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El origen de las checas

La revolución llega a Rusia

En febrero de 1917[1], Rusia —que combatía en el campo de las potencias aliadas contra los imperios centrales— se vio sacudida por una inesperada convulsión que se tradujo en el derrocamiento del zar y en una casi inmediata proclamación de la república. Los retos que se presentaban al nuevo gobierno provisional eran de una enorme magnitud. Por un lado, debía cumplir con sus compromisos con las potencias aliadas continuando la lucha contra Alemania, Austria-Hungría y Turquía; por otro, tenía que articular la convocatoria de una asamblea constituyente que transformara el imperio de los zares en un sistema democrático de corte parlamentario y llevar a cabo un conjunto de importantes reformas sociales incluida la agraria. La disolución del aparato imperial resultó tan rápida y sorprendente que los partidos de carácter socialista consideraron que debían sumarse a la revolución burguesa como un paso hacia una revolución marxista que tendría lugar en algún momento indeterminado del futuro. De esa opinión ni siquiera se separaba el pequeño partido bolchevique cuyos dirigentes habían pasado la mayor parte de los años previos en el exilio y cuyo conocimiento de la realidad rusa era, como mínimo, escaso y desenfocado. En apariencia, Rusia había entrado en el terreno de una gran ocasión histórica de la que arrancaría un país democrático que se enfrentaría a los grandes retos sociales y políticos que había intentado solventar con mayor o menor fortuna en las décadas anteriores.

Si la situación política se vio modificada radicalmente se debió al impulso directo de Lenin, el dirigente máximo del partido bolchevique. En abril Lenin llegaba a Petrogrado, la antigua San Petersburgo, y dictaba sus conocidas tesis en las que expresaba la voluntad —y la oportunidad— de llevar a cabo una revolución socialista que concluyera con el establecimiento de la dictadura del proletariado. Para llevar a cabo semejantes propósitos, Lenin iba a desarrollar una estrategia de enorme audacia consistente en infiltrar los consejos (soviets) de obreros, campesinos y soldados para, a través de estos organismos de dudosa representatividad, erosionar y derribar el gobierno republicano.

Durante meses, la táctica de Lenin pareció no dar resultados tangibles. No sólo el soviet de Petrogrado siguió apoyando al gobierno provisional en cuestiones tan delicadas como la continuación de la guerra contra Alemania a través de una ofensiva de verano sino que además el peso de los bolcheviques en la política continuó siendo escaso. Cuando además se supo que Lenin había contado con el respaldo del káiser para regresar a Rusia pudo creerse que sus días en política estaban contados. Un fracasado intento de sublevación bolchevique llevado a cabo en julio de 1917 sólo sirvió para confirmar esas apreciaciones. De hecho, una observación superficial de las circunstancias a mediados de julio hubiera podido crear la sensación de que, tras la borrasca, todo estaba regresando al cauce de la normalidad. En las fábricas, la agitación había disminuido como consecuencia de la obligada retirada de los bolcheviques y del apoyo continuado de los soviets al gobierno. Éste era tan importante en aquellos momentos y eliminaba de tal forma las posibilidades bolcheviques de ganar terreno que no resulta extraño que Lenin los calificara de «hoja de parra de la contrarrevolución» e incluso llegara a abandonar la tesis de que todo el poder del Estado debía serles transferido. A esas alturas, carecía de sentido impulsar la toma del poder en favor de instituciones que no sólo no estaban dominadas sino que además difícilmente podían ser controladas.

Aquel clima de relativa estabilidad y el deseo de terminar de asentar el gobierno hasta la apertura de la Asamblea Constituyente llevaron a Kérensky, su nuevo presidente, a convocar el 12 de julio una Conferencia de Estado. Un mes después se celebraba la misma pero no en Petrogrado sino en Moscú, teniendo como escenario el teatro Bolshoi. Salvo los bolcheviques, que se vieron excluidos de ella y que no se atrevieron ni a convocar manifestaciones de protesta por miedo a las consecuencias[2], allí estuvo presente todo el abigarrado mundo de la política rusa. De manera sorprendente, parecía existir una voluntad generalizada de garantizar la permanencia de la democracia rusa aunque eso implicara cesiones en las posturas de todos. Por si quedaba alguna duda de que la revolución estaba comprometida con una evolución plenamente democrática, el 26 de agosto Kérensky depuso al general Kornflov de su cargo de comandante en jefe ya que existían sospechas, no del todo fundadas, de que pudiera dar un golpe de Estado.

El fracaso, total e incruento, de Kornflov —que, por añadidura, fue arrestado— paradójicamente no fortaleció al gobierno provisional presidido por Kérensky. En realidad, proporcionó un nuevo aliento a los bolcheviques. Casi de la noche a la mañana dejaron de ser considerados unos traidores vendidos a los alemanes para convertirse en defensores de la revolución contra la reacción. De esa época partió toda una campaña de opinión dirigida a crear la convicción de que Kérensky sólo ambicionaba convertirse en un dictador aprovechando un esfuerzo bélico que cada día era más impopular. No existió base para esa afirmación nunca, pero con el paso del tiempo la calumnia antikerenskysta ha seguido haciendo acto de presencia en obras posteriores sobre la Revolución rusa. En aquel momento, su empleo tenía una finalidad bien obvia, la de quitar de en medio a uno de los pocos personajes políticos de talla que aún podían enfrentarse con los bolcheviques.

Por si esto fuera poco, Lenin comprendió que su tesis de que el soviet no era sino la hoja de parra de la Revolución no resultaba útil. Con un sentido de la oportunidad especialmente afinado, Lenin no dudó en retomar el lema de «todo el poder a los soviets» que poco antes había vituperado. En el mes de septiembre incluso concluyó su obra El Estado y la revolución[3] donde abogaba de manera explícita por destruir el parlamentarismo sustituyéndolo por «la dictadura revolucionaria del proletariado».

De momento, sin embargo, el soviet no tenía intención ni de seguir los patrones de conducta que convenían a los bolcheviques ni de intentar derribar al gobierno. Todo lo contrario. Deseaba su estabilidad y precisamente para conseguirla renunció a la idea de que el mismo debiera ser totalmente burgués o completamente socialista[4]. En el curso de una conferencia democrática convocada por el soviet al poco de producirse el episodio Kormlov, setecientos sesenta y seis delegados (contra seiscientos ochenta y ocho, y treinta ocho abstenciones) votaron a favor de un gobierno de coalición. El 25 de septiembre, se procedió a su formación. Kérensky continuó desempeñando la función de primer ministro mientras que las carteras eran ocupadas por eseristas moderados, mencheviques, cadetes, socialistas sin afiliación e incluso personas que no pertenecían a ningún partido concreto. Era el último cartucho de la Revolución para no derivar en una solución dictatorial pero se utilizó cuando la situación era prácticamente incontrolable quizá no en Petrogrado como había puesto de manifiesto el fracaso de Korrúlov pero sí en buena parte del resto de Rusia.

