27

Aimée estaba en su dormitorio, recogiendo todas sus cosas. Su ropa, sus joyas y sus libros. Pero a diferencia del resto de su familia, no tenía intención de esconderse.

Iría en busca de Fang, y cuando lo encontrara, escaparían de toda esa mierda. No pensaba participar en la cacería para capturarlo y entregarlo. Fang ya había sufrido bastante.

Alguien llamó suavemente a la puerta.

—Adelante.

Era Dev. Se había recogido el pelo en una coleta y llevaba las mangas de la camiseta remangadas, de forma que se le veía el tatuaje del doble arco y la flecha. Al igual que a su hermano, a ella también le parecía muy gracioso ese tatuaje. Aunque estaba segura de que a Artemisa le irritaba, porque Dev no era un Cazador Oscuro.

Su hermano titubeó en el vano de la puerta. Parecía triste y preocupado.

—¿Vas a ir en el coche con la pareja de Quinn?

Becca estaba embarazada y no podía usar sus poderes para viajar.

—No. No voy a ir a ningún sitio.

Dev cerró la puerta y se adentró en el dormitorio. Clavó la vista en la maleta que aún seguía abierta.

—¿Y qué estás haciendo?

—Me voy, pero no con los demás.

—¿Por qué?

Aimée suspiró mientras doblaba otra camiseta para guardarla en la maleta.

—He puesto en peligro a todo el mundo. Lo justo es que no continúe con la familia.

—¿Estás loca?

Era cuestión de opiniones, y en ese preciso instante podría ser que sí lo estuviera. Su madre sin duda diría que sí.

—Debería haberme ido con Fang cuando me lo propuso. Ahora… —Hizo una mueca al recordar todo lo que había sucedido—. Soy la responsable de todo lo malo que ha pasado aquí.

—¿Y cómo es eso?

—Fui yo quien se enfrentó a los chacales y los obligó a atacarnos. Y he sido yo la que ha estado dándole la tabarra a Stone todos estos años.

Dev resopló.

—Y yo encerré a ese imbécil en una jaula y lo amenacé.

—Pero yo fui el detonante. Sabes muy bien que maman es implacable. Más vale que me marche antes de que me mate.

Dev le quitó la camiseta que estaba doblando y la obligó a mirarlo a los ojos.

—Eres su única hija. ¡Por todos los dioses, Aimée! Sabes muy bien lo mucho que todavía nos duelen las ausencias de Bastien y Gilbert… no añadas la tuya. Somos de la misma sangre. Para lo bueno, para lo malo, en la guerra y en la paz. Eres la única hermana que tengo; si te pierdo, me moriré. No te digo lo que sufrirían mamá y papá.

Los ojos de Aimée se llenaron de lágrimas al escuchar un discurso tan inusual en Dev.

—Siempre has sido muy fuerte… No hay nada que no puedas superar.

—No en lo que a ti respecta. Aimée, no hagas nada que me obligue a vivir sin ti. No soy tan fuerte.

Ella lo abrazó.

—Te odio, Dev.

—Sí, ya lo sé. Yo tampoco te soporto, enana.

Aimée rió pese a las lágrimas y se apartó de él para limpiárselas.

—¿Qué voy a hacer? Quiero a Fang y no sé si es inocente. ¿Y si ha sido él quien ha matado a toda esa gente?

—¿De verdad lo crees?

—No.

—En ese caso, ahora mismo necesita un apoyo. ¿Quieres que te ayude a localizarlo?

—No lo sé. —Suspiró mientras pensaba en ello.

Las últimas veces que se habían visto, Fang había mostrado un comportamiento impredecible. Sin embargo, la había visitado hacía poco. Desvió la mirada hacia el osito de peluche negro que había guardado en la maleta y que él le había dejado en la cama hacía una semana. El osito llevaba su olor. Y Fang sabía que ella dormía mejor con algo suyo a lo que aferrarse. Lo había dejado sobre la almohada, acompañado por una solitaria rosa. Aunque no la había visto, seguía pensando en ella.

Sin embargo, ese gesto cariñoso no cambiaba el hecho de que fuera un poderoso cazador katagario poseído por un demonio.

—Podría hacerte daño.

Dev la miró, ofendido.

—Lo dudo. —Su hermano contempló la foto que descansaba en la cómoda: Aimée con todos sus hermanos. Después dijo—: Para que lo sepas, papá, Serre, Griffe, Cherif, Rémi, Kyle, Quinn, Zar y yo no nos vamos.

