11

Fang echó la cabeza hacia atrás; todo el cuerpo le dolía un horror. Estaba colgado de la rama de un árbol por un fino cordón de alambre que se le clavaba en las muñecas; la sangre resbalaba por los antebrazos y al llegar al codo goteaba hasta el agua pantanosa que tenía debajo. Le parecía imposible que pudiera oír ese goteo, pero habría jurado que así era.

Cada vez que recordaba los acontecimientos que los habían conducido hasta esa situación se desesperaba por dentro.

—Lo siento mucho, Vane. Te juro que no quería que acabáramos así.

Vane gruñó mientras caía una vez más tras intentar alzarse. Fang sabía cuánto debían de dolerle los brazos por el esfuerzo de soportar sus más de noventa kilos de puro músculo únicamente por las muñecas.

Fang inspiró hondo e intentó desentenderse del agudo dolor de sus propias muñecas, que le ardían y le palpitaban.

—No te preocupes, Fang. Vamos a salir de esta.

Aunque Fang lo oyó, sus palabras no tuvieron efecto en él. Se sentía demasiado mal por la situación en la que se hallaban. Todo había sido culpa suya. La muerte de Anya y su captura. Debería haber sabido que su padre les haría alguna putada.

¿Por qué no lo había presentido?

Podría haber luchado con más ahínco. Debería haber luchado con más ahínco. ¿Cómo había dejado que los sorprendieran con tanta facilidad?

Al final también le iba a costar la vida a Vane…

¿Cuándo iba a aprender?

Vane volvió a forcejear con el alambre que le apretaba las muñecas y lo ataba por encima de la cabeza a la delgada rama de un vetusto ciprés, de donde colgaba precariamente justo sobre las aguas pantanosas más negras e inmundas que había visto en la vida. No sabía qué era peor, si la idea de perder las manos, la de perder la vida o la de caer a ese asqueroso agujero infestado de caimanes.

A decir verdad, prefería la muerte a rozar siquiera esas apestosas aguas. A pesar de la oscuridad que reinaba en los pantanos de Luisiana, sabía lo pútridas y asquerosas que eran. Había que estar bastante mal de la cabeza para vivir en ese lugar. Por fin tenía pruebas fehacientes de que el Cazador Oscuro llamado Talon de los Morrigantes era un imbécil de nacimiento.

Fang estaba atado a una rama igual de delgada al otro lado del tronco. Y los dos se balanceaban en el aire, rodeados por los efluvios del pantano, las serpientes, los insectos y los caimanes.

Con cada movimiento que hacía, el cordón se le clavaba más en las muñecas. Si no conseguía liberarse pronto, el puñetero alambre acabaría por cortarle los tendones y los huesos, amputándole las manos.

Ese sería el último error de su padre.

Eso si Vane conseguía sacarlos de ese puto pantano antes de que algún bicho se los comiera.

Ambos estaban en forma humana, atrapados por los microimpulsos iónicos de los delgados metriazos de plata que llevaban en torno al cuello. Los collares les impedían cambiar de forma. Algo que su padre creía que los debilitaría.

En el caso de Fang era cierto.

Pero no en el de Vane.

Aun así, el collar afectaba sus poderes mágicos y su capacidad para manipular las leyes de la naturaleza. Y eso lo ponía de muy mala leche.

Al igual que Fang, Vane solo llevaba puestos unos ensangrentados vaqueros. Por supuesto, nadie esperaba que sobrevivieran. Los collares solo se podían quitar con magia (algo vetado para ellos mientras los llevaran), y si por algún milagro conseguían bajar del árbol, la nutrida población de caimanes podría seguir el rastro de su sangre. Unos caimanes que estaban esperando a que cayeran al pantano para darse un suculento festín de carne de lobo.

—Tío —dijo Fang, enfurecido—, Fury tiene razón. No puedes fiarte de alguien que sangra durante cinco días seguidos y no se muere. Debería haberte hecho caso. Me dijiste que Petra era una puta traicionera, pero ¿te hice caso? No. Y mira dónde estamos ahora. Te juro que si salimos de esta, me la cargo.

