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La connivencia de los intelectuales

Los intelectuales y la guerra civil española

Si, con todas las limitaciones que se puedan señalar, la labor de las legaciones diplomáticas se tradujo en la salvación de centenares de personas que habrían sido asesinadas y en la recogida de testimonios indispensables para conocer las tareas de represión del Frente Popular, no puede decirse lo mismo de la llevada a cabo por los intelectuales. El culto a los mismos como una especie de instancia especializada que pretende iluminar el camino de la especie humana hacia las metas más elevadas es ciertamente cercano en el tiempo, aunque puedan citarse algunos antecedentes, y podría situarse su origen en la época de la Ilustración. En un número considerable de casos, el denominado intelectual ha ambicionado no tanto el cultivo de una disciplina concreta como su conversión en un oráculo moral que desplazara de esa posición al clérigo o al profeta.

Ciertamente, la Ilustración implicó un impulso notable de esa visión aunque distó mucho de consagrarla, quizá porque las carencias humanas de los intelectuales eran demasiado escandalosas y porque las alternativas a su papel supuestamente rector eran considerablemente sólidas. En realidad, habría que esperar a la victoria del comunismo en la antigua Rusia y la creación de la Komintern para llegar al encumbramiento del intelectual en la sociedad contemporánea. Resulta indiscutible que aunque determinados intelectuales no eran sino correas de transmisión de la propaganda soviética[280] —a los opuestos a ella se les acosaba y vilipendiaba en el extranjero y se les exterminaba directamente en el interior de la URSS— sin embargo, se convirtieron en referencias supuestamente ineludibles de un progreso al que, también de manera supuesta, debía dirigirse todo el género humano. De esa forma, el intelectual dejó de ser un crítico del poder —a menos que éste se opusiera a los intereses de la URSS— para convertirse en uno de sus servidores propagandísticamente más eficaces al estar aureolado por una pátina de superioridad mental y moral. En una gigantesca y perversa paradoja, digna de una meticulosa monografía, el intelectual que clamaba contra la opresión, contra las tinieblas y contra la violencia iba a transformarse en defensor del poder que hasta la fecha había creado el sistema totalitario más tiránico de la Historia y que más dispuesto había estado a derramar la sangre de sectores enteros de la sociedad para mantenerse en el poder.

La propaganda de guerra —y de posguerra— insistiría en que los intelectuales, tanto en España como en el extranjero, estaban al lado del Frente Popular y ferozmente en contra de los alzados en julio de 1936. La realidad fue muy otra porque no faltaron en España los intelectuales que apoyaron a los alzados —curiosamente, entre ellos la aplastante mayoría de los que habían ayudado a implantar la República en 1931 como fue el caso de Pérez de Ayala, de Baroja, de Unamuno, de Ortega y Gasset, de Marañón…— y porque incluso en el extranjero los intelectuales conocidos que se alinearon con Franco y en contra del Frente Popular fueron con seguridad mayoría en países no sólo como Alemania e Italia sino también como Francia[281], Portugal, Polonia o Irlanda. Las razones desde el punto de vista de muchos sobraban si se tenía en cuenta que la Iglesia católica sufría una despiadada persecución que estaba costando la vida a millares de sacerdotes y religiosos, o que la España del Frente Popular, como había señalado Churchill, estaba repitiendo la evolución hacia una dictadura comunista que había sufrido Rusia desde octubre de 1917. Con todo, no es ése el tema que deseamos tocar en estas páginas sino el del papel desempeñado por los intelectuales a la hora de frenar el exterminio desencadenado por las fuerzas y autoridades del Frente Popular sobre aquellos a los que consideraban enemigos.

Los intelectuales y el apoyo a la represión

¿Cómo reaccionaron los intelectuales de la España frentepopulista de cara a una represión que estaba costando la vida a millares de seres humanos cuya única culpa era tener ideas religiosas, no defender los ideales del Frente Popular o, simplemente, estar en el punto de mira de venganzas personales, de ajustes de cuentas o de envidias vecinales? De creer en la imagen arquetípica que del intelectual ha existido desde el siglo XVIII, se habría esperado que alzaran su voz a favor de aquellos que eran detenidos, torturados y asesinados en medio de una oleada de matanzas como no habían sido conocidas con anterioridad en ningún período de la Historia de España. Sin embargo, la realidad fue muy distinta. Lejos de denunciar lo que estaba sucediendo, no fueron pocos los intelectuales que legitimaron las muertes e incluso unieron sus voces a los de aquellos que indicaban a nuevas víctimas a la vez que exigían su eliminación. Conocido de sobra es el papel de la socialista Margarita Nelken que afirmaba a unos días del estallido de la guerra:

«No basta para darnos garantías con «liquidar a los enemigos que ocupan cargos en los ministerios». Para tener esas garantías indispensables, para que nuestros combatientes del frente se sientan las espaldas protegidas a retaguardia, para que no tengan que temer que se les apuñala por detrás, es preciso ir al fondo del asunto y encararse con la verdad; esto es, saber y decir quiénes tuvieron la responsabilidad de que los traidores pudieran traicionar; quiénes por su incapacidad para obrar como verdaderos republicanos —por muy republicanos que fuesen— demostraron no tener capacidad para defender hoy a la República»[282].

