—¿Ganarme el pan? —repitió Fang despacio, enfatizando cada palabra para que no hubiera malentendidos—. ¿Te has vuelto loco? Acabo de volver y casi no me tengo en pie. ¿Qué quieres que haga? ¿Ahogarlos con mi sangre?
Thorn soltó una carcajada.
—A mí me pareces bastante robusto.
Claro… Ese tío se había fumado algo si creía aunque solo fuera por un segundo que podía hacer más de lo que hacía en ese momento. Estar sentado. Definitivamente Thorn se tenía que chutar algo.
Fang se recostó en la cama y lo miró.
—¿Qué quieres exactamente?
—Que se acabe el maltrato animal. Pero como eso no parece posible de momento, quiero que sepas que aunque Xedrix y su gente os han ayudado a Aimée y a ti, siguen siendo demonios a quienes tienes que vigilar y ejecutar de ser necesario.
Sí, estaba impacientísimo de que llegara el momento. Hasta daba saltos y todo…
Iba a ser que no.
—¿Por qué no los mandas de vuelta a Kalosis si son tan problemáticos?
Thorn parecía muy decepcionado.
—Porque no están bajo mi jurisdicción. Los demonios carontes son entidades distintas y responden ante otro panteón. Lo que no quiere decir que hagamos la vista gorda, pero mientras no se pasen con la humanidad… es decir, mientras se coman a los corruptos y no a los ciudadanos decentes, y mientras sus dioses los controlen, no nos preocupamos por ellos… demasiado.
Thorn hizo aparecer una foto y se la dio. En ella se veía a un hombre de veintipocos años al que le habían arrancado el corazón del pecho.
—Esto, en cambio, nos preocupa. Más concretamente, me preocupa a mí y por tanto a ti.
Si bien era una escena macabra, Fang la había visto en varias ocasiones cuando había ido a Nueva Orleans.
—Parece un típico sacrificio vudú.
—Vaya, vaya, premio para el caballero. Es parte del ritual de invocación de un Gran Laruae.
Los lobos no oían ese término muy a menudo. De hecho, él no lo había escuchado en la vida.
—¿Un qué?
El rostro de Thorn era una máscara impasible.
—Un demonio muy cabrón con complejo de superioridad que se limpia los dientes con huesos de bebés. Para simplificar el asunto, digamos que es un demonio que quiero fuera del plano humano. Lo antes posible.
—¿Y por qué no vas tú a por él?
Esa pregunta pareció inquietar mucho a Thorn.
—Es una larga historia para otra noche, cuando esté más borracho que una cuba. Mientras tanto, confórmate con saber que es cuestión de diplomacia, un detalle que me sienta como una patada en los mismísimos. Te juro que me gusta tan poco como a ti. De hecho, me encantaría clavar a este cabrón pustuloso al árbol más cercano, a ser posible un roble… pero dejémoslo. Por desgracia, yo no puedo tocarlo personalmente sin provocar una guerra. —Señaló la foto con un gesto de la barbilla—. Frixo se ha cargado a algunos de mis mejores hombres a lo largo de los siglos y casi estaría dispuesto a entregar mi alma para dejarlo fuera de juego de una vez por todas.
Fang miró la cara del muchacho de la foto. Tenía el rostro desencajado por el miedo. El pobre no había tenido la menor oportunidad, y eso lo enfureció. Había algo que no soportaba bajo ningún concepto: a los matones. Thorn tenía razón. Había que pararle los pies a ese gilipollas.
Thorn lo atravesó con una mirada letal.
—Tú, mi joven loup-garou, eres la mejor arma que tenemos para esta batalla, ya que la genio del vudú no te verá venir, al igual que le pasará a Frixo.
—¿Qué me dices de la sacerdotisa? —preguntó, dado que Thorn había sacado el tema—. ¿Qué quieres que haga con ella?
—De ella me encargo yo. El tratado no la afecta, así que puedo hacer lo que me dé la gana. Esa zorra maldecirá el día que decidió dejar libre a Frixo en este mundo.
Fang enarcó una ceja con gesto burlón. Eso sí que no se oía todos los días.
—¿Maldecirá el día?
Thorn se encogió de hombros.
—Soy lo bastante viejo para que tú parezcas un embrión a mi lado. Y a veces lo demuestro. Tienes veinticuatro horas para encontrar a Frixo o te mandaré de vuelta al infierno.
La amenaza y el tono de voz tocaron la fibra sensible de Fang.
