El freno
Lo sucedido en la parte de España controlada por el Frente Popular podía ser negado por la propaganda como una falacia maliciosa pero no escapaba en absoluto a las legaciones diplomáticas que tenían su sede en Madrid. A decir verdad, en todas ellas existía la conciencia de que había estallado una revolución que no sólo había aniquilado cualquier vestigio, por mínimo que fuera, de democracia y de respeto por la legalidad, sino que además se estaba cobrando un costosísimo tributo en sangre. Dado que no existía ningún freno para los asesinatos que comenzaron a practicarse desde el mismo 18 de julio de 1936, una de las primeras medidas tomadas por las representaciones diplomáticas fue la de ordenar a sus nacionales que llevaran un brazalete con los colores de sus respectivas banderas. Se suponía, con un cierto optimismo, que los pabellones protegerían a los súbditos extranjeros de una detención y el subsiguiente paseo. El asesinato por miembros de las checas de uruguayos como Carlos Alberto Abascal del Calvo y su esposa o de argentinos como Felipe Jorge Linaza, sin contar los numerosos asaltos contra la propiedad, deja de manifiesto hasta qué punto las medidas tomadas por las legaciones diplomáticas no resultaron del todo efectivas.
Sin embargo, el mayor reto para las legaciones extranjeras era el de poder responder a las peticiones de asilo que formulaban centenares de personas. Buen número de los solicitantes eran ciertamente gente católica y conservadora, pero tampoco faltaban los apolíticos perseguidos por su carrera o su posición social ni los republicanos e incluso los izquierdistas moderados que comprendían que su vida peligraba en medio del marasmo cruento de la revolución[251]. No deja de ser significativo el caso de los guardias civiles que custodiaban la embajada belga, sita en la calle Almagro 42. Los citados agentes decidieron solicitar del cónsul general y encargado de negocios de Bélgica, M. Chabot, que les concediera asilo en la embajada junto con sus familias. De esa manera, los guardias civiles pasaron de la condición de vigilantes a la de refugiados.
La respuesta de las legaciones apenas tuvo excepciones y el decanato del cuerpo diplomático —que desempeñaba, a falta del nuncio de la Santa Sede, el embajador de Chile, Aurelio Núñez Morgado—[252] coordinó los impagables esfuerzos de las distintas sedes diplomáticas. De manera comprensible, no tardó mucho en cubrirse la capacidad normal de consulados y embajadas y algunos diplomáticos optaron por alquilar inmuebles adicionales sobre los que izaron su bandera para proteger en su interior a los refugiados. Semejante acción humanitaria provocó la inmediata irritación del Frente Popular, que exigió que se le hiciera entrega de los refugiados con la intención de darles el trágico destino que ya hemos examinado en páginas anteriores. La resistencia a esas exigencias fue especialmente firme en el caso de las embajadas hispanoamericanas. Sus representantes no sólo hacían honor a una larga tradición de refugio de los distintos países sino que además podían señalar los precedentes establecidos por las propias legaciones españolas en Hispanoamérica.
Menos generosa fue la actitud de la embajada de Estados Unidos. Su encargado de negocios, Eric Wendelin, era personalmente partidario de otorgar asilo a los refugiados pero las instrucciones del Departamento de Estado fueron tajantes en el sentido de permitir únicamente brindarlo a aquellos que tenían la nacionalidad norteamericana o eran familiares cercanos de algún ciudadano de Estados Unidos. Al mismo tiempo, se conminó a los norteamericanos para que abandonaran a la mayor brevedad la España del Frente Popular. A pesar de todo, se cobijó entre las paredes de la legación diplomática a un centenar y medio de personas incluidos filipinos y puertorriqueños, lo que provocó considerables dificultades para proporcionar lugar en el que dormir y alimentos a los refugiados[253]. De manera tristemente irónica, de los nacidos en España la embajada de Estados Unidos tan sólo protegió seis vacas de raza cuyo dueño temía que se las incautaran los milicianos.
Los rumiantes contaron con la protección del pabellón de las barras y las estrellas a cambio de la leche que daban diariamente.