La visión de la República que tenía la Nelken era puramente bolchevique y no puede por ello extrañar que acabara militando en el PCE. Sin embargo, en teoría hubiera sido de esperar otra postura en gente dedicada al mundo de la creación intelectual. La realidad fue muy diferente. Una semana antes de que la diputada del PSOE escribiera las frases reproducidas arriba se había iniciado en la administración una verdadera oleada de purgas que afectó a todos los ramos de la vida nacional[283]. El 25, Miguel de Unamuno[284], que se había manifestado repetidamente contra el Frente Popular y ahora apoyaba a los alzados, fue cesado de su cargo de rector vitalicio de la Universidad de Salamanca y tres días después la Universidad de Madrid era objeto de un cambio extraordinario de cargos y nombramientos que llevarían, por ejemplo, a Julián Besteiro a convertirse en decano de la Facultad de Filosofía y Letras y a Juan Negrín a ocupar la secretaría de la Facultad de Medicina. No eran los únicos hombres del PSOE beneficiados por la purga.

Al igual que había sucedido en Rusia durante la revolución, los intelectuales partidarios del Frente Popular se habían arrogado el derecho de expulsar de la vida pública —e incluso, como veremos, de la física— a aquellos que no comulgaran con su especial cosmovisión. Así, el 23 de agosto, la Alianza de Intelectuales Antifascistas celebró una asamblea cuya finalidad era depurar la Academia Española de la Lengua cuyos miembros eran mayoritariamente de derechas. El comité de depuración, auténtica checa de la cultura, estuvo formado por Maroto, Luengo, Abril y, por supuesto, el poeta Rafael Alberti. La depuración fue durísima —de nuevo, sin comparaciones con ninguna otra sufrida en España en ninguno de los siglos precedentes— pero, con todo, pareció escasa a las organizaciones del Frente Popular que la consideraron un tanto tibia. Nuevamente, los intelectuales decidieron plegarse a los intereses partidistas, unos intereses que desde hacía semanas se escribían en sangre, y el 30 de julio publicaron un manifiesto de adhesión a la República. El texto sería utilizado por la propaganda republicana tanto durante la guerra como después del conflicto para dejar de manifiesto hasta qué punto la intelectualidad se hallaba identificada con el gobierno del Frente Popular. La realidad, siniestra y cruenta como entonces la vivía Madrid, fue bien diferente.

La declaración, ciertamente escueta, estaba suscrita por una docena de intelectuales de primera fila y decía así:

«Los firmantes declaramos que, ante la contienda que se está ventilando en España, estamos al lado del gobierno de la República y del pueblo, que con heroísmo ejemplar lucha por sus libertades.

»Ramón Menéndez Pidal, Antonio Machado, Gregorio Marañón, Teófilo Hernando, Ramón Pérez de Ayala, Juan Ramón Jiménez, Gustavo Pittaluga, Juan de la Encina, Gonzalo Lafora, Pío del Río Ortega, Antonio Marichalar y José Ortega y Gasset».

No deja de ser todo un símbolo que ese mismo día fuera detenido Ramiro de Maeztu, otro de los grandes intelectuales de la época, en un piso de la calle de Velázquez número 9. Se trataba del domicilio de su amigo José Luis Vázquez Dodero, que había aceptado esconderlo desde la noche del 17 de julio. Fue trasladado inmediatamente a la comisaría de Buenavista donde un inspector lo puso en libertad al no encontrar ninguna causa legal que motivara su detención. Sin embargo, Ramiro de Maeztu, dado que ya eran las once de la noche y que lo esperaba un coche de milicianos a la puerta, solicitó que lo detuvieran. Como ya tuvimos ocasión de relatarlo, finalmente sería asesinado en una de las matanzas masivas realizadas en la época en que Santiago Carrillo era consejero de Orden Público.

La firma del manifiesto de adhesión a la República fue obtenida en la mayoría de los casos recurriendo a la coacción y no debe extrañar por lo tanto que fuera repudiado por los intelectuales una vez que se vieron a salvo fuera de la España controlada por el Frente Popular. Desde luego, resulta especialmente revelador que los tres escritores que en 1931 habían fundado la Asociación al Servicio de la República —Ortega y Gasset, Marañón y Pérez de Ayala— se desvincularan de manera repetida y expresa de la España republicana. La revolución no se correspondía a su juicio con los valores democráticos que ellos habían propugnado.

Sin embargo, la firma de manifiestos —un instrumento propagandístico inventado por la Komintern y que ha tenido múltiples seguidores desde entonces— no fue ciertamente suficiente para garantizar la seguridad de nadie. Había además que dar muestras de plegarse a las directrices del Frente Popular, incluidas sus continuas peticiones de sangre. Medios para hacerlo no escasearon. El 1 de septiembre de 1936, por ejemplo, apareció un nuevo periódico de carácter semanal cuya cabecera ostentaba el título de El Mono Azul. Dirigido por Rafael Alberti y María Teresa León, en la cabecera figuraban además como responsables José Bergamín, un católico que había decidido arrojar su suerte con la revolución, Rafael Dieste, Lorenzo Varela, Antonio R. Luna, Arturo Souto y Vicente Salas Vin. Se trataba, sin ningún género de dudas, de una suma perfecta de comunistas y compañeros de viaje. Sin embargo, a pesar de tratarse de un equipo más que adicto al Frente Popular, para evitar deslizamientos, el PCE estableció un control sobre el periódico en el seno del 5.° Regimiento a cuya cabeza se hallaba Manuel Sánchez Arcas.

