Fang estaba en una celda diminuta, esperando la muerte. Había supuesto que Savitar lo fulminaría nada más verlo, pero al parecer ese era un castigo demasiado liviano.
El cabrón lo estaba torturando con el miedo a lo que le aguardaba. Aunque lo peor no era el miedo.
Era el arrepentimiento. Las heridas de sus seres queridos lo desgarraban como esquirlas de cristal. Ansiaba cambiar tantas cosas, que a esas alturas la muerte sería un alivio.
Ojalá pudiera ver a Aimée una vez más. Se la imaginó y se metió la mano en el bolsillo para tocar su medallón. No era lo mismo que tocarla a ella, pero lo consolaba de un modo desconocido hasta entonces. Aunque no estaba con él, la sentía como un ángel al que pudiera tocar.
Joder, la inscripción del medallón era la pura verdad. La llevaba en el corazón, y saberla allí fuera, pensando en él, formando parte de él, hacía que se sintiera menos solo.
La diminuta celda solo contaba con un aseo. Estaba sentado en un duro banco con los codos apoyados en las rodillas. Escuchaba las olas y los graznidos de las gaviotas procedentes del exterior. Sin embargo, solo veía el rostro de Aimée, se llevaría su olor a la siguiente vida.
—¿Estás listo?
Alzó la vista y vio a Savitar con unos pantalones caquis y una camisa blanca desabrochada. Tenía una expresión inescrutable.
Claro que no esperaba compasión de nadie.
—Sí.
La puerta transparente se levantó cuando se puso en pie. Savitar lo condujo a la playa de arena blanca que había en el exterior, hasta lo que parecía un bloque de madera a modo de cadalso. Podría haber sido muy pintoresco de no ser porque iba a morir allí. Incluso había un verdugo al otro lado. Ataviado con una armadura negra con púas y un casco con la cara de un demonio, sostenía en las manos una espada enorme. Estaba tan inmóvil que parecía una estatua.
A Fang le impresionó y asqueó la elaborada puesta en escena.
—¿No me vas a matar con una descarga astral y punto?
Savitar negó con la cabeza.
—Demasiado humano para los crímenes que has cometido. —Miró a Fang con expresión suspicaz—. ¿Vas a convertirte en un gallina para salir huyendo y obligarme a perseguirte?
—No. No quiero que vayas a por mi familia.
—Lobo listo. Es una putada que tu familia pague por tus crímenes. Acepta el consejo de alguien que lo sabe por experiencia. —Savitar señaló el bloque de madera negro que tenía manchas de sangre seca.
La mancha más grande marcaba el lugar donde Fang tenía que poner la cabeza.
El estómago le dio un vuelco al pensar que su sangre también lo adornaría pronto. Y eso hizo que comprendiera por fin lo que ya no tardaría en suceder.
Había ido a ese lugar para morir…
A decir verdad, quería salir huyendo. Cualquier cosa para disfrutar de un día más…
Sin embargo, no pensaba revelar su temor a ojos de nadie, mucho menos ante quien iba a matarlo. Así que recurrió al sarcasmo que lo había ayudado a superar los momentos más duros de su vida.
Además, era justo que lo ayudara a superar su muerte.
—Una cosilla: podrías lavar este chisme entre uso y uso.
Savitar se encogió de hombros.
—¿Para qué? No vas a pillar una infección en los tres minutos que te quedan de vida.
—Supongo que no.
Fang se postró de rodillas en la arena y evitó mirar la sangre seca. Echó un vistazo a la playa y al oscuro mar de aguas verdes cuyas olas rompían en la orilla, no lejos de él, y se dio cuenta de todo el tiempo que había transcurrido desde la última vez que había admirado la belleza que había en el mundo. De todas las veces que había dado por sentada la luz del sol. Había pasado casi toda la vida concentrándose únicamente en los aspectos negativos.
Pero allí, a punto de morir, fue consciente de que el mundo era increíble.
—¿Has cambiado de idea?
