15

—¡No! —gritó Fang cuando vio en la pared de la cueva las imágenes de Desdicha y sus secuaces rodeando a Aimée y a Dev.

Golpeaba la roca con un puño, ignorando el dolor porque había comprendido que estaba a punto de causarle la muerte a otra mujer. La historia de Stephanie se repetía. Sus enemigos la habían encontrado por su culpa.

¿Cuándo voy a aprender?, se preguntó.

Había que proteger a las mujeres y sobre él pesaba una maldición a ese respecto. Por eso había intentado con todas sus fuerzas no encariñarse con otra.

Aimée no debería significar nada para él, pero significaba mucho, y la idea de que muriera lo destrozaba por dentro.

Con un gruñido frustrado apoyó la cabeza en la pared para no tener que verla morir. Pero no funcionó. En su mente podía ver lo que estaba a punto de suceder, y se le revolvió el estómago.

¿Qué podía hacer? Estaba atrapado en ese lugar sin apenas poderes ni fuerza. Allí solo había demonios devoradores de almas.

Demonios…

En ese instante supo lo que podía hacer para salvarla. Los daimons y los demonios tenían algo en común. Algo que ambos necesitaban para sobrevivir y florecer.

Un alma.

Y si bien la suya no estaba completa, le quedaba lo suficiente como para atraer a alguno.

Tiró la espada en el agua negra.

—¡Demonios! —gritó—. ¡Tengo un alma para vosotros! Venid a por ella.

En cuanto pronunció esas palabras, el zumbido de un millar de alas resonó en sus oídos. El hedor a azufre y a demonio le invadió las fosas nasales. Lo detestaba. Pero no le quedaba alternativa.

Era cuestión de él o ella, y no pensaba dejar que fuera ella.

—¿Estás mal de la cabeza?

Fang frunció el ceño al ver que un hombre alto y delgado aparecía a su lado. Iba vestido con una capa rojo sangre que cubría su armadura con púas y tenía unos ojos azulísimos que lo miraban fijamente. El pelo castaño le llegaba hasta los hombros y ocultaba a medias esos ojos, que parecían albergar una sabiduría eterna.

Y una crueldad extrema.

Con absoluta calma pese a la horda invasora, el recién llegado enarcó una ceja.

—¿Qué intentas hacer?

Fang se negó a contestarle.

—¿Quién eres?

El recién llegado esbozó una media sonrisa algo burlona.

—En este momento soy tu único amigo.

—Claro, claro.

Los demonios llegaron en tropel.

Fang se preparó para su ataque.

—Mi alma está…

De repente, lo silenció una mordaza.

El recién llegado dio un respingo.

—Ni lo digas, chaval. No tienes ni idea de lo que es vender tu alma. Hazme caso. No es agradable y no te conviene ofrecérsela a estos cafres. Puedes hacer algo mucho mejor con ella.

Fang lo fulminó con la mirada al tiempo que le lanzaba una descarga.

El tío absorbió la descarga sin inmutarse.

—No malgastes energía. Hace falta algo mucho más fuerte que tú para despeinarme siquiera. —Se dio la vuelta y lanzó una bola de fuego a los demonios.

La horda retrocedió entre gritos.

Con una expresión irritadísima, se sacó un pequeño móvil de la greba derecha y lo sostuvo como si fuera un walkie-talkie.

—Destrozadlos y mandadlos de vuelta.

—¿Tenemos que ser agradables? —preguntó una ronca voz masculina con un marcado acento.

—Joder, no. Que sufran.

—Gracias, jefe.

El hombre devolvió el móvil a la armadura y se volvió para ver la expresión desconcertada de Fang.

—Vaya, perdona por la mordaza. Pero era necesaria para protegerte de tu propia imbecilidad.

La mordaza desapareció de repente. Fang se frotó la barbilla mientras miraba con desprecio al desconocido, que parecía demasiado familiarizado con eso de desterrar demonios.

—¿Quién coño eres y de qué infierno has salido?

El hombre soltó una carcajada.

—Una pregunta muy perspicaz, te lo aseguro. Me llamo Thorn y, como acabo de decir, soy el único amigo que tienes ahora mismo.

