Aimée reaccionó por puro instinto, dejó caer la cámara e hizo aparecer un largo báculo. Se agazapó a la espera del ataque. Sin embargo, y haciendo honor a la tradición de los lobos, el animal no atacó solo. Esperó a que otros tres se unieran a él. A juzgar por su olor, Aimée supo que ninguno de ellos había estado en el Santuario.
Esos eran feroces y mezquinos.
Verdaderos strati…
Y ella era su presa.
Aimée hizo girar el báculo, preparándose para el ataque. Si querían pelea, iban a tenerla, desde luego que sí. A veces se comían al oso, pero ese día sería el oso quien se llevara un suculento bocado de los lobos.
Gruñendo y aullando, comenzaron a trazar círculos a su alrededor.
Aimée meneó la cabeza al ver tanta bravuconada.
—Creedme, tíos, no os conviene morder a un oso. Porque este muerde tres veces más fuerte que vosotros.
Eso no impidió que el lobo que tenía más cerca la atacara.
Aimée lo golpeó en el costado con el báculo y lo lanzó por los aires. Otros dos lobos se abalanzaron sobre ella. Clavó el báculo en el suelo y tomó impulso para apartar a uno de una patada antes de girar y utilizar el báculo para golpear al otro en los cuartos traseros.
Este último soltó un chillido de dolor.
—Vete a llorarle a tu mamá, lobo feroz. Caperucita está a punto de cazarte para la cena.
—¿Crees que puedes contra todos?
Aimée se volvió para encarar al líder, que le había hablado usando sus poderes telepáticos.
—Cariño, puedo mandarte derecho al infierno. —Al menos eso creía hasta que cuatro lobos más corrieron hacia ella.
Las probabilidades de vencer…
Ya no eran tan buenas.
Entre gruñidos y chasquidos de fauces se fueron acercando a ella con actitud amenazadora. Mientras retrocedía, Aimée consideró la idea de cambiar de forma, pero entonces no sería tan rápida como en su forma de osa. Los lobos tendrían mayor capacidad de maniobra y eso la llevaría a perder la pelea.
Y no estaba dispuesta a perder contra nadie.
No, se enfrentaría a ellos como mujer.
—Que sepas que una pistola sería mejor arma contra ellos…
Aimée frunció el ceño al oír la voz de Fang en su mente. Sin embargo, no se encontraba cerca.
El líder la atacó por fin.
Aimée se agachó, y justo cuando el lobo estaba a punto de alcanzarla, justo cuando sintió su fétido aliento en la piel, un enorme lobo marrón lo interceptó y lo lanzó en la dirección contraria.
Fang.
Gracias a su visión, sabía que ese lobo era él. Fang se abalanzó sobre la garganta del lobo que había instigado el ataque contra ella. Aimée habría continuado luchando, pero los demás retrocedieron, confusos.
Un enorme lobo blanco se interpuso entre los demás y ella y un instante después se transformó en Vane.
—¿Estáis locos? —les rugió a los lobos—. Es una Peltier.
Uno a uno los lobos adoptaron forma humana. A excepción de Fang y del lobo contra el que luchaba.
—¡Stefan! —exclamó Vane, furioso.
En vez de acatar la orden, Stefan se abalanzó sobre Vane. Fang lo atrapó con un feroz mordisco en la garganta y siguieron luchando y retorciéndose. Aimée dio un respingo al ver aquella rabia salvaje; estaba claro que se odiaban con toda su alma. Los viejos recuerdos la asaltaron mientras los veía gruñirse y morderse, rasgando la carne de su adversario. Esa imagen le revolvió el estómago.
—¡Ya basta! —gritó al tiempo que les lanzaba una descarga astral.
Fang chilló cuando la descarga lo golpeó en el rabo. El impacto, seco y abrasador, hizo que se tambaleara. Detestaba que lo hirieran, y que alguien lo hubiera pillado desprevenido…
Aquello consiguió que se cabreara como nunca. Furioso, adoptó forma humana, aunque le costaba trabajo mantenerla.
—¿Qué narices haces? —preguntó acercándose a ella cojeando, ya que le seguía ardiendo el trasero.
Aimée lo miró con los ojos entrecerrados.
—No me gustan las peleas.
—Y a mí no me gusta que me quemen el culo.
Aimée ni se acobardó ni se dejó avasallar.
—Si hubieras parado cuando Vane te dijo que…
—No acepto órdenes de la mujer a la que estaba defendiendo.
