PRÓLOGO

Manuel Rodríguez Rivero

Samuel Beckett o la pasión de deshacer

(A propósito de Cómo es)

«¿Dónde ahora? ¿Cuándo ahora? ¿Quién ahora?». Semejante al efecto que producen en el espectador los tres aldabonazos en la puerta en Macbeth, tras el asesinato de Duncan, la triple interrogación al comienzo de El innombrable (1951) tiene la virtud de delimitar dramáticamente, y de una vez por todas, lo que, ya desde las dos primeras obras de la llamada trilogía (Molloy y Malone muere, ambas publicadas en 1951) constituye el auténtico territorio narrativo de Samuel Beckett. Un territorio en el que, como ya se ha señalado en numerosas ocasiones, casi no existe el espacio, ni el tiempo, ni los personajes, ni tan siquiera lo que configura, en términos tradicionales, la narratividad.

Toda la obra novelesca de Samuel Beckett (1906-1989) es un ejemplo acabado de coherencia: una muestra incontestable del compromiso del autor con una concepción del arte que va a hacer suya la estética posmoderna y a informar buena parte de las manifestaciones artísticas de nuestro tiempo: «Lo que digo no significa que de aquí en adelante no habrá forma en el arte. Sólo significa que habrá una nueva forma y que esta forma será de una clase que admita el caos y no diga que el caos es realmente otra cosa (…). Encontrar una forma que se adapte al caos es ahora la tarea del artista».

Y esa también ha sido la obsesión de Beckett desde sus primeros relatos en la década de los treinta a sus brevísimas piezas de sus lúcidos setenta y ochenta años: el encontrar el modo de expresar artísticamente una experiencia del mundo que la narrativa anterior, preocupada por el significado de la historia que contaba, no podía reflejar de modo cabal. Y si bien Cómo es (1961) constituye el mayor logro de Beckett en su intento de deshacer las estructuras tradicionales de la narración, lo cierto es que este texto, que a falta de una palabra más adecuada llevaba el subtítulo de «novela» desde la primera edición francesa, es la culminación de un proceso que había empezado mucho antes.

A mediados de los años cuarenta, tras la muerte de Joyce y el final de la guerra mundial, Beckett comienza a escribir prosa casi exclusivamente en francés con el propósito, según declaró en una conocida entrevista, «de empobrecerme aún más». El inglés, su lengua materna, se le antojaba ya inadecuado para unos textos en los que la indeterminación era creciente y en los que se requería una desnudez del lenguaje que reflejara la cada vez más evidente desnudez de las situaciones narrativas. El francés, idioma extranjero para Beckett, le permitía profundizar en el intento de lograr un instrumento expresivo desprovisto de implicaciones: Beckett quería reducir al máximo la función connotativa del lenguaje para que las palabras significaran tan sólo lo que decían.

Era, sin duda, una decisión coherente con una concepción de la novela en la que lo importante, más que contar una historia con un significado que se pudiera inferir de la peripecia y el conflicto de unos personajes ante unas situaciones concretas, era expresar la experiencia radical de la Nada como experiencia fundamental del hombre contemporáneo. Para ello, Beckett decide acabar con el fundamento mismo de toda narración: el desvelamiento progresivo de una historia.

En sus grandes obras de la década de los cuarenta, cuando en un prodigio de fecundidad escribe, entre otras, Mercier y Camier, Primer amor, Molloy, Malone muere y El innombrable, Beckett consigue imponer un nuevo —y difícil, qué duda cabe— modo de enfrentarse con la lectura de lo literario. Y de ahí el profundo malestar que producen las novelas maduras de Beckett en el lector que se aferra a las reglas del juego (narrativo) tradicional o que no puede abandonar las expectativas de «significado» que ofrecen los relatos convencionales.

De ahí, también, que pueda apreciarse en la obra madura de Beckett una coherencia interna y obstinada. Desde Molloy a Stirring Stills las narraciones beckettianas conforman una especie de corpus tan definido y autorreferencial como las novelas que componen La comedia humana o En busca del tiempo perdido, esta última, por cierto, una de las grandes influencias en la trayectoria artística del maestro irlandés (la otra es, sin duda, La divina comedia, cuya huella aparece en numerosas ocasiones en Cómo es).

