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Las checas llegan a España.
El largo camino hacia la revolución

1917 y 1930

El advenimiento del siglo XX encontró a España en una situación peculiar. Por un lado, resultaba obvio que la restauración de la monarquía llevada a cabo en el último cuarto del siglo anterior había logrado importantes logros. No sólo los militares —a diferencia de lo sucedido desde la guerra de la Independencia— habían quedado apartados del poder político sino que además el régimen con el que se regía la nación era una monarquía constitucional que seguía muy de cerca el modelo británico y en la que progresivamente se había ido consolidando el reconocimiento de nuevos derechos como el de asociación —que permitiría la fundación de sindicatos— o el de sufragio universal. Si bien España era un país económicamente atrasado al compararlo con naciones como Gran Bretaña, Francia o Alemania, soportaba con holgura la comparación con Italia y superaba a otros países mediterráneos y de la Europa central y oriental. La referencia continuada a un atraso especialmente acusado en el contexto europeo resulta, por lo tanto, muy distante de la realidad histórica y, ciertamente, hay que reconocer a tenor de los datos que nos han llegado que España caminaba a un paso considerablemente digno por el camino del progreso si atendemos no a baremos actuales sino a los de las sociedades europeas de la época[62]. El fracaso de una evolución pacífica vino determinado fundamentalmente por la decisión de determinadas fuerzas políticas de destruir el sistema parlamentario sin tener, al mismo tiempo, la capacidad para crear otro que no sólo fuera alternativo sino también viable y mejor.

Si la vida política giraba en torno a los dos grandes partidos de la Restauración —conservador y liberal— a los que cabía sumar los partidarios de un cambio dinástico carlista, no es menos cierto que a partir de finales del siglo XIX hicieron acto de presencia dos fuerzas —la izquierda y los nacionalismos— que estarían llamadas a tener un papel preponderante en la aniquilación de la monarquía parlamentaria y la instauración de la Segunda República.

En el caso de los denominados nacionalismos, el catalán[63] presentaba una variedad de manifestaciones que iban desde un regionalismo que perseguía un trato preferencial para Cataluña y la extensión de su influencia sobre España a un claro independentismo con ambiciones expansionistas que soñaba con la sumisión de los antiguos territorios de la Corona de Aragón a Cataluña. En todos y cada uno de los casos, el nacionalismo catalán, reivindicador de privilegios territoriales, encajaba mal en un proceso modernizador de signo liberal y no puede sorprender que no sintiera reparos en acabar con un sistema político que se oponía a la consecución de sus metas.

Enormemente influido por el nacionalismo catalán pero procedente del carlismo, nació el nacionalismo vasco que presentaba además unas claras referencias teocráticas y racistas. Edificado —como el catalán— sobre una interpretación de la Historia de España más mítica que real, el nacionalismo vasco pretendía la independencia para preservar la pureza de la raza y de la práctica de la religión católica y, obviamente, interpretó las desgracias nacionales españolas como una forma de avanzar hacia su meta. En ese sentido, no deja de ser revelador que Sabino Arana, el fundador del Partido Nacionalista Vasco (PNV) se congratulara por la derrota española en la guerra de Cuba y Filipinas[64].

A pesar de que ambos nacionalismos acabarían teniendo un papel importante en la vida política de las regiones donde habían nacido, lo cierto es que su peso fue muy limitado durante años ya que no podía competir comparativamente con las fuerzas de izquierdas. Éstas eran, por orden de importancia, los republicanos, los anarquistas y los socialistas. España había sufrido a finales del siglo XIX la experiencia decepcionante de la Primera República que había terminado en un clima de guerra civil y de descomposición nacional. Precisamente lo fallido del experimento y lo contradictorio de las posiciones que habían pretendido alimentarlo explican de sobra por qué el republicanismo[65] quedó relegado a grupos muy reducidos de las clases medias que alimentaban, junto con el deseo de un cambio en la forma de Estado, un acentuado anticlericalismo. Poco más se puede decir que uniera a los republicanos, ya que en sus filas lo mismo militaban federalistas que partidarios de una administración centralista, regionalistas y unitaristas, conservadores y reformistas. Los republicanos no pasaron por alto, por lo tanto, que sus posibilidades de éxito requerían una erosión profunda del sistema existente —y no su democratización que hubiera operado precisamente en contra de sus objetivos al dotarlo de una mayor eficacia y legitimidad— y a ella se entregaron recurriendo en no pocas ocasiones a una demagogia que, en la actualidad, nos parece burda y agresiva.

Los anarquistas[66] derivaban su ideología del sector de la Internacional obrera que había seguido a Bakunin con preferencia a Karl Marx. Deseosos de llegar a una sociedad socialista y sin clases, los anarquistas eran partidarios de la denominada acción directa y no repudiaron en absoluto la práctica de atentados terroristas convencidos de que la muerte de monarcas y otros personajes identificados con el sistema que había que derribar no sólo resultaba legítima sino también políticamente práctica.

El anarquismo —que no estaba desprovisto de un sentido milenarista que acompañaba a algunos de sus predicadores— arraigó especialmente en el agro andaluz y también en la industria catalana donde hasta bien entrado el siglo XX fue la fuerza obrerista más importante. No se constituyó nunca como un partido político —no creían en la participación en la vida política ni siquiera cuando existían, como en España, cauces legales y parlamentarios— aunque sí creó la Confederación Nacional de Trabajadores (CNT) que sería el sindicato más importante hasta la llegada de la dictadura de Primo de Rivera.

La última —y más importante— fuerza obrera fue el socialismo articulado en torno al Partido Socialista Obrero Español (PSOE)[67] y a la Unión General de Trabajadores (UGT), el sindicato socialista. A diferencia de otros partidos socialistas europeos, que habían adoptado un sesgo parlamentario y reformista, el PSOE era convencidamente marxista y resueltamente entregado a la búsqueda de la revolución y de la implantación de la dictadura del proletariado. Su fundador, Pablo Iglesias, estaba muy influido, por la visión del socialista francés Guesde que le escribía con cierta frecuencia y, sobre todo, le enviaba ejemplares de L’Egalité[68]. Guesde representaba un marxismo más práctico que teórico que veía en la existencia de un partido socialista un instrumento ideal para erosionar los regímenes constitucionales valiéndose precisamente de las libertades que éstos respetaban, para hacer propaganda de sus ideas y, finalmente, encabezar una revolución que se viera coronada por la dictadura del proletariado. Los puntos de vista de Guesde iban a marcar de manera casi milimétrica la trayectoria política no sólo de Pablo Iglesias sino del socialismo español prácticamente hasta la muerte del general Franco.

El PSOE fue fundado el 2 de mayo de 1879, en el curso de una comida de fraternidad celebrada en una fonda de la calle de Tetuán en Madrid en el curso de la cual se acordó elegir una comisión para redactar el programa. Éste era de un profundo dogmatismo marxista en lo que se refería al análisis de la sociedad pero que escasísimo contacto tenía con la realidad española donde el proletariado era minúsculo y la burguesía muy reducida numéricamente. Ambos segmentos sociales, de hecho, muy lejos de representar la totalidad social, posiblemente no habrían llegado ni siquiera a ser una minoría cualificada dentro de la misma.

Este carácter dogmático del socialismo español, más atento a repetir visiones preconcebidas y a intentar encajar la realidad en ellas que a observar esa realidad e intentar mejorarla, iba pues a revelarse como uno de sus pecados de origen. No lo sería menos la aspiración a liquidar la sociedad actual —«destruir», según el lenguaje del programa— hasta llegar a una colectivista con propiedad estatal de los medios de producción y el señalamiento como objetivos que debían ser abatidos de sectores enteros como los empresarios, los militares, los partidos denominados burgueses o el clero.

La existencia del partido socialista fue políticamente insignificante hasta que a inicios de siglo acabó imponiéndose la necesidad de presentar candidaturas conjuntas con los republicanos. Así, en las elecciones legislativas de 1910, la creación de una conjunción republicano-socialista permitió a Pablo Iglesias convertirse en el primer diputado de la historia del socialismo español. Su trayectoria como diputado se iba a iniciar cuando el liberal Canalejas era presidente del Consejo de Ministros. No es éste el lugar para tratar una figura de esa talla pero poco puede dudarse de que aquel que se presentó como defensor de «una gran política democrática y expansiva»[69] fue una de las últimas esperanzas reales —y no utópicas— de modernizar en profundidad la monarquía constitucional española. Canalejas logró trazar una política africana que, a pesar de la oposición de Gran Bretaña, Francia y Alemania, confirió seguridad a las posesiones españolas en el continente; abordó con valentía el problema religioso optando por una solución que lo apartara de posturas extremas escoradas hacia la derecha o hacia la izquierda; concibió la reforma del código civil español; se esforzó por integrar a los catalanistas en la reforma de la monarquía y, muy especialmente, dio lugar a una serie de medidas que se han denominado el «socialismo de Canalejas» y que buscaban articular las reformas suficientes para evitar que se desencadenara la revolución. Como indicaría el profesor Carlos Seco Serrano, Canalejas vino a iniciar «en España el arbitraje decidido y ecuánime, en los conflictos entre el Capital y el Trabajo»[70].

El papel de Pablo Iglesias en las Cortes fue muy limitado y no tanto por lo exiguo del peso que las urnas habían otorgado al partido socialista sino por su propio dogmatismo político. En repetidas ocasiones, Iglesias dio muestras de un desconocimiento profundo de la economía, de un desprecio por el sistema parlamentario y de una firme voluntad de erosionarlo para allanar el camino hacia la revolución y la dictadura del proletariado. Así, por ejemplo, el 7 de julio de 1910 ha pasado a la historia del parlamentarismo español como una jornada especialmente vergonzosa en el curso de la cual Iglesias no sólo realizó una cumplida exposición de la táctica que seguiría el partido que representaba sino que además dejó bien de manifiesto que estaba dispuesto a llegar al acto terrorista para lograr sus fines. Refiriéndose a la actitud de los socialistas afirmó que:

«estarán en la legalidad mientras la legalidad le permita adquirir lo que necesita; fuera de la legalidad […] cuando ella no les permita realizar sus aspiraciones».

