Fang hizo todo lo posible por adoptar su forma animal, pero no pudo. La cosa no pintaba bien, pero tampoco podía hacer nada.
De acuerdo. Humano era y lucharía como tal si eso era lo único que le quedaba. Sin embargo, estaban a punto de descubrir un par de cosillas sobre él.
Nadie le ganaba la partida a Fang Kattalakis. Jamás.
—Al lío, capullos. —Intentó lanzarles una descarga.
Sus poderes no funcionaban.
¡Mierda!
Desdicha soltó una carcajada.
—No estás en tu plano, lobo. Aquí solo eres una persona… con una fuerza vital de la que podemos alimentarnos.
Fang chasqueó la lengua.
—Nena, no merece la pena que te indigestes por mí, hazme caso. —Dio un puñetazo al primer demonio que se abalanzó sobre él. El demonio se alejó trastabillando. Asestó un gancho en el mentón al siguiente demonio, apartándolo de golpe.
Pero lo superaban en número.
Sobrepasado por el enorme grupo, lo tumbaron por la fuerza en el frío y húmedo suelo. Soltó un taco e hizo todo lo posible por liberarse.
No fue suficiente.
Lo arrastraron al interior de la gruta y lo ataron a un altar de piedra.
—Vamos, lobo. Pelea con toda tu alma. —Una carcajada resonó en sus oídos antes de que algo caliente se le clavara en el muslo.
Fang gritó de dolor.
Se escucharon más risas.
Desdicha se acercó para mirarlo a los ojos.
—Cuanto más sufras, más poderosos seremos. Nos alimentamos del dolor. De la miseria. Así que sácalo todo.
Junto a ella había un hombre.
—Ha pasado mucho tiempo desde que tuvimos a alguien tan fuerte. ¿Cuánto crees que durará?
—No lo sé… creo que va a ser muy interesante, y dada su naturaleza, debería proporcionarnos el poder suficiente para escapar de aquí y entrar en el plano humano. —Desdicha le quitó la daga de la mano—. Mientras tanto…
Se la clavó a Fang en el estómago.
—¿Ha comido?
Vane tragó saliva al escuchar la pregunta de Mamá Osa, a la que contestó negando con la cabeza. Fang no había probado bocado desde que los osos lo acogieron, dos días antes.
Su hermano se moría, y al igual que había pasado con Anya, no podía hacer nada por salvarlo.
Una furia impotente se apoderó de él. Ansiaba vengarse por lo que les había pasado. No solo a Anya, sino también a Fang.
Mamá Osa le sonrió con amabilidad.
—Si necesitas algo, solo tienes que pedirlo.
Vane se obligó a contener un gruñido.
Lo que necesitaba era que su hermano volviera a estar entero. Pero el ataque de los daimons le había quitado las ganas de vivir. Le habían robado algo más que la sangre, también se habían llevado su dignidad y su corazón.
Vane dudaba mucho de que su hermano recuperase la normalidad algún día.
Mamá Osa adoptó su forma animal y se alejó. Vane se percató vagamente de que Justin se alejaba por el pasillo en forma de pantera, seguido de un tigre y dos halcones. Todos se dirigían a sus habitaciones, donde podrían pasar el día en sus verdaderas formas animales, protegidos del mundo exterior que desconocía su existencia.
Ojalá pudiera hacer lo mismo.
—Es como un zoo, ¿no?
Vane levantó la vista. Colt se hallaba junto a la puerta. Con su más de metro noventa de estatura, Colt era uno de los Howlers. Al igual que Mamá Peltier y su clan, era un oso, pero a diferencia de ellos, era arcadio.
Le sorprendía muchísimo que los osos tolerasen a un arcadio entre sus filas. La mayoría de los clanes katagarios mataban a cualquier arcadio con el que se cruzasen.
Él lo habría hecho.
Sin embargo, Mamá Lo y Papá Oso no eran como los demás.
—¿Qué quieres? —preguntó Vane.
Colt cruzó los brazos por delante del pecho.
—Estaba pensando… que sería más seguro para todos los habitantes del Santuario que hubiera dos centinelas protegiendo a los Peltier.
Vane resopló al escucharlo.
—¿Desde cuándo un centinela protege a un clan katagario?
Colt lo miró con sorna.
—¿Eso me lo dice un centinela arcadio que está acariciando la piel de un lobo katagario?