Aimée sintió un escalofrío.

—¿Cómo?

—No vamos a dejar a maman desprotegida. Si la cosa se pone tan chunga como pensamos que se va a poner, no podemos dejarla sola con los humanos.

—¿Se lo habéis dicho?

—Iba de camino a decírselo, pero antes he pasado a verte. ¿Quieres venir a ver la fiesta?

—Ya te digo, no me lo perdería por nada del mundo. —A su madre no le gustaba que la desobedecieran.

Aimée lo siguió; bajaron la escalera, en dirección al salón donde su madre se estaba despidiendo de las mujeres y de los niños de la familia, que se marchaban al campamento que los Peltier tenían en Oregón. Allí habían vivido antes de mudarse a Nueva Orleans. Todavía conservaban la propiedad, y también tenían otra en Niza, en Francia, donde habían nacido sus padres. Pero como el viaje a Niza sería demasiado duro para las embarazadas, se habían decantado por Oregón.

Alain, Cody y Étienne se marchaban con las mujeres y los niños para protegerlos.

Cherif, Quinn, Rémi, Serre, Kyle, Griffe y Zar estaban a los pies de la escalera con los brazos cruzados delante del pecho. Un frente unido contra el mundo. Nunca había visto una imagen tan imponente. Era difícil distinguir a los gemelos y a los cuatrillizos, pero ella no tenía problema para identificarlos. Gracias a esas diferencias tan sutiles que solo vislumbraban los que los conocían bien.

La sempiterna cara de desdén de Rémi. La expresión tierna de Quinn y su optimismo. La costumbre de Cherif de apoyar el peso en la pierna izquierda debido a la herida que sufrió de pequeño en la rodilla derecha y que lo había obligado a favorecer la otra. Serre, que era un pelín más delgado que Griffe y que siempre se metía las manos bajo las axilas cuando cruzaba los brazos. Y Griffe, que siempre llevaba las uñas sucias porque se pasaba el día reparando trastos.

Y luego estaba Zar… el gemelo de Bastien. A veces les costaba trabajo mirarlo sin sentir una punzada de dolor por la ausencia de Bastien. Él nunca hablaba del tema, pero Aimée había pensado muchas veces en lo duro que debía de ser para él, peor que para los demás. Porque cada vez que se mirara en el espejo, vería la cara de su hermano.

Los gemelos habían sido uña y carne.

No soportaba la idea de perder a otro hermano.

Jamás.

Dev se acercó a ellos mientras su madre se despedía de sus nietos besándolos en las mejillas.

Una vez que se marcharon, Nicolette se volvió hacia los cuatrillizos.

—Os mantendréis a salvo, ¿verdad?

Oui —contestó Rémi—. Pero nos quedaremos aquí.

La cara de su madre perdió el color al tiempo que la furia oscurecía su mirada.

—¿Qué?

Zar se adelantó.

—Nada de lo que digas o de lo que hagas nos hará cambiar de opinión. No vamos a dejarte, maman.

—Y nosotros tampoco —dijo una voz detrás de Aimée.

Ella se volvió, y allí estaba también Carson. Había bajado con Justin, Jasyn, Sasha, Max y los Howlers: Angel, Teddy, Tripper, Damien y Colt.

Tripper Diomedes, un león arcadio, se erigió en portavoz del grupo.

—Nos has dado cobijo cuando nadie más lo habría hecho. Nos quedaremos aquí pase lo pase.

—Yo también.

Aimée jadeó al reconocer la voz de Wren. Acababa de materializarse al lado de sus hermanos.

Su madre se quedó pasmada al verlo aparecer.

—Pero tú me odias —le dijo.

Wren se encogió de hombros.

—Lo, la verdad es que no simpatizo demasiado contigo, pero tu hija significa mucho para mí, así que no voy a quedarme cruzado de brazos y permitir que destruyan su familia. Aunque en el fondo crea que somos imbéciles por ponernos de tu lado.

Nicolette meneó la cabeza mientras posaba la mirada en cada uno de ellos.

—¿Sabéis que nos van a atacar en masa? ¿Sabéis el número de enemigos que me he ganado?

Rémi resopló.

—Que nos hemos ganado, querrás decir. Creo que todos hemos participado en este fiasco. Yo más que ninguno, me parece.

Angel asintió.

—Dicho lo cual, que empiece la fiesta. Estamos aquí y no nos derrotarán.