—No. —Se sacó el medallón de Aimée del bolsillo, recordándose por qué tenía que hacerlo—. ¿Puedo pedir un último favor?
—¿Que te deje libre?
Negó con la cabeza y le tendió el medallón.
—¿Puedes asegurarte de que Aimée Peltier lo recupera? —No quería soltarlo.
¿Por qué tenía la sensación de que se estaba desprendiendo de una extremidad?
A lo mejor porque Aimée era su corazón…
Savitar lo cogió y lo abrió para ver la foto de Aimée y sus hermanos. Esa foto lo había ayudado a sobrevivir al infierno, ya no necesitaba verla más. La llevaba grabada en el alma, junto a su sonrisa, sus caricias y su olor.
—¿Hay algo que quieras contarme sobre ti y la osa? —preguntó Savitar al tiempo que le devolvía el medallón.
Por primera vez Fang vio que Aimée había añadido una foto suya, tapando la inscripción, y eso casi lo destrozó. Joder, ni siquiera recordaba que le había hecho la foto. Fue una tarde, durante uno de sus descansos en el callejón trasero del Santuario. Aimée apareció de repente y le hizo la foto sin avisar.
—¡Mira! —le había dicho con una carcajada al tiempo que le enseñaba la foto en el visor de la cámara—. Me encanta que me mires así. Puedo verte el corazón en los ojos.
En la imagen se le veía con el pelo alborotado por el viento, se lo había dejado largo porque a Aimée le gustaba más, y con una expresión tontísima en la cara: como un capullo enamorado hasta las cejas.
—Tengo cara de idiota.
—Tienes una cara de infarto. —Aimée le había dado uno de los besos más apasionados de su vida—. Hace que me entren ganas de darte un mordisco.
—Eso no me importa. Pero, por todos los dioses, borra la foto, no sea que vuelvas a perder la cámara y alguien más vea lo bobainas que soy.
Aimée le había sacado la lengua antes de alejarse, atormentándolo con su trasero mucho más que con el beso.
¡Lo que hubiera dado por regresar a aquel momento!
¿Por qué Aimée no le había hecho caso y había borrado esa dichosa foto? Allí estaba, en los últimos minutos de su vida, mientras Savitar, el rey de los capullos, veía lo blandengue que era en realidad.
Aunque lo único importante era que Aimée había puesto esa foto en el medallón que siempre llevaba pegado al corazón. No tenía dudas sobre sus sentimientos por él, pero ese gesto le demostraba lo mucho que lo quería.
El amor y el arrepentimiento lo abrumaron. En ese momento solo quería correr a sus brazos.
Dame fuerzas, suplicó.
Carraspeó para librarse del nudo que tenía en la garganta.
—No tengo nada que decir.
Pero mientras colocaba la cabeza en el bloque de madera y esperaba la muerte, se imaginó a Aimée. Cerró los ojos y sintió cómo la espada descendía despacio y le rozaba la nuca.
Lo recorrió un escalofrío. ¿Por qué no acababan de una vez?
La hoja le rozó la piel y después volvió a alzarse. El demonio que llevaba dentro gritó presa del pánico al darse cuenta de lo que estaba a punto de ocurrir.
Los dos iban a morir.
«¡Levántate! ¡Lucha! ¡Huye!», le gritó el demonio.
Sin embargo, Fang se mantuvo inmóvil. Lo hacía por su hermano y por Aimée. No se acobardaría y pondría en peligro su vida. No por algo tan insignificante como su pellejo.
—Muy bien —dijo Savitar—. Mátalo.
En ese momento Fang soltó un reniego al sentir que algo se rompía en su interior. Era como si lo estuvieran despedazando. El dolor era pura agonía mientras la sangre le brotaba de la nariz. Intentó mantener la cabeza sobre el bloque de madera, pero cada vez le costaba más, sobre todo porque tenía la sensación de que un líquido que le quemaba como el ácido le subía por el esófago y le inundaba la cabeza. La presión lo tiró de espaldas al suelo.
