Enero de 2003
El Santuario, Nueva Orleans
—Así que este es el famosísimo Santuario…
Fang Kattalakis, que estaba poniendo el seguro a su flamante Kawasaki Ninja, alzó la vista y descubrió que Keegan estaba observando el edificio de tres plantas de ladrillo rojo que se alzaba al otro lado de la calle.
El cachorro se hallaba en plena pubertad, unos treinta años humanos, pero, tal como solía sucederles a los miembros de su especie, Keegan aparentaba solo dieciséis, lo que significaba que era tan impulsivo como un adolescente. Vestido de cuero negro como protección cuando conducía su moto, estuvo a punto de dejarla caer por la emoción y por las ganas de poner un pie en el famoso santuario regentado por un clan katagario de osos.
Fang soltó un suspiro exasperado mientras enganchaba el casco a su mochila. Como castigo, a su hermano Vane y a él les habían impuesto vigilar a Keegan y a su hermano gemelo, Craig.
¡Qué alegría! Habría preferido que le sacaran las entrañas por la nariz. Hacer de canguro de los cachorros nunca le había gustado. Pero al menos en esa ocasión no iban acompañados por el líder del grupito, Stefan. De ser así, la salida habría acabado en un baño de sangre, ya que Fang no respetaba ni toleraba a Stefan ni cuando tenía un buen día.
Y ese día en concreto no era de los buenos.
El cachorro, rubio y desgarbado, hizo ademán de alejarse, pero Vane se lo impidió agarrándolo por el cuello de la chupa.
Keegan se rindió al instante, dejando en evidencia su edad y su inexperiencia. Fang jamás se había rendido sin pelear, ni siquiera cuando era un cachorro. Iba en contra de su naturaleza.
Vane soltó a Keegan.
—No te apartes de la manada, cachorro. Es un mal hábito que debes corregir. Espera a que nos movamos todos.
Ese era el motivo de que fueran en moto. Puesto que a los más jóvenes no se les daba bien teletransportarse hasta cumplir los cuarenta o cincuenta años, y puesto que los poderes de los cachorros hacían estragos con los poderes de los adultos cada que vez que intentaban teletransportarse con ellos, un medio de transporte humano era lo mejor.
Y en esas estaban.
Aburridos. Nerviosos. Y en forma humana. Una combinación muy desagradable.
Fang estaba, sobre todo, cansado.
Y ya que estaban entrenando a los cachorros para que se relacionaran y mantuvieran la forma humana durante el día, el Santuario les había parecido la mejor opción, y también la más segura, para sacarlos del campamento. Al menos así, si alguno de ellos se transformaba en lobo, los osos podrían esconderlo. Solo los katagarios más fuertes eran capaces de mantener la forma humana durante el día. Si los cachorros no eran capaces de lograrlo antes de los treinta y cinco años, el líder ordenaría a la manada que los ejecutara.
El mundo que habitaban era duro, solo los más fuertes sobrevivían. De todas formas, si no eran capaces de luchar y de camuflarse entre los humanos, podían darse por muertos. Era absurdo malgastar sus valiosos recursos en unas criaturas que no podían defender a la manada.
Vane miró a Fang de reojo, como si esperara que dijese algo desagradable a Keegan. Por regla general, se habría metido con él, pero estaba demasiado cansado para molestarse.
—¿Por qué tardas tanto? —le preguntó Fury, molesto por su retraso.
Aunque más bajo que Fang, Fury era atlético y cruel. Tenía los ojos de color turquesa, rasgos afilados y una actitud que siempre lograba que Fang se encrespara. Ese día llevaba su larga melena rubio platino recogida en una tirante coleta.
Fang se echó la mochila al hombro y le lanzó una mirada despectiva que dejó claro lo que pensaba de él… nada bueno.
—Estoy candando la moto, gilipollas. ¿Quieres que te encadene a ella para asegurarme de que siga aquí cuando vuelva?
Las pupilas de Fury se contrajeron.
—Me gustaría que lo intentaras.
Antes de que Fang pudiera abalanzarse sobre él, Liam, el hermano mayor de Keegan, se interpuso entre ellos.
—Atrás, lobos.
Como buen lobo que era, Fang le enseñó los dientes a Fury, que a su vez le devolvió el gesto. Por insistencia de Liam, Fury se alejó mientras los otros ocho lobos cruzaban la calle.