La redacción de la trilogía parece haber dejado exhausto a Beckett. Sus escasas manifestaciones públicas de esos años hablan de su cansancio y de su desconcierto: «para algunos autores, escribir se hace cada vez más fácil; para mí, se hace cada vez más difícil y el área de posibilidades va disminuyendo». Quizá sea esa la razón por la que desde 1953, fecha en la que publica El innombrable, a 1959, cuando comienza la redacción de Cómo es, Beckett deja de lado cualquier proyecto de escribir una novela larga. Y quizá, también, esos titubeos expliquen su aparente disgusto con la primera redacción de la novela que hoy ofrecemos al lector y de la que se publicaron algunos fragmentos en los que el texto aparecía seguido, sin las interrupciones de párrafo que hoy constituyen su más notable característica tipográfica.

Beckett, que había alcanzado fama mundial unos años antes gracias al estreno de Esperando a Godot (1953) en el Théâtre de Babylone, invirtió dieciocho meses en tener terminada su novela. Cuando se la entregó a Lindon, su editor francés («Les Éditions de Minuit»), le dijo con tristeza: «espero que pueda vender cincuenta ejemplares» (no era una exageración: la traducción francesa de Murphy había vendido noventa y cinco ejemplares en sus primeros cuatro años).

De la primera edición (1961) de Cómo es se hicieron poco más de tres mil ejemplares. Beckett era ya una de las figuras fundamentales de la literatura de posguerra: un verdadero autor de culto sobre el que ya comenzaba a tejerse la enorme producción bibliográfica a la que se referiría muy expresivamente años más tarde John Calder, su editor inglés y uno de los más apasionados divulgadores de la obra del irlandés, afirmando que sobrepasaría a la suscitada por las figuras de Jesucristo, Napoleón o Wagner.

Cómo es tiene una estructura tripartita que el narrador se ocupa de recapitular constantemente: «antes de Pim, con Pim, después de Pim». Un auténtico esqueleto de historia en el que la «peripecia» se quintaesencia hasta lo inimaginable en una escasez de situaciones que encuentra su expresión en un lenguaje desnudo y cortante. En la primera parte, «antes de Pim», llegamos a saber que el narrador se arrastra penosamente boca abajo por el fango, transportando un saco de carbón con algunos objetos personales (latas de conserva, un abrelatas, una cuerda). Ese narrador, del que más tarde sabremos que es mudo, musita o, mejor, jadea, una especie de discurso entrecortado y cansino en el que se repiten constantemente ciertas frases o fragmentos de frase que van definiendo su situación. De vez en cuando, emerge como un fogonazo un recuerdo, una «imagen», que nos revela que no siempre estuvo ahí, en esa inmensidad de barro sin principio ni final por la que repta interminablemente sin destino ni objeto: «pierna derecha brazo derecho empuja tira». Esas imágenes o fragmentos de un mundo «de luz» «más arriba», se desvanecen, como los fundidos en negro de una película antigua, para no volver a aparecer.

En la segunda parte, «con Pim», se produce el encuentro repentino con dicho personaje. Comienza entonces una nueva fase de ese viaje en la que el narrador, antes absolutamente solo, se arrastra más o menos agarrado, engarzado, o enroscado a otro ser sin sexo ni características físicas muy explícitas (parece más pequeño y descubrimos que tiene voz, puesto que puede cantar) con el que mantiene una comunicación basada en el daño físico. Víctima (Pim) y verdugo (el «yo» sin nombre que jadea) reptan juntos durante algún tiempo en lo que parece una época feliz para el narrador: «lo mejor de mi vida».

En la tercera parte, «después de Pim», ese personaje ha desaparecido, abandonando al narrador que permanece solo hasta que, tras un nuevo encuentro, comienza una nueva relación en la que, sin embargo, los papeles de víctima y de verdugo se intercambian. Al narrador le torturarán como él había torturado a Pim. Se trata ahora de un universo (siempre en el barro) habitado por infinidad de seres que reptan (un antecedente del mundo cerrado y superpoblado del relato El despoblador,) y se infligen sufrimiento en una combinatoria sadomasoquista que se refleja matemáticamente en los cálculos precisos e hipnóticos del narrador. En esa multitud se condensa la humanidad y cada uno de nosotros, «puesto que en realidad existimos todos desde el impensable primero hasta el no menos impensable último pegados los unos a los otros en una imbricación de carnes sin fisura». Por eso, también puede decir «cómo fue cómo es cómo será» en un eterno retorno catatónico que, tal como declara el propio narrador, todo puede no haber sucedido: «jamás hubo procesión no ni viaje no nunca existió Pim no ni Bom jamás hubo nadie no sólo yo».