Savitar y el verdugo le clavaron las rodillas en los hombros para inmovilizarlo.
Fang gritó cuando algo duro y doloroso salió disparado de su boca, se elevó por los aires y se desintegró en un millón de pedazos que cayeron a su alrededor.
En cuanto pasó todo, lo liberaron. Fang jadeó; el dolor remitía y dejaba de sangrarle la nariz. Los miró con el ceño fruncido y se limpió la sangre.
El verdugo soltó una carcajada y se quitó el casco. Era Thorn.
—Tío, menuda indigestión, ¿eh?
—¿Qué coño estáis haciendo?
Thorn se apoyó la espada en un hombro.
—Expulsando al demonio de tu cuerpo, imbécil. Pensaba que ya te habrías hartado de él.
Aturdido por el repentino giro de los acontecimientos, Fang miró a uno y a otro. ¿Estaban jugando con él? Hasta que no lo supiera con certeza, se iba a levantar.
—No lo entiendo.
Savitar dejó el medallón sobre su pecho.
—La manera más sencilla, y pronuncio esa palabra con todo el sarcasmo del mundo, de sacarte a Frixo del cuerpo era que obraras un acto de altruismo supremo. Yo amenacé la vida de tu hermano y tú acudiste a mí, dispuesto a morir para protegerlo.
Thorn asintió con la cabeza.
—El amor de ese acto fue más de lo que pudo soportar el demonio, de modo que salió de tu cuerpo. Y como no podía volver al suyo, acabó destruido. Así de sencillo.
—Sí. —Savitar le tendió la mano para ayudarlo a ponerse en pie.
Por una vez dejó que Savitar lo ayudara. Quería matarlos a ambos, pero en ese preciso momento se alegraba de estar vivo.
—Sois unos capullos retorcidos, pero os agradezco lo que habéis hecho. Ya empezaba a costarme controlar a ese cabrón.
Thorn hizo girar la espada que tenía al hombro, arrancándole unos destellos aterradores a la hoja.
—Siento el trauma. Pero no había otra forma de hacerlo. Si te hubieras olido el pastel, no habría funcionado. Pero si esto hace que te sientas mejor, sabemos que tú no mataste a esa gente. Fueron Desdicha y Compañía, a quienes ahora tú debes encontrar y matar.
Savitar sonrió.
—Si también esto hace que te sientas mejor, te has comportado como un hombre.
—No —lo corrigió Fang—. Me he comportado como un lobo.
Savitar lo saludó con respeto.
—Touché.
Fang miró la playa y agradeció que no hubiera sido lo último que veía después de todo.
—¿Puedo irme a casa?
Savitar negó con la cabeza.
—Todavía no. Antes quiero que veas algo.
De repente, se encontró de regreso en la celda con sus poderes anulados por completo.
Thorn envainó la espada.
—Gracias por la ayuda.
—De nada.
Asqueado por lo sucedido, Thorn miró las cenizas esparcidas del demonio.
—Una pena que Fang no pudiera controlarlo. Tenía grandes planes para ellos.
Savitar enarcó una ceja.
—¿Qué planes?
—Eres omnisciente. ¿No lo sabes?
Savitar puso los ojos en blanco.
—Sabes que la cosa no funciona así. Solo puedo ver el futuro después de haberlo alterado. —Razón por la que intentaba quedarse en la isla, aislado del mundo. Allí no había nada ni nadie que cambiar.
La vida continuaba sin él, y eso le gustaba.
La mayoría de los días.
Thorn se encogió de hombros.
—Supongo que todos tenemos nuestros límites.
Se suponía que esa era la ley del universo, sin embargo Savitar había visto y sentido cosas en Thorn que desafiaban esa ley.
—No es eso lo que me han contado de ti.
—¿Te crees todo lo que te cuentan?
Savitar vio cómo Thorn desaparecía. Sabía que estaba jugando con todos ellos. Ojalá supiera a qué.
Y quiénes eran sus colegas.