Damien esbozó una sonrisa, un gesto raro en él.

—El Santuario, Hogar de los Howlers y de los vagabundos del universo arcadio y katagario.

Teddy asintió y le dio unas palmadas en la espalda.

—Siempre con el Santuario.

Su madre miró con los ojos llenos de lágrimas a esos hombres que no solo estaban dispuestos a dar su vida por su hogar, sino también por ella.

—Gracias. No olvidaré vuestra lealtad.

—Y podréis beber todo el alcohol que aguantéis —añadió Dev—. Está claro que es mejor no hacer esto sobrios.

Eso rompió la tensión e hizo que todos estallaran en carcajadas.

Aimée meneó la cabeza.

—Vale, pero os servís vosotros, chicos, yo no pienso hacerlo. Sois demasiados.

Nicolette hizo lo que mejor se le daba: ponerse al mando.

—Muy bien, mes fils du coeur. Nos ceñiremos al horario de costumbre y abriremos el negocio como siempre.

Max se adelantó.

—Yo me encargo de controlar la situación. Pocos pueden vencer a un dragón.

—Asegúrate de controlar también a los humanos —le recordó Rémi.

Él inclinó la cabeza.

Su madre les sonrió. El orgullo y la gratitud brillaban en sus ojos azules.

—Vamos a enseñarles al enemigo y a los que dudan de nosotros que el Santuario sobrevivirá digan lo que digan. —Se detuvo al llegar junto a Wren—. Y que sepas que estabas equivocado con respecto a mí, tigre. Jamás he considerado mis marionetas a los que viven bajo nuestro techo. He roto más de una regla por todos en algún momento u otro. Si querer a mis hijos es un crimen para ti, puedes colgarme por ese pecado porque jamás haría las cosas de otra manera.

Wren no dijo nada hasta que Nicolette se fue. Aimée sabía muy bien que seguía sin confiar en ella. Wren se acercó y le dijo:

—Estoy aquí solo por ti.

Ella le dio un apretón en el brazo.

—Gracias.

Wren inclinó la cabeza y se marchó.

Cherif suspiró, aliviado.

—¡Uf! Maman se lo ha tomado mejor de lo que pensaba.

Papá Oso se echó a reír.

—Sabe muy bien lo testarudos que sois y, además, la superáis en número. —Se detuvo al llegar junto a Aimée—. Tú, sin embargo, tienes que irte.

—No me iré, papá. Esta es mi casa y vosotros sois mi familia. No me esconderé cuando los demás estáis en peligro. Lo hice una vez y desde entonces vivo con el peso de mi cobardía en la conciencia. No volveré a hacerlo.

Su padre le acarició una mejilla con una de sus enormes manos.

—Dieron su vida por ti, mon ange. No menosprecies su sacrificio.

—No lo hago. Pero ahora soy una mujer hecha y derecha, así que plantaré cara y lucharé al igual que hicieron ellos.

La tristeza enturbió los ojos de su padre mientras apartaba la mano de ella.

—No discutiré. Sé que te pareces demasiado a tu madre como para hacerte cambiar de opinión.

Ella sonrió.

—Tienes razón.

Su padre miró a los demás.

—Muy bien. Vamos a prepararnos para la guerra.

Fang yacía tumbado al sol en forma de lobo, no lejos del lugar donde había muerto Anya. No sabía por qué seguía yendo a ese sitio. Quizá lo impulsara la parte de sí mismo que añoraba la vida anterior a la muerte de su hermana.

O quizá lo impulsara la necesidad de encontrar un vínculo con alguien. Porque en ese momento se sentía absolutamente solo. Su relación con Vane no era lo que había sido, y seguía manteniéndose alejado de Aimée por temor a hacerle daño. La situación con el demonio empeoraba, ya que se hacía cada día más violento.

Si le pasara algo a Aimée…

—¿Fang?

Levantó la cabeza al escuchar la voz de Varyk. El arcadio apareció a escasos metros de donde él se encontraba.

—¿Qué quieres? —masculló de forma telepática.

—Savitar ha decretado tu busca y captura.

Esa noticia lo dejó petrificado.

—¿Por qué?

—Por asesinato.

—¿Estás de coña?

Varyk lo miró con gesto burlón.

—¿Crees que iba a molestarme en venir hasta aquí para tomarte el pelo?

Claro que no. Varyk carecía de sentido del humor.

Esto es ridículo. Yo no he hecho nada.