Las autoridades del Frente Popular no se limitaron, sin embargo, a presionar a las legaciones diplomáticas para que les entregaran a los refugiados sino que en no pocas ocasiones recurrieron al uso de la violencia para conseguir sus propósitos. Así, por ejemplo, el 7 de noviembre de 1936, un grupo de milicianos anarquistas entre los que se encontraba el conocido atracador Felipe Emilio Sandoval, detuvo un automóvil en el que iba el médico de la cárcel Modelo Gabriel Rebollo Dicenta en compañía de un funcionario de la legación noruega llamado Werner. A pesar de que el vehículo llevaba bandera diplomática, los milicianos sacaron de su interior al doctor Rebollo procediendo a asesinarlo[254]. Las violaciones del derecho internacional no se limitaron, sin embargo, a vehículos. Así, los locales de la embajada de Brasil, situados en el paseo de la Castellana números 55 y 57, fueron asaltados el 7 de mayo de 1938 por efectivos de la policía y de los guardias de asalto que no sólo efectuaron un registro de las dependencias sino que además se llevaron objetos de valor. En el caso de Alemania e Italia, se produjeron sendas irrupciones de milicianos en los recintos diplomáticos una vez que ambos países reconocieron al gobierno de Franco. Afortunadamente para los refugiados, en su mayoría ya habían sido puestos a salvo. Lo mismo podría señalarse de las embajadas de Finlandia y del Perú que fueron allanadas siguiendo instrucciones de las autoridades republicanas.
Especialmente escandaloso fue el bombardeo de la embajada británica por parte de un avión, un incidente que se tradujo en importantes desperfectos materiales y en algunos heridos aunque, afortunadamente, no causó muertos. La prensa del Frente Popular utilizó el incidente para instar a Gran Bretaña a alinearse con el gobierno republicano en contra de los alzados. Sin embargo, de manera en apariencia sorprendente, el incidente no tuvo el resultado esperado por el Frente Popular. La razón de ese resultado no fue otra que la absoluta certeza por parte de la legación diplomática de que el incidente no había sido protagonizado por la aviación de Franco. Como reconocería uno de los secretarios de la embajada en Madrid «nuestra investigación probó sin lugar a dudas que el avión que nos atacó pertenecía a los leales. Según parece, son capaces de cualquier cosa con tal de asegurarse la intervención británica»[255].
En alguna ocasión, la violencia del Frente Popular contra los diplomáticos que intentaban paliar los efectos del terror revistió características especialmente repugnantes. Tal fue el caso de la descargada sobre la legación de Uruguay. Como forma de intimidación, los frente-populistas secuestraron un viernes a las tres hermanas del cónsul de Uruguay en Madrid que tenían entre los dieciocho y los veintitrés años. Los milicianos procedieron tras el rapto de las muchachas a violarlas y asesinarlas. El sábado aparecieron los tres cuerpos arrojados a una cuneta al este de Madrid. El triple asesinato acompañado de violación era una obvia advertencia del Frente Popular que prohibió enviar despachos a los corresponsales extranjeros narrando lo sucedido. La respuesta, plenamente justificada, de Uruguay consistió en romper relaciones diplomáticas con la España del Frente Popular[256].
No se trató, desde luego, de un episodio aislado dentro del capítulo de presiones ejercidas por el Frente Popular sobre las embajadas para que dejaran de ejercer el tradicional derecho de asilo en favor de los refugiados españoles. Al respecto, posiblemente, uno de los casos que provocó una mayor reacción fue el del asesinato del encargado de negocios de la embajada belga, barón de Borchgrave[257]. El citado diplomático estaba casado con una norteamericana y hablaba con fluidez cuatro idiomas, incluido el español. Además, había brindado su ayuda a distintas personas por razones humanitarias incluyendo a algunos interbrigadistas que, tras descubrir la realidad de la guerra que se libraba en España, decidieron regresar a su país. Estas circunstancias unidas a su conocimiento de primera mano de la situación en Madrid le colocaron en el punto de mira de la represión republicana. Al no regresar la noche del 20 de diciembre de 1936 de una de sus gestiones habituales, su esposa, que conocía sobradamente la situación que imperaba en Madrid, se temió inmediatamente lo peor. Lo que no podía saber es que Borchgrave fue primero conducido a una checa de la calle de Fernández de la Hoz número 57 y, tras estar recluido allí algunas horas, se le trasladó a la calle de Serrano número 111 donde funcionaba el Comité Regional de la CNT, verdadero cerebro de las actividades de los Servicios especiales del Ministerio de la Guerra[258]. Una vez más, una instancia oficial del gobierno del Frente Popular se veía implicada en labores de represión y asesinato. Aquella misma noche se decidió el fusilamiento de Borchgrave, que se realizó en el kilómetro 5 de la carretera de Chamartín a Alcobendas, disparando sobre la víctima tres veces, una en la ingle izquierda, otra en el omóplato izquierdo y finalmente una en la oreja del mismo lado. La diferencia de calibre de las armas hace pensar que fueron varios los ejecutores. Tras perpetrar el crimen, éstos procedieron a repartirse los bienes del asesinado correspondiendo a un chófer llamado Lozano el abrigo de cuero de automovilista y a Eduardo Val, secretario del Comité Regional de Defensa, el reloj. También le despojaron de sus gemelos de puños, de la botonadura de camisa y del calzado y los calcetines. Finalmente, para evitar la identificación de Borchgrave, recortaron las iniciales cosidas en la ropa interior del asesinado.
