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Nacimiento y funcionamiento de las checas

La aparición de las checas en Madrid

Los asesinatos perpetrados durante las primeras horas por las organizaciones del Frente Popular habían puesto de manifiesto una serie de circunstancias de enorme trascendencia. La primera era que el marco constitucional —ya considerablemente erosionado desde el alzamiento de octubre de 1934— había desaparecido totalmente para dar paso a un poder revolucionario asentado sobre los fusiles que controlaban la calle. Por razones propagandísticas, los sucesivos gobiernos del Frente Popular podrían referirse —especialmente en sus tratos con los gobiernos extranjeros— a la defensa de la legalidad republicana pero la innegable realidad era que ésta se había visto pulverizada por las fuerzas de la revolución. Las organizaciones frentepopulistas controlaban la calle y no estaban dispuestas bajo ningún concepto a renunciar a ese poder que les abría el camino hacia una revolución soñada durante décadas, aunque la manera en que este magno acontecimiento iba a cristalizar difiriera enormemente según cada grupo.

La segunda circunstancia —y en ello parecían coincidir lo mismo anarquistas y comunistas que socialistas y poumistas— era la convicción de que era necesario aniquilar a un conjunto de segmentos sociales a los que ahora, con mayor o menor razón, se asociaba al alzamiento pero cuya destrucción se ansiaba desde mucho antes de julio de 1936. Como ya habían descubierto los bolcheviques en Rusia menos de dos décadas antes, los fusilamientos masivos, el exterminio expeditivo, la aniquilación física de los enemigos reales o supuestos eran posibles pero exigían en multitud de casos una fase previa de identificación, detención e inmovilización anterior a la muerte. Instrumento esencial en esa industria del exterminio —que sería copiada y desarrollada por el nazismo durante el Holocausto a partir de 1939— fue la utilización de las checas.

En la zona dominada por el Frente Popular, las checas no fueron, sin embargo, un instrumento de terror y represión que, como había sucedido en Rusia, se circunscribiera en su empleo a los comunistas. En realidad, y de manera bien significativa, no hubo una sola organización del Frente Popular —de los republicanos a los anarquistas, del PSOE al PNV— que renunciara a organizar sus propias checas, un paso extremadamente fácil si se tiene en cuenta la manera en que se procedió desde el primer día a ocupar inmuebles sin ningún tipo de limitación legal ni judicial. A través de las checas, no sólo se garantizaba una participación activa en la revolución en marcha sino que además se disfrutaba de un medio privilegiado para imponer el pavor entre los posibles desafectos, para torturar y asesinar a sus enemigos, e incluso para obtener fondos derivados del despojo de los detenidos.

A las órdenes de un jefe o responsable en el caso de socialistas o comunistas, o de un comité de defensa en el de los anarquistas, las checas se convirtieron en un elemento esencial de la revolución. Aunque su existencia se produjo en el conjunto del territorio controlado por el Frente Popular, proliferaron de una manera absolutamente extraordinaria en ciudades como Madrid, Valencia o Barcelona donde el peso de las organizaciones de izquierdas era muy considerable. Tan sólo en Madrid, que es la ciudad que nos interesa en este estudio, hubo no menos de doscientas veintiséis checas identificadas[117], relación en la que no se incluye el conjunto de los denominados puestos de las milicias de vigilancia de retaguardia que alcanzaron una cifra difícilmente inferior.

La elección de lugares para establecer las checas varió de unas organizaciones a otras. Socialistas, comunistas y anarquistas manifestaron una especial predilección por los lugares de culto católico y los conventos. Se trataba de propiedades que, como tantas otras, las autoridades del gobierno no tenían la menor voluntad de proteger y que resultaban especialmente fáciles de asaltar y ocupar en la medida en que sus legítimos proveedores se habían dado no pocas veces a la fuga para evitar la muerte o ya habían sido asesinados. Así, por citar algunos ejemplos, el Partido Comunista se apoderó para convertirlos en checas del convento de las Salesas Reales de la calle de San Bernardo, número 72, del convento de la plaza de las Comendadoras y de la iglesia de Santa Cristina.