—Que te den, gilipollas.
Los ojos de Thorn se volvieron rojos. De un rojo tan intenso que brillaban como la sangre en la penumbra. Por algún motivo que se le escapaba, se imaginó a Thorn con alas y ataviado con la armadura negra. Pero la imagen desapareció tan rápido que no supo qué la había provocado.
—Te desaconsejo que me hables en ese tono, lobo. Aunque se me da muy bien controlar a la bestia que llevo dentro, no siempre lo consigo. Y te aseguro que no te conviene ver ese lado de mi personalidad. De hecho, deberías darme las gracias por que te conceda veinticuatro horas. Si estuvieras a pleno rendimiento y este no fuera tu primer encargo, no sería tan condescendiente.
—No me gusta que me den órdenes.
—Y a mí no me gusta tener que repetirme. —Thorn miró la puerta por la que había desaparecido Aimée y luego lo miró a él sin asomo de compasión—. Ofreciste tu alma a cualquiera que pudiera salvar a Aimée. Yo respondí a tu llamada y ahora me perteneces. De cabo a rabo, con alma incluida. Haz lo que se te ordena, lobo, o los dos pasaréis la eternidad en un lugar que hará que el plano infernal te parezca un parque de atracciones.
A Fang se le pusieron los pelos de punta. Detestaba ese tono y también la amenaza, pero Thorn tenía razón. Había hecho el trato por propia voluntad y se atendría a él.
Aunque eso lo llevara a la muerte.
—Tío, no tienes ni de idea de cómo tratar a la gente.
El rojo desapareció de los ojos de Thorn al tiempo que aparecía una sonrisa lenta e insidiosa en sus labios.
—La cagué en la terapia para controlar la ira en cuanto estampé al psicólogo contra la pared. Que no se te olvide.
En el mentón de Fang apareció un tic nervioso.
—Nos vamos a llevar tan bien como Batman y el Joker.
—Ten presente una cosa, lobo: soy el mejor amigo que tendrás en la vida o el último enemigo que te ganarás.
Porque no viviría para tener otro. Thorn no lo dijo, pero su tono de voz lo insinuaba.
Le dio a Fang otra fotografía y un trozo de tela que apestaba a demonio.
—Este es tu objetivo. Que no me arrepienta de haberte salvado.
A Fang se le pasó por la cabeza mandarlo a la mierda. De haber estado más fuerte, seguramente lo habría hecho. Pero en ese preciso momento la idea de que lo estamparan contra una pared cuando tenía que salir en busca de un demonio no le parecía lo más indicado.
Vane estaría orgulloso. El plano infernal por fin le había enseñado un mínimo de instinto de supervivencia.
—¿Cuándo comienza la cuenta atrás?
—Hace diez minutos.
Fang resopló.
—Gracias. Eres muy generoso.
Thorn ni se inmutó por el sarcasmo.
—Debería advertirte que no soy muy amigo del trato justo y que tengo tolerancia cero con la mayoría de las cosas. Haz tu trabajo. Hazlo bien, y no tendremos problemas. Mete la pata y lo más seguro es que te mate. Cágala y te torturaré primero.
—¿Algo más?
—Solo esto.
Thorn extendió los brazos y lo cogió de la muñeca. Antes de que pudiera reaccionar, Thorn lo tiró de espaldas en la cama con la palma de la mano contra la clavícula.
Fang soltó un taco al sentir una quemazón en el hombro. Era como si lo estuvieran marcando. Intento liberarse, pero no se podía mover. Como si algo invisible e inhumano lo tuviera inmovilizado. Cuando Thorn por fin lo soltó, vio que no se había equivocado. El olor a carne quemada flotaba en el aire y tenía un círculo con símbolos antiguos sobre el hombro.
Se llevó la mano para tocar la marca y bufó a causa del dolor.
—¿Qué es?
—Protección contra los demonios menores y contra los hechizos que las sacerdotisas vudús y los brujos querrán usar contra ti en cuanto se den cuenta de que eres de los míos. Créeme, agradecerás llevarla.
A lo mejor lo haría cuando dejara de dolerle, pero en ese momento quería darle una paliza a Thorn hasta que a ese cabrón le doliera tanto como a él.
—¿Funcionará con Frixo?
Thorn se echó a reír.
—Eres muy gracioso. —Retrocedió y le tendió una empuñadura dorada. A continuación, accionó un rubí y se extendió una hoja de un metro—. Esta es tu espada —dijo en un tono que indicaba que Fang era más bien lento—. Clava la punta afilada en tu enemigo. Evita el contacto visual con él y recuerda que escupe veneno invisible.