El cadáver tardó en ser localizado una semana aunque finalmente apareció en una fosa del cementerio de Fuencarral y entonces quedó de manifiesto que había sido víctima de un paseo junto a otras veinte personas. Como es comprensible, el gobierno belga presentó una enérgica protesta por el asesinato del barón y exigió una investigación. La respuesta de las autoridades de la España del Frente Popular constituyó todo un ejercicio de cinismo diplomático. Ante la protesta del encargado de negocios belga, vizconde Berryer, el general Miaja, a la sazón jefe militar de Madrid, encargó la investigación y captura de los asesinos al jefe de los Servicios Especiales que habían dado muerte a Borchgrave, a la vez que se difundía una campaña calumniosa que culpaba al asesinado de actividades relacionadas con el espionaje. La afirmación era falsa[259] pero incluso aunque se hubiera correspondido con la realidad el comportamiento propio de un país civilizado hubiera pasado por un procedimiento legal encaminado a la expulsión del diplomático del territorio nacional y jamás por su secuestro y asesinato.
No resulta por ello extraño que, finalmente, nada convencida de la acción emprendida por las autoridades del Frente Popular, Bélgica presentara una reclamación por este crimen ante el Tribunal Internacional de La Haya. La defensa del gobierno republicano recayó en Felipe Sánchez Román llegándose al final a un acuerdo basado en una propuesta llevada a cabo por el embajador de la España del Frente Popular en Bruselas el 21 de diciembre de 1937. El texto, verdadera solución salomónica, contenía, por parte republicana, la petición de excusas y, por parte belga, la exoneración de cualquier responsabilidad del gobierno del Frente Popular[260]. De esa manera, se echaba tierra sobre una gravísima violación del derecho internacional. Sólo años después, tras el final de la guerra civil, se colocaría una lápida en honor de los esfuerzos humanitarios realizados por Jacques de Borchgrave, en el Ministerio de Asuntos Exteriores Español.
También especialmente repugnante fue el episodio relacionado con la falsa embajada de Siam que se debió a la iniciativa del jefe de Servicios Especiales, Manuel Salgado. Aprovechando el terror que reinaba en Madrid y el deseo más que comprensible de muchos por hallar refugio diplomático ante las matanzas que se llevaban a cabo, Salgado estableció una supuesta embajada de Siam bajo la dirección de Antonio Verardini Díez, antiguo estafador y a la sazón comandante del ejército popular de la República. A la sede de la falsa legación, sita en el número 12 de la calle Juan Bravo, acudieron varias personas en busca de un refugio que pagaron. Lo que ignoraban era que sus conversaciones eran seguidas gracias a un micrófono oculto en el comedor y que el destino que les esperaba, tras el despojo de sus bienes, era la muerte. A mediados de diciembre de 1936, los refugiados fueron objeto de una saca realizada por las milicias de la CNT y asesinados[261]. Como era de esperar, estos crímenes no fueron perseguidos por los tribunales de la España del Frente Popular e incluso con ocasión de otras actuaciones judiciales[262], tanto Salgado como Verardini presentaron testimonios en los que indicaban como el asunto de la falsa embajada había sido ideado por Salgado —que dio además la orden de «liquidarla»— y llevado a cabo por Verardini sufragando los gastos «los centros y ateneos políticos que por entonces subvenían a estas necesidades». La operación, a pesar de sus características, difícilmente podía haber contado con mayor respaldo.
La gestión diplomática —como ya hemos visto al referirnos a la acción de Schlayer— no logró detener las matanzas pero sí proporcionó cobertura humanitaria a centenares de refugiados que de otra manera habrían muerto víctimas de la política de represión del Frente Popular. Tuvo además una consecuencia añadida que preocupó, comprensiblemente, al gobierno republicano y fue la de mantener a los respectivos gobiernos puntualmente enterados de lo que estaba sucediendo en la España del Frente Popular. Por más que diplomáticamente se insistiera en que el gobierno frentepopulista estaba defendiendo la democracia frente al fascismo, lo que podían constatar las distintas legaciones era que cualquier vestigio de democracia había desaparecido de la España republicana y que la revolución que la anegaba se caracterizaba por un uso masivo del terror, un terror que alcanzaba a personas sin ninguna significación política y cuyo único crimen era ser católico, pertenecer al clero o no compartir los objetivos revolucionarios del Frente Popular.