—Sin ánimo de ofender, Desdicha me dijo eso mismo y mira lo bien que he acabado. —Señaló las heridas que le marcaban el cuerpo de la cabeza a los pies.

Thorn asimiló el sarcasmo sin inmutarse y se lo devolvió.

—Bueno, por si no te has dado cuenta, no soy Desdicha. A menos que me toques las narices. Porque en ese caso… en fin, digamos que quienes lo hacen no disfrutan de la experiencia.

Fang pasó por alto la advertencia, aunque su actitud le dejaba claro que tocarle las narices a Thorn podía ser muy malo.

—¿Qué eres?

El desconocido se quitó la capucha. Lo rodeaba un aura extraña. De poder y de absoluta crueldad. Pero al mismo tiempo era como si la contuviera con mano firme. Como si estuviera en guerra consigo mismo.

Qué raro.

—Considérame un alcaide o un vaquero. Mi trabajo es asegurarme de que los reclusos obedecen las leyes, sobre todo cuando salen en libertad condicional.

—¿Qué leyes?

Thorn esbozó una sonrisa maliciosa y pasó por alto la pregunta de Fang.

—Me has sorprendido, lobo, y muy pocas personas lo hacen… al menos para bien.

—¿Qué quieres decir?

Thorn le dio una palmadita en la espalda. De repente, abandonaron la cueva y aparecieron en un enorme salón de obsidiana. Estaba iluminado gracias a las velas de unos candelabros de pared en forma de retorcidas caras y manos esqueléticas. El techo se alzaba hasta los diez metros de altura y era abovedado, con nervios en forma de espinas dorsales. Era un lugar suntuoso, enorme y espeluznante, y también frío y desagradable.

Lo único medianamente atractivo de la estancia era la enorme chimenea en la que crepitaba el fuego. Una chimenea flanqueada por sendos esqueletos alados de dos Recolectores que tenían un puñal clavado en las costillas.

Fang hizo una mueca y se preguntó si serían reales o solo un elemento decorativo morboso.

O tal vez ambas cosas…

—¿Qué es este lugar?

Thorn se quitó la capa con una floritura. La armadura negra relució a la tenue luz, que también hizo brillar las letales púas.

—El Salón Estigio. Es un nombre estúpido, lo sé, pero no se lo puse yo. Yo solo soy el imbécil que lo cuida ahora. —Un cáliz de vino apareció en su mano. Se lo ofreció a Fang.

Él lo rechazó.

Thorn soltó una carcajada maliciosa.

—¿Temes que lo haya envenenado o drogado? Créeme, lobo, no necesito un líquido para hacerlo. Si te quisiera muerto, me estaría dando un festín con tu carne ahora mismo. —Bebió un buen sorbo de vino.

Fang estaba perdiendo la paciencia con tanto rollo críptico. Aunque de hecho nunca había tenido mucha.

—Mira, no me gusta hablar y tus jueguecitos me están aburriendo. ¿Quién eres y por qué estoy aquí?

Thorn arrojó el cáliz al fuego y las llamas se avivaron con una explosión. Cuando las llamas se enroscaron hacia él, su armadura se transformó en un moderno traje de color beis con una camisa azul claro. En vez de un guerrero antiguo, parecía un ejecutivo millonario. Salvo por la mano izquierda, que seguía cubierta con las garras metálicas que formaban parte de la armadura.

—Soy el líder de un grupo de guerreros de élite conocidos como los Rastreadores del Infierno.

Fang enarcó una ceja.

—¿Rastreadores del Infierno?

Thorn inclinó la cabeza.

—Cuando los demonios violan las leyes que los gobiernan o deciden saltarse la condicional, somos los encargados de lidiar con ellos.

—¿Cómo lidiáis con ellos?

Thorn extendió una mano y apareció una imagen en la pared oscura que Fang tenía a la izquierda. Desdicha y sus secuaces regresaban encadenados a su reino. Cualquiera habría dicho que habían usado sus cuerpos como dianas, ya que estaban ensangrentados y magullados. Saltaba a la vista que los dos hombres que los llevaban de vuelta no habían sido muy amables.