Si algo caracterizó a Rusia durante los días finales de septiembre y los primeros de octubre de 1917 fue la sensación de que no existía ningún tipo de orden ni autoridad. El gobierno provisional, que había dependido para su supervivencia de una institución como el soviet de Petrogrado, era incapaz de evitar la oleada de saqueos, incendios, motines y crímenes que se producían por todo el país. El ejército —en cuyo seno Kérensky era odiado profundamente tras la ofensiva de verano que se había saldado con un fracaso— se desintegraba en masa y los comités de soldados no sólo no impedían esa situación sino que la favorecían haciendo peligrar incluso la vida de los oficiales. A todo ello se sumaban el hambre y la desesperación. Con cerca de diez millones de soldados, el Estado apenas tenía recursos para malalimentar a siete. Durante el mes de septiembre las unidades militares apenas recibieron la cuarta parte de la harina necesaria. No es extraño que el número de desertores alcanzara por esas fechas los dos millones y que sólo un diez por ciento de ellos pudiera ser obligado a regresar al frente.

La situación entre los civiles apenas era mejor. En buen número de poblaciones el pan escaseaba y las manifestaciones para protestar por esa situación acababan degenerando en actos de violencia de los que no estaba ausente la barbarie. Incluso se había vuelto a la práctica de atacar a los judíos como chivos expiatorios. Por lo que se refiere al campo, septiembre fue el mes en que empezaron las destrucciones provocadas no pocas veces por el mero deseo de dar salida a la cólera y al resentimiento. Cuando se inició el mes de octubre, las provincias de Minsk, Moguiliov y Vitébsk en Bielorrusia y las regiones centrales y de las provincias del Volga eran presa de una situación de absoluta anarquía que hacía presagiar un invierno de hambre y desolación. La última esperanza de Rusia descansaba en la ya cercana elección de la Asamblea Constituyente que habría contado con la legitimación suficiente para formar un gobierno con autoridad (y, sobre todo, no provisional) y para solventar de una vez por todas cuestiones tan relevantes como la política agraria. Precisamente por ello, Lenin decidió dar los pasos que le separaban de la toma del poder.

El golpe bolchevique[5]

La distribución de fuerzas en septiembre presentaba un panorama bien definido. El gobierno provisional, pese a estar constituido por ministros de casi todas las tendencias, se asemejaba crecientemente a una institución sin capacidad para imponer sus decisiones, dependiente del soviet de Petrogrado para su supervivencia y limitada en cuanto a su existencia por la teóricamente próxima constitución de la Asamblea Constituyente. Los eseristas o socialistas revolucionarios eran posiblemente el partido más fuerte al contar no sólo con una importancia considerable en los soviets urbanos sino al controlar también los de campesinos y las tropas de primera línea. Los cadetes o constitucionales democráticos, un partido liberal, mantenían buena parte de su influencia sobre todo entre sectores moderados de la población que deseaba mantener las libertades conquistadas por la Revolución de febrero. Los mencheviques, el grupo marxista mayoritario, habían experimentado un enorme retroceso en relación con su superioridad en los soviets de los primeros meses de la Revolución pero la seguían manteniendo en la región del Cáucaso y, muy especialmente, de Georgia. Por lo que se refiere a los bolcheviques, con un 51 por ciento de los votos, habían ganado las elecciones en Moscú y, por primera vez en su historia, logrado una mayoría absoluta en un centro urbano importante. Aunque esta situación no se repitió en otros lugares, aunque la práctica totalidad de los soviets obreros de Rusia seguían controlados mayoritariamente por eseristas y mencheviques, y aunque los soviets campesinos eran abiertamente eseristas no podía negarse que la influencia bolchevique estaba aumentando casi diariamente[6].

Sobre ese contexto de gobierno provisional impotente, de ola ascendente en Petrogrado y de desorden generalizado, Lenin pidió al Comité Central bolchevique que diera inicio a los preparativos para una insurrección armada. Sin embargo, el Comité Central no veía las cosas con tanta claridad. Zinóviev y Kámeñev, dos de sus miembros, se opusieron especialmente porque consideraban que el partido bolchevique no tenía el apoyo de la mayoría del pueblo ni del proletariado internacional. A su juicio, resultaba mucho más sensato esperar a que los vientos soplaran en su favor y así obtener una sólida mayoría en la futura Asamblea Constituyente. Por supuesto, Zinóviev y Kámeñev no dejaban de lado la idea de implantar una dictadura bolchevique en el futuro pero consideraban que, siquiera por prudencia táctica, tal posibilidad debía estar respaldada en apariencia por la mayoría del pueblo ruso. Para Lenin, por el contrario, se trataba de conseguir la creación de esa dictadura mediante la acción de un partido que era considerablemente minoritario pero que, al menos en teoría, captaba cuáles eran los intereses de la mayoría mejor que ésta misma. Éste era también el enfoque de Trotsky, que a lo largo de la Revolución había adoptado como totalmente propios los puntos de vista de Lenin compartiéndolos incluso donde eran rechazados por los antiguos bolcheviques. La única discrepancia que Trotsky planteaba en relación con la posición de Lenin giraba en torno a la fecha más idónea para el alzamiento. En opinión de Trotsky, el momento ideal sería el de la reunión del II Congreso de los Soviets anunciada por aquellas fechas. De esta manera, el carácter minoritario de los bolcheviques se vería disfrazado por lo que podría presentarse como un apoyo de los soviets. Había mucho de arriesgado en la postura de Lenin y lo que finalmente arrancó al Comité Central de sus dudas fue la amenaza de aquél de dimitir del Comité Central y continuar realizando su tarea de agitación desde la base del partido. Finalmente, el 10 de octubre se decidió iniciar los preparativos para una insurrección armada.

El mayor problema con el que se enfrentaban los bolcheviques en Petrogrado era el hecho incontestable de que la guarnición de la ciudad seguía siendo partidaria de apoyar al gobierno provisional o al soviet[7]. Para obtener su apoyo, por lo tanto, los bolcheviques tenían que idear una artimaña lo suficientemente sólida como para que las tropas creyeran que defendían precisamente aquello que iban a derribar con su concurso o, siquiera, con su pasividad. Las circunstancias vinieron en apoyo de los bolcheviques a la hora de vencer esta dificultad.

En la segunda semana de octubre, los alemanes se apoderaron de algunas islas rusas en el golfo de Riga. Inmediatamente corrieron rumores de que esta operación naval sólo era un anticipo de un ataque sobre Petrogrado. Kérensky, siguiendo el consejo de sus asesores militares, pensó en la posibilidad de trasladar la capital a Moscú, pero no pudo llevar a cabo tal medida ante la oposición socialista en el soviet que le acusaba de abandonar la ciudad al enemigo. El 9 de octubre, los mencheviques del soviet de Petrogrado propusieron la formación de un Comité de Defensa Revolucionaria que pudiera proteger la ciudad. Los bolcheviques aprovecharon la ocasión y lograron incluso que el Comité Ejecutivo del soviet se transformara en un comité militar revolucionario. Por una paradoja de la Historia, los mencheviques —que habían sido sus adversarios durante décadas— habían puesto en sus manos a la única fuerza que podía resistirles proporcionándoles además la pantalla que permitiría enmascarar lo que era un golpe de un solo partido como una acción global de las fuerzas obreras.