Al respecto, no puede causar sorpresa el contenido de algunos de los informes enviados al Foreign Office británico sobre la situación en España. A finales de noviembre de 1936, Owen Saint Clair O’Malley, director del departamento del sur, insistía en la influencia soviética existente en España desde principios de año lo que, desde su punto de vista, explicaba la ayuda concedida por Mussolini a los alzados:
«Mi impresión, en lo que pueda valer, es que el gobierno soviético o la Tercera Internacional, como queramos decirlo, no sólo había estado provocando problemas en muchos países incluida España desde hacía muchos años, sino que había iniciado un movimiento concreto en España al menos desde inicios de 1936, cuando ya se sabía en los círculos informados que era probable que aconteciesen disturbios civiles de importancia en ese país […] La conclusión a la que yo llegaría es que Mussolini era tan consciente como nosotros de lo que los soviets estaban tramando en España y pensó que había llegado la hora de adoptar medidas para contrarrestarlo»[263].
La opinión de O’Malley fue sometida al juicio de otros especialistas. El resultado fue que sir George Mounsey, sir Robert Vansittart y Clifford Norton manifestaron su acuerdo con lo señalado por el director del departamento del sur:
«La influencia soviética en España ha sido evidente desde mucho tiempo antes de que estallaran los disturbios y este hecho ha sido olvidado en buena medida a causa de las actividades alemanas e italianas allí aunque son más recientes»[264].
Excede con mucho el tema del presente estudio analizar la manera en que los informes sobre la revolución en España influyeron en el comportamiento de las potencias democráticas como Gran Bretaña a la hora de no desear intervenir en el conflicto y optar por una política de no-intervención. Sin embargo, parece lógico concluir que la convicción de que la España del Frente Popular estaba viviendo una revolución similar a la bolchevique y no luchado en defensa de la democracia fue esencial en esa conducta. Personaje tan extraordinariamente lúcido como Winston Churchill manifestaba en público ya en el mes de agosto de 1936 este punto de vista:
«¿Cómo sucedió? Sucedió «de acuerdo con el plan». Lenin afirmó que los comunistas debían prestar su ayuda a todo movimiento orientado hacia la izquierda y promover la implantación de gobiernos constitucionales débiles, de signo radical o socialista. Después socavarían esos gobiernos y les arrancarían de sus manos vacilantes el poder absoluto instituyendo un. Estado marxista. El procedimiento es bien conocido y ha sido comprobado. Forma parte de la doctrina y táctica comunistas. Ha sido seguido de manera casi literal por los comunistas de España […] Desde las elecciones celebradas a principios de este año, hemos asistido a una reproducción casi perfecta en España, mutatis mutandis, del periodo de Kérensky en Rusia»[265].
Puede pensarse lo que se desee del juicio de Churchill —y con él de el de otros diplomáticos británicos o no— pero lo cierto es que el terror a que se vio sometido Madrid en 1936 bajo las fuerzas del Frente Popular sólo podía servir para confirmarlos en sus opiniones.
De hecho, no cabe objetar al hecho de que la independencia de las legaciones diplomáticas resultaba especialmente perjudicial para el gobierno republicano, en la medida en que no podía ser mediatizada totalmente mediante la propaganda de los intelectuales, supuestamente progresistas, ni tampoco a través de la intervención en los medios de comunicación. En ese contexto en el que se ventilaba la legitimidad internacional de un gobierno que había aniquilado el sistema republicano y que encabezaba una cruenta revolución, se puede entender un episodio como el del atentado contra el doctor Georges Henny[266].
El 9 de diciembre de 1936, Política, el órgano de prensa de Izquierda Republicana, anunciaba en titulares que un avión de pasajeros de la compañía Air-France había sido abatido «por un caza faccioso»[267]. En el aparato, que había despegado de Barajas pocos minutos antes del incidente con destino a Toulouse, volaban un médico de la Cruz Roja internacional, dos periodistas franceses —Louis Delaprée, corresponsal de Paris Soir, y André Chateau, de la agencia Hayas— y algunos otros ocupantes. Atacado en las cercanías de Guadalajara, a unos tres mil metros de altura, el aparato, pilotado por un tal Boyer, logró aterrizar, no sin sufrir un capotazo, en un campo cercano a Pastrana. Tanto Henny como Chateau resultaron heridos en una pierna. Por su parte, Delaprée había sido alcanzado gravemente y fallecería unos días después.