—¡Qué guay!
Thorn, sacó un móvil.
—Llámame cuando termines. Pulsa el dos y contestaré.
—¿Y si muero?
—Me enteraré. Y no me hará gracia. Recuerda, lobo, que soy uno de los pocos seres que pueden seguirte al otro mundo y joderte a base de bien allí. No me falles.
—Tomo nota de ese detalle crucial. Muchas gracias, don Truculento.
Thorn inclinó la cabeza y desapareció.
Fang soltó un largo suspiro mientras debatía qué hacer. Sin embargo, no tenía elección. Debía dar caza a ese demonio y el tiempo corría.
Lo mejor sería salir antes de que regresara Aimée.
Apretó con fuerza el medallón en un puño. Volvería.
Primero debía atender al deber.
Inspiró hondo y se vistió con vaqueros, una camiseta y una chupa de cuero; luego se llevó el trapo a la nariz y olió. Ahogado con el hedor a demonio, se marchó para rastrearlo.
Aimée se detuvo al entrar en la habitación de Fang. El edredón de plumas blanco seguía arrugado y las almohadas estaban torcidas, como si acabara de levantarse.
—¿Fang?
Nadie contestó.
Frunció el ceño; sabía que no estaba en el cuarto de baño porque ella acababa de salir de allí. ¿Adónde había ido? Buscó por toda la casa y por el Santuario con sus poderes, pero no había ni rastro de él.
¿Se habría reunido con su hermano?
Cerró los ojos y dejó que sus poderes se extendieran por el éter hasta dar con él. Se hallaba en la zona comercial de la ciudad, caminaba por la calle como si no hubiera regresado del infierno hacía nada. Las tiendas de antigüedades que se ubicaban en los viejos almacenes habían cerrado ya sus puertas cuando pasó delante de ellas.
¿Qué narices estaba haciendo allí?
Lo vio apoyarse en la fachada de un edificio de ladrillo gris, como si intentara recuperar el aliento. Se llevó una mano a las costilla, luego se apartó de la fachada y continuó calle abajo. Mantenía la cabeza gacha, y a juzgar por sus movimientos depredadores, Aimée supo que estaba rastreando a alguien.
¿Por qué estaba haciendo algo tan absurdo? Ella se había molestado en salvarlo, y él se largaba por ahí para acabar apuñalado en un callejón oscuro cuando debería estar en la cama, descansando.
—¿En qué estás pensando, lobo?
No estaba en condiciones de perseguir a nada ni a nadie. Y antes de que pudiera controlarse, se teletransportó a su lado.
Fang se volvió hacia ella con un gruñido tan feroz que Aimée retrocedió un paso, asustada. Había olvidado lo formidable que podía ser. Incluso demacrado y débil, era tan feroz como cualquier asesino. El pelo le caía sobre esos ojos feroces y la espada que blandió hacia ella fue tan rápida que solo pudo jadear y levantar las manos.
La hoja se detuvo tan cerca de ella que pudo sentir un roce mínimo contra las palmas.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó Fang, furioso.
—Lo mismo te pregunto yo, tío. Sabes que cuando nos separamos hace veinte minutos no estabas precisamente en condiciones de salir a dar un paseo. —Apartó la espada, con mucho cuidado para no cortarse—. Mucho menos en condiciones de luchar contra algo que requiera de eso para llamar su atención —añadió al tiempo que miraba la espada—. ¿Sabes cómo usarla?
Fang resopló al verla enfadada.
—No es tan difícil. Son bastante obvias. Basta con clavar la punta afilada en tu oponente.
—Claro… Acepta el consejo de alguien con siglos de experiencia: no son tan fáciles de manejar.
Fang presionó un resorte en la empuñadura y la hoja se contrajo.
—Acepta tú la palabra de alguien que ha sobrevivido gracias a una espada estos últimos meses: soy un alumno aventajado.
Tal vez, pero ella seguía sin querer que deambulara solo por la calle cuando no estaba en plenas condiciones físicas.
—¿Qué haces aquí?
Fang quería contestar a la pregunta, lo deseaba de todo corazón. Sin embargo, ¿cómo explicarle que había acabado ofreciendo su alma para salvarle la vida? A Aimée no le gustaría saberlo. Y conociéndola seguro que le echaba un sermón. Si algo tenía claro acerca de Aimée, era que no le gustaba que los demás la protegieran.
