21

Fang se adentró en la habitación cuidándose mucho de que Thorn no se percatara de su hostilidad.

—¿Qué haces aquí?

Thorn se apoyó con despreocupación en el escritorio. Cruzó los brazos por delante del pecho y mantuvo su mirada penetrante sobre Fang.

—Me he pasado para ver qué tal te iba. Para saber si el demonio estaba ganando la batalla y si vamos a tener que matarte por su culpa.

—Yo también me alegro de verte. Ya veo que el tiempo no te ha endulzado el carácter.

—Oh, puedo ser muy dulce. Pero no quiero. Si la gente empieza a creer que te cae bien, cuando la apuñalas por la espalda se lo toma muy a pecho. Me cabrea muchísimo.

Fang se sentó en la cama y se quitó las botas.

—¿Lo haces muy a menudo?

—Chaval, no me obligues a pegarte. —Cruzó las piernas.

Fang tiró las botas al suelo y soltó una carcajada.

—¿Cuántos años tienes?

—No necesitas saber nada sobre mí. Es mucho más seguro.

—Más seguro ¿para quién?

—Evidentemente, para ti. —Su tono tenía un deje letal—. Solo hay dos, tal vez tres, seres que pueden representar una amenaza para mí. Y tú no eres uno de ellos.

Ya lo captaba. Se apoyó sobre los brazos y miró a Thorn con los ojos entrecerrados. A decir verdad, comenzaba a cansarse de esa discusión que no llevaba a ninguna parte.

—¿Por qué has venido? ¿Tienes otro trabajito para mí?

—No. Solo una advertencia.

—¿Sobre qué?

Thorn se rascó la barbilla como si estuvieran hablando de tonterías en vez de estar tratando información que podría resultar vital.

—Uno de los engendros de Satán que pululan por aquí ha sacado a Jaden de su agujero.

Fang no había oído ese nombre en la vida.

—¿Jaden?

Thorn esbozó una sonrisa burlona.

—Es un… intermediario para los demonios. Hace tratos con la fuente primigenia para conseguirles poder y otras cosas. Personalmente, odio a ese cabrón, y él tampoco me aprecia mucho. Dado que eres nuevo en este mundillo, quería advertirte para que no te cruces en su camino.

—¿Por qué?

—Dejémoslo en que es famoso por utilizar a mi gente como dianas de práctica. No se termina de creer que yo sea uno de los peces gordos, así que os ve como estúpidos peones.

—¿Tiene motivos para pensarlo?

—Pues no. En resumidas cuentas es otro capullo con el que tengo que lidiar. Creo que el trauma de su infancia no le permite creer en nada. O a lo mejor se trata de un caso de estrés postraumático o meramente de daños cerebrales. La verdad es que me la traje floja, pero es letal, así que mantén las distancias.

—¿Y cómo lo reconoceré? ¿Lleva el nombre bordado en la camisa o algo?

Thorn soltó una carcajada.

—Lobo, me encanta tu sentido del humor. No, su madre no le ha bordado el nombre en ninguna parte. Pero es imposible confundirlo con otro. Un cabrón alto con un ojo castaño y otro verde. Muy desconcertante. Lleva un collar de esclavitud y su aura es tan poderosa que le confiere el engañoso aire de una divinidad. También va cantando que es un demonio allá por donde va.

Encantador. A Fang ya le daban arcadas solo de pensarlo.

—Me doy por enterado.

—Bien. Ahora tienes que estar muy atento. Si han invocado a Jaden, alguien está jugando con fuego y quiere algo muy gordo para lo que se necesita muchísimo poder. Eres uno de los tres Rastreadores del Infierno destinados en esta ciudad, y espero que los tres os portéis bien y hagáis de bomberos.

—¿Bomberos?

—Sí. Cuando se desaten los fuegos del infierno, vosotros los apagaréis.

Joder, para eso haría falta más de una manguera.

—¿Cómo se llaman los otros Rastreadores del Infierno?

—Varyk y Wynter. Ya conoces a Wynter, pero estoy seguro de que Varyk no te gustaría ni un pelo.

—¿Por qué?

—Porque es un lobo arcadio.

Esa información fue como un mazazo. Durante un minuto, la furia lo cegó.

—Creía que yo era el único que tenías.

Thorn sonrió con sorna.

—Varyk es un hombre lobo. Y tú eres un lobo hombre. Aunque la mayoría no ve la diferencia, en nuestro mundo es muy real. Pero si con esto te sientes mejor, sois los únicos que tengo en nómina. Además, había cuestiones diplomáticas por las que no podía utilizar a Varyk contra Frixo.

