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La revolución aniquila el estado republicano

El final de la Segunda República

El levantamiento del 18 de julio de 1936 ni puso fin a la República —a decir verdad, no eran pocos los alzados favorables a la forma de estado republicana— ni desencadenó una revolución en la que se venía soñando desde el siglo anterior y a cuya consumación se aspiraba desde inicios del siglo XX. Sí proporcionó empero la coartada para consumarla aniquilando al mismo tiempo unas estructuras parlamentarias que no habían sido amadas ni respetadas durante el lustro republicano. Precisamente porque se daban esos antecedentes históricos no puede extrañar que los asesinatos y matanzas perpetrados en la zona situada aún bajo el control del Frente Popular se encuadraran en circunstancias muy concretas. La primera fue su realización a cargo de personas integradas en organizaciones que desde hacía décadas consideraban moralmente licita la eliminación física del adversario político; la segunda, el hecho de que esas matanzas no respetaran las garantías más elementales de la justicia en la medida en que se consideraban investidas y legitimadas por una forma de justicia superior, la «justicia revolucionaria»; la tercera, el carácter frecuentemente masivo e indiscriminado de los asesinatos ya que aquellos a quienes se arrancaba la vida eran acusados no tanto de la comisión de acciones contrarias a la ilegalidad como de la pertenencia a un grupo al que se había destinado al exterminio; la cuarta, la colaboración de elementos que no pocas veces eran extraídos de la delincuencia común pero a los que se aceptaba gustosamente en las filas de la represión por considerarlos miembros de la misma clase e incluso víctimas sociales de los que debían ser exterminados y quinta, la pasividad —cuando no aquiescencia— de las autoridades ante las tropelías que se cometían en buena medida porque consideraban que en ellas existía algún tipo de justificación moral.

El 18 de julio, José Giral, nuevo presidente del Consejo de Ministros, dio la orden de entregar armas al pueblo, un eufemismo que, en realidad, identificaba al pueblo con los sindicatos y los partidos de izquierdas que tanto habían contribuido a desestabilizar el sistema republicano desde 1931. Mientras los anarquistas difundían un llamamiento a tomar las armas[109], socialistas y comunistas se apoderaban de las que hasta ese momento habían estado en manos del ejército. La única condición para entregar un fusil era, según el testimonio del comunista Tagüeña, «la documentación de un partido de izquierdas»[110]. Semejante quiebra del monopolio de la fuerza que, legítimamente, ha de estar en manos del Estado y su sustitución por la acción de milicias de diversa índole, estaba en la mente de las fuerzas del Frente Popular desde hacía años, como hemos tenido ocasión de ver, pero ahora originó consecuencias inmediatas. Como indicaría Pedro Mateo Merino, uno de los futuros combatientes en la batalla del Ebro, «la circulación de las calles» quedó en manos de estos grupos desprovistos de respaldo legal alguno y el «tránsito» se hizo «difícil y peligroso» para los que no tenían alguna «identificación inconfundible de algún organismo politico o sindical»[111]. Como en Asturias en 1934, un conjunto de grupos revolucionarios se había hecho con el control de la calle utilizando como única legitimación la fuerza y poniendo en peligro la vida de todos aquellos a los que no consideraban de los suyos.

También como en 1934 —y 1931— se produjeron inmediatamente ataques contra los lugares de culto católicos. En el barrio de Torrijos, ante la iglesia de los dominicos, los milicianos armados con pistolas y mosquetones la emprendieron a tiros con los fieles —entre los que se encontraban los hermanos Serrano Súñer que acudían a una misa en sufragio por el alma de su padre fallecido unos días antes— cuando éstos abandonaban el templo. Mientras intentaban escapar de los disparos saliendo por las puertas laterales o descolgándose por las ventanas, varios de ellos encontraron la muerte o fueron heridos[112]. No se trataba de un episodio aislado. En la calle de Atocha, dos sacerdotes que venían de celebrar misa fueron perseguidos por la turba que los amenazaba. Incidentes semejantes tuvieron lugar en las calles de Hortaleza, de Hermosilla, de Eloy Gonzalo, de las Huertas, de Segovia, en la plaza del Progreso, en el paseo del Cisne y el de las Delicias…

En buena medida, el día 19 se convirtió en un verdadero punto de inflexión revolucionaria. Así se llevó a cabo otra medida que también gozó del respaldo del gobierno y que, igualmente, vulneraba el principio de legalidad. Ésta no fue otra que la puesta en libertad de buen número de presos comunes simpatizantes del Frente Popular. Cuesta dudar que el gobierno pretendía congraciarse así la simpatía de los partidos y sindicatos que constituían la base social del Frente Popular pero, al mismo tiempo, resulta innegable que de esa manera liberaba a un conjunto de delincuentes que, unidos a la causa de la revolución, difícilmente iban a tener una actuación sometida a los principios más elementales de la legalidad y de la justicia.

