6

Aimée se detuvo al llegar a la puerta de Carson para armarse de valor. Aunque había pasado un mes desde la última vez que vio al lobo, era incapaz de olvidarse del olor y del sabor de Fang. Era como si la hubiera marcado de alguna manera y la hubiera hecho suya.

Y eso era lo más inquietante de todo.

Desde entonces, había sido sometida a tres rondas más de lo que ella llamaba «Encuentra tu juguete sexual, Aimée». Y, por desgracia, no había sentido nada por ninguno de los osos katagarios. Ni siquiera repulsión o asco. Con ellos era como si estuviera entumecida.

Con todos ellos.

¿Qué le pasaba?

Necesitaba hablar con alguien, pero no se atrevía a contarle sus problemas a ningún miembro de su extensa familia por temor a que después se lo largara a sus padres. Su madre la mataría. Despacio. Con saña. No sería nada agradable.

Sin embargo, quería entender qué era lo que le estaba ocurriendo. Por qué no encontraba a ningún oso que despertara en ella el deseo de emparejarse.

Y, sobre todo, por qué la atormentaba el recuerdo del macho más inadecuado del mundo para ella.

—¿Aimée?

Al escuchar la voz ronca de Carson que la llamaba desde el otro lado de la puerta, dio un respingo. ¿Cómo se le había olvidado que tenía ese poder? Carson siempre sabía cuándo había alguien al otro lado de su puerta.

Se acabó el momento de indecisión.

Preparados…, listos…, pensó.

Se armó de valor y abrió la puerta. Carson estaba sentado a su escritorio, sobre el que descansaba una carpeta abierta. Tenía un bolígrafo en la mano, sobre el papel, como si hubiera estado escribiendo.

Carson era alto y musculoso, casi podría pasar por un oso. Pero era un halcón arcadio. Sus facciones afiladas y su pelo negro eran el legado de su padre, un indio americano. Una herencia que Carson atesoraba en su corazón.

Al verla su gesto se suavizó y le demostró un cariño paternal, algo que resultaba casi cómico teniendo en cuenta que ella era un siglo mayor que él, aunque pareciera más joven.

—¿Te pasa algo?

Aimée negó con la cabeza mientras entraba, y después cerró la puerta.

—¿Tienes un segundo?

—Para ti, siempre.

Su sincera respuesta le arrancó una sonrisa. Eran amigos desde que Carson apareció y le preguntó a su madre si podía montar una clínica en su hogar. De eso hacía ya sesenta años. Y fue la mejor decisión que habían tomado en la vida. Carson no solo era el mejor veterinario y médico que había visto nunca, sino que también se había convertido en un aliado vital y en un amigo de confianza para la familia.

Carson le ofreció una silla a su lado para que se sentara. Después de soltar el bolígrafo, se acomodó en su silla y entrelazó las manos sobre el abdomen.

—Cuéntame qué te preocupa.

Aimée se sentó e intentó poner orden en sus pensamientos y temores.

—Llevo un tiempo dándole vueltas a una cosa.

Al ver que dudaba, Carson enarcó una ceja.

—¿Es un problema femenino? ¿Quieres que le diga a Margie que venga? Tal vez así te sientas menos cohibida. Ya sabes que soy médico, así que no tienes por qué avergonzarte conmigo. No soy una mujer, pero conozco el cuerpo femenino y estoy familiarizado con vuestros problemas.

Aimée se puso como un tomate. Justo lo que le hacía falta. Una humana dándole consejos sobre un instinto animal descontrolado. Margie era buena gente, pero no sabía nada sobre rituales de emparejamiento. ¡Por favor, aquello empeoraba por momentos!

—No, no es eso. Es que…

Tengo ganas de tirarme a un lobo y de hacerlo hasta que no podamos salir de la cama y no sé por qué, pensó.

¿Por qué le resultaba tan difícil admitirlo?

Porque tienes ganas de tirarte a un lobo y como alguien lo descubra, lo tienes claro, se respondió en silencio.