Por supuesto, la prensa republicana insistió en que el atentado había sido llevado a cabo por la aviación de Franco. Sin embargo, la realidad fue muy distinta y pone de manifiesto de manera trágica el forcejeo continuo existente entre las actividades humanitarias del cuerpo diplomático y las autoridades del Frente Popular. A diferencia de lo señalado por la prensa republicana, el avión no pertenecía a Air-France sino a la embajada francesa y su destino era el envío de la valija diplomática y la evacuación de ciudadanos franceses[268]. A bordo del aparato Henny tenía la posibilidad de llegar a Francia, primero, y a Ginebra después para informar a las autoridades pertinentes de los crímenes que las fuerzas del Frente Popular estaban llevando a cabo en Madrid. Que el gobierno frentepopulista deseara impedirlo a cualquier coste no sólo no resulta extraño; además está confirmado por los testimonios de la época.
El primero es el de Felix Schlayer. Éste había sido acompañado por Henny en uno de sus viajes hasta las fosas donde yacían sepultadas las víctimas de las matanzas en masa y la víspera de la salida del vuelo de Henny, fue informado por un francés al servicio del contraespionaje republicano de que el avión «no podría» despegar al día siguiente. Efectivamente, el avión sufría un defecto de motor que exigió retrasar su partida veinticuatro horas. Como es natural, cuando Schlayer supo del atentado sufrido por el aparato, se puso en contacto con el piloto francés que le explicó cómo el avión que les había atacado había procedido a ametrallar la cabina de pasajeros desde abajo con la obvia intención de darles muerte y cómo además se trataba de un caza con los distintivos del «gobierno rojo». Se habría tratado, por lo tanto, de un ataque llevado a cabo por la aviación republicana para evitar que se trasladaran al extranjero los documentos que implicaban directamente a las autoridades del Frente Popular en las matanzas cometidas en Madrid.
La misma impresión, hasta en los más ligeros matices, reinaba en la embajada de Argentina según el testimonio de Adelardo Fernández Arias. Semejante circunstancia no causa extrañeza por cuanto el encargado de negocios de Argentina, Edgardo Pérez Quesada, había acompañado a Schlayer y a Henny en su visita a una de las fosas comunes donde se había dado sepultura a las víctimas de las matanzas masivas de noviembre.
A todo lo anterior se une el testimonio de la única víctima mortal del atentado, Delaprée, según lo relató al corresponsal del Daily Express en Madrid, Sefton Delmer[269]. Según Delaprée, Aleksander Orlov, el jefe de la soviética NKVD en España, se había enterado unas horas antes del despegue del avión de las investigaciones de Henny y decidió impedir que éste llegara a Ginebra y las pusiera en conocimiento del Consejo de Seguridad de la Liga de Naciones. Semejante comparecencia se habría producido además cerca del 11 de diciembre, precisamente la fecha en que Julio Álvarez del Vayo, ministro de Estado de la República, iba a pronunciar un célebre discurso en el que atacaría duramente a Italia y a Alemania por intervenir en España y causar la muerte de miles de jóvenes españoles. La imagen de la España democrática —y sola— que era víctima de la agresión fascista se habría resquebrajado notablemente con la constatación documental de que la revolución, con la ayuda de la URSS, estaba cometiendo atrocidades que tan sólo en Madrid habían costado la vida a millares de detenidos. Deseoso de evitar esa posibilidad que tan perjudicial podía resultar no sólo para el gobierno del Frente Popular sino también para la URSS que lo estaba apoyando, Orlov ordenó que el avión francés fuera atacado por el caza republicano. El propio gobierno galo ordenó una investigación sobre el tema que no llegó a publicar, lo que añade aún más credibilidad a las certezas de Schlayer, Pérez Quesada y Delaprée, ya que si el gobierno del Frente Popular francés hubiera podido achacar la responsabilidad del atentado a la aviación de Franco, sin duda, lo hubiera hecho, mientras que, de manera también comprensible, no hubiera estado dispuesto a publicar una noticia susceptible de dañar quizá fatalmente la imagen pública de la causa republicana. Al fin y a la postre, Henny, por razones que nunca han sido aclaradas, no llegó a entregar la documentación en Ginebra con lo que el gobierno del Frente Popular pudo apuntarse un tanto en la batalla que libraba contra el esfuerzo humanitario llevado a cabo por las legaciones extranjeras. Afortunadamente, la detención de las matanzas en masa acabaría produciéndose y a partir de una instancia difícilmente sospechable a juzgar por el comportamiento mantenido hasta entonces por las autoridades del Frente Popular.
El mes de noviembre de 1936 concluyó uniendo el final de sus días al de las sacas que desembocaban en matanzas en masa. Si así fue no se debió en absoluto ni a que la política de exterminio de los organismos del Frente Popular hubiera concluido ni tampoco al hecho de que el gobierno hubiera decidido, siquiera por razones políticas, poner fin a unos crímenes que privaban de cualquier legitimidad, real o supuesta, a su causa. El final de los asesinatos vino vinculado a la acción individual de un hombre en el que primaron la nobleza de sentimientos y la humanidad por encima de cualquier planteamiento ideológico. Se trataba del anarquista Melchor Rodríguez[270].