Si se tiene en cuenta la forma en que fueron constituidas las checas y la mentalidad de los revolucionarios que contemplaban a los detenidos como enemigos a los que había que exterminar para garantizar el triunfo de la causa, no puede resultar extraño que en ellas se sometiera a los reclusos a tratos que no sólo vulneraban la fenecida legalidad republicana sino que, por añadidura, entraban directamente en el terreno de la tortura. Ésta fue practicada sistemáticamente en el caso de las checas comunistas como paso previo al asesinato. Por ejemplo, en la checa de la calle de San Bernardo, número 72, fueron raros los detenidos que no padecieron alguna forma de tortura[118]. En algunos casos, el cadáver, abandonado después del asesinato, presentaba claras muestras de tortura. Tal fue el caso, por ejemplo, de Manuel González de Aledo, cuyos restos mortales aparecieron el 3 de agosto de 1936 con señales en cara y distintas partes del cuerpo de haber sido sometido a la tortura[119].

Algunas de las checas no tardaron incluso en hacerse célebres por el tipo específico de servicios a que sometía a sus reclusos. Así, en la checa comunista de la Guindalera, sita en la calle Alonso Heredia número 9, en el interior de un chalet conocido como «El Castillo», se recurría además de a las palizas a la aplicación de hierros al rojo y a arrancar las uñas de los dedos de las manos y de los pies. Diversos testimonios afirman que los verdugos se jactaban incluso de su labor denominando «corrida de toros» a las sesiones de tortura[120]. Una de las víctimas de los malos tratos dispensados en esta checa fue Delfina del Amo Portolés, de cincuenta y dos años, que se negaba a revelar el lugar donde se encontraban su hijo y yerno, ambos militares. Mientras los torturadores elevaban el volumen de un aparato de radio que servía para ocultar los alaridos de la víctima, Delfina del Amo fue objeto de torturas que tuvieron, entre otras consecuencias, la de que los pies le quedaran tan horriblemente hinchados que le fue imposible volver a ponerse los zapatos. Fue conducida así, descalza, hasta el lugar donde se la asesinó.

Sin embargo, no se puede atribuir semejante crueldad únicamente al celo revolucionario. En esta checa comunista actuaron también delincuentes comunes a los que se había liberado por considerarlos afectos al Frente Popular y entre los que se encontraban Jacinto Vallejo y Román de la Hoz Vesgas, alias el Vasco. Seguramente no contemplaron con desagrado las órdenes para llevar a cabo numerosos saqueos domiciliarios —entre ellos los del palacio de Larios— ni tampoco las de torturar a ciertos detenidos. Por ejemplo, cuando en sus manos caía un antiguo policía, estos sujetos se ensañaban especialmente con él como sucedió en el caso de José Azcutia Camuñas, un recluso que había sido suboficial de la Guardia Civil al que llegaron a sacarle un ojo en el curso de una paliza.

La conducta de los anarquistas fue, en términos generales, diferente de la seguida por los comunistas. Ciertamente, fueron mucho menos comunes los casos de tortura y ensañamiento que caracterizaron a los comunistas. Sin embargo, no escasearon ni los saqueos ni los asesinatos como quedaría de manifiesto en el caso de Antonio Arillo Ramis al que nos referiremos a continuación al hablar de la checa de Fomento.

Sin embargo, la acción de las checas no quedó limitada a partidos de izquierdas y sindicatos. De hecho, las autoridades republicanas fiscalizaron directamente algunas de las checas que, como veremos, tuvieron un especial papel en la tarea de represión. Ése fue el caso del Comité Provincial de Investigación Pública (la denominada checa de Bellas Artes y también de Fomento) y las de la Escuadrilla del Amanecer, Brigada Ferrer, de Atadell, de la calle del Marqués de Riscal número 1, del palacio de Eleta, de la calle de Fuencarral, de los Linces de la República y de los Servicios Especiales que dependían directamente del Ministerio de la Guerra. Esta situación inicial iría derivando a medida que avanzaba el conflicto hacia una creación creciente de checas por parte de las autoridades republicanas y a una unificación administrativa que nunca fue completa y en la que el Partido Comunista fue adquiriendo un papel sobresaliente. Esa evolución, sin embargo, tendría lugar con posterioridad a los hechos de los que nos ocupamos ahora.