—Te gusta mucho esa palabra, ¿no?

—¿Frixo? No mucho. Ni siquiera suena bien.

Fang puso los ojos en blanco.

—Diplomacia.

—Si te referías a eso, ¿por qué no lo has dicho directamente? —Thorn resopló, irritado—. Y para contestar a tu pregunta, te diré que no me gusta nada. Odio los jueguecitos, pero mi existencia es un monográfico avanzado de ajedrez. Hacemos un movimiento, ellos lo contrarrestan y viceversa. Que Dios nos ayude si nuestros enemigos capturan a nuestro rey… que, para tu información, soy yo. No permitas que eso pase o lo tendrás muy crudo.

—Me mantendré alerta.

—Bien, lobo. Y antes de irme, aquí va otro consejillo.

—¿Cuál?

—La marca que te hice te escocerá en señal de advertencia cada vez que te acerques a un demonio. Cuanto más fuerte sea la sensación, más fuerte será el demonio en cuestión.

—Pero no tengo que matarlo, solo golpearlo con mi espada.

Thorn inclinó la cabeza con gesto sarcástico.

—Ya lo vas pillando. ¿Cómo te va con tu demonio interior?

—Todavía no me ha poseído.

—Bien. Que siga así. Detestaría tener que matarte cuando acabamos de empezar nuestra relación.

Fang enarcó una ceja al escucharlo.

—¿Tenemos una relación? ¿Eso quiere decir que me vas a regalar algo?

—Te puedo regalar una patada en el culo. Eso me alegraría el día, que hasta ahora ha sido de perros. ¿Te apetece?

—Déjalo. No estoy de humor y tampoco me gustaría que tuvieras que hacer ese esfuerzo.

Thorn meneó la cabeza.

—Cuídate, lobo. Nueva Orleans está cubierta por una mortaja y los osos se están ganando enemigos más deprisa de lo que se forman las colas en rebajas. Cuando llegue la hora, va a correr sangre.

—No me gustaría que fuera de otra manera.

—No seas tan arrogante. Mucho antes de convertirme en el caballero cortés y sofisticado que tienes delante, era un señor de la guerra. Derramé más sangre con mi espada que madame Guillotina. Si algo aprendí de todas esas batallas, es que nadie se va sin cicatrices. Nadie.

Fang se sorprendió al comprender la verdad que encerraban las palabras de Thorn. Vane solía decir algo parecido, que en una batalla todo el mundo acababa manchado de sangre.

—Cuídate, lobo, y recuerda que cuando llegue el momento de escoger bando, tienes que elegir bien.

Al amanecer Fang bajó para ayudar a cerrar el local y limpiar. Aunque el Santuario estaba abierto las veinticuatro horas y los siete días de la semana para los seres sobrenaturales, cerraban a las cuatro y media de la madrugada y abrían a las diez de la mañana para los humanos. Mamá Osa y Papá Oso estaban de retén durante esas horas en la casa de los Peltier.

Fang entró en el bar justo cuando Zar, uno de los hermanos mayores de Aimée que era casi igual que los cuatrillizos, llevaba una bandeja llena de vasos a la cocina.

Zar le dio las gracias por sujetarle la puerta.

—Puedes ayudar a Aimée a terminar de recoger. Yo he acabado por hoy.

Fang asintió. Vio que Aimée le quitaba un trapo a Wren y lo empujaba hacia la puerta. La gramola sonaba a un volumen mucho más bajo de lo habitual. Eran las Indigo Girls, uno de los grupos preferidos de Aimée.

—Wren, vete ya. Has trabajado catorce horas seguidas con un breve descanso. Vete a dormir.

Sin embargo, Wren se resistía.

—No deberías quedarte aquí abajo sola.

Aimée apartó la mirada de Wren y clavó los ojos en Fang.

—No estoy sola.

Wren se volvió, y al verlo cerró la boca. Se despidió de Aimée con un gesto de la cabeza y la obedeció.

Fang frunció el ceño mientras Wren se teletransportaba, pero después se acercó a Aimée, que se colocó un paño blanco sobre el hombro.

—Me cae bien, pero es un poco raro.

—Lo sé. Pero tiene sus motivos, de verdad.

No le cabía la menor duda después de todo lo que había escuchado. La mitad del personal arcadio o katagario creía que el tigardo había matado a sus propios padres. Nicolette no lo soportaba, y aunque Papá Oso se mostraba bastante ambivalente, estaba claro que vigilaba a Wren más que a los demás.

—Tú eres la única con quien habla.