—¡Fang! —masculló Vane al ver que su hermano seguía protestando mientras él intentaba utilizar el escaso poder que le quedaba pese a las dolorosas descargas eléctricas del collar—. ¿No podrías dejar el mea culpa un ratito? Necesito concentrarme. Y si no lo consigo vamos a estar colgados de este puñetero árbol para toda la eternidad.

Fang gruñó; también él intentaba subirse a la rama, pero tenía menos suerte todavía que su hermano. Por alguna razón, era incapaz de impulsarse.

¡A la mierda la manada entera! Miró a Vane y suspiró.

—Bueno, para toda la eternidad no. Creo que nos queda poco más de media hora antes de que el cordón nos corte las manos. Y, por cierto, me duelen un montón. ¿Cómo vas tú?

Guardó silencio un instante mientras Vane tomaba aire, justo cuando sentía que el cordón se aflojaba un poco.

También escuchó un crujido.

Fang sucumbió al pánico al oír el crujido y al ver al caimán que los esperaba abajo para zampárselos. Incapaz de enfrentarse a la realidad, reaccionó de la única manera de la que fue capaz. Con palabras.

—Te juro que jamás volveré a decirte que me muerdas el culo. Cuando me digas algo, te haré caso sin rechistar, sobre todo si se trata de una hembra.

—En ese caso, ¿por qué no empiezas haciéndome caso cuando te digo que cierres el pico? —replicó Vane con un gruñido.

—Estoy calladito. Es que odio ser humano. Es un asco. ¿Cómo lo aguantas?

—¡Fang!

—¿Qué?

Vane puso los ojos en blanco. Era inútil. Cada vez que su hermano adoptaba forma humana, la única parte de su anatomía que ejercitaba era la lengua. ¿Por qué no se les había ocurrido a los de su manada amordazarlo antes de colgarlo del árbol?

—¿Sabes? Si pudiéramos cambiar de forma, podríamos cortar el alambre con los dientes. Claro que si fuéramos lobos, no podrían sujetarnos, así que…

—¡Cállate! —le ordenó Vane de nuevo.

Fang hizo una mueca; seguía intentando levantar las piernas, pero era inútil. Tenía todo el cuerpo entumecido y no podía soportar los aguijonazos de dolor que le estaba provocando la falta de riego sanguíneo.

—¿Vuelve la sensibilidad a las manos después de haberlas tenido tanto tiempo entumecidas? A los lobos no les pasa esto. ¿Es normal en los humanos?

Vane cerró los ojos, harto. De modo que así iba a terminar su vida. No en una gloriosa pelea contra un enemigo ni en un enfrentamiento con su padre. Ni tampoco mientras dormía.

No, lo último que escucharía al morir sería el incesante parloteo de Fang.

Quién lo iba a decir…

Vane echó la cabeza hacia atrás para poder ver a su hermano en la oscuridad.

—¿Sabes, Fang? Creo que sí voy a echarte la culpa. Estoy hasta los huevos de estar aquí colgado porque eres un bocazas y le has contado a tu última amiguita que he estado protegiendo a la mujer de un Cazador Oscuro. Muchísimas gracias por no saber cuándo meterte la lengua en el culo.

—Vale, vale, pero ¿cómo iba a saber que Petra saldría corriendo a contarle a Markus que estabas con Sunshine y que esa fue la razón de que nos atacaran los daimons? Esa puta traicionera… Petra me aseguró que quería ser mi pareja.

—Todas quieren serlo, capullo, va en la naturaleza de la especie.

—¡Vete a la mierda!

Vane suspiró aliviado cuando Fang se calló por fin. El cabreo de su hermano le daría unos tres minutos de tranquilidad, ya que estaría muy ocupado buscando una réplica creativa y mordaz mientras echaba humo por las orejas.

Entrelazó los dedos y levantó las piernas. El dolor de los brazos se intensificó cuando el cordón se clavó con fuerza en su carne humana. Rezó para que los huesos aguantaran un poco más antes de acabar cercenados.

La sangre volvió a correrle por los brazos cuando levantó las piernas hacia la rama que tenía por encima de la cabeza.

