6. Juan Cantueso, casado, viudo, preso y en manos ya del justo juez

… los anglosajones del Norte, avasallando a los naturales con atropellos y tiranías más fuertes en mil casos que los que padecieran con España. Sugiere asimismo el belga al prelado Renaud que Juan el Rubio pudo no tratarse de un común ladronzuelo, tahúr y aventurero como tantos de su ruinoso tiempo, sino de un malhechor hasta con más de una muerte en la conciencia y dado a pillajes y a tropelías. Y de nuevo subraya Des Vries, entonadamente, los libertinajes y turbulencia de la novela de hala. Pese a inquisidores, dómines y maestrillos, con cuanto tuviera de reprobable y aun dijeron que de desordenado y desmedido, hijo de no mal oficio debió ser aquel libro por el que, según las tímidas noticias, tan desenvueltamente vagaron Eros y Marte, Caco y las Parcas, y el mar reluciente, y las sombras que la humana condición alienta y enrosca en el agitado curso de los días. Muy difíciles fueron aquéllos para Cádiz, perla codiciada de afanosos de oro o de vanidad y a la que siempre le han tocado esos estropicios y diversiones, pues a la tarde del 5 de junio de 1682…

6. Juan Cantueso, casado, viudo, preso y en manos ya del justo juez

A 6 de mayo. ~~~ Se te quedó esa pluma, me parece, en lo de la veneciana de Turquía, la doña Astrea.

Ya ves: de tantas cosas como entendía ella y ningunito de sus espías y mapas y saberes de lugares y gentes le avisaron su ruina. Vaya a cambio de la que ella, vete a saber, le buscó a Corradino. La peste la mató y ya no quiso luego matar a muchos más. Se fue de Lisboa tan pronto como vino, harta de comer cristianos, que el día de Santa Inés hubo ya señas ciertas de estar levantando el campo y a toda bulla, luego de dejar más muertos que la batalla de San Quintín, pues fechas hubo de siete centenas de difuntos, y de tres o cuatro ninguna bajó de causar el pestón en sus dos meses peores.

Con más presteza corrieron por Lisboa las noticias de su marcha que las de su venida, pero aún hube de aguardar cuarentidós jornadas para poder salir, plazo en el que siguieron vigiladas todas las puertas de mar y tierra, sin permitirse pasar por ellas otra cosa que el arribo de víveres y suministros.

No iba a estar yo tanto tiempo rascándome mis maravedís. Moví baraja con provecho para pagarme cama y comidas, y no dejé de advertir que mi nueva cara, con lo del ojo, ponía de primeras dar en las mesas de juego una gota de desconfianza en contra mía, que ya me encargaba yo de ir derritiendo. La noche antes de viajar me dio por irme a la hostería donde me había llevado Coello y pedí un plato del timbal de lampreas, porque fue muy de mi gusto y también como echándole la cruz a todo lo visto y acaecido con la epidemia, lo mismo que si en Lisboa no hubiera pasado nada: ya que no me pasó a mí, pues borrón y buena digestión.

Bien me tenía cavilado yo lo que haría en llegando a España. Daba por más cierto que era en El Puerto Santa María donde podría encontrar a Anica, aunque volvía a desconcertarme la memoria de aquella mujer que vi corriendo por el Arenal al salir de Sevilla el Santa Rosa, y que tan muchamente me pareció ser ella. Pero, aun teniendo al Puerto por paradero suyo, sano era para mi pellejo poner pie en Sevilla o en Cádiz y tantear al Puerto desde uno de esos dos sitios, o desde el más arrimado Jerez, no fuese a seguir todo para ella y para mí tan malamente como lo dejé, a pesar de los años.

De Lisboa salí un día viernes, a fines de mayo, y las caballerías de la galera no eran de tan mal andar, pues el domingo ya estábamos en la ciudad de Badajoz luego de hacer en Évora una primera noche, y bajar el sábado a una villa cerca de la raya de España, con muy buenas fuentes y mucho huerto y jardín, que dijo uno de los viajeros españoles los habían sembrado los moros, y que de ellos le quedó a aquel lugar el nombre de Moura.

De Badajoz pasamos a Sevilla por el camino real que va de la Extremadura a la Andalucía, y ese tramo lo corrí con los mismos ocho viajeros pero en otra posta que hacía enlace con la de Portugal y que, al dejar Badajoz, pasó por delante de muy firmes murallas y torres, con una más alta que oí llamar de Espantaperros. Dijo el mismo pasajero que también los moros habían hecho aquellas defensas de tan buen ver, y ya unos empezaron a refunfuñar y otros a mirarlo en sospecha por saber tanto de morerías y alabarlas, así que no volvió a abrir boca.

No iba tan ligero este carruaje como el que de Portugal me había sacado, pero sí más al seguro, armado hasta las muelas el postillón y un cuadrillero en montura aparte, no menos puesto en pólvoras y muy matasiete. Dos escopetas largas llevaba, la una atravesada por delante y la otra en el albardón del caballo, que la podía sacar con gran facilidad. Custodia fue ésta que hube de pagar, como todos, al rendir viaje en Sevilla y aunque, al comenzarlo, nada se me dijo de ese gasto. Ni falta que hacía la tal escolta porque, aun siendo el camino bien largo y con mucha tierra yerma y montes a su mitad, ningún percance hubo en pasarlo, antes que nada porque apenas paró el coche en descampado, y es en parar en ellos donde están los peligros.

Llegué a Sevilla oscureciendo y, sin saber de otra posada más limpia dentro de lo barato, me fui a la del Ecijano, aunque me hubiese escapado de ella sin pagar los últimos días de hospedaje y mesa. No tuve que andar mucho, pues no cae a más de ocho o diez casas del corralón de las diligencias, y también en la orilla de Triana.

A hora del atardecer, y tanto en tiempo de calor como de lluvias, siempre había visto yo toda esa parte bullendo de gente y en grandes animación y algazara, pero ahora veía bien poco de todo eso, y a hombres y mujeres como abatidos y derechos a sus cosas.

Pese a los años volados y a mi falta en la cara, no bien verme la posadera se le puso mal ceño y llamó a voces a su esposo. Pareciéronme la una y el otro más avejentados de lo que me esperaba; comiéndoles las palabras, les expliqué sin amostazarme que aquella mañana de hacía tanto, y al llevar mis avíos al Santa Rosa donde ya les tenía dicho que iba a embarcar, me retuvieron por fuerza a bordo para reparar una vela y bien que me pesó, pues no tuve ya lugar de volver a tierra para pagarles, como tenía pensado hacer.

En seguida saqué doblones y les saldé el atraso, aún muy por demás porque todo costaba ya el doble y los posaderos me cobraron como nueva la trampa vieja. Aun así, me convenía la posada, y estuve por echarme las manos a la cabeza cuando me hablaron de lo que costaban otras. Vine a saber que la Corona había hecho un gran desaguisado con los reales de vellón, poniéndolos de un día para otro en la mitad de lo que valían, así que en España, y en cosa de ruina, ya éramos pocos y parió abuela. Todo dios andaba endeudado hasta los calzones y cerrada mucha industria y tienda, como si no hubiese cerrado ya pocas, comentaban, el haber ido echando a tanto morisco y hebreo de los de saber ganar dinero y dar a ganarlo.

Concluí diciéndole al matrimonio que bien podían estar seguros de mi formalidad, ya que había vuelto allí con mi deuda y para pagarla. Serenáronlos mis dineros y embustes, y al punto se me puso el corazón en la boca cuando la posadera, que ya le iba yo viendo unos ojos como apesarados, hizo memoria de que, aquella misma mañana de mi partida, una mujer delgada había estado inquiriendo en la posada por mí y ella terminó diciéndole, por verla muy en desconsuelo y no por hacerme el favor, que yo debía estar en aquel momento zarpando con la flota en el Santa Rosa. Pero le echó a la cara que me había ido de tramposo. Con tanta gente y huéspedes como pasaron luego por allí, la posadera se acordaba todavía de aquella mujer porque, aunque le dio al fin noticia de mis pasos, le dolió en la conciencia el haberla tratado malamente. Y ese reconcomio, me dijo, venía ahora a despertársele, al saber que no fue mala fe mía el despedirme a la francesa y gratis.

Entendí por qué se le había ido atribulando el semblante a la posadera, y más cuando se desahogó detallándome que, amén de chillarle a aquella delgadilla que a quien andaba buscando era un ladrón, la hizo entrar muy enfurecida en el aposento que compartí con el cordobés y le enseñó mi cama deshecha mientras le sacudía ante los ojos la cuenta de mi hospedaje. Ya repuesta de su cólera tuvo a esos reproches por muy atropellados e injustos, y de tal modo le pesó haber visto a la mujer irse corre que te corre, y con los ojos llenos de lágrimas, que hubo de pasar por la iglesia y contárselo al padre cura.

Sin que el marido abriese el pico, aún me añadió la posadera que, años después de aquello, había visto por la calle en dos ocasiones a la mujer delgada, sola también y como muy afanada, con una canasta la primera vez, y la última con un plumero y otros enseres de limpieza, y que cuando la reconoció, yendo ella con el cesto, se le acercó y empezó muy torpe y nerviosamente a darle achaques por su maltrato de aquel día, según le mandó hacer el cura si volvía a verla; pero que la mujer había apretado el paso y no quiso escucharla, conque la posadera la dejó ir aunque sin tomarle a mal el desaire, pues, quitando el resentimiento que creía merecer, no supo ella entrar a disculpársele a la otra con el sosiego y buen talante que convenían, sino tan embarullada y descompuestamente como si fuese de nuevo a maltraerla a cuenta del granuja que estuvo buscando.

Mascando rabia y desconcierto, le pregunté a la posadera cuánto tiempo haría de esas otras dos veces que vio a aquella mujer. Me dijo que no tanto: a lo más, de un año para acá la última, y que ya había sido mucho verla porque ella apenas si salía de la posada.

Cené dos bocados y me retiré a mi aposento, estrecho como un cajón pero para mí solo y con ventana. Tanto o más molido estaba por esas noticias que por el viaje desde Portugal, y cada vez más seguro de que era Anica a quien yo había entrevisto desde la popa del Santa Rosa, ya que, mientras la posadera me encendía muy solícita la palmatoria de mi cuarto, aún anduve pidiéndole pelos y señales de ella, y cuantos me dio le iban a molde.

No cogí el sueño hasta apuntar la luz y mira, bachiller: todo lo que te diga va a ser poco al lado de mis cavilaciones de aquella noche: un temporal de pensamientos poniéndome la cabeza igual que vela de nao que el viento hincha o afloja a su antojo, cómo te lo diría. En cuanto a Anica, era moscarda que volvía y volvía a picarme el discurrir de qué manera había estado o llevaba en Sevilla tanto tiempo, y más que todo, aun siendo lo de menos, cómo pudo dar con mi posada, cuando en la carta que al Puerto le mandé no le había dado señal de mi paradero, ni el mensajero hizo más que entregársela y tomarle luego la contesta. Me asombré del destino, que nos había alejado por cosita de una hora, y resolví no hacer de momento más que trotarme Sevilla por si daba con ella, como empecé a trotármela por la mañana, y todos los días que siguieron.

Pero aquella primera noche no se acababa nunca. No me afligían ya mucho, pensando en Anica, mi frente hendida ni este ojo a medio cerrar, pues como desde Lisboa había reparado en que no me los miraban más que de pasada, entendí ir por la vida de descrismado pero no de monstruo, según me había pensado en San Juan y en la travesía del Nuevo Cubano. Casi peor me sabía ya palparme el sitio del Moreno y no dar con él. Con todo y con eso, me pesaban la carrera del tiempo, el acabamiento de mis años mejores y la comezón de no haber hecho por volver antes; repetíame que ya no era aquél al que había abrazado Anica y que, de dar con ella, no iba a ponerle por delante más que a un carirroto casi a las puertas de la vejez, aunque, por otro lado, me alzaba los ánimos pensar en mi caudalillo, que daba para bienvivir juntos y que mi empeño se cumpliese.

Sin embargo, más allá de cuanto bueno y malo venía echando en la balanza, me llegaba el titubeo de si sería yo, para una mujer, el norte fijo y tranquilo que es menester en pareja. Quería curarme de ese pálpito diciéndome que ya haría por serlo y, por no bajarme de mi ahínco con Anica, hacía como dicen que hace el pájaro avestruz de Berbería cuando lo acorralan los cazadores: esconder la cabeza para no ver.