Las checas reciben respaldo oficial: la checa de Bellas Artes

A pesar de que las checas se caracterizaron desde su misma aparición por la perpetración sistemática de saqueos, asesinatos y torturas resultaría injusto e inexacto atribuir esos desmanes a la labor de «incontrolados». En primer lugar, cada partido y sindicato del Frente Popular era consciente de lo que estaba sucediendo en esos centros y lo consideraba lícito dentro de su especial cosmovisión. Sin embargo, más importante es el hecho de que las autoridades republicanas no sólo no pensaron en acabar con estas conductas sino que incluso se ocuparon de intentar coordinarlas para proporcionarles una mayor eficacia. Así, a inicios de agosto de 1936, se celebró en el palacio del Círculo de Bellas Artes una reunión decisiva que respondía a una convocatoria de Manuel Muñoz Martínez, director general de Seguridad. Muñoz Martínez no pertenecía a ninguno de los partidos que habían propugnado históricamente la revolución sino que era diputado de Izquierda Republicana, la formación política de Manuel Azaña, y pertenecía a la masonería en la que ostentaba el grado 33[121]. La reunión, a la que asistieron representantes de todos los partidos y sindicatos que formaban el Frente Popular, tuvo un resultado de enorme relevancia ya que en el curso de la misma se acordó la constitución de un Comité Provincial de Investigación Pública que, en coordinación con la Dirección General de Seguridad, iba a encargarse de las tareas de represión en la denominada zona republicana. El Comité en cuestión tendría entre otras competencias la de acordar las muertes que estimara convenientes[122].

El Comité Provincial de Investigación Pública, formado por secciones o tribunales, contaba como ya hemos señalado con representantes de todos los partidos y sindicatos del Frente Popular, es decir, del PSOE, del PCE, de la FAI, de Unión Republicana, del Partido Sindicalista, de Izquierda Republicana, de UGT, de la CNT, de las Juventudes Socialistas Unificadas y de las Juventudes Libertarias. Hasta finales de agosto de 1936, el Comité funcionó en los sótanos del Círculo de Bellas Artes. En esas fechas, se trasladó a un palacio situado en el número 9 de la calle de Fomento, donde permaneció hasta su disolución en noviembre del mismo año. Este traslado explica el nombre popular de checa de Fomento con el que fue conocido —y temido— el Comité.

La constitución del Comité implicó consecuencias de tremenda gravedad para el respeto a los derechos humanos en la zona controlada por el Frente Popular. De entrada, su mera existencia consagraba el principio de acción revolucionaria —detenciones, torturas, saqueos, asesinatos— respaldándolo además con la autoridad del propio gobierno del Frente Popular y de la Dirección General de Seguridad que éste nombraba. De esa manera, los detenidos podían ser entregados por las autoridades penitenciarias o policiales al Comité sin ningún tipo de requisito quebrando cualquier vestigio de garantías penales que, tras varias semanas de matanzas, imaginarse pudieran. Por si esto fuera poco, la constitución del Comité no se tradujo en la disolución de las checas que actuaban en Madrid sino que les proporcionó, a pesar de su conocida actuación, una capa de legalidad ya que las convirtió en dependientes del citado Comité.

Partiendo de esas bases, no puede resultar extraño que motivos no políticos se sumaran a las razones de este tipo en la realización de las detenciones y de las condenas[123]. Los interrogatorios se encaminaban desde el principio a arrancar al reo alguna confesión sobre sus creencias religiosas o simpatías políticas, circunstancias ambas que servían para incriminarlo con facilidad. Tal fue el caso de Dolores Falquina y García de Pruneda, de veinticinco años, a la que se detuvo el 2 de octubre de 1936. Al día siguiente, de madrugada[124], se procedió a juzgarla preguntándole «si era de Acción Católica» e instándola a que revelara dónde se hallaban ocultos unos jóvenes falangistas. Dolores Falquina reconoció que efectivamente era secretaria de la parroquia de San José pero afirmó que desconocía a los jóvenes de Falange. La acusada pensó que al no existir ninguna relación con los muchachos se la pondría en libertad. Sin embargo, aquel mismo día fue sacada de la celda para ser asesinada.