El propio nacimiento de El Mono Azul era una demostración palpable de cómo la revolución se había superpuesto sobre la legalidad. Así, su redacción se encontraba en un palacio incautado al marqués de Duero mientras que la edición se llevaba a cabo, igual que sucedía con Mundo Obrero, en los talleres de la Editorial Católica. Su primer número dejaba de manifiesto lo que podía esperarse de aquella alianza —que nunca fue critica— entre los intelectuales de izquierdas y el Frente Popular. Rafael Alberti lo iniciaba con los siguientes versos:

El Mono Azul sale ahora

de papel, pues sus papeles

son provocarles las hieles

a Dios Padre y su señora.

A continuación Felipe C. Ruanova se mofaba en un poema del fusilamiento de un sacerdote que en sus últimos momentos había suplicado a sus asesinos que le perdonaran la vida. No se trataba, desde luego, de un tema baladí porque aquel mismo 1 de septiembre de 1936 tres hijas de la Caridad de la Casa de Misericordia fueron fusiladas a la vista de niños y adultos por agentes del Ateneo Libertario de Vallecas[285]. También ese día, con un volante de la Jefatura de Policía se personó un destacamento de los guardias de asalto mandado por un teniente en el asilo de epilépticos de San José en Carabanchel Alto y se llevó detenidos a los religiosos que lo atendían. Todos fueron fusilados junto al Charco Cabrera[286].

Quizá ese panorama de verdadera persecución religiosa explica que el católico José Bergamín, por su parte, señalara en El Mono Azul que «Nuestra España está ahora escribiendo con sangre como quisieron siempre sus poetas, su verdadera vida» y a continuación indicara en un poema cómo el general Mola, falto de soldados, había recurrido a las «sotanas» para suplir la carencia. Es sabido por el testimonio de Ramón J. Sender que no eran pocos los que deseaban asesinar a Bergamín por su condición de católico[287] y cabe la posibilidad de que el miedo impulsara al escritor a alinearse con los verdugos en lugar de con las víctimas.

El resto de El Mono Azul eran insultos a Unamuno —al que la propaganda prorrepublicana de la posguerra reivindicaría como propio— redactados por Armando Bazán; y noticias de que Ramón J. Sender actuaba con la checa conocida como la Escuadrilla del Amanecer en el sector de Guadarrama.

Las motivaciones para aquella conducta de apoyo a una revolución extraordinariamente cruenta se hallaron en ocasiones en la convicción ideológica y otras, como el caso de Bergamín, en el miedo. Un caso similar fue el del poeta Juan Ramón Jiménez. También él escribió, a petición de Alberti, unas líneas en El Mono Azul donde afirmaba:

«Bien sé que es imposible alumbrar del todo la sombra, que nada enorme es perfecto. Pero que la destrucción y la muerte no pasen más de lo inevitable o merecido. ¡No matar nunca, no destruir nunca a ciegas! No debe ser ciega la fe del noble pueblo español».

Sabía Juan Ramón Jiménez de lo que hablaba porque una patrulla de milicianos en busca de un tal Ramón Jiménez estuvo a punto de darle el paseo. Se salvó simplemente porque uno de ellos le introdujo un dedo en la boca y, al percatarse de que no llevaba dentadura postiza, descubrió el error[288]. Sabía de lo que hablaba, sin duda, pero en sus líneas de El Mono Azul tan sólo pedía que no se matara a ciegas —como hubiera sido su caso— pero en modo alguno que se detuvieran las matanzas. Al fin y a la postre, valiéndose de influencias que no estaban al alcance de la mayoría de los españoles, el creador de Platero y yo decidió abandonar la España del Frente Popular para no regresar nunca.

Claro que no estaba sólo el miedo. Además estaba la defensa de los asesinatos por parte de aquellos que, sinceramente, estaban convencidos de que era lo mejor que podía hacerse en aquellos momentos. En honor a la verdad, hay que decir que no fueron muchos aparte de Rafael Alberti y de su mujer. Entre los pocos entusiastas ocupó un lugar de honor en el Madrid de la revolución frentepopulista Eduardo Zamacois, un escritor de dudosa calidad prácticamente olvidado. En El asedio de Madrid, Zamacois describiría de manera siniestramente poética unos asesinatos que aprobaba impregnándolos de tintes épicos:

«Madrid necesitaba purificarse y para los “emboscados” no había indulto. Pero estas podaciones no bastaban; el cáncer que roía la vida nacional empeoraba y el daño se aliviaría únicamente cuando el bisturí justiciero penetrase muy hondo. La cura por lo mismo revistió caracteres dramáticos. Llegada la noche la vigilancia se recrudecía y cualquier sombra, cualquier gesto, cobraban visos alarmadores. Tan pronto el alumbrado público extinguía sus luces, los milicianos que guardaban las esquinas no dejaban a nadie sin dar el ¡Alto! y ese grito y el relucir de los fusiles bajo el lívido claror estelar, expandían una emoción pavorosa en el absoluto silencio de la ciudad a obscuras»[289].