Ella alzó la mano, como si le declarara la guerra por semejante comentario.
—Vaya, qué machote. Para que lo sepas, no necesitaba tu protección.
Fang resopló por esa bravuconada tan falsa.
—Claro, claro. Estaban a punto de tumbarte.
—Lo dudo mucho.
Fang acortó la distancia que los separaba para fulminarla con la mirada mientras la rabia lo quemaba por dentro. Quería que comprendiera plenamente el peligro al que se había expuesto de forma tan tonta.
—No estamos en el Santuario, niña. Has invadido nuestro territorio y estamos protegiendo a nuestras mujeres. ¿En qué estabas pensando? Si te matáramos aquí, nadie protestaría.
Aimée lo miró con desdén.
—Venga ya, menos humos. Como si me importara vuestro campamento… —Se sacó las gafas de sol del bolsillo y se las dio con tal ímpetu que Fang tuvo que retroceder un paso—. Solo quería devolverte lo que es tuyo. Y ahora métetelas por donde te quepan.
Fang se quedó de piedra al sentir el golpe de su mano en el pecho. De forma instintiva, cogió las gafas de sol mientras Aimée desaparecía, sin duda de regreso a casa.
El único problema era que no sabía qué le dolía más: el golpe en el pecho y la quemadura del culo o el golpe que acababa de asestarle a su ego.
—¿Cómo nos ha encontrado esa zorra? —preguntó Stefan entre dientes.
Vane le lanzó tal mirada que dejó bien claro que compartía la opinión de su hermano sobre Stefan: era un capullo integral.
—Ha debido de seguir nuestro rastro.
Fang no dijo nada. Seguía demasiado sorprendido por la rabia con la que Aimée lo había tratado cuando lo único que él pretendía era que comprendiera el peligro que había corrido. ¿Cómo era posible que no lo entendiera? Si Stefan no hubiera pedido refuerzos y él no se hubiera dado cuenta de a quién estaban a punto de atacar, la habrían hecho trizas.
Unos cuantos minutos más y…
Se le revolvió el estómago solo con imaginar la escena.
Vane chasqueó los dedos delante de su cara.
—Tío… ¿Estás bien?
Fang lo apartó de un empujón.
—Claro que sí.
Stefan se acercó a ellos con una mueca.
—¿Para qué quería verte la osa?
Vane agarró a Fang antes de que pudiera abalanzarse sobre el lobo y lo obligó a apartarse de Stefan.
—Quería…
—No tenemos por qué darle explicaciones —ladró Fang, que interrumpió a su hermano—. Que me bese el culo si quiere.
Stefan corrió hacia él.
Vane gruñó.
—Juro por todos los dioses que estoy hasta las narices de tener que separaros. —Apartó a Stefan de un empujón—. Y tú… hazlo una vez más y no detendré a Fang. Otro insulto, otra mirada de reojo, y me quedaré de brazos cruzados mientras te despedaza.
Stefan resopló. Sin embargo, en vez de continuar con la discusión, chasqueó los dedos para que los demás lo siguieran. Adoptaron su forma animal y regresaron corriendo al campamento.
Vane se volvió hacia Fang con expresión penetrante.
—¿Qué hay entre la osa y tú?
—Nada.
—¿Nada? ¿Y a santo de qué ha venido a este lugar perdido para devolverte unas gafas de sol?
Para evitar que nadie más pudiera usar su olor y rastrearlo. A Fang no le había pasado desapercibido el gesto de Aimée.
Sin embargo, si Vane no era capaz de verlo por sí mismo, no sería él quien le diera una pista.
—No lo sé. ¿Desde cuándo los actos de las mujeres de cualquier especie tienen sentido?
Vane suavizó la expresión.
—Cierto. Vale, me vuelvo al campamento. ¿Vienes?
Fang asintió.
Tras adoptar su forma animal, Vane se marchó. Fang se disponía a hacer lo mismo cuando algo en el suelo, a pocos pasos de él, llamó su atención.
Era una cámara de fotos.
¿Qué narices…?
Se inclinó para recogerla. Nada más hacerlo, captó el olor de Aimée. Hizo ademán de tirarla al agua, pero la curiosidad pudo con él. Encendió la cámara y ojeó las instantáneas de los osos Peltier, a veces en forma humana y otras en forma animal. Se detuvo en una foto de uno de los camareros que había visto en el bar y que aparecía dando de comer cacahuetes a un mono. Aimée había conseguido capturar el inusual contraste de la luz de neón sobre el muchacho y el mono.
