Hacia el exterminio en masa:
las primeras sacas
Uno de los mayores problemas con los que se enfrenta un sistema represivo que cuenta entre sus objetivos con el exterminio de un sector de la población es el de acelerar un proceso que, muy pronto, se contempla lastrado por lo que se considera una enorme lentitud. Para los verdugos, semejante problema acaba solventándose mediante la utilización de métodos masivos de realización de las matanzas que permitan deshacerse en una sola acción de centenares o incluso millares de víctimas. Ya hemos examinado, de manera sucinta bien es verdad, la manera en que el sistema soviético articuló desde muy pronto organismos encaminados a esas tareas de aniquilación propias del denominado por el propio Lenin «terror de masas». En otro lugar hemos estudiado asimismo la manera en que los jerarcas nazis encargados de la perpetración del Holocausto fueron adoptando nuevos métodos que les permitieron acelerar —y maximizar— el proceso de exterminio de los judíos[160]. Algo muy similar sucedió en la zona controlada por el gobierno del Frente Popular donde segmentos enteros de la población estaban destinados, con la colaboración de todas las organizaciones políticas y de los mismos aparatos del Estado, a convertirse en víctimas del saqueo, de la tortura y, finalmente, del asesinato.
La posibilidad de que los adversarios, reales o supuestos, del Frente Popular dejaran de ser eliminados mediante el trágicamente conocido «paseo» y abandonados en las cunetas para ser asesinados en grupos mayores a los que se daría sepultura en grandes fosas colectivas apareció, como hemos indicado en un capítulo anterior, ya en los primerísimos días de la revolución. Con todo, pasaría un mes desde el inicio de la guerra antes de que se llevara a cabo y en sus primeros momentos implicó en las responsabilidades directas de los crímenes a otra de las ramas de la administración estatal, la relacionada con las instituciones penitenciarias.
La cárcel Modelo de Madrid recibió este apelativo precisamente porque seguía las directrices de lo que a la sazón se consideraba el sistema más avanzado de construcción y trazado de penitenciarías. Su forma era la de una estrella de cinco brazos que entre sí contaban con otros tantos patios destinados al recreo de los reclusos. Cada galería estaba incomunicada de las otras por la parte central aunque resultaba posible la comunicación entre los diferentes pisos.
El emplazamiento de la prisión resultaba ideal limitando al norte con la Ciudad Universitaria, al oeste con el cuartel del Paseo de Moret, el Manzanares y la Casa de Campo y al sur, con el parque municipal de bomberos.
Al producirse el alzamiento y la revolución de julio de 1936, se realizaron distintas detenciones de los considerados desleales al gobierno y se procedió a su internamiento en la prisión a la espera de la decisión judicial pertinente. De esa manera, en la primera galería de la cárcel Modelo se internó a unos cuatrocientos militares y a algunos falangistas dándose la paradójica circunstancia de que esa medida sirvió para salvarles la vida en unos momentos en que las checas ya habían comenzado a actuar por las calles y afueras de Madrid con su terrible estela de saqueos, torturas y asesinatos.
Durante esa época, los reclusos militares se hallaban en la primera galería, los pertenecientes a Falange en la segunda y la tercera, los presos comunes por delitos contra la propiedad en la cuarta y los comunes por delitos de sangre o por aplicación de la normativa de vagos en la quinta. Además en el cuerpo central se había procedido a encerrar a algunos presos políticos[161].
El día 17 de agosto tuvo lugar el fusilamiento del general Fanjul al que nos referimos en un capítulo anterior y se produjo un cambio radical de la situación. El subdirector de la prisión comunicó a los militares que se hallaban recluidos que, siguiendo una orden del ministro de la Gobernación, entrarían en el recinto penitenciario unos milicianos encargados de cachear a los presos políticos. El acto, a todas luces irregular, se produjo efectivamente en un clima enrarecido en el que los reclusos fueron insultados y amenazados de muerte por los milicianos[162]. Tres días después volvió a repetirse la irregularidad pero esta vez la protagonizó un grupo de milicianas que además se dedicaron a instigar a los presos comunes contra los militares detenidos[163] creando un clima enrarecido y hostil que ya no se disiparía.
Detrás de estos hechos, preludio de otros peores, se hallaban el director general de Seguridad y el Comité Provincial de Investigación Pública, más conocido como la checa de Fomento. El ejecutor fue un anarquista de la CNT llamado Felipe Emilio Sandoval, alias Doctor Muñiz y el Muñiz, que al estallar la revolución se encontraba recluido en la cárcel Modelo por un delito de sangre. A diferencia de otros delincuentes comunes que salieron a la calle ya el 20 de julio por su identificación con el Frente Popular, Sandoval permanecería en prisión un par de semanas más[164]. Sin embargo, su excarcelación no pudo darse en mejores condiciones, ya que se le ofreció de manera inmediata convertirse en miembro del Comité Provincial de Investigación Pública. En otras palabras, el anarquista delincuente pasó de la noche a la mañana a transformarse en un policía y no en un policía cualquiera sino en un agente dotado de un verdadero derecho sobre vidas y haciendas respaldado por los organismos gubernamentales. Sería en calidad de tal como recibiría la orden de la checa de realizar los registros, orden confirmada por el miembro de Izquierda Republicana Manuel Muñoz, a la sazón director general de Seguridad.