Vane y Fang los siguieron.
Fang señaló a Fury con un gesto de la cabeza.
—No trago a ese cabrón.
—Ya, pero no vayas a matarlo. Nos es útil.
Quizá. Pero no tanto como para que a Fang no le alegrara tener la piel de Fury colgada en la pared. Claro que él no tenía pared, pero en caso de tenerla, la piel de Fury sería el adorno perfecto.
Fang miró a su hermano, un par de centímetros más bajo que él. Igual que Fury.
—Dime, ¿qué hacemos aquí? Podríamos haber entrenado a los cachorros en el campamento.
Vane se encogió de hombros.
—Markus quería que los osos tuvieran constancia de nuestra presencia. Con todas las hembras preñadas que tenemos, es posible que necesitemos a su médico.
Sí, su hermana Anya y otras seis hembras más darían a luz en cualquier momento. Markus, el reacio donante de esperma que los había engendrado a los tres, también quería perder de vista a sus «hijos». Cosa que a Fang le parecía estupenda; él tampoco le tenía demasiado cariño a ese imbécil. Si por él fuera, ya lo habría retado para hacerse con el liderazgo de la manada, pero Vane y Anya siempre lo disuadían.
Puesto que Vane era un arcadio oculto en mitad de una manada de katagarios, lo último que necesitaban era que Fang se convirtiera en alfa de la manada. Porque eso provocaría una serie de incómodas preguntas, como por ejemplo por qué no era Vane (el primogénito de la camada, el supuesto heredero de su padre y el que mayores poderes mágicos poseía) quien retaba a su padre por el liderazgo. Sin embargo, Vane no podría hacerlo jamás. El dolor los obligaba a adoptar al instante su forma natural, y no podían arriesgarse a que Vane se transformara en humano en plena pelea.
De ahí que Fang se hubiera pasado toda la noche en vela. Vane, que estaba malherido e inconsciente, se había visto obligado a mantener su forma humana. La manada mataría a su hermano si llegaba a descubrir cuál era su verdadera forma.
Fang bostezó justo cuando alcanzaba al resto del grupo, que se había detenido en la puerta del Santuario por orden del portero. Mucho más corpulento que los lobos, el oso tenía el pelo largo y rizado, y llevaba una camiseta negra de manga corta con el logo del club en el pecho, aunque quedaba parcialmente oculto por una desgastada chupa de cuero negro.
Sus ojos azules los examinaron a conciencia.
—¿Manada?
Vane se adelantó.
—Gran Regis de los Licos Katagarios. Kattalakis.
El oso enarcó las cejas, el pedigrí lo había impresionado. «Gran Regis» significaba que el líder de la manada era miembro del Omegrion, el consejo que regulaba y gobernaba a katagarios y arcadios por igual. Puesto que estaba formado por veintitrés miembros (veinticuatro originalmente, aunque una especie se había extinguido), formar parte de la familia de uno de ellos era motivo de asombro.
—¿Algún Kattalakis en el grupo?
—Mi hermano y yo —contestó Vane, señalando a Fang.
El oso asintió al tiempo que cruzaba los brazos por delante del pecho y adoptaba una pose de tío duro.
—Nosotros somos Peltier. Yo soy Dev, uno de los cuatrillizos idénticos, así que si entráis y veis a mis hermanos, no penséis que estáis viendo doble o triple. Manteneos lejos del que va vestido de negro de los pies a la cabeza. Rémi es un hijo de su madre con muy mala baba. Mi madre, Nicolette, es la Gran Regina de los Ursos Katagarios, así que mientras no montéis un pollo, no pasará nada. Las reglas básicas: nada de peleas, de mordiscos ni de magia. Si rompéis las reglas, nosotros os romperemos los huesos y acabaréis de patitas en la calle… Si sobrevivís, claro. —Lanzó una mirada elocuente a los cachorros—. En resumen, entrad en paz o saldréis despedazados. ¿Entendido?
Fang levantó la mano con la intención de enseñarle un dedo, pero Vane le agarró la muñeca a tiempo.
—Entendido.
Fang soltó un bufido por la quemadura que acababa de provocarle su hermano y se apartó de él de un tirón.
Vane lo miró echando chispas por los ojos.