La descripción era cierta —si acaso moderada— y su conocimiento debió de amargar las noches, y los días, de docenas de periodistas, escritores e intelectuales a los que no se consideraba afectos y, precisamente por ello, estaban colocados en la diana. El periódico socialista Claridad no dejaba lugar a demasiadas esperanzas al señalar:

«Todos los humoristas acaban al servicio de la barbarie, Camba, Fernández Flórez, Muñoz Seca y tantos otros. Hay que desconfiar de los humoristas profesionales. Siempre llevan dentro un contrarrevolucionario»[290].

Más bien debían de ser los humoristas los que desconfiaran del Frente Popular. De los citados en el medio del PSOE, todos acabaron ante un pelotón de fusilamiento o, con suerte, en el exilio. Por otro lado, tampoco se lo ponían fácil a los que buscaban salvarse mediante la entrada en la Asociación de Escritores Antifascistas. Claridad no dejaría de fustigar a todos aquellos que ya en 1934 no se habían sumado a la revolución o que habían cometido el imperdonable pecado de escribir para el Diario de Madrid, El Sol, La Voz, Ahora o la Revista de Occidente. En la única esquela con una cruz que llegaría a publicar, el medio socialista afirmaría: «Descanse en paz, Doña Literatura Pura».

«Entendieron la literatura como un ejercicio de tipo personal, del que sólo ellos y la gramática eran responsables. Arte concebido como narcisismo o vicio solitario. El arte habrá que aceptarlo como una dimensión del trabajo. Todo lo demás es fascismo».

No se trataba, sin duda, de una acusación de escasa importancia en aquella época. Tampoco lo fue que se enviaran desde Madrid a provincias listados de obras y autores a cuya destrucción había que proceder tanto en bibliotecas como en librerías. La poda que pretendían los partidarios del Frente Popular era de tal magnitud que, de haberse podido llevar a cabo, hubiera significado la creación de un páramo cultural sin precedentes en la Historia de España. No en vano entre los condenados por la inquisición frentepopulista se hallaban los escritores Enrique Jardiel Poncela, Carlos Arniches, Ramón Gómez de la Serna, Eduardo Marquina, Tomás Borrás, José Juan Cadenas, A. Fernández Arias, Joaquín Calvo Sotelo, Ignacio Luca de Tena, M. Morcillo, Pilar Millán Astray, José María Pemán, Jacinto Miquelarena, Adolfo Torrado, Ramón López Montenegro, Jesús J. Gabaldón, Pedro Mata, Alejandro McKimlay, Antonio Quintero y Felipe Sassone, junto con compositores como Moreno Torroba, Jacinto Guerrero o Rosillo cuya música debía de contener, presuntamente, corcheas antirrevolucionarias. No fueron, desde luego, los únicos músicos que tenían que temer. El 1 de septiembre de 1936, Rafael Alberti, convertido, gracias a su condición de militante comunista, en dispensador de patentes de limpieza de sangre política, anunció que se negaba a participar como recitador en un acto organizado por la Asociación Profesional de Periodistas dado que en él iba a intervenir también el músico Joaquín Turina, catedrático a la sazón del Conservatorio, porque no lo consideraba afecto al régimen.

No puede extrañar —y menos censurarse— que los intelectuales que pudieron hacerlo salieran del territorio controlado por el Frente Popular, un territorio donde se indicaban las obras de arte que debían ser destruidas, donde se apuntaba a grupos enteros de creadores y artistas como contrarrevolucionarios o incursos en el pecado de fascismo por creer en la difunta literatura pura, donde sólo había la posibilidad de pedir sangre sumándose a la represión o de asentir a las matanzas porque ni siquiera el hecho de mantener silencio resultaba garantía segura.

Los casos de intelectuales que optaron por el exilio, a ser posible con nombramiento oficial, no fueron, desde luego, escasos. El 1 de septiembre de 1936 se había nombrado a Fernando de los Ríos rector de la Universidad de Madrid. Ni siquiera apareció a tomar posesión de su cargo y poco después marchó a ocupar la embajada de la España republicana en Estados Unidos. Jiménez Asúa, decano de la Facultad de Derecho, logró igualmente que se le nombrara encargado de negocios en Praga lo que le evitó permanecer en la capital durante la guerra y la revolución. Por lo que se refiere a José Ortega y Gasset salió con su familia hacia Alicante el 2 de septiembre de 1936. En el tren iba a coincidir con Cipriano Rivas-Xerif que partía a Ginebra para hacerse cargo del consulado llevando consigo las memorias del presidente Azaña.

Ortega y Gasset estaba asqueado de la revolución frentepopulista y le faltó tiempo al llegar al exilio para manifestar que si había firmado el Manifiesto de Intelectuales había sido coaccionado y en medio de un clima de terror donde los asesinatos estaban a la orden del día. Sin embargo, antes de que llevara a cabo la menor declaración en ese sentido, la diputada socialista Margarita Nelken lo fustigaría en la prensa por una falta al parecer tan horrenda como la de ser el artífice de la Revista de Occidente:

«Hay muchas maneras de ayudar al fascismo y a su advenimiento; no es la menos eficaz la incubación, en torno a una revista “selecta”, de delicuescencias cultivadoras de la deshumanización del arte… ¡Descanse con toda paz don José Ortega y Gasset, en el extranjero y en compañía de su familia! De los que hoy puede prescindir España; el mundo nuevo que España está forjando ya no los necesita».