Estando en esas devanaderas y allá a las tres o las cuatro, pasó un borracho por abajo de mi ventana, cantiñeándose a trompicones una canción que conocía yo mucho de escucharla en Mosquila y que decía El Mono ser canción de la isla de Cuba, cosa que me vino de lo más bien para entretenerme y de lo más mal para encararme conmigo, sin huir de mis barruntos. Aun sin su compás, y tropezona en la voz que la venía cantando, la canción fue quitándome de lo de Anica y poniéndome en las Indias los pensamientos, que hasta el mismo aire templado y pegajoso del río, por la ventana a medio entornar, me pareció el de la Mar Caribe.

Era como tener la América cerca y lejos a la par. Otra vez le escuchaba a La Bella Trinidad sus parloteos, persignándose y palmeándose los muslos con la risa, y al capitán Coello dándome por buenas aquellas historias de la negra y contándome las suyas, todas con mucha cama de por medio. Otra vez me calentaban la mollera los solazos de Mosquila y me la aireaban las pocas noches frescas de San Juan, y me llenaban la memoria, con la voz desentonada del borracho, indios y cuarterones y negros y pardos y mulatos en mar y en tierra, tantísimos que hasta estas orillas llegan y cunden, hijo, toditos con su parla española siendo ellos tan de allí y sin que se la coman por sopas el habla del franchute y del holandés y del inglés, que tanto se iban y se van comiendo. Eh, pero eso no van a comérselo, aunque bien lo quisieran, pues el hablar español es tan de aquellos mulatos y gentes raras como de las gentes de aquí, ¿me estás oyendo?, y aún te diría que más, por los dichos y voquibles con que ellos lo agrandan y engalanan. Y lo mismo en todo: suyo ya lo de allí y lo de aquí, que tanto lo uno como lo otro lo maman con la primera leche, a ver si no.

Y yo, aquella noche, venga a gastar la sesera en todo ese guisado, que luego me acordé de La Tonalzin y me dio por pensar que, con no hacerles ascos a las hembras indias los españoles ni los portugueses, ni tener a menos arrebujarse con ellas, nada puede salir de allí abajo que se parezca a lo de los rubiascos, ¡eh!, que ésos se van guardando el rabo en un papel para las mujeres de su casta y, cuando no les dan de lado a las de allí, que es lo que hacen casi siempre, se ven con ellas al tapujo, al metisaca, al si-te-vi-no-me-acuerdo y de robaguita, ocultándolo como vergüenza, mientras que los más de nosotros tenemos a bien andar con las indias, aun ufanándonos, y nos es de gran gusto embarbetarnos con ellas, y encamarlas y llevarlas y traerlas y preñarlas, por más que también avasallemos y matemos a su gente y, si viene al caso, a ellas mismas, por cosa de amores o de altares o de lo que sea. Pero aun así, y aunque andemos ahora tan de capa caída, igual nos vamos quedando en las caras y en las carnes de cuantos allí nacen, que muchos son, lo mismito que se queda nuestra habla en su boca. Te cuento estas tonteras por contártelas, muchacho, y para que veas el taco que se montó en el caletre esa noche, que si no acabé papando moscas fue porque Dios no quiso… ¡las cosas que no se le ocurran a cualquiera!…

Al salir el sol, lo primero que hice fue sepultar bien mis dineros en el aposento, lo mismo que en San Juan donde lo del Bendito, y ya te dije que me anduve esos primeros días toda Sevilla en busca de Anica, jerre que jerre, poniendo ojo hasta en los campanarios y sin dar con ella. La llave de mi cuarto, que los posaderos y mozos no tenían otra, siempre andaba conmigo para mejor resguardo de mis doblones, así que había de estar yo presente a que me barriesen la alcoba y me hicieran la cama, que igual quedábanse días y días sin barrer y sin hacer, si no me hallaba yo en la posada o aparecía a deshora. También me empestillé allí en comerme lo menos de lo mío, con que aventé baraja por las noches y fui sacando para el gasto.

Con el embrollo aquél de los reales de vellón, un peso no valía ya ni para cominos, ni Sevilla tenía su cara y su bulla, las que le había visto antes. Andaba en cruz con eso del dinero rebajado y con lo de las sequías y las pestes, que la penúltima había sido un estrago, y apechugando también con lo de haberse llevado Cádiz todo lo de las navegaciones y negocios de Indias, ya incluso la descarga, que por fin se la había dado a Cádiz la Corona y así tenía que ser. Pero, lo que es en los garitos, poco se echaban de ver miserias, ni en los teatros y los toros y las fiestas, cosa que me chocaba igual que me chocaron los cachondeos y lucimientos de Venecia cuando también andaba sin cuatrines. Hasta que me di cuenta de que los despilfarros los traen los mismos agobios, y de que la gente, en lo poco y lo peor, hace por echarle tierra encima al mal tiempo y real que tenga se lo gasta, no vaya a ser que de ahí a una hora pase lo que sea o valga la mitad. Mas yo seguía en lo mío, mirando por mis ochavos y andándome al juego con mucho ojo, pues, aun con toda la animación de las mesas, me apercibía del malestar con que los clientes veían ahora írseles dos cobres y los riesgos por encono que de ello se podía seguir, cuando no quería yo riesgo alguno.

Me desayunaba de fritanga en el Altozano, donde ya no conocía más que a la freidora, que la había dejado mocita y ahora estaba viuda, friendo sus buñuelos de ajonjolí sólo media mañana, por la penuria de aceite, y vendiendo arropías, higos y castañas el resto del día. Ese cambio y todos me ponían de malhumor, porque en todos notaba la mano destrozona del tiempo y, pensando en Anica, todos querían hacerme ver que, aparte lo de prevenir buenos reales, yo había obrado con los años como las pavas con sus huevos, que ya sabrás tú que los pisan y revientan sin mirar lo que hacen. Pero no me arrepentía.

El día de la Magdalena, harto ya de trotes, busqué quien me escribiera una carta, con idea de mandársela al Puerto al Honrado por si aún vivía, y que me la llevasen con igual sigilo que la de años ha. Le pedí al Honrado nuevas de Anica, diciéndole que por ella había vuelto de Indias y que, con arreglo a lo que él me contestara siempre en secreto y por el mensajero, ya vería yo lo que hacer. Del Valentín y de cuanto hablamos en Puerto Rico, nada le dije al hombre por no ponerlo en tribulación si aún no sabía de él, pues podía en ese tiempo haberle pasado algo al hijo, o volverse el capitán atrás en su intención de buscar a unos padres que ni conocía.

Con la carta en la mano y bien lacrada, fuime donde el cosario don Gabriel. Me acordaba por el camino de las irritaciones y sofocos en que mis ansias de mozo solían ponerlo, y pensé en que lo habrían matado mucho atrás la edad y sus demasiadas gorduras. No me equivoqué en lo de la muerte pero sí en lo del tiempo, pues sólo hacía poco más de un año que se lo había llevado la peste. Un sobrino suyo, muy desaborido, era quien encaminaba ya los mandados, y dio la casualidad de que el mensajero y su mozo para Jerez y la bahía de Cádiz estaban al partir cuando yo entré, y eran de ellos los caballos y mulas cargadas que vi en la misma puerta del cosario. Así que se pudieron llevar mi carta sin demora, y también les dejé dicho que, al entregarla, fuesen muy zorros y nada impacientes: ya había tenido yo noticia por un vagamundo de que el duque de Riarán andaba en El Puerto tanto o más encumbrado que antaño y, aunque dicen que tiempo y muerte todo lo duermen, la Justicia podía tener la memoria de lo mío bien despierta, habiendo andado yo tan perseguido allí y siendo uno de sus hombres el que despené.

Mis dineros volvieron a costarme, y aun el doble de la otra vez, esas peteras y precauciones para con la carta; me quejé al sobrino del gordo de que tres reales de plata era mucho cobrar y se me descaró soltándome que si con tantos secreteos y seguridades quería pagar menos, habría de llevar la carta yo y caminando, con lo cual dejé el despacho como un toro, sin ver dónde ponía los pies. Amén de enconarme el gasto, no estaba uno para encajar desprecios y, si me atiendo las ganas, le escarmiento al cosario esa insolencia. Pero me la tragué, salí desmandado, y qué rabia ciega no llevaría mi cuerpo al torcer por la primera calle, que tropecé un pedrusco suelto y me fui de boca al suelo, derribando también en mi caída a alguien que doblaba la esquina.

Me incorporé a gatas sobre el empedrado, con sobrada mala leche y ni intención de darle disculpas a nadie por mi atolondramiento; medio aturdido del costalazo, distinguí junto a mis piernas pimientos, naranjas, las sayas de una mujer, y me volví y la miré de lleno como ella me estaba mirando.

Muy dueño eres de no creértelo, bachiller, pues yo que la tenía delante tampoco me fié de mis ojos. Pero esa mujer era Anica y estábamos los dos con las rodillas y las manos en las piedras de la calle, frente a frente las caras, a dos palmos la una de la otra y sin mover ni un pelo, como carneros antes de embestirse.

Nos quedamos así no sé cuánto, alelados los dos, y la primera cosa que hice sin darme cuenta fue alzar una mano y taparme con ella mi brecha y mi ojo chingolo, mientras seguía contemplando a Anica con el otro. Las canas le habían ido a más, ni siquiera a mucho, y de ahí no pasaba el cambio, limpios los ojazos y hasta con un asomo de su risa que se le andaba viniendo a la boca, digo yo que sería por lo cómico del encuentro. Por Dios vivo que nadie podía decir de ella eso de «quien la vio y la ve ahora, cuál es el corazón que no llora», y se me ocurrió la bobada, mirándola tan flaquilla como antes, de que a lo mejor por eso estaba igual, por no haber sitio en su cuerpo para grandes mudanzas. Luego reparé en que me estaba agarrando a esa ocurrencia para mantenerme en mis cabales y no hacer el loco dándole rienda suelta a cuanto por adentro me bullía: allí seguíamos mirándonos sin chistar, movernos ni cuidarnos de otra cosa, del canasto volcado, de ponernos de pie, ni de que la gente empezaba a detenerse y a ojearnos.

Se sentó Anica en el suelo, se me arrimó y, después de plantarme los labios sin ruido por toda la cara, me apartó despacio la mano con que yo me cubría mi falta, y el revés de la suya rozó con grandes suavidad y sosiego el ojo alicaído, la zanja de la frente, las guedejas grises de arriba. Y ya al ponernos en pie, que no me enteré de cuándo, también fue ella la que echaba toda la carne en el asador. Lloró poco y sin aspavientos, y se recogió a mi pecho en tanto yo seguía como pasmado, más en asombro que en cariño. Unos chicuelos nos silbaron desde las casas de enfrente; dos frailes que pasaban sisearon fuerte, sin mirarnos y haciendo figuretas de disgusto; un perro nos ladró con pocas ganas. Nos apartamos y, sin quitarnos apenas la vista, empezamos a recoger lo del canasto, las naranjas, pimientos, lechugas, nabos y cebollas, regados por la calle.

A ver, hijo: he de acortar las cosas porque, como sigamos a este paso, parándonos media hora en lo que duró dos minutos, tú me dirás cuándo acabaríamos; lo que es tiempo, ya estarás sintiendo también que no tenemos mucho. Y yo, menos que tú, me suena.

Ve poniendo ahí que eché a andar con Anica para el río, que me contó estar sirviendo en casa grande y había de aligerar a ella con su compra, y que yo le dije habitaba en la posada del Ecijano, noticia que le extrañó, aunque no me lo hiciese ver, y ya sabía yo por qué. Aparte de que estábamos los dos libres de pareja, hablamos poco y de lo chico, pues de lo grande no hallábamos forma ni manera; en semejantes trances, es como si se te apelotonaran en la caja del pecho las cosas y las palabras, y no quisieran salir para afuera.