Nacido en Triana en 1893, Rodríguez había trabajado de calderero al principio de su vida y luego emprendió una carrera en el mundo de los toros que terminó con una cornada. Con posterioridad, vino a Madrid donde se afilió a la CNT y, en armonía con los principios de la organización anarquista, se opuso a la colaboración con la dictadura del general Primo de Rivera que, por el contrario, practicó con tanto beneficio el PSOE. Melchor Rodríguez pasó por la cárcel en la época de Primo de Rivera pero, a diferencia de tantos correligionarios, la dureza de esas experiencias no creó en su espíritu resentimiento ni odio. Tampoco sustentaba la opinión tan extendida entre los seguidores del Frente Popular de que la victoria tenía que labrarse sobre el exterminio físico de segmentos enteros de la sociedad.
Nombrado director de Prisiones, en parte, por su experiencia carcelaria y, en parte, por la identidad de filiación política con el ministro de Justicia, el 10 de noviembre de 1936 Schlayer —que captó la diferencia que existía entre Rodríguez y las autoridades del Frente Popular— celebró con él su designación. Sin embargo, ni Santiago Carrillo ni sus compañeros comunistas tenían el menor interés en que alguien interfiriera en las matanzas y obstaculizaron la actuación de Rodríguez. El anarquista, indignado, se vio obligado a regresar a Valencia donde se presentó ante el ministro de Justicia y renunció al nombramiento. García Oliver no estaba, sin embargo, dispuesto a que los comunistas le pisaran el terreno y nombró ahora, 4 de diciembre, a Melchor Rodríguez delegado general de Prisiones en Madrid con plenos poderes.
Como tantos otros, y por encima de lo que se empeñara en decir la propaganda oficial del Frente Popular, Rodríguez sabía sobradamente lo que estaba sucediendo en Madrid. Su diferencia con otros políticos se hallaba en que no tenía la menor intención de permitirlo. Nada más hacerse cargo de la delegación general de Prisiones, Rodríguez prohibió terminantemente las sacas realizadas por la noche o de madrugada y procedió a expulsar de los establecimientos penitenciarios a los milicianos de Vigilancia de la Retaguardia. Asimismo —y esto resultó esencial— impuso la medida de que toda salida de la prisión llevara su firma y sello para poder ser efectiva.
La última saca realizada por Serrano Poncela había tenido lugar el 3 de diciembre. Con la llegada de Melchor Rodríguez este tipo de matanzas concluyó y sólo volvió a tener lugar una matanza masiva cuando, tras un bombardeo de la aviación de Franco sobre Guadalajara, los frentepopulistas asaltaron la prisión y asesinaron a la práctica totalidad de los trescientos veinte recluidos. De hecho, lo sucedido en Guadalajara pesó de tal manera en el ánimo del anarquista que cuando un hecho como el de Guadalajara estuvo a punto de repetirse en Alcalá de Henares, Melchor Rodríguez se desplazó hasta la localidad madrileña, se enfrentó a pecho descubierto con los milicianos y logró salvar a los presos.
Con la llegada de Melchor Rodríguez la carrera represiva de Carrillo y sus colaboradores sufrió, desde luego, un golpe de muerte. La reorganización de la Junta de Defensa de Madrid llevada a cabo el 1 de diciembre de 1936 le había mantenido en su puesto al igual que al general Miaja, pero escasa efectividad tuvo esa circunstancia a partir de la toma de posesión de la delegación de prisiones por parte de Rodríguez. Serrano Poncela dejó de firmar órdenes de sacas[271] ante las disposiciones del delegado anarquista y Carrillo, limitado en el ejercicio de sus funciones represoras, a forales de diciembre, abandonó la Junta de Defensa. Le sustituyó José Cazorla, un antiguo chófer que no dejaría de colisionar en su ánimo exterminador con Rodríguez.
Sin embargo, la evolución en la zona dominada por el Frente Popular iba produciéndose de acuerdo con los designios de los comunistas. El 1 de marzo de 1937, Melchor Rodríguez fue destituido de su cargo de delegado general de Prisiones en Madrid. A pesar de todo, a diferencia del peneuvista Irujo y de tantos otros, no estaba dispuesto a callarse frente a los horrores de la represión. Públicamente, denunció sus métodos[272] como similares a los de la tristemente famosa ley de fugas de Martínez Anido y Arlegui. Seguramente, era la comparación más odiosa que podía llevar a cabo un afiliado de la CNT que había conocido sobradamente las cárceles. Con todo, tanto cuantitativa como cualitativamente, Carrillo y sus secuaces habían superado los horrores de los peores años del pistolerismo.