Margarita Nelken, desde luego, no mentía. La España que estaba creando el Frente Popular, una España que motejaba de fascista a todo el que no voceara sus consignas y alabara sus atrocidades, que censuraba la música, el teatro y la poesía de los considerados fascistas, que había adoptado con entusiasmo el principio bolchevique del exterminio de sectores enteros de la población, no podía ver con agrado el enorme esfuerzo intelectual que había girado en torno a la Revista de Occidente ni tampoco la obra del primer filósofo español de aquella época. Como había señalado tan sólo unos meses atrás un dirigente socialista, no había que fiarse de nadie que supiera más allá de la regla de tres simple[291].

No se trataba de un episodio aislado. En realidad, era una manifestación más de toda una mentalidad, la misma mentalidad que llevaba a Wenceslao Roces, subsecretario de Instrucción Pública, a señalar que «los actuales institutos tienen que desaparecer para dar la cultura que el pueblo necesita. Vamos a acabar con la casta de bachilleres que lleva en sus entrañas una dosis de feudalismo […] No son títulos académicos los que precisa España»[292] o que emergía continuamente en los periódicos del Frente Popular señalando que había que cambiar la población universitaria ya que la actual en su mayoría creía en la religión y no era adicta[293]. Era también la mentalidad que Jesús Hernández, el comunista que sin tener siquiera un título de bachillerato elemental se había convertido en ministro de Instrucción Pública, ponía de manifiesto al señalar:

«Es preciso depurar el personal docente, desde los organismos superiores de cultura hasta la escuela primaria […] Es necesaria, irremediable, la eliminación de todos los profesores y maestros no afectos y muy atentamente, al señorito fascista, al parásito amparado en títulos académicos, he de depurar el cuerpo estudiantil en las universidades e institutos»[294].

La depuración se estaba llevando a cabo con sangre, una sangre que impulsó a muchos intelectuales a exiliarse, a buscar un acomodo en el extranjero, a colaborar con la represión o, simplemente, a callar.

Los intelectuales y el silencio frente a la represión

Desde luego, poco puede cuestionarse que el silencio de los intelectuales ante las atrocidades que sucedían en Madrid constituye uno de los episodios moralmente más terribles del conflicto. Por aquiescencia, por interés o por cobardía, casi nadie protestó contra las detenciones, las torturas o los fusilamientos. Hasta tal punto llegó este comportamiento que incluso durante algún tiempo se pasó sospechosamente por alto en la prensa de Madrid la muerte de Federico García Lorca. El episodio —sobre todo si se tiene en cuenta la manera en que la propaganda de posguerra explotaría tan lamentable fusilamiento— pone de manifiesto hasta qué punto el miedo o el compromiso ideológico con el Frente Popular tenía atenazadas a la sazón la conciencia de los intelectuales.

El 31 de agosto apareció la noticia de la muerte de García Lorca en la prensa madrileña tomando como base una información publicada en el Diario de Albacete. Una semana después El Liberal informaría escuetamente: «Se dice que en Granada ha sido asesinado García Lorca». El 9 de septiembre, el ABC, indicaba: «Se confirma el asesinato de Federico García Lorca». En un gesto de cierta valentía —a fin de cuentas nadie sabía en el fondo por qué habían matado al poeta— la Sociedad de Autores publicó una nota de protesta en la que no aparecían nombres. Era lógico porque no pocos de sus miembros estaban ocultos a la sazón y no era cuestión de dar señales de vida en unos momentos en que semejante actitud podía significar el primer paso hacia la muerte. Con todo, algunos —que estaban en entredicho— pensaron que quizá era aquél el momento para buscarse un escudo frente a los paseos. Fue el caso de Jacinto Benavente que aprovechó para escribir a El Sindicalista la siguiente carta:

Sr. D. Ceferino R. Avecilla. Madrid.

Mi querido amigo: Ruego a usted haga constar mi adhesión a la protesta de la Sociedad de Autores, contra la muerte de García Lorca. Aunque la protesta sea corporativa, como, por hallarme ausente, pudiera pensarse que yo no figuraba en ella, quiero hacerlo constar. Gracias anticipadas de su afectísimo y antiguo amigo.

El 18 de octubre, Benavente incluso entregaría al diario Las Noticias un autógrafo, reproducido por ABC el día 20, en el que el dramaturgo aseguraba que se hallaba «en perfecto estado de salud» y que «por nadie he sido molestado». «Excusatio non paetita…».

Benavente, conocido por su deseo inquebrantable de sobrevivir a cualquier precio, mostró, desde luego, más preocupación por el poeta granadino que Rafael Alberti. Su revista no le dedicó un número de homenaje, ni reprodujo ninguna de sus obras ni siquiera mencionó su existencia. Actuaba así como César Falcón que no lo mencionaría en su relato sobre el primer año de guerra[295].