Fang aporreó la puerta transparente, furioso porque lo hubieran encerrado después de todo lo que le habían hecho. Lo habían obligado a pasar un calvario y en ese preciso momento estaría encantado de despedazar a Savitar y a Thorn.
—No me muerdas, lobo —le soltó Savitar cuando apareció en el pasillo.
—¿Por qué no puedo irme?
—Porque creo que tienes que ver esto.
—¿El qué?
Señaló con la barbilla la pared que Fang tenía detrás.
—A tu hermano se le acaba el tiempo para entregarte.
¿Y qué más daba?
—Me he entregado voluntariamente.
—Vane no lo sabe. Creo que deberías ver su reacción.
—Eres muy retorcido.
—No. Pero sé cuántas cosas en la vida se quedan ocultas, sin decir en voz alta. Todo el mundo necesita saber, aunque solo sea una vez, lo mucho que significa para las personas que lo rodean.
Fang frunció el ceño cuando Savitar desapareció. En ese preciso momento la puerta se volvió negra y la pared que Savitar le había indicado se volvió transparente: al otro lado se veía la sala del consejo.
Vane ya se encontraba allí. Solo.
Savitar se acercó a él con esa expresión inescrutable que no dejaba entrever nada.
—¿Dónde está tu hermano?
—No lo sé.
—¿No has podido encontrarlo?
La expresión de Vane se tensó.
—No lo he buscado.
Savitar le lanzó una mirada amenazadora. Letal. Cuando habló, su voz destilaba veneno.
—¿Sabes a lo que te arriesgas?
—Lo sé muy bien. Mi pareja y yo hemos sellado nuestro vínculo. Te ofrezco mi vida a cambio de la de Fang, pero te ruego que no dejes huérfanos a mis hijos. Sé que tienes la capacidad para romper el sello de una unión y te pido que tengas compasión. Mi familia es inocente y no supone una amenaza ni para ti ni para nadie más.
—¿De verdad me estás pidiendo clemencia?
En el mentón de Vane apareció un tic nervioso, y Fang supo lo mucho que a un hombre tan orgulloso como su hermano le costaba pronunciar las siguientes palabras.
—Te estoy suplicando clemencia, Savitar. No puedo entregarte a mi hermano.
Savitar alzó una ceja de modo burlón.
—¿No puedes o no quieres?
—Las dos cosas.
—¿Y tu pareja? ¿Qué tiene ella que decir al respecto?
—Está de acuerdo con mi decisión.
—¿Aunque eso signifique no ver crecer a sus hijos?
Vane asintió con la cabeza.
—Sabemos cuáles son las consecuencias. Como he dicho, esperábamos que tuvieras compasión. Pero decidas lo que decidas, no puedo vivir sabiendo que he obtenido mi felicidad a costa de la sangre de mi hermano.
—Eso habría sido esperar mucho. Porque supongo que no cuentas con que la conciencia guíe mis decisiones, ¿verdad?
Fang frunció el ceño; le había parecido notar una presencia junto a la puerta de su celda. Clavó de nuevo la mirada en Vane y en Savitar, que seguían hablando.
¿Qué estaba pasando?
—¿Fang? ¿Estás ahí?
Se le paró el corazón al escuchar una voz que no esperaba oír ni en sueños.
—¿Aimée?
—Date prisa. Tenemos que abrir la puerta.
¿Con quién estaba hablando?
—¡Apártate, akri lobo! Simi va a soplar y a soplar hasta derretir esta puerta. Y no querrás estar cerca cuando Simi lo haga, porque el lobo derretido se pega a los barnices, y a akra Aimée a lo mejor no le gusta que te conviertas en un charquito de plastilina. Además, las delicadas fosas nasales de Simi no soportan la peste a lobo chamuscado. Así que apártate.
Fang se quedó de piedra. ¿Simi estaba con Aimée? ¿El demonio que acompañaba a Ash? ¿Qué coño estaba haciendo allí?
¿En qué estaba pensando Aimée?