Pero, joder, allí plantada delante de él, con la luz de las farolas arrancándole destellos a su pelo rubio y el ceño fruncido por la preocupación, era lo más bonito que había visto en la vida.
Le encantaría darle un mordisquito…
Se obligó a no pensar en ese desastroso deseo y carraspeó.
—Necesito un tiempo a solas. ¿Te importa?
Aimée no se dio por vencida.
—¿Para hacer qué? Y si vas a soltarme algo desagradable parecido a lo que diría Dev para escandalizarme, ahórrame los detalles.
Fang soltó un suspiro frustrado.
—¿Es que contigo todo tiene que acabar en una discusión?
Aimée puso cara de ofendida.
—Solo he hecho una pregunta.
—Que tiene una respuesta complicadísima. Ahora…
Un grito aterrador lo interrumpió. Fang soltó un taco al darse cuenta de que procedía de la zona a la que se dirigía.
Era el demonio. Lo presentía. Si había aprendido algo en el plano infernal, era a presentir cuándo había algún demonio cerca. El hedor y el frío eran inconfundibles. Y su nueva marca le quemaba horrores.
—Por favor, Aimée. Vete.
Como era de esperar, ella se negó. Incluso salió corriendo delante de él, hacia el grito.
Fang meneó la cabeza, disgustado, al tiempo que se teletransportaba junto al demonio en un callejón oscuro, en el que apareció poco antes que Aimée. ¿No decían que las mulas eran las tercas? Saltaba a la vista que cuando inventaron el dicho, no conocían a los osos.
Se detuvo en seco al ver a una bestia enorme. Con más de dos metros de altura, el demonio tenía una larga melena negra y unos ojos en los que no se distinguía ni el blanco ni las pupilas. Eran como piedras negras engastadas en una cara desencajada por el placer de causar dolor.
La humana parecía tener veintitantos años. Era guapa y bajita, e iba vestida con el uniforme azul de un restaurante. Tenía la cara desfigurada por las garras del demonio. Sollozaba y pedía ayuda; el demonio la sujetaba del pelo negro.
En cuanto Frixo se dio cuenta de que no estaba solo, la soltó y se volvió hacia Fang.
Él extendió la espada y se teletransportó para interponerse entre la humana y el demonio.
—Sácala de aquí —le dijo a Aimée.
Ella asintió con la cabeza al tiempo que abrazaba a la histérica humana y la alejaba del peligro.
Frixo soltó una carcajada mientras recorría con mirada burlona y repugnante el cuerpo de Fang.
—¿Qué patética criatura eres tú?
—«Patético» no se me puede aplicar.
—¿Ah, no? —Frixo le lanzó una descarga.
Fang la esquivó y lanzó un mandoble a la garganta del demonio.
Frixo soltó otra carcajada.
—¿De verdad me crees tan débil e inútil?
El demonio le asestó un gancho en el costado. Fue tan fuerte que Fang tuvo la sensación de que le había roto las costillas.
El dolor del puñetazo lo dejó sin aliento. Cayó sobre una rodilla, pero se negó a caer al suelo. Era un lobo, y Frixo estaba a punto de descubrir lo que eso quería decir. Adoptó su forma animal y atacó.
El demonio se tambaleó hacia atrás cuando Fang le clavó los colmillos en el brazo y le arrancó un bocado de cuajo. Frixo le golpeó la cabeza, pero con eso solo consiguió reforzar la voluntad de Fang mientras le destrozaba el brazo. En forma animal pocos podían vencerlo.
Frixo lo estampó contra una pared y fue como si lo golpeara un tráiler.
Fang aflojó el mordisco por el golpe. Cuando el demonio se disponía a agarrarlo, Fang se coló entre sus piernas y salió a su espalda. Rodó por el suelo y adoptó forma humana para recoger la espada.
Frixo se volvió para enfrentarlo.
En cuanto lo hizo, Fang le clavó la espada en el corazón. Hasta la empuñadura. Después la sacó y volvió a clavársela.
Frixo se echó a reír.
—¿Crees que…?
Fang lo cortó en seco con un mandoble que le seccionó la cabeza.
El demonio cayó despacio al suelo, desmadejado; la sangre brotaba a borbotones.
Fang escupió sobre sus restos.
—Vuelve a decirme lo genial que eres, gilipollas. No hay nada como un enema de acero para arruinarte el día.