Pasado el Puente, me despidió ella con un besico, quedamos en vernos al caer el sol en el pretil del río, apretó el andar y la vi encaminarse a un caserón de mucha apariencia. Pero, antes de hacerlo y como si nos hubiesen llamado a toque de campana, nos volvimos a una, cada cual con una pregunta: la suya, que dónde había andado yo esos años, y le contesté que en Indias y en otras partes, y también en Sevilla, muy atrás. Y yo me encalmé la fijación que ya te dije y le demandé a ella cómo pudo, cuando mi salida a Indias, dar con mis señas de la posada, desde la que corrió buscando al Santa Rosa. Haberme quebrado tanto los cascos con eso y no podía ser más sencillo, bachiller, pues Anica supo del cosario por su mensajero en El Puerto y, habiéndose plantado ella en Sevilla, se fue a su despacho, díjole a don Gabriel que no le preocupase hablarle de mi paradero, pues era ella la destinataria de mi carta secreta, y el gordo la mandó entonces al Ecijano, donde le llovió la furia de la posadera, vio la alcoba y mi cama, todavía con el hoyo de mi cuerpo, y corrió al río.

Fuime a la posada con un nudo en el gañote, que sin embargo no le cerró puertas al almuerzo, pues por muchos que sean sus nervios o sus penas, pocos quieren ir para muerto, hijo, y de hambre menos. Tocaba guiso de garbanzos con mucho laurel, y de bacalao un hilo, y me empeñé en convidar a los de mi mesa con azumbre y media de buen vino blanco del Condado.

Me tumbé en mi alcoba después, y todo era aún andar medio sin creerme que había dado con Anica, ni me hacía cargo de que era yo un sin padre, madre ni perrito que te ladre, ni conocía más freno que mi antojo, no sabiendo hallarme sin satisfacerlo, y a mi santo aire las veinticuatro, y solo de toda soledad muchas de ellas, como lo había estado siempre. No me veía culo de mal asiento, ni que mi mucha libertad me tenía loco, si serlo es ser diferente, y todo lo echaba a un lado mi emperre de tener mujer. Pero un comején de inquietud se me enhebraba a la dicha y no me dejaba echar siesta, aparte de que me moría por saber qué habría sido de Anica esos años, y lo que hoy era.

Antes del momento hablado ya andaba yo esperándola, por el pretil del río arriba y abajo. Se me llegó un mozo con un cuchillo y me puse en guardia, pues andaban por Sevilla a cientos y a la que saltase, si faltos de trabajo, sobrados de desesperos y deseos. Lo que aquél quería era venderme el arma, a cuál más fina y por cuatro cuartos, que la tenía que haber robado. Algo me pesó dejarlo ir, pero no le compré aquella prenda porque ni iba a acomodarme con ella, como con el cuchillo que tiré a la mar en la travesía, ni yo quería ya entender de Morenos.

Llegó Anica a su hora, nos sentamos en la ribera al pie de un árbol y pasó lo mismo: que no sabíamos por dónde comenzar. Luego, y entre lo mucho que ya hablamos, me acuerdo de que quiso conocer mi edad y le sorprendió que yo no la supiese al dedillo, pues nunca estuve seguro del año de mi nacimiento. De todo cuanto en El Puerto vivimos se acordaba ella como si hubiera sido la noche antes, y saltaron risas con lo de nuestro encuentro y batacazo de por la mañana. Fuera de asaltos, muertes y otros lances que se me irían, ninguno de mis pasos le callé a Anica, ni mis galanteos con la doña Astrea, la india Tonalzin, la negra Trinidad y aun otras, con lo que la vi desazonarse algo más que un poco, y luego se repuso diciéndome con cierto trabajo:

—Cae dentro de razón que ocurriera y que me lo cuentes.

—No les tuve amor —le aclaré— ni aun ahora sé lo que es eso. De habérselo tenido a alguna, con ella me hubiese quedado. Amigas fueron, y no otra cosa.

Vi que la contentaban estas palabras, pero no sé si del todo, y que se le empañaban los ojos cuando le referí cómo me estropearon este mío y, con él, la cara. Yendo por ese hilo al ovillo de mi socorredor en San Juan, le maravilló, y tampoco le cabía en la cabeza, el hallazgo del hijo del Honrado, a quien ella estimaba mucho y de quien nada sabía desde que dejó El Puerto. Le referí asimismo cuanto acababa de ver en Lisboa, toda la mortandad aquella que tan presente tenía aún, y otra vez la vi alterarse un poco:

—También yo le conozco la cara a la peste —dijo muy taciturna.

De otras cosas hablamos y al fin le pregunté por su vida de antes, y le di a entender con mucho tiento mi extrañeza de que pareciera importarle poco la nueva de los buenos dineros que para los dos junté en las Indias. Contestóme a eso:

—Más me hubiera valido no estar todo este tiempo según estuve, que para mí fue vida como no vivida, igual que aquélla del Puerto. Pero bueno es que tengas esos bienes y mejor que dejes ya las aventuras. Lo de los naipes es otro cantar, con tal de que los mueva tu habilidad y no la trampa, que es cosa poco cristiana.

Me incomodó un tantillo el sermón, pero mi embobamiento de verla me acallaba. Y, sin detenerse, Anica siguió hablando así:

—Cuanto ahora vas a saber de mí en nada se parece a lo tuyo, fuera de algo primero y principal, y es que tu memoria me acompañó como a ti la mía.

A 12 de mayo. ~~~ No voy a decirte —continuó Anica hablándome— qué horas pasé al saberte buscado por la Justicia ni cuál fue mi alivio cuando El Honrado pudo hacerme conocer que había logrado sacarte del Puerto y aun de España.

En cuanto a mí, y al presentarme con el guardián ante el duque para darle cuentas de lo ocurrido, en seguida me hice cargo de que la afición que él me tenía iba a imponerse a todo, y de que las oscuras denuncias del botero y del papel sin firma ya habían hallado su cauce y desahogo en acusarte y perseguirte.

Aunque sin conseguir evitar un castigo, se defendió mi guardián como mejor supo, reconociendo tan solamente mi escapada al río y negando todo lo demás, de modo que, entre sus palabras y la interesada inclinación del duque a creerlas, pasaron las verdades a sospechas, o prefirió el señor que pasaran. Volví a mi encierro y a la vida que sabes; poco después, los ardores y anhelos del Riarán fueron tomando nuevo rumbo y se encaminaron a otra mujer del Puerto, casi niña aún, famosamente hermosa y delatada luego por la duquesa a los tribunales eclesiásticos, cosa de la que yo me libré.

Un tiempo anduvo a vueltas el señor con ella y conmigo, hasta que, dueña ya aquella mozuela de sus sentidos y su voluntad, me vi de nuevo en la caballeriza, y más humillada que de ella salí. Volvió a acosarme allí un Simón que ya había andado detrás mía, y luego un Tadeo Segorbe bien apuesto, pero al que tampoco escuché porque no iba más que a por mi cuerpo y yo pensaba en ti.

Pasaron tres años. Una tarde, el mensajero me dio a escondidas tu carta. Te aconsejé en mi respuesta que ni pisaras El Puerto y luego me anduvieron ganando el afán de volverte a ver y el saber que te hallabas aquí en Sevilla, así que un buen día y teniendo tan poco que perder, me decidí a buscarte, pudiendo más en mí un deseo de mejora que los temores y trabas de quien, como yo, nunca ha conocido vida ni movimiento suyos. Conseguí dar otra vez con el mensajero, me despedí del Honrado y, vendiendo cuatro alhajas que tenía, me puse en manos del Señor y tomé la diligencia custodiada de la noche que llega aquí por la mañana. Busqué al cosario Cantado, supe de tu paradero y salí de él tan maltratada por la posadera que ya le tomé contra y, años después, ni quise oírla al topármela en la calle y venírseme muy arrepentida y turbada.

Ponte en mí y en mi desconcierto cuando vi alejarse el galeón que te llevaba, sabiéndote con destino a las Indias. Torné sobre mis pasos y dispuesta a lo que fuese menos a volver al Puerto: lo que hacía allí, otras habían quedado haciéndolo; no iba a andar más que entre moscones, prontos a aprovechar mi caída en el favor del duque, y, aparte tres recuerdos, no hay en El Puerto cosa ni memoria que no me pesen. Sólo tenía dinero para alojarme y sustentarme en Sevilla unos días y, falta siempre de libertad, tampoco sabía qué hacer con ella ni conmigo.

Tomé alcoba en la posada de Halconeros y me eché a buscar trabajo de servir, pues en ella no lo había; media Sevilla corrí sin hallarlo y llamando a muchas puertas; al tercer día, tan afligida debió verme en la posada un hombre de cierta edad que se interesó por mi suerte. Me dijo apellidarse Sañudo y ser maestro panadero en la vecina villa de Alcalá de Guadaira, aunque tenía a gala su nacimiento en otro Alcalá, el de los Gazules; puesto ya al tanto de mi desamparo, me ofreció casa, alimento y un lugar de oficiala en su horno para hacer dulces y tortas, que las de ese pueblo son tan mentadas como su pan.

Me despertó confianza el Sañudo, quien nada tiene de sañudo en su talante. Después del almuerzo, me fui con él a Alcalá, como a dos horas de Sevilla en caballería, y allí me recibió bien su familia: la mujer, una hija de mi edad, otra más moza, Áurea, y un Miguel muy alegre de trece años.

Aquella misma noche tuve aposento en el patizuelo de una vecina, que linda por una tapia baja con la casa de mi protector. La de los Sañudo es la panadería y dulcería de más fama en Alcalá, y se la dejó al maestro su padre con la vivienda que, aparte las del señorío, no la hay mejor allí, muy grande el patio y con dos pozos, palomar, mucho tiesto de flores, y jazmineros aun por atrás, por la parte de la cuadra. Tiene la casa entresuelo y anda toda ella tan limpia como de poderse comer encima de las losas.

Eché buena mano para las tortas, que las hijas del Sañudo me enseñaron su hechura y no es poca maña el sacarlas igualadas con el borde algo más grueso, y endulzarlas sin empalago. A todo atendía yo, congenié con todos y, en cosa de unos meses, ya era como de la familia. Con ella compartí trabajos, comidas, asuetos y desliendres, que nos los hadamos y escarmenábamos, unos a otros, sentados de palique en la calle al caer la tarde frente a un cerro de olivar; así como las misas, corros, paseos, juegos de prendas y gallinas ciegas de los días de fiesta. Todo lo fueron sabiendo de mí los Sañudo, menos lo que de mi vida de antes no quise que supiesen, y no hubo, ni entre el vecindario, quien dejara de darme una tranquilidad y un bienestar desconocidos por mí hasta entonces.

Pero, al cabo de un año, fue desasosegándome notar al niño Miguel como en amores de mí, que en lo de sabernos deseadas, poco o nada nos engañamos las mujeres. Contaba él catorce años y podía yo ser su madre, no ya por mis veintinueve, sino por todo lo demás. Siempre me andaba al lado el mozuelo en las horas de ocio, y aun en las de trabajo entraba con cualquier achaque en el obrador de dulcería y ya no me quitaba la vista, estando su faena, como lo estaba, en ayudar a los panaderos e ir y venir con las bestias al molino de la Concepción en lo alto del pueblo, junto al del castillo moro.

Vi ir a más aquello en Miguel y ya lo veían todos, porque se le clareaba en la voz y en los ojos, conque empecé a mirarlo poco, seria y hasta sequerosa, contrariando lo que me infundían su genio risueño y sus retozos, y dejé de reírle las travesuras y de hacerle ver el cariño que, como a todos, le tenía.

De nada sirvieron esos despegos y la familia comenzó, la madre más, a inquietarse y mirarme con un recelo que no tardé en echar abajo, pues hasta un ciego hubiera visto mi voluntad de tener a raya a Miguelito, y que sólo como a niño lo veía y trataba. Tengo para mí, Juan, que fue lo peor mantener aquello bajo cuerda, y que nadie sacase a relucir media palabra del enredo.

A poco, la alegría del rapaz se fue apagando. No subía al palomar a ver sus pichones ni se encontraba en la alameda con los demás muchachos, no andaba con chiquillas ni cantaba ya las coplas y chuflas con que nos hacía reír, y se amustió, en fin, hasta no parecer él Hizo la familia por mandarlo a Sevilla un tiempo, pero se resistió Miguel con tales llantos y protestas que hubo de dejarse a un lado ese arreglo. Todos, sin embargo, seguíamos silenciando el único motivo de aquel cambio, acaso por temer que, con ponerlo encima de la mesa, no iban a sacarse en limpio más que desazones y amarguras.

