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Decisión y técnica

Las sacas de octubre

En septiembre de 1936 —el mes en que el gobierno republicano pasó de estar compuesto por fuerzas republicanas a integrar a todos los partidos y sindicatos del Frente Popular incluyendo a los anarquistas— los asesinatos dejaron de realizarse en grupos reducidos para pasar a convertirse en matanzas en masa. En octubre sólo se realizarían dos sacas de las prisiones.

La primera de las sacas mencionadas tuvo lugar con presos de la cárcel de Ventas y se fundamentó en un escrito del Comité Provincial de Investigación Pública, más conocida como checa de Fomento donde se ordenaba a las autoridades de la prisión que se sirviera «poner a nuestra disposición los siguientes detenidos en esa cárcel», incluyendo a continuación catorce nombres[175]. De esta manera —nada excepcional como ya hemos visto— un organismo gubernamental ordenaba que se le entregaran determinados reclusos a los que, acto seguido, se procedía a fusilar.

A finales de ese mes, la cárcel celular fue objeto de una nueva saca. La cifra en esta ocasión se elevó a más de ochenta personas e incluía prisioneros de guerra[176]. Ciertamente, las cifras habían aumentado pero aún serían pequeñas en comparación con el horror que descendería sobre Madrid en noviembre.

Las matanzas de Aravaca

En noviembre, la administración del Frente Popular había decidido ya proceder al exterminio masivo de los considerados enemigos —un concepto que lo mismo podía incluir a un falangista que a una monja, a un militar que a un católico practicante, a un personaje contra el que se ansiaba venganza que a un propietario de un piso malquistado con el portero— mediante el expediente de realizar fusilamientos en masa. Con el pretexto de que se llevaba a cabo el traslado de los reclusos, éstos debían ser conducidos a un lugar aislado donde se procedería a asesinarlos para, a continuación, darles sepultura en gigantescas fosas comunes.

El 1 de noviembre de 1936, Manuel Muñoz, el director general de Seguridad, dio la orden de que se sacara de la cárcel de Ventas a treinta y un hombres con el pretexto de que iban a ser trasladados a Chinchilla[177]. Todos fueron fusilados encontrándose entre ellos once militares de los que ocho estaban retirados, y dos intelectuales como Ramiro de Maeztu, uno de los cerebros más importantes de la época, y Ramiro Ledesma Ramos, fundador de las JONS y traductor para Ortega y Gasset de textos filosóficos en alemán. Al ser sacados de la cárcel, uno de los detenidos increpó a los carceleros que dispararon en ese momento sobre él dándole muerte. Generalmente, se ha identificado a este personaje con Ramiro Ledesma pero tampoco falta quien afirma que fue, en realidad, un linotipista de ABC[178].

Por lo que se refiere a Ramiro de Maeztu, antes de salir de la prisión solicitó de José María Fernández, párroco de Getafe, que le absolviera lo que, al parecer, le confortó considerablemente. Ante el pelotón de fusilamiento diría a sus ejecutores: «¡Vosotros no sabéis por qué me matáis, yo sí sé por qué muero, porque vuestros hijos sean mejores que vosotros!».

Al día siguiente, tuvo lugar otra saca de la cárcel de Ventas nuevamente con destino al fusilamiento en el cementerio de Aravaca. En esta ocasión, se trató de treinta y seis hombres de los que ocho eran militares, seis de ellos retirados.

El 3, la checa de Fomento volvió a realizar una tercera saca de la cárcel de Ventas con destino a Aravaca. El número de fusilados ascendió a cuarenta de los que veintiocho eran militares. Sería la última con destino a esta localidad ya que las fuerzas enemigas se aproximaban ya a Madrid. Las tropas de Franco avanzaban en el flanco derecho hacia La Marañosa, en el izquierdo hacia Móstoles y en el centro hacia Getafe. El día 4, caían en manos del ejército nacional Fuenlabrada, Móstoles y Getafe. No habría más fusilamientos en Aravaca, Un lugar predilecto de la checa de Fomento para realizar sus asesinatos pero a esas alturas el número de víctimas de la represión frentepopulista en el lugar rondaba los tres centenares[179].

En agosto, se habían enterrado sesenta y siete personas en las fosas de la 3 a la 6; en septiembre, ciento veinte, en las fosas 7 a 10; en octubre y los tres primeros días de noviembre, ciento diez personas fueron sepultadas en las fosas 11 y 12[180]. Las cifras resultan ciertamente escalofriantes pero constituían apenas un prólogo para las grandes matanzas de noviembre de 1936.

Paracuellos

La decisión

Los fusilamientos realizados por fuerzas dependientes de los órganos de poder republicanos en Paracuellos siguen provocando caldeadas controversias a casi tres cuartos de siglo de distancia. No resulta extraño que así sea por cuanto se trató de las mayores matanzas de civiles realizadas durante el conflicto —a decir verdad, carecerían de paralelos en ambos bandos— y, de hecho, constituyeron un antecedente directo del exterminio realizado por las fuerzas soviéticas con los prisioneros de guerra polacos posteriormente enterrados en Katyn y del perpetrado por los nazis con poblaciones judías en episodios como Babi-Yar. Por añadidura, los crímenes de Paracuellos exceden la mera cuestión histórica para entrar en terrenos impregnados de discusión política que, incluso en la actualidad, siguen siendo sensibles. Precisamente esa última circunstancia es la que debería conducir al investigador histórico a esclarecer de una vez por todas las matanzas en lo referente a la decisión y la orden para que fueran realizadas, la ejecución de las mismas y su magnitud real. A estos aspectos dedicaremos el resto del capítulo.

La decisión sobre el exterminio físico de millares de reclusos detenidos en prisiones republicanas no partió de una sola instancia. Es ése un aspecto que ha permitido intentar eludir la responsabilidad precisamente a algunos de sus culpables a lo largo de décadas cuando, en realidad, como tendremos ocasión de ver, lo que pone de manifiesto es la extensión de las implicaciones que superaron notablemente a una persona, una organización o un aparato del estado republicano.

Que la idea de exterminar a todos los adversarios políticos formaba parte del sentir común de las fuerzas del Frente Popular es algo que puede verse con notoria claridad en los distintos órganos de expresión de las mismas. Milicia Popular, el portavoz del 5.° Regimiento comunista, afirmaba así a inicios de agosto[181]:

«En Madrid hay más de mil fascistas presos, entre curas, aristócratas, militares, plutócratas y empleados… ¿Cuándo se les fusila?» y unos días después instaba al exterminio con las siguientes palabras: «El enemigo fusila en masa. No respeta niños, ni viejos, ni mujeres. Mata, asesina, saquea e incendia… en esta situación, destruir un puñado de canallas es una obra humanitaria, sí, altamente humanitaria. No pedimos, pues, piedad, sino dureza»[182].

Mundo Obrero, por su parte, publicaba por las mismas fechas su «Retablo de ajusticiables» entre los que la gente de creencias religiosas disfrutaba de un siniestro lugar de honor pero del que no se salvaba ni siquiera «esa cucaracha asquerosa» que no era otra que Niceto Alcalá Zamora, antiguo presidente de la República, que, prudentemente, había optado por el exilio. El periódico Octubre en un número extraordinario de mediados de agosto[183] resultaba aún más explícito si cabe al afirmar:

«A esta hora no debía quedar ni un solo preso, ni un solo detenido. No es hora de piedad. La sangre de nuestros compañeros tiene que cobrarse con creces».

La república de 1931 había concluido y así lo expresaban de manera tajantemente obvia los distintos dirigentes del Frente Popular que ya abogaban por una nueva forma de «democracia» en la que, siguiendo el modelo soviético, habrían desaparecido segmentos enteros de la sociedad. José Díaz, secretario del PCE, podía afirmar:

«¡Democracia «para todos» no! Democracia para nosotros, para los trabajadores, para el pueblo, pero no para los enemigos»[184].

Por su parte, Andreu Nin, él personaje más relevante del POUM, resultaba aún más explícito:

«¿Es que la clase obrera que tiene las armas en la mano, en los momentos presentes ha de defender la república democrática? ¿Es que está derramando su sangre para volver a la república del señor Azaña? No, la clase trabajadora no lucha por la república democrática»[185].