Con el cuerpo tembloroso y debilitado, Fang se apoyó en la pared; se afanaba por respirar pese a las doloridas costillas.
Al menos había sido más sencillo matar a ese demonio que a los del plano infernal. Entre jadeos se sacó el móvil de la chupa y llamó a Thorn.
—Ya está. Lo he matado.
Para su asombro, Thorn apareció a su lado al punto.
—¿Qué coño has hecho?
—Bonita actitud, capullo. —Fang plegó la espada y fulminó con la mirada a un furioso Thorn—. He matado al demonio, como me dijiste que hiciera.
Thorn soltó un gruñido a caballo entre el disgusto y la rabia. Su traje azul marino se convirtió en una reluciente armadura roja al tiempo que su pelo parecía arder en llamas.
—No te dije que lo mataras, imbécil. Te dije que lo devolvieras al lugar del que salió.
—Y eso he hecho.
Thorn dio una patada al cadáver del demonio y soltó un reniego.
—No. Lo has matado.
Sin duda, a Fang le faltaba una pieza crucial del rompecabezas, porque en su mundo matar a un demonio no era algo malo. De hecho, la mayoría de los días se consideraba un servicio a la comunidad.
—En mi mundo esas dos cosas son lo mismo —dijo.
Thorn apretó los puños con fuerza, como si estuviera reteniéndose para no matarlo.
—Que sepas que no es tan difícil matar a un demonio, sobre todo con la marca que te he puesto. Cualquier ser sobrenatural, por tonto que sea, puede matarlos. Lo que necesitaba que hicieras era que lo devolvieses a su plano. Eso es un poco más complicado y muchísimo más difícil.
—¿Y para qué me diste una espada?
—¿La miraste antes de usarla?
—Sí.
Thorn lo miró con expresión escéptica.
—Repito: ¿la miraste antes?
Le quitó la empuñadura y la sostuvo en alto para que pudiera ver la leyenda que tenía escrita: «Golpea fuerte. Golpea rápido. Golpea una tercera vez. ¡Sanseacabó!», rezaba.
¿Quién iba a decir que a Thorn le gustaban los acertijos? Fang se dejó de tonterías. Además, «sanseacabó» era una expresión en desuso que, sin ánimo de ofender al herrero que forjó la espada, él no había utilizado ni cuando hacía furor.
Sin embargo, fue incapaz de contener el sarcasmo al contestar.
—¿Y qué significa eso en tu mundo, don Tenebroso?
—Golpéalo tres veces y luego para. Está bien clarito. Joder, está escrito en tu idioma.
Fang señaló el cuerpo en descomposición del demonio.
—Ese fue mi tercer golpe.
Thorn se tapó el ojo izquierdo con la mano derecha, como si tuviera una migraña espantosa.
—Tengo un tumor. Sé que tengo un tumor. Ojalá sea mortal y esto se acabe.
Frustrado, Fang puso los ojos en blanco al escuchar la voz angustiada de Thorn.
—No entiendo qué tiene de malo que yo… —Dejó la frase en el aire al sentir un dolor espantoso.
—Espera y verás, lobo. —Thorn lo señaló con gesto burlón—. Estás a punto de ver la luz. De hecho, dentro de un rato será una putada estar en tu pellejo, mein Freund.
Fang gritó cuando la peor agonía imaginable se apoderó de su cuerpo. Era como si lo estuvieran partiendo en dos. No podía ni respirar ni moverse.
—¿Qué me pasa?
—Estás absorbiendo los poderes del demonio.
—¿Qué?
Thorn asintió.
—Sí. Y no solo sus poderes —dijo—. Tu alma se está fundiendo con la esencia del demonio muerto. Todo lo que él era está invadiendo tu persona. Los demonios son seres inmortales que carecen de alma. Pero si se les mata, su fuerza vital salta hacia quien ha destruido su cuerpo. Y a partir de ese momento intentan hacerse con el control.
—¿Y eso qué quiere decir? ¿Que necesito un exorcismo?
—No. Porque Frixo no tiene un cuerpo al que regresar. Te tienes que aguantar. Mazel tov! —exclamó Thorn con exagerada jovialidad. Luego se puso serio y su cuerpo volvió a la normalidad, salvo por sus ojos. Eran de color rojo con pupilas amarillas y alargadas que le recordaron a los ojos de una serpiente—. Por eso nos esforzamos mucho en no matarlos. No conviene en absoluto.