Si antes el padre reprendía al muchacho sus tardanzas en volver del molino, ahora le reñía lo apresurado de sus vueltas, sin ni mirar qué harina le estaba dando el molinero ni afianzar la carga, que una tarde se le cayó de la mula cuesta abajo por haber cinchado mal. Y, sin que nadie me malmirase ni me los reprochara, todos esos descaminos, reprimendas y zozobras venían a pesarme a mí, que me sabía su causa.

En una ausencia del zagal, saqué fuerzas de flaqueza y les dije a los padres y hermanas que ya era de toda precisión hablar de aquello, que me hacía cargo de lo importuna que estaba yo resultando y, pues quedó en fracaso cuanto se llevaba hecho para que Miguel entrara en razón, dispusiesen de mí como quisieran y que, si había de irme, me iría. Lloraron entonces las tres mujeres, se alborotó el padre y todos se negaron a que me viera en el arroyo, declarándome el Sañudo que, percatado del caso, había hablado con gente de Alcalá para encontrarme allí acomodo y que no dio con él, ni en Sevilla había dado. Concluyeron abrazándome y besándome, y acabamos encomendándole a la Virgen del Águila de Alcalá solución al desarreglo y que mi antojo cayera en Miguelito de su peso, como se le caían los granos y otras molestias de la edad.

Pero todo vino a peor cuando una noche, estando yo durmiendo, saltó Miguel la tapia medianera y llamó muy quedamente a mi alcoba suplicándome acostarse conmigo, muy en voz baja y entre hipos y lágrimas. Le cerré la puerta apenas rompió a hablar, y también yo volví llorando a mi cama.

Supe por la mañana que nada había oído ni visto mi casera, pendiente siempre hasta del vaivén de las golondrinas, y no le conté nada a los Sañudo, aunque a mi agobio se añadió el temor de que el rapaz repitiera el lance, como lo repitió a las cuatro noches. Entrándolo entonces en mi alcoba, le hice ver el imposible que pretendía y puse en convencerlo las fuerzas todas de mi entendimiento: le mentí diciéndole haber sido amante de diez hombres y le dije verdad al contarle que ahora pensaba en otro, navegante en las Indias. Todo me lo escuchó muy compungido y sorbiéndose los mocos, pero sin que le hiciesen mella lo dicho, las cuentas de nuestra edad, ni el ponerle por delante las muchas y graciosas mozuelas que tenía a mano; al despedirlo, llegué a mentarle una Maripepilla, hija del curtidor de la esquina, y a una Casilda que vivía en la Dehesa de las Cruces, bien lozanas las dos y con las que él andaba mucho antes de darle por mí.

Me extrañó no verlo a la otra mañana pero no pregunté por él, pues me daba cuenta de que a nadie le apetecía la pregunta y de que todos andaban en nervios; sólo después del almuerzo pude saber por Áurea, la hermana chica, que Miguel no se había levantado de la cama ni querido probar bocado, desoyendo ruegos de su madre y aun la hebilla de la correa del padre, y que en la cama seguía.

Al caer la tarde fui a mi alcoba como si nada, me preparé un hatillo con lo más necesario y, sin ser vista, tiré calles abajo y salí de Alcalá para donde los pies me llevasen. Pero los Sañudo me echaron en falta al rato y, adivinando mi escapada, montó el panadero a caballo con otros tres hombres y con luces, preguntaron por todas las salidas del pueblo y, encaminados por un pastor que me había visto, dieron conmigo vega adelante, sobre el camino del Arahal.

Como bajo palio me acogieron en la casa, y fueron mi llegada y el júbilo de la familia lo que hizo levantarse a Miguelito, quien asomó desnudo y descalzo al corredor de arriba y, ya asegurado de mi vuelta, corrió otra vez a su cama. Nada lo sacaría de ella los días que siguieron, ni siquiera que el padre, ciego de ira, lo arrastrase desnudo por un brazo escaleras abajo; no hizo más el rapaz que llorar muy calladamente y las primeras fuerzas recobradas las puso en volver a su encamamiento, dejando apenas fuera de las sábanas la nariz para el respiro.

Tampoco a mí quiso escucharme; acompañada o sola que fuese, sacaba la cabeza para verme, lo que no hacía con los demás, y no me quitaba ojo en mis sermones, pero era como si le hablase a la pared. Candieles, dulces y vinos generosos, volvíanse por donde habían venido o se quedaban sin tocar junto a la cama; a los ocho o diez días, tales eran el abatimiento y postración de Miguel que empezamos a temer por su vida y ya ni me atrevía yo a entrar en su cuarto, no fuera que el verme lo alterase y debilitase más. Cura, médico y maestro de escuela, que lo visitaron a horas diversas tratando de encarrilarlo, salieron despechados y corridos, y una gitana milagrera de las cuevas de arriba no hizo otra cosa que rodearle de romero la cama, olisquearle el cuerpo por sobre la sábana y tomar la puerta diciéndonos que para aquello no había otro arreglo sino yo, y que ella no iba a desperdiciar tiempo y renombre poniéndose a espantar demonios, maleficios ni aojamientos que no tenía en su cuerpo el niño.

Tampoco lució ni apareció la virtud de rosarios benditos, santas y beatos de bulto o en estampa, alumbrados por mariposas a la cabeza y a los pies del lecho, ni la media uña de San Damián que, engastada en su relicario de oro y para un día y una noche, emprestó el párroco; fue él por fin quien, al llegarse a retirarla por la mañana, logró sacarle a Miguel unas palabras, pues, aun tapado hasta la cabeza, supo el niño que el cura estaba allí, le tomó una mano y le pidió confesión con muy flaca voz, diciéndole que si yo no podía ser de él ya no quería más vida y sentía que la suya empezaba a írsele, con lo que la familia se vio ya con los lutos comprados.

Largo trecho hablaron luego Sañudo y su mujer con el párroco. A seguido, me llamaron, se apartaron los tres conmigo y el padre me dijo:

—Anica nuestra: si como hija te sentimos y tenemos, como hija hemos de pedirte que te portes. Ves que no hay fuerza capaz de rendir los amores en que ese muchacho se quema por ti, y que estamos al borde de perderlo. Aunque el pueblo nos sabe cristianos viejos y no hay quien vaya a entrarnos por ahí, bien criticados seremos si te casas con él, y más que nadie tú, por no encajar sus años con los tuyos. Pero no habiendo ya otra salida que no diese en un escándalo mayor o en un mal fin de Miguelito, es nuestro parecer, y el del señor párroco, pedirte lo pongas en salud aviniéndote a ser su mujer antes de que sea tarde. Todos lo ven y aconsejan así, desde la Madre Iglesia hasta aquella vieja de las cuevas, conque danos paz, si es que unirte a nuestro hijo no te mete en pecado por lo que no sepamos ni contraría demasiado tus deseos.

Sin decir palabra, subí despacio escaleras arriba, seguida por los tres, entré en la alcoba del zagal, lo descubrí hasta los pies sin que él se resistiera ni abriera los ojos, y, viéndolo tan amarillo consumido, tan enflaquecido y acabado, bajé la cabeza y le dije en voz baja que sería su esposa.

Apenas oírme, y aun en todo su agotamiento, sacó él la cara por entre las ropas con que había vuelto a cubrirse y pareció ya más viviente que difunto: despalancó los ojos como aventando su moribundía y, sin fuerzas como estaba, se echó a palmear y a rebotar en la cama, acariciándonos y besándonos, hasta al cura, y a mí más que a nadie.

En lo que de día quedó, y sin dejar de canturrear aún a boca llena, fue tomándose Miguel media olla de caldo, una gallina sancochada, algo de vino para acompañar y una fuente entera de deditos de Jesús, de los de almendra y miel como los de las monjas de Almería, que le hicieron sus hermanas porque él se los pidió entre gritos y brometas: niño era, como niño se conducía y sólo la fuerza de su amor fue de hombre, aunque tampoco me supiera a tal ni me viniesen nunca deseos de yacer con él, pues como a criatura lo seguí viendo hasta cuando, años después, empezó a dejar de serlo un poco. Por lo mismo, y ya de casada, ni en las pocas noches que me pude desahogar con él, me vino el pensamiento de estar faltándote, Juan.

Antes y después de desposarme —prosiguió diciéndome Anica— me extrañó, y asimismo me ayudó, el acuerdo de toda la casa con aquella unión tan desigual. Temíame, aunque medio lo deseé también mientras estuve soltera, que pasado el primer aprieto y con su muchacho a salvo, fuera incomodando a los Sañudo la diferencia de mis ya treinta años con los quince de Miguel, y tener por nuera y cuñada a quien miraban como hija y hermana. Pero los días corrieron sin otras caras ni resoluciones de la familia, que tampoco pidió a nadie opinión de la boda, según es costumbre pedirla a parientes, compadres y gentes de respeto. Sólo dos veces, y por mor de lo de la edad, saltaron unas puntas de preocupación en la hermana mayor y en la madre, que las arrinconó diciendo:

—Dios lo quiere así, para bien será.

En el mes y medio que llevaron los arreglos de matrimonio, fue el mismo Miguelillo quien, sin darse cuenta, me mantuvo en mi decisión. Tan fuerte y alegre o más que antes, sentía yo que mi voluntad lo volvía a la vida cuando involuntariamente estuve a punto de quitársela, Pero luego se me echaban encima las intranquilidades y el no andar conforme con tal miniatura de esposo, así que una tarde de paseo y besitos pretendí enveredar su buena disposición y otra vez quise hacerle ver el paso que estaba dando.

Sentados a la orilla del río, lo eché a cavilar con que si no irían a pesarle antes o después los yugos del matrimonio, torné a lo de mis años y los suyos; díjele que, aun queriéndolo mucho, no me parecía cosa de cama ese querer… Empezó por no oírme, los ojos en los míos pero la cabeza en las nubes, y, cuando ya se fue enterando, volvió la cara para que yo no lo viese gemir. Pero se le pasó pronto el lloro y, al volver a la casa, iba serio, como hasta entonces no lo había visto. No se había cenado y faltaban más de dos horas para que nos acostásemos las mujeres y comenzaran los hombres en la panadería las cochuras de la noche.

Tomó Miguel sereno la escalera, fuese a su aposento sin decir nada, y ni los pasos ni la cara eran de criatura; supe que volvía a su cama y sus ayunos, sin intenciones de extorsionarme: antes bien que, a solas con su turbación y dejándose de quejas ni alborotos, hacía por quitarme de culpas, pero que, no ocurriéndosele otra salida, sufría verdaderos padeceres de gente mayor en la chiquillada de no levantarse ni comer. Corrí tras él, lo estreché contra mí y le dije que no hiciese más caso de cuanto le había hablado. Tardó en consolarse. Bajamos y, hasta sentarnos a la mesa para cenar con todos, tuve yo esa impresión de haber andado lastimando sentimientos de varón hecho y derecho. Muy pocas otras veces sentí a Miguel más hombre que niño y ninguna tan fuerte, como que escarmenté para siempre de querer borrarme en sus adentros.

Nos casó el párroco en la casa y, antes de la ceremonia, estaban mis cuñadas peinándome. Me levanté y les dije que había de ir al excusado, pero era otra mi necesidad: bajé corriendo a la despensa y me entoné con dos copas del vino moscatel guardado para el convite. Lo hice a escondidas porque no era momento y, más que nada, porque tendría que comulgar en la boda y ha de hacerse en ayunas; pero por encima del pecado grueso estuvo el entender que ese poco de vino me hacía mucha falta.

Ya ante el altar dispuesto abajo, se me hacía que aquel casamiento era el de otra, no el mío, y me decía junto a mi mocete: «Pero qué estás haciendo, Anica, ¿qué haces?», pues menos me veía de novia que de madrina de eucaristía, y, por si fuera poco, ni a los hombros me llegaba él Lo mismo sentí luego en el convite, que se hizo sobre mesas alquiladas y puestas a lo largo de la panadería, aprovechando el tiempo fresco.

En mitad del convite, la Maripepilla hija del curtidor, ésa que te dije amiga de Miguel, y que estaba en una mesa de allá zascandileando con otras mozuelas, se llegó a nosotros y le espetó entre dientes al muchacho, también para que yo lo oyese y nadie más:

—Con tu pan te la comas, Miguelico, y a ver si esta otra madre te da mejor crianza y más cabeza.

