Los comunistas persiguen el monopolio del terror
Como tuvimos ocasión de ver en la primera parte de este trabajo, el exterminio de sectores enteros de la población formaba parte de la visión política que se había apoderado del poder en Rusia tras el golpe de Estado bolchevique de 1917 y la subsiguiente guerra civil. La dureza de la represión había sido extrema desde el principio y, ciertamente, no admitía comparación con la de ningún sistema conocido hasta entonces incluyendo el imperio zarista. A pesar de ello, la victoria bolchevique no se tradujo en el final de la represión sino incluso en su incremento. Entre 1930 y 1934, el poder soviético encabezado por Stalin descargó un golpe tras otro sobre el campesinado hasta el punto de alcanzar los límites trágicos del genocidio. Por si fuera poco, en 1935, el año anterior al estallido de la guerra civil española, el sistema soviético desató una nueva campaña represiva conocida convencionalmente como el Gran Terror. Esta vez, la represión no se circunscribiría a determinados segmentos sociales cuyo exterminio se buscaba sino que se extendió al conjunto de la sociedad y tocó de manera peculiar a las propias instancias del poder comunista[314]. De esa manera, aunque los arrestos y las ejecuciones fueron llevados a cabo por el NKVD, ni siquiera sus dirigentes y agentes se hallaban a salvo de la represión. Bastó, por ejemplo, un telegrama de Stalin, cursado el 25 de septiembre de 1936, para acabar con Yagoda que desde 1933 había controlado el NKVD y había sido un instrumento privilegiado de la represión stalinista[315]. Junto con él marcharon al exterminio sus agentes más fieles.
En agosto de 1936, a los pocos días de iniciada la guerra civil española, se celebró el proceso de Zinóviev, Kámeñev y otros catorce bolcheviques veteranos. Se trataba del primero de una serie de juicios-farsa en los que Stalin aniquilaría a cualquier posible rival. El primer juicio de Moscú tuvo un prolongado prólogo. Año y medio antes, los acusados habían sido declarados «moralmente responsables» del asesinato de Kírov, un cargo del que eran inocentes pero del que se confesaron culpables. Ahora se les juzgó por el asesinato mismo y por otros delitos como espionaje, conspiración para matar a Stalin y un largo etcétera. Se trataba solamente del comienzo.
En enero de 1937, fueron juzgados Pyátakov, Rádek y otros quince bolcheviques antiguos a los que se acusaba de haber cometido los mismos crímenes. El 13 de junio de 1937, Voroshílov, el comisario de Defensa, publicó un anuncio referido al arresto de un grupo de altos jefes militares que, supuestamente, habían cometido «traición, sabotaje y espionaje». Todos ellos fueron fusilados tras un juicio sumarísimo con lo que el Ejército Rojo quedó decapitado. Desde mayo de 1937 a septiembre de 1938, las purgas en el Ejército Rojo afectaron, entre otros, a la mitad de los mandos de los regimientos, a casi todos los mandos de brigada y a todos los jefes de cuerpos de ejército y distritos militares.
El papel de Stalin en esta nueva oleada de terror fue esencial. No sólo firmó las listas que se le entregaban con los nombres de los que debían ser detenidos o fusilados por decenas de miles sino que también supervisó personalmente algunos de los interrogatorios. De hecho, también insistió en la utilización de la tortura. Las víctimas se sumaron por millones. Según las estimaciones de Robert Conquest en una obra que consideró todos los datos accesibles para el investigador occidental hasta 1971, en enero de 1937, había unos cinco millones de personas en los campos de concentración soviéticos. Entre enero de 1937 y diciembre de 1938, fueron detenidos aproximadamente otros siete millones de personas, de entre ellos millares eran niños que, de acuerdo con la reforma legal de Stalin, podían ser condenados a muerte y ejecutados a partir de los doce años. Desde luego, las cifras de los muertos durante el Gran Terror resultan escalofriantes. Tan sólo bajo Yezhov, es decir, de enero de 1937 a diciembre de 1938, un millón de personas fue fusilado en la URSS y una cifra doble murió en reclusión. Como ejemplo del alcance de la represión puede indicarse que tan sólo en un campo de concentración del río Serpantika fueron fusilados en 1938 un número de personas mayor que el de todos los condenados en los últimos cien años del zarismo[316]. A la sazón, los reclusos de los campos de concentración de Stalin excedían de manera acentuadamente considerable a los recluidos en los de Hitler. Sobre ese contexto, iba a tener lugar una nueva etapa de la represión en la España del Frente Popular sustentada en el peso extraordinario que tenía en su seno la influencia soviética.
