El calabozo destinado para encerrar en él a los malhechores, llamábase calabozo de los pobres penitentes y era el más horroroso del castillo. Jamás pudo pasar junto a él Genoveva sin sufrir un estremecimiento de horror, y eso que sólo iba a visitar a los infelices encarcelados, siendo ella, al presente, la que se, veía aprisionada en aquella espantosa cárcel, cuya bóveda era tan espesa y sombría como la de una tumba, y cuyas paredes estaban cubiertas de un musgo negruzco a causa de la humedad. El piso era de ladrillos rojizos. Nunca, en su interior, pudo el cautivo entrever el sol ni el pálido disco de la luna. La débil luz que entraba por una pequeña abertura, defendida por gruesos barrotes de hierro, sólo servía a la desgraciada para hacerle percibir la pálida blancura de su vestido y los horrores de un encierro tan espantoso.
Genoveva, comenzó por dejarse caer sobre el montón de paja que había de servirle de lecho, temblando de terror y angustia. Tenía junto a ella un cántaro de barro con agua, y por todo alimento un trozo de pan negro y no muy grande.
Cuando, vuelta en sí algún tanto de la espantosa impresión que le causara la situación en que se veía, recobró el uso de sus sentidos, unió sus manos fervorosamente y sus labios murmuraron la siguiente plegaria:
—¡Oh Dios, que me ves precipitada en esta espantosa prisión! A Ti dirijo mis miradas, pues me veo abandonada de todo el mundo, y sólo de Ti espero protección y ayuda. Nadie se compadece de mí; nadie oye mis lamentos. Tú sólo ves mis lágrimas, Tú sólo oyes mis quejas, pues dondequiera que estemos, nos sigue tu providencia. Nada saben de mí mis padres, y mi esposo está muy distante de aquí. No hay a mí alrededor un solo amigo que quiera ayudarme; sólo tu brazo puede abrir los cerrojos de mi prisión. ¡Oh, Dios, protégeme y no me abandones! Genoveva permaneció muchas horas sin hacer otra cosa que derramar lágrimas, las cuales acabaron por hincharle las mejillas y amoratarle los ojos. Por último, agotado su llanto insensiblemente, quedó como aniquilada bajo el peso de la angustia que la oprimía. Luego, a intervalos, exclamaba:
¡Ay! ¡Cuán felices son los hombres más desgraciados, comparados conmigo! A lo menos ellos pueden ver el hermoso azul de cielo y el verdor de los campos. ¡Ojalá fuera una pastorcilla en lugar de una princesa, o una mendiga en lugar de una poderosa! ¡Cuánto ganaría en el cambio! ¡Ay! Nada me queda ya, pues todo me lo han arrebatado. Hasta, el sol, que para todos luce, no existe para mí. Pero no importa —agregó, y corrió de nuevo su llanto—. Tú, Dios mío, eres siempre el Dios de la desgraciada Genoveva. Tú eres mi sol y lo serás siempre. Siento que la esperanza entra en mí; que en mi interior todo se serena e ilumina y que la nieve del quebranto que envuelve mi corazón, se derrite en lágrimas que lo reaniman como a las flores el rocío.
Al acabar de decir estas palabras, recordó las del venerable obispo que había bendecido su casamiento, y no pudo menos de exclamar, mirando en torno de su encierro:
—¿Esta es, santo varón, la felicidad que me profetizasteis? ¿Tras de una puerta de flores, debía abrirse para mí la de esta obscura prisión? Mas, de pronto, sintiendo el consuelo de la resignación, añadió:
—Puesto que Dios ha permitido que venga a parar a este calabozo, será indudablemente porque así me convenga, pues todo sucede para bien del hombre. Las mismas tribulaciones no son más que beneficios encubiertos. La apariencia del mal vela a nuestras miradas la ventura y la felicidad, como la cáscara con que ciertos frutos se revisten, encubre un sabor delicioso. En lo sucesivo, estoy resignada a sobrellevar todos los males, como otros tantos dones venidos de la mano de Dios, y en Él sólo se fijarán mis miradas, sin quejarme jamás por lo que sufra. Esta será mi morada, ya que así Dios lo quiere. Me resigno a su voluntad, pues sé que sin que Él lo permita, no habrá de caer un solo cabello de mi cabeza.
Al concluir estas palabras, Genoveva sintióse fortalecida y su corazón abrióse a la esperanza, como si una voz interior le hubiera dicho:
—¡Animo, Genoveva!; mucho te queda aún que sufrir, pero llegará un día en que pasarán todos tus dolores. Hoy los hombres te consideran culpable, pero tu inocencia brillará un tiempo radiante como el sol.
Reanimada de este modo, Genoveva durmióse con un sueño reparador y tranquilo.