No hizo él otra cosa que sonreírle, pues en su atolondrada felicidad fue como si la rapaza se lo hubiese dicho a tonto o a sordo. Pero yo no anduve lerda en dejarle señalado un muslo a la deslenguada, con un pellizco al disimulo y de los de torniquete, que se supo tragar aquella Maripepa sin siquiera morderse el labio.

En el mismo y espacioso aposento de Miguel fueron metidos muebles grandes, se cambió su lecho por uno de matrimonio, y por todo Alcalá corrió la voz de que mi boda con el hijo de los Sañudo fue porque me había dejado preñada. A nadie podía entrarle en la cabeza, y es de razón, que una mujer peinando canas, aunque fuesen pocas, se casara con un zangolotino, mientras se tiene por corriente que varones maduros busquen y tengan muchachilla. Y a ese runrún de mi preñe no lo acallaron los años ni que no nos viniese cría, cosa que sólo les pesó a mis suegros y que a mí me tenía contenta, pues no me hacía a la idea de tener un hijo de Miguel, ni me cuadraba ver de padre a mi niño.

Me entregaba a él por las noches boquiabierta, mirando al techo y como si lo acunase al recibirlo, siempre ansioso, embarullado y topón como lechal delante de la ubre, pues si su pasión era de hombre, sus modales y atropellos en cama lo eran de criatura. Tardé en saber que, por causa de ellos, le escatimaba los besos y un calor, y eché menos tiempo en darme cuenta de que también le cobraba, con mi desvío, tenerlo sobre mi cuerpo en vez de tenerte a ti. Pero cuando fui entendiendo todo eso, tampoco pude hacer gran cosa por arreglarlo. A lo sumo, y como me daba lástima de Miguel aunque él siempre se quedara a gusto, le fingía al final un placer que no estaban viviendo mis carnes porque, según creo, viene tanto de ellas como del buen entenderse la pareja. Pero él, en las nubes y a lo suyo. Me poseía como león, seguido y seguido y sin cansancio, sin siquiera notar asomos míos de fatiga o de malhumor por tanto revuelo de sábana, risa, brinco, resuello y forcejeo, que me contentaban sin gozo y me divertían o fastidiaban sin satisfacerme.

Nada, sin embargo, me incomodaba tanto como pasar la calle con Miguel si no venía con nosotros gente de la familia o persona de confianza. Seguía yo trabajando en la dulcería y en la casa, y por el mismo Alcalá andábamos poco. Mas si se me terciaba comprar algo o salir a algún menester, raro era que mi esposo no se enterara, se empecinara en venir conmigo, y allí me tenías entonces buscando alguna otra compaña de hombre o de mujer, que no siempre encontré. Ya era para mí un alivio ir en tres o en más, hablando con los otros, y, aunque Miguel no hiciese de las suyas, procurando distraerme de las miradas y avisos de medio vecindario, entortado a nuestro paso como si llevásemos monos en la cara y llenando luego las esquinas de chanzas y malicias, que también salpicaban a los Sañudo y ellos conllevaban con muy buenos disimulo y paciencia.

La criatura y la abuelita fue lo menos que se nos despachó en motes. Pero aquel alma de Dios, ¡que Él lo tenga en gloria, así sea por lo inocente!, poco ponía de su parte como para que no nos llamaran de ésa y de otras guisas parecidas, pues, sin ser bobo sino bien despierto, tanto a los catorce como a los veintiuno lo vi por debajo de sus años en muchas cosas, las que más me divirtieron y encariñaron con él cuando entré por aquellas puertas. Juguetón de suyo, benjamín de la casa y ojo derecho de su gente, nunca dejaron ellos de decirle el niño, ni él de soltar el cascarón, ni el matrimonio acabar de enmendarlo.

Inútil fue los primeros tiempos que, antes de salir, me apartara antes con Miguel para meterle en la cabeza cómo había de comportarse en la calle un varón casado y, más, yendo con su mujer. Hacía yo esto a hurtadillas de la familia, pues haciéndolo delante de ella me veía muy en ridículo, y decíame él a todo que sí, con grandes respeto y atención. Pero poco se acordaba luego de lo hablado.

Por la calle íbamos sueltos, cosa que me parecía menos risible que ir del brazo del rapaz, o que llevarlo de la mano como hubiera sido lo mejor, y de golpe se quedaba mirando a los que, ya mozalbetes como él, todavía jugaban a tabas o a los bolindres, si es que no se paraba a ver el juego y hasta a pedirles le dejasen meter baza con una o dos tiradas. Y yo: «Vente, vámonos». Y luego, como no me hiciera caso: «Anda, anda que Dios te lo manda», así bajito que no me oyesen los demás zagales remedarles sus dichos que ése del «anda, anda» se lo dicen mucho, a su bolindre para que llegue antes al agujero, y se lo decía yo a Miguel por tal de caerle en gracia y llevármelo de allí cuanto antes. Mas ni aun así acababa aquello, pues, como se venía de mala gana, todo era luego andar sin mirar por donde iba, volviendo la cabeza y poniéndose de puntillas, ya lejos, para seguir viendo las jugadas.

Parió la Pitusa, una perra de la panadería que mi marido quería mucho, y, apenas destetada aquella media docena de cachorros, los trajo él al patio con un cordel otra mañana que ya íbamos a salir, y se empeñó en sacarlos a todos de paseo con la madre, como en recua de mulos o cuerda de galeotes, y cada uno tirando para un lado. Mucho le porfié que no lo hiciera, y que no y que no, tan descompuesta al fin con su risueña terquedad que terminaron acudiendo el ama y las hermanas. Temí que se metiesen de por medio, y tan en nervios como estaba yo. Pero, para bien de todos, no abrieron boca, y hasta me secundó a defensa Áurea, mi cuñada la más chica, que se llevó los cachorros a la cuadra.

Púsose Miguel otro día a admirar unas espadas en la tienda del espadero, y allí fuera hube de estarme un cuarto de hora, medio lloviendo, sin saber qué hacer y pegando mi nariz a los vidrios cual si también me gustasen las armas, por no hallarme en mayor desaire y más sola. En lances como éste que te digo, dejar plantado a Miguel y volverme a la casa fue error que no cometí más que una vez, pues corrió desalado llamándome a gritos limpios por la calle abajo, con mucho palmoteo y jolgorio del vecindario.

Pero el sofocón mayor que me llevé, yendo con él por Alcalá, fue un domingo del mes de abril, poco antes de la feria de ganados y a regreso de misa de once que la familia había ido a otra más temprana y no quisieron despertarnos, íbamos riendo Miguel y yo no me acuerdo de qué, por la Plaza y la acera del mesón, cuando un forastero muy gallardo que de él salía me abordó diciéndome que aquellas risas mías no habían de ser para mocosos, sino para hombres como él Con no mirarlo, esquivar el cuerpo y apresurar el paso, hubiese bastado, y aún abrigué la esperanza de que, yendo también mi marido riéndose, no había reparado en el entusiasmo del galanteador. Pero por Dios que no sucedió así, pues embistiéndolo Miguelito en carrerilla y con la cabeza gacha, como quien juega al topacarnero, echó a rodar al hombre por las piedras de la calle, y aún entró en mayor furia cuando el otro, sin tocar su espada, alzar la mano para castigarlo, ni siquiera ponerle la vista encima, volvió a dirigírseme muy airoso mientras se sacudía el polvo de la capa, y me dijo:

—Excusadme, señora, pues no podía yo saber que vuestro hermanillo fuese tan celoso de quien bien vale la pena serlo.

Hube entonces de bregar con Miguel a brazo partido, ya con los mirones agolpándose y para que no le entrase de nuevo al caballero, y peor me fue en la vuelta a casa, pues andaba mi esposo queriendo darse coscorrones por las paredes y pujando de rabia, que ésta es la hora en que no entiendo cómo pude llevármelo de la Plaza sin que acabase aquello malamente, ni cómo contenerme luego por las calles para no darle unos azotes. Ya en llegando a la panadería, hizo él por componerse el ánimo y que su gente nada supiese, aunque yo estaba con tal disgusto en el cuerpo que a la tarde, mientras le echábamos las dos el afrecho a las gallinas, hube de contárselo a mi cuñada la más chica, pidiéndole que nada dijese a los demás.

Con el tiempo, que fueron seis años largos de matrimonio, aun sin caer ya en desatinos de ese porte, tampoco llegué a notar cambios grandes en el genio de Miguel, ni en la cama ni fuera de ella. Le faltaban los pasos, saberes, tropiezos y escarmientos que cada cual ha de vivir por su cuenta en amores y en tener mundo, como acaso me falten a mí, así que también por ahí le quedaron siempre cabos y resabios de criatura. Con todo, y a mi manera, un cariño le tuve y hasta andaba medio contenta con mi suerte, pues la de tener una familia tampoco fue chica. Tan solamente a última hora, quedándonos ya poco de estar juntos, advertí y agradecí que mi esposo empezaba a vivir el amor en cama más como hombre que como zagal; pero estaba ya tan hecha a lo otro que tardé demasiado en darme cuenta.

Ni antes ni después se encalmó ni fue a menos, sino a más, la afición de Miguel para conmigo, y su pasión por mi cuerpo creo que aún llegó a adelantar a la que se lo comía antes de tenerme, con lo cual se nos iban las noches sin pegar ojo a cuenta de sus ardores, y muchas dieron en disputas de las que salta yo perdedora por pena, concediéndome al muchacho una y otra vez aun cuando tenerlo encima y adentro no me era más que un agobio, sobre todo en la calor de los veranos.

Vino a ocurrir también rodando el tiempo que, con aquel trajín de cama y habiendo los dos de mañanear para atender quehaceres, ya a eso de las once andaba yo cansada muchos días y Miguel todavía más, después de tanto dar su sustancia y sus fuerzas que, sin embargo y no sé si por mí o por él, nunca pusieron hijos en el mundo. Así, llegábamos rendidos al almuerzo y deseando acabarlo para tomar la siesta, de la que tanta necesidad temamos. Pero hasta en muchas de ellas hube de contener los fuegos de mi esposo, que, aun durmiendo, con ponerme una mano distraída en un pecho o en una pierna, ya se le alzaban las ganas y el encandilamiento. Aunque ahí en las siestas sí me las tuve firmes; lo acostumbré bien desde las primeras y siempre rechacé su empuje a esas horas, así como era raro que, en las de la noche, no se saliera él con la suya.

Por callado y oculto que se quiera tener, todo viene a saberse en una casa, más aún en las que el trabajo y la vida caen de puertas adentro, y empezaba a estar claro, además, que la viveza de Miguel ya no iba siendo la que había sido. Llegaba con su carga del molino jadeante y echando los bofes, comía menos de lo preciso, a cada dos por tres se sentaba resollando, y a rachas caía en cama con mareos y jaquecas, nunca más allá de dos o tres días y sin calenturas ni que hubiera de llamarse al médico. Pero se le iba yendo la color de los cachetes, y también los ojos, algo sumidos y menos relucientes, daban cuenta en su cara, con otras señas, de que no andaba muy cristiano. Tanto como yo, los Sañudo comenzaron a inquietarse por él y sólo el padre tardó más en tomar cuidado, porque lo distraían sus menesteres y sus salidas a Sevilla en bien del negocio.

Muchas tazas de caldo con su yema, vino y yerbabuena le poníamos a Miguel en la mano cuando menos se lo pensaba, y para él eran los mejores bocados, desde el obispado del pavo de Navidad hasta las sesadas y tuétanos, que siempre hube de discutir con él a la mesa porque los quería compartir conmigo. Mas todo ese regalo y miramientos tampoco le abrían gran cosa el apetito ni le devolvieron su buen semblante.

Se casó mi cuñada la más chica, que pasó a vivir en El Pedroso, de donde era natural su marido, y fui notando que mi suegra y mi otra cuñada dejaban de hablar de no sé qué si aparecía yo, nos echaban a Miguel y a mí ciertas miradas en viéndonos juntos, y todo era en ellas demandarle a mi esposo qué tal se hallaba ese día, sin ni ocurrírseles adelantarse y preguntarme a mí por su salud las muchas veces que me encontraban antes que a él, en el desayuno o en el patio. Bien que me estaba viendo yo venir los tiros y que, sin hablarlo, como cuando le entró al niño su mal de amores, todos tenían en la cabeza nuestros cansancios en el trabajo, los largos encamamientos y el sinvivir de Miguel para conmigo.

