Conclusión

La proclamación de la Segunda República fue la culminación de un proceso revolucionario que se había extendido a lo largo de décadas. Propugnado por grupos tan dispares como los republicanos, el PSOE, el PCE, los anarquistas o los nacionalistas catalanes, se fue forjando sobre la base común de aniquilar la monarquía parlamentaria existente en España y, en realidad, carecía de otro punto de unión entre las diferentes fuerzas. Si para los socialistas y comunistas el paso siguiente indispensable era la dictadura del proletariado, para los nacionalistas catalanes podía ir desde una España sometida a Cataluña a la independencia catalana, mientras que para los anarquistas no podía ser sino el comunismo libertario y para los republicanos, un régimen marcadamente laico y anticlerical que, a pesar de sus pujos modernizadores, casaba mal con la realidad sociológica del país.

El hecho de que la unión, más o menos continuada, más o menos consistente, de estas fuerzas tuviera como base común un objetivo de aniquilación —que acabó realizándose— fue dotándolas, o acentuando en ellas, unas características que casaban mal con un proyecto democrático. La primera de esas características fue un sentimiento de hiperlegitimación ideológica en virtud del cual el resultado de las urnas quedaba totalmente relativizado si no se correspondía con los deseos de las diferentes fuerzas. El que el PSOE contara durante años con un solo diputado en las Cortes, el que los republicanos fueran una minoría —una circunstancia que se prolongó hasta 1939— o el que los anarquistas se negaran a seguir las reglas del juego parlamentario no significaba nada en la medida en que sus respectivas causas avanzaran. De esa sensación de hiperlegitimidad ideológica se derivaron graves consecuencias. La primera —reverso claro— fue la atribución al centro y a la derecha de una carencia absoluta de legitimidad por más que sus actos tuvieran el respaldo mayoritario de las urnas. La segunda fue la falta real de una base social suficiente para llevar a cabo el proyecto utópico que cada una de las partes de la coalición anticonstitucional deseaba llevar a cabo. La tercera —especialmente grave— fue el desprecio absoluto por el juego parlamentario y la decisión de las urnas en la medida en que no sirviera para respaldar y apoyar sus respectivos sueños políticos.

Esta visión peculiar de la política —profunda y medularmente antidemocrática— explica episodios como la revolución frustrada de 1917 o la conspiración también fallida de 1930 cuya finalidad era acabar con la monarquía parlamentaria no a través del juego democrático sino mediante el recurso a la conjura y al uso de la violencia. Ni siquiera en abril de 1931, lograron las fuerzas antisistema vencer en las urnas a sus adversarios políticos. Sin embargo, a pesar de su clamoroso fracaso electoral, sí supieron aprovechar la consunción de la monarquía y los deseos del rey de evitar una guerra civil para provocar su caída e implantar un nuevo sistema.

La república, a pesar del entusiasmo con que la acogieron ciertos sectores de la sociedad, nació lastrada por una serie de circunstancias que dificultaban enormemente su afianzamiento como sistema democrático. En primer lugar, estaba el hecho de que su constitución era, según confesión del propio presidente de la república, Alcalá Zamora, marcadamente sectaria y pretendía llevar a cabo un programa laico que chocaba con los sentimientos de la mayoría de los españoles. En segundo lugar, los vencedores políticos —que no en las urnas— de abril de 1931 seguían partiendo de la base de su hiperlegitimidad y de la carencia de legitimidad de sus adversarios del centro y de la derecha lo que obstaculizaría una alternancia pacífica en el poder. En tercer lugar, persistía una enorme disparidad de criterios entre los vencedores de 1931 sobre la trayectoria ulterior de la recientemente proclamada república. Finalmente —y no fue este un magro problema— la mayoría de los prohombres republicanos podían tener una idea más o menos acertada de cuáles eran los problemas nacionales pero no supieron resolverlos adecuadamente por falta de formación política, por carencia de conocimientos económicos o por sectarismo ideológico. Así, ni la reforma agraria ni la militar ni la educativa dieron los frutos apetecidos e incluso en no pocos casos la situación empeoró durante elbienio de gobierno republicano-socialista (1931-33). Por añadidura, algunas de las fuerzas que tanto habían contribuido a erosionar el sistema parlamentario anterior a la República continuaron insistiendo ahora en acabar con otro sistema parlamentario a su juicio poco más legítimo. Así, un gobierno republicano-socialista se vio obligado a reprimir diversas insurrecciones anarquistas pensando, por primera vez en la Historia de España, en recurrir a las fuerzas del ejército de África.