Por más que la propaganda, comenzando por la republicana en tiempo de guerra, insistiera en el carácter democrático de la España del Frente Popular, la realidad era que el Partido Comunista y los agentes soviéticos habían contado ya con un peso extraordinario a las pocas semanas del inicio del conflicto. En fecha tan temprana como el 15 de agosto, el embajador francés en España podía informar de los primeros envíos de combustible —unas 30 000 toneladas— realizados por la URSS a la España republicana. Después entre el 15 de septiembre y el 3 de octubre, llegaron otros ocho buques más —tres con bandera de la Segunda República— que descargaron 6000 toneladas de material de guerra, 44 000 de combustible, 8000 de trigo y 2475 de alimentos. A estos envíos se añadieron otros nuevos en octubre y en noviembre llegaron a Barcelona navíos soviéticos durante los días 7, 8, 11 y 12. En ellos habían llegado además cinco mil hombres[317].
Con esta ayuda, ciertamente importante y considerablemente superior a la que hasta entonces habían recibido los alzados, el ejército popular de la República pudo lanzar un ataque con blindados en Seseña en los últimos días de octubre de 1936[318] que causó una enorme desazón entre las fuerzas de Franco al temerse que la URSS había entrado en guerra al lado del Frente Popular. Sin embargo, se trataba tan sólo del inicio. Cuando comenzó la batalla de Madrid, en paralelo a las grandes matanzas en masa en la capital, los soviéticos habían reunido en un grupo de aviación denominado grupo 12 tres escuadrillas de aviones katiuskas, tres escuadrillas de rasantes y dos escuadrillas de chatos a los que muy pronto se unirían dos escuadrillas de moscas y alguna más de chatos. Previamente, la aviación soviética ya había realizado algunas acciones bélicas importantes como el bombardeo el 27 de octubre de 1936 del aeródromo de Tablada en Sevilla. Durante los días siguientes, realizarían nuevos bombardeos sobre Mérida, Cádiz, Salamanca y los aeródromos de Talavera, Torrijos y nuevamente Tablada. Se trataba en su conjunto de aeroplanos superiores a los italianos y alemanes con que contaban los rebeldes que prestarían muy buen servicio al Frente Popular[319]. Por lo que se refiere a los carros de combate, también los soviéticos mandados por Krivoshein eran abrumadoramente superiores a los italianos y alemanes. Si a esto añadimos el papel desempeñado por las Brigadas Internacionales, verdadero ejército de la Komintern, será fácil comprender hasta qué punto el gobierno republicano debía una parte nada desdeñable de su supervivencia a la URSS.
Al factor de la ayuda se sumaron otros de no menor importancia. El primero fue el de la propaganda. Gracias al empleo que los comunistas supieron hacer de la misma, a los ojos de buena parte de la opinión republicana española y de la internacional, las batallas de Madrid, del Jarama y de Guadalajara aparecieron como logros casi únicos de los comunistas[320] por más que esa visión no se correspondiera con la realidad y que el socialista Largo Caballero hubiera hecho todo lo posible para que en las operaciones estuvieran representadas todas las fuerzas del Frente Popular y para que los mandos no quedaran copados por el PCE. De hecho, por referirnos a los mandos comunistas, en la batalla de Madrid ni Líster ni Vega fueron los mejores; y además no intervinieron Modesto, el Campesino, Toral o Tagüeña. Sin embargo, el mito de las Brigadas Internacionales y de la amistad de Stalin servirían enormemente para alimentar esa visión entre millones de personas hasta el día de hoy.
Por otro lado, una unidad paradigmática como el famoso 5.° Regimiento, creado por Enrique Castro Delgado, miembro del Comité Central del PCE y mandado después por Enrique Líster y por Modesto, resultó un verdadero referente de la supuesta superioridad comunista en el campo de batalla[321]. En él destacó de manera especial, por ejemplo, el llamado comandante Carlos, en realidad, un agente de la Komintern cuyo nombre era Vitorio Vidali.