Si pudiera rodearla con las piernas… aferrarse a ella…

Tanteó la rama con los pies. La corteza estaba fría y le raspó el empeine. Consiguió rodear la rama con el pie.

Solo un… poco…

Más.

—Eres un gilipollas… —masculló Fang.

En fin, no podía decirse que su hermano fuera muy creativo.

Vane se concentró en el acelerado ritmo de su corazón y se negó a escuchar los insultos de su hermano.

Cabeza abajo, rodeó la rama con una pierna y soltó el aire. Gruñó aliviado cuando por fin consiguió librar las doloridas y sangrientas muñecas de casi todo el peso de su cuerpo. El esfuerzo lo hizo jadear; Fang proseguía con su retahíla de insultos.

La rama emitió un fatídico crujido.

Volvió a contener el aliento, aterrado por la posibilidad de que el menor movimiento la partiera y acabara cayendo de cabeza a las verdosas y pútridas aguas del pantano.

De repente, los caimanes se agitaron inquietos y desaparecieron a toda pastilla.

—Mierda —dijo entre dientes.

Esa no era una buena señal.

Solo sabía de dos cosas que espantaran a los caimanes. Una era que Aquerón o un Cazador Oscuro llamado Talon, que vivía en los pantanos, regresaran y los metieran en cintura. Pero Talon estaba en el Barrio Francés salvando el mundo, no en el pantano. En cuanto a Aquerón, no tenía ni zorra idea de dónde se había metido.

La otra, mucho menos atractiva, eran los daimons. Esos muertos vivientes condenados a matar para prolongar sus vidas artificialmente. Además de humanos, se enorgullecían de matar katagarios o arcadios. Como las vidas de estos últimos eran centenarias y poseían habilidades mágicas, sus almas eran capaces de sustentarlos durante un período diez veces superior a lo que lo hacía la de cualquier humano.

Y lo más importante: una vez que se apoderaban del alma de un arcadio o de un katagario, absorbían sus habilidades mágicas y podían utilizarlas contra otros.

Eran un puto delicatessen para los daimons.

Había un solo motivo por el que los daimons estaban allí. Una única explicación para que hubieran dado con ellos en ese pantano aislado donde no se aventuraban sin una buena razón. Alguien se los había ofrecido en bandeja a modo de sacrificio con el fin de que dejaran a la manada en paz.

Y no tenía la menor duda de quién había hecho la llamadita.

—¡Hijo de puta! —gritó Vane en la oscuridad, a sabiendas de que su padre no lo escucharía. Pero de todas formas necesitaba desahogarse.

—Y ahora ¿qué te he hecho? —preguntó Fang, indignado—. Además de hacer que te maten, claro.

—No me refería a ti —le aclaró mientras intentaba rodear la rama con la otra pierna para poder soltarse las manos.

Algo saltó desde el suelo hasta una rama situada por encima de él.

Cuando se giró, vio a un daimon alto y delgado muy cerca, vestido de negro de los pies a la cabeza y mirándolo con un brillo jocoso y hambriento.

El daimon chasqueó la lengua.

—Deberías alegrarte de vernos, lobo. Después de todo, solo queremos liberarte.

—¡Vete a la mierda! —gruñó Vane.

El daimon se echó a reír.

Fang aulló cuando un daimon le clavó los colmillos en el hombro. Intentó apartarlo con un cabezazo. Fue inútil. Los daimons se abalanzaron sobre él como un enjambre y no podía hacer nada por retenerlos. Intentó darles patadas y morderlos… cualquier cosa para ahuyentarlos.

Nada funcionó.

No podía hacer nada para defenderse.

No podía hacer nada para defender a Vane. Ese pensamiento fue como un jarro de agua fría. Jamás había experimentado semejante sensación de impotencia. Era un luchador. Un soldado.

¿Por qué no podía proteger a los seres que más quería? Anya había muerto y Vane estaba a punto…

—¡Soltadme, cabrones! —masculló al tiempo que se afanaba por liberarse.

Los daimons le clavaron los colmillos, desgarrándole la carne. El dolor era insoportable. Tenía la sensación de que se lo estaban comiendo vivo.