—En pocas palabras, somos cazarrecompensas pero sin recompensa.

—¿Y por qué lo hacéis?

Thorn cerró el puño y la imagen desapareció.

—Porque nos va la marcha… Pero si no lo hiciéramos, los demonios se apoderarían del plano humano y pronto sería como este.

—Una idea aterradora.

Thorn inclinó la cabeza.

—Por suerte, nosotros somos de la misma opinión, por eso hacemos lo que hacemos.

—¿Y qué pinto yo aquí?

Thorn se acercó despacio, observándolo de arriba abajo con una mirada calculadora, como si estuviera analizando cada célula, tanto por fuera como por dentro.

—Tus talentos me han llamado la atención. Un lobo que ha sobrevivido pese a sus propios demonios y sin sus poderes… Impresionante.

Ese comentario solo consiguió avivar la furia de Fang.

—Claro, ¿y por qué no has intervenido antes?

—Porque creía que este era tu lugar. Que te habían enviado a este sitio por alguna acción pasada. No me di cuenta de que estabas aquí por error hasta que te ofreciste a entregar tu alma para proteger a Aimée.

—No eres muy intuitivo, ¿verdad?

En vez de cabrearse, Thorn aceptó el insulto con ecuanimidad.

—Digamos que no suelo ver la bondad en los demás. Es una cualidad tan rara en este mundo que ya ni me molesto en buscarla. —Extendió un brazo y sobre la mesa apareció un despliegue de comida—. Debes de tener hambre.

—Sí, pero no como de la mesa de alguien a quien no conozco.

Thorn esbozó una media sonrisa un tanto amarga.

—Haces bien en pensar así.

—También sé que nada es gratis. —Fang señaló la mesa con un gesto de la cabeza—. ¿Qué precio tiene esa comida?

—Me gustaría decir que es un regalo para apaciguar mi conciencia por dejarte tanto tiempo en un lugar que no te correspondía, pero no tengo conciencia y la verdad es que me importa una mierda lo que hayas sufrido.

—Entonces, ¿por qué encierras a los demonios para proteger el mundo humano?

Thorn soltó un suspiro hastiado, como si le irritase que Fang sacara a colación el tema.

—Parece que sí tengo conciencia. ¡Menuda putada! No dejo de negarla, pero siempre vuelve. Pero nos estamos desviando del tema. En la noche del Mardi Gras, cientos de demonios escaparon de Kalosis. ¿Has oído hablar de ese sitio?

—No.

Thorn se encogió de hombros.

—Para no aburrirte, es el infierno atlante. Los demonios se comieron a unos cuantos de mis hombres y ahora resulta que ando escaso de personal en Nueva Orleans. —Abrió la boca como si acabara de darse cuenta de algo—. ¡Un momento! Pero si tú eres de allí… ¿Lo vas captando?

—Quieres que te ayude a encerrarlos.

—No exactamente. Más bien quiero que me ayudes a mantenerlos controlados y, en el caso de que crucen la línea, los traigas aquí… o los mates.

—¿Y si me niego?

Thorn señaló la puerta tras la cual aullaba el viento.

—Eres libre de abandonar mi casa y apañártelas solo en cuanto quieras.

La idea de marcharse no le resultaba muy atractiva, algo que Thorn sabía tan bien como él.

—¿Y si me quedo?

—Ayudaremos a tu novia y a su hermano a dar caza a esos daimons para que puedas salir de aquí.

Fang no lo veía muy claro. Seguro que le estaba ocultando algo. No le cabía la menor duda.

—Con todos tus poderes, me da que podrías reclutar a un montón de gente para hacer este trabajo. ¿Por qué me quieres a mí?

Thorn soltó una carcajada.

—Hay cierta raza, ciertas personas, aunque son muy pocas, que pueden hacer nuestro trabajo sin que las maten nada más salir por la puerta. No se trata de aptitud luchadora ni de instinto de supervivencia. Es cuestión de carácter.

Fang resopló al escucharlo.

—Yo no tengo de eso.