La acción de agentes soviéticos en España —anterior al estallido de la guerra pero muy incrementada después de éste— y, a finales de 1936, la entrada de ministros comunistas en el gobierno del Frente Popular fueron otros dos factores que otorgaron un enorme peso al PCE en la zona del país controlada por el Frente Popular. Todos estos pasos —mejor o peor enmascarados— confirmaron a las potencias occidentales en su necesidad de no intervenir en una guerra en la que el triunfo del gobierno republicano se traduciría en la sovietización del Mediterráneo occidental. No se trataba —como se ha repetido sin razón— de que, abandonada por las democracias, la Segunda República tuviera que echarse en brazos de la URSS sino de que las potencias occidentales, especialmente Gran Bretaña, habían visto el giro revolucionario del país en octubre de 1934 y, muy especialmente, desde febrero de 1936. Como ya vimos en un capítulo anterior, en una situación así, las potencias democráticas no estaban dispuestas a ayudar precisamente a un bando que había aniquilado cualquier vestigio de democracia y que estaba siguiendo —tácticas exterminadoras inclusive— el mismo camino de la Rusia posterior a 1917. La llegada de la importante ayuda soviética sólo sirvió para confirmar ese punto de vista que aún quedaría más asentado cuando la represión que hasta ahora había golpeado fuera del ámbito del Frente Popular se extendiera también a las izquierdas no comunistas.
El nombramiento de Melchor Rodríguez como delegado gubernamental de las prisiones en Madrid y la detención de las matanzas hubiera podido interpretarse como el final —siquiera una disminución— de la influencia del PCE en el bando frentepopulista y con ella la conclusión de una política represiva que, aunque había implicado la acción de todas las fuerzas del Frente Popular y de los organismos gubernamentales, sin embargo, había adquirido un carácter de matanzas masivas llevadas a cabo bajo la dirección comunista. La realidad iba a ser muy distinta y en apenas unos meses, el Lenin español, el veterano dirigente socialista Francisco Largo Caballero, iba a caer fruto de una coalición entre un sector del PSOE y el PCE. De esa manera, este último partido obtendría un peso aún mayor en el gobierno de la zona de España controlada por el Frente Popular y podría, como había hecho Lenin apenas dos décadas antes, desencadenar una represión que afectaría a las fuerzas izquierdistas no dispuestas a someterse a los dictados de Moscú. El desencadenante de ese proceso fueron unos incidentes que se produjeron no en Madrid sino en Barcelona del 3 al 8 de mayo de 1937 y su pretexto, el intento de la Generalidad catalana de ocupar el edificio de Telefónica controlado por los sindicatos para salvaguardar las comunicaciones.
Lo que se ocultaba tras una medida que, en realidad era lógica, fue una provocación comunista a la que los anarquistas de la CNT-FM y el POUM respondieron lanzándose con las armas a la calle. Como ya había sucedido en julio de 1936, las milicias pretendieron hacerse con el poder desde abajo. En medio de una situación punto menos que caótica (Azaña, el presidente de la República, estaba en Barcelona en esa fecha y permaneció aislado y, lo que es peor, olvidado y desatendido durante cuatro días), la Generalidad realizó un llamamiento al gobierno central para librarse de aquellos a los que había entregado el poder menos de un año antes. Al foral, el levantamiento anarquista-poumista fue abortado, en parte, por la llegada de tropas a la capital y, en parte, por el llamamiento de destacados dirigentes anarquistas para que sus bases apuntaran las armas sólo contra el enemigo común.
Los denominados «sucesos de mayo» estuvieron preñados de consecuencias para el bando frentepopulista. La erosión de la figura de Largo Caballero, provocada por el PCE y el sector moderado del PSOE encabezado por Indalecio Prieto, llegó a su punto máximo y el veterano dirigente socialista se vio obligado a abandonar la presidencia de gobierno. El 19 de mayo de 1937, el socialista moderado Negrín, que había tenido un papel esencial en el envío de las reservas de oro del Banco de España a la URSS, ocupó la presidencia del Gobierno con el respaldo más directo —y como veremos interesado— del PCE. El coronel Rojo pasó a la Jefatura del Estado Mayor Central e Indalecio Prieto fue nombrado ministro de Defensa Nacional. En este departamento quedaron englobados los ministerios de Guerra, Marina y Aire.