Quedaban así sentadas las bases de lo que iba a ser la actuación del socialismo español durante las siguientes décadas. Si podía obtener sus fines en el seno del sistema constitucional —sistema constitucional, no lo olvidemos, que tenía intención de destruir— así lo haría pero si sus objetivos no cabían en el marco legal, no dudaría en desbordarlo. Sin embargo, aún quedaba por llegar al punto principal de la intervención de Iglesias aquella mañana, aquel en el que anunciaba que los socialistas no estaban dispuestos —¡con un diputado en el Congreso!— a consentir que Maura regresara al poder y que para salirse con la suya no reconocerían límites éticos:

«Tal ha sido la indignación producida por la política del gobierno presidido por el señor Maura que los elementos proletarios, nosotros de quien se dice que no estimamos los intereses de nuestro país, amándolo de veras, sintiendo las desdichas de todos, hemos llegado al extremo de considerar que antes que su señoría suba al poder debemos llegar al atentado personal».

El comentario dejaba bien claro hasta donde estaban dispuestos a llegar los socialistas pero, sobre todo, mostraba claramente el desprecio por la legalidad y la disposición a recurrir a la violencia terrorista de Iglesias si así lo consideraba pertinente. El día 22 de aquel mismo mes, Antonio Maura volvió a sufrir otro atentado —llegaría a ser objeto de veinte a lo largo de su carrera política— cuando se encontraba en la estación de Francia de la ciudad de Barcelona camino hacia Mallorca. En el curso de los años siguientes, tanto Iglesias como el PSOE y la UGT siguieron una política encaminada no a la reforma del sistema sino a su aniquilación mediante un acoso continuado. Con todo, si la oposición antisistema obtuvo sus primeros logros en 1910 con la conjunción republicano-socialista —un factor que tuvo enorme importancia, por ejemplo, para aniquilar todo el programa reformador de Canalejas— su primer logro importante se produjo con la revolución de 1917.

El origen de la revolución de 1917 puede retrotraerse al acuerdo de acción conjunta que la UGT socialista y la CNT anarquista habían concluido a mediados de 1916. El 20 de noviembre ambas organizaciones suscribieron un pacto de alianza que se tradujo el 18 de diciembre en un acuerdo para ir a la huelga general. La misma tuvo lugar pero no logró obligar al conde de Romanones, a la sazón presidente del Consejo de Ministros, a someterse a sus puntos de vista. La reacción de ambos sindicatos fue convocar una nueva reunión el 27 de marzo de 1917 en Madrid donde se acordó la publicación de un manifiesto conjunto. Lo que iba a producirse entonces iba a ser una dramática conjunción de acontecimientos que, por un lado, se manifestó en la imposibilidad del gobierno para controlar la situación y, por otro, en la unión de una serie de fuerzas dispuestas a rebasar el sistema constitucional sin ningún género de escrúpulo legal. Así, a la alianza socialista-anarquista se sumaron las Juntas Militares de Defensa creadas por los militares a finales de 1916 con la finalidad de conseguir determinadas mejoras de carácter profesional y los catalanistas de Cambó que no estaban dispuestos a permitir que el gobierno de Romanones sacara adelante un proyecto de ley que, defendido por Santiago Alba, ministro de Hacienda, pretendía gravar los beneficios extraordinarios de guerra.

Frente a la alianza anarquista-socialista, la reacción del gobierno presidido por Romanones —que temía un estallido revolucionario, que conocía los antecedentes violentos de ambos colectivos y que ya tenía noticias de la manera en que el zar había sido derrocado en Rusia— fue suspender las garantías constitucionales, cerrar algunos centros obreros y proceder a la detención de los firmantes del manifiesto. Seguramente, el gobierno había actuado con sensatez pero esta acción unida a la imposibilidad de imponer el proyecto de Alba derivó en una crisis que concluyó en la dimisión de Romanones y de su gabinete.

El propósito del catalanista Cambó consistía no sólo en defender los intereses de la alta burguesía catalana sino también en articular una alianza con partidos vascos y valencianos de tal manera que todo el sistema político constitucional saltara por los aires. En mayo, la acción de las Juntas de Defensa contribuyó enormemente a facilitar los proyectos de Cambó. A finales del citado mes, el gobierno, presidido ahora por García Prieto, decidió detener y encarcelar a la Junta central de los militares que no sólo buscaba mejoras económicas sino también reformas concretas. Las juntas de jefes y oficiales respondieron a la acción del gobierno con un manifiesto que significó el regreso a una situación aparentemente liquidada por el sistema constitucional de la Restauración: la participación del poder militar en la vida política.

El gobierno de García Prieto no se sintió con fuerza suficiente como para hacer frente a los militares y optó por la dimisión. Un nuevo gobierno conservador basado en las figuras de Dato y Sánchez Guerra aprobó el reglamento de las Juntas Militares y puso en libertad a la Junta Central. La consecuencia inmediata de esa acción fue llegar a la conclusión de que el sistema era incapaz de mantenerse en pie y que había llegado a tal grado de descomposición que aquellos mismos que debían defenderlo de la subversión no habían dudado en utilizar el rebasamiento de la legalidad que caracterizaba a los movimientos anarquista y socialista.

El hecho de que las Juntas de Defensa parecieran estar en condiciones de poner en jaque el aparato del Estado llevó a Cambó a reunir una asamblea de parlamentarios en Barcelona bajo la presidencia de su partido, la Lliga catalanista. Su intención era valerse de las fuerzas antisistema para forzar a una convocatoria de cortes que se tradujera en la redacción de una nueva constitución. El canto de muertos del sistema constitucional parecía inevitable y era entonado por todos sus enemigos: catalanistas, anarquistas, republicanos y socialistas. En el caso de estos últimos, se aceptó la participación en el gobierno con la finalidad expresa de acabar con la monarquía, liquidar la influencia del catolicismo de la vida nacional y eliminar a los partidos constitucionales. Además, para desencadenar la revolución, los socialistas llegaron a un acuerdo con los anarquistas que se tradujo en la división del país en tres regiones. Sin embargo, incluso dada la creciente debilidad del sistema parlamentario, pronto iba a quedar claro que sus enemigos —a pesar de su insistencia en que representaban la voluntad del pueblo— carecían del respaldo popular suficiente para liquidarlo.

El 19 de julio, tuvo lugar la disolución de la Asamblea de Parlamentarios. Sólo en Asturias consiguieron los revolucionarios prolongar durante algún tiempo la resistencia pero la suerte estaba echada. Mientras el comité de huelga —Saborit, Besteiro, Largo Caballero y Anguiano— era detenido, algunos dirigentes republicanos, como Lerroux, se escondían o ponían tierra por medio. Mientras tanto los catalanistas de Cambó habían reculado cínicamente. Estaban dispuestos a liquidar el sistema constitucional pero temían una revolución obrera de manera que rehusaron apoyar a los socialistas y anarquistas y, posteriormente, condenarían sus acciones. La reacción no resulta tan extraña si se tiene en cuenta que los socialistas habían trasladado alijos de armas y municiones —«yo transporté armas y municiones en Bilbao, yo personalmente», diría Indalecio Prieto poco después en las cortes— con la intención de apoyar la revolución con las bocas de los fusiles. No iba a ser, por otra parte, la última vez que lo haría para derrocar un gobierno legítimamente nacido de las urnas. A pesar de todo, el castigo de la fracasada revolución no resultó riguroso e incluso se produjo una campaña a favor de la amnistía de los revolucionarios y en noviembre de 1917 fueron elegidos concejales de Madrid los cuatro miembros del comité de huelga. Se trataba de una utilización del sistema constitucional para burlar la acción de la justicia que volvería a repetirse en febrero de 1918 cuando fueron elegidos diputados Indalecio Prieto, por Bilbao; Besteiro, por Madrid; Anguiano, por Valencia; Saborit, por Asturias y Largo Caballero por Barcelona.

El resultado de la revolución de 1917 fue, posiblemente, mucho más relevante de lo que se ha pensado durante décadas. La derrota de anarquistas, socialistas, catalanistas, republicanos, y, sobre todo, la benevolencia con que fueron tratados por el sistema parlamentario, no se tradujeron en su integración en éste. Por el contrario, ambas circunstancias crearon en ellos la convicción de que eran extraordinariamente fuertes para acabar con el parlamentarismo y que éste, sin embargo, era débil y, por lo tanto, fácil de aniquilar. Para ello, la batalla no debía librarse en un parlamento fruto de unas urnas que no iban a dar el poder a las izquierdas porque éstas carecían del suficiente respaldo popular, sino en la calle, erosionando un sistema que, tarde o temprano, se desplomaría.

Excede con mucho los límites de nuestro estudio examinar los últimos años de la monarquía parlamentaria. Sin embargo, debe señalarse que el análisis llevado a cabo por los miembros de la visión antisistema pareció verse confirmado por los hechos. Hasta 1923, todos los intentos del sistema parlamentario de llevar a cabo las reformas que necesitaba la nación se vieron bloqueados en la calle por la acción de republicanos, socialistas, anarquistas y nacionalistas que no llegaron a plantear en ninguno de los casos una alternativa política realista y coherente sino que, únicamente, se dedicaron a desacreditar la monarquía constitucional y a apuntar a un futuro que sería luminoso simplemente porque en él amanecería la república, la dictadura del proletariado o la independencia de Cataluña.

La dictadura de Primo de Rivera (1923-1930) —un intento de atajar los problemas de la nación partiendo de una idea concebida sobre la base de una magistratura de la antigua Roma— fue simplemente un paréntesis en el proceso revolucionario. De hecho, durante la misma la represión se cebó sobre los anarquistas pero el PSOE y la UGT fueron tratados con enorme benevolencia —siguiendo la política de Bismarck con el SPD alemán— y Largo Caballero, que fue consejero de Estado de la Dictadura, y otros veteranos socialistas llegaron a ocupar puestos de importancia en la administración del Estado. A pesar de todo, el final de la década vino marcado por la concreción de un sistema conspirativo que, a pesar de su base social minoritaria, acabaría teniendo éxito.