Ramón Pérez de Ayala, uno de los republicanos desengañados con el Frente Popular, llegaría hasta el punto de acusar de la muerte de Federico García Lorca a Alberti ya que éste había leído por radio unos versos injuriosos contra los alzados atribuyéndolos falsamente al poeta granadino y provocando así su detención. Se trata de una tesis que podría encontrar respaldo en el mismo testimonio de la mujer de Alberti, María Teresa León[296], que ha relatado como la hermana de Federico llamó por teléfono a Alberti para pedirle que los medios no se refirieran al poeta granadino ya que estaba escondido y podía peligrar su vida. Lo que María Teresa León omite es que la prensa republicana no se había manifestado a la sazón sobre Lorca a excepción de las poesías apócrifas leídas por su marido.

Fuera como fuese, lo cierto es que el Madrid del Frente Popular al que Federico había apoyado repetidamente a inicios de 1936, no pareció verse muy afectado por el fusilamiento de García Lorca[297]. En el período que quedaba de guerra ni reestrenó sus obras teatrales, ni reeditó su poesía, ni le dedicó una calle. De hecho, para la recuperación de la obra dramática del malogrado autor habría que esperar al franquismo. Todos estos hechos que pueden resultar enormemente chocantes a aquellos que han vivido la utilización propagandística de la muerte de Lorca durante la posguerra no carecían, sin embargo, de cierta coherencia en aquella época. El poeta por regla general rehuía tomar parte en actos de carácter politico aunque estuvieran teñidos por referencias al arte e incluso había tenido la osadía de negarse a hablar o recitar en un banquete que se había dado a varios escritores franceses afines al Frente Popular del país vecino[298]. No resulta extraño que ya el mismo 18 de julio la prensa lo definiera como «Niño mono, orgullo de mamá»[299], es decir, como uno de esos personajes que carecía de lugar en la Nueva España que tanto propugnaba Margarita Nelken.

Sin embargo, resultaría injusto señalar que sólo los intelectuales españoles callaron frente al horror. También lo conocieron los de origen extranjero que apoyaban al Frente Popular y prefirieron optar por un silencio cómplice. Posiblemente, el caso más obvio al respecto fue el de Hemingway y la prueba más palpable de ello un episodio que protagonizó en compañía del también escritor norteamericano John Dos Passos. A diferencia de Ilya Ehrenburg, Mijaíl Koltsov y del mismo Rafael Alberti, Hemingway no pertenecía al grupo de comunistas que entonaban loas a Stalin. Sí correspondía plenamente al tipo de «compañero de viaje» tan apreciado por la Komintern para su política propagandística. Cuando a finales de 1936 el hasta entonces diminuto PCE comenzó a adquirir un peso extraordinario en el gobierno del Frente Popular, la Komintem decidió patrocinar una película de propaganda que pudiera servir para captar las simpatías de Hollywood y otros estamentos intelectuales en Estados Unidos y el resto de Occidente. En favor de la vinculación de Hemingway con el proyecto se hallaba no sólo su creciente popularidad sino también el hecho de que estaba relacionado sentimentalmente con Martha Gelihorn, a la sazón otra compañera de viaje que disfrutaba de la amistad de la misma Eleanor Roosevelt, la esposa del presidente de Estados Unidos[300]. El director de la película[301] sería el comunista holandés Joris Ivens secundado por otros comunistas y compañeros de viaje como Hellman, Parker y Archibald Macleish amén de Hemingway y Dos Passos.

Por esa época, Dos Passos comenzaba a tener las primeras dudas sobre el verdadero carácter del comunismo[302] pero aceptó colaborar en la película. El 3 de marzo de 1937, el escritor zarpó de Nueva York con destino al viejo continente. Tras una breve estancia en Francia, Dos Passos se dirigió a España y el 17 de abril se encontraba en Valencia, en aquel entonces capital de la España republicana. Lo que el escritor ignoraba era que recientemente había sido asesinado por el NKVD un español amigo suyo llamado José Robles Villa que hasta entonces había ejercido la función de traductor de los generales soviéticos que operaban en la España del Frente Popular[303]. Nada más llegar a la ciudad, Margaret, la esposa de Robles, se puso en contacto con Dos Passos para referirle la desaparición de su marido. Sumida en la mayor desesperación, Margaret informó al escritor de que nadie parecía poder darle cuenta del paradero de su marido que, dicho sea de paso, había sido siempre un republicano totalmente adicto a la causa del Frente Popular.

Preocupado por aquella situación en apariencia inexplicable, Dos Passos comenzó a realizar indagaciones y, precisamente porque no estaba al corriente de las purgas que ya estaban realizando los comunistas con el apoyo imprescindible de los agentes soviéticos, se dirigió a ver al socialista Julio Álvarez del Vayo para interesarse por su amigo.

Álvarez del Vayo era un agente al servicio de la URSS que, como en el caso de Carrillo con las Juventudes Socialistas, estaba realizando una utilísima labor de submarinismo político en favor de Stalin[304]. Por añadidura, dirigía una oficina que, en teoría, realizaba funciones de propaganda pero donde más bien se elaboraban informes destinados a confeccionar listas de personajes que debían ser eliminados por su posible reticencia a la implantación de una dictadura comunista en España. Como es fácil comprender, el socialista dijo a Dos Passos que ignoraba donde podía encontrarse Robles.