—No abras la boca y ten las manos quietecitas —le dijo de forma telepática.
—Los osos no me dan órdenes.
—No, pero yo sí. Fang, compórtate o te mandaré a la Edad de Piedra de una patada en el culo. —Vane lo aferró por la manga de la chupa y lo arrastró al interior del bar.
Fang lo apartó de un empujón. Salvo en lo referente a la magia, su hermano no era tan fuerte como él.
—No me mangonees, chaval.
Vane se volvió con cara de estar a punto de perder la paciencia.
—Pues hazlo por Anya. Tal vez los necesitemos si tiene problemas con la camada.
Fue un golpe bajo; Vane sabía que era el único argumento contra el que su hermano no protestaría. Anya era una parte vital de los dos. Por ella harían lo que fuera.
—Vale. Estoy irascible por la falta de sueño.
—¿Y por qué no has dormido?
Porque te estaba protegiendo, pensó. Algunos lobos se habían pasado la noche merodeando y le asustaba que dieran con el lugar donde Vane dormía mientras se recuperaba de las heridas. Así que él había permanecido despierto para asegurarse de que no descubrieran el rastro de Vane ni su guarida.
Aunque jamás admitiría la verdad ante su hermano. Vane se avergonzaría al pensar que su hermano pequeño lo había protegido.
—No sé, pero no he podido pegar ojo —contestó, en cambio.
—¿Quién era ella?
Fang puso los ojos en blanco.
—¿Por qué das por supuesto que ha sido por culpa de una mujer?
Vane levantó las mano.
—No sabía que te fueran los hombres. Lo anotaré en tu expediente personal.
Fang hizo oídos sordos a sus palabras y echó un vistazo por el oscuro interior del famoso bar, que a esas horas de la tarde no parecía muy concurrido. Unas cuantas mesas estaban ocupadas por humanos, y también había algunos jugando al billar y a las máquinas recreativas, situadas en la parte trasera. La pista de baile, que se encontraba frente a un escenario con el nombre de los Howlers pintado con espray blanco y azul, estaba vacía.
Craig y Keegan colocaron tres mesas juntas en un rincón, para que los diez pudieran sentarse. Algunos humanos los miraron con un nerviosismo que Fang tildó de histérico, sobre todo en el caso de la mujer que se puso el bolso en el regazo al verlos pasar. Como si un lobo necesitara dinero, pensó. Aunque, claro, habría que tener en cuenta las pintas que llevaban. Vestidos de cuero negro, listos para pelear en cualquier momento…
El único que parecía remotamente decente era Vane, que vestía vaqueros, una chaqueta de cuero marrón y una camiseta de manga corta roja. Aunque el pelo lo estropeaba un poco, era el que lo llevaba más largo. Pero con la coleta y recién afeitado, resultaba pasable. Los demás parecían las bestias salvajes que eran.
Fang soltó la mochila en el suelo, se sentó y estiró sus largas piernas. Apoyó la espalda en la pared, se colocó bien las gafas y cerró los ojos para echar un sueñecito mientras los demás se las apañaban sin él. Si pudiera disfrutar de diez minutos de tranquilidad para dejar la mente en blanco, sería un lobo nuevo…
—Acaba de llegar una manada de lobos.
Aimée Peltier apartó la vista del libro de cuentas donde estaba anotando los nuevos pedidos y sintió que se le encogía el estómago. Nicolette Peltier, su madre, se quedó petrificada ante el seco anuncio de Dev.
Miró perpleja a Aimée mientras esta se levantaba para alejarse del enorme escritorio marrón.
—¿Cuántos son?
—Por lo que parece, ocho asesinos y dos cachorros en período de entrenamiento.
Nicolette enarcó una de sus cejas rubias. Aunque se acercaba a los ochocientos años, no aparentaba más de cuarenta en términos humanos. Llevaba un ajustado traje de chaqueta azul y, con el pelo recogido en un moño tirante, su apariencia era muy profesional. A diferencia de Aimée, que iba vestida con vaqueros, una camiseta de manga corta y llevaba el pelo suelto.
—¿Asesinos o strati?