Cierto. Pero tenía que hablar con Carson y saber si se trataba de una peculiaridad suya o si había algún precedente en su especie del que ella no estaba al tanto. Algo que la hiciera sentirse un poco más «normal». Al menos tan normal como podía sentirse una criatura capaz de cambiar de forma y con unos poderes psíquicos hiperdesarrollados.

Vamos, Aimée, desembucha y acaba de una vez, se ordenó.

—Está relacionado con el cruce de especies.

Carson enarcó la otra ceja.

—¿Te da miedo ofenderme?

—No, o al menos espero que no. —No había pensado en el hecho de que Carson era medio humano y medio arcadio—. Estoy intentando entender cómo funciona. A ver, en el caso de tus padres, entre humanos y arcadios que se atraen, casi es natural, como si ambos fueran humanos. La mayoría de las veces el humano desconoce que su pareja no es del todo humana, de ahí que la atracción tenga sentido, sobre todo porque los humanos suelen tener debilidad por nuestra especie. Hasta ahí llego. Lo que me tiene desquiciada es el caso de los padres de Wren, por ejemplo. ¿Por qué desea un leopardo blanco emparejarse con un tigre o un katagario emparejarse con un humano?

Muy bien. Planteado de esa forma, tendría su respuesta sin necesidad de contarle el motivo real de la pregunta.

Carson meditó la respuesta detenidamente y luego la miró fijamente.

—¿Te soy sincero?

Ella asintió.

—Nadie lo sabe. Se especula que se debe a un fallo en el ADN. Tal vez un gen defectuoso que no conocemos. O un defecto de nacimiento, si lo prefieres. Más o menos parecido al motivo que lleva a los humanos a ansiar parejas sexuales indebidas. Pero… —Apartó la mirada.

Genial, pensó. Tenía un defecto de nacimiento.

—¿Pero? —repitió ella, instándolo a hablar porque quería saber si había alguna otra explicación que no fuera una alteración cromosómica.

—Personalmente me pregunto si las Moiras lo hacen para seguir castigándonos.

—¿A qué te refieres?

—Bueno, mira a Wren. Da igual con quien acabe emparejado, ya sea humana, katagaria o arcadia, lo más probable es que sea estéril. Siempre que un katagario, macho o hembra, se empareja con un humano, la posibilidad de procrear es nula. En mi caso, siendo arcadio, tengo menos posibilidades de engendrar hijos porque mi padre era humano. Creo que es la fórmula que tienen las Moiras para lograr que nos extingamos.

Aimée no había pensado en eso. ¿Tan crueles podían llegar a ser las tres diosas?

Claro que…

—Tiene sentido de una forma retorcida, sí. Algo de esperar, siendo un regalo de las Moiras.

Carson se mostró de acuerdo.

—Exacto. También explicaría por qué son tan comunes los emparejamientos entre ambas especies. Creo que por eso hay tantos arcadios y katagarios emparejados. Las Moiras esperan que las mujeres rechacen a los hombres, porque de ese modo ambos acaban estériles para el resto de su vida. La verdad, es muy cruel.

Sí, lo era.

Pero eso no explicaba la atracción que sentía por Fang.

—¿Conoces algún caso de emparejamiento entre dos miembros de dos especies totalmente distintas?

—¿A qué te refieres?

—En el caso de Wren, sus padres no pertenecían a la misma especie, pero eran felinos. ¿Sabes de algún caso en el que, por ejemplo, un lobo se haya emparejado con un halcón o con un dragón? —O, en su caso, con un oso. Carraspeó antes de llegar a lo más crucial—. Y, lo más importante, que uno sea arcadio y el otro katagario.

Carson frunció el ceño como si su pregunta fuera ridícula.

—No. No ha sucedido nunca. Al menos que yo sepa. Por los dioses, no me imagino nada peor. ¿Y tú?

En realidad, ella se imaginaba cosas muchísimo peores. Pero no estaba dispuesta a admitirlas, debía evitar a toda costa el riesgo de que Carson se lo dijera a su madre.

—Es espantoso, sí.