La rabia ensombreció la cara de Vane por el hecho de que Colt pudiera ver lo que siempre había conseguido ocultarles a los demás. De no ser porque necesitaba quedarse allí por el bienestar de Fang, se había abalanzado sobre Colt.
—No soy un centinela, y tampoco soy arcadio.
—No puedes esconderte de mí, Vane. Al igual que yo, has elegido esconder tu marca facial, pero eso no cambia lo que eres. Somos centinelas.
Vane sintió deseos de matarlo.
—Nunca seré un centinela. Rechazo ese derecho de nacimiento. No pienso dar caza y matar a mi gente.
—¿No lo has hecho ya? —Colt enarcó una ceja—. ¿A cuántos centinelas has matado por tu manada?
Vane no quería pensar en eso. Porque era distinto. Habían amenazado a Anya y a Fang.
Colt dio un paso al frente.
—Tío, no soy quién para juzgarte. Solo digo que sería más fácil…
—No voy a quedarme —gruñó—. Los lobos no se mezclan con los demás. En cuanto esté lo bastante fuerte para poder proteger a Fang, me largaré.
Colt inspiró hondo y sacudió la cabeza.
—Como quieras. —Se dio la vuelta y se marchó.
A Vane se le encogió el corazón cuando salió de la habitación el tiempo justo para devolver a la cocina la comida que Fang no había probado.
Si su hermano no recuperaba pronto la conciencia, no sabía qué iba a hacer. Sobre los dos pendía una sentencia de muerte.
No pasaría mucho tiempo antes de que su padre enviara a algunos de los suyos para asegurarse del destino que habían corrido sus hijos. En cuanto descubrieran que ambos seguían vivos, enviaría asesinos tras ellos. Necesitaba que Fang fuera capaz de moverse.
Podía luchar solo, pero trasladar el culo catatónico de Fang de un lado para otro no iba a resultar nada sencillo, y desde luego no le apetecía hacerlo cuando lo que quería en realidad era tumbarse y lamerse las heridas.
A la mierda con Fang por ser tan egoísta.
Cuando regresó al dormitorio, encontró a Wren junto a la puerta y a Aimée Peltier sentada en la cama junto a Fang.
Aunque Wren tenía treinta y pocos años, parecía mucho más joven. Llevaba el pelo rubio oscuro con rastas y todavía no le había dirigido una sola palabra.
Mamá Lo le había dicho que el mismísimo Savitar les había llevado a Wren al Santuario. Nadie sabía nada sobre él, salvo el hecho de que era un híbrido katagario muy salvaje.
Aimée era una rubia muy guapa… siempre y cuando a un hombre le gustasen las mujeres delgadísimas, lo que no era su caso. Era la niña bonita del clan Peltier y, a juzgar por lo que había visto, era de los pocos osos de buen corazón.
Vane frunció el ceño cuando vio que Aimée se inclinaba hacia Fang para susurrarle algo al oído. A continuación la vio acariciarle el pelaje antes de ponerse en pie. Se quedó helada al verlo.
—¿Qué le has dicho? —preguntó Vane.
—Le he dicho que los dos sois bienvenidos aquí. Que nadie volverá a hacerle daño.
Vane miró a su hermano.
—No vamos a quedarnos.
Wren lo miró con una media sonrisa.
—Qué gracia. Eso fue lo mismo que dije yo, y mírame.
—Yo no soy como tú, tigardo.
La furia relampagueó en los ojos de Wren.
Vane se preparó para el ataque.
Aimée se interpuso entre ellos.
—Vete a la cama, Wren. Sé que estás cansado.
El comentario pareció disipar su rabia lo justo para que se diera la vuelta y se marchara.
Aimée se dirigió a Vane.
—Sé lo que Carson ha dicho sobre Fang, pero…
—¿Qué?
La osa miró hacia la forma inconsciente de Fang.
—No sé… No me parece propio de Fang. No es la clase de persona que se encierra en sí misma y no vuelve a salir.
Vane frunció el ceño.
—No conoces a mi hermano. No está acostumbrado a que puedan con él. No lo ha permitido nunca. Su orgullo se resintió mucho en el pantano, pero se pondrá bien. Lo sé. —Miró a Fang por encima del hombro—. Estará mejor por la mañana.