Lamentablemente, la acción de la trágicamente conocida checa de Fomento no iba a limitarse a los cacheos. El 22 de agosto por la mañana volvieron a aparecer por la cárcel Modelo milicianos de la CNT y de la FM al mando de Sandoval. Sobre las tres y media de la tarde, se oyó en el interior de la prisión un disparo y a continuación se produjo un incendio en la tahona de la cárcel ocasionado por los presos de los sótanos y de la galería quinta, incursos en la Ley de Vagos, en connivencia con los milicianos, lo que tuvo como consecuencia el hundimiento del piso de entrada a la segunda galería. La confusión que se produjo fue comprensible y se aprovechó además para que los presos comunes huyeran[165].
El incendio tuvo además otra consecuencia. De manera inmediata se dio aviso a las autoridades de lo sucedido y en la prisión se personaron el director general de Seguridad y el director general de Prisiones que se limitaron a contemplar lo que estaba aconteciendo. Se produjo entonces la llegada de los bomberos y con ella el inicio del drama porque las milicias aprovecharon el incendio y la entrada de las mangueras para irrumpir en la cárcel. En paralelo, otros milicianos apostados en las terrazas comenzaron a ametrallar a los presos de la primera galena que se encontraban en el patio.
La situación fue aprovechada por el director general de Seguridad para acudir a entrevistarse con Giral, el presidente del Gobierno, y proponerle que procediera a excarcelar a los presos comunes y a los recluidos por la Ley de Vagos. Giral, de manera que admite difícil justificación, accedió a lo solicitado y el director general de Seguridad —que de manera bien elocuente no había hecho referencia ni a la seguridad de los otros presos ni a la necesidad de tomar medidas para garantizarla— regresó a la cárcel con la intención de proceder a la inmediata liberación de los delincuentes. No pudo llevarla a cabo por la sencilla razón de que el anarquista Sandoval, miembro de la checa de Fomento, ya lo había hecho. A la sazón, el director general de Seguridad supo que se había producido ya el asesinato de varios presos políticos y de que otros estaban a punto de correr la misma suerte pero no reaccionó frente a los crímenes.
El día, desde luego, iba a resultar cruento para los reclusos no detenidos por delitos comunes. Seis murieron como consecuencia del fuego de las ametralladoras disparadas por los milicianos al mando del chequista Sandoval[166] pero lo peor quedaba por venir. La noche la pasaron todos los detenidos de la primera galería echados en el suelo del patio y oyendo cómo los milicianos que los custodiaban realizaban los preparativos para fusilarlos en masa. De hecho, fueron frecuentes los comentarios de que debían juntarlos más para aprovechar mejor las balas y las preguntas relativas al momento en que debía iniciarse la matanza. En el curso de aquellas horas en las que todos contaban con ser fusilados al amanecer, un sacerdote llamado José Palomeque[167] se ocupaba de confortar espiritualmente a los recluidos.
Desde luego, éstos no exageraban en el tenor de sus miedos. A la cárcel Modelo llegó en esas horas el general Pozas, a la sazón ministro de la Gobernación, pero no intervino para impedir los acontecimientos que se estaban desarrollando ni tampoco abrió una investigación para proceder a la detención de los asesinos. De creer en el principio que establece que «el que calla otorga», de su comportamiento habría que deducir que consideraba que aquella era una acción legítima y quizá incluso necesaria. Mientras tanto, en el interior de la prisión se había constituido un tribunal muy semejante a aquellos a los que nos hemos referido al hablar de la checa de Fomento. Ante él llevaron a empujones y envueltos en insultos al doctor Albifiana, diputado a Cortes; a Melquíades Álvarez y Rodríguez Posada, un veterano republicano, jefe del Partido Reformista y decano del Colegio de Abogados de Madrid; a José Martínez de Velasco, exdiputado y exministro; a Fernando Primo de Rivera y Sáenz de Heredia, militar y jefe de Falange en Madrid; a Manuel Rico Avelló, diputado y exministro; y a Julio Ruiz de Alda y Migueláñez, militar y fundador de Falange. Todos ellos fueron condenados y fusilados en aquel mismo momento sin que impidieran tales hechos ni la total ausencia de garantías procesales, ni la inmunidad parlamentaria de que disfrutaban algunos de los acusados.