Y lo decía en serio. ¿Cómo podía pensar siquiera en tocar a Fang? Tal como Carson había dicho, era antinatural. Estaba mal. Desafiaba todo lo que sabía sobre su gente y sus tradiciones.

Todo.

Sin embargo, no podía sacárselo de la cabeza. Siempre rondaba sus pensamientos como si fuera una luz atrayente que la instaba a fantasear con él cada vez que se descuidaba. En ese mismo momento parte de ella ansiaba ir en su busca.

No tengo remedio, pensó.

Estaba a punto de levantarse cuando sintió un dolor punzante y repentino en la cabeza.

Acompañado por una imagen de Wren. Estaba fuera, y lo estaba atacando un grupo que ella odiaba con todas sus fuerzas.

—Wren tiene problemas.

Carson la miró con recelo.

—Está abajo, limpiando mesas. ¿Qué problema va a tener?

Aimée negó con la cabeza, seguía viendo una imagen clarísima de Wren mientras lo molían a palos. Puesto que compartían una gran amistad, tenía la impresión de que incluso podía sentir los golpes.

—No está en el bar.

Sin decir una palabra más, Aimée usó sus poderes para trasladarse al callejón trasero del Santuario, donde se encontraban los contenedores de basura.

Exacto, tal como había visto en su mente, allí estaba Wren, rodeado por un grupo de lobos pertenecientes al clan arcadio que llevaba viviendo en Nueva Orleans desde mucho antes que los osos. Su líder, Stone, no tragaba a los osos desde que llegó a la adolescencia.

Y los Peltier detestaban a ese capullo.

Había algo en él que le ponía los pelos de punta. En él y en su grupito de matones que siempre estaban buscando el menor motivo para echarse encima de cualquiera que fuera al Santuario. Si era un katagario, mejor que mejor. Aunque no entendía el porqué de tanta agresividad, su comportamiento era inexcusable.

Wren intentaba mantenerse en forma humana, pero dado que estaba en la pubertad, y teniendo en cuenta el dolor de la paliza que estaba sufriendo, cambiaba constantemente de humano desnudo a tigre y a leopardo. Estaba lleno de moratones y de sangre debido a los mordiscos.

Aimée corrió hacia los lobos presa de una ira incontenible.

—¡Largo de aquí! ¿Qué estáis haciendo?

La manada al completo se volvió hacia ella. Stone, que le sacaba más de una cabeza y la doblaba en corpulencia, la agarró y la estampó contra la pared.

—Niña, no estás dentro del bar. Aquí fuera no se aplican las leyes de protección del Santuario. No te metas en esto o saldrás mal parada.

Wren gruñó al tiempo que se abalanzaba a por uno de los lobos, pero no era rival para ellos. No hasta que no controlase sus poderes.

Ver cómo los lobos se aprovechaban de su debilidad le revolvía el estómago.

—Si esas son las dos únicas opciones, prefiero la segunda. —Aimée dio un cabezazo a Stone en la cara y después lo apartó de ella de una patada.

Acto seguido, corrió hacia Wren para intentar ayudarlo a ponerse en pie. Algo que habría sido muchísimo más fácil si hubiera dejado de cambiar de forma, pues era un felino grande y pesado.

—¿Puedes andar? —le preguntó, jadeando por el esfuerzo de sostenerlo.

—Lo estoy intentando.

—¿Puedes llevarlo al interior con tus poderes?

Aimée se quedó petrificada al oír la voz ronca de Fang. Levantó la cabeza y lo vio en forma humana. La gratitud le disparó el pulso mientras le hacía caso y rezaba para que los poderes incontrolados de Wren no interfirieran con los suyos en el momento en que se teletransportara con él al interior.

Fang se volvió para enfrentarse a los arcadios, que lo miraban sin dar crédito.

—Bueno, bueno —dijo el líder, muy ufano—. ¿Qué tenemos aquí? ¿Una escoria katagaria que se refugia con los osos?

Fang esbozó su mejor sonrisa chulesca para cabrearlo.