Aimée no replicó. Vane llevaba repitiendo eso mismo desde que llegaron. Ella no lo creía, de la misma manera que él tampoco lo creía.
Sin embargo, Aimée presentía que algo iba muy mal. No terminaba de saber qué era…
Pero la sensación era muy persistente.
—Buenas noches —se despidió de Vane con una sonrisa y se marchó.
Muy inquieta, se fue a su habitación y se cambió de ropa. Mientras se lavaba la cara y se cepillaba el pelo, era incapaz de desterrar la sensación que la carcomía. Era como si Fang estuviera llamándola a gritos. Como si quisiera hacerle saber algo.
Frustrada, se acercó a su mesita de noche y cogió el móvil. Nunca antes había llamado a Aquerón, pero no se le ocurría otra persona que pudiera ayudarla.
Contestó al primer tono.
—Hola, Ash, soy Aimée Peltier. ¿Cómo estás?
—Perplejo. ¿Cómo has conseguido mi número?
Aimée se pasó la mano por el pelo mientras se paseaba por la alfombra oriental de su dormitorio.
—Dev me lo dio cuando tú se lo diste a él. Por si las moscas.
—Ah. Siento la brusquedad. No soléis llamarme. Pensé que sería uno de mis Cazadores Oscuros con sus lloriqueos.
Ella soltó una carcajada.
—Sí, me lo imagino.
—¿En qué puedo ayudarte?
—Yo… —Titubeó, no sabía qué decir. Seguro que la tomaba por loca. ¿Cómo explicar ese presentimiento cuando ni siquiera ella lo entendía?—. ¿Qué sabes de los ataques de los daimons?
Una carcajada ronca resonó en sus oídos.
—Absolutamente nada. ¿Por qué?
Aimée puso los ojos en blanco ante aquel sarcasmo. Sí, era una pregunta muy tonta teniendo en cuenta que llevaba luchando contra ellos más de once mil años.
—No sé si conoces a Fang Kattalakis, pero hace un par de días lo atacaron unos daimons y… —Dejó la frase en el aire: Ash acababa de aparecer a su lado.
Iba vestido de negro de los pies a la cabeza. Su larga melena hacía juego con la ropa, salvo por las mechas burdeos. Aunque era el Cazador Oscuro más antiguo de todos, aparentaba unos veinte años.
—¿Qué ha pasado?
Aimée estaba tan alucinada de que se hubiera presentado de golpe en su dormitorio que no respondió. Con sus más de dos metros de altura, ese hombre ocupaba muchísimo espacio en su habitación y proyectaba un aura de poder y de atractivo sexual antinatural.
—¿Cómo lo has hecho? No sabía que los Cazadores Oscuros pudieran teletransportarse.
—Algunos podemos. Dime qué le ha pasado a Fang.
Aimée cerró el móvil y lo dejó en la mesita de noche.
—Lo atacaron en el pantano y está en estado comatoso.
—Pero ¿no está muerto?
—No, no está muerto.
Aquerón soltó un suspiro de alivio.
—¿Dónde está?
Aimée lo condujo por el pasillo hasta la habitación que le habían asignado a Fang. Llamó a la puerta y esperó a que Vane les diera permiso para entrar con un gruñido antes de abrir y descubrir a los hermanos donde los había dejado.
Vane se puso en pie de un salto al ver a Aquerón.
—¿Qué haces aquí? —preguntó con un deje ofendido y gélido.
—Me he enterado de lo de Fang. ¿Qué ha pasado?
En el mentón de Vane apareció un tic nervioso.
—Una timoria. Nos dejaron para que muriéramos y después nos atacaron unos daimons.
Ash entró en el dormitorio y se arrodilló junto a la cama para examinar el cuerpo de Fang. Le colocó una enorme mano en el cuello y después le levantó los párpados.
Aimée intercambió una mirada con Vane.
—Carson dice que ha entrado en coma por el ataque.
—Dice que se está muriendo —añadió Vane.
Ash apartó la mano y los miró.
—Es muy raro. Es como si ya estuviera muerto.
—¡No digas eso!
Ash se apartó cuando Vane hizo ademán de golpearlo.
—Puedes atacarme hasta hartarte, pero eso no cambiará nada.
Aimée se acercó a Vane y le colocó una mano en el brazo para consolarlo.
—¿Habías visto algo parecido? —le preguntó a Ash.