En el curso de este interrogatorio, el acusado no disfrutaba de ninguna defensa profesional e incluso era común que se le intentara engañar afirmando que se poseía una ficha en la que aparecía su filiación política. Como mal añadido, se daba la circunstancia de que los reos eran juzgados de manera apresurada y masiva, lo que facilitaba, sin duda alguna, la tarea de los ejecutores pero eliminaba cualquier sombra de garantía procesal. Así, por citar un ejemplo significativo, durante el mes de octubre de 1936, un abogado llamado Federico Arnaldo Alcover[125], acudió al Comité para visitar a Arturo García de la Rosa, uno de los dirigentes de la checa. Alcover iba acompañado de un familiar de García de la Rosa y se le permitió asistir a uno de los procedimientos de interrogatorio. Pudo así comprobar que en el espacio de media hora se procedió a interrogar a una docena de personas recurriendo a cuestiones que dejaban de manifiesto los prejuicios de los chequistas. Concluidos los interrogatorios, sin que se tomara acta de lo sucedido ni se procediera a la firma de la misma, se decidía la suerte de los acusados que, en su inmensa mayoría, eran condenados a muerte y asesinados de madrugada.

Alcover indicaría también que en el suelo del lugar donde se llevaban a cabo los interrogatorios se amontonaban multitud de objetos de culto religioso, lo que parece indicar las características personales de no pocos de los detenidos.

Los tribunales de la checa —seis en total con dos de ellos funcionando de manera simultánea— mantenían una actividad continua que se sucedía a lo largo de la jornada, en tres turnos de ocho horas, que iban de las 6 de la mañana a las 14 horas, de las 14 a las 22 y de las 22 a las 6 del día siguiente. En el curso de cada turno a los dos tribunales se sumaba la acción de un grupo de tres comisionados. De éstos uno se encargaba de la recepción y control de los detenidos, en compañía de dos policías; otro, registraba los objetos procedentes de las requisas realizadas en los domicilios y el último, de la administración del centro. La actividad, no ya de los tribunales pero sí de las brigadillas, era especialmente acusada durante la noche y la madrugada, que eran los períodos del día considerados como especialmente adecuados para proceder a los asesinatos de los reos.

Las sentencias dictadas por los diferentes tribunales carecían de apelación, eran firmes y además de ejecución inmediata. Esto se traducía en que, tras la práctica del interrogatorio, el tribunal tomaba una decisión que sólo admitía tres variantes: la muerte del reo, su encarcelamiento o su puesta en libertad. A fin de ocultar las pruebas documentales de los asesinatos, éstos se señalaban en una hoja sobre la que se trazaba la letra L —igual que en el caso de las puestas en libertad— pero para permitir saber la diferencia a los ejecutores la L que indicaba la muerte iba acompañada de un punto. No hace falta insistir en el clima de terror que provocó de manera inmediata la citada checa en la medida en que cualquiera podía ser detenido por sus agentes y no sólo no contaba con ninguna posibilidad de defensa real, sino que además estaba desprovisto del derecho de apelación.

Una vez establecido el destino del reo, éste era entregado a una brigadilla de cuatro hombres bajo las órdenes de un «responsable». Todos los partidos y sindicatos del Frente Popular contaban con representación en las diferentes brigadillas[126]. Sin embargo, ocasionalmente las tareas de exterminio encomendadas a estas unidades eran demasiado numerosas y entonces se recurría para llevarlas a cabo a los milicianos que prestaban servicios de guardia en el edificio de la checa. Dado el carácter oficial del que disfrutaban los miembros de la checa, para llevar a cabo sus detenciones no precisaban de «órdenes escritas de detención y registro, bastando su propia documentación de identidad para poder realizar tales actos»[127]. De hecho, «la fuerza pública y agentes del gobierno del Frente Popular [estaban] obligados a prestar toda la cooperación que los agentes del Comité de Fomento necesitasen»[128].

Entre los jefes de brigadilla de la checa de Fomento algunos destacarían por su actividad asesina. Tal fue, por ejemplo, el caso de Antonio Arifio Ramis, alias el Catalán. Delincuente común, antiguo recluso en la Guayana francesa, fue responsable directo de multitud de asesinatos en la capital y en poblaciones de la provincia como Vallecas o Fuentidueña del Tajo. Sus acciones en la checa de Fomento serían consideradas por las autoridades republicanas como un mérito, ya que cuando se procedió a disolverla pasó a formar parte del Consejillo de Buenavista encargado también de tareas represoras.