Aimée se disponía a levantar una silla para darle la vuelta y colocarla sobre una mesa. Pero Fang se le adelantó.

Se apartó con una sonrisa al verlo.

—Quiero a Wren y él lo sabe.

—Sí, pero da la sensación de que no le hace mucha gracia.

—A veces es así. Pero tal como dice Cherise, las personas más difíciles de querer son las que más amor necesitan.

Fang resopló ante esa muestra de optimismo ciego. Claro que por una parte era de admirar… y por la otra, resultaba demasiado blando.

—¿Lo crees de verdad?

Lo miró con una sonrisa y luego contestó:

—Pues claro. Te quiero a ti, ¿no? Y bien saben los dioses que no eres la alegría de la huerta. —Se puso de puntillas y le dio un beso fugaz en la mejilla antes de acercarse a la siguiente mesa para colocar las sillas.

¿Cómo era posible que un comentario pudiera conmoverlo y ofenderlo a la vez?

Aunque a Aimée eso se le daba muy bien.

—Gracias, Aimée. Por cierto, todavía me queda una pizca de confianza en mí mismo. Por favor, no la aplastes sin darte cuenta. No quieran los dioses que se convierta en algo que se parezca a la autoestima. —Siguió colocando sillas sobre las mesas.

Aimée, que había empezado a barrer el suelo, se echó a reír.

—Cuando quieras, lobo. Vane me dijo que no debía dejar que se te subieran los humos.

Papa Roach comenzó a sonar en la gramola.

—Tienes una mezcla muy interesante.

—Espera y verás. También tengo a Debbie Gibson en la lista.

Se quedó de piedra mientras la escuchaba cantar.

—Estás de coña, ¿no?

—No. Me gusta la variedad.

Fang soltó un suspiro.

—Has encontrado una forma nueva de torturarme. Joder, y yo que creía que Desdicha era mala.

Con una carcajada, Aimée siguió bailando y barriendo. Él admiraba la elegancia de sus movimientos; despertaban el lobo de su interior y lo incitaban a aullar.

¿Cómo era posible que se le hubiera puesto dura otra vez?

Aquello comenzaba a mosquearlo. En un intento por distraerse, echó un vistazo al bar vacío. Al parecer, eran los únicos que quedaban allí abajo.

—¿Dónde se ha metido todo el mundo?

—Nunca atendemos a humanos después de las dos de la madrugada, por si acaso pasa algo muy raro durante las dos últimas horas del turno. En cuanto a mi familia, los tíos siempre se largan a la primera de cambio. Les parece gracioso dejarme aquí para que yo lo limpie todo.

—¿Por qué lo haces?

—No tengo ganas de escuchar a maman quejarse. Entra todas las mañanas como un sargento para hacer la prueba del algodón.

En la gramola empezó a sonar «Day After Day» de Badfinger. A Fang le sorprendió oír esa canción, llevaba mucho tiempo sin oírla. Por algún motivo siempre le había encantado.

Aimée bailaba y tarareaba mientras trabajaba.

Embelesado, Fang se dejó llevar por sus elegantes movimientos. Antes de darse cuenta de lo que había hecho, estaba delante de ella tendiéndole una mano para que bailara con él.

Aimée soltó la escoba, sonrió y aceptó su mano.

La hizo girar antes de estrecharla entre sus brazos, moviéndose al compás de la música. En perfecta armonía. La sensación de sus brazos en la cintura era maravillosa, y su olor se le subió a la cabeza.

Aimée le colocó una mano en la mejilla.

—Te doy mi amor —cantó al compás de la música, y la emoción de escuchar su voz le provocó un nudo en la garganta.

Apoyó la mejilla contra la de Aimée para saborear al máximo la sensación de tenerla en sus brazos. Eso era lo que lo había mantenido vivo durante la pesadilla que había sido el plano infernal. Su calidez y su ternura.

Su olor.

Aimée hundió los dedos en su pelo.

—Me gustas con el pelo más largo. Te sienta bien.

Fang se limitó a llevarse su mano a los labios para mordisquearle los dedos.

—Tengo tantas ganas de hacerte el amor que me duele.

Aimée bajó la mano para acariciársela por encima de los pantalones.

—Yo también.

Se le puso durísima, y el deseo le exigió que Aimée lo tocara sin la barrera de la tela. También le recordó que no tenía derecho a tocarla. Que no podían estar juntos, por muy doloroso que fuera el anhelo de hacerla suya.

—¿Cómo te ha ido con los otros osos?

Aimée soltó una carcajada seca.