Partiendo de ese contexto poco puede extrañar que semejante visión exterminadora contara incluso con el apoyo de los denominados intelectuales de izquierdas que legitimaban el uso de la violencia revolucionaria con verdadero entusiasmo. Eduardo Zamacois, uno de los escritores que con más profusión abogaría por el exterminio, describiría en tonos épicos el uso del terror:

«Madrid necesitaba purificarse y para los «emboscados» no había indulto. Pero esas podaciones no bastaban; el cáncer que roía la vida nacional empeoraba y el daño se aliviaría únicamente cuando el bisturí justiciero penetrase muy hondo. La cura por lo mismo revistió caracteres dramáticos. Llegada la noche la vigilancia se recrudecía y cualquier sombra, cualquier gesto, cobraban visos alarmadores. Tan pronto el alumbrado público extinguía sus luces, los milicianos que guardaban las esquinas no dejaban pasar a nadie sin dar el ¡Alto! Y ese grito y el relucir de los fusiles bajo el lívido claror estelar, expandían una emoción pavorosa en el absoluto silencio de la ciudad a obscuras»[186].

Un caso similar era el de María Teresa León, mujer a la sazón del poeta Rafael Alberti, que en su calidad de directora del periódico Ayuda del SRI instó al fusilamiento del conocido general republicano López Ochoa con el eufemismo de que «las masas lo ajusticien»[187].

La visión exterminadora no quedaba, desde luego, limitada a las soflamas de la prensa del Frente Popular ni tampoco a los intelectuales que escribían en ella. En realidad, nacía de una cosmovisión que ya se había ensayado en otros países, especialmente en la Unión Soviética, y que gozaba de notable aceptación por parte de las fuerzas políticas que detentaban el poder. En ellas se percibía claramente también el deseo de exterminar físicamente a segmentos íntegros de la sociedad a los que se consideraba enemigos. El día 6 de noviembre de 1936, por ejemplo, la diputada socialista Margarita Nelken se entrevistó con el director general de Seguridad, Manuel Muñoz Martínez, para instarle a que le diera la orden de entrega de los presos que debían ser fusilados. Muñoz Martínez, de Izquierda Republicana, así lo hizo según consta por el testimonio de uno de los escribientes de la dirección general de Seguridad llamado Jiménez Belles[188] haciendo entrega a la diputada del PSOE de un escrito para el director de la cárcel Modelo en el que se le ordenaba poner en sus manos a los presos que deseara y en la cantidad que estimara pertinente.

No puede ocultarse la especial gravedad de semejante hecho, el que una diputada, con la aquiescencia del director general de Seguridad, se apoderara de los detenidos para llevarlos directamente al holocausto. Sin embargo, las responsabilidades apuntan más arriba, hasta el propio gobierno republicano.

El 4 de noviembre, se había producido una nueva remodelación gubernamental en virtud de la cual los anarquistas —tan reacios por pura coherencia a entrar en órganos de gobierno— habían aceptado varias carteras ministeriales. El proceso había sido muy tenso porque la CNT había exigido cinco ministerios[189]. Contra esta pretensión se habían alzado el socialista Largo Caballero, que consideraba que se trataba de una imposición inaceptable, y el presidente de la república, Manuel Azaña, que no estaba dispuesto a que se nombrara ministro de Justicia a un exdelincuente como García Oliver ni tampoco a que Federica Montseny recibiera una cartera. Sin embargo, el 4 de noviembre Madrid estaba ya al alcance de la artillería de Franco y Largo Caballero llegó a un acuerdo con la CNT sobre la base de la concesión de cuatro carteras y Azaña acabó cediendo como en tantas otras ocasiones en las que la revolución le aterraba y quizá precisamente por ello se sometía a ella. Así, entraron en el gabinete Peiró en Industria, López Sánchez en Comercio y los citados Montseny y García Oliver. Éste apenas tomó posesión del cargo hizo llamar al secretario técnico de Prisiones, el republicano Antonio Fernández Martínez, para hacerle saber que la población penal debía reducirse por métodos drásticos. La conversación entre el recién nombrado ministro de Justicia y el secretario técnico de Prisiones nos ha sido transmitida por uno de los funcionarios del Ministerio llamado Manuel Guerrero Blanco:

«[…] llamó el entonces ministro de Justicia, García Oliver, de la FAI, al secretario técnico de Prisiones, el republicano Antonio Fernández Martínez, preguntándole cuál era la población penal en Madrid en aquellos momentos; éste le contestó que ascendía a la cifra de diez mil quinientos presos, replicándole García Oliver:

»—Serán quinientos.

»Sospechando la intención de la respuesta, dijo Fernández Martínez:

»—Desde luego son diez mil quinientos presos los que hay.

»Y entonces García Oliver puso de manifiesto sus criminales propósitos, al insistir de la siguiente manera:

»—Habrá diez mil quinientos, pero dentro de muy pocos días solamente tienen que quedar quinientos. —Y añadió—: Está visto que usted o no me entiende o no quiere entenderme»[190].

Seguramente, Fernández Martínez no deseaba entender lo que acababa de oír. De manera comprensible, fue cesado de su cargo y, como veremos, a no mucho tardar las palabras del ministro anarquista García Oliver se convirtieron en dramática realidad. Sin embargo, las matanzas iban a contar con más responsables directos y entre ellos ocuparían un lugar destacadísimo personajes vinculados con el primer gobierno que había practicado de manera sistemática el exterminio de sectores completos de una sociedad y con sus seguidores en España.

El día 29 de agosto de 1936, se establecieron plenas relaciones diplomáticas entre España y la URSS. El primer y único embajador soviético hasta la fecha era Marcel Rosenberg, un personaje que desaparecería en las purgas stalinistas incluso antes de que concluyera la guerra civil española. La llegada del embajador de la URSS a España fue saludada por entusiasmo por el PCE y por otros partidos y fuerzas obreras que veían en la nación gobernada por Stalin un modelo que había que seguir. No tan optimista era Azaña que temía las repercusiones que semejante paso podría tener ante la opinión pública internacional. No le cabía duda —y acertaba— de que si a la salida de diplomáticos provocada por el terror frentepopulista[191] se sumaba la llegada del embajador soviético, sería más difícil hacer creer que el Frente Popular era democrático en lugar de meramente revolucionario. De hecho, cuando el 4 de septiembre se remodeló el gabinete y entraron en él los primeros ministros comunistas, los temores de Azaña —que no podía comprender que la cartera de Instrucción Pública fuera ocupada por el comunista Hernández que ni siquiera tenía el bachillerato elemental— se vieron confirmados.

Sin embargo, la llegada del embajador de la URSS iba a tener consecuencias aún más importantes y, desde luego, extraordinariamente aceleradas. El 1 de octubre, cuando se celebró el último pleno de las Cortes —en el que se aprobó el Estatuto de Autonomía vasco— se gritó un «¡Viva Rusia!» que fue coreado con fervor por los asistentes pero nadie pronunció un «¡Viva España!»[192]. Menos de dos semanas después se procedía a trasladar las reservas de oro del Banco de España a la URSS y a la capital llegaban así los aparatos soviéticos RZ Natacha y SB Katiuska y los tanques T-26, además de los fusiles Mosin, los fusiles ametralladores Degtiarov y las ametralladoras Maxim. En paralelo, se entrenaban las Brigadas Internacionales —verdadero ejército organizado por la Komintern stalinista—[193] y los mandos soviéticos adquirían un peso decisivo en la defensa de Madrid. Mientras Góriev quedaba situado por encima del Estado Mayor republicano, la aviación era mandada por soviéticos como Tupikov, Jalzunov, Nesmeyanov o Kotov, por citar tan sólo a algunos.

Antes que ellos habían llegado los agentes de la Komintern y los expertos en propaganda —una disciplina en la que ciertamente la Komintern se había demostrado y se demostraría maestra— y en represión. Uno de ellos, Mijaíl Koltsov desempeñaría un papel notable en las matanzas que iban a producirse en noviembre y junto a él un joven socialista que estaba a punto de entrar en el PCE y que se llamaba Santiago Carrillo.