—No, nunca en once mil años, y no me lo explico. Los daimons pueden alimentarse de los humanos y de los katagarios sin causarles daño. Sin embargo, esto…
Aimée tragó saliva.
—Es como si le hubieran quitado el alma.
—No —la corrigió Vane con un suspiro—. Le han quitado más que eso. Es Anya. No soporta la idea de dejarla ir. —Se sentó junto a Fang de nuevo—. No creo que sea capaz de soportar el dolor de vivir sin ella.
Aimée indicó a Ash con un gesto que se reuniera con ella fuera del dormitorio.
Una vez en el pasillo, cerró la puerta tras ellos con la esperanza de que de Vane no los oyera.
—¿Crees que es tan sencillo?
Ash negó con la cabeza.
—Yo tampoco.
Ash miró la puerta como si pudiera ver lo que había al otro lado.
—Deja que lo hable con Savitar. Estoy de acuerdo contigo. Creo que hay algo más aparte de lo evidente.
—Gracias.
Ash inclinó la cabeza y se marchó. Aimée regresó a su habitación, donde terminó de cambiarse de ropa para acostarse.
Rayaba el alba cuando por fin se durmió.
—¿Aimée?
—¿Fang?
Sus sueños cambiaron hasta que lo vio engullido por una neblina oscura. Fang parecía cansado y estaba muy blanco, pero entero. Llevaba unos vaqueros ensangrentados, y sus pies descalzos estaban llenos de cortes y magulladuras.
Corrió hacia él e intentó alcanzarlo, pero Fang se alejó.
—¡Fang! —gritó.
—Calla —susurró él, y su voz resonó en la oscuridad.
—¿Dónde estás?
—No lo sé. En una cueva.
Se acercó a él y Fang la agarró y la pegó a una pared irregular.
—No te muevas. —Su voz apenas era un susurro.
Aimée se estremeció por su cercanía. Había olvidado lo alto y lo fuerte que era en su forma humana. Pero olía de maravilla y su aspecto era todavía mejor. La barba de varios días le confería un aire rudo que aumentaba su atractivo sexual.
Lo rodeó con los brazos y lo estrechó con fuerza, deleitándose con la dureza de su cuerpo. Deleitándose con el hecho de que estuviera con ella y no muerto.
Fang hundió la mano en su pelo y la cara en su cuello, como si ella fuera un salvavidas al que debía aferrarse. Nadie la había abrazado jamás con tanta ternura ni ferocidad. ¡Por todos los dioses! Era maravilloso sentirlo y se moría de ganas de quedarse allí con él para siempre.
Sin embargo, sintió algo húmedo y cálido en el abdomen. En ese preciso momento se dio cuenta de lo que era. Fang sangraba muchísimo de una herida en el estómago. Jadeó, se apartó y vio que la sangre le manchaba el camisón.
—¿Qué narices pasa?
Fang le cogió la mano y se la apartó de la herida.
—Un grupo de demonios limacos me ha atacado. He conseguido escapar, pero no ha sido fácil. —Hizo una mueca asqueada—. No me queda mucho tiempo antes de que den conmigo. Si alguno te encuentra aquí, te matará, o lo que es peor, te hará su prisionera.
—No lo entiendo…
Fang tragó saliva antes de continuar.
—No puedo despertarme, Aimée. Necesito que alguien encuentre a los daimons que se alimentaron de mí y los mate.
Aimée estaba atónita.
—¿Qué?
—Los daimons… han retenido parte de mi alma. Mientras ellos vivan, no puedo despertarme ni utilizar los poderes… porque los tienen ellos. Alguien tiene que matarlos para que yo pueda volver a estar completo. ¿Lo entiendes?
Ella asintió.
—¿Cómo puedo encontrarlos?
Fang le cogió la mano y se la llevó al pecho desnudo, justo sobre su corazón. La calidez de su piel le provocó un escalofrío.
—Utiliza tus poderes.
Aimée cerró los ojos y se concentró en la noche que lo atacaron. Una tras otra fue viendo las caras de los daimons que lo habían torturado.
Fang se inclinó hacia ella y le susurró al oído con voz ronca y seductora:
—No puedo hacerlo solo, Aimée. No puedo encontrarlos desde aquí.
Al escuchar su petición, tan atípica en él, frunció el ceño. Fang nunca pedía ayuda a nadie.