Sin embargo, fueron los paisajes de Nueva Orleans los que lo dejaron sin aliento. La osa tenía un ojo maravilloso para captar el juego de luces y sombras. Incluso un lobo como él era capaz de apreciarlo.
Tira la dichosa cámara y para ya, se ordenó.
No podía hacerlo. Era como si estuviera leyendo el diario de Aimée, y supo de forma instintiva que a ella no le gustaría perderlo. Eran más que fotografías. Eran retazos de su alma.
Dásela a Vane para que la devuelva, se dijo.
Eso era lo que debería hacer. El sentido común le decía que se mantuviera todo lo alejado de ella que le fuera posible.
—¿Desde cuándo tengo sentido común?
Eso era cierto. El sentido común le había dicho adiós hacía muchísimo tiempo.
Agarró la cámara con fuerza y se teletransportó de regreso al bar. Se sorprendió al darse cuenta de que había conseguido entrar en el piso superior… Qué raro. Le costaba teletransportarse a lugares en los que no había estado antes. Los osos debían de tener algún tipo de filtro para dirigir a las visitas a «zonas de aterrizaje».
Eso explicaba por qué los chacales habían aparecido desde esa dirección. Un detalle por parte de los osos.
Fang bajó la escalera y se dirigió a la barra, atendida por Dev o por uno de sus hermanos idénticos.
—¿Dónde está Aimée?
El oso se puso tenso.
—¿Quién coño eres?
No, definitivamente ese no era Dev.
—Fang Kattalakis. Quiero devolverle algo que le pertenece, aunque a ti ni te va ni te viene.
El oso lo fulminó con una mirada hostil.
Otro oso de pelo corto y oscuro, que si Fang no se equivocaba era un arcadio, al menos a juzgar por su penetrante olor, dio un codazo al hermano de Aimée.
—Tranquilo, Cherif, es uno de los que la salvaron de los chacales.
El aludido se relajó, aunque no demasiado.
—¿Quieres llevarlo hasta ella?
—Claro. —El arcadio miró a Fang con una sonrisa amigable—. Soy Colt —dijo con voz alegre—. Si me acompañas…
Fang lo hizo, pero no antes de decirle al hermano de Aimée con la mirada que se fuera al cuerno.
Colt lo guió a través de la cocina, donde dejaron atrás a otro doble de Dev, hasta que llegaron a una puerta que daba a una casa decorada al estilo de finales del siglo XIX. Las paredes estaban pintadas de un amarillo claro y los muebles eran una mezcla de caoba y negro. La madera oscura le confería un aire muy regio.
—La casa de los Peltier —dijo Colt sin detenerse—. No estabas aquí cuando Papá Oso le enseñó la casa a tu hermano. Aquí es donde están los arcadios y katagarios que viven en el Santuario cuando no trabajan en el bar. Hay cuatro plantas de dormitorios en total, pero la mayoría de los Peltier vive en la segunda planta. —Se encaminó hacia la escalera—. Carson es el médico y el veterinario de la casa, y esta es su consulta. —Rozó la primera puerta por la que pasaron en el segundo piso pero siguió hasta el final del pasillo. Se detuvo delante de la última puerta. Tras llamar con suavidad, se inclinó hacia delante—. ¿Aimée? ¿Estás ahí?
—Estoy intentando dormir, Colt.
—Lo siento, pero ha venido alguien a verte.
La puerta se abrió con tanta rapidez que Colt estuvo a punto de caerse. Aimée parecía sorprendida, pero en cuanto vio a Fang detrás del arcadio se enfureció.
—¿Qué haces aquí?
Fang se encogió de hombros.
—Parece que he venido para cabrearte un poco más, aunque no era mi intención. ¿Quién lo iba a decir?
En vez de tomárselo a chiste, que era lo que él había esperado, Aimée lo miró con los ojos entornados.
—No me gustas ni un pelo.
Fang se inclinó hacia ella con una mueca burlona.
—Se supone que tiene que ser así.
Colt puso unos ojos como platos.
—¿Os dejo a solas? ¿O me quedo a arbitrar?
—Puedes irte. Solo quería devolverle esto. —Fang le enseñó la cámara—. Y después me piro.
Sin decir nada, Colt regresó por donde había venido.
Aimée se apresuró a quitarle la cámara de las manos.
—¿Dónde la has encontrado?
—Se te ha debido de caer.