Desde febrero a junio de 1930, conocidas figuras monárquicas como Miguel Maura Gamazo, José Sánchez Guerra, Niceto Alcalá Zamora, Ángel Ossorio y Gallardo, y Manuel Azaña abandonaron la defensa de la monarquía parlamentaria para pasarse al republicanismo. Finalmente, en el verano de 1930 se concluyó el Pacto de San Sebastián donde se fraguó un comité conspiratorio oficial destinado a acabar con la monarquía parlamentaria y sustituirla por una república. De la importancia de este paso puede juzgarse por el hecho de que los que participaron en la reunión del 17 de agosto de 1930 —Lerroux, Azaña, Domingo, Alcalá Zamora, Miguel Maura, Carrasco Formiguera, Mallol, Ayguades, Casares Quiroga, Indalecio Prieto, Fernando de los Ríos…— se convertirían unos meses después en el primer gobierno provisional de la República.

La conspiración republicana comenzaría a actuar desde Madrid a partir del mes siguiente en torno a un comité revolucionario presidido por Alcalá Zamora; un conjunto de militares golpistas y prorepublicanos (López Ochoa, Batet, Riquelme, Fermín Galán…) y un grupo de estudiantes de la FUE capitaneados por Graco Marsá. En términos generales, por lo tanto, el movimiento republicano quedaba reducido a minorías, ya que incluso la suma de afiliados de los sindicatos UGT y CNT apenas alcanzaba al 20 por ciento de los trabajadores y el PCE, nacido unos años atrás de una escisión del PSOE, era minúsculo. En un triste precedente de acontecimientos futuros, el comité republicano fijó la fecha del 15 de diciembre de 1930 para dar un golpe militar que derribara la monarquía e implantara la republica. Resulta difícil creer que el golpe hubiera podido triunfar pero el hecho de que los oficiales Fermín Galán y Ángel García Hernández decidieran adelantarlo al 12 de diciembre sublevando a la guarnición militar de Jaca tuvo como consecuencia inmediata que pudiera ser abortado por el gobierno. Sometidos a consejo de guerra los alzados y condenados a muerte, el gobierno acordó no solicitar el indulto y el día 14 Galán y García Hernández fueron fusilados. El intento de sublevación militar republicana llevado a cabo el día 15 de diciembre en Cuatro Vientos por Queipo de Llano y Ramón Franco no cambió en absoluto la situación. Por su parte, los miembros del comité conspiratorio huyeron (Indalecio Prieto), fueron detenidos (Largo Caballero) o se escondieron (Lerroux, Azaña).

En aquellos momentos, el sistema parlamentario podría haber desarticulado con relativa facilidad el movimiento revolucionario mediante el sencillo expediente de exponer ante la opinión pública su verdadera naturaleza a la vez que procedía a juzgar a una serie de personajes que, en román paladino, habían intentado derrocar el orden constitucional mediante la violencia armada de un golpe de Estado. No lo hizo. Por el contrario, la clase política de la monarquía constitucional quiso optar precisamente por el diálogo con los que deseaban su fin. Buen ejemplo de ello es que cuando Sánchez Guerra recibió del rey Alfonso XIII la oferta de constituir gobierno, lo primero que hizo el político fue personarse en la cárcel Modelo para ofrecer a los miembros del comité revolucionario internos en ella sendas carteras ministeriales. Con todo, como confesaría Azaña en sus Memorias, la república parecía una posibilidad ignota. El que esa posibilidad revolucionaria se convirtiera en realidad se iba a deber no a la voluntad popular sino a una curiosa mezcla de miedo y de falta de información. La ocasión sería curiosamente la celebración de unas elecciones municipales.

Aunque la propaganda republicana presentaría posteriormente las elecciones municipales de abril de 1931 como un plebiscito popular en pro de la república, no existía ningún tipo de razones para interpretarlas de esa manera. En ningún caso su convocatoria tenía carácter de referéndum ni —mucho menos— se trataba de unas elecciones a Cortes constituyentes. De hecho, la primera fase de las elecciones municipales celebrada el 5 de abril se cerró con los resultados esperados. Con 14 018 concejales monárquicos y 1832 republicanos tan sólo pasaron a control republicano un pueblo de Granada y otro de Valencia. Como era lógico esperar, nadie hizo referencia a un supuesto —e inexistente— plebiscito popular. El 12 de abril de 1931 se celebró la segunda fase de las elecciones. Frente a 5775 concejales republicanos, los monárquicos obtuvieron 22 150, es decir, el voto monárquico prácticamente fue el cuádruplo del republicano. A pesar de todo, los políticos monárquicos, los miembros del gobierno (salvo dos), los consejeros de palacio y los dos mandos militares decisivos —Berenguer y Sanjurjo— consideraron que el resultado era un plebiscito y que además implicaba un apoyo extraordinario para la república y un desastre para la monarquía. El hecho de que la victoria republicana hubiera sido urbana —como en Madrid donde el concejal del PSOE Saborit hizo votar por su partido a millares de difuntos— pudo contribuir a esa sensación de derrota pero no influyó menos en el resultado final la creencia (que no se correspondía con la realidad) de que los republicanos podían dominar la calle. Durante la noche del 12 al 13, el general Sanjurjo, a la sazón al mando de la Guardia Civil, dejó de manifiesto por telégrafo que no contendría un levantamiento contra la monarquía, un dato que los dirigentes republicanos supieron inmediatamente gracias a los empleados de correos adictos a su causa. Ese conocimiento de la debilidad de las instituciones constitucionales explica sobradamente que cuando Romanones y Gabriel Maura —con el expreso consentimiento del rey— ofrecieron al comité revolucionario unas elecciones a cortes constituyentes. A esas alturas, sus componentes habían captado el miedo del adversario y no sólo rechazaron la propuesta sino que exigieron la marcha del rey antes de la puesta del sol del 14 de abril. Los políticos constitucionalistas aceptaron y con ellos el monarca, que no deseaba bajo ningún pretexto el estallido de una guerra civil. De esa manera, el sistema constitucional desaparecía de una manera más que dudosamente legítima y se proclamaba la Segunda República.

1931-1933

Aunque la proclamación de la Segunda República estuvo rodeada de un considerable entusiasmo de una parte de la población, lo cierto es que, observada la situación objetivamente y con la distancia que proporciona el tiempo, no se podía derrochar optimismo. Los vencedores en la incruenta revolución se sentirían, como veremos, hiperlegitimados para tomar decisiones por encima del resultado de las urnas y no dudarían en reclamar el apoyo de la calle cuando el sufragio les fuera hostil. A fin de cuentas, ¿no había sido en contra de la aplastante mayoría de los electores como habían alcanzado el poder? A ese punto de arranque iba a unirse que constituían un pequeño y fragmentado número de republicanos que procedían en su mayoría de las filas monárquicas; dos grandes fuerzas obreristas —socialistas y anarquistas— que contemplaban la república como una fase hacia la utopía que debía ser surcada a la mayor velocidad; los nacionalistas —especialmente catalanes— que ansiaban descuartizar la unidad de la nación y que se apresuraron a proclamar el mismo 14 de abril la República catalana y el Estado catalán, y una serie de pequeños grupos radicales de izquierdas que acabarían teniendo un protagonismo notable como era el caso del partido comunista. En su práctica totalidad, su punto de vista era utópico bien identificaran esa utopía con la república implantada, con la consumación revolucionaria posterior o con la independencia; en su práctica totalidad, carecían de preparación política y, sobre todo, económica para enfrentarse con los retos que tenía ante sí la nación y, en su práctica totalidad también, adolecían de un virulento sectarismo político y social que no sólo pretendía excluir de la vida pública a considerables sectores de la población española sino que también plantearía irreconciliables diferencias entre ellos.

En ese sentido, el primer bienio republicano[71] que estuvo marcado por la alianza entre los republicanos de izquierdas y el PSOE fue una época de ilusiones frustradas precisamente por el sectarismo ideológico de los vencedores del 14 de abril, su incompetencia económica y la acción no parlamentaria e incluso violenta de las izquierdas.

Las manifestaciones de sectarismo fueron inmediatas y entre ellas hay que incluir desde los procesos de antiguos políticos monárquicos a la indiferencia de las autoridades ante los ataques contra los lugares de culto católicos en mayo de 1931. Sin embargo, su fruto más obvio fue la redacción de una constitución que, como indicaría el propio presidente de la República, Alcalá Zamora, procedía de unas cortes que «adolecían de un grave defecto, el mayor sin duda para una asamblea representativa: que no lo eran, como cabal ni aproximada coincidencia de la estable, verdadera y permanente opinión española…»[72]. La constitución, según el mismo testimonio, «se dictó, efectivamente, o se planeó sin mirar a esa realidad nacional… se procuró legislar obedeciendo a teorías, sentimientos e intereses de partido, sin pensar en esa realidad de convivencia patria, sin cuidarse apenas de que se legislaba para España»[73]. En esa constitución redactada por una minoría se consagraría, por ejemplo, un laicismo militante que no sólo incluía una comprensible separación de la Iglesia y el Estado sino que pretendía excluir totalmente a la Iglesia católica de la vida pública apartándola, por ejemplo, de las labores educativas. Sobre todo, sin embargo, se instauraría un texto que correspondía no tanto con una visión democrática como con el triunfo de los vencedores de la crisis de abril de 1931. El resultado —señalaría Alcalá Zamora en este texto escrito antes de 1934— fue «una Constitución que invitaba a la guerra civil, desde lo dogmático, en que impera la pasión sobre la serenidad justiciera, a lo orgánico, en que la improvisación, el equilibrio inestable, sustituyen a la experiencia y a la construcción sólida de poderes»[74].

La incompetencia económica no fue de menor relevancia en la medida en que no sólo frustró totalmente la realización de una reforma agraria de enorme importancia a la sazón sino que además agudizó la tensión social con normativas —como la Ley de Términos inspirada por el PSOE— que, supuestamente, favorecían a los trabajadores pero que, en realidad, provocaron una contracción del empleo y una carga insoportable para empresarios pequeños y medianos.