Los strati eran guerreros katagarios elegidos entre los más feroces de la manada, normalmente prestos a entrar en acción. Los cachorros, debido a una descarga hormonal superior a la que sufrían los humanos, eran todavía más incontrolables. Sin embargo, carecían de poder y de fuerza que respaldaran su ego. Los asesinos, por su parte, mataban de forma indiscriminada a cualquiera que se cruzara en su camino. Para los arcadios cualquier soldado katagario era un asesino, justificación a la que se aferraban para matarlos.
Si ese grupo de lobos estaba formado por asesinos, su presencia en el bar sería como colocar un cartucho de dinamita cerca de una hoguera.
Dev se rascó la nuca.
—Técnicamente son strati, pero por las pintas, son tíos duros. No sería raro que alguno se convirtiera en asesino.
Aimée se puso en pie.
—Iré a servirlos.
Dev le bloqueó la salida.
—Cherise ya se ha encargado de su mesa.
Semejante imprudencia dejó a Aimée horrorizada.
—¿Has dejado que una humana los atienda? —¿Acaso a su hermano se le había ido la pinza?, se preguntó.
Dev no parecía preocupado por la estupidez que había cometido.
—Cherise tiene buen talante y es muy cariñosa. Ni un verdadero asesino podría ser borde con ella. Además, sé lo que opinas de los lobos y me ha parecido mejor ahorrarte el mal trago. Ya estamos un poco hartos de escenitas.
Era cierto. Los encuentros de Aimée con los lobos nunca habían acabado bien. Aunque no podía explicar el motivo, compartía la antipatía que su madre les profesaba. Los lobos eran violentos y sucios. Arrogantes a más no poder.
Y sobre todo, para alguien tan sensible como una osa, apestaban.
Nicolette se puso en pie.
—Aimée, sal y vigílalos. Asegúrate de que no crean problemas mientras están en el bar. No quiero otro espectáculo. Si ves que alguno olisquea el aire de mala manera, los echas.
Aimée asintió.
Dev se apartó de la puerta para dejarla pasar.
—Si necesitas ayuda, estaré a tu lado con refuerzos antes de que puedas decir «lobo apestoso».
Aimée contuvo un suspiro exasperado por el excesivo afán protector de su hermano. Sabía que lo hacía con buena intención. Pero a veces su familia la agobiaba.
Eso sí, los quería a todos… pese a sus defectos.
Al pasar al lado de Dev, le dio unas palmaditas en el brazo y bajó a la cocina, donde el personal humano trabajaba codo con codo con los katagarios, aunque sin saberlo. Todo el mundo creía que el Santuario era un bar restaurante normal y corriente. Si supieran la verdad…
Aimée cogió su delantal, se lo ató a la cintura y fue a buscar una bandeja.
—¿Dónde has estado?
Se detuvo al escuchar la voz desabrida de su hermano Rémi, que era idéntico a Dev (nada sorprendente, ya que su madre había dado a luz a una camada de cuatrillizos). Sin embargo, Rémi parecía tener concentrada toda la mala leche de sus otros tres hermanos juntos.
Y apenas la aguantaba.
—Con maman, haciendo los pedidos de comida y bebida. No creo que sea de tu incumbencia.
Rémi rodeó la mesa de acero inoxidable industrial para invadir su espacio personal de tal forma que le entraron ganas de clavarle la rodilla en sus partes.
—Sí, bueno, el caso es que hay una manada de lobos…
—Dev me lo ha dicho.
—Pues sal ahora mismo y no les quites la vista de encima.
Aimée lo miró con desdén.
—Qué simpático eres, Rémi, de verdad. No sé de quién habrás heredado ese carácter tan agradable.
Rémi se abalanzó sobre ella.
Aimée lo interceptó con la bandeja y le dio un empujón para que retrocediera.
—Ni hablar, hermanito. No estoy de humor.
Rémi la empujó.
—¡Rémi!
Su hermano se quedó petrificado cuando su padre entró en la cocina. Papá Oso, con sus más de dos metros de altura y su musculosa apariencia, ponía los pelos de punta incluso a sus hijos, que sabían que jamás les haría daño. Llevaba la melena rubia recogida en una coleta, igual que Rémi. De hecho, se parecía tanto a los cuatrillizos que bien podía pasar por uno de ellos.
—Deja tranquila a tu hermana. Y vete a fregar platos hasta que te tranquilices.
Rémi lo fulminó con la mirada.
—Me ha provocado.