Thorn se puso serio mientras acortaba la distancia que los separaba. Esos ojos azules lo atravesaron como si estuvieran leyéndole el alma y la mente.

—Te equivocas, lobo. Tienes lealtad y coraje. Sin igual. Dos cosas que son casi imposibles de encontrar. ¿Sabes cuánta gente habría dejado morir a Aimée antes que ofrecer su alma para salvarla? Esa, amigo mío, es una rara cualidad que no se puede enseñar a nadie. O se tiene o no se tiene. Y da la casualidad de que tú la tienes a espuertas. La capacidad para sacrificarte por otra persona. Inestimable.

A él no le parecía inestimable. A veces le parecía una maldición.

Thorn le tendió la mano.

—Bueno, ¿te unes a mí?

—¿Tengo elección?

—Claro que sí. Jamás iré en contra de tu libre albedrío.

Qué curioso que él no lo viera de la misma manera. No parecía tener alternativa. Aceptó la mano de Thorn.

—Si mantienes a Aimée a salvo, te entregaré mi alma.

Las pupilas de Thorn se volvieron rojas de repente, pero fue tan rápido que Fang creyó haberlo imaginado.

Con expresión pétrea, Thorn soltó la mano de Fang.

—Chaval, voy a tener que enseñarte a desterrar esas palabras de tu vocabulario. Te lo digo en serio, no se pueden usar a la ligera, como tampoco debes tomarte a la ligera la misión a la que estás a punto de unirte.

—Dev… —dijo Aimée mientras su hermano la colocaba a su espalda para enfrentarse a los demonios que surgían de las sombras.

—Tenemos que salir de aquí. —La empujó hacia la calle.

Aimée echó a correr, pero no llegó muy lejos antes de que otro demonio la detuviera. Intentó teletransportarse, pero no pudo.

—¿Dev? ¿Puedes sacarnos de aquí?

—Ese poder no funciona.

Pegó la espalda a la de Dev; los demonios estaban rodeándolos. Olían a azufre.

—¿Qué está pasando?

—No tengo ni idea. Pero no me parecen unos demonios alegres.

No, desde luego que no. De hecho, tenían toda la pinta de estar deseando darse un buen festín de oso a su costa.

Aimée hizo aparecer su báculo.

—¿Alguna idea de cómo matarlos?

Dev se encogió de hombros con una tranquilidad que no podía estar sintiendo.

—La decapitación funciona con casi todo, pero si no funciona con estos, lo tenemos crudo. Yo me desharía del báculo y me pillaría una espada.

—También podéis quedaros quietecitos y no estorbar.

Aimée frunció el ceño al ver que dos hombres se materializaban a su lado. No eran demonios, tenían aspecto humano, pero se movían a una velocidad que desmentía su apariencia. Antes de que ella pudiera hacer desaparecer su arma siquiera, tenían a los demonios encadenados y en el suelo, en un bonito y sangriento montón.

Sacudió la cabeza mientras intentaba revivir los acontecimientos, pero había sucedido todo tan deprisa que ni siquiera había podido captar las imágenes.

—¿Qué ha sido eso?

Dev la miró con una sonrisa.

—Chuck Norris mezclado con Jet Li.

Los demonios gruñían y forcejeaban mientras los otros les daban leña.

—Cerrad el pico. —El más alto puso a un demonio femenino en pie de un tirón—. Por una vez me gustaría encontrarme a un demonio sin cuerdas vocales.

El otro hombre soltó una carcajada amarga.

—Al menos no nos están vomitando encima.

—Quien no se consuela es porque no quiere.

Y sin decirles nada, se marcharon.

Aimée intercambió una mirada perpleja con su hermano.

—Esto escapa por completo a mi experiencia. Y teniendo en cuenta lo rarito que es nuestro día a día, ya es decir.

—Creo que he fumado algo…

Aimée meneó la cabeza mientras intentaba encontrar sentido a todo aquello.

—¿Nos habrá vuelto a colar Tony sus hierbas especiales en la comida?

Dev soltó una carcajada.

—No creo. Pero le preguntaremos cuando volvamos a casa.

—Yo no lo haría.