A todo lo anterior, hay que añadir la acción violenta de las izquierdas encaminada directamente a terminar con la República. En el caso de los anarquistas, su voluntad de aniquilar la República se manifestó desde el principio de manera inequívoca. El mismo mes de abril de 1931 Durruti afirmaba:

«Si fuéramos republicanos, afirmaríamos que el gobierno provisional se va a mostrar incapaz de asegurarnos el triunfo de aquello que el pueblo le ha proporcionado. Pero, como somos auténticos trabajadores, decimos que, siguiendo por ese camino, es muy posible que el país se encuentre cualquier día de éstos al borde de la guerra civil. La República apenas si nos interesa […] en tanto que anarquistas, debemos declarar que nuestras actividades no han estado nunca, ni lo estarán tampoco ahora, al servicio de […] ningún Estado».

No se trataba de meras palabras ni tampoco se limitaban a los anarquistas. En enero de 1932, en Castilblanco y en Arnedo, los socialistas provocaron sendos motines armados en los que hallaron, primero, la muerte agentes del orden público para luego desembocar en una durísima represión. El día 19 del mismo mes, los anarquistas iniciaron una sublevación armada en el Alto Llobregat[75] que duró tres días y que fue reprimida por las fuerzas de orden público. Durruti, uno de los incitadores de la revuelta, fue detenido, pero a finales de año se encontraba nuevamente en libertad e incitaba a un nuevo estallido revolucionario a una organización como la CNT-FAI que, a la sazón, contaba con más de un millón de afiliados[76].

De manera nada sorprendente, en enero de 1933, se produjo un nuevo intento revolucionario de signo anarquista. Su alcance se limitó a algunas zonas de Cádiz, como fue el caso del pueblo de Casas Viejas. El episodio tendría pésimas consecuencias para el gobierno de izquierdas ya que la represión de los sublevados sería durísima e incluiría el fusilamiento de algunos de los detenidos y, por añadidura, los oficiales que la llevaron a cabo insistirían en que sus órdenes habían procedido del mismo Azaña[77]. Aunque las Cortes reiterarían su confianza al gobierno, sus días estaban contados. A lo largo de un bienio, podía señalarse que la situación política era aún peor que cuando se proclamó la República. El gobierno republicano había fracasado en sus grandes proyectos como la reforma agraria o el impulso a la educación —en este último caso siquiera en parte por su liquidación de la enseñanza católica— había gestionado pésimamente la economía nacional y había sido incapaz de evitar la radicalización de una izquierda revolucionaria formada no sólo por los anarquistas sino también por el PSOE, que pasaba por un proceso que se definió como «bolchevización» y que se caracterizó por la aniquilación de los partidarios (como Julián Besteiro) de una política reformista y parlamentaria y el triunfo de aquellos que (como Largo Caballero) propugnaban la revolución violenta que destruyera la República e instaurara la dictadura del proletariado. En tan sólo un año, la acción de estas fuerzas de izquierdas sumada a la de los nacionalistas catalanes ocasionaría una catástrofe que aniquilaría la posibilidad razonable de supervivencia de la República.

1934

El embate de las izquierdas obreristas ansiosas por implantar su utopía sería seguido por la reacción de las derechas. Durante la primavera y el verano de 1932, la violencia revolucionaria de las izquierdas, y la redacción del Estatuto de Autonomía de Cataluña y del proyecto de ley de reforma agraria impulsaron, entre otras consecuencias, un intento de golpe capitaneado por Sanjurjo que fracasó estrepitosamente en agosto y, sobre todo, la creación de una alternativa electoral a las fuerzas que habían liquidado el sistema parlamentario anterior a abril de 1931. Así, entre el 28 de febrero y el 5 de marzo, tuvo lugar la fundación de la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas) —una coalición de fuerzas de derechas y católicas— y la aceptación formal del sistema republicano.

La reacción de Azaña ante la respuesta de las derechas fue intentar asegurarse la permanencia en el poder mediante la articulación de mecanismos legales concretos. El 25 de julio de 1933, se aprobó una ley de orden público que dotaba al gobierno de una enorme capacidad de represión y unos considerables poderes para limitar la libertad de expresión y, antes de que concluyera el mes, Azaña —que intentaba evitar unas elecciones sobre cuyo resultado no era optimista— lograba asimismo la aprobación de una ley electoral que reforzaba las primas a la mayoría. Mediante un mecanismo semejante, Azaña pretendía contar con una mayoría considerable en unas cortes futuras aunque la misma realmente no se correspondiera con la proporción de votos obtenidos en las urnas. Sin embargo, a pesar de contar con estas posibilidades, durante el verano de 1933 Azaña se resistió a convocar elecciones. Fueron precisamente en aquellos meses estivales cuando se consagró la «bolchevización» del PSOE. En la escuela de verano del PSOE en Torrelodones, los jóvenes socialistas celebraron una serie de conferencias donde se concluyó la aniquilación política del moderado Julián Besteiro, el apartamiento despectivo de Indalecio Prieto y la consagración entusiasta de Largo Caballero al que se aclamó como el «Lenin español». El modelo propugnado por los socialistas no podía resultar, pues, más obvio y más en una época en que el PCE era un partido insignificante. Los acontecimientos se iban a precipitar a partir de entonces: el 3 de septiembre de 1933, el gobierno republicano-socialista sufrió una derrota espectacular en las elecciones generales para el Tribunal de Garantías y cinco días después se produjo su caída.

Finalmente, el 19 de noviembre tuvieron lugar las nuevas elecciones. En ellas votó el 67,46 por ciento del censo electoral y las mujeres por primera vez[78]. Las derechas obtuvieron 3 365 700 votos, el centro 2 051 500 y las izquierdas 3 118 000. Sin embargo, el sistema electoral —que favorecía, por decisión directa de Azaña, las grandes agrupaciones— se tradujo en que las derechas, que se habían unido para las elecciones, obtuvieran más del doble de escaños que las izquierdas con una diferencia entre ambas que no llegaba a los doscientos cincuenta mil votos[79].

En puridad democrática, la fuerza mayoritaria —la CEDA— tendría que haber sido encargada de formar gobierno pero las izquierdas que habían traído la Segunda República no estaban dispuestas a consentirlo, a pesar de su indudable triunfo electoral. Mientras el presidente de la República, Alcalá Zamora, encomendaba la misión de formar gobierno a Lerroux, un republicano histórico pero en minoría, el PSOE y los nacionalistas catalanes comenzaron a urdir una conspiración armada que acabara con un gobierno de centro derecha elegido democráticamente. Semejante acto iba a revestir una enorme gravedad porque no se trataba de fuerzas exteriores al parlamento —como había sido el caso de los anarquistas en 1932 y 1933— sino de partidos con representación parlamentaria que estaban dispuestas a torcer el resultado de las urnas por la fuerza de las armas[80].

Los llamamientos a la revolución fueron numerosos, claros y contundentes. El 3 de enero de 1934, la prensa del PSOE[81] publicaba unas declaraciones de Indalecio Prieto que ponían de manifiesto el clima que reinaba en su partido:

«Y ahora piden concordia. Es decir, una tregua en la pelea, una aproximación de los partidos, un cese de hostilidades […] ¿Concordia? No. ¡Guerra de clases! Odio a muerte a la burguesía criminal. ¿Concordia? Sí, pero entre los proletarios de todas las ideas que quieran salvarse y librar a España del ludibrio. Pase lo que pase, ¡atención al disco rojo!».

No se trataba de un mero exabrupto. El 4 de febrero, el mismo Indalecio Prieto llamaba a la revolución en un discurso pronunciado en el coliseo Pardiñas. Ese mismo mes, la CNT propuso a la UGT una alianza revolucionaria, oferta a la que respondió el socialista Largo Caballero con la de las alianzas obreras. Su finalidad no era laboral sino eminentemente política: aniquilar el sistema parlamentario y llevar a cabo la revolución. A finales de mayo, el PSOE desencadenó una ofensiva revolucionaria en el campo que reprimió enérgicamente Salazar Alonso, el ministro de Gobernación. A esas alturas, el gobierno contaba con datos referidos a una insurrección armada en la que tendrían un papel importante no sólo el PSOE sino también los nacionalistas catalanes y algunos republicanos de izquierdas. No se trataba de rumores sino de afirmaciones de parte. La prensa del PSOE[82], por ejemplo, señalaba que las teorías del Frente Popular propugnadas por los comunistas a impulso de Stalin eran demasiado moderadas porque no recogían «las aspiraciones trabajadoras de conquistar el poder para establecer su hegemonía de clase». Por el contrario, las alianzas obreras, propugnadas por Largo Caballero, eran «instrumento de insurrección y organismo de Poder». A continuación El Socialista trazaba un obvio paralelo con la revolución bolchevique:

«Dentro de las diferencias raciales que tienen los soviets rusos, se puede encontrar, sin embargo, una columna vertebral semejante. Los comunistas hacen hincapié en la organización de soviets que preparen la conquista insurreccional y sostengan después el poder obrero. En definitiva, esto persiguen las alianzas».

Si de algo se puede acusar a los medios socialistas en esa época no es de hipocresía. Renovación[83] anunciaba en el verano de 1934 refiriéndose a la futura revolución: «¿Programa de acción? —Supresión a rajatabla de todos los núcleos de fuerza armada desparramada por los campos. —Supresión de todas las personas que por su situación económica o por sus antecedentes puedan ser una rémora para la revolución».

Zinóviev, Trotsky o Lenin difícilmente hubieran podido explicarlo con más claridad. Semejantes afirmaciones, que mostraban una clara voluntad de acabar con el sistema parlamentario sustituyéndolo por uno similar al soviético, debían haber causado seria preocupación en el terreno de los republicanos de izquierdas. Sin embargo, para éstos el enemigo que debía ser abatido no era otro que el centro y la derecha. Al respecto, el 30 de agosto, Azaña realizaba unas declaraciones ante las que nadie se podía llamar a engaño. De acuerdo con las mismas, las izquierdas no estaban dispuestas a consentir que la CEDA entrara en el gobierno por más que las urnas la hubieran convertido en la primera fuerza parlamentaria. Si la CEDA insistía en entrar en un gobierno de acuerdo con un derecho que, en puridad democrática, le correspondía, las izquierdas se opondrían incluso yendo contra la legalidad. «Estaríamos —diría Azaña— de toda fidelidad […] habríamos de conquistar a pecho descubierto las garantías». Los anuncios de Azaña, de Prieto, de Largo Caballero, de tantos otros personajes de la izquierda no eran sino una consecuencia realmente lógica de toda una visión política que no había dejado de avanzar desde finales del siglo XIX y que, entre otras consecuencias, había tenido la de aniquilar la monarquía parlamentaria. El parlamento —y las votaciones que lo habían configurado— sólo resultaba legítimo en la medida en que servía para respaldar el propósito de las fuerzas mencionadas. Cuando el resultado en las urnas no sancionaba a ese bloque político, el parlamento debía ser rebasado y acallado desde la calle recurriendo a la violencia. Para el PSOE, el PCE y la CNT, el paso siguiente sólo podía ser la revolución.