Aunque poco puede objetarse a la tesis de que la llegada de Melchor Rodríguez fue esencial para salvar la vida de millares de personas y aunque un mérito similar corresponde en su conjunto a las legaciones diplomáticas, este capítulo estaría incompleto sin hacer referencia a algunos de los particulares que, a semejanza de la Pimpinela Escarlata, arriesgaron su vida para salvar a las víctimas potenciales del terror.
Por supuesto, entre estos personajes tuvieron un papel esencial aquellos que lograron ocultarse en Madrid durante la guerra y que, simpatizando con los alzados del 18 de julio, desarrollaron una notable labor para ayudar a escapar a las víctimas potenciales del terror frente-populista. Uno de estos activistas —no pocas veces novelescos— fue Gustavo Villapalos.
Villapalos era uno de los escasos camisas viejas de Falange y había participado en el alzamiento en Madrid entre los defensores del cuartel de la Montaña. A diferencia de algunos de sus compañeros, Villapalos cayó prisionero pero no fue fusilado sino que lo recluyeron en la cárcel Modelo. De manera casi rocambolesca, Villapalos se evadió de la prisión, logró pasarse a la otra zona y al mando de una bandera de Falange combatió en Toledo. Se trataba sólo del principio. Tras servir en la aviación de Franco, se incorporó al SIPM que le envió en diciembre de 1937 a Madrid para entrenar a quintacolumnistas en la práctica del sabotaje. Se trataba de una misión peligrosa a la que Villapalos no tardó en sumar la creación de una red encargada de pasar a personas desde la España controlada por el Frente Popular a la zona nacional. Entre los éxitos logrados por Villapalos estuvo el sacar de Madrid a Fernando María Castiella, que años después sería nombrado ministro de Asuntos Exteriores por Franco.
Sin embargo, no todos los que tendieron su mano a los perseguidos eran diplomáticos o simpatizantes de los alzados. Los hubo también que se movieron únicamente por razones humanitarias. Quizá el más conocido de todos ellos haya sido el británico E. C. Lance, apodado precisamente la Pimpinela de la guerra de Espana[273]. Lance había servido en el ejército durante la primera guerra mundial y en 1919 fue destinado a Rusia como parte de una de las fuerzas de intervención, más simbólica que práctica, frente a los bolcheviques. De aquella experiencia, Lance sacó dos resultados inolvidables. Uno fue una herida en combate que le mantuvo apartado del servicio activo durante año y medio y otro, un conocimiento de primera mano de la revolución bolchevique. En 1921, Lance abandonó el ejército y se dedicó a trabajar como ingeniero ayudante en el tendido de ferrocarriles en Hispanoamérica.
En 1926, tras una breve estancia en Gran Bretaña, se estableció con su esposa en España con la misión de trazar una línea férrea que fuese de Santander al mar Mediterráneo. Durante un trienio su vida fue feliz, pero el advenimiento de la República fue contemplado por los Lance como un desastre cuajado de huelgas revolucionarias, ataques contra la religión y disturbios callejeros. Casi desde el primer momento llegaron a la conclusión de que la caída de la monarquía iba a ser —como en Rusia— sólo un paso previo hacia la revolución. Semejantes impresiones se vieron acentuadas con la creación del Frente Popular en vísperas de las elecciones de febrero de 1936 y trágicamente confirmadas después de su llegada al poder. El miedo que reinaba en algunos barrios, las ocupaciones de tierras, los ataques a la propiedad y el radicalismo de las fuerzas izquierdistas resultaban inquietantes aunque los Lance se sentían poco afectados por lo que pudiera suceder en España. Su visión cambió radicalmente cuando en julio de 1936 los trabajadores de la empresa constituyeron un comité que se incautó de la propiedad sin tener en cuenta que se trataba de una compañía extranjera.
Temiendo lo peor, Lance se dirigió a la embajada —cuyo representante se hallaba de vacaciones en San Sebastián— y se ofreció para ayudar a ofrecer asilo y protección a los súbditos de su país. A la sazón se calculaba que habría unos trescientos cincuenta ciudadanos británicos en Madrid pero en los locales de la legación irrumpió una cantidad cercana al doble. Entre ellos se encontraba un grupo aterrado de monjas irlandesas que temían correr el trágico destino de sus compañeras de religión españolas. La reacción era lógica porque ya se conocía la perpetración de los llamados paseos y nadie podía sentirse a salvo con la calle controlada por las fuerzas del Frente Popular.