Los ejecutores

A inicios de noviembre de 1936, la situación se presentaba muy difícil para el gobierno del Frente Popular. A pesar de su superioridad inicial en términos materiales[194], no sólo no había conseguido contener el avance de los rebeldes sino que además éstos se hallaban en las cercanías de Madrid. La propaganda posterior a noviembre de 1936 haría referencia a un pueblo enardecido que se dedicaba febrilmente a llevar a cabo los preparativos encaminados a convertir Madrid en la «tumba del fascismo». Las fuentes de la época obligan a plantearse un cuadro muy diferente. Desde luego, los madrileños podían ser presa de muchos sentimientos pero entre ellos no se encontraba el entusiasmo revolucionario, quizá porque habían vivido en sus carnes la revolución desde hacía varios meses. Como indicaría uno de los corresponsales extranjeros en la capital de España refiriéndose a sus habitantes, «la mayoría de ellos no tenían interés alguno en la guerra ni les importaba quién la ganase con tal de verse aliviados de las penalidades y privaciones que les obligaban a soportar»[195]. Al respecto, las cifras se imponen claramente sobre el mito creado por la propaganda. La proporción de madrileños, y aun de milicias, en la defensa de Madrid fue escandalosamente minoritaria constituyendo la parte más numerosa la formada por la guarnición madrileña que contaba con recientes reemplazos. El hecho de que las columnas del ejército del centro ya estuvieran formadas por extremeños, manchegos, andaluces y levantinos y que además afluyeran a Madrid tropas de fuera que iban desde las Brigadas Internacionales a los anarquistas de Aragón y Cataluña redujo aún más la proporción de madrileños que lucharon contra el ejército nacional. Tampoco se corresponde con la verdad histórica la referencia a batallones de mujeres —aunque alguna hubo en el frente— o a la masiva afluencia de obreros. Madrileños hubo pocos y no escasos de entre ellos sacados a toda prisa de las cárceles y las checas por el comunista Líster para colocarlos en la primera línea de fuego[196].

Desde luego, esa falta de entuasiasmo no se les escapaba a los mandos políticos y militares conscientes del abismo que mediaba entre su propaganda y la realidad. El famoso comandante Carlos del 5.° Regimiento afirmaba casi un mes antes[197]:

«El pánico estúpido, el desaliento injustificado, la desconfianza hacia el pueblo son las causas de la situación actual. Es seguro que para eliminar esas causas hay que eliminar hombres […] Tenemos que fusilar sin piedad a quienes pronuncien palabras como éstas: «Nuestra aviación no nos defiende», «Voy a Madrid a informar», «Las otras compañías nos han abandonado».

De similar opinión debía de ser el gobierno del Frente Popular cuando a inicios de noviembre tomó la decisión de abandonar Madrid y trasladarse a Valencia. En momentos tan críticos, las preocupaciones del gobierno frentepopulista eran, fundamentalmente, dos. La primera consistía en la defensa de Madrid que fue encargada al general Miaja con un notable respaldo soviético y la segunda, el exterminio de los segmentos de la sociedad considerados no afectos al Frente Popular. Esta tarea —llamada «evacuación» con un eufemismo que después utilizarían los nazis durante el Holocausto— no se había llevado a cabo para el 6 de noviembre, algo que desesperaba al periodista —y agente— soviético Mijaíl Koltsov[198]. El que, al fin y a la postre, la realizaría sería un joven socialista, ya muy vinculado por esa época al PCE, llamado Santiago Carrillo.

Santiago Carrillo había nacido en Gijón, Asturias, el 18 de enero de 1915, en el seno de una familia en la que el cabeza, Wenceslao, llegó a ser un importante dirigente regional del PSOE y la UGT. De hecho, desde 1929 a 1931 Wenceslao Carrillo mantuvo una relación muy estrecha de amistad con Largo Caballero con el que se reunía los domingos en un merendero de la Dehesa de la Villa. Esa amistad pudo ayudar al joven Santiago a entrar en la imprenta de El Socialista pero fue Andrés Saborit, un concejal de Madrid del que se decía que podía hacer votar a los muertos, el que le puso en el camino de la promoción política. Así, entre 1929 y 1930 se convirtió en ayudante de la redacción. En 1930, Saborit le nombró además informador municipal.

Carrillo ya había ingresado en las Juventudes Socialistas de Madrid donde no tardó en ser elegido para su comité local. Desde ese momento, el joven se dedicaría sólo a la política. A esas alturas, Carrillo ya tenía como mentor a Lenin —al que no tardaría en añadir la figura de Stalin— y contaba con una definición bien clara de aquellos a los que consideraba enemigos. No deja de ser significativo que su primera reyerta tuviera lugar el 15 de diciembre de 1930 cuando atacó a algunos congregantes marianos de los Luises que vendían ejemplares del diario católico El Debate. Ese mismo día, Carrillo intentó ayudar a un grupo de revolucionarios del cuartel de Conde Duque que planeaban el derrocamiento de la monarquía. Entre los que colaboraban con Carrillo en esta empresa se hallaba Agapito García Atadell[199], un personaje al que ya nos hemos referido al hablar de las checas del PSOE.

La caída de la monarquía alfonsina se produjo cuando Santiago Carrillo tenía dieciséis años pero ya contaba con un porvenir potencial notable en el terreno de la política. Militaba, como ya hemos señalado, en el PSOE. Por su parte, el PCE era a la sazón una mera hechura de la Komintern que en 1932 impondría un grupo dirigente a su gusto nucleado en torno a José Díaz y a Pasionaria[200]. Sin embargo, a pesar de la diferenciación orgánica, el joven Carrillo no se hallaba tan distante de las posiciones comunistas[201] ya que, en realidad, iba a ser uno de los artífices de lo que se ha conocido como bolchevización del PSOE. Así, en la escuela socialista de verano celebrada en Torrelodones en 1933, a la que nos referimos en un capítulo anterior, dirigió una ofensiva de las Juventudes Socialistas encaminada a desacreditar a miembros históricos del PSOE como Indalecio Prieto y Julián Besteiro para imponer en su lugar a Francisco Largo Caballero ya aclamado como el «Lenin español». La actuación de Carrillo se vio coronada por el éxito y, de hecho, a finales de año le permitió apoderarse del control de la Federación de las Juventudes Socialistas[202].

El año 1934 resultó decisivo para Santiago Carrillo de la misma manera que lo sería para la Segunda República y para España. Si para el PSOE —y para buena parte del nacionalismo catalán— fue el momento señalado para intentar derribar a un gobierno legítimamente surgido de las urnas valiéndose de las armas, para Carrillo fue el año en que la Komintern decidió captarlo a su servicio. A la sazón, la Komintern desarrollaba un plan para que las Juventudes Comunistas, débiles y poco numerosas, intentaran la fusión con las socialistas como paso previo al control del movimiento socialista mundial por parte de Moscú. Según Carrillo contaría posteriormente, para sumarlo a ese programa, la Komintern se valió de una delegada de la Internacional Comunista Juvenil (KIM) que utilizaba el nombre de guerra de Carmen y que no le cayó precisamente bien[203]. Puede ser, pero resulta innegable que Carrillo no veía con malos ojos el plan moscovita y cuando en abril de 1934 fue elegido secretario general de las Juventudes Socialistas, los comunistas pudieron darse por satisfechos. No podía ser menos si se tiene en cuenta que por aquel entonces el retrato que había en el despacho de Carrillo no era otro que el de Stalin[204].

Cuando el 26 de julio de 1934 se celebró una de las reuniones en que las juventudes socialistas y comunistas planeaban la toma armada del poder, Carrillo asistió como delegado de la comisión ejecutiva de la Federación de Juventudes Socialistas. La propuesta de la citada reunión fue comunista y en ella se indicó de manera taxativa que el objetivo de la lucha inmediata sería el «poder soviético». Sólo se produjo un desacuerdo entre los jóvenes socialistas y comunistas cuando éstos últimos propusieron ampliar el frente único a las organizaciones juveniles republicanas. De hecho, Carrillo tenía una posición más radical que la expresada por los comunistas e insistió en avanzar hacia «la insurrección y la dictadura proletaria». Partiendo de esa base, no puede sorprender que Carrillo tuviera un papel de cierta relevancia en la organización de las milicias revolucionarias que debían «organizar la insurrección» según relata el socialista Juan Simeón Vidarte[205]. Sabido es de todos que el golpe armado socialista-nacionalista fracasó en octubre de 1934 y que una parte de sus planificadores fue detenida. Entre ellos se hallaba Carrillo, que pasó en prisión del 7 de octubre de 1934 al 17 de febrero de 1936.