Se separaron y vieron a una mujer en el callejón, justo en el lugar que acababan de abandonar los dos hombres. Tenía una larga trenza pelirroja y llevaba un top y unos pantalones de cuero, ambas prendas muy ajustadas. Era despampanante; Aimée se sintió ridícula a su lado.

Dev esbozó su sonrisa más seductora.

—Hola, guapa. ¿Dónde has estado toda mi vida?

La desconocida puso los ojos en blanco.

—Estás bueno, oso. Pero no, no eres mi tipo.

Aimée contuvo una carcajada, aunque Dev se lo tomó bastante bien.

—¿Quién eres?

—Llamadme Wynter.

Dev soltó una risita.

—Nada como un buen fuego en una noche de invierno[1], Wynter.

La aludida le lanzó una mirada divertida.

—¿Te funcionan esos topicazos con otras?

—No sabes cuánto.

—Me dejas pasmada. —Wynter avanzó hacia ellos, dejó atrás a Dev y se acercó a Aimée—. Thorn me envía para ayudarte a encontrar a los daimons que tienen el alma de Fang.

Aimée frunció el ceño; ese nombre no le sonaba absolutamente de nada.

—¿Thorn?

—Mi jefe. No cuestionamos sus órdenes. Solo las obedecemos. Quiere salvar al lobo, así que aquí me tienes.

—¿Las obedecéis, en plural? —preguntó Dev, que echó un vistazo a su alrededor para ver si había alguien más escondido entre las sombras.

Wynter lo miró con una sonrisa tensa, pero no le respondió.

—Así que los daimons desaparecieron mientras los estabais persiguiendo.

Aimée asintió.

—Creemos que entraron en una madriguera —explicó.

—Eso podría ser un problema.

Dev apoyó el peso en la pierna derecha y miró a Aimée con una mueca irritada.

—Sigo diciendo que les pasemos la pelota a los Cazadores Oscuros. Ese es su trabajo, no el nuestro.

Aimée ya estaba harta de esa discusión.

—Ellos no saben de qué daimons en concreto se trata, ni tampoco pueden entrar en una madriguera para obligarlos a salir.

—Ni nosotros. Por si no te has dado cuenta, somos una delicatessen para ellos y no quiero acabar como Fang, tirado en la cama y en coma… o peor, muerto.

—Pues vuelve a casa, Dev.

—Vuelve a casa, Dev —se burló él—. Vamos, como si maman no fuera a despellejarme vivo si te dejo aquí sola y regresas a casa en coma. Todo se reduce a esa obsesión mía de «No quiero morir».

—Pues deja de darme la tabarra, porque si no, yo misma te dejo en coma.

Wynter suspiró.

—¿Os peleáis así a todas horas?

—Sí —contestaron al unísono.

—Pero siempre empieza ella.

Wynter puso los ojos en blanco y resopló, disgustadísima.

—Gracias, Thorn. Esto es justo lo que necesito. Vas a pagarlo muy caro.

—Fang…

Fang abrió los ojos y vio a Aimée inclinada sobre él. Habían pasado semanas o incluso meses desde la última vez que la había visto. El alivio lo inundó al verla sana y salva. De algún modo Thorn había cumplido su promesa.

—Hola.

Aimée esbozó una sonrisa que le caldeó todo el cuerpo, y al hablar lo hizo con un deje dulce y juguetón que consiguió que se sintiera casi normal.

—Estás mejor que la última vez que te vi. Tal vez debería dejarte aquí después de todo.

Fang se echó a reír, aunque la idea lo espantaba.

—Preferiría que no lo hicieras. Pero tampoco quiero verte herida. Prefiero que estés a salvo y que me dejes aquí a que te pase algo.

Aimée le cogió la mano. La calidez y la ternura de ese gesto lo atravesaron. Su cuerpo ardía en deseos de saborearla de verdad.

¡Ay, si pudiera disponer de un minuto en el plano humano!

—Esta noche hemos acabado con tres.

Fang asintió.

—Lo sé —dijo—. Por eso mis heridas han sanado tanto. —También era el motivo de que se encontrara mucho más fuerte—. Gracias.