—Eso da igual, el asunto es que Vane está obligado a entregarte o tanto su familia como su manada serán aniquiladas.

Fang se puso en pie de un salto, cegado por la rabia. ¿Cómo se atrevía Savitar a amenazar a su familia?

Esto es ridículo.

—Ya conoces a Savitar.

Sí, lo conocía. Y en ese momento deseaba estrangularlo con sus propias manos.

Varyk cruzó los brazos por delante del pecho.

—Todavía hay más. El Santuario ha perdido la licencia.

Eso era lo último que esperaba escuchar.

—¿Cómo?

—Por culpa de las quejas presentadas por Blakemore y por los chacales a los que atacaste, Savitar le ha retirado a Lo la licencia durante seis meses.

Fang sintió ganas de vomitar. Lo había arruinado todo.

Y a todos.

—Y acabo de descubrir una cosa que posiblemente te convenga saber.

—¿Thorn tiene conciencia? —preguntó sin poder evitarlo.

Varyk lo miró con expresión desabrida.

—No me hagas reír. —Por desgracia, Thorn tenía más conciencia que el propio Varyk—. He descubierto algo sobre los Peltier y los Blakemore.

Se odian mutuamente. Lo sabemos.

—No. Blakemore culpa a los Peltier de la muerte de su benjamín.

Fang adoptó forma humana.

—¿Cómo dices?

—Sí. Es una enemistad a muerte. Al parecer, Blakemore junior rompió las reglas de irini de otro santuario y se le prohibió la entrada a cualquiera de ellos de por vida.

Las irini eran reglas que obligaban a mantener la paz, impuestas por Savitar. Quebrantarlas suponía apañárselas en solitario por toda la eternidad.

—Poco después de que los Peltier abrieran el Santuario en Nueva Orleans —siguió Varyk—, Blakemore junior entró un día en busca de protección y los osos se negaron a acogerlo. Se limitaron a cumplir la sentencia de Savitar, aunque estoy seguro de que no ayudó mucho que fuera un gilipollas y un chulo, y que lo persiguiera un grupo al que él había provocado. Sus colegas y él acabaron muertos en el mismo callejón donde atacaron a Wren. Al parecer, ese es el motivo por el que Stone insiste en pasarse por allí. Para ver si algún día descubre a algún Peltier en el mismo sitio donde murió su hermano y vengar su muerte con otra.

—Entonces estoy seguro de que los Peltier están al tanto de esta situación, porque de eso habrán pasado… ¿cuántos años, cien?

—Casi. Y en el aniversario de la muerte de Blakemore junior, su padre planea matar a todos los osos y demás animales que residan en el Santuario y después prenderle fuego.

Fang apretó los dientes, frustrado y sintiéndose impotente.

—Así que lo que me estás diciendo es que si voy a proteger a Aimée de ese psicópata, mi hermano muere. Y si salvo a mi hermano, Aimée muere.

—Sí, básicamente, ese es el marrón.

—¿Algo más? —Fang enfrentó la mirada de Varyk; la impotencia y la rabia lo consumían—. Necesito saber cuál es tu posición en todo esto.

—Blakemore es quien me paga. Punto.

—Y Aimée es mi vida. Si te doy todo lo que tengo, ¿la protegerás por mí?

Varyk resopló al escuchar su oferta; luego desvió la mirada hasta la moto de Fang y la mochila en la que supuso guardaba sus pertenencias.

—¿Qué tienes para poder sobornarme?

—Doscientos millones, más algo de calderilla.

Varyk estuvo a punto de ahogarse.

—¿Cómo?

Fang se encogió de hombros. Nunca le había dado importancia al dinero. Era tan intangible como la amistad.

—A Vane se le da muy bien invertir y yo no gasto mucho. Si proteges a Aimée, todo ese dinero estará a tu nombre, hasta el último centavo.

—Por esa pasta hago lo que quieras por ti además de proteger a tu mujer.

Fang resopló.

—No hace falta. Solo espero que cumplas tu palabra. —Cogió su mochila del suelo.

—Oye —dijo Varyk.

Se volvió para mirarlo.

Varyk lo observaba con expresión inescrutable pero con un brillo sincero en los ojos.

—La mantendré a salvo. Puedes contar conmigo. Y no tienes que pagarme.

Fang inclinó la cabeza en señal de agradecimiento y a continuación usó sus poderes para trasladarse del pantano al Santuario. Si algo había aprendido durante todos esos meses, era a fusionar sus poderes con los del demonio para sacarles todo el partido. Eso le permitía ser invisible y hacer otras cosas ingeniosas… algunas más sangrientas que otras.