Si alguien pensaba que la toma del poder por Prieto iba a mitigar la política represiva no tardaría en darse cuenta de lo equivocado de su suposición. Durante 1937, la Escuadrilla del Amanecer, por ejemplo, continuó perpetrando asesinatos como el del industrial Antonio Amores Miguel, el 30 de mayo de ese año. Incluso se produjo el ascenso de personajes, como Ángel Pedrero, subjefe de la checa socialista de García Atadell, o el de Julio de Mora, jefe de la checa de la Agrupación Socialista Madrileña. En ambos casos se trataba de compañeros de partido de Prieto que habían dado muestra más que sobrada de su capacidad para la represión.
Sin embargo, el ascenso del PCE —y de no pocos miembros del PSOE— no iba a tener paralelos en otras fuerzas del Frente Popular. Así, en el verano de 1937, los anarquistas fueron apartados del mando de Servicios Especiales viéndose sustituidos por socialistas. Al mismo tiempo, el POUM[323] fue acusado por los comunistas, siguiendo dictados de Stalin, de ayudar a la reacción y se inició una represión directa del mencionado partido. De igual manera, el peso de los anarquistas declinó de manera definitiva (muchos de los protagonistas de los «sucesos de mayo» fueron enviados al frente) y se comenzó a adoptar una política bélica unificada en la que la victoria militar sería el primer objetivo del gobierno.
En paralelo, sin embargo, iba a producirse una clara sovietización de la política represiva del Frente Popular que recordaría los peores días de noviembre y diciembre de 1936. En su mayor parte, esa política iba a tener como escenario Cataluña donde tanto la CNT anarquista como el POUM eran considerablemente fuertes, así como Aragón donde los anarquistas habían constituido un consejo de gobierno para la región siguiendo principios revolucionarios que sería aniquilado. Hasta qué punto el enfrentamiento tuvo víctimas puede deducirse del hecho de que en Barcelona —donde, bajo asesoramiento soviético, en las checas se utilizó por primera vez la tortura con electricidad o se buscó la destrucción psicológica de los reclusos mediante celdas especialmente diseñadas con este fin— las cárceles también vieron reveladoramente alterada la proporción numérica de los reclusos. Así, tras los sucesos de mayo de 1937, en la Modelo de la Ciudad Condal, la galería primera estaba ocupada por presos anarquistas, la segunda, por reclusos del POUM; la tercera, por gente considerada de derechas; la cuarta, por presos comunes; la quinta, por sujetos ideológicamente sospechosos que lo mismo podían ser derechistas que emboscados y la sexta, por fascistas[324]. En otras palabras, casi la tercera parte de la prisión servía para recluir a supuestos compañeros en la lucha por el triunfo de la revolución. Se trataba de una circunstancia que recordaba extraordinariamente a la suerte que en la URSS habían sufrido los socialistas y los anarquistas. No deja de ser significativo que en todos los casos en que tuvo lugar la confrontación de las otras fuerzas del Frente Popular con los comunistas se saldó con la victoria de éstos. La cuestión reviste una enorme importancia pero en buena medida excede del objeto de nuestro estudio. Sin embargo, por una paradoja del destino, uno de los episodios más significativos de ese enfrentamiento tendría lugar en la provincia de Madrid. Sería el de la detención, tortura y asesinato de Andreu Nin.
El destino de Andreu Nin constituye uno de los hitos en el seno de la guerra civil española en la medida en que sirve para estudiar la evolución de la España controlada por el Frente Popular y hasta qué punto ésta acabó controlada por los intereses y los agentes de la URSS.
Andreu Nin era uno de los pocos españoles que había conocido de cerca la Revolución Rusa y que podía haberse formado una opinión de primera mano sobre la misma. En la Rusia revolucionaria había trabado amistad con Trotsky, del que adoptó algunas posiciones ideológicas como la de la revolución permanente y algunas de cuyas obras tradujo del ruso al español. De manera comprensible, Nin no había visto con agrado el triunfo de Stalin pero siguió fiel a una visión marxista de la política de tal manera que podría ser definido como un comunista independiente de Moscú. El 27 de septiembre de 1936, Nin ocupó la consejería de Justicia en el gobierno de la Generalidad catalana convencido de que se trataba de un paso de especial importancia para el triunfo de la revolución.