—Un desastre. Uno intentó ponerme las manos encima y le metí tal patada en las pelotas que van a tener que extraérselas quirúrgicamente.

—¡Uf! —Fang se echó a reír, pero la idea le provocó un escalofrío—. Eso va a dejarle una cicatriz.

—Después de eso fue muy respetuoso con mis oídos virginales.

—Me lo creo. ¿Quieres que termine lo que has empezado? Estaré encantado de castrarlo…, cualquier gilipollas que se meta con mi chica…

Aimée le colocó una mano sobre los labios para silenciarlo.

—Cuidado, lobo. Si alguien te oye decir eso, serás tú quien acabe castrado.

Él le mordisqueó esos dedos tan suaves.

—Lo sé. Pero me cuesta mucho dejar que todos los osos peludos del universo vengan a tirarte los trastos y que en cambio yo ni siquiera pueda mirarte.

—Lo sé, cariño. —Lo besó con suavidad en los labios.

Fang agachó la cabeza y dejó que la paz de ese momento lo consolara mientras seguían bailando. Vendería su alma por detener el tiempo.

Demasiado tarde. Ya la vendiste para proteger a Aimée, se recordó.

Sí, debería haber añadido una cláusula al trato. Una que lo dejara en sus brazos para siempre.

Soy un imbécil…, se dijo.

En un intento por no pensar, cambió de tema.

—Esta noche he hablado un rato con Justin y me ha contado algo interesante.

—¿El qué?

—Que Dev y tu padre eran strati entrenados.

Aimée lo miró con una expresión adusta, como si estuviera protegiendo un secreto de seguridad nacional.

—¿Qué tiene eso de raro?

Fang pensó en cambiar nuevamente de tema, pero era algo relacionado con los osos Peltier que llevaba rumiando cierto tiempo y quería saber si ella le confiaría la verdad.

—Son arcadios.

Aimée tropezó. Se le disparó el corazón. ¿Cómo lo sabía? Nadie lo había sospechado siquiera.

—No sé de qué me hablas.

Fang dejó de bailar para mirarla fijamente.

—No me mientas, Aimée. No soy tonto. Llevo aquí el tiempo suficiente para haberme dado cuenta, y llevo demasiado tiempo protegiendo a un arcadio como para no reconocer a uno que se esconde en mitad de un clan katagario. Si quieres que finja que no sé nada, lo haré. Pero quería que supieras que estaba al tanto.

Acababa de poner su vida en sus manos. Si su familia llegaba a sospechar que lo había averiguado, lo mataría sin preguntar. Ni la irini ni las leyes del Omegrion, lo despellejarían vivo.

Se inclinó hacia ella para susurrarle.

—También sé tu secreto.

Aimée se estremeció al tiempo que un sudor frío le cubría el cuerpo. ¿Cómo había averiguado uno de los secretos que llevaba todos esos siglos callando? Un secreto que ni siquiera su familia conocía…

Seguro que la odiaba.

—¿Qué secreto?

—Que Kyle es un aristo y que lo estás ayudando a controlar sus poderes.

Con el estómago revuelto, Aimée se apartó de él, temerosa de oír algo más.

—No se lo contaré a nadie, Aimée, te lo juro. Y no porque tema por mi vida. Eso me importa un pimiento. Pero a ti nunca te haría daño, de ninguna de las maneras.

Dado que él le estaba confiando ese secreto, ella quería darle algo a cambio. Fang había puesto su vida en sus manos. Lo menos que podía hacer era devolverle el favor.

—¿Has identificado a alguno más?

—Creo que Zar puede ser uno, y tal vez Quinn.

Aimée tragó saliva cuando el miedo se apoderó de ella. Tal vez no debería decírselo. ¿Y si la rechazaba por ese motivo? Unos arcadios habían matado a su hermana. Cierto que no habían disparado la pistola eléctrica que había acabado con su vida, pero habría muerto de todas formas porque habían matado a su pareja.

Fang ya la había rechazado una vez. Tal vez lo hiciera de nuevo, pero en esa ocasión tendría el poder de destrozarla.

Por todos los dioses, tenía ganas de vomitar. Era algo que ni siquiera había contado a sus padres. Sin embargo, Fang tenía derecho a saberlo. No era justo que se lo ocultara.

Inspiró hondo y lo miró.

—Yo también lo soy.

Fang se apartó para mirarla mientras esas palabras resonaban en sus oídos. No. Era imposible. Si fuera como sus hermanos lo habría sabido. ¿Cómo había podido engañarlo de esa manera?

—¿Cómo?