En la cárcel, Carrillo estrechó lazos con Largo Caballero al que impulsaron aún más por el sendero del stalinismo los socialistas Luis Araquistáin y Julio Alvarez del Vayo. No deja, desde luego, de resultar revelador que en sus Memorias Carrillo denomine a esta estalinización de Largo Caballero identificación con «lo más avanzado del país»[206]. También trabó muy buenas relaciones con Vicente Uribe que era miembro de la dirección del PCE.

La llegada al poder del Frente Popular significó, como ya indicamos, la inmediata puesta en libertad de sus presos sin ningún respeto por las normas legales o procesales. Entre ellos, se encontraba Carrillo, que comenzó a reunirse con Vittorio Codovilla Medina, el agente principal que tenía la Komintern en España. A esas alturas, Carrillo ya era un submarino comunista que no tardaría en rendir servicios importantes a Moscú. Así, el 4 de abril de 1936 logró en el curso de un mitin celebrado en la plaza de las Ventas de Madrid la unificación formal de las juventudes socialistas y comunistas, que pasarían a denominarse Juventudes Socialistas Unificadas. Aunque Largo Caballero consideró que se trataba de un éxito del PSOE, en realidad, el logro sólo iba a beneficiar a los comunistas que eran muy escasos y, sin embargo, no tardarían en capitalizar la unificación.

A pesar de su enorme valor para la estrategia comunista, Carrillo, que se hallaba en julio de 1936 en París, tardó un mes en regresar a España posiblemente para no correr riesgos. Con posterioridad, Carrillo se ha referido a una vaga intervención militar en los combates pero las fuentes de la época llevan a pensar que nunca estuvo en el frente[207]. De hecho, El Socialista llegó a acusarle en el verano de 1936 de haber sido un cobarde también durante la revolución de 1934 hasta el punto de «vaciar su tripa, atribulada por el riesgo de su detención, fuera del lugar reservado para tales necesidades, hecho ocurrido en el estudio de un artista»[208].

Su conducta, dicho sea en honor de la verdad histórica, tuvo, desde luego, paralelos en otros dirigentes del Frente Popular como Claudín, Azcárate, Ignacio Gallego, Tomás García o López Raimundo de los que el comunista Líster afirmaría que «ninguno de ellos asomó la gaita por el frente ni una sola vez»[209]. Sin embargo, Carrillo no se limitó a emboscarse sino que mantuvo el contacto más estrecho con los asesores soviéticos en represión.

El 3 de noviembre, el diario La Voz lanzaba uno de tantos llamamientos para llevar a cabo lo que anarquistas, socialistas y comunistas habían repetido en distintas ocasiones que tenía que hacerse:

«Hay que fusilar en Madrid a más de cien mil fascistas camuflados, unos en la retaguardia, otros en las cárceles. Que ni un «quinta columna» quede vivo para impedir que nos ataquen por la espalda. Hay que darles el tiro de gracia antes de que nos lo den ellos a nosotros».

Aquel mismo día, se constituyó un tribunal popular en la cárcel de Porlier. El 4 se ordenó salir a la calle a los militares recluidos en la prisión y se les conminó a que se sumaran al ejército republicano. Tan sólo cuatro, para salvar la vida, aceptaron la exigencia. Esa misma tarde llegó la orden de trasladar a Chinchilla a un centenar de presos de los que treinta y siete eran militares. Abandonaron la prisión a bordo de seis camiones militares escoltados por dos unidades y varios coches ligeros[210]. A la madrugada siguiente, bajo la dirección de miembros del PCE, todos ellos fueron fusilados junto al cementerio de Rivas-Vaciamadrid.

El 5 de noviembre, Enrique Castro Delgado, jefe del 5.° Regimiento comunista, dio orden al grupo especial de su unidad denominado ITA para que destacara más de un centenar de patrullas especiales destinadas al control de las salidas y accesos de Madrid. A esas alturas, según confesión del propio Castro Delgado, las fuerzas fundamentales para la defensa de Madrid estaban en manos del PCE[211]. El control comunista iba a manifestarse ese mismo día en la exigencia de que se les entregaran en la cárcel Modelo listas con los nombres de los militares recluidos[212] y en la realización de la primera saca de la checa de San Antón. Se trató en este caso de cuarenta militares a los que de madrugada se fusiló cerca de Rivas-Vaciamadrid.

Mientras se llevaban a cabo estos asesinatos, Carrillo celebró una reunión con Melchor, Serrano Poncela, José Laín, Cazorla y Cuesta en la que les comunicó que iba a pedir la entrada en el PCE. Al día siguiente, 6 de noviembre, Enrique Castro Delgado recibió a Carrillo y a sus amigos en el seno del Partido Comunista. Semejante acto, cargado de simbolismo, allanaba el último obstáculo para que Carrillo entrara en la junta de defensa que se iba a encargar de regir Madrid a la marcha del gobierno del Frente Popular. Lo haría como consejero de Orden Público en un momento especialmente delicado, precisamente cuando el PCE ha decidido llevar a cabo un programa de exterminio en masa con el que están de acuerdo otras fuerzas del Frente Popular. Aquel mismo día, Mijaíl Koltsov, periodista y agente de la Komintern en España, se entrevistó con el Comité Central del PCE[213] y les instó a que procedieran a fusilar a los presos que había en las cárceles de Madrid. La sugerencia —¿u orden?— fue acogida sin rechistar, lo que no puede causar sorpresa dado el grado de sumisión que el PCE, como el resto de los partidos comunistas de la época, abrigaba hacia los dictados de Stalin.

Todavía el día 6 de noviembre, Enrique Castro Delgado se dirigió al 5.° Regimiento, convocó al comisario Carlos Contreras y le dijo:

«—Comienza la masacre. Sin piedad. La quinta columna de que habló Mola debe ser destruida antes de que comience a moverse. ¡No te importe equivocarte! Hay veces en que uno se encuentra ante veinte gentes. Sabe que entre ellas está un traidor pero no sabe quién es. Entonces surge un problema de conciencia y un problema de partido. ¿Me entiendes?».

Contreras, comunista duro, staliniano, le entiende.

«—Ten en cuenta, camarada, que ese brote de la quinta columna sale hoy mucho para ti y para todos.

»—¿Plena libertad?

»—Ésta es una de las libertades que el partido, en momentos como éstos, no puede negar a nadie»[214].

No se trataba únicamente de un deseo del Partido Comunista respaldado por un agente de la Komintern como Koltsov. En realidad, ya se daban todas las condiciones para que se convirtiera en realidad. Sobre las seis de la tarde de aquel mismo día, Santiago Carrillo acompañado de Cazorla acudió al Ministerio de la Guerra —donde acababa de celebrarse el Consejo de Ministros previo a la salida de la capital— y se entrevistó con Largo Caballero. Le espetó entonces que todo Madrid estaba al corriente de su huida, unas palabras que indignaron a Largo Caballero pero cuya veracidad hubo de reconocer. Acto seguido, Carrillo y Cazorla se dirigieron al Comité Central del PCE y mantuvieron una conversación con Checa, Mije, Antón y Diéguez que ya habían establecido contacto con el general Miaja, encargado de la defensa militar de la capital. Los comunistas decidieron entonces que no se produciría ninguna interrupción ni vacío de poder. Sin esperar al día siguiente, comenzaría a funcionar la Junta de Defensa. La consejería de Orden Público sería asumida por Carrillo con Cazorla de suplente[215]. El exterminio en masa podía dar comienzo.

La ejecución (I): las sacas del 7 de noviembre

La cercanía de las fuerzas de Franco no sólo se tradujo en la huida del gobierno republicano sino también en la disolución de algunos de sus órganos represivos como fue el caso de la tristemente célebre checa de Fomento. Sin embargo, la desaparición de esta checa vino acompañada de algunas medidas que garantizaran que no se detuviera la represión. Así, una parte de sus efectivos quedó integrada en las Milicias de Vigilancia de la Retaguardia (MVR) y por añadidura la checa designó a cinco miembros que se incorporaron al consejillo de la Dirección General de Seguridad[216]. De esos cinco, uno pertenecía al PCE y otro a las Juventudes Socialistas Unificadas, pero Carrillo se aseguró un predominio comunista designando presidente del consejillo a Segundo Serrano Poncela, un amigo íntimo suyo que había pasado de las Juventudes Socialistas Unificadas al PCE, y a tres consejeros comunistas más[217]. Aunque las diferentes tareas estaban distribuidas entre los diferentes miembros, la decisión final la tomaba Santiago Carrillo[218].