Al fin, hube de oírle a mi suegra prudentes y cariñosos avisos sobre el buen uso y el mal abuso del acto matrimonial; dichas sin reprensión ni encono, y sustentadas en la santa razón, tuve que admitir esas advertencias del ama, contarle los excesos del ímpetu amoroso de Miguel, y decirle era poco lo que yo podía hacer para enfrenarlos, y que ese poco lo estaba haciendo. Lejos de consolarla mis palabras, vi abatirse con ellas a la madre porque le confirmaban sus temores, así que le prometí, y a mí misma, redoblar los esfuerzos, aunque dudando en mis adentros de que sirviesen para mucho. En efecto, no conseguí llevar esa firmeza hasta donde yo quería y hubiera convenido; y fue mala cosa, en vez de buena, que mi marido nunca hiciese en cama uso de la fuerza, pues con ella me hubiera dado pie para enojarme e imponerme. Por el contrario, me vencían sus súplicas, sus insistencias tiernas y sus desolados «es que ya no me quieres», con lo que yo, salvo en las siestas, dejaba siempre para otra vez mi voluntad de resistencias, pues me gana que me lloren.

Dentro y fuera del lecho, y pese al consumirse de Miguel, no hubo cuestión ni nada pasó a mayores en la casa, porque todo lo iba salvando mi aguante y porque la concordia era la regidora perpetua de aquel techo y del aire que bajo él se respiraba. Ni con Miguelito ni con su gente pasé reproches o riñas, pero la procesión iba por dentro. Y yo huía de ella.

Novedades sonadas, pocas conocí en Alcalá a lo largo de casi ocho años de vivir en él, y buenas, ninguna. Un invierno entró un rayo por el alero de la cuadra, sin quebrarlo, y abrasó al caballo y a una mula. Cuando se murió o mataron en Madrid a no sé qué personajón, nada sucedió en Sevilla pero a Alcalá sí llevó aquello mucho disturbio y malestar; hubo una tremolina entre las gentes del campo, llenó el pueblo la caballería real y ocurrieron descalabros y muertes. Pero este suceso que te digo no se sufrió en la casa, ni tampoco el de otro año, que se metieron una noche dos partidas grandes de malhechores, tomaron el cuartel y robaron y quemaron a sus anchas por todo Alcalá, perdiéndose a galope con las luces del alba, antes de que llegasen tropas de Sevilla.

Lo peor tenía que tocarnos. A tambor y corneta despertó una mañana el pregonero al pueblo, y nadie mejor que tú podrás imaginar, en pequeño, lo que allá en Lisboa conociste en grande. La peste bubónica había estallado en la comarca, y luego dijeron no haber sido inútiles las muchas prevenciones que en Alcalá se tomaron contra ella, pues lugares hubo por aquí cerca donde se llevó a la mitad de la gente, mientras que allí no pasaron los muertos de treinta o cuarenta, así que el pueblo escapó bien. Pero nuestra casa no, Juan. Como cobrándoselas todas juntas y cuando ya estaba yéndose, vino a caer el mal en la panadería y, al cabo de una noche intranquila en que se me hizo raro que ni me apretase una mano, amaneció Miguel un martes con los primeros síntomas de la peste, que ni con sangrías y baños ardiendo hubo ya forma de sacarle. Ocho fechas duró, hasta un Miércoles de Ceniza, y tuve para mí que iba a seguirlo al quemadero porque, aun con toda la violencia que puso la epidemia en asaltarlo, no me aparté de su vera.

Haciendo de tripas corazón y contra los mandatos del Cabildo y el médico, me fui tras de Miguel hasta las chozas retiradas donde se lo llevaron, sin que pudiesen alejarme de allí a malas ni a buenas, y tenté sus vómitos, descargas y alientos, le limpié hinchazones y bubas, qué sabrá nadie, dormí por tierra junto a él, pues así me lo pedía quejoso. Un día, el sábado, que me fue menester recoger en la casa lienzos limpios y otros avíos, todos se apartaban de mí aun sin darse cuenta y, aunque ellas quisieron escondérmelo, no más verles las caras a mi cuñada y a mi suegra, supe que andábamos en igual cavilación y sospecha: en la de que, siendo tan pocos a quienes en Alcalá les había tocado morir, y casi todos muy pobres y necesitados, la debilidad y consunción de Miguelito eran las puertas por donde se le había metido la peste. Empecé desde ese día a reparar en la batalla que, dentro de su madre y su hermana, en el padre no, estaban librando su cariño por mí contra el pensamiento de que, si no hubiese yo entrado en la vida de la familia, no hubiera ido allí, a aquella choza de las afueras, el cuerpo deshecho de su Miguel, con veintiún años que acababa de cumplir.

Al correr de los meses fue eso yendo a más, en mí y en las mujeres, y yo a saber que no se apagaría. Se lo dije a ellas con medias palabras una tarde, hilando las tres en el patio, y mi cuñada aún trató de negármelo como pudo. La madre, con los ojos húmedos y brillantes, me miró un trecho sin hablar.

Así fue agobiándome la casa. Presentí el tiempo por venir, más y más cargado el peso de la memoria de Miguel por mi presencia, la de la ardorosa en culpa, y, no sin vacilaciones pero con mi orgullo en su sitio, decidí al cabo de un año darme de nuevo al destino. Enseñada por la anterior, ingenié una segunda huida de Alcalá a Sevilla, que no me falló y en la que no me buscó ya el Sañudo con tanta presteza y empeño como en la primera: él mismo me lo declaró abrazándome, muy sincero y apesarado, al topármelo por Sevilla tiempo después: seis pesos me dio aquella mañana al despedirse y me dijo que iba a ser un día de gozo en la casa de Alcalá y que dormirían ya todos más tranquilos con las noticias de mi salud y discreto acomodo. Tomé el dinero y no le contesté, pensando en el dicho de que, a burro muerto, la cebada al rabo.

Aquí en Sevilla, con la ayuda de Dios y mucho antes de consumir los reales que tenía para hospedaje y mantenimiento, pasé a servir en la casa del comendador Tabares, que es donde me viste entrar esta mañana; cuatro años ha que vivo en ella y sin necesidades he estado ni estoy. También allí he tenido y tengo pretendientes, pero fueron muchos días los que me acodé sobre el río, pensándote y mirando las naves que te apartaron de mí.

Concluyó Anica su historia ya de pie, pues había de tornar a sus menesteres, y cuanto me refirió me sonó enojoso, salvo que todo aquel gran enredo de cosas hubiese terminado dándome mi logro y poniéndomela delante de las narices.

La acompañé otra vez hasta el palacio pasando el Puente, y me volvió a decir que nada de lo más preciso echaba en falta, así como que sus señores la tenían muy bien mirada, al punto de haberle ella confiado a la comendadora su vida y milagros en Alcalá. Quise replicarle que no me placían tales confesiones, porque nada de lo de aquel mocete con ella era cosa de contarse o pregonarse, ni el señorío anda oyendo las vidas de los pobres más que para andar luego publicándoselas a sus iguales como curiosidad y distracción, o, si no, para hacer ver sus caridades, bien me lo sabía yo de San Juan de Puerto Rico. Pero me callé el comentario porque, en estando con ella, ya había empezado para mí un tiempo de callarme y ahogarme, hijo, no lo entendí ni lo entiendo, y de hacer y decir unas cosas por otras, aun sin notarlo. Para no estorbarle a mi emperre.

Más que nada, te he estado hablando hasta hoy de lo de por afuera. Y ahora, si es que me sale, va a entrar lo otro. Lo peor. Pero yo iba a tardar lo mío en verlo.

Fíjate que, hasta que empecé a vivir con Anica, mirarla me tenía como embebido: todo era un que sí a todo, y a cuanto la rodease, y un querer hacerme ver según me figuraba que ella quería verme, cosa que te sale sin pensar y que es muy para mal, muchacho, porque andas despreciándote y, sin darte cuenta tú, le vas echando la culpa a la pareja. Y ese hallarte tan cegato y arrobado, tan engañado y engañando sin querer, son sortilegios que el enamoramiento o sus caprichos te meten por la boca, perturbándote la persona como el brebaje de la doña Astrea, ¿no?, y haciéndote mirar lo blanco como verde; ya no ves lo que hay, y ves lo que no hay, maldita sea, hasta que se salen con la suya tu desvarío y tu voluntad.

Yo te digo mi verdad: que no estaba más que a cumplir la mía de tanto tiempo y que todo valía para ello: salir de hábito o ir a cuatro patas por las calles, si me lo hubieran mandado. De allí al día de la boda, yo, Juan Cantueso, me mudé de gente a perro faldero y de vivo a papanatas y de valiente a rebajeta, todo zalamerías aun cuando Anica a nada me forzase y ni siquiera las atendiese: ella fue ella y yo era otro, siempre a echarle tierra encima a cuanto pudieran ser contras, y sin poder ni querer verlas. Padeciendo mucha cosa que no me iba a genio, pero chitón y buena cara a todo. A ver. A ver quién sabe quién es, según decía por Cádiz, de rapaz yo, el Tío Bululú en sus cartelones.

Antes de despedirla, aquella misma noche, le hablé a Anica de vivir juntos cuanto antes. Me contestó que se lo diría en seguida a su señora, porque ella había de saberlo y de favorecernos. También quise decirle a eso que para nadita precisábamos a Su Merced la Comendadora. Pero también me lo callé y luego, en mi alcoba de la posada, fue cuando empezaron a revolvérseme los muchos pensamientos y barruntos que te dije. Los tiré a un lado por no acomodarse a mi antojo, y ni pensé en echarme para atrás o andar en un zipizape de mareos sobre quién era ella, cómo era yo. Que ahora sí, ahora ya podría contestarle al Tío Bululú porque ahora sí sé quién soy: un puñetero puñado de arena playera desperdigada siempre al aire que sopla, hoy aquí, al otro allí y sin más lana que no pensar en mañana. Una cosa suelta por este mundo, con un cuchillo en una mano y una baraja en la otra.

Muertos y vivos que andaban por mis carnes, la gente que maté y la que me fue haciendo vivir, veníanseme esa noche a la cama para avisarme a su manera, hijo, y no quería yo oírlos y no los oí. Me los echaba del aposento aquella ilusión de mujer y los tiempos del Puerto, como si con los tizones de leña pudieras poner otra vez en pie el árbol verde. Y de pronto me veía ya domado, tragando esto, pasando por aquello y agachando la espalda ante lo que se terciara como la agaché: lo mismo que en San Juan pero sin el don Manuel, sino de Juanillo fijo y manejado por mujer, ¡ey! Y me achantaban los años venideros, vacíos de mi imperio y de los lances a que la vida me había hecho desde chico. Pero Anica, la que yo solo me pintaba, entraba a terminar con todos los temores y con cuanto uno había sido y era: a que yo fuese otro. Y la ayudaba yo con un «¿pero adónde vas tú ya, Juan?, déjate de aventuras y gallardías, date con un canto en el pecho porque la has encontrado y estás solo». Como si no lo hubiera estado nunca.

Así que en este meollo no había mando más que para las ocurrencias de mi petera, y que no: que no hubo un ligamiento, un hablar y cavilar en pareja, un nada, sino cada uno lo de Juan Palomo, yo me lo guiso y yo me lo como. Porque ella, eh, pues también me había ido moldeando y figurando a su manera, y no caí en desengañarla ni estaba en mis cabales para hacerlo.

Casáronnos de allí a tres meses, que me salió muy casamentera la señora comendadora y a más se empeñó en hacerlo el día de Tosantos. Mientras, ni tiempo ni manera ni aun pensamiento de yacer con Anica, pues le decía su ama que amores antes del cura, no, o que la dejaría sin ajuar ni convite. Y Anica tan conforme y uno a comerse cuanto me aliñasen los otros, entortolado con que sí y que sí. ¿Ése era yo? ¿Un cómico del teatro y de los que han de caer en gracia, hecho una pastaflora y dándole mil rodeos y blanduras a lo que fuese? Cuando tan bueno es, si el amor no te atonta, decir ligero y claro que sí o que no, hasta en bien de los dos y de irse conociendo. Pero, de tanto conformarte, abajarte, hacerte el contento no estándolo y ni dándote cuenta, los enconos que te dije te van cundiendo adentro y llevan la cara de quien, aun sin procurarlo, tan fuera de ti te tiene y tan empecinado que no te puedes soltar, como no podían soltarse aquéllos de Las Goteras. Los de la salilla de los toros.

