama seca de abeto, desprendida casualmente del árbol, la cual se hallaba cubierta de musgo y caprichosamente pintarrajeada de manchas amarillas y blancas. Tomó la rama, y, partiéndola en dos pedazos, los dispuso en forma de cruz, ligándolos luego con algunas tiras de corteza flexible. Cuando hubo realizado esto, exclamó:
—Quiero tener siempre ante mi vista, ¡oh, Dios mío!, esta prueba de vuestro inmenso amor hacia mí y hacia todos los hombres; la cruz, en la que Vos moristeis por todos nosotros, me recordará constantemente los beneficios que de Vos estoy recibiendo. Desde este instante, quiero dar principio a una existencia de cenobita, y tendré en ella por cruz la adversidad de mi fortuna. Resignada, la llevaré sobre mis espaldas, a ejemplo vuestro, y diré constantemente, como Vos dijisteis: «Padre, hágase vuestra voluntad y no la mía». Esta acabará necesariamente algún día, y entonces podré decir asimismo: todo está consumado.
Dicho esto, puso la cruz en un hueco abierto en la pared de la cueva, donde siempre podía tenerla a la vista, y se acostó en el lecho de musgo que poco antes había preparado. A los pocos momentos, quedose dormida con un sueño tranquilo y reparador, como no lo había disfrutado desde hacía mucho tiempo. El niño dormía, igualmente, sobre su seno, y a sus pies reposaba la fiel cierva, que ya no los abandonó nunca.