No obstante, incluso con esos poderes había evitado hacer lo que estaba haciendo en ese momento. Sobre todo porque ver a Aimée le hacía daño. Así que se había conformado con visitar su dormitorio para sentir su presencia. Para respirar su olor y recordar las noches que habían pasado juntos.

Pero no quería morir sin verla por última vez. Por mucho que le doliera, tenía que verla.

Subió a su habitación como si fuera una ligera brisa. Aimée estaba sentada en la cama, abrazando la chupa de cuero que él se había dejado olvidada hacía semanas. La misma chupa con la que le había cubierto los hombros el día en que se conocieron.

Sus preciosos ojos azules tenían una mirada tan atormentada que se le partió el corazón al verla. Detestaba el dolor que esa mujer le causaba. Pero sobre todo detestaba ser el culpable de que ella sufriera.

—¿Dónde estás, Fang? —susurró Aimée.

Incapaz de soportarlo, se materializó delante de ella.

Aimée jadeó al verlo. Fang se arrodilló, apoyó la cabeza en su regazo y la abrazó por la cintura. Ella le acarició el pelo con una mano temblorosa, maravillada de que por fin hubiera aparecido.

—¿Qué haces aquí?

—Tenía que verte.

Aimée intensificó sus caricias, encantada con la suavidad de su pelo.

—Tenemos que huir, Fang. Estoy lista.

—No podemos. Nunca sería feliz sabiendo que por mi culpa mi hermano ha perdido a su pareja y a su hijo.

—No es justo.

Fang se apartó para mirarla. Esos ojos oscuros la escrutaron con una sinceridad abrasadora.

—Yo no he sido, Aimée. Te juro que no he matado a nadie que no me haya atacado primero.

—Lo sé, cariño.

Él asintió con la cabeza.

—Será mejor que me vaya.

Aimée lo agarró de la mano para impedirle que se marchara. Sabía lo que planeaba. Lo llevaba escrito en la cara.

Iba a entregarse para salvar a su hermano.

Cuando Fang se volvió para mirarla ceñudo, ella se levantó y lo besó en los labios.

Fang gruñó mientras su beso lo marcaba a fuego. Aferró su top con fuerza, la deseaba con una desesperación insoportable. Pero no podía quedarse, lo tenía clarísimo.

—No enciendas este fuego, Aimée.

Ella le contestó levantándole la camiseta. Sus cálidas manos le exploraron el pecho, provocándole una dolorosa erección.

—Todo se está desmoronando. Lo único que no ha cambiado es lo que siento por ti. No pienso pasar otro minuto arrepintiéndome en lo que a ti respecta. —Se quitó el top.

Fang se esforzó por seguir respirando; tenía la vista fija en el sujetador azul de encaje… su preferido.

—¿Estás segura?

—Segurísima.

La estrechó con fuerza mientras devoraba su boca. Nada le había sabido nunca tan bien. Y por primera vez desde que la conocía, no iban a contenerse. Aunque estuvieran emparejados, a esas alturas poco importaba. Estaba a punto de morir, y en caso de que fueran pareja, su muerte liberaría a Aimée y así podría buscar una pareja más adecuada.

Se apartó para mirarla.

—¿Cómo lo hacemos?

Ella arqueó una ceja.

—¿Necesitas instrucciones? —preguntó con sacarmo.

El comentario lo hizo reír.

—No, pero no sé lo que hacen los osos.

Ella le acarició una mejilla con ternura.

—Hazme tuya, Fang. Como tú quieras.

Fang inclinó la cabeza para frotarle el cuello con la nariz mientras le desabrochaba el sujetador y se lo quitaba. Tenía los pezones duros, y decidió prestarles toda la atención que llevaba semanas soñando.

Aimée le acarició la cabeza. Si algo había aprendido sobre los lobos en general y sobre Fang en particular era que les encantaba lamer y saborear. Fang lo hacía a conciencia.

Y cuando le desabrochó los pantalones e introdujo la mano para acariciarla, supo que esa noche no sería una excepción. Su cuerpo se estremeció bajo sus caricias. Había transcurrido mucho tiempo desde la última vez.

¿Cómo lo habría soportado él? Ella se había pasado las noches deseándolo. Y era maravilloso que volviera a acariciarla.