Durante los meses siguientes, a Nin no se le escapó el peso cada vez mayor que el PCE —y su sucursal catalana el PSUC— tenía en la vida de la España controlada por el Frente Popular. De hecho, el 15 de diciembre de 1936 fue cesado de su cargo de consejero por presiones del PSUC, una formación de factura reciente en la que el PCE había logrado absorber al PSOE en Cataluña. A pesar de todo, el dirigente poumista consideró, equivocadamente, que las fuerzas revolucionarias cercanas al POUM, especialmente la anarquista CNT, podrían neutralizar las maniobras de Stalin y sus agentes y seguidores en España. Esa convicción le llevó a desoír las advertencias de Oak a las que hicimos referencia en un capítulo anterior y a confiar en que podría llegar a un acuerdo con la CNT para detener el avance comunista y llevar la revolución hasta el final. Con esta última meta se reunió el 3 de mayo de 1937, en las mismas puertas de la tragedia, con Valerio Mas, secretario del comité regional de la CNT en compañía de los poumistas Julián Gorkin y Pedro Bonet[325]. No se llegó a un acuerdo porque mientras que el POUM aspiraba a consumar lo iniciado en julio de 1936, la CNT se conformaba con la destitución de las personas que consideraba responsables del inicio de los «sucesos de mayo». En un sentido similarmente conciliador se manifestaron los ministros anarquistas Peiró y García Oliver. Al final, como ya hemos señalado, el orden público en Cataluña pasó a ser controlado por el gobierno central formalmente y por los comunistas, en un sentido material. Como era lógico esperar, una de las primeras víctimas del triunfo comunista fue Andreu Nin.
La detención de Andreu Nin fue llevada a cabo a instancias de Aleksander Orlov, un agente soviético al servicio del NKVD que, en realidad, se llamaba Lev Lazarevich Feldbin y que había sido enviado a España por Stalin en julio de 1936[326]. Para realizarla, la colaboración de los servicios estatales de la República resultó esencial. Fue precisamente ante una reunión del Comité Central del PCE[327] en la que estaban presentes Pasionaria y Checa por parte española y Palmiro Togliatti y Codovila por parte de la Komintern donde Orlov expuso, siquiera en líneas sucintas, el plan de purga contra el POUM decretado por Stalin. A continuación, el Comité Central del PCE convocó al coronel Ortega al que habían conseguido colocar con anterioridad a la cabeza de la Dirección General de Seguridad. Las instrucciones que recibió Ortega fueron la de transmitir por teletipo al delegado de Orden Público en Barcelona, el comunista Burillo, la orden de arresto de Andreu Nin, Julián Gorkin, Andrade, Gironella, Arquer y «todos cuantos elementos del POUM fueran señalados» por los soviéticos Antonov Ovseyenko y Stashevsky. Aunque el primero de los personajes citados era el cónsul soviético en Cataluña y el segundo, encargado de negocios de la URSS sus funciones eran fundamentalmente de inteligencia.
Los hechos, no cabe duda de ello, difícilmente podían resultar más elocuentes. Los servicios secretos de la URSS operando en España podían imponer cualquier criterio de conducta en contra de la legalidad, e incluso contra personajes que ostentaban importantes puestos políticos y para ello se valían directamente del aparato del PCE que, a su vez, controlaba ya amplios sectores de la administración del Estado entre los que se encontraban la seguridad y las fuerzas armadas[328]. Frente a esa conjunción, el sistema republicano encaminado desde hacía meses a la consagración de una dictadura comunista bajo férula soviética, no tenía capacidad de imponerse a la voluntad de los agentes de Stalin. Así quedó de manifiesto cuando en una reunión del Consejo de Ministros se abordó el tema de Nin. Previamente, Togliatti, al servicio de la Komintern, informó a Jesús Hernández, uno de los ministros comunistas, de que debía eludir el debate sobre el tema en el curso de la reunión ministerial e insistir especialmente en el hecho de que el POUM estaba en contacto con el enemigo. De esa manera, cuando Nin, a buen recaudo desde el 16 de junio, volviera a aparecer nadie dudaría de su traición. Nin estaba ciertamente secuestrado, reconoció Togliatti, pero sería entregado una vez que las condiciones de su culpa tuvieran «estado oficial»[329].