—No, un lobo que está a punto de mandarte de una patada en el culo al agujero del que has salido.

El líder resopló.

—¿Y vas a hacerlo solo? Te veo muy subidito, ¿no crees, animal?

Fang meneó la cabeza.

—Menudo imbécil. Hazme caso, con cobardes como vosotros que necesitáis atacar en grupo a un niño para sentiros poderosos, me basto y me sobro.

Lo atacaron a la vez. Fang se transformó en lobo en pleno salto, fue directo al cuello del líder y lo tiró al suelo. Le habría dado un buen mordisco, pero con el rabillo del ojo vio que uno sacaba una pistola eléctrica. Justo cuando apretó el gatillo, Fang saltó y la descarga impactó en el líder, que gritó un taco.

Entretanto, Fang se lanzó a por las piernas de otro. Antes de que pudiera alcanzarlo, llegaron Dev y sus hermanos como refuerzos. No le hacían falta, pero…

Los arcadios se dispersaron como los matones de un patio de colegio al ver al director.

Fang adoptó su forma humana.

—Sí, corred a casita con mami —se burló al verlos huir—. Escondeos detrás de su falda hasta que tengáis las pelotas necesarias para luchar.

Dev agarró al que seguía en el suelo.

—Stooooone —dijo, alargando la vocal con un deje feroz—. ¿Cuántas veces tenemos que decirte que no vengas por aquí?

Sin embargo, le resultaba difícil agarrarlo porque no paraba de cambiar de forma, de humano a lobo y vuelta a empezar.

—Empezó el tigre —gruñó Stone aprovechando los diez segundos de su forma humana.

Dev resopló.

—No sé por qué, pero lo dudo. Wren no se mete con nadie a menos que lo provoquen.

—¿Y tú qué? —le preguntó a Fang uno de los hermanos idénticos a Dev. El de la coleta—. ¿Qué haces aquí?

A Fang no le gustó su tono y lo miró con los ojos entrecerrados.

—Echa el freno, Yogui. No tengo por qué darte explicaciones.

—Déjalo en paz, Rémi —dijo Aimée cuando volvió—. Gracias a él he podido llevar a Wren adentro y avisaros para que os encargaseis de Stone.

Después de mirar a Rémi con gesto arrogante para ponerlo de mala leche, Fang miró a Aimée. Iba vestida con una sencilla camiseta de manga corta y unos vaqueros, y lo dejó sin aliento. Tenía el pelo rubio alborotado, con un largo mechón sobre los ojos.

Su cuerpo cobró vida de repente.

Ella ni siquiera lo miró mientras se abalanzaba sobre Stone.

Rémi se apartó de Fang para ir tras ella.

—Tranquila, hermanita.

Aimée forcejeó para liberarse.

—Tranquila tu abuela. ¿Has visto lo que le ha hecho a Wren? Voy a arrancarle la piel a tiras.

Stone la miró con soberbia.

—Es un animal, como tú. Lo único que se merece es que su piel acabe adornando una pared.

Aimée le lanzó una patada, pero falló por poco… por culpa de Rémi.

—¡Eres un cerdo asqueroso! Prefiero ser un animal si tú eres el ejemplo de ser humano. —Miró a Dev con una mueca de desprecio—. Tienes razón, odio a los lobos. Son la especie más asquerosa que existe. No entiendo por qué los eligió Licaón para convertirlos en sus hijos. Deberíamos darles caza y ejecutarlos. ¡Chuchos asquerosos! ¡Habría que mataros a todos!

Atónito, Fang sintió sus palabras como un puñetazo en el estómago. «Chucho» era el peor insulto que se le podía decir a un lobo. Porque los reducía al nivel de un perro adiestrado a palos cuya única función era agradar a su amo. Simples suplicantes sin poder, sin dignidad y sin inteligencia.

Sin embargo, lo que más daño le hizo no fue tanto lo que dijo como el odio con el que pronunció las palabras.

