8

Fang sintió náuseas cuando la realidad lo golpeó con tanta fuerza. Su estúpida pelea se había cobrado la vida de la pareja de su hermana y, en consecuencia, la de ella misma en cuanto nacieran sus cachorros.

¿Por qué había sido tan imbécil?

—Fang, no puedes culparte.

Él no era de la misma opinión.

—Si no los hubiera atacado, ni siquiera habrían sabido que estábamos aquí.

Y lo hice para defenderte a ti.

No lo dijo en voz alta, pero esa coletilla le quemaba el cerebro como una brasa ardiendo.

¿Qué he hecho?, se preguntó.

—Fang…

Apartó la mano de Aimée.

—Vete, por favor. Cada vez que te acercas a mí, pasa algo malo.

Aimée retrocedió como si la hubiera abofeteado. Las palabras de Fang fueron como un puñetazo. Intentó decirse que el dolor que lo embargaba lo llevaba a revolverse contra el mundo. Pero daba igual. Dolía lo mismo.

—Me voy, pero si necesitas…

Él le lanzó una mirada desabrida, malévola y severa.

—No necesito una mierda, ni de ti ni de nadie.

A Aimée se le formó un nudo en la garganta. Asintió con la cabeza y regresó a casa, de vuelta a su cama, donde se sentó, aturdida por su rechazo. No debería dolerle.

Entonces, ¿por qué lo hacía? Y no era una ligera molestia. Sentía el corazón pisoteado, herido.

No es más que un lobo estúpido y furioso.

Cierto, y ella tenía que olvidarse de él. Tenía que cerrarle la puerta. No podía hacer nada para ayudarlo. Necesitaba concentrarse en su propio futuro, en encontrar una pareja adecuada para su posición. Una pareja a la que su familia no solo aceptase, sino de la que estuviera orgullosa de incluir en su seno. Ese era su deber para con sus seres queridos.

Al día siguiente se buscaría un oso y no volvería a pensar en Fang ni en ningún otro lobo.

Fang se sentía como un guiñapo. No debería haberle gritado, lo sabía. Ella no tenía la culpa. Era él quien se había metido en una pelea sin pensar. Culparla era absurdo. En realidad, el problema era que no podía lidiar con la rabia que sentía consigo mismo. Culparla a ella era más sencillo que culparse a él.

Sin embargo, en el fondo sabía la verdad.

Él era el único culpable de que Anya muriera. Su temperamento y su necesidad de luchar habían provocado esa situación. El lobo que llevaba dentro ansiaba venganza. Quería bañarse en la sangre de sus enemigos. Quería lavar su rabia y su culpa con sus muertes.

Ojalá fuera tan sencillo.

No obstante, su parte humana sabía que daba igual hasta qué punto aplicara la violencia, nunca podría deshacer lo hecho. Anya moriría y él tendría la culpa, por haber querido salvar a una osa que no debería importarle.

La pregunta era: ¿por qué le importaba?

Incapaz de lidiar con esas preguntas, con la cabeza hecha un lío, adoptó forma animal y se tumbó en el húmedo suelo.

Al final, desembocaba siempre en el mismo interrogante: ¿cómo era posible que un encuentro fortuito con una persona en una tarde de perros pudiera haber alterado tanto su vida? ¿Cómo era posible que una osa hubiera conseguido colarse en su corazón y arruinarle la vida?

Eli se paseaba por su inmaculado despacho mientras imaginaba lo que sentiría al despellejar a su hijo. Sí, el muchacho todavía era joven, pero ¿cómo podía ser tan imbécil? Tan irreflexivo…

En ese momento los lobos katagarios sabían de su existencia y les estarían dando caza. Habían perdido el elemento sorpresa.

Joder, Stone, maldijo en silencio.

—¿Me has llamado?

Eli se detuvo y vio que Varyk lo observaba desde el otro lado de su escritorio negro de estilo rococó. Se le erizó el vello de la nuca. Ese hombre tenía la espeluznante habilidad de moverse sin que nadie se diera cuenta. Nunca había conocido a alguien tan hábil a la hora de ocultar su olor y su presencia.

—Tenemos otro marrón.

Varyk aceptó las noticias sin inmutarse. Claro que siempre aceptaba todo lo que le decían de esa manera.

—¿Stone?

Eli hizo una mueca.

—¿Quién si no? —Era una tontería negar algo que Varyk podía verificar con facilidad—. La partida de Stone atacó a una patrulla katagaria y mató a algunos de sus miembros. Estoy seguro de que ahora quieren nuestra sangre.

Varyk tuvo el mérito de no torcer el gesto ni demostrar emoción alguna.

—¿Quieres que arregle el estropicio?

—Quiero que me des tu opinión acerca de cómo solucionarlo.

Varyk se cruzó de brazos y le lanzó una mirada gélida.

—Yo empezaría por matar a mi hijo y a su grupo de imbéciles antes de que contagiaran su estupidez a alguien más. —En su voz había menos emoción incluso que en su pose.

Eli cogió la copa de brandi que había dejado en la mesita auxiliar de mármol que tenía delante y dio un sorbo.

—Eso solo puede decirlo un hombre que no tiene hijos. No puedo hacerlo. No soy un animal.

—Yo sí.

Eli enarcó una ceja. Varyk a veces parecía más katagario que arcadio, pero él sabía que no era así. Era más duro que el acero, pero arcadio a fin de cuentas.

Aunque fuera por los pelos.

Varyk desvió la mirada hacia el fuego que crepitaba en la chimenea de estilo victoriano.