La reunión del Consejo de Ministros donde surgió el tema de Nin resultó ciertamente tensa. Al declararse abierta, el socialista Julián Zugazagoitia, a la sazón ministro de la Gobernación, pidió la palabra para tratar una cuestión previa. Ésta no era otra que la desaparición de Nin de la que informó que había sido llevada a cabo «no por las autoridades de la República» sino por «un servicio extranjero que actuaba, a lo que se veía, omnímodamente en nuestro territorio, sin otra ley que su voluntad, ni más freno que el de su capricho»[330]. Zugazagoitia acertaba tan sólo a medias. Ciertamente, no había nada que objetar a su descripción del comportamiento soviético en la España controlada por el Frente Popular pero los agentes extranjeros de Stalin actuaban en clara colaboración con los españoles. De hecho, sin transmitir sus instrucciones a los miembros del Comité Central del PCE y sin que éstos a su vez utilizaran a sus hombres, ya incrustados en el aparato del Estado, difícilmente se hubiera podido llevar a cabo la gran purga contra el POUM.
El también socialista Prieto y el peneuvista Irujo se sumaron a las quejas de Zugazagoitia alegando que la ayuda militar soviética no podía traducirse en el sometimiento de la República a los deseos de Stalin. Los ministros que intervinieron a continuación siguieron la misma línea reclamando además la destitución del coronel Ortega, con la excepción de los comunistas que desempeñaron a la perfección su papel de correas de transmisión de la URSS. Tras afirmar que desconocían qué podía haber sucedido con Nin —lo que era una falsedad descarada— pasaron a defender el papel de la URSS en la contienda y la labor de los soviéticos. Finalmente, el comunista Jesús Hernández aceptó que se sacrificara a Ortega como verdadero chivo expiatorio no sin antes señalar que el PCE estaba dispuesto a publicar documentos supuestamente escandalosos en los que quedaba de manifiesto cómo algunos personajes «dentro y fuera del gobierno» amparaban a los «espías» del POUM. La amenaza, a tenor de lo sucedido no sólo con Nin sino con otros políticos de la izquierda, distaba mucho de ser baladí. El doctor Negrín —que había tenido un papel muy relevante en el envío a la URSS de las reservas de oro del Banco de España— intervino entonces para sugerir que la discusión se suspendiera hasta conocer los datos de que disponían los ministros comunistas y Zugazagoitia pudiera aportar nuevos datos.
La cuestión[331] quedó de momento aparcada porque, convencido de que la guerra no podía ser ganada militarmente, Indalecio Prieto había concebido la idea de atacar con la aviación a la flota alemana de tal manera que Hitler se viera obligado a declarar la guerra a la República y ésta recibiera así la ayuda de las potencias occidentales. La propuesta de Prieto de desencadenar una nueva guerra mundial —que tiempo después reconocería como una idea desesperada— fue totalmente bloqueada por decisión de Stalin que transmitió a los ministros comunistas a través de Palmiro Togliatti la orden de «impedir[la] a costa de lo que sea»[332]. En caso de que el socialista Prieto no se plegara a la orientación ordenada por Stalin, los ministros comunistas debían tomar «medidas para su eliminación del Ministerio de la Defensa»[333]. Su caída —a pesar de la colaboración que había prestado a los comunistas para desembarazarse del también socialista Largo Caballero— no iba a tardar en producirse y sería una nueva muestra de quien controlaba la mayoría de los resortes del poder en la España republicana[334].
Mientras tanto, los ministros comunistas fueron informados de donde se hallaba recluido Nin. Tras pasar por Valencia sin detenerse, había sido trasladado a una checa que Orlov utilizaba en Alcalá de Henares. Por supuesto, los ministros no comunicaron esta información a sus compañeros de gabinete sino que colaboraron encendidamente en la campaña propagandística e institucional que el PCE ya había desencadenado contra el POUM. Debajo de las pintadas en los muros que preguntaban «¿Dónde está Nin?», los servicios de propaganda comunista escribían «¡En Salamanca o en Berlín!» en una palpable campaña de cruento cinismo.