Durante los días siguientes, Lance y otros miembros de la colonia británica como Margery Hill, Eric Glaisner y Bobby Papworth recorrieron las calles de Madrid intentando ayudar a personas cuyos familiares o amigos habían sido detenidos para ir a parar a las checas o a las cunetas. En su acción no existía ningún elemento político sino meramente humanitario, pero muy pronto y de manera comprensible la mayor parte de la colonia británica empezó a mostrar su simpatía hacia los rebeldes y su profunda aversión al Frente Popular[274]. Un factor que terminó ciertamente de decidir a Lance a adoptar una postura aún más comprometida en defensa de las víctimas del terror fue el conocimiento de las matanzas acontecidas en Paracuellos. Las hijas de un conocido le informaron del traslado de su padre a aquel lugar e inmediatamente Lance se desplazó al sitio para descubrir, gracias a la colaboración de uno de los aldeanos que había ayudado a cavar una de las fosas, el lugar de los asesinatos.
El macabro hallazgo —Lance comprendió a la perfección que se había tratado de una matanza masiva perpetrada mediante ametrallamiento— iba a ser sólo el inicio de una prolongada carrera en busca de familiares detenidos de madrileños acerca de los que se sospechaba el más trágico de los destinos. No tardó en percatarse de que las fuerzas del Frente Popular habían dado muerte ya a millares de personas y de que el papel desempeñado por las instituciones republicanas en la represión —por ejemplo, por la checa de Bellas Artes— era pavoroso.
Lance llegó en el verano de 1936 a establecer contacto con Franco —que le consideró un espía y le habló de las trágicas consecuencias que podría tener que se confirmara esa impresión— pero fue puesto en libertad recibiendo incluso la misión de llevar a cabo las operaciones de salvamento de una serie de personas que se encontraban en Madrid. Lance se sintió ofendido por el trato que acababa de recibir, pero no abandonó su labor humanitaria en los meses siguientes. Durante ellos, los momentos de peligro fueron muy numerosos y el inglés tuvo que asistir, por ejemplo, al empeño de los milicianos por capturar a la hija del dramaturgo Muñoz Seca. Sin embargo, acabó organizando una especie de «ferrocarril subterráneo» mediante el cual consiguió sacar a distintos huidos a través de Alicante y de Valencia. En el curso de seis meses, Lance llegó a salvar a treinta y una personas además de otros sesenta fugados por mar de la zona del Frente Popular en febrero de 1937[275].
Finalmente, Lance cayó en 1937 en manos de los servicios republicanos y fue encarcelado. Se trató de una experiencia terrible en la que llegó a ser maltratado por limpiarse los dientes, una conducta que, en opinión de uno de los agentes del SIM, era fascista[276] y también se vio sometido a confinamiento aislado en una celda estrecha y oscura[277]. En la prisión, llegó a conocer a algunas de las víctimas ocasionadas entre la izquierda por una represión que ya estaba casi totalmente en manos comunistas. Así tuvo por compañero de celda a un anarquista detenido precisamente por su filiación política a mediados de 1937[278].
En octubre de 1938, cuando ya llevaba más de un año recorriendo una prisión tras otra, Lance fue trasladado a una checa de Barcelona y conoció una de las celdas que las harían tan dramáticamente famosas. Allí estuvo a punto de morir no sólo por las condiciones inhumanas del cautiverio sino también porque, ante el avance de las tropas de Franco en Cataluña, las autoridades republicanas decidieron asesinar a todos los presos. Mientras sufría un ataque de apendicitis, Lance fue testigo de fusilamientos masivos en su séptima prisión, todos ellos perpetrados en personas cuyo único crimen había sido tener ideas políticas distintas de las de sus ejecutores[279]. Cuando esperaba correr la misma suerte, Lance fue finalmente rescatado de la matanza por la intervención directa del cónsul británico. Salvó así la vida pero su salud nunca se recuperó de las penalidades padecidas en diferentes prisiones y checas.
El caso de Lance fue, obviamente, el de un extranjero sin inclinación política que decidió entregarse al salvamento de perseguidos por el terror únicamente por causas humanitarias. Ciertamente, las experiencias de la guerra le convencieron del carácter terrible del comunismo pero no le inclinaron en absoluto a favor de Franco ni tampoco del fascismo. En lugar de la ideología, Lance actuó esencialmente por razones de humanidad, una humanidad que parecía haber desaparecido en la zona controlada por el Frente Popular. La represión llevada a cabo por éste iba a extender su radio de acción en claro paralelo con sucesos que se estaban produciendo en el otro extremo de Europa. Sin embargo, antes de examinar ese aspecto tenemos que referirnos al papel que en la represión tuvo un estamento privilegiado en el seno de la España, supuestamente sin clases, del Frente Popular.