Aimée le besó la mano.

—De nada. Pronto estarás de vuelta. Te lo prometo.

Ojalá así lo quisieran los dioses. Era duro estar allí, día tras día. Se sentía muy solo y desconectado. Pero al menos Aimée estaba con él, jamás podría pagarle la deuda que tenía con ella.

—¿Cómo está Vane?

—No sabemos nada de él. Solo que está alojado en casa de uno de los Cazadores Oscuros para ayudar a proteger a su pareja.

—¿En casa de quién?

—De Valerio.

Fang soltó un taco al escuchar el nombre. Si ese cabrón hubiera hecho su trabajo en el pantano, Anya seguiría viva. En nombre de todos los dioses, ¿por qué lo ayudaba Vane? ¿En qué estaba pensando?

—¿El romano?

Aimée hizo una mueca y asintió.

—Lo siento, Fang. No pensaba que las noticias pudieran alterarte tanto.

Sin embargo, así era. No solo porque Valerio no había podido ayudarlos para proteger a Anya, sino porque él no estaba con Vane cuando más lo necesitaba. No soportaba la idea de que Vane tuviera que recurrir a alguien que ya les había fallado.

—¿Sabes qué miembros de la manada lo están persiguiendo?

—Solo hemos visto a Stefan. Ha venido al Santuario un par de veces… sin duda para llegar hasta ti.

Soltó otro taco.

—Tengo que salir de aquí. Vane no puede pelear solo.

—No está solo.

Fang se quedó de piedra ante aquella afirmación aparentemente contradictoria.

—¿Qué quieres decir?

—Fury está con él.

—¿Fury? —Se quedó boquiabierto por la indignación. Era evidente que a Vane se le había aflojado un tornillo desde que lo hirieron. ¿En qué narices estaba pensando su hermano?—. ¿Ese indeseable? ¿Qué hace mi hermano con él?

Aimée se apartó al darse cuenta del error que estaba cometiendo. ¿Qué tenía Fang que cada vez que se acercaba a él metía la pata? Era como si no pudiera hacer ni decir nada a derechas.

—Debería irme.

Fang se negó a soltarle la mano.

—Sabes algo —le recriminó.

Aimée titubeó. No era asunto suyo.

—Fang, no debo ser yo quien te lo diga.

—¿Decirme qué?

No podía hacerlo. Debería ser Vane quien se lo dijera. O Fury. Pero no ella.

—Tengo que irme.

—Aimée —dijo él con una voz tan atormentada que le atravesó el corazón—. Por favor, necesito saber qué pasa con él. Es la única familia que me queda. No me dejes aquí con esta incertidumbre.

Tenía razón. Eso sería muy cruel, y ya había sufrido demasiado.

Inspiró hondo y se preparó para su reacción.

—Fury es tu hermano.

Ese rostro tan apuesto perdió todo el color.

—¿Cómo?

Ella asintió.

—Es verdad. Al igual que le pasó a Vane, cambió de forma al llegar a la pubertad y se convirtió en katagario. Y tal como hizo tu padre con Vane y contigo, su madre volvió al clan en su contra y le dieron una paliza, tras la cual lo dejaron por muerto. Ahora se ha unido a Vane para luchar contra ellos y proteger a Bride, la pareja de Vane.

Fang meneó la cabeza sin dar crédito. El tormento que vio en sus ojos oscuros la destrozó. Detestaba verlo sufrir todavía más.

—¿Fury es mi hermano? Joder, ¿y qué vendrá después? ¿Va a resultar que Mamá Lo es una hermana mía desaparecida hace siglos?

Aimée puso los ojos en blanco.

—Eso me parece muy improbable…

Tumbado de espaldas en la cama, Fang se tapó los ojos con una mano.

—Creo que voy a vomitar.

Aimée le dio una palmadita en la barriga.

—Déjate de tonterías, Fang. Tienes otro hermano. Deberías estar agradecido.

Fang se quedó de piedra por el hecho de que Aimée lo hubiera tocado de esa manera. Si fuera cualquier otra persona, en ese momento tendría un brazo menos. Pero su dulce voz había conseguido mitigar la rabia y la sensación de traición.