—Me has pedido mi opinión y te la he dado. Deberías no olvidar que si yo hubiera estado en la isla con Gilligan, habría muerto a los diez minutos del primer episodio. En mi opinión la incompetencia y la estupidez justifican el asesinato.

Eli resopló.

—En fin, me gustaría escuchar un plan que no acabara con la muerte de mi heredero.

—¿Considerarías el desmembramiento una exageración?

Eli meneó la cabeza. Varyk era muy insistente.

—Mi ciudad está siendo contaminada por animales. Antes de que el Santuario atraiga a más, quiero que los detengas. A todos ellos.

—En eso estoy, pero supongo que eres consciente de que no se puede eliminar el Santuario de la noche a la mañana. Si prendes fuego al edificio, los osos lo reconstruirán y Savitar se vengará de los causantes.

—¿Crees que no lo sé? —Eli refrenó su temperamento tras mascullar la pregunta. Intentó tranquilizarse y luego añadió—: Si fuera tan sencillo, los habría echado hace décadas. Lo que quiero es que esos osos mueran.

Varyk enarcó una ceja; el tono y los ademanes de Eli lo sorprendieron. Tenían algo malévolo. Un odio tan visceral que ocultaba más de lo que dejaba entrever. Sin duda alguna eso merecía que lo investigase…

—¿A qué viene tanto veneno, Blakemore? ¿Qué te han hecho los Peltier?

—¡No es asunto tuyo! —rugió Eli—. Ahora vete. —Señaló la puerta con la copa de brandi—. Haz lo que tengas que hacer para que esa manada de chuchos desaparezca y luego acaba con los osos.

Varyk hizo una reverencia burlona y luego dio media vuelta y se teletransportó de vuelta a su habitación, en el Garden District. Era una elegante casa de estilo colonial con un ligero toque escalofriante. Con sus casi cuatrocientos metros cuadrados, no era pequeña ni mucho menos, pero tampoco podía calificarse de mansión.

Era un bonito recordatorio de su solitaria existencia. Sin embargo, llevaba tanto tiempo viviendo así que apenas recordaba vagamente otra vida…

Se quedó inmóvil en el pasillo: había sentido la presencia de un ser al que llevaba siglos sin ver. Se dio la vuelta y utilizó sus poderes para retener al cabrón contra la pared.

—¡Suéltame!

Varyk hizo que la llave invisible le apretara todavía más.

—¿Por qué iba a hacerlo?

—Porque somos hermanos.

—No. Éramos hermanos.

Constantine tosió mientras se afanaba por respirar. Mátalo. La insistente voz de su cabeza era difícil de ignorar. Eso debería hacer. Desde luego, era lo que se merecía.

No obstante, la curiosidad ganó la partida. Al menos durante unos minutos.

Varyk lo soltó.

Constantine cayó al suelo, donde jadeó de rodillas. Alto y de constitución fuerte, tenía el pelo negro y facciones marcadas. Era fácil distinguir al chacal en él. Al igual que era muy fácil distinguir al lobo en Varyk. Nadie habría dicho que eran hermanos, cosa que a él le parecía estupenda.

—¿Por qué has venido? —masculló Varyk.

Constantine lo miró.

—Me están persiguiendo.

—¿Y por qué debería importarme?

Constantine torció el gesto y se puso en pie.

—Dado que ya han confundido tu olor con el mío, creía que lo menos que podía hacer era avisarte.

Varyk frunció el ceño.

—¿De qué hablas?

—¿Cómo crees que te he encontrado? Un grupo de chacales fue al Santuario a buscarme. Como yo no estaba allí, solo se me ocurrió una persona cuyo olor se pareciera lo bastante al mío como para atraer a mis enemigos… tú.

Varyk miró a Constantine con sorna.

—Vaya, y lo has deducido tú solito. Estoy impresionado. Ni siquiera has tenido que echar una moneda en la máquina del adivino. Increíble.

—Corta el rollo.

Varyk acortó la distancia que los separaba.

—Preferiría cortarte a ti.

Constantine se puso tenso, pero Varik no la atacó. Se limitó a quedarse donde estaba, atormentándolo con su presencia.

—Créeme, lo sé. ¿Crees que ha sido fácil para mí venir después de lo que pasó?

Varyk lo cogió de las solapas y lo sacudió con fuerza.

—¿Crees que me importa?

—¿Ni siquiera quieres saber por qué me persiguen?

—Me importa una mierda. De hecho, ojalá te atrapen.

Constantine le apartó las manos de golpe y retrocedió.

—Muy bien, hermano. Dejaré que sigas disfrutando de tu soledad.

—Querrás decir de mi exilio.

Constantine dio un respingo. Miró a Varyk por encima del hombro.

—Mamá murió la primavera pasada. Pensé que deberías saberlo.

Varyk quería permanecer frío y distante. Insensible. Quería que la noticia no le doliera. ¡Joder! ¿Por qué le dolía tanto después de lo que le habían hecho?

Sin embargo, así era. Detestaba no haber tenido la oportunidad de ver a su madre por última vez.

Si llegas a intentarlo, te habría abofeteado, se dijo.

Y en ese preciso momento se odió más a sí mismo por esa debilidad de lo que los odiaba a ellos.

—Antes de irme —dijo Constantine—, quiero hacerte una pregunta.

—Dispara.

—¿Cómo es posible que un híbrido de lobo y chacal con los poderes de una diosa egipcia acabe siendo el perrito faldero de un hombre como Eli Blakemore?

Varyk miró a su «hermano» con una expresión burlona.

—En fin, nos llaman «zumbados» por algo.