—Te he echado de menos, Fang. —Le quitó la camiseta para poder tocarlo.

Fang dejó que sus poderes lo inundaran. El sexo recargaba los poderes de los arcadios y de los katagarios. Aumentaba su fuerza y su agilidad. Y en ese momento se sentía más vivo que nunca.

Usó sus poderes para quitarse el resto de la ropa y permitir que ella lo explorara. Aunque a esas alturas Aimée habría recorrido cada centímetro de su cuerpo, había transcurrido demasiado tiempo sin que lo hiciera.

—Me he pasado los días soñando contigo —susurró al tiempo que dejaba una lluvia de besos en sus labios. Le tomó la mano y la guió hasta el lugar de su cuerpo que más la deseaba. En cuanto ella se la tocó, contuvo el aliento.

Aimée se arrodilló frente a él para poder acariciarlo con la boca. El placer fue tan intenso que se le aflojaron las rodillas. Pero por maravilloso que fuera, tenía que detenerla.

—Para, Aimée.

Ella se apartó con el ceño fruncido.

—Si dejo que sigas, esto acabará antes de lo que nos gustaría.

Aimée se rió y le dio un último lametón que le provocó un escalofrío en la espalda. Y que le puso los ojos en blanco.

Aimée sonrió al ver su expresión. Le encantaba torturarlo y saborearlo. El regusto salado de su piel avivaba el deseo de seguir lamiéndolo, pero, al igual que le pasaba a él, quería saber por fin lo que se sentía al tenerlo dentro.

Fang se arrodilló delante de ella. Ambos estaban de rodillas, mirándose, cuando volvió a besarla. Fue un beso apasionado y exigente. Su mano descendió por su abdomen para acariciarla, mojándola todavía más y provocándole un deseo palpitante.

Un deseo que aumentó hasta cegarla y exigirle que lo aliviara.

—Fang, no me hagas esperar —susurró, temerosa de que algo o alguien los interrumpiera.

Fang le sembró el cuello de besos al tiempo que se colocaba a su espalda y le provocaba un millar de escalofríos. Una vez que estuvo detrás de ella, le apartó el pelo de la nuca para poder aspirar su olor. Su cuerpo ardía por el deseo de penetrarla.

Había esperado y soñado con ese momento, sin pensar jamás que pudiera hacerse realidad. Casi se había convencido de que podría vivir sin volver a saborearla.

Pero había sido duro, sobre todo porque las demás hembras ya no lo excitaban. Soltó un largo suspiro mientras la penetraba con los dedos y se colocaba en la posición adecuada. No recordaba haberlo hecho jamás con una mujer que estuviera más mojada que Aimée.

Ella se echó a temblar, asustada al sentir la presión de su miembro. Sin embargo, eso era lo que deseaba por encima de todo y al menos no experimentaría el dolor que sufrían las humanas. Fang le separó los muslos y volvió a tomarle la mano para que lo acariciara.

—Guíame, nena.

Con su ayuda, Aimée coló la mano entre sus cuerpos y lo acogió despacio en su interior. Una vez que estuvo hundido hasta el fondo en ella, se mordió el labio.

Y gimieron al unísono.

Tenía la impresión de que todo le daba vueltas mientras lo sentía moverse. Era maravilloso tenerlo dentro, sentirse unida a él de esa forma. Estaba compartiendo con Fang lo que no había compartido con nadie.

Fang pegó a Aimée contra su pecho, la abrazó con fuerza y comenzó a moverse despacio. La ayudó a mantener el equilibrio al tiempo que se frotaba contra su mejilla y dejaba que su olor lo embriagara. Ninguna de sus experiencias previas podía compararse con esa. El cuerpo de Aimée era estrecho y cálido, y a diferencia de las hembras de su especie, no forcejeaba, no le clavaba las uñas. No le mordía.

Aimée era tierna.

Y sobre todo, lo quería. Ella había sido la única persona capaz de domesticar esa parte de sí mismo que jamás había permitido que vieran los demás. Siempre se había mostrado feroz y combativo, y solo con ella había encontrado consuelo. Ella lo había domesticado.

Aimée levantó una mano para acariciarle una mejilla. Ese gesto tan dulce lo desarmó. No quería morir. Quería quedarse con ella, tal como estaban es ese momento, para toda la eternidad.

Era muy injusto. Sus hermanos estaban emparejados y eran felices.

¿Por qué no podía serlo él también?