—¿Y si te hubiera pasado a ti?

—Por si no te has dado cuenta, tengo hermanos de sobra. Pero tú… tú deberías alegrarte de tener más familia.

Tal vez.

—Sí, pero es Fury.

La última criatura sobre la faz de la tierra con la que quería estar emparentado. No soportaba a ese cabrón.

La voz lastimera de Fang logró que Aimée soltara una carcajada.

—Todos tenemos a un Rémi en el rebaño. Apechuga, llorica.

El insulto lo dejó atónito. Nadie se había atrevido a insultarlo jamás. Ni siquiera Vane.

—¿Llorica?

Aimée no se arredró.

—Quien se pica…

Se abalanzó sobre ella para hacerle cosquillas.

Aimée chilló e intentó esquivarlo, pero la tiró sobre la cama y la retuvo bajo su cuerpo. La sintió retorcerse, siguiéndole el juego y con un brillo travieso en los ojos mientras también ella intentaba hacerle cosquillas a su vez.

Fang se quedó inmóvil al darse cuenta de lo que pasaba. Estaba encerrado en el infierno y Aimée lo estaba haciendo reír…

Se puso serio y clavó la mirada en esos ojos celestiales que le llegaban hasta el fondo del alma. En ese incitante hoyuelo que atormentaba sus sueños. ¿Cómo era posible que le hiciera sentir eso? Toda su vida se había desmoronado y sin embargo conseguía hacerle reír. Hacerle olvidar que estaba atrapado en un plano distinto con demonios que lo torturaban cada vez que podían. Hacerle olvidar que había vendido su alma para protegerla.

¿Cómo era posible?

Aimée se estremeció al ver la expresión del apuesto rostro de Fang. El pelo le tapaba los ojos, ya que había agachado la cabeza para mirarla con una expresión ardiente y al mismo tiempo letal.

¿En qué estaría pensando?

Y en ese momento se acercó a ella muy despacio para besarla en los labios. Gimió al saborearlo mientras la abrazaba y la estrechaba contra su cuerpo. Cerró los ojos y aspiró el delicioso olor de su piel al tiempo que sus lenguas jugueteaban.

Aquello estaba mal. No se le había perdido nada allí. Con él. Sin embargo, no se le ocurría otro lugar donde prefiriera estar.

No es real, se dijo.

Era un sueño. Solo estaba en espíritu en ese lugar. ¿Eso contaba?

Tal vez.

Se apartó a regañadientes.

—Tengo que irme, Fang.

—Lo sé. —Le acarició el cuello con la nariz, provocándole escalofríos por el roce de la barba—. Es que necesitaba sentir calor un momento.

Esas palabras le destrozaron el corazón. Fang seguía llorando la pérdida de sus seres queridos y estaba perdido en un mundo donde no había nadie en quien pudiera confiar.

—Toma —le dijo ella al tiempo que se quitaba el medallón del que nunca se separaba. Se lo colocó alrededor del cuello.

Fang frunció el ceño al ver que tenía forma de corazón y que había en él un grabado de hojas de vid y zarcillos alrededor de una calavera. No era en absoluto masculino. Ese regalo debería haberle horrorizado.

Pero no era así.

Aimée le tomó la mano mientras sostenía el medallón.

—Si me necesitas, solo tendrás que gritar.

Te necesito ahora, pensó.

Sin embargo, fue incapaz de pronunciar las palabras en voz alta. Lo que hizo fue inclinarse hacia ella para aspirar su aroma a lila una vez más.

—Cuídate.

—Tú también.

Y después ella se marchó. Su desaparición lo dejó al borde de las lágrimas. Pero al menos su aroma perduraba sobre su piel como un susurro. Ojalá pudiera aferrarse a su calidez de la misma manera.

Suspiró y se quitó el medallón para abrirlo. Dentro había una foto de Aimée como osezna con dos hombres a quienes no conocía. Ambos sujetaban a la osita negra entre ellos y sonreían orgullosos. Debían de ser los dos hermanos que habían muerto. Esa idea lo hizo pensar en Anya. Y fue como si le retorcieran un cuchillo en las entrañas.