La mezcla de fracasos y abusos acabó determinando la derrota de las izquierdas en 1933 y la victoria —intolerable a su juicio— del centro y la derecha. Enfermas de un sentimiento de hiperlegitimidad, las izquierdas no pudieron ni supieron ni quisieron aceptar el veredicto de las urnas y regresaron al terreno, ya tan transitado por ellas, de la conspiración. En octubre de 1934, el PSOE y los nacionalistas catalanes se levantaron en armas contra el gobierno legítimo de la República en un intento de rebasar el sistema en la calle puesto que las elecciones no les habían resultado favorables. La sublevación armada fue sofocada con facilidad en toda España entre otras cosas porque ni el pueblo —invocado por los insurrectos— se sumó a ella ni tampoco lo hizo el ejército a pesar de que así lo esperaban los dirigentes del PSOE. La excepción fue Asturias.

En Asturias se vivió un claro antecedente de lo que sería la guerra civil con casi todas las características del terror unido a la revolución. Mientras las milicias de las organizaciones de izquierdas procedían a asesinar a personas cuyo único crimen era el ser sacerdote o pertenecer a otra clase social e intentaban extender la revolución al resto de España, el gobierno, siguiendo el precedente de Azaña, trajo al ejército de África para acabar con la insurrección. Sofocarla costó tan sólo dos semanas pero la trayectoria de la República quedó dislocada tras el intento de golpe armado de socialistas y nacionalistas al que se habían sumado otras fuerzas de izquierdas.

A partir de ese momento, las derechas y el centro llegaron a la conclusión de que una victoria de la izquierda supondría su exterminio —algo que, por otro lado, las izquierdas no se recataban de decir— y las izquierdas, capitaneadas por el PSOE siguieron reivindicando los hechos de Asturias e insistiendo en que la próxima vez la revolución obtendría el triunfo. Así, en 1935, mientras los insurrectos del años anterior elaboraban una estrategia de unidad, las derechas y el centro intentaron apuntalar una república que se desplomaba. La excepción a ese comportamiento sería la diminuta Falange de José Antonio Primo de Rivera que, a semejanza de Largo Caballero, pensaba que nada evitaría una guerra civil y algunos personajes aislados.

Si 1934 fue el principio del fin para la Segunda República, el año 1936 señaló su conclusión. No era fácil hacerse ilusiones sobre la supervivencia del sistema parlamentario tras la campaña electoral basada fundamentalmente en los sucesos de Asturias de 1934, los anuncios repetidos de Largo Caballero y del PSOE en el sentido de que la victoria electoral del Frente Popular sería el primer paso para la desaparición de la democracia y la instauración de la dictadura del proletariado, la acción violenta de las milicias de izquierdas y de Falange en la calle, y, en última instancia, el resultado de unas elecciones que señalaban que la mayoría de la nación era contraria al Frente Popular pero que, merced a una suma de irregularidades, permitieron hacerse a éste con la mayoría parlamentaria.

La prensa extranjera, los viajeros que recorrían España, los diplomáticos extranjeros, los analistas de la talla de Winston Churchill llegaron a la conclusión de que en la primavera de 1936 se había dado inicio a una revolución que sobrepasaba la legalidad, que no se inhibía a la hora de utilizar la fuerza y que, más tarde o más temprano, acabaría causando una reacción procedente de una parte considerable de la población siquiera porque el gobierno no podía o no quería controlar los acontecimientos y porque, por añadidura, se sentía amenazada por una repetición de los sucesos de 1934.

