V. Genoveva tiene un hijo en la prisión.

Genoveva permaneció en la prisión durante muchos meses, sin que en todo este tiempo viera a persona alguna, a excepción del infame Golo, el cual no cesaba de repetirle sus deshonrosas proposiciones, prometiéndole reparar públicamente su honor y ponerla en libertad. Genoveva, sin embargo, firme en su dignidad y entereza, respondíale siempre:

—Prefiero parecer mil veces deshonrada a los ojos de los hombres, antes que serlo una sola vez en realidad, a los de Dios. Sí, muera yo mil veces en medio de los horrores de este calabozo, antes que elevarme al trono de un rey a costa del deshonor.

Pero sus sufrimientos debían aumentarse todavía. Al poco tiempo de haberse ausentado el conde, tuvo un hijo en el calabozo.

La desventurada madre decía al tierno pequeñuelo, estrechándolo incesantemente entre sus brazos:

—¡Hijo adorado; ya estás entre los muros de esta prisión, en la que debías venir a este mundo! Ven, hijo mío, aquí, que te abrigue contra mi corazón. Tu infeliz madre carece hasta de pañales para envolverte. Extenuada y sin fuerzas, como estoy, ¿cómo he de poder alimentarte? Tu único lecho, en esta espantosa prisión, sólo puede ser un haz de paja o las duras losas del pavimento, y aquí perecerás de humedad y frío, bajo el agua que se filtra por las bóvedas. Esas piedras, que empapan con las gotas que destilan, al hijo de mis entrañas, son tan despiadadas y duras como los hombres. Pero no; estas mudas paredes son menos insensibles que ellos, pues no pueden contemplar sin conmoverse mi miseria y la de mi hijo, y unen sus lágrimas de tristeza a las que yo derramo.

Y, al decir estas palabras, elevaba sus ojos al cielo, que no podía divisar a través de aquellas bóvedas, y continuaba diciendo, después de acariciar nuevamente al idolatrado niño:

—¡Dios mío! Yo veo en este tierno niño un presente que Vos me hacéis, puesto que Vos le habéis dado la vida. Como vuestro que es, a Vos os pertenece y a Vos debe ser consagrado. No me es posible enviarlo a un templo para que lo bauticen, pero Dios está en todas partes y, dondequiera que se le siente, allí está su templo. No hay aquí ninguna mano cariñosa que lo sostenga en la pila del bautismo, ni tampoco un sacerdote que recuerde sus deberes a los que pudieran hacer las veces de padrino; pero yo, que soy la madre de esta desgraciada criatura, seré también madrina, padre y sacerdote a un mismo tiempo. Si os place concedemos a ambos la vida, Dios mío, yo os hago el voto solemne de educar a mi hijo en la verdadera fe, de enseñarle a amaros, así como a amar igualmente a los hombres sus semejantes, y, a apartar a su alma del mal, como una preciosa reliquia confiada a mi cuidado, a fin de que un día podáis recibirlo en vuestro seno puro y sin mancha de vicio alguno, y yo, su madre, pueda daros cumplida cuenta de este sagrado depósito.

En seguida, Genoveva oró en silencio durante largo rato y, luego, tomando en sus manos el cántaro de agua, bautizó al niño, dándole el nombre de Desdichado.

Realizado este acto solemne, exclamó la pobre madre:

—Te he dado el nombre que más te cuadra, pues naciste entre dolores y lágrimas, hijo mío. Desdichado será tu nombre de pila y, el día de tu bautizo, sólo recibirás como don el llanto de tu madre —y, dicho esto, lo arrebujó en su delantal, y púsose a mecerlo sobre sus rodillas, exclamando—: Mi regazo será tu sola cuna, hijo mío.

Dirigiendo luego una melancólica mirada al negro y duro pan que tenía junto a sí, prosiguió:

—He aquí lo que, en adelanto, habrá de constituir tu sustento. Es cierto que, sobre ser muy duro, apenas basta para alimentarme a mí sola; mas consuélate; el llanto de tu madre lo ablandará, y la bendición de Dios, al caer sobre él, hará que sea suficiente para los dos.

Luego, mascando algunos pedacitos, los fue dando al inocente, que se quedó tranquilamente dormido. Genoveva vigilaba su sueño, y a intervalos lanzaba profundos suspiros, y decía:

—Tened piedad, ¡oh, Dios mío!, de este tierno niño que reposa en mi regazo. ¡Ay! Bajo esta espesa y tenebrosa bóveda, donde el aire jamás se renueva, ni entra la luz del sol ni el calor, si Vos no lo protegéis perderá muy pronto su frescura y sus colores, y en breve se marchitará y secará como una flor. ¡Dios bondadoso! No permitáis que perezca tan miserablemente. ¡Lo amo tanto, Dios mío! ¡Cuán gustosa daría mi vida por salvar la suya! Pero vos lo amáis más aún que yo. Vos me amáis a mí y a todos los hombres, mucho más que una madre puede amar a su hijo.

Su voz, al decir esto, tomó un acento más tierno y conmovido, y continuó:

—Sí, Vos mismo lo habéis dicho. Aunque una madre sea capaz de olvidar a su hijo, yo no me olvidaré jamás de los míos.

El rumor de estas palabras, pronunciadas en voz alta por Genoveva, despertó a la criatura, y la condesa vio, por primera vez, entreabrirse sus inocentes labios con una graciosa sonrisa. Ella sonrió a su vez entones, y también ésta fue la primera sonrisa que había alegrado, su rostro desde que entrara en la prisión. Acto seguido, exclamó la infortunada madre:

—¿Sonríes, hijo mío? —y lo estrechó contra su corazón apasionadamente, prosiguiendo—. Sonríe, sonríe. Millares de palabras no me dirán lo que me dice tu sonrisa, pues me parece oírte en ella «No llores, madre mía, recobra tu alegría. Es verdad que eres pobre, mas Dios es rico. Tú estás desamparada, pero Dios es omnipotente y nos ampara. Tú me amas entrañablemente, más Dios nos ama muchísimo más a ambos». Sí, sonríe, ángel mío, y no dejes de sonreír nunca, pues tu madre no puede llorar en tanto vea que tú sonríes.

Transcurridos algunos días, presentóse Golo nuevamente a la condesa, llevando en su semblante retratada la feroz agitación que lo dominaba. Apenas penetró en el calabozo, dijo:

—Ya he sido demasiado condescendiente. Basta de contemplaciones. Si persistís en vuestra locura y no renunciáis a esa fanática virtud de que hacéis gala, compadeceos siquiera de vuestro hijo, pues, sabedlo de una vez, ambos moriréis, y muy pronto, si al fin no os doblegáis a mi voluntad.

Con absoluta tranquilidad, como si aquellas palabras no la hubiesen hecho impresión alguna, Genoveva repuso:

—Prefiero morir antes mil veces que cometer acto alguno del cual pudiera remorderme la conciencia, o me avergonzara ante Dios, ante mis padres y ante todos los hombres.

Golo púsose pálido de rabia al oír esta contestación, y lanzándole una mirada feroz, volvió la espalda y salió de la prisión con tal furia, que sus muros parecieron estremecerse, y bajo las bóvedas repercutió durante largo rato el ruido de los cerrojos.