El conde residía en un castillo denominado fortaleza de Siegfridoburgo, situado en un bellísimo paraje, entre el Mosela y el Rin. Al llegar a sus puertas el conde, acompañado de su joven esposa, estaban ya dispuestos a recibirlos todos sus sirvientes y vasallos de ambos sexos, ataviados con sus mejores galas. La amplia portada del castillo estaba adornada con verdes follajes y espléndidas guirnaldas, y por todo el tránsito hallábase el camino cubierto de flores. Todas las miradas estaban fijas en Genoveva, pues los vasallos del conde Sigifredo tenían gran curiosidad por conocer a la que sería su nueva señora. Todos quedaron asombrados al verla, pues la belleza del alma de Genoveva asomábase por completo a su hermoso rostro, cuya angelical expresión conmovió los corazones de todos los circunstantes.
Apenas se apeó Genoveva, saludó a todos los habitantes del señorío de su esposo con palabras llenas de dulzura y bondad; dirigíase preferentemente a las madres, que la rodeaban llevando en brazos a sus tiernos hijos, y a los cuales hablábales con cariño, informándose de la edad y nombre de los niños, y obsequiando a todos tan generosamente, que acabó por conquistarse las generales simpatías, que se convirtieron en un verdadero frenesí de agradecimiento, cuando el conde Sigifredo hizo saber a todos los presentes que, a ruegos de su esposa, iba a doblar durante aquel año el sueldo de todos sus soldados y el salario de todos sus sirvientes; que por igual tiempo quedaban libres sus vasallos de pagar arrendamiento, y que todos los pobres que no mendigaran recibirían un espléndido regalo, consistente en granos y leña. Lágrimas de gratitud brillaron en todos los ojos, y todos felicitábanse a porfía por tener unos señores tan buenos y generosos como el conde y su joven esposa, por cuya felicidad hacíanse los más ardientes votos. Hasta los guerreros, soldados veteranos del conde, que permanecían impasibles, cubiertos con su centelleante armadura, teniendo a un lado la espada y la lanza en la mano para hacer los honores a su señor, no pudieron impedir que, sobre sus bigotes, brillaran las lágrimas que deslizábanse por sus bronceadas mejillas.
Genoveva y su esposo vivieron durante algún tiempo en medio de la mayor ventura, la cual, sin embargo, sólo duró algunas semanas.
Cierto día, al anochecer, en el momento en que retirábanse de la mesa y comenzaban a encenderse las luces, Sigifredo y Genoveva se hallaban conversando alegremente en la estancia en que tenían por costumbre pasar las horas, cuando, de repente, oyéronse vibrar los bélicos clarines hacia el exterior del castillo.
—¿Qué sucede? —preguntó alarmado el conde, corriendo al encuentro de su escudero que, en aquel instante, entraba precipitadamente en la estancia.
—¡Guerra! ¡Guerra! —repuso éste—. Los moros de España han invadido a Francia repentinamente, y amenazan llevarlo todo a sangre y fuego. Acaban de llegar en este momento dos caballeros que traen órdenes del rey, y es preciso que, a ser posible, nos pongamos en marcha esta misma noche, para unirnos al ejército real sin la menor tardanza.
Sigifredo, al conocer esta noticia, apresuróse a bajar, con objeto de recibir dignamente a sus huéspedes, que fueron conducidos por él al salón de ceremonias. La condesa, por su parte, trastornada de dolor se dirigió a la cocina donde hizo preparar lo necesario para dar de comer a los recién llegados, porque en aquella época las principales señoras se preocupaban de los más pequeños detalles domésticos, sin que esto rebajara lo más mínimo su dignidad. El conde invirtió toda la noche en hacer sus preparativos para salir a campaña, enviar mensajeros a sus tropas y dictar disposiciones encaminadas a mantener el orden durante su ausencia. Todos los caballeros de las inmediaciones acudieron al castillo para acompañarle en su expedición, y sólo se oían el estruendo de las armas, los pasos de los guerreros y el rumor vibrante de sus espuelas.
Tampoco descansó Genoveva en toda la noche, pues a la par que constantemente acudían nuevos huéspedes, a quienes había que atender, tenía que sacar y empaquetar las ropas y cuantos objetos habría de llevarse el conde para el viaje. Al despuntar el alba, todos los caballeros acudieron al llamamiento, armados de punta en blanco, reuniéndose alrededor del conde en el patio de honor; Sigifredo iba asimismo armado con todas sus armas, con él yelmo coronado por un penacho ondulante. Los peones y jinetes, formados ya en orden de batalla en la vasta plaza del castillo, aguardaban tan sólo el toque de marcha.
Genoveva apareció entonces y, conforme se usaba en aquellos tiempos caballerescos, presentó a su esposo la espada y la lanza, diciéndole:
—Emplea estas armas por la gloria de Dios y de la patria; sirvan ellas en tus manos sólo para proteger al inocente y dé espanto para los viles y arrogantes infieles.
Así se expresó la condesa, que cayó, más blanca, que el pañuelo que tenía en la mano, en brazos del conde. Siniestros presentimientos la asaltaron, ofreciéndole para lo porvenir crueles sufrimientos, vagos e indeterminados por entonces.
La desventurada exclamó:
—¡Ah, Sigifredo! ¡Acaso no te vuelva, a ver jamás! Y cubría sus ojos con el blanco pañuelo, que empapaba en su llanto.
El conde repuso:
—Consuélate, amada Genoveva; volveré sano y salvo, pues Dios me protegerá por doquiera que vaya. Tan cerca está de nosotros la muerte en nuestra casa como en los campos de batalla, y sólo la Providencia puede librarnos de ella a cada momento, pues con su ayuda, tan seguros estamos en medio de los más sangrientos combates como en nuestro propio castillo. He aquí, amada mía, por qué me hallas tan tranquilo. Confío, además, en la fidelidad de mi intendente, el cual quedará al cuidado de cuanto a ti se refiere, así como del señorío y de la fortaleza; él queda, desde este instante, constituido en administrador de todas mis posesiones y en castellano a la vez; respecto a ti, esposa mía, te encomiendo a la protección del Altísimo. Adiós, acuérdate de mí y tenme presente en tus oraciones.
Al acabar de decir esto, lanzóse el conde, fuera de la estancia, pero Genoveva lo siguió para acompañarlo hasta el pie de la escalera principal. Salieron en pos de ella todos los caballeros, y a los pocos instantes abríase la puerta del castillo para darles acceso a la gran plaza; una vez en ella vibraron los clarines, y todas las espadas desenvaináronse a la vez para saludar al conde, brillando sus hojas al sol que, en aquel momento, acababa de aparecer. Sigifredo arrojóse velozmente sobre su caballo, para ocultar el llanto que bañaba sus ojos, y partió a galope, después de mirar amorosamente a Genoveva. Los caballeros, acompañados de toda su gente, lanzáronse en seguimiento del conde, y cruzaron velozmente el puente levadizo, haciéndolo retemblar con un estrépito semejante al del trueno. Genoveva seguía desde el torreón con la vista la numerosa hueste del conde, el cual saludaba con su pañuelo, y no quiso abandonar aquel sitio hasta que dejó de ver el último soldado. Luego corrió a encerrarse en su aposento para poder llorar desahogadamente, y allí pasó todo el resto del día, negándose a tomar alimento alguno.