El 9 de septiembre de 1934, la Guardia Civil descubrió un importante alijo de armas que, a bordo del Turquesa, se hallaba en la ría asturiana de Pravia. Una parte de las armas había sido ya desembarcada y, siguiendo órdenes del socialista Indalecio Prieto, transportada en camiones de la Diputación provincial controlada a la sazón por el PSOE. La finalidad del alijo no era otra que la de armar a los socialistas preparados para la sublevación. No en vano el 25 de septiembre El Socialista anunciaba:

«Renuncie todo el mundo a la revolución pacífica, que es una utopía; bendita la guerra».

Dos días después, El Socialista remachaba:

«El mes próximo puede ser nuestro octubre. Nos aguardan días de prueba, jornadas duras. La responsabilidad del proletariado español y sus cabezas directoras es enorme. Tenemos nuestro ejército a la espera de ser movilizado».

Ese mismo día, moría en Barcelona el exministro Jaime Carner. Azaña, en compañía de otros dirigentes republicanos, se dirigió a la Ciudad Condal. Sin embargo, a pesar de conocer entonces lo que tramaban socialistas y catalanistas, no informó a las autoridades republicanas y decidió quedarse en la ciudad a la espera de los acontecimientos. Antes de concluir el mes, el Comité Central del PCE anunciaba su apoyo a un frente único con finalidad revolucionaria[84].

El 1 de octubre, Gil-Robles exigió la entrada de la CEDA en el gobierno de Lerroux. Sin embargo, en una clara muestra de moderación política, Gil-Robles ni exigió la presidencia del gabinete (que le hubiera correspondido en puridad democrática) ni tampoco la mayoría de las carteras. El 4 de octubre entrarían, finalmente, tres ministros de la CEDA en el nuevo gobierno, todos ellos de una trayectoria intachable: el catalán y antiguo catalanista Oriol Anguera de Sojo, el regionalista navarro Aizpún y el sevillano Manuel Giménez Fernández que se había declarado expresamente republicano y que defendía la realización de la reforma agraria.

La presencia de ministros cedistas en el gabinete fue la excusa presentada por el PSOE y los catalanistas para poner en marcha un proceso de insurrección armada que, como hemos visto, venía fraguándose desde hacía meses. Tras un notable despliegue de agresividad de la prensa de izquierdas el 5 de octubre, el día 6 tuvo lugar la sublevación. El carácter violento de la misma quedó de manifiesto desde el principio. En Guipúzcoa, por ejemplo, los alzados asesinaron al empresario Marcelino Oreja Elósegui. En Barcelona, Companys, el dirigente de Esquerra Republicana, proclamó desde el balcón principal del palacio presidencial de la Generalidad «l’Estat Catalá dentro de la República federal española» e invitó a «los dirigentes de la protesta general contra el fascismo a establecer en Cataluña el gobierno provisional de la República». Sin embargo, ni el gobierno republicano era fascista, ni los dirigentes de izquierdas recibieron el apoyo que esperaban de la calle ni la Guardia Civil o la de asalto se sumaron al levantamiento. La Generalidad se rindió así a las seis y cuarto de la mañana del de octubre y Companys se puso a salvo huyendo por las alcantarillas de Barcelona.

El fracaso en Cataluña tuvo claros paralelos en la mayoría de España. Ni el ejército —con el que el PSOE había mantenido contactos— ni las masas populares se sumaron al golpe de Estado nacionalista-socialista y éste fracasó al cabo de unas horas. La única excepción a esta tónica general fue Asturias donde los alzados contra el gobierno legítimo de la República lograron un éxito inicial y dieron comienzo a un proceso revolucionario que marcaría en bastantes aspectos la pauta para lo que sería la guerra civil de 1936. La desigualdad inicial de fuerzas fue verdaderamente extraordinaria. Los alzados contaban con un ejército de unos treinta mil mineros bien pertrechados gracias a las fábricas de armas de Oviedo y Trubia y bajo la dirección de miembros del PSOE como Ramón González Peña, Belarmino Tomás y Teodomiro Menéndez aunque una tercera parte de los insurrectos pudo pertenecer a la CNT. Sus objetivos eran dominar hacia el sur el puerto de Pajares para llevar la revolución hasta las cuencas mineras de León y desde allí, con la complicidad del sindicato ferroviario de la UGT, al resto de España. Dentro de esta estrategia resultaba también indispensable apoderarse de Oviedo. Frente a los sublevados había mil seiscientos soldados y unos novecientos guardias civiles y de asalto que contaban con el apoyo de civiles en Oviedo, Luarca, Gijón, Avilés y el campo.

La acción de los revolucionarios siguió patrones que recordaban trágicamente los males sufridos en Rusia. Mientras se procedía a detener e incluso a asesinar a gente inocente tan sólo por su pertenencia a un segmento social concreto, se desataba una oleada de violencia contra el catolicismo que incluyó desde la quema y profanación de lugares de culto —incluyendo el intento de volar la Cámara santa— al fusilamiento de religiosos. El 5 de octubre, primer día del alzamiento, un joven estudiante pasionista de Mieres, de veintidós años de edad y llamado Amadeo Andrés, fue rodeado mientras huía del convento y asesinado. Su cadáver fue arrastrado. Tan sólo una hora antes había sido también fusilado Salvador de María, un compañero suyo que también intentaba huir del convento de Mieres. No fueron, desgraciadamente, las únicas víctimas de los alzados.

El padre Eufrasio del Niño Jesús, carmelita, superior del convento de Oviedo, fue el último en salir de la casa antes de que fuera asaltada por los revolucionarios. Lo hizo saltando una tapia con tan mala fortuna que se dislocó una pierna. Se le prestó auxilio en un domicilio cercano pero, finalmente, fue trasladado a un hospital. Delatado por dos enfermeros, el comité de barrio decidió condenarlo a muerte dada su condición de religioso. Se le fusiló unas horas después dejándose abandonado su cadáver ante una tapia durante varios días.

El día 7 de octubre, la totalidad de los seminaristas de Oviedo —seis— fue pasada por las armas al descubrirse su presencia, siendo el más joven de ellos un muchacho de dieciséis años. Con todo, posiblemente el episodio más terrible de la persecución religiosa que acompañó a la sublevación armada fue el asesinato de los ocho hermanos de las Escuelas Cristianas y de un padre pasionista que se ocupaban de una escuela en Turón, un pueblo situado en el centro de un valle minero. Tras concentrarlos en la casa del pueblo, un comité los condenó a muerte considerando que al ocuparse de la educación de buena parte de los niños de la localidad disfrutaban de una influencia indebida. El 9 de octubre de 1934, poco después de la una de la madrugada, la sentencia fue ejecutada en el cementerio y, a continuación, se les enterró en una fosa especialmente cavada para el caso. De manera no difícil de comprender, los habitantes de Turón que habían sido testigos de sus esfuerzos educativos y de la manera en que se había producido la muerte los consideraron mártires de la fe desde el primer momento. Serían beatificados en 1990 y canonizados el 21 de noviembre de 1999. Formarían así parte del grupo de los diez primeros santos españoles canonizados por su condición de mártires[85].

Los partidarios de la revolución —como en Rusia— habían decidido exterminar a sectores enteros de la población y para llevar a cabo ese objetivo no estaban dispuestos a dejarse limitar por garantías judiciales de ningún tipo. Poca duda cabe de que la diferencia de medios existente entre los alzados y las fuerzas de orden hubiera podido ser fatal para la legalidad republicana de no haber tomado el 5 de octubre el ministro Diego Hidalgo la decisión de nombrar asesor especial para reprimir el alzamiento al general Francisco Franco. Una de las primeras medidas tomadas por Franco, a ejemplo de lo que había pensado Azaña tiempo atrás para acabar con los anarquistas sublevados, fue trasladar a las fuerzas africanas al lugar de la lucha. Así, legionarios y regulares desembarcaron en Gijón para marchar hacia Oviedo donde enlazaron con una pequeña columna que se hallaba al mando de Eduardo López Ochoa, uno de los conspiradores que había impulsado la proclamación de la República años atrás. El bloqueo de los puertos asturianos y la presencia del ejército de África significaría el final de la revolución pero aún fue necesaria otra semana más para acabar con los focos de resistencia de los insurrectos.

El 16 de octubre de 1934, a unas horas de su derrota definitiva, el Comité Provincial Revolucionario lanzaba un manifiesto donde volvía a incidir en algunos de los aspectos fundamentales de la sublevación:

«¡Obreros: en pie de guerra! ¡Se juega la última carta!

»Nosotros organizamos sobre la marcha el Ejército Rojo…

»Lo repetimos: En pie de guerra. ¡Hermanos!, el mundo nos observa. España, la España productora, confía su redención a nuestros triunfos. ¡Que Asturias sea un baluarte inexpugnable!

»Y si su Bastilla fuera tan asediada, sepamos, antes que entregarla al enemigo, confundir a éste entre escombros, no dejando piedra sobre piedra.

»Rusia, la patria del proletariado, nos ayudará a construir sobre las cenizas de lo podrido el sólido edificio marxista que nos cobije para siempre.