Por su parte, Kérensky decidió no actuar esperando que los bolcheviques se alzaran para poder suprimirlos con facilidad y de una manera definitiva[8]. Tanto los socialistas como el gobierno iban a comprobar en breve lo erróneo de sus posturas. Empleando el argumento —radicalmente falso como confesaría Trotsky—[9] de que la guarnición de Petrogrado iba a ser enviada al frente y de que la ciudad tenía que ser protegida de la contrarrevolución, el Comité Militar Revolucionario intentó asegurarse el apoyo de la tropa. Para consolidar esa posición, Lenin incluso cursó órdenes a los marineros bolcheviques del acorazado Avrora para que difundieran la noticia, también falsa, de que la contrarrevolución había desencadenado una ofensiva. En el curso de la noche del 21 al 22 de octubre, el Comité Militar Revolucionario había comenzado a lograr que las tropas quedaran separadas de sus mandos naturales y aceptaran sólo sus órdenes.

La respuesta gubernamental fue lenta y, sin duda, eso disminuyó su eficacia. El 24 de octubre, Kérensky ordenó a las tropas leales que ocuparan los puntos estratégicos de la ciudad y proclamó el estado de sitio en Petrogrado. Sin embargo, no se atrevió a arrestar al comité por temor a dar pábulo a las calumnias que lo acusaban de desear instaurar una dictadura personal. Durante aquella misma noche, las tropas convencidas de que estaban combatiendo a la reacción, y la Guardia Roja, formada por obreros industriales, entraron en acción. Por la mañana, casi sin derramamiento de sangre, tenían bajo su control todos los puntos estratégicos de la ciudad. El único edificio que no pasó de manera inmediata a manos de los golpistas fue el Palacio de Invierno. La película Oktyabr de Eisentein ha contribuido a crear toda una mitología del asalto bolchevique a este símbolo de la autocracia, primero, y de la burguesía, después. La realidad histórica fue totalmente diferente. El palacio, defendido por un batallón de mujeres, un pelotón de inválidos de guerra, algunos ciclistas y unos cuantos cadetes, nunca fue tomado al asalto. De hecho, se hicieron algunos intentos en este sentido pero siempre concluyeron con la retirada de los atacantes. Finalmente, las mujeres, los ciclistas y los inválidos abandonaron el palacio ya que se corrió la voz de que Kérensky[10] había huido de la ciudad. Cuando el edificio quedó vacío, los atacantes penetraron en él a través de las ventanas abiertas y de las puertas de servicio. No encontraron resistencia porque los cadetes recibieron de los ministros allí reunidos la orden de no derramar sangre. Con la entrega pacífica de los ministros, el golpe pudo darse por concluido. Para la mayor parte de la población se había tratado sólo de una crisis gubernamental más.

Todo hacía pensar a los bolcheviques que el proceso estaba cerrado y que el II Congreso de los Soviets —cuyas reuniones debían iniciarse en la noche del 25 al 26 de octubre— se inclinaría ante los hechos consumados. No fue así siquiera porque un número considerable de los delegados no estaba dispuesto a permitir que los bolcheviques implantaran una dictadura. La totalidad de los mencheviques y el ala moderada de los eseristas leyeron una resolución en la que expresaban su repulsa más absoluta contra el golpe bolchevique y a continuación abandonaron la sala. Trotsky aprovechó entonces para oponerse a una propuesta de Mártov favorable a la formación de una comisión que estudiara la posibilidad de crear un gobierno constituido sólo por socialistas de las distintas tendencias. Mientras los mencheviques, los eseristas moderados, algunas organizaciones campesinas, algunos sindicatos y algunos miembros del Consejo de la República formaban un comité cuya finalidad era salvar al país y a la Revolución y oponerse al golpe de los bolcheviques, éstos se disponían a iniciar la articulación de su dictadura. Se creó así un gobierno que recibió el nombre de Consejo de Comisarios del Pueblo. Formado exclusivamente por bolcheviques y presidido por Lenin, promulgó de manera inmediata los decretos sobre la tierra[11] y la paz[12]. Su carácter inestable y minoritario iba quedar bien pronto de manifiesto.

La aniquilación de la democracia republicana[13]

La huida de Kérensky —incapaz de articular una respuesta armada al golpe bolchevique— y la airada salida de la oposición del II Congreso de los Soviets alegando que los bolcheviques habían dado un golpe de Estado parecieron despejar definitivamente el escenario político en favor de estos últimos Por eso no resulta del todo extraño que no tuvieran, tras formar gobierno, el menor reparo en que se celebraran las elecciones a la Asamblea Constituyente. Si, por un lado, resultaba arriesgado abortar esa posibilidad por miedo a que eso fortaleciera a la oposición, por el otro existía una cierta convicción de que una vez ya en el poder no resultaría fácil desplazarlos de él. Además se esperaba que los decretos sobre la paz y la tierra les hubieran proporcionado un apoyo adicional. Los resultados, sin embargo, resultaron profundamente desalentadores. En la mayoría de los distritos electorales la votación se celebró el 25 de noviembre, aunque en algunos casos se retrasó a los días 1 y 7 de diciembre. De un total de 41 686 000 votos emitidos, los bolcheviques sólo consiguieron 9 844 000, es decir, algo menos del 24 por ciento; los eseristas, 17 940 000; los socialistas ucranianos, aliados de éstos, 4 957 000; los cadetes, 1 986 000; los mencheviques, 1 248 000; y los musulmanes y otras minorías étnicas, 3 300 000. En términos de diputados, los eseristas obtuvieron 370 de los 707 logrando la mayoría absoluta; los eseristas de izquierda, favorables a un acuerdo con Lenin, 40; los bolcheviques, 175; los cadetes, 17; los mencheviques, 16; y las minorías étnicas, 89.

Aquel resultado presentaba una configuración especialmente sombría para los bolcheviques. Por un lado, y dado el carácter socialista de la mayoría de los representantes elegidos, les impedía afirmar que la Asamblea era un fruto de la reacción que era legítimo desarraigar; por otro, les convertía en una minoría que difícilmente podía seguir aspirando a contar con el monopolio del poder. Pese a que Lenin intentaría presentar aquellas elecciones como un éxito argumentando que el voto importante era el del proletariado de Petrogrado y Moscú[14], lo cierto es que el resultado era punto menos que desastroso y que su primer impulso fue el de disolver la Asamblea y comenzar a gobernar de manera abiertamente dictatorial. Si no lo hizo así se debió a que los eseristas de izquierdas —de cuyo apoyo aún no podía prescindir y cuya entrada en el soviet de comisarios del pueblo había venido condicionada a la existencia de una Asamblea Constituyente— se opusieron frontalmente. Finalmente, Lenin cedió pero no sin antes tomar algunas medidas como la de ordenar el traslado a Petrogrado de varias unidades leales de tiradores letones, promulgar un decreto que situó fuera de la ley a los cadetes ordenando su detención o arrestar a algunos de los diputados eseristas de más peso político[15]. Cuando, finalmente, se fijó la fecha de apertura de la Asamblea para el 18 de enero de 1918, Lenin tomó la decisión de que ésta nunca debería tener lugar y recurrió para lograr su objetivo a la fuerza armada.