Como ya se ha indicado, la relación entre los miembros de la checa y las autoridades republicanas era constante y se extendía no sólo al director de Seguridad sino también al ministro de la Gobernación, Angel Galarza. En el caso del director de Seguridad hay que señalar que era visitado casi a diario en la sede de la dirección por el tesorero de la checa, Virgilio Escamez Mancebo, miembro de Izquierda Republicana, con la finalidad de hacerle entrega de una parte significativa del producto de los saqueos realizados en los domicilios de las víctimas. Esta cantidad no era total en la medida en que el propio director general de Seguridad había dispuesto que los haberes que debían entregarse a los jueces, agentes y milicianos de la checa debían proceder de los distintos saqueos. Como tendremos ocasión de ver, los sueldos que se asignaron los chequistas fueron muy elevados y, a pesar de esa circunstancia, seguía existiendo una cantidad —que incluía por ejemplo las alhajas— que pasaba a las autoridades republicanas. Desde luego, resulta difícil descartar que al menos en algunas ocasiones la razón fundamental de las detenciones —detenciones que concluían en fusilamientos— fuera meramente el robo. Por ejemplo, el 26 de septiembre de 1936, se procedió al asesinato de Rafael Chico y su hijo Luis Chico Montes, de un cuñado del primero, llamado Hipólito de la Fuente Grisaleña y de Jaime Maestre Pérez, redactor jefe de El Siglo Futuro. El rendimiento económico se produjo al forzar y robar la caja fuerte número 1055 que la familia tenía arrendada en el Banco Hispano Americano[129].

En otras ocasiones, tras los fusilamientos sólo puede suponerse la existencia de antipatías personales en las que no había mezcladas ni motivaciones políticas, ni religiosas ni económicas ni sociales. Tal fue el caso de Antonio García García, acomodador sexagenario del cine San Carlos, al que se detuvo y asesinó sin razón clara[130] o el de José Fernández González, un jefe de la tahona sita en la calle Mira el Sol número 11 al que denunció un antiguo subordinado suyo convertido en chequista[131].

No faltaron igualmente los casos de asesinatos de grupos enteros de detenidos en claro preludio de lo que iban a ser las matanzas en masa de finales del año 1936 y a las que nos referiremos en su momento. Así, el 28 y 31 de octubre de 1936 se llevaron a cabo dos sacas en el curso de cada una de las cuales se procedió a asesinar a setenta personas por acusaciones como las de querer ser seminarista[132].

También resulta obvio que la checa de Fomento sirvió en multitud de ocasiones para exterminar a aquellos que habían sido puestos en libertad por otras instancias judiciales. En otras palabras, ni siquiera la puesta en libertad por decisión judicial proporcionaba seguridad alguna de que el detenido no sería asesinado. Así, por citar un ejemplo, el 21 de septiembre de 1936, Francisco Ariza Colmenarejo —que era consciente de esta terrible circunstancia— suplicó al director general de Seguridad que no se procediera a liberarlo mientras las autoridades republicanas no garantizaran su seguridad. En respuesta a su petición, dos días después se expidió una orden de libertad en la que se bacía constar que gozaba del aval del Comité Provincial de Investigación Pública. Entregado así a la checa de Fomento, Ariza Colmenarejo fue inmediatamente asesinado.

Un caso similar fue el de los oficiales de asalto Gumersindo de la Gándara Marvella, Carlos Cordoncillo y Manuel López Benito. La libertad de todos ellos fue decretada por los organismos judiciales al no haber apreciado en ellos ninguna conducta hostil a la República. Sin embargo, la Dirección General de Seguridad procedió el 26 de septiembre de 1936 a entregarlos al Comité Provincial de Investigación Pública que procedió a asesinarlos. En el caso de Gándara, concurría además una circunstancia peculiar que explica su asesinato. De hecho, el citado oficial había firmado un acta el 26 de febrero de 1933 en la que junto con otros cuatro capitanes indicaba que la represión que se había ejercido contra el alzamiento anarquista de Casas Viejas, Cádiz, no había obedecido a una extralimitación de las fuerzas del orden público —como afirmaba el gobierno— sino a órdenes directas del ejecutivo presidido por Azaña. En el curso de un procedimiento celebrado aquel mismo año, un jurado popular estimaría la existencia real de esas órdenes superiores e incluso llegó a presentarse una acusación en el tribunal de garantías constitucionales contra Azaña, Casares Quiroga, Indalecio Prieto, Largo Caballero y otros miembros del gobierno, acusación que no prosperó al no haber sido presentada por el Parlamento, que era la única entidad facultada para hacerlo. El tiempo había pasado pero los responsables directos de la matanza de campesinos en Casas Viejas no habían olvidado. Gándara fue asesinado por la checa no porque hubiera sido desleal a la República si no por haber acusado tres años antes a Azaña y a Largo Caballero, es decir, a dos personajes que en el momento de su muerte eran respectivamente el presidente y el jefe de Gobierno de la zona republicana. No fueron las únicas víctimas de desavenencias anteriores con Azaña o Largo Caballero.