»Adelante la revolución. ¡Viva la dictadura del proletariado!»[86]

La sublevación armada que, alzándose contra el gobierno legítimamente constituido de la República, había intentado aniquilar el sistema parlamentario e implantar la dictadura del proletariado había fracasado en términos militares. El balance de las dos semanas de revolución socialista-nacionalista era ciertamente sobrecogedor. Las fuerzas de orden público habían sufrido 324 muertes y 903 heridos además de siete desaparecidos. Entre los paisanos, los muertos —causados por ambas partes— llegaban a 1051 y los heridos a 2051. Por lo que se refería a los daños materiales ocasionados por los sublevados habían sido muy cuantiosos y afectado a 58 iglesias, 26 fábricas, 58 puentes, 63 edificios particulares y 730 edificios públicos. Además los sublevados habían realizado destrozos en 66 puntos del ferrocarril y 31 de las carreteras. Asimismo ingresaron en prisión unas quince mil personas por su participación en el alzamiento armado pero durante los meses siguientes fueron saliendo en libertad en su mayor parte. Sin embargo, el mayor coste del alzamiento protagonizado por los nacionalistas catalanes, el PSOE, la CNT y, en menor medida, el PCE fue político. Con su desencadenamiento, las izquierdas habían dejado de manifiesto que la república parlamentaria carecía de sentido para ellas, que no estaban dispuestas a aceptar el veredicto de las urnas si les resultaba contrario, que su objetivo era la implantación de la dictadura del proletariado —una meta no tan claramente abrazada por los nacionalistas catalanes— y que, llegado el caso, harían uso de la violencia armada para lograr sus objetivos. Sería precisamente el republicano Salvador de Madariaga el que levantara acta de lo que acababa de suceder con aquella revolución frustrada de 1934:

«El alzamiento de 1934 es imperdonable. La decisión presidencial de llamar al poder a la CEDA era inatacable, inevitable y hasta debida desde hace ya tiempo. El argumento de que el señor Gil-Robles intentaba destruir la Constitución para instaurar el fascismo era, a la vez, hipócrita y falso. Con la rebelión de 1934, la izquierda española perdió hasta la sombra de autoridad moral para condenar la rebelión de 1936»[87].

A partir de la sublevación socialista-nacionalista de 1934 quedó de manifiesto que las izquierdas no respetarían la legalidad republicana pero también se acrecentó el miedo de las derechas a un nuevo estallido revolucionario que acabara con el sistema parlamentario y, exterminando a sectores enteros de la población, desencadenara una revolución cruenta como la sufrida por Asturias. Desgraciadamente, ambos temores se verían confirmados antes de un bienio.

1936

La batalla política que se extendió desde el fracaso de la revolución de 1934 hasta la llegada al poder del Frente Popular en febrero de 1936 discurrió fundamentalmente en el terreno de la propaganda y fuera del parlamento. En teoría —y más si se atendía a la propaganda de las izquierdas— el gobierno de centro derecha podría haber aniquilado poniéndolas fuera de la ley a formaciones como el PSOE, la CNT o la Es-quena Republicana que habían participado abierta y violentamente en un alzamiento armado contra la legitimidad y la legalidad republicanas. Sin embargo, la conducta seguida por las derechas fue muy distinta. Ciertamente, el 2 de enero de 1935 se aprobó por ley la suspensión del Estatuto de Autonomía de Cataluña pero, a la vez, bajo su impulso tuvo lugar el único esfuerzo legal y práctico que mereció en todo el periodo republicano el nombre de reforma agraria. Como señalaría el socialista Gabriel Mario de Coca, «los gobiernos derechistas asentaron a veinte mil campesinos, y bajo las Cortes reaccionarias de 1933 se efectuó el único avance social realizado por la República». No se redujo a eso su política. Federico Salmón, ministro de Trabajo, y Luis Lucia, ministro de Obras Públicas, redactaron un «gran plan de obras pequeñas» para paliar el paro; se aprobó una nueva ley de arrendamientos urbanos que defendía a los inquilinos; se inició una reforma hacendística de calado debida a Joaquín Chapaprieta y encaminada a lograr la necesaria estabilización; y Gil-Robles, ministro de la Guerra, llevó a cabo una reforma militar de enorme relevancia. Consideradas con perspectiva histórica, todas estas medidas denotaban un impulso sensato por abordar los problemas del país desde una perspectiva más basada en el análisis técnico y especializado que en el seguimiento de recetas utópicas. Fue precisamente desde el terreno de las utopías izquierdistas y nacionalistas desde donde se planteó la obstrucción a todas aquellas medidas a la vez que se lanzaba una campaña propagandística destinada a desacreditar al gobierno y sustentada en los relatos, absolutamente demagógicos, de las atrocidades supuestamente cometidas por las fuerzas del orden en el sofocamiento de la revolución de octubre.

A lo anterior se unió en septiembre de 1935 el estallido del escándalo del estraperlo. Strauss y Perl, los personajes que le darían nombre, eran dos centroeuropeos que habían inventado un sistema de juego de azar que permitía hacer trampas con relativa facilidad. Su aprobación se debió a la connivencia de algunos personajes vinculados a Lerroux, el dirigente del Partido Radical. Los sobornos habían alcanzado la cifra de cinco mil pesetas y algunos relojes pero se convertirían en un escándalo que, hábilmente aireado, superó con mucho la gravedad del asunto. Strauss amenazó, en primer lugar, con el chantaje a Lerroux y cuando éste no cedió a sus pretensiones, se dirigió a Alcalá Zamora, el presidente de la República. Alcalá Zamora discutió el tema con Indalecio Prieto y Azaña y, finalmente, desencadenó el escándalo. Como señalaría lúcidamente Josep P1a[88], la administración de justicia no pudo determinar responsabilidad legal alguna —precisamente la que habría resultado interesante— pero en una sesión de Cortes del 28 de octubre se produjo el hundimiento político del Partido Radical, una de las fuerzas esenciales en el colapso de la monarquía constitucional y el advenimiento de la república menos de cuatro años antes. La CEDA quedaba prácticamente sola en la derecha frente a unas izquierdas poseídas de una creciente agresividad. Porque no se trataba únicamente de propaganda y demagogia. Durante el verano de 1935, el PSOE y el PCE —que en julio ya había recibido de Moscú la consigna de formación de frentes populares— desarrollaban contactos para una unificación de acciones[89]. En paralelo, republicanos y socialistas discutían la formación de milicias comunes mientras los comunistas se pronunciaban a favor de la constitución de un ejército rojo. El 14 de noviembre, Azaña propuso a la ejecutiva del PSOE una coalición electoral de izquierdas. Acababa de nacer el Frente Popular. En esos mismos días, Largo Caballero salía de la cárcel —después de negar cínicamente su participación en la revolución de octubre de 1934— y la sindical comunista CGTU entraba en la UGT socialista.

El año 1935 concluyó con el desahucio del poder de Gil-Robles; con una izquierda que entrenaba milicias y estaba decidida a ganar las siguientes elecciones para llevar a cabo la continuación de la revolución de octubre de 1934; y con reuniones entre Chapaprieta y Alcalá Zamora para crear un partido de centro en torno a Portela Valladares que atrajera un voto moderado preocupado por la agresividad de las izquierdas y una posible reacción de las derechas. Ésta, de momento, parecía implanteable. La Falange, el partido fascista de mayor alcance, era un grupo minoritario[90]; los carlistas y otros grupos monárquicos carecían de fuerza y, en el ejército, Franco insistía en rechazar cualquier eventualidad golpista a la espera de la forma en que podría evolucionar la situación política. Así, al insistir en que no era el momento propicio, impidió la salida golpista[91]. Cuando el 14 de diciembre, Portela Valladares formó gobierno era obvio que se trataba de un gabinete puente para convocar elecciones. Finalmente, Alcalá Zamora disolvió las Cortes (la segunda vez durante su mandato lo que implicaba una violación flagrante de la Constitución) y convocó elecciones para el 16 de febrero de 1936 bajo un gobierno presidido por Portela Valladares.

El 15 de enero de 1936, se firmó el pacto del Frente Popular como una alianza de fuerzas obreras y burguesas cuyas metas no sólo no eran iguales sino que, en realidad, resultaban incompatibles. Los republicanos como Azaña y el socialista Prieto perseguían fundamentalmente regresar al punto de partida de abril de 1931 en el que la hegemonía política estaría en manos de las izquierdas. Para el resto de las fuerzas que formaban el Frente Popular, especialmente la aplastante mayoría del PSOE y el PCE, se trataba tan sólo de un paso intermedio en la lucha hacia la aniquilación de la República burguesa y la realización de una revolución que desembocara en una dictadura obrera. Si Luis Araquistáin insistía en hallar paralelos entre España y la Rusia de 1917 donde la revolución burguesa sería seguida por una proletaria[92], Largo Caballero difícilmente podía ser más explicito sobre las intenciones del PSOE. En el curso de una convocatoria electoral que tuvo lugar en Alicante, el político socialista afirmó:

«Quiero decirles a las derechas que si triunfamos colaboraremos con nuestros aliados; pero si triunfan las derechas nuestra labor habrá de ser doble, colaborar con nuestros aliados dentro de la legalidad, pero tendremos que ir a la guerra civil declarada.

»Que no digan que nosotros decimos las cosas por decirlas, que nosotros lo realizamos»[93]

Tras el anuncio de la voluntad socialista de ir a una guerra civil si perdía las elecciones, el 20 de enero, Largo Caballero señalaba en un mitin celebrado en Linares:

«[…] la clase obrera debe adueñarse del poder político, convencida de que la democracia es incompatible con el socialismo, y como el que tiene el poder no ha de entregarlo voluntariamente, por eso hay que ir a la revolución»[94].

El 10 de febrero de 1936, en el Cinema Europa, Largo Caballero volvía a insistir en sus tesis revolucionarias y antidemocráticas:

«[…] la transformación total del país no se puede hacer echando simplemente papeletas en las urnas… estamos ya hartos de ensayos de democracia; que se implante en el país nuestra democracia»[95]

No menos explícito sería el socialista González Peña al indicar la manera en que se comportaría el PSOE en el poder:

«[…] la revolución pasada [la de Asturias] se había malogrado, a mi juicio, porque más pronto de lo que quisimos surgió esa palabra que los técnicos o los juristas llaman «juridicidad». Para la próxima revolución, es necesario que constituyéramos unos grupos que yo denomino «de las cuestiones previas». En la formación de esos grupos yo no admitiría a nadie que supiese más de la regla de tres simple, y apartaría de esos grupos a quienes nos dijesen quiénes habían sido Kant, Rousseau y toda esa serie de sabios. Es decir, que esos grupos harían la labor de desmoche, de labor de saneamientos, de quitar las malas hierbas, y cuando esta labor estuviese realizada, cuando estuviesen bien desinfectados los edificios públicos, seria llegado el momento de entregar las llaves a los juristas».