Su padre suspiró.
—A ti te provoca cualquiera, mon fils. Ahora vete a hacer lo que te he dicho.
Aimée regaló a su padre una sonrisa reconciliadora.
—Papá, solo ha sido un pequeño desacuerdo. Rémi tiene la costumbre de respirar y a mí me molesta mucho. Si dejara de hacerlo, se acabaría el problema.
Su padre la miró con cara de pocos amigos.
—Chère, no vuelvas a decir eso en la vida. Ya he perdido bastantes hijos y tú has perdido bastantes hermanos. Píde perdón a Rémi.
Totalmente arrepentida, Aimée se acercó a su hermano. Su padre tenía razón, ella no quería que les pasara nada malo a los miembros de su familia. Por muy desagradable que fuera Rémi, lo quería muchísimo y sería capaz de protegerlo con su propia vida.
—Lo siento.
—Haces bien.
Aimée gruñó. ¿Por qué se empeñaba en pelearse con todo el mundo?
Miró a su padre echando chispas por los ojos.
—¿Sabes?, es una pena que los osos katagarios no se coman a sus crías, sobre todo a las insoportables.
Ansiosa por alejarse de su hermano, se encaminó a la puerta que conectaba la cocina con el bar, donde Cherise Gautier, la camarera humana, estaba sirviendo bebidas. Era una mujer bajita y rubia, el ser más cariñoso que Aimée había conocido en sus trescientos años de vida. Las criaturas como Cherise escaseaban, y le encantaría parecerse un poco a ella.
Por desgracia, Aimée se parecía demasiado a su hermano Rémi. Otra razón por la que no lo soportaba. Eran tal para cual, y estaban mejor separados.
—Hola, Aimée —la saludó Cherise con una deslumbrante sonrisa que la alegró al instante—. ¿Estás bien, cariño? Pareces un poco acalorada.
—Estoy bien.
Cherise la escudriñó con la mirada mientras le estrechaba la mano en un gesto de apoyo.
—¿Otra vez te has peleado con tu hermano, preciosa?
A veces hubiera jurado que esa humana tenía poderes sobrenaturales.
—Como siempre…
Impasible, Cherise siguió colocando jarras en una bandeja.
—En fin, para eso están los hermanos. Pero tú lo sabes igual que yo. Si alguien te hiciera algo, Rémi se lo comería con patatas, y tú harías lo mismo por él. Ese muchacho te quiere más que a su vida. Que no se te olvide. —Cherise hizo ademán de levantar la bandeja.
—Yo la llevo —dijo Aimée, colocándose delante de ella.
Cherise frunció el ceño.
—¿Estás segura?
—Desde luego. Además, es la hora de tu descanso.
Cherise se apartó, aunque no parecía muy convencida.
—Muy bien. Llámame si llegan muchos clientes de repente. Esa bandeja es para la mesa treinta.
Aimée levantó la bandeja y soltó una palabrota: ocho cervezas servidas en jarras heladas y dos Coca-Colas pesaban mucho. Menos mal que se la había quitado a la humana. Con lo menuda y delgada que era Cherise, las habría pasado canutas para llevarla. Sin embargo, y fiel a su carácter, nunca se le ocurriría protestar. Cherise nunca protestaba por nada.
Aimée caminó con cuidado desde la barra hasta las mesas de la zona donde se habían refugiado los lobos. En cuanto dobló la esquina, resopló, mosqueada.
Pues sí, parecían la escoria del reino animal. Unos brutos sin afeitar y vestidos de cuero. Ojalá los dos más jóvenes no intentaran romper el mobiliario… ni la pierna de algún humano.
Sin embargo, a medida que se acercaba, no pudo evitar fijarse en lo bueno que estaba el que llevaba el pelo más largo. Un pelo de un sinfín de colores. Rojo, caoba, castaño, negro e incluso rubio. Su melena era tan impactante como sus ojos verdosos.
El otro miembro del grupo que también llamaba la atención llevaba una chupa negra y estaba recostado en la silla con las piernas, unas piernas larguísimas, estiradas. La camiseta negra de manga corta se le pegaba al abdomen, muy liso y con aspecto de estar duro como una piedra. Era moreno y tenía el pelo corto. Además, parecía tan chulo que era difícil no fijarse en él. Llevaba barba de unos días y los ojos ocultos tras unas gafas de sol.