El espacio en el que tiene lugar la «acción» es un universo de barro y oscuridad. En la uniformidad del barro (en francés boue, «lodo», se pronuncia igual que bout, «fin») el narrador no puede distinguir dónde ha estado, dónde está, dónde estará. El barro, por tanto, es un trasunto de la ausencia de tiempo, ese «tiempo enorme» que una y otra vez señala el «hablante». Muchos han interpretado ese hábitat por el que se arrastra el narrador («tibieza de barro original oscuridad impenetrable») como un avatar del infierno dantesco. Pero aquí no hay desesperación. Y, puestos a buscar antecedentes, me inclino más por encontrarlos en la «ciénaga del desánimo» (slough of despond) en la que se encuentra el protagonista de El viaje del peregrino (1678), la célebre alegoría de John Bunyan, tras su partida de la Ciudad de la Destrucción.

Y, sin embargo, no hay nada en Cómo es que permita tal interpretación. Todo en el texto está dominado por el principio de indeterminación: nada parece tener un sentido o, al menos, el sentido que se busca en una narración tradicional. Tal como ha afirmado Wolfgang Iser en un ensayo sobre la prosa de Beckett, el lector se encuentra en Cómo es enfrentado constantemente a afirmaciones que, inmediatamente, son negadas, dejan de ser válidas. Las afirmaciones negadas, por otra parte, permanecen en la mente del lector, acrecentándose de ese modo su desconcierto, su deseo de averiguar qué es lo que se le niega, dónde se encuentra «la verdad». Pero aquí no se trata de ningún tipo de verdad. Lo que intenta Beckett es romper el antiguo pacto narrativo, las reglas del juego que han informado la novela desde sus orígenes hasta bien entrado el siglo XX, y establecer un nuevo trato. Si se está de acuerdo con las condiciones que el discurso beckettiano establece, el narrador hipnótico y reiterativo que «habla» en Cómo es deja de ser un narrador particular, concreto, para convertirse en una voz general, en una «voz de la especie» (Eric P. Levy). Una voz que, en sí misma, es el sentido de la obra.

La indeterminación viene reforzada, asimismo, por la propia naturaleza de un narrador que constantemente se libera de la responsabilidad de lo que narra: «cito», «lo digo como lo oigo», son algunas de las expresiones recurrentes por las que el hablante de Cómo es se exime de su propia experiencia. El resultado, una vez más, es un flujo de experiencias vacías que remiten, en este antihumanismo radicalmente existencialista, a la Nada.

Tampoco podemos interpretar los escasos rasgos más o menos seguros que tenemos del «personaje» en el que se encarna el«yo» narrador. A diferencia de otros personajes de Beckett (como el ovoide con orificios de El innombrable) éste parece gozar de un aspecto antropomórfico casi completo (le falta un pulgar y carece de voz). Repta como un gusano sobre su tripa, como también han reptado otros personajes de Beckett, y, puesto que uno tiende inevitablemente a imaginar, a veces me lo he representado semejante a esos estudios para cuerpos humanos de las últimas obras de Bacon. Pero, desde luego, nada hay que lo sugiera.

No sabemos su nombre, aunque a veces parece adoptar el de aquellos con los que se encuentra: Pim, Bom, Bem, Bim, et alia. A diferencia de los narradores convencionales, el nuestro no parece gozar de una existencia aparte del acto de narrar. Y, sin embargo, tiene recuerdos, aunque, como han afirmado algunos, confunde recuerdos y fantasías. Algunos de esos recuerdos y/o fantasías son expresados con una gran intensidad lírica: «el aire vibra en el zumbido de los insectos». En otras ocasiones la comicidad y lo grotesco se superponen a la cualidad poética del recuerdo, como en la «historia» (se publicó aparte antes de la aparición de la novela completa) de su amor de los dieciséis años. Esas imágenes o recuerdos parecen hablarnos, como lo hace el narrador, de una blütezeit, una época gloriosa en un mundo de luz que, en ciertos momentos, se ubica «arriba».

Ese personaje está orgulloso de sus pertenencias, escasas e imprescindibles: un saco de carbón, una cuerda (con la que lo sujeta a su cuello), un número indeterminado de latas de sardinas (que guarda en el saco) y un abrelatas. La importancia que confiere al saco, receptáculo y a veces vivienda, bolsa placentaria de la que la cuerda sería el cordón umbilical, se subraya en numerosas ocasiones: «no mírenlo ese saco lo he dicho siempre este saco es para nosotros algo más que una despensa que un cojín para la cabeza que una presencia amiga que algo para abrazar que una superficie para cubrir de besos es algo más completo». Alguien (exterior: algunos comentaristas han creído ver en ese alguien un trasunto de Dios, a quien, por otra parte, se cita algunas veces en el texto) «abastece los sacos», los provee de latas.