Sabía muy bien que no debía discutir con Simi, ya que nunca aceptaba un no por respuesta a menos que viniera de Ash, de modo que obedeció. Acababa de apartarse cuando la puerta se desintegró en un charco derretido en el suelo.
Henchida de orgullo por lo que había hecho, Simi se frotó las manos.
—¡Qué divertido! ¿Creéis que Savitar dejará a Simi quemar algo más? A lo mejor esa cortina de allí…
—No, no, Simi —dijo Aimée, deteniéndola—. No queremos quemar las cortinas.
Simi hizo pucheros.
—Vaya, eres como akri. No, Simi, no eches fuego donde hay objetos inflamables o niños pequeños. Lo único que Simi usa sin que akri le diga que no es la tarjeta de plástico negra que no es plástico de verdad. Pero a Simi le encanta porque así puede comprar todo lo que quiere sin límite. Nunca le dice que no a Simi cuando la usa. Ah, hola, Fang. ¿Estás bien? Pareces un poco aleteado o alterado o… la leche, Simi nunca se acuerda de cómo se dice.
Fang ignoró la cháchara de Simi y miró a Aimée.
—¿Qué hacéis aquí?
—Hemos venido a salvarte.
—Aimée… —dijo con énfasis, para resaltar el peligro al que los había expuesto a ambos.
Se detuvo al ver que Savitar aparecía detrás de Aimée con expresión furibunda.
—Nada de peros, Fang. No puedo permitir que… —Aimée dejó la frase en el aire al ver el reflejo de Savitar a su espalda. Se quedó helada. Se le cayó el alma a los pies y se volvió para enfrentar lo que tenía que ser el rictus más aterrador que había visto en la vida—. Hola —dijo, con la esperanza de aligerar el ambiente.
Savitar adoptó una expresión todavía más letal… Le había salido el tiro por la culata.
—¿Qué haces, osa?
—Por la feroz expresión de tu cara, diría que acabo de cometer el peor error de toda mi vida.
Fang se colocó delante de ella.
—Solo intentaba ayudarme.
—Y jugármela en el proceso. Sin ánimo de ofender, eso me cabrea muchísimo.
Simi puso los ojos como platos.
—Vaya, te palpita esa vena como a akri justo antes de que se vuelva azul. ¿Tú también te vas a poner azul, akri Savi?
Aimée tragó saliva.
—No, Simi, creo que se está poniendo rojo.
Savitar parecía estar conteniéndose para no matarla.
—Dime una cosa: ¿qué pensabas hacer después de sacarlo de aquí?
Aimée titubeó.
—No has meditado el plan, ¿verdad? —Savitar miró a Vane, que acababa de llegar para ver qué pasaba—. Simi, lobos, largaos. Ahora.
Vane miró a Aimée con expresión compasiva antes de obedecer a Savitar.
Fang sabía que aquello sería un suicidio, pero no podía obedecer y dejar a Aimée sola. El instinto protector del lobo le impedía abandonarla para enfrentarse a la ira de nadie, mucho menos de alguien tan caprichoso y letal como Savitar.
—Es culpa mía que esté aquí. Asumo toda la responsabilidad.
Savitar lo miró con sorna.
—No me hagas reír, lobo. Ya no tienes alma que vender para protegerla. Acepta la salida que te doy antes de que te quite la vida.
Fang meneó la cabeza despacio, decidido.
Savitar extendió la mano y le lanzó una descarga astral tan potente que lo levantó del suelo y lo estampó contra la pared que tenía detrás.
—¿Sabes lo cabreado que estoy ahora mismo?
Fang jadeó en un intento por respirar.
—Creo que me hago una idea, sí.
—No, me parece que no.
Savitar lo dejó caer al suelo con tanta fuerza que Fang creyó que le había partido la mitad de los huesos.
Simi, que aún no se había marchado, se acercó corriendo a Savitar para susurrarle algo al oído. Savitar relajó un tanto la expresión. Bajó la mano y volvió a adoptar esa expresión inescrutable.