El dolor seguía siendo paralizante y agudo. Aunque lo peor era saber que nunca se mitigaría. Echaría de menos a su hermana durante el resto de su vida.

Pasó un dedo por la imagen y se dio cuenta de que tenía algo inscrito: «Allá donde vaya, tú siempre estarás conmigo. Tu imagen vive en mi corazón».

Reprimió las emociones que le llenaron los ojos de lágrimas, provocadas por unas palabras que lo habían conmovido. Parpadeó deprisa, cabreado con la sensación. Era un guerrero. Un lobo. No era una vieja que se echara a llorar con los anuncios lacrimógenos.

Y sin embargo una osita despertaba en él sensaciones desconocidas hasta ese momento.

Se sentía humano.

Y, sobre todo, se sentía querido.

Menuda estupidez… Su hermano y su hermana siempre lo habían querido… En fin, tal vez Vane no lo quisiera en ese preciso momento porque era inútil en el plano humano, pero Vane y Anya siempre habían sido su refugio. Lo querían y él los quería a su vez.

Pero lo que sentía por Aimée…

Está mal, lobo. Ni siquiera deberías pensar en ella, se dijo.

«Allá donde vaya, tú siempre estarás conmigo. Tu imagen vive en mi corazón.»

Eso era justo lo que sentía por ella.

Cerró el medallón, le dio un beso fugaz y se lo colgó al cuello. Sí, era lo bastante cursi como para revolverle el estómago. Sin embargo, era de Aimée, y saltaba a la vista que lo guardaba como un tesoro.

Y eso haría él hasta que pudiera devolvérselo en su plano.

En ese momento le iba a ser del todo imposible conciliar el sueño. Maldita sea… Era la primera vez en meses que se sentía lo bastante seguro como para echarse un buen sueñecito en vez de limitarse a cerrar los ojos en tensión a la espera del siguiente ataque. Pero tenía una erección del quince. Dolorosa y exigente.

Se golpeó la cabeza contra la cama y gruñó.

Sí, estoy en el infierno, se dijo. Pero al menos no se moría de hambre ni tenía que luchar contra los demonios. Además, ya era más fuerte.

Casi estaba completo.

Pronto volvería a ser el de antes, estaría de vuelta en el mundo que le correspondía, y podría olvidarse de todo eso.

Ojalá.

—No estarás pensando en reclutar a ese lobo, ¿verdad?

Thorn ni se movió al escuchar la voz de Desdicha en las sombras que tenía a su espalda. Agitó el vino dentro del enorme cáliz; mantenía la vista clavada en el fuego que crepitaba delante de él, un fuego que le recordaba al hogar que nunca quiso reclamar.

—¿Hay alguna razón de peso para que me molestes?

Desdicha se detuvo junto a su sillón. Colocó un brazo por encima del respaldo, apoyó la cadera en el brazo y lo miró con expresión hastiada.

—¿Por qué has mandado a tus matones a por nosotros?

—Violasteis la ley.

Desdicha gruñó, disgustada, y luego se sentó en su regazo. A Thorn le costó la misma vida no tirarla al suelo.

—No vamos a entrar en eso, ¿verdad? —replicó ella, acariciándole la mejilla con una uña y mirándolo con una sonrisa coqueta—. Ven al lado oscuro conmigo, cariño. Sabes que quieres hacerlo.

Sí, quería hacerlo. La seductora tentación siempre estaba presente, y su padre enviaba continuamente a demonios como Desdicha para hacerle cambiar de opinión.

Pero se negaba a claudicar.

Había hecho un juramento y, por la diminuta parte de su ser que seguía siendo decente, se negaba a caer en la tentación. Utilizó sus poderes para abandonar el sillón y se teletransportó al lado de la chimenea, de modo que Desdicha cayó al suelo.

—Lárgate, Desdicha. No estoy de humor para hablar contigo.

Ella se puso en pie.

—Vale. Pero recuerda una cosa: al último soldado que mandaste a Nueva Orleans lo destripamos. Espera a ver lo que hemos planeado para tu lobo.