El abrelatas es una herramienta fundamental en la relación del narrador con Pim. Gracias a su acción punitiva (lo hunde en las nalgas de Pim, con él le desgarra el sobaco, lo hiere), Pim canta y, además, se adiestra en la comunicación con el narrador. El abrelatas y las uñas consiguen un «cuadro de estímulos básicos» a los que responde Pim: «uno canta uñas en la axila dos habla hierro del abrelatas en el culo tres stop puñetazo en el cráneo cuatro más fuerte mango del abrelatas en el riñón».

Ese narrador (y el propio Beckett) ama las palabras por encima de todas las cosas. Y no tiene, en realidad, más existencia que por las palabras. Su verborrea de la que, a veces, parece cansarse (resumiendo lo dicho con un «cuacuá») no tiene límite. El lenguaje de Cómo es, sin embargo, está formado por un conjunto de frases esqueleto en los que resuenan algunos grupos de palabras que se combinan y confieren al conjunto algo así como un leitmotiv. Muchos de esos grupos de vocablos recurrentes ya se han citado en los ejemplos que he suministrado. Otros, como los repetidos «algo ahí no marcha» o «cuando eso deje de jadear» proporcionan una resonancia hipnótica y ominosa. Los verbos se conjugan en presente y, al igual que el barro eterno y constante, indican que todo empieza siempre de nuevo. Tal vez eso es lo que refleja el juego fónico del propio título. Comment c’est (cómo es) se pronuncia en francés de modo muy parecido a commencer (empezar).

El texto se organiza en pequeños conjuntos separados por un espacio. Las palabras, a su vez, se separan unas de otras tan sólo por blancos. No existe más puntuación ni pausa que la que indica el aliento del narrador y la de una lectura en voz alta. No se trata de frases convencionales aunque, algunas veces, gozan de cierta coherencia sintáctica. El coloquialismo y la comicidad, siempre presente en la obra de Beckett, subrayan la «resonancia» de ciertos pasajes, como sucede con los «gags» en algunos filmes de Buster Keaton. A veces se tiene la impresión de estar enfrentado con lo literario en estado puro.

La lectura de Cómo es no es cómoda, pero está llena de gratificaciones. Beckett no sobreentiende nada, no hay referencias veladas, no hay juego intelectual de sobreentendidos, no hay criptografía. La dificultad consiste, básicamente, en lo complicado que se hace prescindir de las expectativas propias de un lector habitual de novelas: aquí, como ya he dicho, no se desvela ninguna historia. Es más: no se cuenta ninguna historia. De la misma manera que Flaubert suspiraba por un libro que se sostuviera en la sola fuerza de su estilo, Beckett consigue sostenerlo en la fuerza de la palabra. En este tour de force que es Cómo es Beckett trata de llevar a cabo lo que declaraba en sus «conversaciones» con Georges Duthuit: «(prefiero) la expresión de que no hay nada que expresar, nada con qué expresarlo, nada desde donde expresarlo, no poder expresarlo, no querer expresarlo, junto con la obligación de expresarlo».

En Cómo es Beckett ejemplifica perfectamente eso que se ha llamado, con cierto abuso, «literatura del absurdo». De un absurdo profundo, metafísico, abismal, de implicaciones cósmicas: no de ese absurdo que se filtra por las fisuras de lo real, como sucede en Ionesco. El universo de Beckett es un universo asolado, inhumano. La expresión de ese absurdo, de ese vacío, recorre un camino difícil. En la narrativa, como sucede en Cómo es, la utilización de la forma tradicional (la novela, el relato) despojada de sus elementos fundamentales (personajes, historia, temporalidad) conduce a una especie de callejón sin salida. Beckett no deja, por ello, discípulos: es un autor terminal. Y su obra, un luminoso fracaso.

Como lo es, por otra parte, cualquier obra de arte que se plantee, rigurosamente, preguntas sobre el tiempo en que ha sido concebida. Lo dice el propio Beckett refiriéndose al pintor holandés Bram van Velde (1895-1981): «(es) el primero en resignarse profundamente ante la incoercible ausencia de relación, en ausencia de términos o, si lo prefiere, en presencia de términos inutilizables, el primero en admitir que ser un artista es fracasar, como nadie más se atreve a fracasar, ese fracaso es su mundo».

Y en el «fracaso» de Beckett reside su victoria. Su figura ejemplar, como modelo de honradez intelectual y rigor artístico crece en la misma medida que crece la búsqueda de lo auténtico en Literatura. Una búsqueda interrumpida durante los últimos quince años por todos los que supeditaron el arte a la censura del mercado y la calidad a la cobertura técnica de historias que nada tenían que ver con lo que nos preocupaba. Beckett, sin discípulos, se agiganta ahora como ejemplo moral para los jóvenes escritores.