Pero sabía que era imposible. Aunque viviera, los Peltier jamás lo aceptarían. Nadie los aceptaría. Su unión era antinatural.

Sin embargo, él no lo sentía así.

—Eres la mejor parte de mí mismo —le susurró al oído mientras la penetraba y le acariciaba los pechos.

—Te quiero, Fang. —Aimée se echó hacia atrás para poder besarlo; él bajó la mano por la parte delantera de su cuerpo para poder acariciarla al compás de sus embestidas.

De repente, Aimée lo sintió crecer en su interior. Ensancharse.

Se había abierto por completo a él, estaba totalmente expuesta, como nunca antes. Debería sentirse avergonzada, pero no lo estaba. Lo que hacían le parecía correcto. Perfecto.

Mientras hacían el amor, se preguntó cómo sería una relación entre ellos si el mundo no los separara. Si pudieran seguir juntos y estar así, como en ese momento. Lo único que ella deseaba era a su lobo.

Lo daría todo por tener hijos con él. Por darle todo el amor que nadie le había dado.

Fang aumentó el ritmo de sus embestidas, intensificando el placer. Con la respiración entrecortada, Aimée acompasó sus movimientos hasta que no pudo soportarlo más y se corrió con un estallido abrasador.

Fang se vio obligado a contener un aullido mientras se corría con ella. Y le costó. La abrazó con fuerza y la sostuvo, consciente de que tendrían que seguir juntos un rato, hasta que su cuerpo recuperara el tamaño normal. Esa era la parte más difícil de ser un lobo. Sus orgasmos eran un proceso largo; si se separaban antes de que concluyera, Aimée acabaría herida. En ese momento sus sentidos estaban aguzados y se sentía tan fuerte que se veía capaz de derrotar a toda una manada.

Aimée apoyó la cabeza contra su pecho mientras él la abrazaba con ternura.

—¿Peso mucho?

—No pesas nada.

Lo cogió de la mano para mirarle la palma. Seguía como siempre, al igual que la suya.

Sintió el escozor de las lágrimas en los ojos.

—¿No estamos emparejados?

—No siempre aparece la primera vez que se hace. Lo sabes.

Cierto, pero lo que sentía por él… Ver que no aparecía la marca era una decepción.

—No te habré hecho daño, ¿verdad?

Ella sonrió.

—No, cariño, no me has hecho nada de daño.

Fang la estrechó con ternura y eso la hizo sentirse segura y querida. A su vez, ella le acarició la extraña marca del hombro de la que se negaba a hablar.

Él le mordisqueó la mejilla.

—¿Sabes que se te ve la marca facial?

—¿Qué?

Levantó una mano para acariciar las líneas de la marca con la yema de los dedos.

—Se te ve la marca de centinela.

Aimée usó sus poderes para ocultarla.

—¿Y ahora?

—Sigue ahí.

¡Por todos los dioses!, pensó. No tenía ni idea de que fuera a aparecer después de mantener relaciones sexuales. ¿Y si se hubiera acostado con un katagario y hubieran aparecido?

Habría sido desastroso.

—Siento no poder ocultarla.

Él le besó la mejilla.

—No hace falta que te disculpes. Para mí, eres preciosa.

Lo estrechó con fuerza, conmovida hasta el alma por esas palabras.

Fang se estremeció cuando por fin pudo salir de ella. Aunque detestaba hacerlo, no le quedaba más remedio.

Ella se volvió entre sus brazos para besarlo con pasión.

—¿Puedo ir contigo?

—No —contestó él con firmeza.

—Fang…

Meneó la cabeza antes de repetir:

—No, Aimée.

—Quiero estar contigo.

—No puedes.

Aimée gruñó.

—¿Por qué no?

Fang apoyó la frente en una de sus mejillas mientras le acariciaba la otra con una mano.

—Porque si te veo, seré incapaz de llegar hasta el final, y no puedo hacerle eso a mi hermano. —La miró a los ojos y el tormento que vio en ellos lo abrasó—. ¿Lo entiendes? Tengo que hacerlo solo. —Le limpió las lágrimas con el dorso de los dedos—. Te quiero, Aimée.

Sus palabras la enfurecieron.

—¿Ahora me lo dices? ¿Ahora? ¡Tú estás pirado!

Él sonrió con ternura.

—Nunca he tenido el don de la oportunidad. Y ya es un poco tarde para cambiar de hábitos.

Aimée tiró de él para abrazarlo.