El fusilamiento de los seis detenidos causó un efecto electrizante entre los milicianos. Algunos manifestaron su deseo de pasar por las armas en ese momento a todos los reclusos políticos mientras que otros consideraron que una acción de ese tipo resultaría desproporcionada. Finalmente, los milicianos socialistas de la Motorizada procedieron a fusilar a once presos[168] más en los sótanos de la prisión ya en las últimas horas del día 22 o las primeras del 23.
El día 23, los reclusos fueron mantenidos bajo el sol de agosto en el patio sin que se les diera agua ni alimento alguno. Uno de los milicianos incluso se divirtió con el macabro juego de lanzar trozos de pan desde lo alto de la garita para luego disparar sin dar hacia el que se acercaba a recogerlo y corear su broma con carcajadas. También continuaron los fusilamientos. El capitán Ordiales fue sacado de entre los presos para ser llevado a la quinta galería donde se le fusiló y a continuación fueron asesinados el capitán Fanjul, hijo del general; y el general Capaz que había conquistado Ifni. Asimismo asesinaron al general Villegas que se encontraba en la enfermería de la cárcel.
Con la muerte de Villegas se puso fin —tan sólo momentáneamente— a los asesinatos perpetrados entre los reclusos de la cárcel Modelo. La experiencia había encerrado, desde luego, importantes lecciones. La primera era que había miembros de la administración estatal a través de distintos organismos —como la checa de Fomento— que estaban dispuestos a asesinar sin ningún tipo de formalidad legal a los que consideraba sus adversarios; la segunda, que ninguna rama de esa administración mostraba especial diligencia a la hora de interferir en la comisión de hechos que no sólo eran ilegales sino que además constituían flagrantes violaciones de los derechos humanos más elementales; la tercera, que para la comisión de estos crímenes, el Frente Popular podía contar con el apoyo incondicional de todos los partidos, sindicatos y organizaciones que lo componían, así como con amplios segmentos sociales que no excluían a porciones considerables de los delincuentes comunes y la cuarta —enormemente importante— que todos estos hechos podían realizarse de una manera propia del terror revolucionario cristalizando en matanzas masivas. Así quedaría claramente de manifiesto antes de un mes en la cárcel de Ventas.
Inicialmente, la cárcel de las Ventas, situada entre las calles de Marqués de Mondéjar y Rufino Blanco, relativamente cerca de la actual Plaza de Toros de Madrid, tenía como misión la de servir de lugar de reclusión femenina. Sin embargo, por una decisión del gobierno del Frente Popular, la prisión de mujeres se trasladó en julio de 1936 a un palacio situado en la plaza del Conde de Toreno y la cárcel de Ventas se convirtió en prisión provisional de hombres número 3, una clasificación que mantendría desde el 25 de julio de 1936 hasta el 26 de marzo de 1937. Durante este breve período de tiempo, apenas dos cuatrimestres, se sacaron de entre sus muros con destino a la muerte a cerca de cuatrocientas personas.
Las primeras sacas, sin embargo, no revistieron un carácter masivo aunque fueron prácticamente continuas a partir de mediados de septiembre. Así, el día 14 de este mes de 1936, fue víctima el funcionario de prisiones Gregorio José San Martín y San Juan. Al día siguiente, se produjo la saca de otros nueve reclusos a los que también se dio muerte[169]. El 17, tuvo lugar una nueva saca en la que fueron asesinados dos funcionarios de prisiones, Ramón Donallo Marín de Bernardo y Luis Santigosa Payo y la razón directa y confesa del autor de los crímenes, el ya conocido por los lectores Felipe Emilio Sandoval, agente de la checa de Fomento, no fue otra que la venganza personal[170], una causa no tan extraña si se tiene en cuenta que el personaje en cuestión, como muchos otros chequistas, era un antiguo delincuente común. El 19, otro recluso, de nombre Juan Manuel Puente Sanz, fue sacado de la cárcel, conducido a Colmenar Viejo y asesinado. El 20, las víctimas de la saca fueron cuatro[171], al igual que el día 21[172]. El día 22, no se produjeron sacas pero los días 23[173] y 24[174] volvieron a tener lugar asesinándose en cada ocasión a tres personas a las que se trasladó a Fuencarral.
En el caso de uno de los asesinados del día 23, Francisco Ariza Colmenarejo, se dio una circunstancia que atestigua la trágica relación entre los asesinatos y los aparatos del Estado. Sabedor de que iba a ser puesto en libertad, Ariza escribió al director general de Seguridad rogándole que se sirviera «suspender las órdenes de libertad» a menos que pudiera garantizarse su integridad física. La acción inmediata del director general de Seguridad consistió en ordenar su puesta en libertad el 23 de septiembre a la vez que se lo comunicaba a los chequistas de Fomento. Aquel mismo día Ariza fue asesinado.
Hasta aquellos días de septiembre, las sacas habían sido frecuentes en las dos cárceles más importantes de Madrid, pero los asesinatos se habían realizado en grupos reducidos. A partir del mes siguiente, se produjo un salto tanto cualitativo como cuantitativo en las tareas de represión y exterminio.