Aimée era como todos los que odiaban a su especie, de ahí que los lobos se esforzaran por evitar a los demás katagarios. Con razón no había ni un solo lobo entre cuantos vivían bajo el techo de los Peltier.

El motivo le había quedado clarísimo.

Fang se adelantó y, asegurándose de que su voz sonara tranquila, dijo:

—Para que conste, hay una gran diferencia entre un chucho y un lobo. La principal es que no obedecemos a nadie. Jamás.

Aimée se quedó helada al recordar la presencia de Fang. Se quedó petrificada entre los brazos de su hermano, carcomida por el arrepentimiento. ¿Cómo se le había podido olvidar que estaba con ellos?

Se volvió y atisbó la angustia que Fang ocultaba tras un rostro inexpresivo. Una angustia que ardía en el fondo de sus ojos.

—Fang…

Desapareció antes de que ella pudiera disculparse.

Aimée se maldijo.

¿Cómo he podido ser tan imbécil?, se preguntó.

El problema era que no lo incluía en la misma categoría que ocupaban Stone y su gente. Y hasta que conoció a Fang y a su manada, solo conocía al clan de Stone.

Rémi chasqueó la lengua mientras Dev llevaba a Stone al interior.

—Creo que has herido sus sentimientos…

Aimée tuvo que morderse la lengua para no decirle que cerrara el pico.

No puedo dejar esto así, pensó.

Sin decirles una sola palabra a sus hermanos, cerró los ojos y se concentró en Fang. No se había trasladado al lugar donde acampaba su manada ni tampoco estaba con su hermano. Lo encontró al final de Bourbon Street, sentado en un umbral y parecía sentirse tan mal como ella.

Qué raro…

Fang estaba solo, sentado en el umbral de una de las características casas adosadas de Nueva Orleans. El estómago le quemaba porque se sentía furioso, ofendido y consumido por el odio. Debería irse a casa y punto.

Sí, claro, se dijo.

Vane, después de haber visto a una humana que lo tenía obsesionado, estaba de un humor tan impredecible como el de una adolescente Géminis durante la menstruación. Anya se había ido con su pareja, y Petra no paraba de sisear y de gruñirle cada vez que lo veía. Así que se había dedicado a deambular solo por el Barrio Francés, intentando ubicarse en su nuevo hogar.

Sin saber por qué, sus pies lo habían llevado de vuelta al Santuario.

No, sí que sabía por qué. Había ido en busca de lo único que sabía que no debía buscar: Aimée.

Solo quería verla un instante. Se había dicho que eso le bastaría para aliviar el dolor que lo atormentaba. Solo un vistazo y se contentaría.

Soltó un suspiro cansado. ¿Qué esperaba? ¿Que Aimée se lanzara a sus brazos, lo desnudara y le hiciera el amor?

Es una osa, se recordó.

Y tú un lobo, remató.

No, según ella, era un chucho asqueroso al que debían dar caza y ejecutar.

—¿Fang?

Alzó la mirada al oír su dulce voz y la vio frente a él.

—¿Cómo me has encontrado?

Aimée se detuvo; había un deje hostil en su voz.

—Por tu olor —mintió, renuente a desvelarle sus poderes.

—Yo no dejo rastro. No soy tan idiota.

Ella meneó la cabeza para negar sus palabras.

—Tienes un olor característico. —Un olor que llevaba grabado a fuego desde que la besó.

—Lo que tú digas. —Se puso en pie—. En fin, no necesito más insultos, ni tuyos ni de nadie. Ya he tenido bastante por hoy. Vete a casa y déjame tranquilo.

Ella lo agarró por la manga de la chupa para evitar que se marchara.

—Lo que dije antes no es cierto.

—No me tomes por tonto. No soy un chucho y capté muy bien la sinceridad de tus palabras. De todas ellas.

Aimée se puso tensa, furiosa.

—Vale, todas eran ciertas. Demándame si quieres. Pero me refería a Stone y a esos matones tan cobardes. Jamás se me ocurriría incluirte en la misma categoría que a ellos.

Sí, claro. ¿Tan estúpido creía que era?, pensó Fang.