Vane levantó la vista y vio que un grupo de diez daimons bajaba a Fang del árbol. ¡Joder! Su hermano era un lobo. No sabía cómo defenderse en su forma humana. Al menos mientras tuviera el collar puesto.

Furioso, Vane alzó las piernas con fuerza. El movimiento rompió la rama al instante y cayó de cabeza a las pestilentes aguas. Contuvo el aliento cuando el nauseabundo olor se coló en su boca. Intentó salir a la superficie, pero fue incapaz.

Aunque tampoco hizo falta. Alguien lo agarró del pelo y tiró de él.

En cuanto tuvo la cabeza fuera del agua, un daimon le clavó los colmillos en el hombro desnudo. Con un gruñido furioso, Vane le asestó un codazo en las costillas y se aprestó a devolverle el mordisco.

El daimon chilló y lo soltó.

—Este tiene huevos —dijo una daimon acercándose a él—. Nos sustentará más que el otro.

Antes de que la recién llegada pudiera echarle el guante, Vane le golpeó las piernas con un brazo y le hizo perder el equilibro. Después utilizó su cuerpo para salir del agua. Como cualquier lobo que se preciara, sus piernas eran lo bastante fuertes para encaramarse de un salto a un tocón cercano.

El pelo, oscurecido por el agua, se le pegó a la cara. La pelea y la paliza que le había propinado la manada le habían dejado un dolor palpitante en todo el cuerpo. Al agacharse para apoyar una mano en el tocón, la luz de la luna se reflejó en el agua que corría por su musculoso cuerpo, haciéndolo resaltar en el oscuro marco del pantano. De los troncos de los árboles colgaba barba de monte y, cuando las nubes lo permitían, el reflejo de la luna llena sobre las negras aguas les confería un aspecto espeluznante.

Como el animal que era, Vane observó a sus enemigos mientras lo rodeaban. No estaba dispuesto a entregarse, ni a entregar a Fang, a esos cabrones. Cierto, no estaba muerto, pero sí estaba igual de jodido y muchísimo más cabreado que ellos con las Moiras.

Se llevó las manos a la boca y rompió el fino alambre que rodeaba sus muñecas con los dientes.

—Eso te va a costar caro —dijo uno de los daimons, ya muy cerca de él.

Una vez libre de las ataduras, saltó y se lanzó de espaldas al pantano. Se internó en las oscuras profundidades hasta dar con una rama de un árbol caído y enterrado en el fango. Regresó a la superficie, hacia el lugar donde los daimons retenían a Fang.

Cuando emergió, descubrió que había diez daimons alimentándose de la sangre de su hermano.

Apartó a uno de una patada. Cogió a otro del cuello y le clavó la improvisada estaca en el corazón. La criatura se desintegró de inmediato.

Los demás dejaron a Fang y se giraron hacia él.

—Coged número —les gruñó—. Hay de sobra para todos.

El daimon más cercano soltó una carcajada.

—Tus poderes están restringidos.

—Díselo al de la funeraria —replicó al tiempo que se abalanzaba sobre él.

El daimon retrocedió de un salto, pero no lo bastante lejos. Acostumbrado a luchar con humanos, no cayó en la cuenta de que Vane era capaz de saltar diez veces más lejos que sus víctimas habituales.

Y no necesitaba de sus poderes psíquicos. Su fuerza animal bastaba para terminar con todos ellos. Utilizó la estaca para librarse del daimon y se giró para enfrentarse a los demás mientras ese se desintegraba.

Lo atacaron en grupo, pero no les dio resultado. La mitad de sus poderes residía en el factor sorpresa y en el pánico que ocasionaban a sus víctimas.

Eso habría funcionado también en su caso si no fuera un primo lejano de las criaturas, acostumbrado a sus tácticas desde la infancia. Los daimons no le daban miedo en absoluto.

Lo único que consiguieron con su estrategia fue serenarlo y afianzar su determinación.

Cosa que, a fin de cuentas, le daría la victoria.

Se cargó a otros dos con la estaca mientras Fang seguía inmóvil en el agua. Sintió una oleada de pánico, pero se obligó a tranquilizarse.