Aquel mismo día —en el curso del cual no menos de una cincuentena de iglesias fueron incendiadas en Madrid— se produjo además el inicio del exterminio de los elementos considerados peligrosos. Los primeros asesinatos tuvieron como víctimas a dos muchachos de veintiuno y veintidós años, el hermano profeso Manuel Trachiner Montaña y el hermano novicio Vicente Cecilia Gallardo, que pertenecían a la congregación de los padres paúles de Hortaleza donde se encargaban de tareas relacionadas con la carpintería. Recibidas las primeras noticias de ataques contra lugares de culto, los superiores de los hermanos Trachiner y Cecilia les entregaron algún dinero invitándoles a abandonar la congregación a la vez que instándoles a que no llevaran en su equipaje nada que delatara su relación con el clero. Detenidos por un control, al no contar con un carnet de alguna de las fuerzas que componían el Frente Popular, se les retuvo y al descubrirse que llevaban en las maletas dos sotanas se procedió a asesinarlos en el cementerio de Canillas. Daba inicio así una persecución religiosa que se cobraría la vida de millares de clérigos y decenas de miles de laicos y cuyo único precedente aproximado se hallaría, antes del siglo XX, en la terrible persecución contra los cristianos desencadenada por el emperador Diocleciano.

Aquel mismo día 19 los milicianos dieron muerte al capitán retirado de ingenieros Prieto, al teniente Sánchez Aguiló también de ingenieros y el comandante Clavijo de ingenieros al que se asesinó en el interior de una ambulancia que lo trasladaba al hospital Gómez Ulla. En ningún caso se instruyó causa ni tampoco la detención se produjo en un marco legal. Todavía antes de incluir la jornada, hallarían la muerte tres civiles —uno de ellos María García Martínez de setenta años de edad— en cuyo asesinato también brilló por su ausencia la menor apariencia de legalidad.

Si desde la victoria del Frente Popular había resultado discutible el carácter legal de muchas de sus actuaciones, si no pocas de las acciones emprendidas por las organizaciones que lo formaban habían sido ejecutadas en contra de la legislación y de los principios más elementales del derecho, a mediados de julio de 1936 se produjo un salto cualitativo de enorme importancia. La autoridad del gobierno republicano saltó por los aires —salvo en aquellas cuestiones que los grupos de izquierdas estaban dispuestos a secundar como la liberación de los presos comunes simpatizantes o la toma de las armas del ejército— y se vio sustituida en las calles por la revolución. En apenas unas semanas, el gobierno republicano sería también revolucionario y estaría presidido por uno de los defensores más denodados de la revolución. Para ese entonces sólo se consagraría formalmente una realidad terrible acontecida ya el 19 de julio, la de que la Segunda República había muerto. El comunista Tagüeña daría testimonio de esa realidad de una manera que apenas admite discusión:

«La situación real que podía observar el que mirase a la calle es que había terminado la Segunda República […] Cada grupo con sus objetivos, sus programas y sus fines diferentes y muy pronto cada uno con sus unidades de milicias, sus policías, sus intendencias y hasta sus finanzas. En cuanto a los republicanos, habían sido barridos por los acontecimientos y muy poco iban a significar durante toda la guerra»[113].

La misma prensa no ocultaría durante las semanas siguientes esa indiscutible realidad. El 4 de agosto de 1936 Artigas Arpón señalaba en ABC como «ahora» se estaba «ganando la República» diferente de la del 14 de abril de 1931. En el mismo periódico indicaba Augusto Vivero el 8 de agosto de 1936 que «al fin, la República va a ser republicana», fundamentalmente porque sectores enteros de la población no tendrían parte en ella. Precisamente por esta razón, había «de impedirse que los echados por la puerta retornen por la ventana».

Ciertamente, la Segunda República había concluido y en apenas unas horas los asesinatos aislados —pero ya obvios en sus objetivos— dejarían paso a una política masiva de exterminio del adversario.

La primera matanza general en Madrid

A media mañana del 19 de julio de 1936, el golpe militar que pretendía derrocar al gobierno del Frente Popular había triunfado en todas partes donde se había producido. Marruecos, Canarias, Sevilla ciudad y los ámbitos de las Divisiones 5, 6 y 7 (19) estaban controlados en mayor o menor medida por los alzados. Incluso el general Goded había declarado el estado de guerra en Palma de Mallorca en la madrugada del día 19 y daba la impresión de que todo el archipiélago de las Baleares se sumaría a la sublevación. Paradójicamente, en el momento de mayor éxito de los rebeldes fue cuando se produjo una serie de acontecimientos que abortaron el triunfo final del golpe. El primer revés de consideración tuvo lugar en Barcelona, una plaza que no sólo era cabecera de la 4.ª División sino que además tenía una enorme importancia por el número de fuerzas acuarteladas en la misma. La historia posterior insistiría en que el pueblo armado con el anarquista Durruti a la cabeza había sofocado el golpe. La verdad sería que las fuerzas policiales del coronel Escobar que, católico muy piadoso, se mantuvo fiel al gobierno, tuvieron el mérito de abortar la sublevación. Ésta además estuvo marcada por un conjunto de errores tácticos que se repetirían en la ciudad decisiva para la victoria de los rebeldes: Madrid.