Lo rodeaba un aura poderosa. Letal. Mortal. Descarnada. Debido a su condición animal, Aimée reconocía lo admirable que era el hecho de proyectar esa imagen sin hacer un esfuerzo aparente para lograrlo. Eso hizo que sus instintos se pusieran en alerta y que no se fiara en absoluto del grupo.
Sí, ese lobo le daba un nuevo significado a la palabra «asesino». Echó un vistazo por el bar para localizar a los suyos. Sus hermanos Zar y Quinn se hallaban en la barra. Colt, otro oso que vivía con ellos, estaba tomando una copa frente a ellos. Wren, el camarero, un tigardo que trabajaba para los Peltier, limpiaba las mesas del rincón más alejado mientras su mono, Marvin, asomaba la cabeza por el bolsillo de su delantal.
Sin duda, tenía las espaldas cubiertas en caso de que necesitara ayuda.
Proyectó su imagen de chica dura y fue hacia a ellos.
Tan pronto como la vieron acercarse, los lobos se levantaron… menos el más chulo de todos, que siguió repantingado en la silla con los brazos cruzados por delante del pecho.
—¡Fang! —masculló el del pelo largo al tiempo que le daba una patada en las piernas.
El tal Fang se puso de pie y soltó un taco tan soez que Aimée se puso colorada. Antes de ser consciente de que lo hacía, el lobo agarró por la pechera al que le había reñido.
—¿Vane?
—Sí, capullo, suéltame.
El lobo de la melena rubio platino que estaba cerca de Fang inclinó la cabeza con gesto amenazador.
—¿Estabas dormido?
Fang soltó a Vane y miró al que le había hecho la pregunta con una cara que dejó bien claro que, además de odiarlo, lo creía un imbécil.
—¿Estaba en forma de lobo o en forma humana?
—Humana.
—Pues entonces no estaba dormido, ¿verdad, Scooby?
Aimée enarcó las cejas al escuchar el insulto. A los lobos no les gustaba que los compararan con perros, y referirse a ellos usando el nombre de un perro de los dibujos animados conocido por sus travesuras tontorronas siempre acababa en pelea.
El hecho de que el lobo rubio no atacara corroboró la ferocidad de Fang de un modo muy efectivo.
Fang se enderezó y se quitó las gafas en un intento por parecer respetuoso ante ella… Un gesto que a Aimée le pareció muy incongruente. Sin embargo, desde luego esos lobos no eran como esperaba.
Y esos ojos…
De un precioso marrón con oscuras motas rojizas. No obstante, fue el dolor y la inteligencia que brillaban en ellos lo que la conmovió. Un dolor que parecía infinito.
Fang bostezó mientras se pasaba una mano por el áspero mentón.
—Aunque lo he intentado.
El cachorro más joven se acercó a Aimée.
—Deja que te ayude con eso.
—Yo puedo —rehusó ella con amabilidad, sorprendida por los buenos modales de la manada. Los lobos con los que se había cruzado en el pasado ocupaban la posición más baja en la escala evolutiva.
En cuanto soltó la bandeja en la mesa, los lobos cogieron las bebidas sin esperar a que ella se las sirviera.
Vane cogió el paño de Aimée para secar la bandeja y después se la entregó.
Aimée le sonrió.
—Gracias. —La verdad, era desconcertante que unos lobos de aspecto tan rudo se comportaran tan bien… No sabía cómo tratarlos.
Hizo amago de alejarse cuando el tal Fang la detuvo con delicadeza poniéndole una mano en un brazo.
—Se te ha caído. —Y se inclinó para recoger el cuadernillo que debía de habérsele caído del bolsillo del delantal.
Mientras se enderezaba, Aimée se percató de lo grande que era. No tan corpulento como los osos a los que estaba acostumbrada, más delgado. Y musculoso. Sólido como el acero.
—Gracias.
Fang fue incapaz de pronunciar palabra: estaba mirando los ojos más azules que había visto en la vida. Unos ojos dispuestos en la cara de un ángel rubio con un hoyuelo en la mejilla derecha, o al menos eso le había parecido cuando la había visto hablar.