El 20 de marzo de 1935 se había celebrado en las Cortes un debate político relacionado con el asunto del alijo de armas del Turquesa al que nos referimos en un capítulo anterior[133]. En el curso del mismo, Azaña se refirió[134] al juez Salvador Alarcón —que había instruido el sumario y ante el que había tenido que comparecer el diputado— en términos injuriosos. Señalado en un suelto de Claridad, Alarcón fue detenido por chequistas y asesinado en la Casa de Campo[135].

En el caso de personas que hubieran incomodado al socialista Largo Caballero y que fueran asesinadas pueden mencionarse al menos dos casos más. El primero es el de Ángel Aldecoa Jiménez, de cincuenta y ocho años, magistrado, que fue detenido porque había juzgado un atentado relacionado con Largo Caballero al parecer no de la manera que hubiera complacido al dirigente socialista. Aldecoa pagó su independencia judicial frente al PSOE con el fusilamiento[136]. El segundo es el de Marcelino Valentín Gamazo. Fiscal general de la República, Gamazo acusó a Largo Caballero por los sucesos de octubre de 1934 en estricto cumplimiento de sus deberes dentro de la legalidad republicana. El 5 de agosto de 1936, un grupo de milicianos llegó a la casa de campo de Rubielos Altos donde residía Gamazo con su familia y tras realizar un registro y proceder a destrozar los objetos religiosos, comenzaron a golpearle delante de sus hijos pequeños a pesar de sus súplicas para que ahorraran a los niños aquel espectáculo. A continuación se lo llevaron y comunicaron su detención a Bujeda, Peña y Valeriano Casanueva, abogados del Estado con simpatías frentepopulistas, cursando los telegramas el delegado del Gobierno en Motilla del Palancar aquella misma tarde. A las doce y media de la noche, en el paraje conocido como Cerrajón del término de Tevar, Cuenca, Marcelino Valentín Gamazo y sus hijos José Antonio, Javier y Luis de veintiuno, veinte y diecisiete años respectivamente fueron fusilados.

Otro caso similar fue el de Luis Calamita Ruy-Wamba, rival político de Ángel Galarza que ordenó su ingreso en prisión y después su traslado con destino al pelotón de fusilamiento y al que nos referiremos más adelante al tratar el tema de las checas del PSOE[137].

A la vista de estos casos, resulta obvio que miembros del gobierno republicano, a través de la Dirección General de Seguridad o de compañeros de partido, estaban impulsando el asesinato de gentes cuyo único delito eran sus ideas religiosas o antiguas antipatías de carácter personal.

El 14 de septiembre de 1942, Manuel Muñoz Martínez, director general de Seguridad bajo el gobierno del Frente Popular, prestó declaración ante el fiscal delegado para la instrucción de la causa general en Madrid. Al referirse a la creación de la checa de Bellas Artes afirmó que su finalidad había sido «contener los asesinatos y excesos que venían cometiéndose en Madrid, a causa de la falta de autoridad y control sobre las masas armadas»[138]. La declaración tiene enorme lógica ya que Muñoz Martínez intentaba salvar la vida en el curso de un proceso incoado por los vencedores de la guerra pero distaba enormemente de ajustarse a la verdad. La checa de Bellas Artes ni había contenido los asesinatos y excesos ni tampoco lo había pretendido. En realidad, era una clara muestra de cómo en la zona controlada por el gobierno del Frente Popular la maquinaria de las instituciones se había puesto, al igual que en la URSS, de manera nada oculta al servicio del crimen de Estado.