—No te creo.

A Aimée le costó no gritar por la frustración. Porque tenía una cosa muy clara sobre los hombres testarudos: no había manera de hacerlos cambiar de opinión.

—Muy bien. No me creas. —Le soltó la manga y alzó las manos en un gesto de rendición—. Ni siquiera sé por qué me molesto.

—¿Y por qué te molestas? —Fang se acercó.

Tanto que su cercanía la abrumó y solo pudo pensar en acurrucarse entre sus brazos para sentirlo pegado a ella.

El olor de su piel saturó sus sentidos. Sentía la calidez que irradiaba…

Y se puso a cien. No había otra forma de describirlo. Su madre tenía razón. Era una sensación inconfundible. Ese era el impacto que supuestamente debía sentir. El irresistible impulso de emparejarse. La escurridiza sensación que tanto ansiaba experimentar con los machos de su especie.

Y Fang era el único que se la provocaba.

¡Joder!, pensó.

Apretó los dientes.

—No quería que te enfadaras conmigo.

—¿Por qué no?

—No lo sé.

Sin embargo, sí lo sabía y precisamente eso era lo más desquiciante de todo. Lo deseaba.

Lo deseaba en cuerpo y alma.

Fang le tendió los brazos. Y ella se quedó inmóvil, aunque ansiaba sentirlo. Lo necesitaba.

Pero no podía.

Esto está mal, se recordó.

Destrozaría a todas las personas que eran importantes para ella. A todos sus seres queridos.

Retrocedió un paso y se mordió el labio.

—Tengo que volver para ver qué tal está Wren. Le cuesta relacionarse con los demás, sean personas o animales.

—Como a mí.

Aimée tragó saliva y se obligó a desaparecer.

Fang siguió en la oscuridad, saboreando los últimos vestigios de su olor en la brisa. Un olor que despertaba en él el deseo de aullar.

Pero lo que más deseaba era seguirla y aliviar el doloroso anhelo de saborear cada centímetro de su delicioso cuerpo.

Le costó un infierno no perseguirla. El esfuerzo le alteró la respiración. Sin embargo, Aimée le había dejado claro que estaba fuera de su alcance. Y respetaría su decisión.

Aunque eso lo matara.

Al bajar la vista hacia el bulto que tenía en la parte delantera de los vaqueros pensó que aquella idea no era ni mucho menos descabellada.

—Los osos han capturado a Stone… otra vez.

Eli Blakemore apartó la vista del libro que estaba leyendo y miró con gesto amenazador al lugarteniente de su hijo. ¿Cómo se llamaba? ¿David? ¿Davis? ¿Donald? ¿Despojo?

Daba igual. El caso era que procedía de un linaje inferior. A diferencia del suyo, el arcadio que tenía enfrente procedía de un apolita medio tarado con el que un antepasado de Eli había hecho algunos experimentos.

La ascendencia de Eli procedía directamente del mismísimo rey de Arcadia, en concreto del primogénito del rey. Una distinción que le habían inculcado desde el día en que nació. Su familia tenía el deber sagrado de demostrar a la plebe cómo comportarse y acabar con los animales que sus ancestros deberían haber aniquilado en cuanto fueron creados.

Y no pensaba permitir que un grupo de apestosos katagarios le pusiera las manos encima a su ilustre hijo.

Se levantó y soltó el libro con una tranquilidad que estaba lejos de sentir.

—Dile a Varyk que venga a verme.

El lobo tragó saliva.

—¿A Varyk?

Eli apretó los labios y sonrió. Varyk era el lobo más peligroso que existía en la faz de la tierra. Un asesino nato, la herramienta que Eli emplearía para destruir ese nido de podredumbre que había infectado su ciudad. Ya estaba harto de esos osos y de todo lo que representaban.

Había llegado la hora de recuperar Nueva Orleans de una vez por todas. El Santuario acabaría hecho cenizas.

Y Varyk sería el encargado de prenderle fuego.

—Sí. A Varyk. Ve por él. Ahora mismo.