En la oficina de Álvarez del Vayo trabajaban dos jóvenes que tendrían un papel especial en la historia que había comenzado a protagonizar Dos Passos. Uno era Francisco Coco, el hijo del asesinado Robles, y el otro un joven comunista norteamericano llamado Liston Oak. Aunque, en teoría, Oak era un guía de personajes célebres que visitaban la España del Frente Popular, en realidad había sido reclutado tiempo atrás como agente soviético. Oak no tardó en percatarse de que sus informes eran utilizados para redactar listas de personas que eran asesinadas luego por los agentes soviéticos y en mayo de 1937 supo que entre los eliminados se encontraba el desaparecido José Robles Villa. Si hasta aquel momento el joven norteamericano había comulgado con el comunismo, a partir de entonces adoptó la firme resolución de escapar de una España que cada vez se asemejaba más a un satélite de la URSS. Confidencialmente, reveló a Coco Robles que su padre había sido asesinado y le rogó que tanto su madre como él dejaran de realizar unas indagaciones que les podían resultar muy caras.

Dos Passos, que carecía de los datos que ya tenía Oak, se encaminó a Madrid convencido de que Robles estaría arrestado por alguna falta de menor importancia y de que, por supuesto, acabaría siendo puesto en libertad por las autoridades del Frente Popular. Guiado por el deseo de realizar de la mejor manera posible la película que le había traído a España, acudió a ver a Hemingway. En aquella época, Hemingway y Martha Gellhorn residían en el hotel Florida repitiendo un esquema de conducta que antes y después han seguido muchos de los denominados intelectuales de izquierdas. Mientras vivían como burgueses acomodados a los que no alcanzaban las miserias del pueblo, se permitían cantar las loas de una revolución cuyas circunstancias no les afectaban. Dado que a Dos Passos le desagradaba el adulterio de Hemingway con la Gellhorn y que además era previsible que no fuera dócil en la realización de la película, fue objeto de un recibimiento punto menos que glacial. Cuando, por añadidura, Dos Passos se interesó por la suerte de Robles en aquella ciudad donde el PCE y las otras fuerzas del Frente Popular habían perpetrado ya millares de asesinatos, la irritación de Hemingway se acentuó todavía más.

Un nuevo factor iba a sumarse pronto a aquella trágica historia de silencios. Por esas fechas, apareció por Madrid Josephine Herbst. Aunque no tan conocida como Hemingway o Dos Passos, ya había trabajado para la Komintern y, presumiblemente, tenía la misión de vigilar a aquellos compañeros de viaje tan ilustres[305]. Como una agente que sabía lo que debía hacer, el primer paso de Herbst al llegar a Madrid fue dirigirse a la oficina del socialista Álvarez del Vayo donde se le informó de que Robles había sido fusilado sin juicio de ninguna clase, algo que, supuestamente, estaba más que justificado porque era un espía fascista[306]. Con el mejor estilo comunista, Herbst debía ahora llevar a cabo una tarea de enorme importancia. Por un lado, tenía que hallar la mejor manera de desacreditar a un Dos Passos que ya no parecía ideológicamente seguro y, por otro, debía difundir la especie de que Robles no había sido, a fin de cuentas, más que un espía al servicio de Franco. Por supuesto, como buena agente de la Komintern, la Herbst no cuestionó mínimamente ni su misión ni el relato que le habían dado de los hechos.

De manera inmediata, Josephine Herbst se encaminó al Hotel Florida y contó a Hemingway que Robles había sido fusilado. El escritor se quedó sorprendido al saberlo pero tampoco dio muestras de querer saber más de la historia ni tampoco —en contra de la regla número uno de un periodista— de desear contrastarla. Por el contrario, aceptó la exigencia de Herbst de que no revelara que ella le había contado todo y también de que Dos Passos debía enterarse en una situación especial que evitara la confrontación directa. Dado que al día siguiente iba a celebrarse una reunión de celebridades extranjeras en homenaje a las Brigadas Internacionales[307], Hemingway aprovecharía para acercarse a Dos Passos y decirle que el corresponsal alemán le acababa de revelar el destino que había sufrido Robles. Naturalmente, podía darse la circunstancia de que Dos Passos se preguntara por las razones por las que el periodista alemán no le había dicho nada a él pero, para el caso de que se presentara esa eventualidad, Hemingway alegaría que su presunto informante no deseaba hablar con Dos Passos. Décadas después, Herbst recordaría que Hemingway había aceptado el plan y que incluso le había divertido la posibilidad de jugar así con Dos Passos[308], un personaje que, ciertamente, ya le resultaba desagradable.

Al día siguiente, en medio de la celebración, Hemingway se abrió camino hasta Dos Passos y le dijo burlonamente que su amigo Robles era un espía fascista y por eso se le había fusilado. Cuando un abrumado Dos Passos preguntó a Hemingway por la fuente de aquella información, éste respondió con el cuento que le había propuesto Josephine Herbst. Luego, remachando, dijo que el corresponsal alemán no quería hablar con Dos Passos lo que, siquiera indirectamente, servía para indicar que éste no era digno de confianza. Sin embargo, la escena no había llegado a su final. Cuando Dos Passos, tembloroso y deshecho, se acercó a Josephine Herbst para referirle lo sucedido y preguntarle por qué no podía hablar él con el corresponsal alemán, la mujer le recomendó que fuera a ver a Álvarez del Vayo y que dejara de hacer preguntas.