De esa manera, Serrano Poncela despachaba diariamente con Santiago Carrillo en la oficina de éste u ocasionalmente era Carrillo el que se desplazaba a la Dirección General de Seguridad para departir con Serrano Poncela. Precisamente en la Dirección General de Seguridad se llevaba «un libro registro de expediciones de presos para asesinarlos»[219]. De acuerdo con el comunista Ramón Torrecilla, uno de los miembros del consejillo, las expediciones de presos habrían sido entre veinte y veinticinco, de las que «cuatro [eran] de la cárcel Modelo, cuatro o cinco de la de San Antón, seis a ocho de la de Porlier, seis a ocho de la de Ventas […] de la cárcel Modelo se extrajeron para matar alrededor de mil quinientos presos»[220]. Los datos exactos de estas matanzas vamos a examinarlos a continuación.

El 7 de noviembre de 1936 amaneció con frío. Mientras las columnas nacionales de Barrón y Tella avanzaban por Carabanchel y las de Yagüe y Castejón penetraban por la Casa de Campo, Santiago Carrillo se dedicaba, según señala en sus Memorias, a «la lucha contra la quinta columna»[221]. Ya durante la noche anterior, tres agentes comunistas —entre ellos Torrecilla— se habían presentado en la cárcel Modelo y en San Antón para organizar las grandes sacas de presos con destino a la muerte. Se hallaban examinando las fichas y habían llegado más o menos a la mitad cuando se presentó Serrano Poncela y ordenó que los militares y burgueses saliesen de las galerías a las naves exteriores ya que los fascistas estaban avanzando y no podían ser liberados para convertirse en su refuerzo. Ordenó, por lo tanto, que los prepararan porque iban a llegar unos autobuses para trasladarlos. En respaldo de este acto se hallaban las órdenes dadas por Ángel Galarza, el ministro de la Gobernación, para que así se hiciera. En «tono malicioso», Serrano Poncela añadiría que se trataba de una «evacuación… definitiva»[222].

La orden de Serrano Poncela fue obedecida sin discusión. Torrecilla y sus acompañantes abandonaron la selección de fichas y entre las tres y las cuatro de la mañana se procedió a sacar a los seleccionados de las naves y a atarles las manos a la espalda uno a uno y ocasionalmente por parejas. Eran varios centenares de presos, en su mayoría, militares.

Serían sobre las nueve o las diez de la mañana, según la declaración de Torrecilla, cuando llegaron a la cárcel Modelo siete o nueve autobuses de dos pisos pertenecientes al servicio público urbano y dos autobuses grandes de turismo. En cada uno de los vehículos fueron introducidos sesenta o más detenidos con una custodia de entre ocho y doce milicianos. Finalmente, la expedición partió con algunos de los que habían llevado a cabo la selección de las fichas. Por lo que se refiere a Torrecilla, la vio partir y a continuación abandonó la cárcel[223].

La declaración del policía Álvaro Marasa[224] sirve además para confirmar algo ya meridianamente claro, el hecho de que la selección de los presos que iban a ser asesinados y las órdenes para su extracción corrían a cargo de las autoridades de Orden Público. La primera tarea la desempeñaba Serrano Poncela en colaboración con el consejo de la Dirección General de Seguridad. En todo momento, Serrano Poncela era informado de los fusilamientos a través de un policía llamado Lino Delgado que actuaba de enlace. Marasa difícilmente pudo resultar más claro en su descripción del método para llevar a cabo las matanzas:

«La expedición, en orden a quien la dirigía, se componía de dos momentos: entrega de presos, so pretexto de libertad, en que el agente mandado por Serrano Poncela se hacía cargo de ellos; fusilamiento de los mismos, en que el jefe de las milicias Federico Manzano o su delegado organizaban la matanza, la realizaban y cuidaban de que ningún detenido quedase con vida. El fusilamiento realizado, la misión de todos ellos había terminado y volvían a Madrid sin enterrar los cadáveres».

Marasa era un testigo privilegiado de las matanzas en la medida en que en dos ocasiones había intervenido con la misma delegación en la evacuación de presos de la cárcel de Ventas que fueron trasladados a la prisión de Alcalá de Henares. Además conocía sobradamente a los agentes que se habían encargado de las distintas expediciones:

«Andrés Urresola Ochoa se encargó de las expediciones de la cárcel de General Porlier como delegado de Serrano Poncela y en una ocasión de una de la Modelo. Agapito Sáinz de las de la cárcel de San Antón con el mismo carácter. Luis Colina intervino en una de la cárcel Modelo en unión de Urresola y Aroca. El dicente (Marasa) fue siempre acompañado de Manuel Tellado. Y el jefe de este grupo de agentes como antes se dijo era Santiago Álvarez Santiago».

Difícilmente, los datos podrían resultar más obvios. Los custodios y asesinos de los reclusos no eran otros que miembros de las Milicias de Vigilancia de la Retaguardia situadas bajo control comunista del consejo de la Dirección de Seguridad, el delegado de Orden Público y su jefe, el consejero de Orden Público Santiago Carrillo que no dejaba de mantenerse al corriente de lo sucedido gracias a los informes de Serrano Poncela.

Las operaciones de exterminio comenzaron cuando el día 7 de noviembre, hacia las cuatro de la mañana, las milicias llegaron a la cárcel de San Antón y realizaron una saca de unos doscientos hombres. En 1982, el alcalde de Paracuellos, Ricardo Areste Yebes, le contaría a Ian Gibson cómo los reclusos habían llegado a la localidad a bordo de tres autobuses donde sobre las ocho de la mañana habían sido fusilados en masa[225].

Poco antes de que se produjera la primera saca se había presentado en la cárcel Modelo Felix Schlayer, encargado de negocios de Noruega. Le acompañaba el doctor Henny, delegado de la Cruz Roja. Schlayer iba en busca del padre del historiador Ricardo de la Cierva, abogado de la legación que el día 27 de septiembre había sido detenido en el aeropuerto de Barajas cuando estaba a punto de huir de Madrid. La detención la había llevado a cabo personalmente Muñoz, el director General de Seguridad. Schlayer pretendía la puesta en libertad de Ricardo de la Cierva sabedor del destino de tantos detenidos por las instituciones del Frente Popular. Se encontró entonces con que, a pesar de que Giner, Prieto y Negrín se manifestaron comprensivos hacia su preocupación, sin embargo, ni Largo Caballero ni Angel Galarza tenían la menor intención de proceder a ordenar su puesta en libertad.

Schlayer captó entonces que en las cercanías de la cárcel Modelo no sólo había una concentración considerable de efectivos sino también de autobuses. Cuando en la cárcel le informaron de que iban a trasladar a ciento veinte oficiales a Valencia para evitar que cayeran en manos del enemigo, Schlayer se precipitó a la Dirección General de Seguridad. Se trataba del inicio de un apresurado peregrinaje iniciado por el diplomático para salvar la vida de inocentes ya que sospechaba que las fuerzas de Orden Público republicanas tenían intención de darles muerte.

En la Dirección General de Seguridad confirmaron a Schlayer las noticias que le habían dado en la cárcel Modelo. El diplomático se dirigió entonces a la cárcel de mujeres y una vez más a la Dirección General de Seguridad donde le informaron —erróneamente— de que el responsable de Orden Público era Margarita Nelken. Conociendo los antecedentes de la diputada socialista —a la que ya nos hemos referido por su postura acerca de la represión— Schlayer solicitó y consiguió del cuerpo diplomático que se enviara un mensaje al general Miaja para evitar lo que parecía evidente. El militar quitó importancia al asunto e incluso en el curso de una visita que le realizó esa tarde Schlayer le aseguró que a los presos «no les tocarían ni un pelo». El diplomático aprovechó entonces para interesarse por De la Cierva y recibió nuevamente promesas de Miaja en el sentido de que no había razón para inquietarse. Eran a esas alturas las cinco y media de la tarde y hacía ya dos horas que De la Cierva había sido asesinado. El padre del futuro historiador había sido fusilado con otros ochocientos presos en la primera saca de la Modelo con destino a Paracuellos. De los fusilados, veintinueve eran sacerdotes y religiosos.