Cuando los mencheviques y los eseristas decidieron celebrar la apertura de la Asamblea mediante una pacífica manifestación cívica que concluyera su trayectoria en el palacio Táuride, los bolcheviques la motejaron de concentración burguesa a la vez que distribuían por la ciudad a las unidades de letones, a los marinos de Kronstadt y a los guardias rojos. Al mismo tiempo, procedieron a ordenar que fondearan en el Neva algunos cruceros y submarinos, el Avrora que tan importante papel había desempeñado en los días del golpe de octubre y el acorazado Republik. Lo que sucedió a continuación puso bien de manifiesto la manera en que los bolcheviques iban a gobernar en las siguientes décadas. Cuando la manifestación cívica discurría por una de las calles que desembocaba en el palacio Táuride, las fuerzas movilizadas por Lenin abrieron fuego sobre ella sin ningún tipo de advertencia causando un centenar de muertos y heridos entre los que se contaban también ancianos y mujeres.

Cuando, finalmente, la Asamblea se abrió no aquella mañana sino a las cuatro de la tarde, los bolcheviques irrumpieron en ella por la fuerza leyendo la Declaración de los Derechos del Pueblo trabajador y explotado[16] debida a Lenin, Stalin y Bujarin. El texto no sólo insistía en el traspaso de todo el poder a los soviets —lo que privaba de cualquier contenido a la Asamblea— sino que además anunciaba que si alguien intentaba asumir las funciones de gobierno los bolcheviques se enfrentarían a él haciendo uso de la fuerza armada. Sin embargo, la Asamblea, en lugar de plegarse a los deseos de los bolcheviques, por 244 votos contra 151, eligió como presidente a Viktor Chernov, el dirigente eserista. El que Chernov no hubiera podido ser silenciado pese a las frecuentes interrupciones bolcheviques y el que la mayoría de la Asamblea rechazara la moción presentada por éstos no podía ser sino interpretado como una derrota, siquiera temporal, de los propósitos de Lenin que se pasó la sesión charlando, bromeando e incluso tumbado en un banco simulando dormir[17]. En un momento dado, los diputados bolcheviques se levantaron en bloque y abandonaron la reunión. Pese a las amenazas de los guardias rojos, el resto de los diputados siguió reunido. Cuando finalmente se levantó la sesión, ya era de día. A la salida de la Asamblea, un desconocido se acercó a Chernov para advertirle que no debía utilizar su automóvil ya que un grupo de asesinos bolcheviques lo estaba esperando para matarlo. El informante confesó que también era bolchevique pero que sentía una viva repulsión por aquel acto.

Los diputados no lo sabían pero la Asamblea acababa de morir. Cuando al mediodía, intentaron regresar al palacio Táuride, descubrieron que los accesos estaban cubiertos por fuerzas armadas con ametralladoras y dos piezas de artillería. Aquel 19 de enero de 1918 el Consejo de Comisarios del Pueblo la declaró disuelta. Eliminada aquella institución, Lenin necesitaba librarse inmediatamente del problema que había constituido el talón de Aquiles del gobierno provisional y que tanto había contribuido a su desprestigio y deterioro. Nos referimos —claro está— a la paz con Alemania[18].

Tras no pocos forcejeos diplomáticos —y la amenaza de una invasión alemana— el 3 de marzo de 1918 los delegados rusos firmaron el tratado de paz de Brest-Litovsk en el que no sólo Alemania salió beneficiada sino que incluso Turquía obtuvo sustanciales partes de Transcaucasia. El coste que para Rusia implicó aquel acuerdo entre Lenin y sus antiguos financiadores fue inmenso. Había significado la cesión de un territorio cercano a los dos millones y medio de kilómetros cuadrados en el que vivían sesenta y dos millones de personas[19]. En términos económicos, con la pérdida de Ucrania, Rusia quedaba privada de su producción de carbón y acero y de prácticamente toda la de azúcar. Y eso no fue todo. En agosto de 1918, el gobierno bolchevique firmó un tratado adicional en virtud del cual aceptaba pagar a Alemania seis mil millones de marcos como indemnización de guerra. Tal y como quedaba trazado el futuro, poco puede dudarse de que si Gran Bretaña y Francia hubieran perdido la primera guerra mundial aquel mismo año, Alemania hubiera terminado por convertir a Rusia en un satélite.

Con todo, las consecuencias del Tratado de Brest-Litovsk fueron de una extraordinaria importancia en otros terrenos siquiera porque había eliminado la principal causa de impopularidad de los anteriores gobiernos revolucionarios y así ayudó a los bolcheviques a conservar el poder. Plejánov, el fundador del marxismo ruso, afirmaría que con la disolución de la Asamblea Constituyente los bolcheviques acababan de instaurar una dictadura pero que no era «la del pueblo trabajador, sino la de una pandilla». El jefe de la «pandilla» ciertamente tenía las ideas muy claras acerca de que deseaba mantenerse en el poder a cualquier coste y así lo había demostrado en Brest-Litovsk. También era plenamente consciente de que con el apoyo minoritario con que contaba en el país su metodología de gobierno debía incluir de manera esencial el terror. Eliminado el freno de la Asamblea Constituyente y la amenaza de una derrota militar que deteriorara al nuevo poder, pudo entregarse a la cabeza de los bolcheviques a esa práctica en toda profundidad.

El terror rojo y la fundación de la Cheka[20]

El 20 de diciembre de 1917, prácticamente un mes antes de que se abriera la Asamblea Constituyente de cuyas elecciones tan mal parados habían salido los bolcheviques, Lenin ordenó a un bolchevique polaco llamado Feliks Dzerzhinsky la organización de una comisión especial para combatir a los contrarrevolucionarios y especuladores. La citada comisión, más conocida por las iniciales ChK (abreviatura de la Vserossiskaya Chrezvytchatna a Komissia po bor’bes kontr’ —revoliutsii, spekuliatsei i sabotaguem— la comisión panrrusa extraordinaria de lucha contra la contrarrevolución, la especulación y el sabotaje) iba a dar su nombre a un fenómeno represivo que se extendería menos de dos décadas después a España. En realidad, la Cheka no era ni más ni menos que un servicio secreto cuya finalidad consistía en implantar un régimen de absoluto terror de Estado que permitiera a los bolcheviques mantenerse en el poder[21]. Con los nombres sucesivos de GPU, OGPU, NKVD, MVD y KGB continuó existiendo hasta la desaparición de la dictadura soviética ya en las postrimerías del siglo XX.

En realidad, y en contra de lo que se ha afirmado en multitud de ocasiones, el uso del terror por parte del sistema soviético ni empezó con Stalin, ni fue un trágico accidente provocado por la intervención extranjera o por el deseo de defender la Revolución. Más bien se trató de un elemento de gobierno concebido por Lenin bastantes años atrás y considerado por él como indispensable para salvar un golpe que liquidaría en el espacio de unas semanas cualquier vestigio de la democracia en Rusia. De hecho, Lenin mencionó la necesidad de utilizar el terror masivo y sistemático al menos desde 1908. En una conversación con su amigo Adoratsky en Ginebra le había indicado que el sistema sería sencillo y que consistiría en fusilar a todos los que se manifestaran contrarios a su revolución[22]. De ahí que cuando se enteró de que, a sugerencia de Kámeñev, los bolcheviques habían abolido la pena de muerte para la deserción (un castigo reimplantado por Kérensky), Lenin manifestara su irritación y calificara la medida de «debilidad inexcusable». Convencido, no obstante, de lo impopular que podría ser la derogación de la nueva norma, ordenó que se mantuviera formalmente pero que se siguieran realizando las ejecuciones como antes. Ha sido el propio Trotsky —que tendría un papel bien destacado en el uso del terror y que incluso escribió un libro sobre el tema—[23] el que nos ha transmitido el testimonio de un enfrentamiento entre los eseristas de izquierda y Lenin con ocasión de un llamamiento bolchevique en el que se advertía que quien ayudase o alentase al enemigo sería fusilado en el acto. Mientras que los eseristas encontraban tal medida intolerable, Lenin les dio una respuesta preñada del peor pragmatismo y que indicaba hasta qué punto era realista en cuanto a su verdadero apoyo popular: «¿Creeis realmente que podemos salir victoriosos sin utilizar el terror más despiadado?». Como el mismo Trotsky señala aquella era una época en la que Lenin no perdía ocasión para inculcarles que la utilización del tenor era inevitable[24].