—Fuera. Los dos. Pero que sepas, osa, que por esto la licencia del Santuario queda revocada para siempre.
Aimée jadeó.
—¿Qué?
—Ya me has oído. Ahora marchaos antes de que os mate a los dos por desobedecerme.
De hecho, Savitar no les dio alternativa. Pasaron de la isla de Savitar al vestíbulo de la casa de los Peltier en un abrir y cerrar de ojos.
Fang echó un vistazo al recargado mobiliario de estilo victoriano. No había ni rastro de Vane.
Simi apareció un segundo después.
—Bien, bien. Simi temía que Savitar os hubiera hecho algo muy malo. Pero estáis bien. Eso es bueno.
Aimée miró al demonio con el ceño fruncido.
—¿Qué le has dicho a Savitar?
—Simi le ha dicho que sois sus amigos y que no quería que hiciera estofado de loso.
—¿Loso?
—Lobo y oso, que a lo mejor está bueno, pero no cuando se hace con gente que le cae bien a Simi. Además, Aimée siempre le da a Simi helado del bueno cada vez que viene al Santuario.
Aimée abrazó al demonio gótico, a quien quería muchísimo. Siempre se podía contar con ella.
—Gracias por ayudarnos, Simi.
El demonio abrió la boca para contestar, pero antes de poder hacerlo, apareció Nicolette echando chispas por los ojos.
—¿Qué has hecho? —exigió saber.
Simi desapareció.
Aimée sintió cómo la sangre se le agolpaba en los pies.
Su madre la habría abofeteado si Fang no le hubiera agarrado la mano y la hubiera apartado de la cara de Aimée. Aunque eso solo sirvió para que Nicolette se enfureciera todavía más.
—Nos has causado la ruina. Quiero que los dos os vayáis. Ahora mismo.
Aimée dio un paso hacia ella con intención de tranquilizarla.
—Maman…
—¡No! —rugió su madre. No había cuartel ni perdón, ni en su voz ni en su cara—. Nos has puesto en peligro a todos y ¿por qué? —Miró a Fang con una mueca desdeñosa—. Para mí estás muerta, Aimée. No quiero volver a verte en la vida. Ya no eres parte ni de esta familia ni de este clan. Fuera.
A Aimée se le nubló la vista.
—Pero…
—¡Te he dicho que te vayas!
Fang la abrazó.
—Vamos. Tu madre necesita tranquilizarse.
Aimée permitió que la teletransportara a la casa de su hermano.
Vane estaba en la sala de estar, con expresión preocupada, aunque su semblante se aligeró nada más verlos.
—Gracias a los dioses. Me aterraba lo que Savitar podía haberos hecho.
Aimée apenas lo escuchó, ya que comenzaba a asimilar el espanto de lo que le había sucedido.
Su madre la había echado. La había desterrado del clan y la había abandonado a su suerte.
Vane frunció el ceño.
—¿Está bien?
Fang no le respondió. No creía que a Aimée le gustase que le dijera lo que acababa de pasar a quien podía considerarse un desconocido para ella.
—¿Nos dejas un minuto?
—Claro.
Fang esperó a que su hermano se fuera para tomarle la cara entre las manos.
—¿Aimée?
Las lágrimas llegaron en ese momento. Resbalaron en silencio por sus mejillas mientras sus ojos lo miraban con desolación.
—¿Qué he hecho?
La abrazó con fuerza.
—Todo se arreglará.
—No, no se arreglará. Maman nunca me perdonará.
—Eres su única hija. En cuanto se tranquilice, atenderá a razones. Ya lo verás.
—No, no lo hará. La conozco y conozco ese tono de voz. Nunca me perdonará por lo que he hecho.
Fang se inclinó hasta que sus ojos quedaron a la misma altura.
—Sabes que no estás solas. Mientras yo tenga refugio…
Aimée se aferró a él; necesitaba sentir esa seguridad, aunque una parte de su ser quería apartarlo de un empujón y culparlo por lo que había pasado.