Su piel parecía tan suave como el terciopelo, y por algún motivo que no alcanzaba a entender, ansiaba pasarle el dorso de la mano por la mejilla para comprobar si era tan suave como aparentaba.
En cuanto a su olor… lavanda y lila. Por regla general, el olor de cualquier otra especie era repulsivo para su agudo olfato de lobo. Pero no en ese caso. El olor de esa chica era cálido y dulce. Tanto que tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para no frotar la nariz contra su cuello y aspirarlo con fuerza.
Cuando notó el roce de su mano, el deseo se apoderó de él.
Sin mediar palabra, ella se metió el cuaderno en el bolsillo y dio media vuelta.
Fang tuvo que retenerse para no seguirla.
Vane le pasó su cerveza y eso distrajo su atención. Cuando volvió a mirar, la osa ya se había ido.
—¿Estás bien?
Fang asintió.
—Un poco cansado, nada más.
Estaba a punto de sentarse cuando volvió la osa. Al instante, todos se levantaron otra vez, un gesto que llevaban grabado a fuego en el cerebro. Los lobos protegían a sus hembras mucho más que los machos de otras especies. Eran leales y letales, y se les educaba desde pequeños para demostrar respeto a las hembras, fueran de la especie que fuesen. El hecho de que esa osa fuera familia de los que regentaban el bar la hacía todavía más respetable a sus ojos.
La osa sacó el cuadernillo.
—Me llamo Aimée. Se me ha olvidado tomar nota de la comida.
Aimée… un nombre delicado y perfecto para ella, pensó Fang. Aunque no lo pronunció en voz alta, sabía que sería suave de articular.
—Chuletón —dijo Vane—. Lo más crudo posible.
Aimée lo anotó.
—Supongo que dos por cabeza, ¿verdad?
Liam colocó bien su silla.
—Sí, por favor.
Aimée asintió mientras contenía una sonrisa; aquel era el plato más solicitado por su clientela katagaria. Todos los animales preferían la carne cruda, vuelta y vuelta, y los cocineros humanos se preguntaban por qué estaba tan solicitada.
—De acuerdo, veinte especiales de la casa. ¿Alguno quiere arriesgarse y pedir verdura?
—¿Te parecemos conejos?
Vane le dio un guantazo en el hombro al rubio que se sentaba a su derecha.
—Ya vale, Fury.
El lobo pareció molesto, pero se contuvo. Era normal entre ellos, obedecían al alfa de la manada aunque les fastidiara. Claro que también lucharían a muerte si el alfa lo ordenara. Por muchas desavenencias que tuvieran, se unían como una piña en contra de un intruso. Por eso eran tan peligrosos.
Los lobos nunca luchaban solos.
Luchaban en manada. Feroces. Fríos. Letales. Y juntos eran capaces de matar a cualquier ser vivo… o no vivo.
—¿Tenéis algo dulce?
Aimée se volvió hacia Fang al escuchar la insólita pregunta. A los osos les encantaba lo dulce, pero los lobos se limitaban a la carne.
—¿Eres goloso?
—Yo no. Es para mi hermana. Está preñada y tiene antojo de dulces.
Aimée sonrió, embargada por una repentina ternura.
—¿Y quieres llevarle algo?
Él asintió.
Qué detalle más bonito, pensó. Un gesto que ella… se quedó petrificada por el dolor que le provocó aquel pensamiento. El recuerdo fue afilado y la hirió en lo más profundo. Intentaba no pensar en Bastien ni en Gilbert. Sin embargo, se colaban en sus pensamientos varias veces al día.
—De acuerdo. Te pondré unos cuantos caprichitos para ella.
—Muchísimas gracias.
Por algún motivo que no alcanzaba a entender, le habría gustado quedarse a hablar con el lobo un rato. Aunque solo fuera para escuchar esa voz tan grave. Tenía un acento muy leve que delataba que había vivido en Inglaterra en algún momento de su vida. Un acento muy seductor.
¿Qué me está pasando? ¡Si odio a los lobos!, pensó.
Eran escandalosos. Insoportables. Apestosos y folloneros.
No obstante, ese en concreto tenía un misterioso atractivo. Y el hecho de que se preocupara por su hermana…
Al menos tenía corazón. Eso ya lo diferenciaba del resto de sus congéneres.