La elección de Dzerzhinsky como jefe de la Cheka no pudo ser por todo ello más adecuada. Ya en agosto de 1917 había señalado que la correlación de fuerzas políticas, tan desfavorable para los bolcheviques, se podía variar «sometiendo o exterminando a determinadas clases sociales»[25]. Como señalaría en su primer discurso pronunciado en calidad de jefe de la Cheka, su función no era la de establecer «justicia revolucionaria» sino la de acabar con aquellos a los que se consideraba adversarios[26]. Con todo, su misión era la de un subordinado —convencido, sumiso y competente pero subordinado a fin de cuentas— de Lenin.

El 8 de enero de 1918, antes de proceder a disolver la Asamblea Constituyente pero cuando las elecciones para la misma ya se habían celebrado en todos los distritos electorales, el Consejo de Comisarios del Pueblo ordenó la formación de batallones de hombres y mujeres de la burguesía cuya finalidad era la de abrir trincheras. La Guardia Roja tenía orden expresa de disparar inmediatamente sobre todo aquel que se resistiera. Al mes siguiente, la Cheka anunció que todos los que huyeran a la región del Don serían fusilados en el acto por sus escuadras. Lo mismo sucedería con los que difundieran propaganda contra los bolcheviques e incluso cometieran delitos que no eran políticos como violar el toque de queda. Obviamente, apenas a un trimestre de que los bolcheviques tomaran el poder, Rusia había dejado de ser «el país más libre del mundo» para transformarse en una dictadura de la peor especie. En 1918, el gobierno bolchevique decidió trasladarse a Moscú (una medida que en su día Kérensky no se atrevió a llevar a la práctica por el temor a la oposición del soviet). Allí en el número 22 de la calle Lubianka, en el antiguo edificio de la compañía de seguros Rossiya iba a establecerse la sede central de la Cheka.

A la vez que se apoderaba de todos los medios de comunicación[27], el nuevo poder bolchevique no sólo iba a utilizar conceptos como los de «terror de Estado» o «exterminio de clases enteras» sino que además crearía tipos legales que facilitarían esa labor de represión: el de «enemigo del pueblo» y el de «sospechoso». El 28 de noviembre (10 de diciembre) de 1917, el gobierno institucionalizó la noción de «enemigo del pueblo». Un decreto firmado por Lenin estipulaba que «los miembros de las instancias dirigentes del partido cadete, partido de los enemigos del pueblo, quedan fuera de la ley y son susceptibles de arresto inmediato y de comparecencia ante los tribunales revolucionarios»[28]. Estos tribunales acababan de ser instituidos en virtud del Decreto Número 1 sobre los Tribunales. En términos de este texto quedaban abolidas todas las leyes que estaban «en contradicción con los decretos del gobierno obrero y campesino así como de los programas políticos de los partidos cadete y eserista». De esta manera, tanto liberales como socialistas quedaban fuera de la ley y además se abría la posibilidad de reprimir prácticamente a cualquier sector de la población una vez que se le identificara como «enemigo del pueblo».

En paralelo, la Comisión de Investigación Militar, creada el 10 (23) de noviembre, recibió la misión de proceder al arresto de los oficiales «contrarrevolucionarios» denunciados por regla general por sus soldados, de los miembros de los partidos «burgueses» y de los funcionarios sospechosos de «sabotaje» así como de aquellos a los que se atribuía «pertenencia a Una clase hostil»[29].

En honor a la verdad hay que reconocer que difícilmente hubiera podido mejorarse la elección de Dzerzhinsky a la hora de encabezar un organismo represor que no contaba con paralelos en la Historia humana. De hecho, cuando el jefe de la Cheka, en la tarde del (20) de diciembre, presentó su proyecto de acción al Consejo de Comisarios del Pueblo, afirmó taxativamente:

«Debemos enviar a ese frente, el más peligroso y el más cruel de los frentes, a camaradas determinados, duros, sólidos, sin escrúpulos, dispuestos a sacrificarse por la salvación de la Revolución. No penséis, camaradas, que busco una forma de justicia revolucionaria. ¡No tenemos nada que ver con la “justicia”! ¡Estamos en guerra, en el frente más cruel, porque el enemigo avanza enmascarado y se trata de una lucha a muerte! ¡Propongo, exijo la creación de un órgano que ajuste las cuentas a los contrarrevolucionarios de manera revolucionaria, auténticamente bolchevique!».

No exageraba. Las propuestas de Dzerzhinsky sobre las funciones de la Cheka difícilmente hubieran podido ser más concretas:

«La Comisión tiene como tarea: 1. Suprimir y liquidar todo intento y acto contrarrevolucionario de sabotaje, vengan de donde vengan, en todo el territorio de Rusia; 2. Llevar a todos los saboteadores contrarrevolucionarios ante un Tribunal revolucionario.

La Comisión realiza una investigación preliminar en la medida en que ésta resulta indispensable para llevar a cabo correctamente su tarea.

La Comisión se divide en departamentos: 1. Información; 2. Organización, 3. Operación.

La Comisión otorgará una atención muy particular a los asuntos de prensa, de sabotaje, a los KD (constitucionales-demócratas o cadetes), a los SR (socialistas-revolucionarios o eseristas) de derechas, a los saboteadores y a los huelguistas.

Medidas represivas encargadas a la Comisión: confiscación de bienes, expulsión del domicilio, privación de las cartillas de racionamiento, publicación de listas de enemigos del pueblo, etcétera.

Resolución: aprobar el proyecto. Apelar a la Comisión panrrusa extraordinaria de lucha contra la Revolución, la especulación y el sabotaje. Que se publique»[30].

La Cheka se convirtió así en un mecanismo represivo sin antecedentes, con un poder omnímodo sobre vidas y haciendas y una función expresa de represión sin límite legal. En ese sentido, de nuevo hay que reconocer que traducía a la práctica lo que Lenin deseaba hacer en el seno de la sociedad rusa. Tan sólo unas semanas después, el dirigente bolchevique dejó meridianamente claro lo que entendía por la justicia que iba a aplicar su partido:

«El poder de los soviets ha actuado como tendrían que haber actuado todas las revoluciones proletarias: ha destrozado claramente la justicia burguesa, instrumento de las clases dominantes. […] Los soldados y los obreros deben comprender que nadie los ayudará si no se ayudan a sí mismos. Si las masas no se levantan espontáneamente, no llegaremos a nada. […] ¡A menos que apliquemos el terror a los especuladores —una bala en la cabeza en el momento— no llegaremos a nada!»[31].