González Peña acababa de anunciar todo un programa que se cumpliría apenas unos meses después con la creación de las checas.

Con no menos claridad se expresaban los comunistas. En febrero de 1936, José Díaz[96] dejó inequívocamente de manifiesto que la meta del PCE era «la dictadura del proletariado, los soviets» y que sus miembros no iban a renunciar a ella.

De esta manera, aunque los firmantes del pacto del Frente Popular (Unión Republicana, Izquierda Republicana, PSOE, UGT, PCE, FJS, Partido Sindicalista y POUM[97]) suscribían un programa cuya aspiración fundamental era la amnistía de los detenidos y condenados por la insurrección de 1934[98] —reivindicada como un episodio malogrado pero heroico— algunos de ellos lo consideraban como un paso previo, aunque indispensable, al desencadenamiento de una revolución que liquidara a su vez la Segunda República incluso al costo de iniciar una guerra civil contra las derechas.

También sus adversarios políticos centraron buena parte de la campaña electoral en la mención del levantamiento armado de octubre de 1934. Desde su punto de vista, el triunfo del Frente Popular se traduciría inmediatamente en una repetición, a escala nacional y con posibilidades de éxito, de la revolución. En otras palabras, no sería sino el primer paso hacia la liquidación de la república y la implantación de la dictadura del proletariado.

Para colmo de males, las elecciones de febrero de 1936 no sólo concluyeron con resultados muy parecidos para los dos bloques sino que además estuvieron inficcionadas por la violencia, no sólo verbal, y el fraude en el conteo de los sufragios. Así, sobre un total de 9 716 705 votos emitidos[99], 4 430 322 fueron para el Frente Popular; 4 511 031 para las derechas y 682 825 para el centro. Otros 91 641 votos fueron emitidos en blanco o resultaron destinados a candidatos sin significación política. Sobre estas cifras resulta obvio que la mayoría de la población española se alineaba en contra del Frente Popular y si a ello añadimos los fraudes electorales encaminados a privar de sus actas a diputados de centro y derecha difícilmente puede decirse que contara con el respaldo de la mayor parte de la nación. A todo ello hay que añadir la existencia de irregularidades en provincias como Cáceres, La Coruña, Lugo, Pontevedra, Granada, Cuenca, Orense, Salamanca, Burgos, Jaén, Almería, Valencia y Albacete entre otras contra las candidaturas de derechas. Finalmente, este cúmulo de irregularidades se convertiría en una aplastante mayoría de escaños para el Frente Popular.

En declaraciones al Journal de Geneve[100], sería nada menos que el presidente de la República Niceto Alcalá Zamora el que reconociera la peligrosa suma de irregularidades electorales:

«A pesar de los refuerzos sindicalistas, el Frente Popular obtenía solamente un poco más, muy poco; de doscientas actas, en un Parlamento de 473 diputados. Resultó la minoría más importante pero la mayoría absoluta se le escapaba. Sin embargo, logró conquistarla consumiendo dos etapas a toda velocidad, violando todos los escrúpulos de legalidad y de conciencia.

»Primera etapa: Desde el 17 de febrero, incluso desde la noche del 16, el Frente Popular, sin esperar el fin del recuento del escrutinio y la proclamación de los resultados, la que debería haber tenido lugar ante las Juntas Provinciales del Censo en el jueves 20, desencadenó en la calle la ofensiva del desorden, reclamó el poder por medio de la violencia. Crisis: algunos gobernadores civiles dimitieron. A instigación de dirigentes irresponsables, la muchedumbre se apoderó de los documentos electorales: en muchas localidades los resultados pudieron ser falsificados.

»Segunda etapa: Conquistada la mayoría de este modo, fue fácil hacerla aplastante. Reforzada con una extraña alianza con los reaccionarios vascos, el Frente Popular eligió la Comisión de Validez de las actas parlamentarias, la que procedió de una manera arbitraria. Se anularon todas las actas de ciertas provincias donde la oposición resultó victoriosa; se proclamaron diputados a candidatos amigos vencidos. Se expulsaron de las Cortes a varios diputados de las minorías. No se trataba solamente de una ciega pasión sectaria; hacer en la Cámara una convención, aplastar a la oposición y sujetar el grupo menos exaltado del Frente Popular. Desde el momento en que la mayoría de izquierdas pudiera prescindir de él, este grupo no era sino el juguete de las peores locuras.

»Fue así que las Cortes prepararon dos golpes de Estado parlamentarios. Con el primero, se declararon a sí mismas indisolubles durante la duración del mandato presidencial. Con el segundo, me revocaron. El último obstáculo estaba descartado en el camino de la anarquía y de todas las violencias de la guerra civil».

Las elecciones de febrero de 1936 se habían convertido ciertamente en la antesala de un proceso revolucionario que había fracasado en 1917 y 1934 a pesar de su avance notable en 1931. Así, aunque el gobierno quedó constituido por republicanos de izquierdas bajo la presidencia de Azaña para dar una apariencia de moderación, no tardó en lanzarse a una serie de actos de dudosa legalidad que formarían parte esencial de la denominada «primavera trágica de 1936». Mientras Lluís Companys, el golpista de octubre de 1934, regresaba en triunfo a Barcelona para hacerse con el gobierno de la Generalidad, los detenidos por la insurrección de Asturias eran puestos en libertad en cuarenta y ocho horas y se obligaba a las empresas en las que, en no pocas ocasiones, habían causado desmanes e incluso homicidios a readmitirlos. En paralelo, las organizaciones sindicales exigían en el campo subidas salariales de un cien por cien con lo que el paro se disparó. Entre el 1 de mayo y el 18 de julio de 1936, el agro sufrió 192 huelgas. Más grave aún fue que el 3 de marzo los socialistas empujaran a los campesinos a ocupar ilegalmente varias fincas en el pueblo de Cenicientos. Fue el pistoletazo de salida para que la Federación Socialista de Trabajadores de la Tierra se lanzara a destruir cualquier vestigio de legalidad en el campo. El 25 del mismo mes, sesenta mil campesinos ocuparon tres mil fincas en Extremadura, un acto legalizado a posteriori por un gobierno incapaz de mantener el orden público.

El 5 de marzo Mundo Obrero, órgano del PCE, abogaba, pese a lo suscrito en el pacto del Frente Popular por el «reconocimiento de la necesidad del derrocamiento revolucionario de la dominación de la burguesía y la instauración de la dictadura del proletariado en la forma de soviets».

En paralelo, el Frente Popular imponía una censura de prensa sin precedentes y procedía a una destitución masiva de los ayuntamientos que consideraba hostiles o simplemente neutrales. El 2 de abril, el PSOE llamaba a los socialistas, comunistas y anarquistas a «constituir en todas partes, conjuntamente y a cara descubierta, las milicias del pueblo». Ese mismo día, Azaña chocó con el presidente de la República, Alcalá Zamora, y decidió derribarlo con el apoyo del Frente Popular. Lo consiguió el 7 de abril alegando que había disuelto inconstitucionalmente las Cortes dos veces y logrando que las Cortes lo destituyeran con solo cinco votos en contra. Por una paradoja de la Historia, Alcalá Zamora se veía expulsado de la vida política por sus compañeros de conspiración de 1930-1931 y con el pretexto del acto suyo que, precisamente, les había abierto el camino hacia el poder en febrero de 1936. Las lamentaciones posteriores del presidente de la República no cambiarían en absoluto el juicio que merece por su responsabilidad en todo lo sucedido durante aquellos años. El 10 de mayo de 1936, Azaña fue elegido nuevo presidente de la República. Tanto para el PSOE y el PCE como para las derechas, el nombramiento fue interpretado como carente de valor salvo en calidad de paso hacia la revolución. Así, mientras en la primera semana de marzo, se planteaba en una reunión de generales[101] la realización de «un alzamiento que restableciera el orden en el interior y el prestigio internacional en España» y durante el mes de abril, Mola se hacía cargo de la dirección del futuro golpe; Largo Caballero afirmaba sin rebozo que el presente régimen no podía continuar. La resuelta actitud del dirigente del PSOE tuvo entre otras consecuencias la de impedir que, por falta del apoyo de su grupo parlamentario, Indalecio Prieto formara gobierno y que Azaña tuviera que encomendar esa misión a Casares Quiroga.

El mes de junio iba a comenzar con el desencadenamiento de una huelga general de la construcción en Madrid convocada por la CNT con intención de vencer a la rival UGT. La acción cenetista se tradujo en conseguir el paro de ciento cincuenta mil obreros en unas condiciones de tanto extremismo que ignoraría el estallido de la guerra civil en julio y se mantendría hasta el 4 de agosto de 1936. El día 5 de junio, el general Mola emitía una circular en la que señalaba que el directorio militar que se instauraría después del golpe contra el gobierno del Frente Popular respetaría el régimen republicano. La gravedad de la situación provocaba que la tesis de Mola fuera ganando adeptos pero entre ellos no se encontraba todavía Franco que esperaba una reorientación pacífica y dentro de la legalidad de las acciones del gobierno.

Se trataba de una espera vana porque el 10 de junio, el gobierno del Frente Popular dio un paso más en el proceso de aniquilación del sistema democrático al crear un tribunal especial para exigir responsabilidades políticas a jueces, magistrados y fiscales. Compuesto por cinco magistrados del Tribunal Supremo y doce jurados, no sólo era un precedente de los que serían los tribunales populares durante la guerra civil sino también un claro intento de aniquilar la independencia judicial para someterla a los deseos y objetivos políticos del Frente Popular.

El 16 de junio, Gil-Robles denunciaba ante las Cortes el estado de cosas iniciado tras la llegada del Frente Popular al gobierno. Entre los desmanes acaecidos entre el 16 de febrero y el 15 de junio se hallaban la destrucción de 196 iglesias, de 10 periódicos y de 78 centros políticos, así como 192 huelgas y 334 muertos, un número muy superior al de los peores años del pistolerismo. El panorama era ciertamente alarmante y la sesión de las Cortes fue de una dureza extraordinaria por el enfrentamiento entre la «media España que se resiste a morir» y la que estaba dispuesta a causarle esa muerte. Calvo Sotelo, por ejemplo, abandonó la sede de las Cortes con una amenaza de muerte sobre su cabeza que no tardaría en convertirse en realidad.