Mientras volvía a alejarse de la mesa, no pudo evitar mirar hacia atrás. Lo vio darle un guantazo a Fury y a Vane separarlos como si fuera un padre con sus dos hijos.
Aimée meneó la cabeza.
Por eso mismo pasaba de los lobos. Debía de ser algo común a los cánidos eso de pasarse la vida mordiéndose y ladrándose unos a otros y a cualquiera que fuera tan tonto como para acercarse a ellos.
Se disponía a entrar en la cocina para dejar la comanda cuando un grupo muy escandaloso apareció por la escalera; se detuvo. Al verlos maldijo para sus adentros.
Chacales. Dos hembras y cuatro machos. Debían de haberse teletransportado al piso superior, reservado especialmente para ese fin, ya que se trataba de una zona oculta a los humanos, que desconocían lo que representaba realmente el Santuario. Para los humanos, solo era un bar más.
Para los seres sobrenaturales, suponía una zona neutral donde todos estaban a salvo.
Si había alguien a quien Aimée odiara más que a los lobos era a sus primos… los chacales. Y por si no bastaba que fueran chacales, esos eran centinelas arcadios y parecían ir a la caza de alguien.
Soltó un hondo suspiro mientras miraba de nuevo a los lobos katagarios y se preguntaba cómo reaccionarían al ver a los chacales arcadios.
Solo les faltaba una pelea violenta entre un clan de centinelas y una manada de strati, que para más inri tenían cachorros que defender. Eso los ponía más nerviosos y agresivos de lo normal.
Estaba a punto de volver al bar cuando un chacal se materializó delante de ella y le cortó el paso. La miró de arriba abajo con cara de asco.
Aimée entrecerró los ojos.
—Aquí no puedes usar tu magia. Hay demasiados humanos y pueden verlo.
El arcadio hizo una mueca burlona.
—No acepto órdenes de un animal. Dime dónde está Constantine o echaremos el bar abajo.
Aimée se negaba a que la avasallaran.
—Estamos protegidos por las leyes del Omegrion, que estáis obligados a cumplir. Todo el mundo es bienvenido, aunque sea tan repulsivo como vosotros, y no se puede echar a nadie a la fuerza.
El chacal la agarró del brazo.
—Trae a Constantine o me haré unas botas con tu pelo, osa.
Ella se zafó de su mano.
—No me toques o te cuelgo de las pelotas.
Los chacales la rodearon.
—No tenemos tiempo para esto. Está aquí. Lo olemos.
En esa ocasión fue ella quien lo miró con cara de asco.
—Será mejor que saques la cabeza de tu esfínter y dejes de olisquear tu ropa interior porque los únicos chacales que hay aquí sois vosotros, colegas.
—¿Algún problema? —Por una vez, oír el ronco gruñido de Dev la alegró.
Aimée miró por encima del hombro del chacal que lideraba el grupo y vio que Dev había llegado con Colt, Rémi y Wren. Su padre se acercaba a ellos.
—Sí —contestó—. Y creo que ya va siendo hora de que estos amigos busquen la salida.
Dev hizo ademán de agarrar al chacal, pero este se volvió con tal rapidez que Aimée ni siquiera fue consciente de que lo hacía. Con un fugaz movimiento, Dev acabó inmovilizado en el suelo. Su hermano iba a levantar los brazos cuando el chacal sacó una pistola eléctrica lista para disparar.
No fue el dolor de un posible disparo lo que los detuvo a todos. Una simple descarga y perderían durante horas la capacidad para mantener la forma humana. La más leve descarga eléctrica tenía ese efecto sobre los katagarios.
Un problemilla difícil de explicar a la clientela humana, que solía acojonarse cada vez que sucedía.
Aimée echó un vistazo para comprobar el número de humanos presentes. Tenían que sacarlos de allí con el menor ruido posible.
Y rápido.
El líder de los chacales miró a alguien situado tras Aimée e hizo un gesto de asentimiento.
De repente, un chacal la inmovilizó y le colocó un puñal en el cuello.
La mirada del líder adquirió un brillo gélido.
—O nos llevas hasta Constantine o te cortamos la cabeza.
Aimée lanzó una mirada asustada a Dev, que era igual de consciente que ella de un detalle.
No podían darle lo que no tenían.
La cosa estaba a punto de ponerse sangrienta, y ella iba a ser la primera en sangrar.