La guarnición acantonada en la capital de España era, con la excepción de la ubicada en Marruecos, la más numerosa de la nación. Posiblemente, de haber actuado los mandos de la rebelión con rapidez ocupando los puntos principales de la ciudad el éxito hubiera estado al alcance de su mano. Si no fue así hay que atribuirlo en no escasa medida al encargado de ejecutar los planes de la sublevación. Había nacido en 1880 y se llamaba Joaquín Fanjul Goñi. Perteneciente al arma de infantería, contaba con una amplia experiencia militar en Cuba y Marruecos aunque, a decir verdad, su currículum sobrepasaba ampliamente el arte castrense. Licenciado en derecho —e incluso durante una época abogado en ejercicio—, había formado parte del grupo conservador y regeneracionista de Maura llegando a obtener un acta de diputado en 1919 por la provincia de Cuenca. Asistió al final de la monarquía de Alfonso XIII desde la distancia pero la proclamación de la República le había devuelto a la vida política. Diputado en 1931 y 1933, Gil-Robles, a la sazón ministro de la Guerra, le había nombrado subsecretario de su departamento desde donde había recuperado a militares que habían abandonado el ejército por diferencias con la política del gabinete de izquierdas de Azaña. Fanjul había asistido con verdadero horror al levantamiento del PSOE y de los nacionalistas catalanes contra el gobierno de centro derecha en octubre de 1934 y como muchos llegó a la conclusión de que una nueva victoria de las izquierdas aliadas con los nacionalistas significaría el final del orden legal y el inicio de un proceso revolucionario tal y como había anunciado el socialista Largo Caballero. Tras el triunfo del frente electoral en febrero de 1936, Fanjul entró en contacto con Mola y otros conjurados para participar en lo que luego sería el golpe de julio de 1936. A esas alturas —a diferencia de lo que sucedía con Mola o Franco— Fanjul había perdido los reflejos indispensables para un golpe de Estado. En lugar de actuar con rapidez sacando las tropas afines a la calle y ocupando los puntos neurálgicos de la ciudad, se dirigió vestido de paisano al cuartel de la Montaña de Madrid para asumir el mando y allí optó por esperar la llegada de refuerzos procedentes de las columnas alzadas en Burgos y Valladolid. Ni siquiera llegó a hacer público un bando —que concluía con un «Viva la República»— donde se anunciaba la sublevación. Semejante pasividad resultó fatal. Las milicias republicanas cercaron el cuartel emplazando contra él tres piezas de artillería que en la mañana del 20 ocasionaron serios desperfectos en los muros. Cuando se utilizó además la aviación para bombardear el lugar, los alzados decidieron rendirse.

Lo que sucedió a continuación había tenido precedentes en los fusilamientos de prisioneros de guerra llevados a cabo en Barcelona por las fuerzas del Frente Popular pero semejante circunstancia sólo sirve para aseverar la interpretación que sostiene que, desde el punto de vista revolucionario, el asesinato del adversario se consideraba totalmente legitimado y que, como otras acciones humanamente repulsivas, se llevaron a cabo por encima de la legalidad republicana entonces vigente. De acuerdo con la misma, España se hallaba obligada por el Convenio Internacional de la Haya de 29 de junio de 1899 sobre leyes y usos de la guerra terrestre donde se establecía que las fuerzas armadas tienen derecho en caso de captura al trato de los prisioneros de guerra que comprende «ser tratado con humanidad», conservar como propiedad «todo lo que les pertenezca personalmente» y permanecer en poder del «gobierno enemigo, pero no en el de los individuos o en el de los cuerpos que lo hayan capturado». Sin embargo, los prisioneros del cuartel de la Montaña fueron asesinados por las milicias frentepopulistas. Sería precisamente uno de los protagonistas de la matanza, el comunista Enrique Castro Delgado, comandante del 5.° Regimiento, el que lo narraría con toda claridad:

«Castro sonríe al recordar la fórmula: Matar… Matar… seguir matando hasta que el cansancio impida matar más… Después… Después construir el socialismo… —Que salgan en filas y se vayan colocando junto a aquella pared de enfrente, y que se queden allí, de cara a la pared… ¡Daos prisa!»[114].