Las palabras, sin duda sobrecogedoras, se pronunciaban precisamente en unos momentos en que los bolcheviques no tenían que enfrentarse con ninguna oposición seria, ya que la única era el pequeño «ejército de voluntarios», de unos tres mil hombres aproximadamente, embrión del futuro «Ejército Blanco». Sin embargo, la represión bolchevique, vertebrada en torno a la Cheka, resultó pavorosa en lugares como Ucrania, el Kubán, la región del Don y Crimea. Los hombres de Lenin no se detuvieron en detenciones y fusilamientos. Además abundaron en el uso de la tortura y en la comisión de atrocidades que incluyeron desde arrojar a prisioneros a un alto horno a lanzarlos al mar pasando por las castraciones o las decapitaciones[32]. Se trataba de una conducta tan significativa como el hecho de que la primera acción de la Cheka consistiera en aplastar la huelga de funcionarios de Petrogrado. ¿Contrarrevolucionarios? ¿Enemigos del pueblo? En esa categoría, entraban para los bolcheviques todos los que no lo fueran o estuvieran dispuestos a someterse totalmente a sus criterios. De hecho, la primera gran redada de la Cheka —que se produjo durante la noche del 11 al 12 de abril de 1918— tuvo como objetivo a un grupo político tan lejano de la reacción como los anarquistas y se desarrolló con una dureza y una riqueza de medios que no se habían dado ni siquiera en los peores tiempos de la represión llevada a cabo por la policía zarista. Así, más de un millar de efectivos chequistas tomaron por asalto en Moscú una veintena de casas controladas por anarquistas saldándose la operación con la detención de quinientos veinte. De ellos, veinticinco serían ejecutados como «bandidos». El término iba a hacer fortuna en el futuro aplicándose lo mismo a los obreros que osaran sumarse a una huelga que a los campesinos reticentes a dejarse despojar de sus cosechas o a los que eludían el reclutamiento en el Ejército Rojo[33].

Mientras durante la primavera de 1918 se creaba un verdadero ejército dedicado a las tareas de requisa, la dictadura bolchevique fue descargando un golpe tras otro contra las libertades… y contra la izquierda no sometida. Así, en mayo y junio de 1918, doscientos cinco periódicos de la oposición socialista fueron definitivamente cerrados. Los soviets, de mayoría menchevique o socialista revolucionaria, de Kaluga, Tver, Yaroslavl, Riazán, Kostromá, Kazán, Saratov, Penza, Tambov, Voronezh, Orel y Vologda fueron disueltos por la fuerza[34] y, como colofón, el 14 de julio de 1918, se llevó a cabo la expulsión de los mencheviques y de los eseristas del Comité Ejecutivo panrruso de los soviets. Para llevar a cabo estas tareas, Lenin utilizó, por regla general, a un destacamento de la Cheka que detenía sin ningún género de límites legales a cualquier persona a la que considerara susceptible de oponerse.

El terror se extendía de una manera que nadie hubiera podido imaginar. Buena prueba de ello es que cuando se celebró la primera conferencia panrrusa de checas (8 al 11 de junio de 1918), la institución dirigida por Dzerzhinsky ya contaba con cuarenta y tres secciones locales en las que se encuadraban doce mil hombres. Antes de que concluyera el año habrían llegado a cuarenta mil y a finales de 1920 superarían los doscientos ochenta mil. No se trataba únicamente de un aumento de efectivos. Dos días después de concluida la conferencia se reinstauró la pena de muerte que había sido abolida durante la Revolución de febrero de 1917[35]. La Cheka iba a utilizar profusamente esta nueva reforma legal para sofocar las cerca de ciento cuarenta revueltas e insurrecciones que estallaron en el territorio controlado por los bolcheviques. Las acciones llevadas a cabo por las tropas de Lenin —que no podemos tratar aquí de manera exhaustiva— incluyeron la tortura, la detención sin ningún tipo de garantías judiciales y, por supuesto, los fusilamientos en masa. Tan sólo en Yaroslavl del 24 al 28 de julio de 1918, por citar un ejemplo, los chequistas ejecutaron a cuatrocientas veintiocho personas[36]. Se trataba obviamente de la puesta en funcionamiento del terror de masas y así lo expresó Lenin en un telegrama que el 9 de agosto de 1918 envió al presidente del Comité Ejecutivo del soviet de Nizhni Novgorod:

«Hay que formar inmediatamente una troika dictatorial (usted mismo, Markin y otro), implantar el terror de masas, fusilar o deportar a los centenares de prostitutas que hacen beber a los soldados, a todos los antiguos oficiales, etc. No hay un minuto que perder […] Se trata de actuar con resolución: requisas masivas. Ejecución por llevar armas. Deportaciones en masa de los mencheviques y de otros elementos sospechosos»[37].

Entre las nuevas medidas adoptadas por los bolcheviques para llevar a cabo la práctica del terror de masas que tanto preconizaba Lenin se hallaban además las detenciones y la «reclusión de todos los rehenes y sospechosos en campos de concentración»[38], así como de sectores enteros de la población por el simple hecho de existir. Éstos eran en palabras de Lenin «los kulaks, los sacerdotes, los guardias blancos y otros elementos dudosos»[39]. La reclusión en los campos de concentración —una figura punitiva desconocida por el zarismo— no estaba precedida por ningún juicio y tampoco se realizaba con la menor garantía legal. Bastaba una orden de arresto como la que el 15 de agosto de 1918 firmaron Lenin y Dzerzhinsky contra los principales dirigentes del partido menchevique —Mártov, Dan, Potressov, Goldman— que habían pasado casi de la noche a la mañana de ser admirados socialistas a enemigos del pueblo[40].

Ocasionalmente, se ha intentado explicar la despiadada dureza de la represión llevada a cabo por los bolcheviques apelando a las difíciles condiciones del momento. No se habría tratado, según este punto de vista, sino de una respuesta a las circunstancias de riesgo porque pasaba la Revolución. La verdad es muy otra. Desde antes de llegar al poder, los bolcheviques, empezando por Lenin, estaban dispuestos a exterminar a sectores enteros de la sociedad con una frialdad y una metodicidad absolutas conscientes de que no existía otra manera de afianzar su poder. Al respecto resulta especialmente reveladora una conversación que mantuvo el dirigente menchevique Rafael Abramovich con Feliks Dzerzhinsky, el futuro jefe de la Cheka, en agosto de 1917, es decir, un trimestre antes de que los bolcheviques dieran el golpe que les llevaría al poder:

«—Abramovich, ¿te acuerdas del discurso de Lasalle sobre la esencia de una constitución?

»—Por supuesto.

»—Decía que toda constitución está determinada por la relación de las fuerzas sociales en un país y en un momento dado. Me pregunto cómo podía cambiar esa correlación entre lo político y lo social.

»—Pues bien, mediante los diversos procesos de evolución económica y política, mediante la emergencia de nuevas formas económicas, el ascenso de ciertas clases sociales, etcétera, todas esas cosa que tú conoces perfectamente, Feliks.