Cuando en julio de 1936 se produjo el fallido golpe, esta vez procedente de las derechas, en la zona aún controlada por el Frente Popular se desató de manera abierta la revolución iniciada tiempo atrás. Mientras la legalidad republicana desaparecía en el espacio de horas, las fuerzas políticas y sindicales del Frente Popular se entregaron a la constitución de entidades cuya finalidad obvia era el saqueo y el asesinato de los considerados adversarios. En el curso de esas matanzas dirigidas contra el clero de manera preeminente pero también contra el que se considerara adversario político a pesar incluso de tener un pasado impolutamente republicano y democrático, quedó de manifiesto que las tareas de represión no procedieron de incontrolados ni fueron fruto de la improvisación. Por el contrario, la participación de los propios órganos del Estado en los asesinatos está fuera de duda y queda reflejada en abundante documentación. De hecho, las medidas tomadas para, supuestamente, controlar la represión —como fue la creación de la denominada checa de Bellas Artes— en realidad sólo aumentaron el alcance de la misma, no se tradujeron en la desaparición de las checas de partidos y sindicatos y, por añadidura, doraron a éstas de una supuesta legitimidad revolucionaria.

En paralelo al silencio —o incluso con el apoyo público y entusiasta— de los intelectuales del Frente Popular, se perpetraron millares de asesinatos generalmente precedidos por la práctica de torturas y, en algunos casos, de violaciones. En ese sentido, poco extraña que al cabo de unas semanas intelectuales y artistas —sometidos a una purga sin precedentes en la historia de España— se hubieran exiliado en número considerable, se hubieran convertido en sustentadores morales de la represión o fueran ya cadáveres. Al respecto, no deja de ser bien significativo que los intelectuales de mayor relieve que habían saludado con entusiasmo el advenimiento de la República en 1931 renegaran ahora del Frente Popular y buscaran la supervivencia en el exilio.

Frente a este exterminio sistemático del adversario, del considerado enemigo de clase, del simple disidente, de aquel con el que se tenían cuentas pendientes en el pasado, se alzó únicamente como valladar el cuerpo diplomático. Gracias a sus gestiones, salvaron la vida centenares de vecinos de Madrid pero el coste fue muy elevado. Las autoridades del Frente Popular quebrantaron repetidas veces la inmunidad diplomática mientras sus fuerzas represivas asesinaban a diplomáticos, violaban a mujeres de la familia de los miembros de las legaciones, asaltaban establecimientos pertenecientes a éstas, las bombardeaban para provocar incidentes que perjudicaran al bando contrario e intentaban en un momento concreto impedir que llegaran a la Cruz Roja informes sobre las matanzas en masa realizadas en las afueras de Madrid. Con este trasfondo puede entenderse que la no intervención preconizada por distintas potencias no era, en absoluto, el abandono de una supuesta democracia republicana sino el distanciamiento de una revolución que había aniquilado todas las garantías procesales, que estaba perpetrando millares de asesinatos y que tenía todos los visos de seguir el desarrollo de los acontecimientos vividos en Rusia desde 1917. No se trataba, por lo tanto, del abandono de una democracia frente a los fascismos sino de la negativa a apoyar un proceso revolucionario extraordinariamente cruento del que las matanzas formaban una parte esencial.

A finales de 1936, el proceso de exterminio experimentó un salto cualitativo y cuantitativo en Madrid al tener lugar los grandes fusilamientos masivos de Paracuellos y Torrejón. Nunca antes —ni nunca después— tendría lugar en la Historia de España un proceso de exterminio semejante, proceso iniciado e impulsado por las autoridades del Frente Popular, apoyado por agentes de la Komintern y jaleado por las más diversas instancias. Apenas medio año después —siguiendo el patrón ya visto en Rusia un par de décadas antes— el exterminio se amplió desde el centro, la derecha y la indiferencia hacia los opositores de izquierdas del Partido Comunista. Con el impulso y el respaldo del NKVD soviético a la par que con el silencio, aquiescencia o indiferencia de otras formaciones políticas frentepopulistas, el PCE desencadenó la represión sobre el POUM y, en menor medida, sobre los anarquistas.