La metodología utilizada para llevar a cabo la matanza fue minuciosa. Los detenidos habían sido despojados de cualquier equipaje y atados con bramante de dos en dos o bien con las manos a la espalda. Al no llevar pertenencias consigo, eran conscientes de que los iban a asesinar. A bordo de una veintena de autobuses de dos pisos de la empresa municipal, llegaron hasta Paracuellos. Allí les obligaron a bajar y, tras dividirlos en grupos formados por un número de personas que iba de diez a veinticinco, se les ordenó caminar hasta las fosas colectivas preparadas para darles sepultura[226]. Una vez situados al borde de las zanjas, un grupo de treinta a cuarenta milicianos abría fuego sobre los reclusos. A continuación, se daba el tiro de gracia a los desdichados. Acto seguido, unos doscientos enterradores reclutados de entre los considerados «fascistas» en las poblaciones cercanas procedían a arrojar los cadáveres a las zanjas y taparlos con tierra[227].

La existencia de las fosas —siete en total con una capacidad realmente extraordinaria—[228] demuestra hasta qué punto las matanzas no fueron improvisadas ni constituyeron un proyecto de última hora. Por el contrario, ponen de manifiesto la misma frialdad destinada a realizar exterminios masivos que se vería después en las matanzas perpetradas por los soviéticos en Katyn o por los nazis en Babi Yar. En todos estos casos, el ocultamiento de las masas de detenidos se iba a llevar a cabo en grandes fosas.

Mientras tanto, a pesar de las palabras supuestamente tranquilizadoras de Miaja, Schlayer no cesaba en sus gestiones para lograr la liberación de un ya asesinado Ricardo de la Cierva. Intentó así mantener una entrevista con Santiago Carrillo que le dio hora para las siete y media. Esperando a que llegara el momento de la cita, Schlayer volvió a dirigirse a la Modelo. Allí se confirmaron sus peores sospechas. El director de la institución penitenciaria le informó de que había partido con el convoy que supuestamente se dirigía a Valencia tras entregarlo a un comunista llamado Ángel Rivera. Tras obtener esta nueva información, Schlayer recogió al delegado de la Cruz Roja y se encaminó a su entrevista con Santiago Carrillo.

El consejero de Orden Público podía ser joven pero, ciertamente, demostró una notable astucia. En el curso de una conversación muy dilatada, prodigó a los dos diplomáticos todo tipo de palabras destinadas a infundirles tranquilidad. Insistió, por supuesto, en que los presos estaban seguros y en que no se producirían matanzas. A pesar de todo, Schlayer tuvo la sensación de que Carrillo le mentía y le hizo referencia a los datos con que contaba. Carrillo le dijo que ignoraba a qué se refería, una afirmación que a Schlayer le pareció «inverosímil». En el curso de los días siguientes, no sólo continuaron las sacas sino que Schlayer constató que Miaja y Carrillo no hacían nada para impedir las matanzas. «Y —como escribiría tiempo después— entonces sí que no podían alegar desconocimiento ya que estaban informados por nosotros»[229].

Aquel día se produjo también una segunda saca de la Modelo aunque menos numerosa. Sus doscientos componentes fueron fusilados también en Paracuellos cuando ya había anochecido y la luz que recibían era la de los faros de los vehículos.

Sobre las nueve de la noche, tras su entrevista con Carrillo, Schlayer regresó a la legación donde le dieron la noticia de que Ricardo de la Cierva se encontraba en libertad. Volvió inmediatamente a la Modelo y allí supo que se habían llevado a otros detenidos en el curso de nuevas sacas nocturnas. Supo entonces que un amigo comunista, responsable de una galería, se había ofrecido a esconder a Ricardo de la Cierva pero éste se había negado a aceptar el ofrecimiento porque estaba encargado de la farmacia y pensaba que podría seguir ayudando desde ella a sus compañeros de reclusión. Ese gesto altruista era precisamente el que le iba a costar la vida. Schlayer abandonó la prisión justo en el momento en que entraban en ella para pernoctar algunos efectivos de la XI Brigada Internacional que llegaban para combatir en la defensa de Madrid. Con un gesto realmente macabro, algunos de los interbrigadistas se llevaron el canto de la mano al cuello en señal de cortarlo mientras miraban a los detenidos en la prisión.

La ejecución (II): del 8 al 17 de noviembre

El 8 de noviembre, el diario comunista Mundo Obrero publicaba un texto claramente revelador: «A la quinta columna, de la que quedan rastros en Madrid, se debe exterminar en un plazo de horas». Ese mismo día Carrillo y Pasionaria intervenían en un mitin celebrado en el Monumental Cinema de Madrid para elevar la moral de los defensores de la capital. Desde luego, no era para menos. En contra de lo que repetiría después la propaganda republicana, la población de Madrid mostraba una inquietante pasividad frente al avance de las fuerzas de Franco. Mientras que había ciento veinte mil madrileños que recibían su ración diaria de rancho, a las trincheras sólo acudían treinta y cinco mil —de los que muy pocos eran naturales de Madrid— y a cavarlas seis mil[230]. A esa atonía debió de contribuir no sólo que buena parte de la población no simpatizaba con el Frente Popular sino el horror comprensible de muchos madrileños ante los crímenes perpetrados por partidos, sindicatos y organismos gubernamentales durante los últimos meses. La propaganda frentepopulista insistía en las atrocidades cometidas por las fuerzas de Franco pero no da la sensación de que la mayoría de los madrileños pensara que pudieran ser peores que las que había perpetrado el Frente Popular.

El 8 de noviembre, de madrugada, tuvo lugar una nueva saca de la Modelo. La metodología para llevar a cabo las matanzas en masa fue la misma que la practicada el día anterior. Primero, se privó a los detenidos de todos sus objetos personales, señal inequívoca de que la evacuación tenía como destino final la muerte. A continuación, se procedió a atar con bramante a los condenados y luego se les subió en vehículos con destino a Paracuellos. Allí fueron también ametrallados y arrojados a gigantescas fosas comunes. El médico de la prisión informaría a uno de los reclusos de que se habían llevado a mil treinta y nueve reclusos y los habían matado a todos[231].

Ese mismo día, las fuerzas de Franco siguieron avanzando. Mientras las tropas de Mola progresaban hacia el foso del Manzanares y las de Delgado Serrano irrumpían en la Casa de Campo por el Batán, Yagüe se hacía con el control del cerro Garabitas. Frente a esta progresión lenta pero firme, Miaja movilizó a las Brigadas Internacionales recientemente llegadas a la capital[232].

Entre los días 9 y 17 de noviembre de 1936 siguieron teniendo lugar en Madrid asesinatos pero no grandes sacas. El último día, llegó a Madrid Melchor Rodríguez, que había sido nombrado director de Prisiones. Rodríguez era anarquista pero, lejos de compartir el culto por la violencia y las tácticas exterminadoras llevadas a cabo durante los últimos meses por la CNT y la FAI, tenía la firme voluntad de cumplir con su deber de acuerdo con los principios más elementales de la legalidad y la decencia. No sorprende, por lo tanto, que los comunistas, entregados a la tarea de exterminar a millares de detenidos, le impidieran hacerse cargo de su puesto.

El día 10, el consejillo de Orden Público celebró una sesión en la que se informó puntualmente de los asesinatos en Torrejón de Ardoz de los presos transportados en cinco autobuses grandes y en Paracuellos de todos los demás. En el curso de la misma reunión, Serrano Poncela se dedicó además a explicar los criterios de selección de los que debían ser asesinados comenzando por los militares con graduación superior a la de capitán y siguiendo con todos los falangistas y todos los derechistas. A continuación se establecieron comisiones para encargarse de cada apartado y delegados del consejillo para cada cárcel[233]. No iban a estar ociosos ni tampoco se iban a limitar a las categorías expuestas. Esa misma madrugada, por ejemplo, fueron asesinadas diez monjas adoratrices en las tapias del cementerio del Este.