Aimée se asomó por la puerta para asegurarse de que Colt se había ido.
—¿Le has dicho a alguien que estuve allí? —susurró.
—No. ¿Querías que lo hiciera?
—No. —Parecía inmensamente aliviada—. Gracias. —Después, en un abrir y cerrar de ojos, volvió a enfurecerse—. ¿Has cotilleado mis fotos? —Era más una acusación que una pregunta.
—¿Se suponía que no tenía que hacerlo?
Aimée torció el gesto.
—¡Eres un cerdo! Has violado mi intimidad. ¿Cómo te atreves?
Fang estaba desconcertado por sus rapidísimos cambios de humor. Iba a necesitar una señal luminosa para no perderse al hablar con ella.
—¿Siempre estás tan nerviosa?
—¡No estoy nerviosa!
—Si tú lo dices… Pero, la verdad, tendrían que ponerte uno de esos colgantes que cambian de color con el estado de ánimo.
Aimée frunció los labios, como si sus palabras la hubieran ofendido muchísimo.
—Eres un animal.
—Sí, bueno…
Ella puso los ojos en blanco.
Fang hizo ademán de marcharse, pero se volvió de repente.
—Por cierto, en el pantano no estaba exagerando. Podrían haberte despedazado.
Aimée meneó la cabeza, titubeó un momento y por fin habló de nuevo.
—Ya está bien de gilipolleces machistas. Estoy hasta el moño de que los hombres me digan cómo tengo que vivir. Por si no te has dado cuenta, abajo hay un montón de tíos dispuestos a decirme lo poco que valgo. No necesito otro más.
—A lo mejor deberías hacerles caso de vez en cuando.
—Y a lo mejor tú no deberías meterte donde no te llaman.
Fang jamás había sentido tantas ganas de estrangular a alguien. Todo su cuerpo hervía de furia, pero al mismo tiempo era incapaz de pasar por alto lo guapa que estaba con las mejillas sonrosadas por la rabia. Ese rubor resaltaba el intenso azul de sus ojos.
—A lo mejor deberías aprender a dar las gracias de vez en cuando.
Aimée acortó la distancia que los separaba.
—Y a lo mejor tú…
Cuando ella le colocó las manos en el pecho, la parte más atávica de Fang cobró vida.
Antes de que pudiera darse cuenta de lo que estaba haciendo, la abrazó con fuerza y la silenció con un beso.
Aimée se quedó sin respiración al sentir los brazos de Fang a su alrededor. Su rabia murió en cuanto sus labios se tocaron y pudo saborear un dulce e innegable poder desconocido hasta entonces.
La lengua de Fang jugueteó con la suya mientras le exploraba la boca. Aferrada a él, sus hormonas se revolucionaron, deseaba explorar cada centímetro de su duro cuerpo con la boca y con las manos. Tanto la mujer como la osa que convivían en su interior acabaron abrumadas por la pasión. Jamás había saboreado ni sentido nada parecido.
Tuvo que hacer un esfuerzo increíble para no desnudarlo y obligarlo a pedir clemencia.
Fang abandonó sus labios para enterrarle la cara en el cuello y así poder aspirar su olor. Era lo más maravilloso que había olido en la vida. Y ese olor despertó algo en su interior que lo instaba a sentir cada parte de su cuerpo. Tenía un subidón hormonal.
Y eso lo espantó.
Se apartó de ella y observó la expresión embelesada de Aimée.
En ese preciso momento ella pareció despertarse. Apretó los puños contra su chupa.
—Tienes que irte. Ahora mismo.
Lo intentó, pero Aimée tenía algo…
¡Vete!, se ordenó.
Se obligó a apartarse de ella y se teletransportó a su campamento en el pantano.
Aimée se dejó caer contra la pared mientras intentaba recuperar la cordura.
Acababa de besar a un lobo.
¡A un lobo!
Su familia lo mataría. Joder, la mataría a ella. Estaba prohibido contaminar la sangre, y más si se trataba de miembros del Omegrion. Su deber era mantener puro su linaje. Fortalecerlo. Como osos, su linaje se sucedía a través de la hembra, y ella era la única hija del clan. Por eso sus hermanos la protegían tanto.
Sin embargo…
Aimée sacudió la cabeza en el intento de despejarse. No podía volver a ver a Fang.
Nunca.
Jamás de los jamases.
En la vida.
¡Y en esa ocasión iba a hacerle caso al sentido común!
O eso esperaba.