La creación del SIM, la remodelación del ejército con mandos crecientemente comunistas y, sobre todo, la capacidad para derribar gobiernos y sustituir jefes de gabinete y ministros son tan sólo algunas de las muestras del peso de la URSS en la vida política del Frente Popular. Durante los años 1937 y 1938, el PCE logró imponer nuevas medidas represivas a la vez que se hacía con un control casi omnímodo de la zona controlada por el Frente Popular y, sobre todo, encaminaba la evolución política hacia una dictadura sustentada por un partido único. Al respecto, la documentación procedente de los archivos soviéticos no deja lugar a dudas. De la misma manera que las juventudes comunistas y socialistas —o el PSOE y el PCE en Cataluña— habían sido unificadas en un dócil instrumento de la política de Stalin, el PSOE y el PCE serían convertidos en un solo partido bajo la férula de la URSS. El mismo Negrín no ponía ninguna objeción de partido único frente a un proyecto sustancial —por el contrario, insistía en la imposibilidad de regresar a un sistema parlamentario— y ofrecía que la propaganda y la organización quedara totalmente en manos de comunistas.

De haberse producido una victoria del Frente Popular en la guerra civil, el resultado hubiera sido una dictadura sometida a Stalin en la que a las oleadas represivas de los años anteriores se hubieran sumado las de sacerdotes y religiosos, las derechistas y contrarios al comunismo, las de anarquistas y socialistas resistentes a Moscú, las de republicanos históricos y disidentes. A juzgar por lo acontecido en Madrid durante los tres años de guerra en que fueron asesinadas cuatro veces más personas que las ejecutadas por los vencedores en los años de posguerra, pocas dudas puede haber sobre el alcance terrible de la represión posterior al final de un conflicto en el que el Frente Popular hubiera emergido como vencedor. Tampoco cabe hacerse muchas ilusiones sobre el volumen del exilio que no sólo hubiera afectado a los vencidos sino también a muchos de los republicanos que ya en 1936 habían buscado refugio en el extranjero de las atrocidades cometidas por el Frente Popular. Ni Juan Ramón Jiménez, ni Claudio Sánchez Albornoz, por citar sólo algunos ejemplos, habrían regresado pero tampoco lo habrían hecho Ortega y Gasset o Marañón que sí volverían a España después de la contienda. Si a la revolución y a la guerra civil no le siguió un régimen como el que, casi una década después, implantaría Stalin en la Europa del Este fue, lisa y llanamente, porque el Frente Popular perdió la guerra.

El destino de los protagonistas —víctimas y verdugos— de las checas de Madrid fue variado. Las víctimas acogieron el triunfo de Franco como una manifestación de la Providencia divina y como una muestra de la superioridad moral de su causa. Habían conocido el terror en una zona y, en general, no dejaron de contemplar como justo castigo el que se encarcelara a los que habían formado parte de fuerzas que los habían torturado y violado amén de asesinado a amigos y familiares. En algunos casos, siguiendo un impulso cristiano, se negaron a denunciar a antiguos asesinos y torturadores pero ésa fue la excepción. En general, esperaban justicia y castigo y pudieron presenciarlo durante los primeros años de la posguerra. No recibieron, sin embargo, indemnización alguna por sus sufrimientos, por sus deudos perdidos, por su cautiverio y así, en una mueca irónica de la Historia, años después verían cómo los vencidos sí eran indemnizados por haber pasado por las cárceles de Franco mientras que a ellos no se les había entregado nada por padecer en las checas.

Ni siquiera el destino fue generoso con Melchor Rodríguez. Juzgado después de la guerra, fueron multitud los que testificaron en su favor e incluso la defensa argumentó que se había comportado dando muestras de unas cualidades genuinamente cristianas. Rodríguez insistió en que no era cristiano sino anarquista y que se había comportado como tal. Se le condenó a seis años y un día de reclusión pero no dejó de recibir la ayuda de aquellos a los que había salvado de la política represiva del Frente Popular. Puesto en libertad, comenzó a trabajar como empleado de seguros rodeado de un respeto general. Todavía a finales de 1956, el falangista José Antonio Girón de Velasco le dedicaría un libro denominándole «vanguardista infatigable en la batalla por la Justicia y por la Libertad del Hombre», previamente Rodríguez había hecho llegar al camisa vieja un escrito sobre la realidad española que Girón pasó a Franco. Dos años después fue don Juan de Borbón el que le envió una fotografía dedicada.