No puede extrañar por ello que las actuaciones realizadas al respecto tuvieron su efectividad en la España controlada por el Frente Popular, pero que no pudieran evitar que la opinión pública internacional, incluyendo de manera muy especial a las izquierdas, se sintiera escandalizada por lo que era una innegable repetición en España de las persecuciones a que los bolcheviques habían sometido a sus adversarios. Sin embargo, los agentes de Stalin en la España republicana eran inasequibles al desaliento. Cuando Negrín se entrevistó con Jesús Hernández y le enseñó los telegramas de protesta que cubrían su mesa, el ministro comunista le señaló que lo que debía hacer el gobierno era asumir como propia la batalla contra el POUM. En manos del socialista Negrín estuvo negarse pero lo que sucedió fue bien distinto. Se entrevistó con el peneuvista Irujo[335], ministro de Justicia a la sazón, y al día siguiente apareció en la prensa un comunicado oficial del Ministerio de Justicia en el que se anunciaba el procesamiento de algunos dirigentes del POUM. Para mayor escarnio, junto con su enjuiciamiento se mencionaba el de algunos miembros de Falange. La asociación propagandística entre los adversarios izquierdistas del PCE y el fascismo —un nuevo aporte de Olov— no podía servirse al público de manera más obvia. Por supuesto, ni el gobierno de la Generalidad catalana ni el del Frente Popular protestaron.
Seguramente nunca podrán saberse las razones que llevaron al PNV, un partido católico a fin de cuentas, a plegarse a los dictados de Moscú. De lo que no cabe duda es de que ni Irujo fue el único que se sometió en su partido ni estuvo solo en esa actitud. Julián Gorkin[336], importante miembro del POUM atrapado con ocasión de la gran redada catalana, tuvo ocasión de charlar durante su detención con Garmendia, inspector general de Prisiones de Madrid, miembro del PNV y amigo personal de Irujo. Garmendia confesaría a Gorkin que sabía perfectamente donde se hallaba detenido Nin pero que intentar proceder a su liberación se traduciría en un enfrentamiento armado, «una verdadera batalla con otras fuerzas militares». Finalmente, Garmendia le dijo a Gorkin «usted quizá no sospecha todo lo que hay detrás del asunto del POUM»[337]. Lo que había, sin embargo, era obvio. La España republicana estaba sometida totalmente a las directrices de Stalin y había entrado en la segunda fase bolchevique de exterminio del adversario previa a la consolidación de la dictadura comunista. Es muy posible que los protagonistas de la política del Frente Popular no alcanzaran a verlo o se resistieran a creerlo, especialmente cuando ellos mismos habían seguido una conducta similar de exterminio con aquellos que no habían militado en sus filas. Fuera como fuese, el resultado final era que pudiendo haber liberado a Nín se optó por un prudente abandonarlo a su suerte[338], suerte que, dicho sea de paso, no hubiera podido resultar más trágica. Una vez más la tortura y el asesinato encontraban el silencio cómplice de los prohombres de la Segunda República.
Mientras los ministros comunistas lograban que todo el gobierno republicano —y en especial el ministerio de Justicia— se sumara a la campaña contra el POUM y renunciara a liberar a Nin, éste se hallaba sometido a un confinamiento en un chalet que habitualmente utilizaban Ignacio Hidalgo de Cisneros y su esposa Constancia de la Mora Maura. En su interior, Orlov y sus agentes le sometieron a sesiones interminables de tortura. Conocemos de primera mano en qué consistieron éstas por los datos suministrados por el ministro comunista Jesús Hernández[339]. Orlov, cuya misión era arrancar a Nin una confesión de que era un espía de Franco para así poder celebrar un proceso similar a los que estaban ya celebrándose en Moscú contra los rivales de Stalin, inicialmente aplicó al poumista la forma de tortura conocida como «método seco». En jornadas de diez, veinte y cuarenta horas seguidas de interrogatorio ininterrumpido, Nin fue instado a confesar un delito que no había cometido. Privado de sueño durante días e impedido de tomar asiento, poco a poco, las cervicales se negaron a sostenerle la cabeza mientras se le hinchaban los pies y sufría enormes dolores en la columna vertebral. Cuando parecía que se iba a desplomar, se le conducía a la celda donde se le dejaba por espacio de veinte o treinta minutos, un plazo suficiente para permitirle reflexionar sobre la imposibilidad de resistir y a todas luces miserable para que lograra descansar un poco. Lo normal en esta forma de tortura es que el interrogado acabe desplomándose y ya sólo desee descansar e incluso morir, aunque para lograr el reposo eterno se vea obligado a reconocer que ha cometido los peores crímenes.