A esas alturas, las noticias sobre los fusilamientos en masa eran más conocidas de lo que hubieran deseado los verdugos. Manuel Irujo, ministro del PNV en el gobierno del Frente Popular, se puso en contacto con Matallana, colaborador militar del general Miaja, para aclarar las noticias que le habían llegado de los fusilamientos. Matallana le comentó a Irujo que Miaja no sabía nada de lo que le decía —lo que era una mentira absoluta puesto que, como mínimo, Schlayer le había informado de ello la tarde del 7 de noviembre— y el peneuvista decidió ponerse en contacto con el ministro Galarza. Resultaba ya muy difícil esconder lo que estaba sucediendo y Galarza decidió alterar los hechos de una manera que, en apariencia, libraba de responsabilidades a las autoridades del Frente Popular. Así le dijo a Irujo que, efectivamente, se habían producido fusilamientos pero que se habían debido a la acción de familiares de las víctimas de los bombardeos realizados en Madrid por la aviación de Franco durante los primeros días de noviembre, víctimas que habrían ascendido a 142 muertos y 608 heridos en el primer bombardeo y 32 muertos y 382 heridos en el segundo. Todos los datos proporcionados por Galarza a Irujo eran rotundamente falsos. De hecho, del 1 al 6 de noviembre de 1936 no hubo bombardeos sobre Madrid ni, lógicamente, víctimas. El día 7 sí se produjo un bombardeo que, efectivamente, causó un muerto. Desde luego, no podían haber sido los familiares de las víctimas de unos inexistentes bombardeos los que habían llevado a cabo los fusilamientos. Como ya hemos visto, éstos obedecían a un plan claramente concebido y llevado a cabo por las autoridades del Frente Popular con respaldo de algún agente soviético como Koltsov.

El 11, Carrillo dictó y firmó una orden de la consejería sobre la organización de los servicios de investigación y vigilancia. En ella se daba carta de naturaleza legal a lo que era una realidad desde hacía varias jornadas, el que Serrano Poncela, delegado de Orden Público, era un simple delegado de la consejería cuya titularidad ostentaba Carrillo. No contaba éste a la sazón con menos de cinco mil hombres para llevar a cabo sus funciones de represión. Se trata de un dato de enorme importancia si tenemos en cuenta que a la sazón en torno a Madrid se libraba una encarnizada batalla en la que todos los efectivos que pudieran movilizar ambos bandos eran pocos. Incluso en tan difíciles circunstancias, las autoridades republicanas consideraron que podían destinarse cinco mil hombres a tareas represivas. Como previamente habían considerado los bolcheviques y después harían los nazis, el denominado frente interno tenía tanto valor como el bélico.

Ese mismo día 11 tuvo lugar una reunión de la Junta de Defensa. En el curso de la misma, Carrillo recabó —y le fue confirmada— la autoridad sobre los traslados de presos. Además, reconoció que la «evacuación» había tenido que ser suspendida por «la actitud adoptada últimamente por el cuerpo diplomático». Ahora iba a reanudarse bajo su directa supervisión.

Al día siguiente, 12 de noviembre, Carrillo pronunció un discurso incendiario en Unión Radio[234] donde afirmó, entre otras cosas, que la quinta columna estaba en camino de ser aplastada y que los restos que de ella quedaban en los entresijos de la vida madrileña estaban «siendo perseguidos y acorralados con arreglo a la ley, con arreglo a todas las disposiciones de justicia precisas; pero sobre todo con la energía necesaria»[235].

Por mucho que Carrillo hiciera referencia a la ley y a las disposiciones de la justicia, el cuerpo diplomático distaba mucho de creerse la versión oficial dada por las autoridades del Frente Popular. La verdad resultaba tan difícil de ocultar que la Junta de Defensa acabó publicando en la prensa del 14 de noviembre una nota en la que calificaba de «infamia» los rumores sobre los fusilamientos y a continuación afirmaba que «ni los presos son víctimas de malos tratos, ni menos se debe temer por su vida»[236]. Difícilmente se podría concebir una falsedad más cínica destinada además a cubrir la práctica continuada de asesinatos en masa.

Sin embargo, las mentiras de la Junta no iban a convencer a los interesados en el destino de los detenidos. Al no tener noticias de que su amigo Ricardo de la Cierva hubiera llegado a su supuesto destino en una prisión de Levante y habiendo oído además informaciones sobre unos enterramientos en Torrejón, Felix Schlayer se trasladó a la localidad. Allí, un agricultor con el que tenía cierta amistad le informó sobre una actividad desusada en el pueblo cercano de Paracuellos. Acompañado del encargado de Negocios de Argentina, Schlayer llegó al castillo y finca de Aldovea donde encontró una fosa muy profunda que había sido ocupada recientemente. De su interior, mal tapado, salía un fuerte hedor a cuerpos putrefactos. Se trataba de los cadáveres de quinientas personas asesinadas el día 8.

Schlayer volvió unos días más tarde por la carretera de Aragón para realizar indagaciones en Paracuellos. En la localidad descubrió las fosas del 7 de noviembre que habían sido cavadas con antelación a las matanzas y también averiguó que la zanja de Torrejón había sido utilizada para intentar ocultar los asesinatos del día 8 de noviembre. Con horror, el diplomático escandinavo había dado con los dos cementerios de las grandes sacas de inicios del mes de noviembre. Sin embargo, las matanzas distaban mucho de haber llegado a su final.

La ejecución (III): la segunda oleada de sacas

La Junta de Defensa había fracasado en sus intentos de engañar al cuerpo diplomático, pero no tenía la menor intención de detener las matanzas en masa. El 16 de noviembre, dos días después de que se hiciera público su comunicado negando la existencia de fusilamientos, se trasladó a todos los presos que se encontraban en la Modelo. Mil quinientos de ellos fueron llevados a San Antón, dos mil quinientos a Porlier y otros mil a Ventas. Semejante traslado de reclusos provocó un hacinamiento insoportable en las prisiones pero, al menos, no hubo víctimas mientras se llevó a cabo.

Al día siguiente, Santiago Carrillo se desplazó a Valencia como parte de una comisión enviada por el general Miaja para zanjar las diferencias existentes entre la Junta de Defensa y el gobierno. A esas alturas, Largo Caballero comenzaba a darse cuenta del peso enorme que estaba adquiriendo el PCE —el embajador soviético llegó a intervenir como mediador entre ambas instancias— pero no sospechaba que Santiago Carrillo ya se había afiliado al Partido Comunista y actuaba como uno de sus agentes más eficaces. Por supuesto, Carrillo se guardó muy bien de comentárselo. Al fin y a la postre, la comisión de la Junta de Defensa regresó con rapidez a Madrid. La capital era ahora escenario de una segunda oleada de sacas que duraría hasta el 4 de diciembre[237].

De Porlier se realizaron siete sacas desde el 18 de noviembre al 3 de diciembre. Fueron sacados 37 presos el 18 de noviembre, 253 el día 24, 24 el día 25, 44 el día 26, 24 el día 30, 19 el día 1 de diciembre y 73 el día 3 de diciembre. Las órdenes de excarcelación fueron firmadas por Serrano Poncela y los presos, entregados a Andrés Urresola y a Álvaro Marasa. Todavía el 4 de diciembre se llevarían a cabo otras dos sacas de las que una llegó sin víctimas a Alcalá de Henares y otra terminó en una nueva matanza en Paracuellos.

En el caso de la cárcel de Ventas, el inicio de la segunda oleada de asesinatos emanó de una orden de 18 de noviembre firmada por el subdirector general Vicente Giraute. Como en ocasiones anteriores, no fueron pocos los presos —superaron los trescientos— a los que se dio orden de libertad tan sólo para encubrir que se les llevaba al matadero de Paracuellos. El policía Marasa sería uno de los encargados de conducir a los presos ante las grandes fosas previamente excavadas para que allí se les diera muerte en masa y, ocasionalmente, Rascón, uno de los miembros del consejillo, los rematara a tiros[238].