Sin embargo, si Hemingway estaba dispuesto a callarse lo sucedido —no digamos ya Josephine Herbst que trabajaba al servicio de los soviéticos— Dos Passos llegó a la conclusión de que debía hacer algo por la viuda de su amigo Robles. Así, acudió a entrevistarse con el socialista Álvarez del Vayo y le suplicó que hiciera llegar a la esposa de Robles un certificado de defunción indispensable para que pudiera cobrar el seguro de vida que el difunto tenía en la universidad John Hopkins. Álvarez del Vayo le dio su palabra de que se lo haría llegar aunque no cumplió con ella[309].

Dos Passos ignoraba hasta qué punto su situación era peligrosa en aquel Madrid que había sido testigo de tantos crímenes cometidos por el Frente Popular. De hecho, hasta se permitió abandonar la capital con rumbo a Cataluña. Conoció en esta región a George Orwell, a la sazón un cuasi desconocido, que le presentó a Andreu Nin, el jefe del POUM. Poco podía sospechar el escritor norteamericano que en unos días los comunistas iban a desencadenar una gigantesca purga de elementos de izquierda en Cataluña y que al propio Nin apenas le quedaba una semana de vida[310]. Quizá el mismo Dos Passos hubiera muerto en las matanzas que ya había planeado el PCE, siguiendo instrucciones de la URSS, para deshacerse de sus rivales de la izquierda. Si no sucedió así se debió a Liston Oak[311].

Oak había mantenido una entrevista con uno de los asesinos del NKVD llamado George Mink. En el curso de la misma, Mink le contó como los comunistas habían decidido acabar con los anarquistas y los seguidores del POUM. Para llevar a cabo estos propósitos, les someterían a una provocación a inicios de mayo que serviría para legitimar el desencadenamiento del terror contra estos dos poderosos rivales de izquierda. Mink pensaba que Oak aprovecharía aquella información para hacer carrera a la sombra del omnipotente NKVD. Sin embargo, el joven norteamericano veía las cosas de una manera muy diferente. Así, se puso en contacto con Andreu Nin y le dijo lo que ya habían preparado los comunistas. Nin no le dio importancia[312]. Estaba más que acostumbrado a la hostilidad de Stalin y de sus agentes y se consideró lo suficientemente respaldado en una región de España donde el POUM y muy especialmente la CNT habían logrado imponer su voluntad a los nacionalistas catalanes desde los primeros días de la guerra.

Aquella entrevista con Nin pudo haberle costado la vida a Oak, pero un comunista le avisó de que había sido visto y el joven decidió abandonar España cuanto antes. El problema era cómo llevarlo a cabo sin convertirse en una nueva versión del caso Robles. Decidió entonces ponerse en contacto con Dos Passos. Estaba convencido de que si acompañaba a alguien tan célebre podría llegar sano y salvo a la frontera. Sin duda, si Oak se hubiera puesto en contacto con otro intelectual de izquierdas no hubiera podido abandonar con vida la España del Frente Popular. No sólo había entrado en contacto con Nin sino que además sabía demasiado de los manejos de la URSS en España y de lo que se escondía tras las maniobras propagandísticas de los intelectuales comunistas o de los compañeros de viaje. Sin pestañear, hubieran avisado a cualquiera de los organismos represores de la España republicana y Oak se habría convertido en un número más —esta vez perteneciente a las izquierdas— de entre los miles de asesinados ya por el Frente Popular. Sin embargo, Dos Passos tenía otra calidad humana bien distinta a la de un Rafael Alberti, un Ernest Hemingway o una Josephine Herbst. Comunicó así a Oak que acababa de convertirse en su secretario y que, desde ese momento, no debería separarse de su lado hasta que cruzaran la frontera[313]. De esa manera, llegaron ambos a Perpiñán y se vieron a salvo del terror frentepopulista. Durante los tiempos siguientes, Dos Passos sería acerbamente criticado por Hemingway como un cobarde que había huido de la guerra de España.

En realidad, Dos Passos se había alejado del horror que le había producido descubrir el verdadero rostro de una causa en la que había creído y lo había hecho dando muestras de un valor físico y de una altura humana bien ausentes en los intelectuales comunistas y en sus compañeros de viaje. Las detenciones, el terror, las torturas, los fusilamientos no provocaron en ellos ni protestas, ni censuras, ni denuncias. Tan sólo un deseo de mirar hacia otro lado, de guardar silencio o de colaborar por distintas razones con los que llevaban a cabo aquella cruenta represión. A cambio se les proporcionó la seguridad que millones no tenían y el bienestar material del que carecían casi todos. Ciertamente, si algo dejó de manifiesto el comportamiento de la mayoría de los intelectuales, tanto españoles como extranjeros, que se identificaron con la causa del Frente Popular por conveniencia, miedo o convicción fue su carencia de una supuesta superioridad moral. Así quedaría de relieve de manera especial ahora que los comunistas estaban a pocos pasos de controlar con eficacia la España republicana.