Algo de todo eso se debió olisquear la Anica cuando me dice una tarde:

—Mucho corremos y hablamos poco, que te veo a ratos no sé cómo. ¿Cosa hay en lo nuestro que no te vaya a genio? Si así es, dímelo y se buscan arreglos y salida, o buscas la que te parezca.

Me estaba poniendo todas las cartas en la mano para recoger velas, pero mi emperre se quejó y salté:

—Nos casamos el día que se ha dicho. Papeles es lo que no tengo.

—Ni el de viuda tengo yo, pero todo lo arreglarán y proveerán mis señores —dijo Anica.

Y me aborrecí sintiéndome en discordia por adentro y sonriyéndole por afuera. Tan esclavo.

Del casamiento, los demás hicieron y deshicieron, y yo ni me enteraba. Seguía encontrándome con Anica a última hora del día, junto al río, recién dada de mano en sus quehaceres, y en esos pocos ratos apenas si se hablaba más que así por encima.

Me iba a jugar luego por la noche, mirando de no enredarme la vida con los naipes pues de un día para otro se habían llenado las mesas de lagartos como yo, y también porque la Inquisición ya había logrado meter vara en lo del juego y, aunque no pudo con él, todo dios había de jugar como las criaturas chicas, figurando los dineros con apuestas de garbanzos, judías y piedrecillas que después de las partidas se cambiaban por los reales y cada quisque había de enseñar los suyos antes de sentarse.

Me levantaba tarde en la posada, vagaba por el Arenal y muchas mañanas me fui por Anica a llevarle su compra. Sin disfrazarme como en Puerto Rico, yo era yo si estaba solo y cada día andaba más malquistado conmigo, cosa que me salía por donde menos se pensase. Todavía soltero, me iba de pronto con cualquier putuela, aun sin desearla. Y, esperando a Anica un día por la puerta de atrás de sus señores, que tardó ella más esa mañana en retirar los desayunos, un cabrón mayordomo o maestresala de librea, quien me conocía de haberme visto en su compaña y no le caía yo en buenas, me empujó adrede con un codo contra el quicio, como por andar estorbando el paso. Me tragué la afrenta y mira tú dónde habría yo llegado, que a poco no le inclino la cabeza a aquel hideputa, encima de lo que me había hecho. Se paró él más allá, volvióse y escupió despacio en el suelo mirándome a los ojos. Alguien, el que yo soy, se me alevantó dentro entonces y le dije:

—Al culo de su señora madre habrá ido a piar ese pollo.

Salía en esto Anica con sus cestas y me oyó y miró cual si no me conociese, porque yo estaba en mi cara y no en la que siempre le ponía. Algo debió sonarle en mi voz a redoble de muerto, y lo mismo al de la librea, que se calló y siguió su camino. Me dijo ella, muy sofocada, que mirase lo que hacía y que era aquél un hombre de muchas puertas para adentro y muy valido de su señora, por lo que ésta no iba a dejar de enterarse del lance. Esa reprensión, agria además, me disgustó. Pero, en hablándome Anica, ya estaba yo otra vez sin agallas y de pelotillero lamioso, así que le hice el juego y le dije que había echado las patas por alto con aquel caballero y que me supiese perdonar. Mas ya anduvo media mañana descompuesta, sin entenderme ni entenderla yo.

Tan solamente cuando nos velaron, dos días antes del casorio, conocí que los comendadores iban a estar en él y me supo a que como haciéndonos favor, lo que me cayó bien malamente aunque la boda fuese en su casa, pues tampoco me parecía gente como para uno ni para el trance. Pero también me lo comí, y encima me dijo Anica que, nada más en la ceremonia, mejor sería que me colocase un parche en el ojo. Guardaba yo el que me había hecho El Bendito en San Juan, cosa que le callé a ella, y hasta le dije que nada me pondría por no ser tuerto. Luego le eché a ese «no» demasiadas razones y mieles, que maldita la gracia que me hizo echárselas sin que ella ni me las pidiese, y su petición misma.

Después resultó que, por menesteres y apremios suyos, no estuvieron los comendadores cuando lo del cura, sino en el convite, que fue junto a las cocinas, nada más que para los criados y esclavos, e hicieron poner los amos un guisado de carnero, otro de rape, vino de su cosecha en botijos y una meloja para postre con esencia de jazmín y romero. El de la librea por allí no estuvo, ni en lo del cura.

Mucho requilorio y soberbia y frente alta me esperaba yo en los señores comendadores, y sucedió que a él ni lo vi, pues no había hecho más que entrar al convite cuando lo llamaron de arriba y subió sin llegar a darnos el parabién. Y con la comendadora, que tenía ojos como de perdiz, me equivoqué en lo de fachendosa, pues no lo era, sino graciosa y de modales sencillos aun bendiciendo y abrazando a Anica después de entregarle la dote, que fueron cien pesos y un cofre de ropa, y ya empezaba la señora a caerme bien. Pero luego, aun con eso de la sencillez y por el trato que me fue a dar, descarada sí que me salió. Soltó a Anica, se me vino y, sin mirarme, me empezó a pinzar y ajustar la ropa por aquí y allá, como quien le ajusta el aparejo a un caballo, y le decía a Anica muy divertida:

—No le van paños finos, pero se echa de ver que es bien varón y muy derecho, no un mozalbete como el que perdiste en Alcalá. Eso sí lo llevas ganado, Ana, que de otras cosas vaya Dios a saber, y algo bruto y desconsiderado también lo es según me han dicho.

Más que las palabras me picaron el toqueteo y la tonada, y el vino me estaba ayudando a replicarle porque, además, tenía yo atravesado en ese momento un dicho del cura, «hasta que la muerte os separe», que me sonó malamente, a que era mucho decir. Y Anica, que las vio venir, se puso a tironearme de una manga. Pero, un punto achispado y aun medio sabiendo que iba luego a cantarle la gallina a mi mujer, le respondí a la comendadora sin alzar la voz:

—Pues quien le dijo a su merced lo de bruto, primero me había ofendido, y de las otras cosas, ni esta nuestra ni la de haber casado antes con mozuelo, son cosa suya, mi señora.

—Desagradecido y contestón también —dijo la comendadora.

Siguió saludando a unas y a otros, rodilla en tierra quien más quien menos delante de ella, hasta Anica, y venga los más mierdas a besarle las manos cuantas veces podían. Se fue al rato, notándole yo al lejos, todavía, el despecho por mis palabras.

Y Anica no terminó de comerse el postre.

A 19 de mayo. ~~~ Apuradillo vienes hoy, bachiller, y algo más tarde de tu hora. No es bueno por dos cosas: la primera, porque me viene dando el pálpito, ya muy fuerte ayer apenas te fuiste, de que se nos va a quedar corto el tiempo.

Y la otra porque, aunque ni te enteres de lo mío ni de lo que pasa por ahí, no me está viniendo mal tu compaña. Si a más no viene, eso es todo lo que he de ganar contigo, pues aquel librito piadoso con el que ibas a lucirte y a sacarme adelante, bien poco me ha de servir, me huelo.

Por si no lo sabes, el sargento Orellana diome anoche malas nuevas de que el alemán para nada me descargó en su juicio, y de que el mío ha de hacerse muy pronto y sin apelación, lo que me trae en desespero más que por hincar el pico, por la manera de hincarlo, y por lo que no hice. Así que, hoy sin falta, le pides a tu tío me encomiende a los jueces y al señor secretario del Crimen: ¡tal como he de contarte lo del pastelero se lo habría de contar a ellos, lo mismo! Y ya bien sabes que yo, de matar gente, sí. Pero ponerla en hojaldre, no, y si la llegué a comer, tan sin saberlo como medio Cádiz la comí. Conque a ver si, por lo menos, se hace conmigo otra cosa que no sea la de arrodillarme el fraile delante del enmascarado, pues ya esos dos me están poniendo las manos encima como quien dice, y yo así no quiero irme, ¿te enteras?: así no. Aun con todas mis perrerías, de rodillas y como oveja no, ni cárcel perpetua, que yo fui la libertad misma o un primo carnal suyo.

Y, por si tampoco lo sabes en esa Babia de tinta y párrafos como estás, tanto desquicio, tumbo y maniobra como se viene viendo en la bahía, es porque parece venir para acá una escuadra grande del inglés y el holandés, y muy en son de guerra, que bajaba de la mar de Galicia ya muchos días ha, pero el viento no ha de andarla ayudando. Y decían que ahora no estábamos a mal con nadie menos con los moros, ¡ya lo veo! Cagaditos andan desde los campaneros de las iglesias hasta el Rey, y mentira me parece que haya tenido que enterarme por el Orellana, no por ti, y también de que si no anduve ya a banquillo es por lo mismo, porque hasta los jueces han de andar atareados en prevenir defensas y poner a salvamento sus bienes, aparte de que ya no daban abasto, ni el enmascarado, con tanto angelote como entra en estos penales. ¿Pero es posible que esa cabeza tuya, con lo que da de sí, no esté más que en esos renglones, y que ni sepas si son las nueve o las dos? Pues ándate con ojo, porque el padre Valdés, el visitador, le ha estado metiendo las narices al Orellana con que qué es eso de que lleves entrando aquí a verme los meses y los meses, que lo hartó por la calle de preguntas sobre ti y nuestras escrituras. Y eso sí que lo sabes: que los benditos de la Inquisición, husmeo que echen, husmeo con el que te empapelan. Mira lo que haces y no vayas a verte también de Juan Cantueso, hijo, teniendo que tirar mar alante para donde sea y con los perros a la espalda: ya te dije cuánto iba a costarte escribir lo mío de modo que nadie se escandalice, todos aprendan y nosotros sigamos con los huesos en su sitio. Pero ya, ya están ellos metiendo nariz. Aun antes de salir un papel. Porque, además, ese fray Alberto de Cádiz ha revuelto mucho el cotarro últimamente y puesto a los castigadores en mayor furor y mano dura de lo que ya lo estaban. En fin: lo que haya de venir vendrá y de perdidos, al río, conque moja esa pluma y óyeme… ya veo que llevas unos días aligerándote y sobrepasando los dos pliegos que hacías… Lo que no te escribas tú…

No tuvimos más novedades, en los primeros tiempos de casamiento, que la de irnos a vivir en un corral de vecinos entre las murallas y el Arenal, y otra que agradó a Anica y también me cayó a gusto. Eso empezó porque me encontré en un garito a un mozo de los del cosario, y me dijo parecerle ser para mí una carta que llevaba un tiempo en la cosaria.

Después de mi última y mala salida, no quería yo ya poner pie en ese despacho, y fue aquel mozo quien, a encargo mío, recogió la carta al otro día, me la llevó al mismo garito y me hizo la merced de leérmela allí apartados a un rincón, conque, sin decirle yo nada ni darse él cuenta de lo que hice, se levantó esa noche de la mesa con buenos reales porque le arreglé el juego con dos cortes de boca en paloma y un floreo del Santo Ángel que dejaron en cueros a dos mastuerzos de Madrid y a él le fueron de mucho beneficio.

Antes ya de conocerla, y tanto por haber llegado del Puerto Santa María como por la letra, me barrunté de quién venía la carta, y que habría de agradarnos. Era del capitán Valentín, quien, desembarcado en esta bahía por una nao del registro de Honduras con aguada en Puerto Rico, pasó derecho al Puerto según contaba y dio muy pronto con El Honrado, postrado ya por la edad y con la cabeza medio ida pero felicísimos él y la mujer con el hallazgo de su hijo, y dando en seguida como cierto que era Valentín el que les raptaron, por el sitio y la hechura de su cicatriz, parecidos de familia, la edad y otros particulares, segundones ya todos después de lo de la marca en la muñeca. Acababan los viejos de recibir mi carta y me ponía Valentín en la suya que, tanto él como sus padres, teníanme por mensajero de la Providencia: ¡chica Providencia tuve yo con que me desgraciaran cara y cabeza, y perdiese al Moreno en San Juan! Pero fíjate que ellos, en su alegría y agradecimiento, no tomaban aquel entuerto mío por cosa de casualidad, ni tampoco que fuera Valentín quien me sacó adelante, sino como que todo era un milagro, cuando tengo para mí que allí no hubo más milagro que el de no darle trabajo a nadie con mi entierro.