La frialdad era el único medio de ganar una pelea.

Uno de los daimons le lanzó una descarga astral que lo envió de vuelta al agua. Chocó contra un tronco y soltó un gruñido por el intenso dolor que se extendió por su espalda.

La fuerza de la costumbre lo llevó a devolver el ataque con sus propios poderes, pero lo único que consiguió fue que el collar se apretara en torno a su cuello y produjera una nueva descarga. Soltó un taco por el dolor pero puso todo su empeño por desentenderse de él.

Se puso en pie y se abalanzó sobre los dos daimons que se estaban acercando a su hermano.

—Déjalo ya —masculló uno de los daimons.

—Tú primero.

Cuando el daimon se lanzó sobre él, se sumergió en el agua y le golpeó las piernas desde atrás para hacerlo caer. Siguieron forcejeando en el agua hasta que consiguió atravesarle el pecho con la estaca.

El resto de los daimons salió huyendo.

Sumido en la oscuridad, los escuchó chapotear: se alejaban. Los latidos del corazón le atronaron los oídos cuando por fin dejó que la rabia lo inundara. Echó la cabeza hacia atrás y soltó un aullido que resonó de forma espeluznante a lo largo y ancho del brumoso pantano.

El sonido, maligno y sobrenatural, lograría que incluso los santeros salieran corriendo en busca de refugio.

Convencido por fin de que los daimons se habían largado, se apartó el pelo mojado de los ojos y se acercó a Fang, que seguía sin moverse.

Presa del dolor, se abrió paso a ciegas con una sola idea en la cabeza: «Que no esté muerto».

Su mente insistía en recordarle el cuerpo inerte de su hermana. La frialdad de su piel al tocarla. No podía perderlos a los dos. No podía.

Se moriría.

Por primera vez en su vida, deseó escuchar una de las estupideces de su hermano.

Cualquier cosa.

Lo asaltaron los recuerdos de la reciente muerte de su hermana. Se sintió desgarrado por un dolor indescriptible. Fang tenía que estar vivo. Tenía que estarlo.

—Por favor… —suplicó a los dioses mientras acortaba la distancia que los separaba.

No podía perder a Fang.

No de esa manera…

Su hermano tenía los ojos abiertos y la mirada perdida en la luna llena; una luna que les habría permitido saltar en el tiempo y alejarse de ese pantano de no ser por los collares.

Una multitud de mordeduras aún sangrantes cubría el cuerpo de Fang.

Un dolor inenarrable le desgarró el alma y le destrozó el corazón.

—Vamos, Fang, no te mueras —le dijo con voz rota intentando contener el llanto. En lugar de ceder al dolor, le gruñó—: ¡Que no se te ocurra palmarla, gilipollas!

Cuando lo cogió en brazos se dio cuenta de que no estaba muerto. Aún estaba vivo y temblaba de forma incontrolable. Su respiración, aunque débil y entrecortada, fue como música celestial para sus oídos.

Rompió a llorar de alivio al tiempo que lo mecía con suavidad.

—Vamos, Fang —dijo en el silencio de la noche—. Dime una estupidez.

Pero Fang no dijo nada. Siguió temblando en sus brazos, en estado de shock.

Al menos estaba vivo.

De momento.

La furia le hizo apretar los dientes. Tenía que sacarlo de allí. Tenía que encontrar un lugar seguro para ambos.

Si había alguno, claro.

Se dejó llevar por la furia e hizo lo imposible: le arrancó el collar del cuello. Fang adoptó su forma de lobo de inmediato.

Aun así, no recobró la conciencia. No parpadeó ni se quejó.

Vane tragó saliva para deshacer el doloroso nudo que tenía en la garganta y contuvo las lágrimas que le quemaban los ojos.

—Tranquilo, hermanito —susurró cuando sacó al lobo de pelaje castaño de las asquerosas aguas. Cargar con ese peso era un martirio, pero no le importaba. Ignoró por completo las protestas de su cuerpo.

Mientras él viviera, nadie volvería a hacer daño a sus seres queridos.

Y mataría a cualquiera que se atreviera a intentarlo.