Un día, lo encontraron desmayado en casa y lo trasladaron al hospital Francisco Franco. Allí fue a verle su amigo Javier Martín Artajo con una corbata en la que lucían los colores anarquistas. Martín Artajo llevaba también un crucifijo y, tras un rato de charla y antes de despedirse, Melchor Rodríguez besó la imagen.

En el entierro se reunieron personas de distintas ideologías unidas no pocas veces por el hecho de haber pasado por una u otra cárcel. Martín Artajo rezó un padrenuestro en voz alta y luego los anarquistas entonaron un himno. Al final, el ataúd descendió a la fosa con el crucifijo y la bandera del anarquismo. Lo guardarían siempre en el recuerdo millares de víctimas de la represión del Frente Popular.

Por lo que se refiere a los verdugos, algunos fueron capturados durante los últimos días de la guerra y, posteriormente, enjuiciados y condenados. Sin embargo, no pocos lograron escapar. Ése fue el caso de todos los agentes soviéticos aunque no pocos —como Koltsov— fueron fusilados a su regreso a la URSS por haber perdido la guerra mientras que otros —como Orlov, como Krivitsky— optaban por pasarse a Occidente para garantizar su supervivencia. Más suerte tuvieron aquellos que, como Carrillo, Margarita Nelken, Alberti o Pasionaria, ejecutaron o incitaron a las matanzas. En general, salvaron su vida y se integraron en la Nomenclatura comunista. En algún caso, como Serrano Poncela, llegaron incluso a publicar sus libros durante el régimen de Franco[376]. En otras ocasiones, como sucedió con Carrillo, Alberti o Pasionaria, se olvidó voluntariamente su turbio pasado estalinista e incluso se les convirtió en iconos de una nueva democracia —restaurada por el centro y la derecha— donde llegaron a convertirse en diputados del parlamento y en referentes morales y culturales frente al horror de los descendientes de los fusilados en Paracuellos o Torrejón.

Pocos de ellos realizaron examen de conciencia —Carrillo repetiría en sus Memorias que no tenía nada de lo que arrepentirse— pero los que acometieron tan ingrata labor, como Prieto, como Castro Delgado, como Jesús Hernández…, tuvieron que reconocer hasta qué punto 1934 había sido el final de la República, hasta qué punto la URSS controló la Segunda República, hasta qué punto existió participación o silencio culpable en las autoridades del Frente Popular, hasta qué punto la victoria en la guerra civil hubiera significado el inicio de una dictadura sometida a Stalin. Su juicio se unía así a posteriori al del socialista Besteiro —y al de tantos otros— que había considerado preferible rendirse a Franco que seguir apoyando una república sometida a Moscú.

En la secuencia culminante de la película ¿Vencedores o vencidos? Burt Lancaster, que interpreta a un juez alemán condenado por su papel durante el nazismo, requiere la visita del magistrado norteamericano que ha dictado su sentencia. Éste, encarnado por Spencer Tracy, acude a visitar a la prisión a su colega y escucha sus palabras de gratitud por la manera en que se ha conducido durante el proceso. Entonces, el juez alemán le asegura que nunca pensó que todo acabaría llegando hasta el punto que había llegado el nazismo. Tracy, con una mezcla de pesar y cólera contenida, le responde entonces que todo comenzó el día que habían condenado al primer inocente. En buena medida, puede decirse lo mismo sobre las checas de Madrid y, en general, la política represiva del Frente Popular. El camino que conducía al exterminio de millares de inocentes comenzó a ser andado cuando determinadas fuerzas políticas consideraron legítimo hacer saltar el sistema parlamentario, eliminar físicamente al sector de la población que se oponía a sus planes futuros y deslegitimar a los que no compartían su ideología. Al fin y a la postre, sobre todo si se mira con perspectiva histórica, la historia concluyó felizmente en la medida en que España vive actualmente en libertad y progreso bajo una monarquía parlamentaria. Sin embargo, ese regreso al punto de partida ha sido precedido por décadas de desestabilización antisistema hasta acabar con el sistema parlamentario, una república estéril, el estallido de una revolución y de una guerra civil con todos sus horrores, una dictadura que se extendió durante más de tres décadas… No cabe duda de que determinadas utopías se han cobrado un terrible tributo sobre la vida y el destino de decenas de millones de españoles.