El texto, reproducido en un órgano oficial del 5.° Regimiento, pone de manifiesto hasta qué punto se consideraba legítimo moralmente el asesinato en masa del enemigo de clase, tan legítimo que resultaba absurdo ocultar un acto tan meritorio.

El número de prisioneros asesinados tras la toma del cuartel de la Montaña no fue inferior a ciento treinta[115]. No se trató, lamentablemente, de los únicos. A ellos se sumaron otros cuarenta y uno asesinados sin proceso alguno. En Getafe, fueron tres militares —un capitán médico, un teniente de artillería y un maestro armero—; en Leganés, dos oficiales y un suboficial; en el regimiento de Wad Ras, cuartel de María Cristina, siete de los que seis eran soldados rasos; y, finalmente, en Campamento, veintiocho, de los que cinco era soldados.

Las muertes —no menos de ciento setenta y una— quedarían en parte opacadas por el hecho de que Fanjul sí sería juzgado y ejecutado siguiendo los requisitos legales. Tanto el general Fanjul, junto con su hijo José Ignacio que era teniente médico, y el coronel Fernández Quintana fueron capturados con vida y conducidos a la cárcel Modelo. Lo que se produjo a continuación fue un proceso sumarísimo similar a muchos otros que iba a presenciar Madrid en los siguientes años. En la propia prisión, fueron juzgados el 15 de agosto de 1936 Fanjul y Fernández Quintana por la sala VI del Tribunal Supremo. Contó el coronel con defensa letrada —dos abogados presos en la misma cárcel entre los que se encontraba Manuel Sarrión, pasante de José Antonio Primo de Rivera— pero Fanjul prefirió defenderse a sí mismo. El socialista Julián Zugazagoitia levantaría acta de que ambos se habían mantenido serenos sin mostrar en ningún momento arrepentimiento por participar en un movimiento «proyectado para la grandeza de España». Tras pronunciarse la condena a muerte dictada por el delito de rebelión militar, ambos firmaron la sentencia. Fue en ese momento cuando Fanjul manifestó deseos de casarse. Se le concedió la celebración del matrimonio así como que se le administrara el sacramento de la penitencia y que pudiera formalizar su testamento. El 17 fueron pasados por las armas ambos reos. Fanjul había intentado en todo momento mantenerse erguido ante el pelotón.

La Iglesia católica, objetivo privilegiado de la violencia revolucionaria

El 20 de julio dejó trágicamente de manifiesto la política que los frentepopulistas iban a seguir no sólo con sus adversarios sino con aquellos a los que no consideraban adictos. No se trataba tan sólo de reprimir a militares alzados —militares a los que se podría haber aplicado la normativa legal y no fusilar sin formación de juicio alguno como había sucedido en el cuartel de la Montaña— sino de exterminar a los que se consideraba obstáculo contra las diferentes revoluciones en que soñaban socialistas, comunistas, anarquistas o poumistas. Si en Canillas se daba muerte por razones no establecidas a Eduardo Collado Pérez y Eduardo Collado García, padre e hijo, y en Guindalera a un anciano de ochenta y cinco años llamado Augusto Enríquez Fernández, en paralelo se asesinaba a diecisiete eclesiásticos por el único delito de serlo.

Las dos primeras víctimas fueron dos monjas de la Caridad del Sagrado Corazón de Jesús, la madre Dolores Pujalte Sánchez de ochenta y tres años de edad y la madre Francisca Aldea Araujo de cincuenta y cuatro. Detenidas en el número 168 de la calle Alcalá, las bajaron a empujones los ciento veinte escalones que conducían a la calle y, tras llevarlas a Canillejas, procedieron a fusilarlas. A las dos monjas se sumarían ese mismo día dos sacerdotes del clero secular, Andrés Molinera, capellán de san Antonio de la Florida fusilado en la Casa de Campo y el padre Delgado Olivar, asesinado en Tetuán de las Victorias, así como otros trece miembros del clero regular[116].

Como había sucedido previamente en Rusia y en México, las razones que pudieran justificar el asesinato de dos religiosas —una de ellas de elevadísima edad— que se dedicaban únicamente a enseñar de manera gratuita a más de mil niños en Ventas, o de sacerdotes que se ocupaban en su mayoría de realizar una obra social entre los más menesterosos de la sociedad sólo pueden rastrearse en el principio de acabar con seres humanos por la terrible falta de pertenecer a un segmento social considerado enemigo de la revolución. En este caso además —como ya habían indicado previamente tanto Lenin como Pablo Iglesias— los asesinados pertenecían a un grupo social que tenía la osadía de mantener una cosmovisión distinta y rival. Para llevar a cabo esa tarea considerada indispensable de exterminio iba a nacer en la España del Frente Popular una institución con antecedentes directos en la revolución bolchevique. Nos referimos, claro está, a las checas.