—Te quiero, Fang. ¡Y te odio por eso! —Se quitó el medallón del cuello y se lo colocó en la mano—. Si no puedo ir contigo…

Fang lo agarró con fuerza y repitió las palabras grabadas en él.

—Allá donde vaya, tú siempre estarás conmigo. Tu imagen vive en mi corazón.

Aimée asintió muy seria; las lágrimas resbalaban por sus mejillas.

—Seas o no mi pareja, eres el único hombre al que querré en la vida.

Fang la besó con ternura y se obligó a marcharse. Si no se iba en ese momento, se echaría atrás.

Porque, la verdad, era difícil garantizar la vida y la felicidad de su hermano si el único medio para conseguirlo era romperle el corazón a la única mujer a la que había querido.

No pasa nada, se dijo. La esperaría en el más allá. Algún día volvería a verla y en el otro lado el demonio no tendría control sobre él. No le asustaría la posibilidad de hacerle daño.

Aimée estaría segura y no habría nadie que pudiera separarlos.

Pero en la vida actual tenía que hacer lo correcto.

Con el estómago revuelto, se vistió y miró a Aimée por última vez. Estaba completamente desnuda cuando le cogió la mano que sostenía el medallón y se la besó.

Él se inclinó para aspirar por última vez el olor de su pelo con la intención de que le diera fuerzas para caminar hasta su tumba.

—Te quiero —susurró, y desapareció.

—¡Fang! —exclamó Aimée, desolada al quedarse sola.

¿Cómo iba a seguir viviendo con la certeza de que se había ido para siempre?

Al menos antes siempre existía la posibilidad de que entrara en razón y volviera a su lado.

Pero en ese momento…

Iba a morir y ella no podía hacer nada para impedirlo.

«¡Ve a por él!», le dijo una voz en su cabeza.

El impulso era irresistible. Ojalá pudiera hacerlo. Pero Fang jamás la perdonaría. ¿Cómo iba a perdonarla? Ella conocía muy bien el sufrimiento de vivir sin sus hermanos. La constante agonía de saberse la culpable de su captura y posterior muerte. Ellos la habían protegido y habían sacrificado su vida para que ella siguiera viviendo.

No le deseaba ese dolor a Fang.

No, sería Vane quien sufriría al saber que su felicidad estaba cimentada con sangre. La sangre de Fang.

Además, Savitar había decretado su sentencia. Si Fang no se entregaba, iría a por él. Cualquiera de las dos opciones supondría su muerte.

Con el corazón destrozado, se visitó, se sentó en la cama e intentó usar sus poderes para verlo.

Savitar ni siquiera le permitiría ese consuelo.

Fang se materializó en el suntuoso salón donde se reunía el consejo del Omegrion.

La estancia estaba vacía. Los amplios ventanales abiertos ofrecían una preciosa panorámica del mar. Cerró los ojos y dejó que la suave brisa acariciara su piel y le alborotara el pelo. El regusto salado del aire era tan dulce como los trinos de los pájaros que cantaban en el exterior.

Era un bonito día para morir.

Se guardó el medallón de Aimée en el bolsillo y en ese mismo momento percibió una poderosa perturbación a su espalda.

—Así que has venido solo. —Savitar apareció frente a él vestido con un traje de neopreno mojado. Tenía el pelo empapado y echado hacia atrás.

—¿No se suponía que debía hacerlo?

Savitar resopló mientras se limpiaba el agua de la cara.

—No sabía si serías capaz de entregarte.

—Supongo que soy una caja de sorpresas.

Savitar no pareció apreciar el sarcasmo.

—¿Conoces los cargos que pesan sobre ti?

—Me han dicho que se me acusa de asesinato.

—De catorce, para ser más exactos. ¿Cómo vas a defenderte?

Fang se encogió de hombros con una indiferencia que estaba lejos de sentir.

—Supongo que la mayoría de la gente se postraría de rodillas.

Savitar se echó a reír, aunque no tardó en recobrar la seriedad.

—Pero tú no.

—No. Nunca. —Fang entrecerró los ojos—. La verdad es que no recuerdo haber matado a nadie, pero si lo he hecho, estoy dispuesto a recibir el castigo.

Savitar se frotó la barbilla con un pulgar.

—No te acobardas ante nada, ¿verdad?

—No puedo hacerlo. Pero espero que cumplas tu palabra y dejes tranquila a mi familia.

—¿No tienes nada que decir en tu favor?

—La verdad es que no.

—En ese caso, prepárate para morir.