Entre el 20 y el 22 de junio, un congreso provincial del PCE celebrado en Madrid reveló que el partido contaba en la capital con unas milicias antifascistas obreras y campesinas —las MAOC— que disponían de dos mil miembros armados. Se trataba de un pequeño ejército localizado en Madrid a la espera de llevar a cabo la revolución proletaria.

El 23 de junio, el general Franco, que seguía manifestando una postura dubitativa frente a la posibilidad de una sublevación militar, envió una carta dirigida a Casares Quiroga advirtiéndole de la tragedia que se avecinaba e instándole a conjurarla. El texto ha sido interpretado de diversas maneras y, en general, los partidarios de Franco han visto en él un último intento de evitar la tragedia mientras que sus detractores lo han identificado con un deseo de obtener recompensas gubernamentales que habría rayado la delación. Seguramente, se trató del último cartucho que Franco estaba dispuesto a quemar en pro de una salida legal a la terrible crisis que atravesaba la nación. Al no obtener respuesta, se sumó a la conspiración contra el gobierno del Frente Popular. Era uno de los últimos pero su papel resultaría esencial.

Desde luego, el enorme grado de descomposición sufrido por las instituciones republicanas y por la vida social no se escapaba a los viajeros y diplomáticos extranjeros a su paso por España. Shuckburgh, uno de los funcionarios especializados en temas extranjeros del Foreign Office británico, señalaba en una minuta del 23 de marzo de 1936:

«[…] existen dudas serias de que las autoridades, en caso de emergencia, estén realmente en disposición de adoptar una postura firme contra la extrema izquierda, que ahora se dirige con energía contra la religión y la propiedad privada. Las autoridades locales, la policía y hasta los soldados están muy influidos por ideas socialistas, y a menos que se le someta a una dirección enérgica es posible que muy pronto se vean arrastradas por elementos extremistas hasta que resulte demasiado tarde para evitar una amenaza seria contra el Estado»[102].

Sir Henry Chilton, el embajador británico en Madrid, iba todavía más lejos en sus opiniones. En un despacho dirigido el 24 de marzo de 1936 a Anthony Eden le indicaba que sólo la proclamación de una dictadura podría evitar que Largo Caballero desencadenase la revolución ya que el dirigente del PSOE tenía la intención clara de «derribar al presidente y al gobierno de la República e instaurar un régimen soviético en España». Para justificar ese paso, Largo Caballero tenía intención de aprovechar la celebración de las elecciones municipales en abril[103]. Sin embargo, el gobierno —que recordaba otras elecciones municipales celebradas en abril y sus resultados— optó por aplazar la convocatoria electoral.

El 13 de abril, el historiador Arthur Bryant, amigo personal del primer ministro Baldwin, le escribía una carta en la que describía una España sumergida ya en la revolución:

«En España las cosas están bastante peor de lo que aquí se cree. En las grandes ciudades y centros turísticos está escondida pero en el resto de los lugares la revolución ya ha comenzado. Hice cinco mil millas por España y, salvo en Cataluña, en las paredes de todos los pueblos que visité había hoces y martillos, y en sus calles pude ver los signos innegables de un profundo odio de clases, fomentado por la agitación creciente de agentes soviéticos»[104].

El 1 de mayo, Chilton remitía a Eden un nuevo despacho en el que le describía los paralelismos entre la situación española y la rusa con anterioridad al golpe bolchevique de octubre de 1917. Como Kérensky, el actual gobierno era sólo un paso hacia la revolución comunista:

«[…] la perniciosa propaganda comunista se está inoculando en los jóvenes de la nación… Peor todavía fue la sensación de que el gobierno español, débil y cargado de dudas, había dejado el poder en manos del proletariado»[105].

A mediados del mes siguiente, Norman King, el cónsul británico en Barcelona, enviaba otro informe realmente alarmante:

«España se encuentra otra vez al borde del caos si es que ya no está en él […] Actualmente, toda la tendencia en España da la sensación de ser centrifuga […] El gobierno conoce el peligro y está tratando de reafirmar su autoridad. Puede que tenga un éxito pasajero pero tiene en contra la situación y sus partidarios de la extrema izquierda parecen encontrarse ya fuera de control […] si la actual situación de disturbios conduce a la guerra civil, lo que no es improbable, los extremistas de izquierda ganarán la partida»[106].

El deterioro del Estado de derecho era tan acusado en España que el Western Department del Foreign Office británico encargó a Montagu-Pollock un informe al respecto. El resultado fue una «Nota sobre la evolución reciente en España». El documento tiene una enorme importancia porque en el mismo se describe cómo la nación atravesaba por una «fase Kérensky» previa al estallido de una revolución similar a la rusa de octubre de 1917. Entresacamos algunos párrafos de este documento crucial:

«Desde las elecciones la situación en todo el país se ha deteriorado de manera constante. El gobierno, en un intento cargado de buenas intenciones de cumplir las promesas electorales, y bajo fuerte presión de la izquierda, ha promulgado un conjunto de leyes que han provocado un estado crónico de huelgas y cierres patronales y la práctica paralización de buena parte de la vida económica del país»[107].

Montagu-Pollock indicaba además que el PSOE se hallaba en el bando «extremista», que «los comunistas han estado armándose con diligencia durante este tiempo y fortaleciendo su organización», que no había «señales de mejora de la situación» y que «las posibilidades de supervivencia del gobierno parlamentario se hacen muy débiles». De especial interés resultaba asimismo la pérdida de independencia del poder judicial:

«en muchos lugares, a causa del sentimiento de miedo y confusión creado por la desaparición de la autoridad, el control del gobierno local, de los tribunales de justicia, etcétera, ha caído en manos de las minorías de extrema izquierda».

Por si todo lo anterior fuera poco para convencer al gobierno británico de que en España la revolución ya había comenzado y sólo esperaba el mejor momento para estallar con toda su virulencia, el 2 de julio fue asesinado en Barcelona Joseph Mitchell Hood, director de una fábrica textil que sufría un conflicto laboral. El crimen provocó la previsible inquietud en la colonia británica en la Ciudad Condal y las autoridades diplomáticas del Reino Unido hicieron entrega de sendas notas de protesta al gobierno nacional y al de la Generalidad. Sin embargo, no se trataba de un caso aislado sino de una manifestación —de las que los españoles sufrían centenares— del clima creado por las fuerzas del Frente Popular. Durante el mes de julio, Largo Caballero realizó algunas declaraciones ante la prensa londinense que no podían sino confirmar la tesis Kérensky de que el actual gobierno sólo era un paso previo a un golpe de izquierdas que desatara la revolución e instaurara la dictadura, tal y como había sucedido en Rusia:

«Deseamos ayudar al gobierno en la realización de su programa; le colocamos donde está sacrificando nuestra sangre y libertad; no creemos que triunfe; y cuando fracase nosotros lo sustituiremos y entonces se llevará a cabo nuestro programa y no el suyo… sin nosotros los republicanos no pueden existir, nosotros somos el poder y si les retiramos el apoyo a los republicanos, tendrán que marcharse»[108].

Difícilmente hubiera podido expresarse con mayor claridad Largo Caballero en cuanto a las intenciones del PSOE, a la sazón el partido más importante en el seno del Frente Popular.

Los acontecimientos iban a enlazarse a un ritmo acelerado en los días siguientes. El 11 de julio de 1936, despegaba el Dragon Rapide encargado de recoger a Franco para que encabezara el golpe militar en África. El 12, un grupo derechista asesinó al teniente de la Guardia de Asalto, José del Castillo, cuando abandonaba su domicilio. La respuesta de los compañeros del asesinado fue fulminante. Varios guardias de asalto de filiación socialista y muy relacionados con Indalecio Prieto se dirigieron a la casa de Gil-Robles. Al no encontrarlo en su domicilio, se encaminaron entonces al de Calvo Sotelo. Allí lo aprendeherían, para después asesinarlo y abandonar su cadáver en el cementerio.

El hecho de que el asesinato de Calvo Sotelo hubiera sido predicho en una sesión de las Cortes sólo sirvió para convencer a millones de personas de que el gobierno y las fuerzas que lo respaldaban en el parlamento perseguía poner en marcha a escala nacional unos acontecimientos semejantes a los que había padecido Asturias durante el mes de octubre de 1934 y, de manera lógica, contribuyó a limar las últimas diferencias existentes entre aquellos que preparaban un golpe contra el Frente Popular. El 14 de julio, Mola concluyó el acuerdo definitivo con los tradicionalistas, mientras José Antonio, el dirigente de Falange que estaba encarcelado desde primeros de año, enviaba desde la prisión de Alicante a un enlace (Garcerán) para que presionara en favor de adelantar el golpe. Dos días después, Gil-Robles afirmó ante las Cortes que no creía que el gobierno estuviera implicado en la muerte de Calvo Sotelo, pero que lo consideraba responsable moral y políticamente. El gobierno, por su parte, estaba al tanto de los preparativos de golpe pero creía que la táctica mejor sería esperar a que se produjera para luego sofocarlo como el 10 de agosto de 1932. También lo ansiaban las fuerzas del Frente Popular que creían en una rápida victoria en una guerra civil que habían contribuido decisivamente a desatar, en especial desde 1934. Para ellas, 1936 iba a ser la consumación de una forma de pensamiento que se consideraba hiperlegitimada, que despreciaba el sistema parlamentario en la medida en que no respaldara la implantación de sus respectivas teorías, que ya había aniquilado un sistema constitucional y que se aprestaba a destruir otro más en la certeza de que el triunfo se hallaba más cerca que nunca. Esa cosmovisión antisistema y antiparlamentaria incluía entre sus características la del exterminio del adversario considerando como tal a segmentos íntegros de la población. En tan sólo unos días así lo llevaría a cabo y para conseguir sus metas convertiría las checas en un instrumento privilegiado.