»—Sí, pero ¿no se podría cambiar radicalmente esa correlación, por ejemplo, mediante la sumisión o el exterminio de algunas clases de la sociedad?»[41].

El futuro jefe de la Cheka no era una excepción. La seguridad de que clases enteras tenían que ser asesinadas para dejar paso a los bolcheviques era un concepto común entre sus dirigentes que no ocultaban su disposición a asentar su dominio sobre millones de cadáveres. Al respecto, resulta bien reveladora una declaración de Grigorio Zinóviev, realizada en septiembre de 1918:

«Para deshacernos de nuestros enemigos, debemos tener nuestro propio terror socialista. Debemos atraer a nuestro lado digamos a noventa de los cien millones de habitantes de la Rusia soviética. En cuanto a los otros, no tenemos nada que decirles. Deben ser aniquilados»[42].

Si se desea ser honrado con la verdad histórica, hay que señalar que Zinóviev se quedaría corto en sus cálculos porque el comunismo le costaría a Rusia mucho más de diez millones de víctimas. De entrada, en dos meses del otoño de 1918, la Cheka dio muerte a una cifra de detenidos situada entre las diez y las quince mil personas. Por primera vez en la Historia, junto con los asesinados aparecieron enormes fosas colectivas en los que se les arrojaba. Se trataba de un método que volvería a verse en España y Polonia y que, finalmente, los nazis acabarían también utilizando en 1941. El número de los asesinados por los bolcheviques adquiere además una dimensión terrible por contraste si se tiene en cuenta que entre 1825 y 1917 los tribunales zaristas dictaron seis mil trescientas veintiuna sentencias de muerte. En términos de ejecuciones, la Cheka había más que duplicado toda la represión zarista de casi un siglo en tan sólo unas semanas. Sin embargo, antes de concluir 1918, Latsis, uno de los principales dirigentes de la Cheka afirmaba:

«Si se puede acusar a la Cheka de algo, no es de exceso de celo en las ejecuciones, sino de insuficiencia en la aplicación de las medidas supremas de castigo, es decir, una mano de hierro disminuye siempre la cantidad de víctimas»[43].

Cuando Latsis hablaba de víctimas se refería, por supuesto, únicamente a los ejecutados. Otras víctimas que habían salvado de momento la vida —los internados en los campos de concentración— no entraban en su consideración. Sin embargo, ya sumaban decenas de miles. Los campos «oficiales» tenían cerca de ochenta mil reclusos en septiembre de 1921[44], pero esa cifra no incluía, por ejemplo, los campos establecidos en regiones sublevadas contra la dictadura bolchevique como era el caso de Tambov donde en el verano de 1921 los internados superaban la cifra de cincuenta mil.

Aplastamiento de los disidentes sin excluir a las izquierdas; liquidación de todas las libertades y, en especial, la de expresión; fusilamientos en masa; creación de una red de campos de concentración… No era suficiente. Por añadidura, la Cheka llegó a establecer un manual de tortura en el que se indicaba incluso el uso de ratas para destrozar el recto y los intestinos del detenido y forzar sus confesiones[45].

La guerra civil[46]

Las acciones de los bolcheviques resultaban tan obvias para cualquiera que no fuera un ingenuo (como los mencheviques que decidieron no oponerse al poder soviético confiando en que el sentido común del pueblo ruso acabaría prevaleciendo) que cuando aquellos disolvieron la Asamblea Constituyente y decidieron ceder millones de kilómetros cuadrados de territorio a Alemania para mantenerse en el poder las reacciones no se hicieron esperar. Aunque la propaganda soviética las presentaría como fruto del derechismo más brutal y reaccionario, lo cierto es que estas respuestas fueron no pocas veces capitaneadas por la izquierda —la misma izquierda que había ganado las elecciones a la Asamblea Constituyente— y que incluso los generales blancos más conservadores en ningún momento anunciaron que tuvieran el propósito de restaurar la autocracia zarista sino más bien todo lo contrario. De hecho, salvo los eseristas de izquierda, no hubo una sola fuerza política que no se opusiera al golpe bolchevique. Mientras las izquierdas se agrupaban en la Liga para la Regeneración de Rusia, los grupos conservadores e incluso reaccionarios se unieron en una constelación que iba del centro a la derecha.

La oposición llegó incluso a contar con el control de algunas zonas de Rusia. Así, por ejemplo, en diciembre de 1917, los eseristas y los cadetes se unieron para constituir en Tomsk una duma regional siberiana (Sibirkaya Oblastnaya Duma). Se trataba de un gobierno autónomo[47] formado por dos de las principales fuerzas políticas del país ya que en las elecciones a la Asamblea Constituyente, los votos sumados de ambos se acercaron a las tres cuartas partes del total[48]. Cuando los bolcheviques liquidaron la Asamblea Constituyente, la respuesta de la duma siberiana fue declarar la independencia de la región y formar un gobierno. A inicios de julio, este gobierno emitió una declaración en la que señalaba que su separación de Rusia era sólo temporal y que su relación final con ella sería determinada por una Asamblea Constituyente de toda Rusia.

Mientras el gobierno de Tomsk se ceñía a Siberia en sus pretensiones, en Samara se constituyó el 8 de junio de 1918 el Comité de Miembros de la Asamblea Constituyente (Komuch) que se consideraba el único gobierno legítimo de Rusia, un argumento con una base formal indiscutible si se tiene en cuenta que la Asamblea había sido un órgano elegido democráticamente y disuelto manu militari por los bolcheviques. El Komuch se asentaba sobre una plataforma socialista y democrática y el gobierno derivado del mismo (formado por catorce eseristas y un menchevique) no sólo aceptó los repartos de tierras realizados en febrero de 1917 sino también el Decreto de la Tierra, redactado por los bolcheviques. En agosto de 1918, el Komuch ejercía su autoridad sobre las provincias de Samara, Simbirsk, Kazán y Ufa, así como algunos distritos de Saratov.

Como era lógico esperar, el golpe bolchevique y la resistencia frente al mismo acabaron sumergiendo a Rusia en una guerra civil que se extendió desde 1918 a 1920. Detenernos en la misma, siquiera brevemente[49], excede del objeto del presente estudio. Con todo, debe señalarse que la victoria del Ejército Rojo se debió a una ventaja inicial de los bolcheviques que en términos militares debe considerarse abrumadora; a la ausencia —a pesar de lo afirmado durante décadas por la propaganda comunista— de una intervención extranjera de envergadura contra la dictadura de Lenin; a la utilización de los cuadros militares del ejército zarista[50] —el 85 por ciento de los mandos de frentes, el 82 por ciento de los mandos de ejércitos y el 70 por ciento de los mandos de divisiones del Ejército Rojo fueron antiguos oficiales zaristas—[51] y la utilización masiva del terror manifestada, por ejemplo, en la orden de 28 de diciembre de 1918 en virtud de la cual debían formarse archivos con datos sobre las familias de los oficiales haciéndoles saber a éstos[52] que cualquier paso sospechoso sería castigado con represalias contra sus parientes[53] o en la aprobación expresa de Lenin para que se procediera a diezmar a determinadas unidades[54]. Eran medidas terribles, sin paralelo en los ejércitos blancos[55] y que, sin duda, dieron su resultado.