Fang sintió cómo le cambiaba la vista. Se hizo más penetrante. Más diáfana. El olor de la sangre se le subió a la cabeza, no solo podía escuchar cómo corría por sus venas, sino también por las de Thorn.
—¿Qué me está pasando?
Thorn lo cogió del hombro y esbozó una sonrisa cruel.
—Lo que corre por tus venas es el sabor del mal. Es seductor e incitante, y te tentará a partir de este momento. Ahora sabes por qué soy la alegría de la huerta casi siempre. Es una batalla que libro cada segundo de cada minuto de mi vida. Como te he dicho, ahora mismo es una putada estar en tu pellejo.
Antes de que pudiera contenerse, Fang vomitó en la acera. Joder, menuda indignidad. Además, le dolían las entrañas como si las tuviera en carne viva… como si se las estuvieran arrancando.
Thorn ni se inmutó, simplemente retrocedió un paso para dejarle espacio.
—No te preocupes. No vas a echar las tripas aunque te lo parezca. Tu estómago se calmará a su debido tiempo. Sin embargo, el ansia de sangre y muerte que crece en tu interior no te abandonará jamás.
Con una mueca, Fang se abrazó el vientre y se apoyó de espaldas en la pared para recuperar el aliento. Ladeó la cabeza para mirar a Thorn.
—¿Por qué no me advertiste?
—La verdad es que no se me ocurrió que pudieras matarlo con lo frágil que estás. Supuse que si lo golpeabas tres veces con la espada o estarías muerto o él estaría desterrado… Permíteme recordarte que este demonio en concreto se ha merendado a algunos de mis mejores hombres. Debería haber evaluado tu aptitud con más precisión. Fallo mío.
—Te odio, Thorn.
El aludido se encogió de hombros, indiferente.
—Todas las criaturas lo hacen y me da igual. Por cierto, tu novia viene hacia aquí. Intenta no comértela, aunque la sed de sangre va a ser difícil de resistir. Seguro que lo lamentarías si lo hicieras. —Acto seguido, desapareció.
Fang se deslizó por la pared hasta el suelo y esperó a recuperar la compostura y que su estómago se asentara. Sin embargo, era difícil. Tenía la sensación de que le estaban dando la vuelta como a un calcetín.
¡Por todos los dioses! ¿Qué voy a hacer?, se preguntó.
Aimée apareció a su lado al cabo de unos minutos y se lo encontró sentado en el suelo, con la cabeza apoyada en la pared y los ojos cerrados.
—¿Fang? —Él sintió el contacto de su mano fresca en la frente—. Tienes fiebre.
Como respuesta, él le cogió la mano y la apretó contra su mejilla, dejando que el dulce aroma a lavanda de su muñeca lo calmara. Sin embargo, Thorn había estado en lo cierto, podía oler la sangre que corría por sus venas y se moría de ganas por desgarrarle la muñeca para saborearla.
—¿Puedes llevarme a casa? —jadeó, temeroso de intentarlo con sus propios poderes.
—Claro.
Aimée lo ayudó a levantarse, momento en el que Fang se dio cuenta de que el demonio se había desintegrado. No quedaba de él nada salvo una vaga línea en el suelo. ¿Le pasaría lo mismo a él si moría?
Joder, Thorn, ya podrías habérmelo contado todo, pensó.
Aimée usó sus poderes para volver al dormitorio de Fang, donde lo ayudó a tumbarse en la cama.
—Voy a llamar a Carson.
Él le cogió la mano y la retuvo a su lado.
—No. No puede hacer nada para ayudarme.
—Pero Fang…
—Confía en mí, Aimée. Solo necesito descansar a solas un rato, ¿vale?
Vio la lucha interna en sus ojos mientras él le apretaba la mano con fuerza.
Al cabo de unos segundos ella asintió.
—Si me necesitas…
—Te llamaré, te lo prometo.
Aimée le dio unas palmaditas en la mano antes de soltarse.
—De acuerdo. Que descanses.
Fang no se relajó hasta que Aimée salió de la estancia. Solo en ese momento se recostó y se dejó llevar por las emociones contradictorias que lo asaltaban. Quería matar a alguien.
O a algo, lo que fuera.
Pero sabía que no podía hacerlo.
El único problema era que no sabía cuánto tiempo iba a poder contener al demonio que llevaba dentro. A juzgar por lo que estaba sintiendo, iba a convertirse en un asesino. En un asesino de verdad.
Y eso, en su mundo, significaba una sentencia de muerte.