Sin embargo, para sorpresa —e irritación— de los torturadores comunistas, a diferencia de dirigentes soviéticos de la talla de Zinóviev o Kámeñev, Nin resistió. Para él, la victoria de Stalin sobre su voluntad no podía ser racionalizada, como en el caso de los comunistas rusos, como una victoria del partido y, por tanto, de la revolución proletaria por muchas víctimas que estuviera causando. Por el contrario, Nin tenía motivos más que sobrados para resistirse frente al dictador al que consideraba un traidor a la causa del proletariado. Orlov optó entonces por abandonar el denominado método seco y adentrarse por el camino de las torturas que destrozan directamente los miembros. Pudo haber recurrido, como se haría en las checas comunistas de Barcelona, a la silla o al collarín eléctrico que administraban descargas a los torturados hasta que se doblegaban. Optó, sin embargo, por el desollamiento. Al cabo de unos días, Nin, al que se había arrancado la piel y lacerado con mayor facilidad los miembros en carne viva, no era sino un amasijo de músculos deshechos pero, contra todo pronóstico, seguía sin quebrarse. La conclusión a la que llegaron muy a su pesar Orlov y sus agentes fue la de que Nin no firmaría ninguna confesión falsa.
Llegados a ese punto, la salida de aquel atolladero no resultaba del todo fácil para los comunistas. Dar el paseo a Nin no ofrecía todas las garantías en la medida en que ni siquiera las fosas habían podido tampoco ocultar los asesinatos cometidos en la zona controlada por el Frente Popular. Por otro lado, liberar a Nin resultaba impensable y más ahora que llevaba bien visibles en el cuerpo las pruebas irrefutables de la manera en que actuaban los agentes comunistas en España. Finalmente, la solución al embrollo la encontraría el famoso comandante Carlos del no menos famoso 5.° Regimiento. Se utilizaría a miembros alemanes de las Brigadas Internacionales para que fingieran la liberación de Nin por agentes de la Gestapo. De esa manera, se confirmarían las calumnias que sobre el poumista había difundido la propaganda del PCE con la innegable aquiescencia de buena parte de las fuerzas del Frente Popular incluyendo el Ministerio de Justicia presidido por un hombre del PNV. Por lo que se refería al cuerpo de Nin, ya se le encontraría algún lugar donde no pudiera ser hallado como, por ejemplo, el mar.
Así, siguiendo el plan forjado por el comandante Carlos, se dio la noticia de que los dos guardianes[340] que vigilaban la casa donde había estado recluido Nin habían aparecido amarrados. Según éstos, habían sido asaltados por una decena de agentes alemanes que, tras asaltarlos y atarlos, habían procedido a liberar a Nin llevándoselo en un automóvil. Para dar mayores visos de similitud a la farsa, en el suelo de la habitación de Nin apareció una cartera con documentos que, supuestamente, probaba sus relaciones con los servicios de inteligencia alemanes y con la quinta columna en Madrid[341] así como algunos marcos en papel moneda. En paralelo, se llevó a cabo el asesinato de Nin. Sobre el 23 de junio de 1937, se le sacó del chalet para darle muerte en un campo situado a un centenar de metros de la carretera de Alcalá de Henares a Perales de Tajuña, más o menos a mitad de trayecto entre ambas poblaciones. Presentes en el asesinato se hallaban Orlov, otro agente soviético conocido como Juzik y un par de españoles. Como si la victoria sobre Nin no fuera suficientemente completa, el puesto que había dejado vacante en el gobierno de la Generalidad catalana había pasado a ser ocupado por el comunista Rafael Vidiella.
La suerte de los restantes dirigentes del POUM excede el marco de estudio de la presente obra en la medida en que el proceso —siguiendo el patrón de los celebrados en Moscú— contra ellos se celebró en Barcelona. En la elaboración de las pruebas falsas intervino el comunista Wenceslao Roces y tampoco faltó un prólogo de José Bergamín para un libro donde se recogían. Paradójicamente, la libertad de los condenados —unos condenados que mostraron una entereza que hubieran envidiado las víctimas de los procesos de Moscú— iba a producirse no a consecuencia de alguna decisión de las autoridades republicanas sino cuando las tropas de Franco provocaron el desplome de la Cataluña controlada por el Frente Popular. La Historia tiene en ocasiones esas ironías.