El costo de la victoria bolchevique en la guerra civil fue, pese a todo, inmenso. Entre 1918 y 1920 perecieron en combate 701 847 soldados del Ejército Rojo[56] según los datos de sus propios archivos. Las pérdidas del Ejército Blanco resultan más difíciles de calcular pero debieron de superar en no mucho los cien mil muertos en combate[57] y, por supuesto, no incluyen las decenas de miles de soldados que en la posguerra fueron fusilados o murieron en los campos de concentración. Además cerca de un cuarto de millón de campesinos perdió la vida en los distintos alzamientos y más de dos millones de personas perecieron como consecuencia del hambre, el frío, la enfermedad o el suicidio[58]. Posiblemente la cifra de un 91 por ciento de fallecidos civiles[59] resulte excesiva, pero es también muy probable que la mayoría de los muertos en la guerra no fueran soldados. A esta sangría demográfica —que afectó especialmente a Rusia, ya que los territorios bajo control blanco experimentaron un aumento demográfico—[60] se sumó la del exilio que afectó a cerca de otros dos millones de personas en buena medida pertenecientes a los estratos más educados de la población. Sin embargo, el coste de la victoria bolchevique no puede medirse sólo en términos de la guerra civil. En paralelo, se había terminado de producir un proceso interior de consolidación de la dictadura bolchevique cuyos primeros pasos se habían dado en octubre de 1917 y cuya conclusión se produjo antes del término de la guerra civil.

El estilo revolucionario bolchevique

El desarrollo histórico de la revolución rusa y la posterior consolidación en el poder de los bolcheviques siguió un patrón que tiene una enorme relevancia para el objeto de nuestro estudio en la medida en que históricamente volvería a repetirse, con mayor o menor éxito, en distintas partes del globo y siempre con la finalidad de llegar hasta la implantación de la dictadura del proletariado. Ese estilo revolucionario típicamente bolchevique históricamente ha girado en torno a los siguientes principios:

I. La subversión del orden democrático por una minoría autolegitimada

La visión bolchevique consideraba —considera— que la democracia occidental carece de sentido y que, como mucho, tiene un valor instrumental en la medida en que permite un margen de libertad propicio a la propagación de las ideas bolcheviques y una notable tolerancia a la hora de consentir los atentados dirigidos contra ella. En ese sentido, para Lenin el objetivo no era consolidar la democracia establecida a partir de la Revolución de febrero de 1917 sino aniquilarla dando paso a una dictadura controlada por el partido comunista. Para legitimar ese paso, se apoyaba en organizaciones que podían ser manipuladas con relativa facilidad y que dejaban notar su presencia en la calle aunque su representatividad fuera más que problemática.

Enfrentado con el resultado de las urnas —que siempre fue considerablemente adverso a Lenin— el partido bolchevique lo despreció directamente acusándolo de no manifestar en realidad lo que el pueblo deseaba (y necesitaba) y erigiéndose como su sustituto. Como es fácil comprender, para lograr mantener un impulso que era contrario a la mayoría del pueblo al que decía representar, Lenin tenía que recurrir a un método concreto cuya necesidad indispensable no se escapó ni a él ni a sus seguidores: el tenor.

II. La utilización del terror de masas en etapas

El propósito de implantar la dictadura del proletariado —con la aniquilación lógica de cualquier estructura política previa incluso democrática— sólo podía provocar una reacción que lo mismo vendría desde la derecha que desde la izquierda. Frente a esa reacción —considerada siempre en términos negativos— Lenin (y con él Trotsky, Zinóviev, Stalin, Dzerzhinsky, Latsis…) abogó por la práctica del terror de masas. Éste, sin embargo, se realizaría en etapas concretas. Inicialmente, se dirigiría contra aquellos segmentos sociales a los que pudiera asociarse propagandísticamente con la reacción. Así, en una primera fase, los bolcheviques descargaron sus golpes sobre la aristocracia, la oficialidad zarista, el clero, los terratenientes, los partidos conservadores y los liberales. En todos y cada uno de los casos, podía alegarse —y obtener con ello el apoyo de las izquierdas— que sólo se estaba eliminando a los sectores reaccionarios que se oponían al progreso del pueblo. Sin embargo, en una segunda fase, el foco de atención de la represión se desplazaría hacia la izquierda aniquilando de manera similar a los que no se plegaran a los dictados comunistas. Anarquistas y socialistas pasarían así a convertirse en objetivos del terror, un terror que exigiría la aniquilación de segmentos sociales enteros.

III. La aniquilación de clases enteras

El comunismo iba a instaurar un principio hasta entonces desconocido consistente en propugnar la desaparición de clases íntegras en su proceso de conquista y consolidación del poder. Lejos de considerar a sus enemigos de manera aislada e individual, el bolchevismo partiría de la base de que segmentos sociales completos debían desaparecer aunque esto implicara el asesinato de millones de seres humanos. El resultado final tenía que ser la dictadura del proletariado ejercida sobre una sociedad sin fisuras de la que previamente habría que exterminar no sólo al disidente sino al que pertenecía a una clase o a una familia o, meramente, era sospechoso. Hasta que Hitler señaló para el exterminio a los judíos en bloque, la acción de los comunistas careció de paralelo histórico.

IV. La creación de aparatos represivos

El propósito de llevar a cabo un amplio programa de terror de masas y exterminio implicaría en el caso de los bolcheviques la inmediata creación de una batería de medidas represivas sin paralelo en la Historia. Junto con la creación de difusas categorías penales (enemigo del pueblo, etcétera) —que permitían el ejercicio más arbitrario y cruento del poder— y la supresión de las garantías jurídicas, ya que la denominada justicia revolucionaria se legitimaba a sí misma, Lenin dio inicio a una metodología del terror que carecía de precedentes y que causaría en tan sólo unas semanas muchas más víctimas que la represión zarista del siglo anterior. Así, estableció una policía secreta que detenía, torturaba y ejecutaba sin trabas; ordenó el confinamiento de rehenes y sospechosos sin base fáctica alguna; creó una red de campos de concentración donde internarlos; dispuso ejecuciones masivas con carácter ejemplarizante que dieron lugar a los primeros fusilamientos colectivos seguidos de enterramientos en fosas comunes e incluso, ocasionalmente y adelantándose a Hitler en casi dos décadas, utilizó el gas para exterminar a poblaciones civiles[61].

Las víctimas de este gigantesco edificio destinado a la planificación y a la práctica del terror de masas no fueron sólo los sectores sociales considerados reaccionarios. También incluyeron a la izquierda no bolchevique; a los sectores sociales (campesinos y obreros) a los que el comunismo decía defender y a los que reprimió con una dureza sin precedentes; y, eventualmente, a algunos comunistas. De la existencia de esas atrocidades nunca faltaron pruebas. Sin embargo, la labor propagandística —ejercida fundamentalmente a través de intelectuales identificados con el socialismo o de los simpatizantes a los que se denominó compañeros de viaje— logró en buena medida no sólo ocultar las atrocidades del comunismo sino además vilipendiar a los que tenían el valor y la osadía de señalarlas. De esa manera, casi década y media antes de que el partido nazi llegara al poder en Alemania, los comunistas habían creado el primer Estado totalitario de la Historia, un Estado que ya había causado millones de víctimas y que tenía la pretensión de extender la dictadura del proletariado al resto del orbe.