La técnica del exterminio en masa seguía siendo la misma que la practicada a inicios de noviembre, pero ahora la Junta de Defensa pretendió dar a los actos un aspecto de legalidad e instituyó unos tribunales populares que previamente condenaban a los destinados a la muerte. Hasta qué punto semejantes actos no pasaron de ser una farsa puede desprenderse del hecho de que tan sólo en la cárcel de San Antón, donde comenzaron el 21 de noviembre, en tres días llegaron a celebrarse mil ochocientos juicios[239]. La justicia denominada revolucionaria no pasaba de ser, como en tantas ocasiones antes y después en la Historia, un cruento simulacro del que sólo brotaban sentencias condenatorias para personas a las que previamente se había decidido arrancar la vida.

El 27 de noviembre, después que en otras prisiones, se iniciaron las sacas en San Antón. En algún caso, que sus protagonistas no pudieron dejar de ver cómo providencial, se produjo la salvación de los condenados. Así, por ejemplo, uno de los autobuses, conducido por milicianos del PCE que se expresaban claramente en el sentido de que todos los presos iban a ser asesinados, se extravió y en lugar de llegar a Paracuellos apareció en Alcalá de Henares[240]. De esa manera inesperada salvaron así la vida los hermanos Rafael y Cayetano Luca de Tena. No tuvo la misma fortuna el dramaturgo Pedro Muñoz Seca[241] que, al ser incorporado a la saca siguiente, terminó fusilado en Paracuellos.

Ese mismo día 27 llegaron a San Antón nuevas órdenes de Serrano Poncela ordenando la puesta en libertad de más reclusos. Según el método habitual, al día siguiente, a esos detenidos se les incluyó en dos sacas cuyos miembros terminaron también siendo asesinados en Paracuellos[242]. El día 29 de noviembre tuvo lugar una nueva saca en el curso de la cual fue asesinado entre otros muchos Arturo Soria Hernández, hijo del urbanista creador de la Ciudad Lineal[243]. El 30, se efectuaría la última saca de San Antón. Cuando concluyeran, finalmente, las matanzas de aquellos días, millares de madrileños habrían sido asesinados por las fuerzas de la Junta de Defensa cuya Consejería de Orden Público se hallaba dirigida por el comunista Santiago Carrillo[244].

Sobre la responsabilidad ejecutora de Carrillo no tenía entonces duda ninguno de los que supieron de lo que estaba sucediendo —como no la han tenido después los familiares de los asesinados ni los estudiosos del tema— ya formara parte del cuerpo diplomático como Felix Schlayer o de las autoridades republicanas. Al respecto, no deja de ser significativo que el nacionalista vasco Galíndez en sus memorias del asedio de Madrid no permitiera alternativas sobre la personalidad de aquellos en los que residían las responsabilidades. En 1945 escribiría:

«El mismo día 6 de noviembre se decide la limpieza de esta quinta columna por las nuevas autoridades que controlaban el Orden Público. La trágica limpieza de noviembre fue desgraciadamente histórica; no caben paliativos a la verdad. En la noche del 6 de noviembre fueron minuciosamente revisadas las fichas de unos seiscientos presos de la cárcel Modelo y, comprobada su condición de fascistas, fueron ejecutados en el pueblecito de Paracuellos del Jarama. Dos noches después otros cuatrocientos. Total, mil veinte. En días sucesivos la limpieza siguió hasta el 4 de diciembre. Para mí, la limpieza de noviembre es el borrón más grave de la defensa de Madrid, por ser dirigido por las autoridades encargadas del orden público»[245].

El testimonio de Galíndez no está desprovisto de inexactitudes como la de calificar de «fascistas» a los asesinados cuando lo cierto es que un número bien considerable de ellos nada tenían que ver con el fascismo y eran simples militares, sacerdotes ordinarios e incluso republicanos históricos. También es un tanto sospechosa la manera en que minimiza el número de muertos al hacer referencia únicamente a las matanzas del 6 y 7 de noviembre y, como hemos tenido ocasión de ver, al situar la decisión de llevar a cabo los fusilamiento en el primer día citado. Sin embargo, difícilmente puede ser más claro a la hora de localizar las responsabilidades. De hecho, el PNV, que contaba con dos checas en Madrid[246], estaba más que al corriente de la represión llevada a cabo en la zona controlada por el Frente Popular. No sólo eso. Hay que decir que incluso Irujo, el peneuvista que formaba parte del gobierno frentepopulista, protestó por las matanzas que se estaban llevando a cabo aunque, también esto es cierto, ni las denunció ni tampoco dimitió en señal de protesta por los crímenes. Estos datos —junto con la responsabilidad directa y esencial de Carrillo en millares de crímenes— han sido confirmados de manera irrefutable tras la apertura de los archivos de la antigua URSS. Al respecto, existe un documento[247] de enorme interés emanado del puño y letra de Gueorgui Dimitrov, factótum a la sazón de la Komintern o Internacional Comunista. El texto, de 30 de julio de 1937[248], está dirigido a Voroshulov y en él le informa de la manera en que prosigue el proyecto de conquista del poder por el PCE en el seno del gobierno del Frente Popular. El documento reviste una enorme importancia pero nos vamos a detener en la cuestión de las matanzas realizadas en Madrid que Dimitrov menciona en relación con el peneuvista Irujo:

«Pasemos ahora a Irujo. Es un nacionalista vasco, católico. Es un buen jesuita, digno discípulo de Ignacio de Loyola. Estuvo implicado en el escándalo bancario Salamanca-Francia. Actúa como un verdadero fascista. Se dedica especialmente a acosar y perseguir a gente humilde y a los antifascistas que el año pasado trataron con brutalidad a los presos fascistas en agosto, septiembre, octubre y noviembre. Quería detener a Carrillo, secretario general de la Juventud Socialista Unificada[249], porque cuando los fascistas se estaban acercando a Madrid, Carrillo, que era entonces gobernador, dio la orden de fusilar a los funcionarios fascistas detenidos. En nombre de la ley, el fascista Irujo, ministro de Justicia del gobierno republicano, ha iniciado una investigación contra los comunistas, socialistas y anarquistas que trataron con brutalidad a los presos fascistas. En nombre de la ley, ese ministro de Justicia puso en libertad a cientos y cientos de agentes fascistas detenidos o de fascistas disfrazados. En colaboración con Zugazagoitia, Irujo está haciendo todo lo posible e imposible para salvar a los trotskystas y sabotear los juicios que se celebran contra ellos. Y hará todo lo que pueda para que se les absuelva. Este mismo Irujo estuvo en Cataluña en los últimos días con su jefe Aguirre, el famoso presidente de la famosa república vasca. Mantuvieron reuniones secretas con Companys para preparar la separación de Cataluña de España. Están intrigando en Cataluña donde afirman: os espera el mismo destino que a la nación vasca; el gobierno republicano sacrificó a la nación vasca y también sacrificará a Cataluña».

El retrato de Irujo que Dimitrov realizó en este informe no resulta ciertamente amable. De él se nos dice que era hipócrita, corrupto y desleal al colaborar con los nacionalistas catalanes en la preparación de la secesión de Cataluña. Sin embargo, lo que más parece irritar a Dimitrov es que era «un auténtico fascista», una calificación extensible, al fin y a la postre, a todo aquel que no estuviera dispuesto a someterse a los dictados de Moscú. En el caso de Irujo, esa conducta se expresaba en dos cuestiones esenciales para los soviéticos. Una que estaba intentando detener la purga de aquellos elementos de izquierda que no podían ser controlados por Stalin y que se estaba llevando ya a cabo. Otra, especialmente importante para nuestro estudio, que intentaba que el peso de la ley cayera sobre el comunista Carrillo que era el que había dado la orden de las matanzas sucedidas en Madrid. Ni que decir tiene que Irujo no consiguió ninguno de sus objetivos en el seno de un gobierno que, crecientemente, se hallaba controlado por las decisiones de Moscú y que se encaminaba hacia un modelo de dictadura similar al que se impuso en los distintos países del este de Europa después de la segunda guerra mundial. No es menos cierto que tampoco denunció lo sucedido ni adoptó medidas de protesta o de repulsa pública[250]. Mantuvo, por el contrario, su puesto en el gobierno y, a la vez, celebró reuniones con los nacionalistas catalanes para descuartizar España. Ciertamente, el PNV tenía un conjunto de prioridades obvio.

Amparado en la cercanía del combate —un combate en el que, dicho sea de paso, no participaron en lo más mínimo— Carrillo y sus secuaces hubieran podido continuar las matanzas durante las siguientes semanas. Si no fue así se debió a un factor inesperado.