Vio el miedo en esos ojos azules, que no se apartaron de los suyos.

—Soy arcadia. Al igual que Vane, cambié al llegar a la pubertad. Es algo que nunca le he contado a nadie. Ni siquiera mi familia lo sabe.

—¿Por qué me lo has dicho?

Aimée dejó que Fang viera las marcas de centinela que tenía en la cara; las lágrimas le nublaron los ojos.

—Porque creo que debes saber a lo que te enfrentas.

Fang le cubrió la mejilla adornada con las palabras escritas en griego antiguo, las mismas que la señalaban como miembro de uno de los grupos más odiados de su especie. Vio el miedo en sus ojos, y el hecho de que le hubiera confiado semejante secreto…

Aimée lo quería de verdad. Tenía que hacerlo, solo una idiota con tendencias suicidas se expondría de semejante manera a un katagario que sabía lo que Nicolette Peltier sentía por los arcadios. El hecho de que Aimée se lo hubiera ocultado a su madre hablaba por sí mismo.

Se había expuesto por completo ante él. Con razón estaba temblando.

—Sabes que no me importa.

Aimée contuvo un sollozo y lo abrazó con fuerza.

—No tienes ni idea del pánico que he sentido todos estos siglos. Creo que por eso me daba miedo intentar emparejarme con un katagario. ¿Te imaginas lo que podría llegar a hacerme si se enterara?

Matarla en el mejor de los casos. Mutilarla en el peor. Aimée tenía razón, no era un secreto que pudiera airearse.

—Has sido muy valiente al contármelo.

—Confío en ti plenamente, lobo.

—Y yo nunca traicionaré tu confianza. Te lo juro.

Aimée sintió que una solitaria lágrima resbalaba por su mejilla. Fang la secó.

La ternura que vio en sus ojos la desarmó. Nunca la traicionaría, estaba convencida. Pero aun así no podían unirse. Era la relación más desesperada que podrían haber imaginado los dioses.

—¿Dónde nos deja esto? —susurró, demasiado aterrada para pensar una respuesta por sí sola.

La mirada de Fang se endureció.

—Vente conmigo. Los dos solos. Pasaremos de todas las diferencias y prejuicios. Lo dejaremos todo para estar juntos.

Ojalá fuera tan sencillo, pensó Aimée. Pero no lo era.

—No puedo hacerlo, Fang. Mis hermanos murieron para protegerme. De no ser por Bastien, jamás habría aprendido a usar mis poderes. Él me enseñó cuando no podía confiar en nadie más. Ahora solo yo puedo enseñar a Kyle a usar los suyos. Y maman se quedaría destrozada si me perdiera a mí también. Soy su única esperanza de preservar nuestro legado. Los Peltier forman parte del Omegrion desde el principio. Y ya sabes lo excepcional que es.

Fang adoptó una expresión gélida.

—¿Eso es más importante para ti que yo?

—No, pero no puedes pedirme que elija entre mi familia y tú.

Fang dio un respingo al darse cuenta de que tenía razón. Estaba siendo egoísta.

—Sí. Ha sido una idea absurda.

Y él era un imbécil por haber pensado, aunque fuera por un segundo, que ella lo pondría en primer lugar. Nadie lo había hecho antes. ¿Por qué iba a hacerlo Aimée?

Con el corazón destrozado, se apartó.

—Será mejor que terminemos de limpiar. Como has dicho, no quiero que Nicolette te grite.

Aimée lo observó recoger las sillas. Le había hecho daño, pero no sabía muy bien cómo. Sin embargo, era consciente del muro que se había erigido entre ellos, un muro que no estaba antes.

Cuando terminaron, subió por la escalera delante de él. Se detuvo en la puerta de su dormitorio.

—Buenas noches, Fang.

—Lo mismo digo. —Ni siquiera la miró; entró en la habitación y la dejó sola en el pasillo.

Aimée suspiró y se encaminó a su dormitorio.

Fang no respiró siquiera hasta que Aimée entró en su propia habitación. Se quitó la ropa e hizo una mueca por las molestias que aún tenía de la pelea con Fury. Ese cabroncete pegaba fuerte.

Se dejó caer en la cama, exhausto, pero ni aun así pudo dormir; por culpa de Aimée.

En el fondo sabía que no podía quedarse allí para siempre. Y si ella empezaba a buscar una pareja, él acabaría marchándose o matando a alguien. La idea de que la tocasen no solo le cabreaba, también le provocaba una rabia asesina.

Tengo que irme, pensó. Porque cada día que pasaba allí sin poder hacerla suya, moría un poco más por dentro.