De no ser por él…
No. Fang no era el culpable. Él la había apoyado de forma incansable a lo largo de todo ese tiempo. Había tomado la decisión de ir a rescatarlo sin importarle las consecuencias, aunque le costara la vida, y maman había cortado el cordón.
Fang solo la había protegido, a ella, a Vane, a Fury y a sus familias.
Y eso la llevó a pensar en algo que casi había pasado por alto.
—¿Qué ha querido decir Savitar con eso de que habías vendido tu alma?
Fang se apartó entonces de ella, con actitud reservada y distante.
Pero Aimée se negaba a dejarlo correr.
—¿Fang? Dime la verdad. Por favor.
Vio el arrepentimiento en sus ojos. La vergüenza. Y cuando habló, lo hizo con la voz cargada de emoción.
—Me has preguntado una y otra vez sobre la marca de mi hombro… Es una marca de propiedad. Cuando los daimons os atacaron a Dev y a ti en aquel callejón, vendí mi alma a un demonio para que te protegiera.
Aimée se quedó de piedra; ni en sueños se le habría ocurrido algo así. Había vendido su alma por ella…
—¿Por qué lo hiciste?
Fang tragó saliva antes de contestar:
—Porque prefiero la condenación a verte muerta.
Abrumada por semejante muestra de devoción y de lealtad, le cogió la mano… la misma mano que debería lucir la marca de emparejamiento, y le besó los nudillos.
—Solo quería salvarte y mira lo que he hecho… he puesto en peligro a todos los miembros de mi familia. A todos.
—Podemos intentar hablar con Savitar cuando se calme. No es del todo irracional.
Aimée lo miró con sorna. ¿Había perdido la cabeza? ¿Que Savitar no era irracional?
—Ha matado a especies enteras porque lo cabrearon. No es precisamente compasivo.
—He dicho «No es del todo». —Sus ojos se oscurecieron por la esperanza—. Vamos, Aimée, ten fe. El Santuario es legendario. Tu madre tiene muchos recursos. De alguna manera solucionaremos este asunto. Lo sé.
—Ojalá pudiera creerlo, pero no estoy tan segura. Tengo un mal presentimiento.
Fang titubeó. A él le pasaba lo mismo, pero no quería preocuparla. Aunque no era el ser más intuitivo del universo, en el fondo sabía que iba a suceder algo mucho peor. Pero no sabía de qué se trataba.
—Joder, Savitar, te has pasado.
El aludido se puso en guardia cuando Thorn apareció a su lado.
—¿Por qué sigues aquí?
—Quería asegurarme de que no descuartizabas a mi lobo. Aunque sea peor que un dolor de muelas, sigue siendo mío y no quiero despellejarlo todavía.
—Pues encárgate de que se quite de mi vista.
—Lo tendré en cuenta. Pero eso que has hecho… —Thorn meneó la cabeza—. Te has pasado tres pueblos, y si yo lo digo, es por algo.
Muy cierto, y Savitar ya se arrepentía. Sin embargo, no podía permitir que los arcadios y los katagarios lo desobedecieran. Si algo había aprendido por las malas, era que sin miedo no había control. Y sin control, arcadios y katagarios se destruirían entre sí. Tenía que darles un enemigo mayor al que temer.
Él.
Aunque eso no era incumbencia de Thorn.
—Sabes algo, ¿verdad?
Thorn le lanzó una mirada reflexiva.
—¿No has visto lo que va a pasar por culpa de tu decreto?
En el mentón de Savitar apareció un tic nervioso al pensar en lo que tenía que confesarle a un ser de dudosa lealtad.
—Solo he visto un poco, pero estaba demasiado cabreado para prestarle atención.
—Quizá sea mejor así.
—¿Por qué?
—Dejémoslo en que me alegro muchísimo de no ser uno de los que consideran el Santuario su hogar. Porque la cosa está a punto de ponerse muy chunga para ellos.