—¿Quién eres?
Fang le tomó la cara entre las manos.
—Soy yo. Te lo juro.
—No. Fang nunca pediría ayuda. Y menos a mí.
Él soltó una carcajada amarga.
—Te juro que no lo hago por gusto. Pero no puedo luchar contra esto solo. Lo he intentado todo y Vane no me contesta. Cree que es un sueño; por mucho que lo intento, no me responde. Tú eres la única que ha venido hasta mí. Por favor, Aimée. No me dejes aquí de esta manera.
La invadió la duda.
—¿Cómo sé que eres tú?
Respondió a su pregunta con un beso apasionado, un beso que la dejó acalorada y sin aliento. Anhelante. Temblorosa. Sí, desde luego que era Fang. No había la menor duda. Nadie besaba como él. Y nadie tenía su olor.
Fang se apartó con expresión atormentada.
—Sácame de aquí. Por favor. Tú eres mi única esperanza.
Aimée asintió y en ese preciso momento oyeron un feroz aullido.
Fang dio un paso atrás.
—Los Segadores vuelven. Vete, nena. —La besó en la mejilla—. Y no vuelvas. No es seguro.
La apartó y desapareció.
Aimée se despertó temblando.
Aterrada, recorrió el dormitorio con la mirada y vio que el sol ya estaba bastante alto y que se colaba por las rendijas de la persiana. Entrecerró los ojos y miró el despertador. Las diez de la mañana.
Solo ha sido un sueño, se dijo.
Entonces, ¿por qué la atormentaba? Se dio la vuelta e intentó conciliar el sueño de nuevo.
Necesito dormir más de cinco horas, pensó.
Aun así, no podía sacarse de la cabeza la desesperación que había oído en la voz de Fang.
La necesitaba.
Resopló con desdén.
—Está en su cama, imbécil. Duérmete.
No podía. Aunque lo intentó, fue incapaz de relajarse y de librarse de la sensación de urgencia que la atenazaba. Se levantó, aunque lo hizo discutiendo consigo misma. Se puso una abrigada bata verde y se dirigió a la habitación de Fang.
—Joder, vaya pintas…
Fulminó a Dev con la mirada cuando se lo cruzó por el pasillo.
—Al menos yo tengo un motivo, tío. ¿Tú has roto el espejo esta mañana o qué?
Dev se echó a reír mientras se alejaba de ella.
—Creía que ibas a hacer el turno de tarde.
—Y voy a hacerlo. Solo voy al cuarto de baño.
Su hermano la miró con una sonrisa traviesa.
—He dejado la tapa levantada.
—Normal. Al menos esta vez me has avisado.
Dev frunció la nariz con actitud juguetona y a continuación desapareció.
Aimée sacudió la cabeza por las tonterías de su hermano y cambió de dirección para ir al dormitorio de Fang. Abrió la puerta despacio para asegurarse de que estaba solo. Y por suerte así era. Vane debía de haberse marchado por fin a su propia habitación.
Entró y cerró la puerta.
Todo estaba en silencio. No se escuchaba ni un susurro.
Me estoy volviendo loca, pensó.
Era la única explicación.
Se acercó al cuerpo comatoso de Fang y le colocó una mano en el suave pelaje. Su respiración era superficial pero firme. No había pruebas de violencia ni nada parecido.
Fang estaba bien.
Salvo por el hecho de que se negaba a regresar al mundo. No comprendía esa clase de debilidad. Fang parecía muy fuerte y capaz. ¿Qué había pasado para que se quebrara de esa forma?
No tenía sentido.
Sin embargo, no podía hacer nada por ayudarlo. Le acarició la oreja y suspiró.
—Duerme bien, cariño.
Y salió del dormitorio para regresar a su habitación.
Diciéndose de todo por ser una tonta, se quitó la bata y la tiró sobre la cama.
Cuando cayó, vio algo raro…
Una mancha.
Una mancha roja.
Confundida a más no poder, se miró el camisón y vio la sangre de la herida de Fang. Al mirarse en el espejo, advirtió algo que confirió más veracidad a su sueño. Tenía la cara enrojecida por la barba de Fang. Y los labios hinchados por sus besos.
Había sido real.
Absolutamente todo.
Fang estaba atrapado y ella era su única esperanza de regresar al mundo…