Me escribía el capitán que ya lo había puesto su padre al tanto de mi huida del Puerto, y de por qué fue, y que les pesaba decirme no hallarse allí de hacía mucho Anica la de la caballeriza, quien marchó a Sevilla y no sabían más. Siendo bien conocidos El Honrado y sus búsquedas de toda la vida, de tal modo había corrido por El Puerto la nueva de la aparición de su hijo que, llegada a oídos del duque de Riarán, el señor mandó a la familia un presente de cien pesos, como festejándolo también, y le ofreció luego a Valentín plaza de teniente en sus milicias; pero me decía él que no sabía si tomarla o si volver a servir al Rey en Sevilla, a medio camino de sus cuatro padres, pues también había estado ya en Ronda, donde tanto júbilo causó su retorno en casa de los Sotomayor como antes en la del Honrado. Concluía diciéndome que él y todas sus gentes ardían en deseos de abrazarme, que apenas cayese por Sevilla haría por darse conmigo, y que me tenía por hermano.

Poco más tuvieron de buenas aquellas jornadas para mí y para Anica, y a peor iban a ir las que viniesen; en tan corto plazo, andábamos ya en tal desacomodo que ni hice por contestar esa carta.

Siguió ella, contra mi voluntad y aunque yo me la callara, echando el día en casa de los comendadores, y yo con mis naipes a las noches, desparejadas nuestras horas, sin sal la conversación y el entenderse, y apagados muy pronto los fuegos cameros por cosa de mi malestar y como por haber caído de golpe, sin querer o poder saberlo, en las consecuencias de mi pasito, que me sentía como preso.

Todo lo iba Anica sufriendo, de buenas maneras al principio, y lo que es tiempo no faltaba para que moviésemos a gusto el catre, por las noches y por la mañana temprano, antes de irnos a nuestros trabajos, y en la entera tarde de los domingos, que en ellos iba mi mujer a misa. Pero que no, oye: que, en eso de la cama, era yo el que no daba de mí, y ni me ponía ni me salía, con lo que había sido ese cuerpo para uno y estando tal como estaba en las noches del Puerto, y hasta más hecho y sabroso. Ahora ya sé también por qué pasaba aquello: porque ya me era obligación y fijeza y mandatos de cura lo que había sido placer y libertad y riesgo. Y era también como, si en todo el tiempo de no verla, hubiese estado yo en manía y no en razón, no pensando en una mujer sino como hincado delante de una santa, y hubiera visto claro en cuantito la bajé de su altar.

Salía Anica de casa todavía con estrellas y me pesaba que me despertase en lo mejor, habiendo yo trasnochado al juego y porque, desde el mojicón de San Juan y las jaquecas aquellas, venía teniendo el sueño ligero y quebradizo. Me sobraban media mañana y la tarde, y almorzaba solo pues me dio por no pisar la casa de los señores de Anica, que allí podía tener almuerzo en compaña y gratis no más con ir y sentarme, tal era el afecto que el ama sentía por mi mujer. Pero ni con tanto tiempo mío dejé de echar de menos mi soledad de siempre, entera, plena y sin débitos.

Aun no cayéndoles en gracia, nunca llegó Anica a declararle la enemiga a mis barajas. Decía que, hasta habiendo un dinerito, no era malo dejarlo de ganar, y que ella, sin criatura que atender ni señas de que viniese, tampoco sabía verse todo el día mano sobre mano. A seguido, siempre me soltaba la matraca de que, si no embaucaba yo a nadie y jugaba los naipes cristianamente y sin trasteos malos, era de razón que anduviese en lo mío y por los garitos. Pero yo estoy en que lo decía de boca para afuera y contrariándose, pues, a poco de hablármelo, le venían brotes y repulgos de genio y malhumor por esto o aquello, y aun se le escapaban las injurias como a mí los pañitos calientes y los almíbares que siempre le echaba por delante, cuando yo no quería sino hacer mi gana sin estorbos y andaba aguantándomela, o pagándola en moneda de discusiones y acritudes.

Todo era, pues, desbarajuste, y más de un día advertí que Anica me apuntaba, para que yo acabara de proponérselo, sacar mi caudalillo indiano y levantar culo de la silla coja en que lo teníamos asentado, aun saliendo de Sevilla en busca de una vida nueva. No se lo recogí las primeras veces, pues no veía que fuera a traernos ventaja; se me hacía que el irnos no iba a pasar de llevarse los dos aburrimientos a otra parte… Me parece, y ya te dije, que también mi Anica se había montado en ilusiones muy por su cuenta, siéndole preciso que todo fuese al aire y compás de ellas y de sus cavilaciones, como para desquitarse de sus lastimamientos y agobios de niña primero, y luego de prisionera, y después de esposa de un mocoso: esto y lo de ayer y lo de antier cuajándole en un genio dolido que tampoco la dejaba verme claro y al que agrandaban mis descuidos cameros, tan desaviados. Cualquier menudencia podía quemarle el sentir, y a mí me pesaba y enervaba verla perder la color de golpe, o llorando en sus adentros más que Jeremías, por cosa de la vida que la contrariase o por un quítame allá esas pajas que ella no hubiera antes sabido y consentido. No le acomodaba algo, se mataba de angustia y quería que luego no se hiciera caso de ello, y todo esto al lado de mis calamidades y agravios. Vete enterando, hijo, de que no hay quien le haga verse a uno las faltas mientras no se las quiere ver, así estén Dios, su Santa Madre y quince sabios a convencerlo, y yo era el primero en no querer ver las mías, ni verme en fracaso luego de tanta espera y batalla, o andar de mierdón tomando puerta un buen día y dejando a Anica desesperada en sus esclavitudes, las de adentro y las de afuera. Tan bravo yo para todo, y con lo de ella me acobardé…

De manera que se nos iban las semanas con el desamor haciendo de las suyas y las desavenencias asomando orejas descompuestas ahora sí y luego no, pues, después de los disfrutes del Puerto, el tiempo había ido haciendo su trabajo y ya irás viendo tú también lo que es el tiempo, bachiller: almirez de mortero que todo lo maja y lo confunde. Bien que lo decía El Corradino.

A mí me daba más pesar y me entraba más pena muchas veces por ella que por mí, y una noche que tuvimos malas palabras antes de salir yo para mis timbas, eché media ganancia de Culebrón en comprarle a Anica una jaula con un pajarico amarillo de mucho precio, que le habían traído de las islas Canarias al garitero y me dijeron ser muy buen cantor, como lo fue. Violo Anica por la mañana, me despertó besándome y, aun con mi cansancio y fastidio, tan mucho más contenta la vi con esa fruslería de lo que esperaba verla, que no me enfurruñó el despertón y fue aquélla una de las ocasiones redondas en que me hubiese apetecido tomarla en mis brazos con las antiguas ganas, sino que ella ya había de correr a sus deberes y servicios, y aun se fue nerviosa y fuera de hora.

Veía yo por el Arenal moverse en el río las naves de la carrera de Indias que a Sevilla le iban quedando, y no es que echara de menos por el momento aquellas tierras, ni ningún otro lugar de los que pisé, pero tampoco sabía qué hacer con mi vida allí, adónde me la había timoneado mi sino y encallado mi terquedad.

Aparte de las suyas, empezó por fin Anica a andar intranquila también con mis desazones, y yo con que las advirtiese, y ella hacía más que yo para que de puertas afuera no se nos vieran los males, que su orgullo y desconfianza en la gente le echaban seis cerrojos a lo de descargarse las penas ni aun con el cura que la confesaba.

Y con esas callazones, ahogos y comedias, fue dando ella en melancolías y yo en lo que no había dado: en los vapores del alcohol, que ni de antes de caer por Mosquila y en las prohibiciones del Bonfim, ni de nunca, me había tirado gran cosa. No llegaba a la casa malamente, pero medio cuartillo de vino por las noches no había quien me lo quitara.

Una madrugada, acostado ya, me revolvieron bascas del beber y hube de salir a soltarlas, pues no quiso el vino quedárseme adentro y ni me dio tiempo de largarlo donde convenía, a mano derecha del patio. Resbaló por la mañana un arriero en los vómitos, que se me habían ido ante su puerta, y viniéndose a la mía me insultó a voces, soliviantando y despertando a medio vecindario del corral. Retúvome Anica en la cama por un brazo y me aguanté las ganas de descabezar al quejoso. Pero, yéndose ya él, le escuché llamarme mojón tuerto y eso acabó con mi aguante, que tampoco era mío, sino de quien me lo estaba emprestando. Corrí por el patio en calzones, alcancé al arriero casi en el portal y lo tendí patas arriba de una trompada. Se levantó con sangre en la nariz y, viéndome con cara mala, siguió para su carro, que ya se lo tenían listo en la calle. No hubo más, sino que desde aquella mañana empezó a malmirarnos mucho vecino y Anica a tomar agobio de que así fuese y a echarme en cara la puñada, y dio en mostrarse muy solícita con todo el vecindario para que nos quisiesen bien; sólo que ellos apartaban el trigo de la paja y, mientras todo eran zalemas y miramientos para Anica, a mí no me saludaban más que unos pocos, y ésos de pasada.

Como queriendo contentarla o no sé para qué, me daba algunas tardes de domingo por vaciar mi faltriquera encima de la cama y ponerle a Anica delante el oro que para los dos había juntado en Indias. Pero, sabiendo ella que poco iban a remediar esos manoseos, no hacía más que juguetear con los doblones un poquillo y sin decir nada, tomando puñados de ellos en el hueco de las manos y haciéndolos caer y resonar en el montón, así como para complacerme y cual si de un juego se tratase aquel sudor de años. Pero bien me daba yo cuenta de que seguía sintiéndolo más mío que suyo, aun no siendo ésa mi idea, y de que ni un paso se ganaba con mostrárselo.

Un día, en uno de esos sobeos inútiles y habiendo visto ya yo que no nos iba a mejor el vivir, sí supe decirle a Anica aquello que esperaba de mí, cosa que nunca me salía a derechas, ni lo que convenía que le dijese y que le cayera bien. Pero la tarde aquella sí que acerté, y a sacar adelante un logro que me andaba dando vueltas. Cádiz me venía tirando como su agujero al cangrejo, y ya que cuanto hacía en Sevilla no era más que hastiarme, le apunté a Anica que nos pasásemos a Cádiz y luego se lo dije de lleno. No parecía ella estar esperando otra cosa y, aunque con su rincón de desconfianza, el de costumbre, me abrazó y me dijo que así se haría, y que Dios proveería lo mejor.

Hizo ella las previsiones del caso, bendijéronla sus señores al despedirlos, y la comendadora le regaló otros veinte de a ocho, de los que se nos fue algo menos de la mitad en pagar pasaje en una tartana que había sido de pescadores y traficaba mercaderías entre Sevilla y Cádiz.

Saliendo al amanecer de la ribera de San Telmo, volvía a sentir yo que, con irnos, poca rascadera podrían tener los picapica que no nos daban paz; y no más zarpar me los enrabietó un marinero que canturreaba el romance ese de Doña Lambra, con lo de

muy buenas fueron las bodas,

y las tornabodas, malas.

De poco me valió decirme a mí mismo, al ir dejando de ver Sevilla, qué era lo que andaba yo pidiendo, cuando estaba cumplido y colmado el imposible que en tantos años no se me había desclavado del meollo. Como en aquella tarde del no del Puerto, veía a Anica sentada a popa y mirándome, el cofre de su dote a los pies con la ropa, la jaula del canario en su regazo, y me volvían a la memoria unas palabras del garitero que me vendió el pájaro. Necesitando descargarse, llegó a contarme el hombre una noche que no venía sacando de la vida sino acidez, por no andar bien de cama con su amiga de siempre, siendo ella agraciada y joven aún. Y me dijo que, aunque lo demás les fuese a pedir de boca, con esa sola falta de que no le arbolase su macaca, todo eran entre ellos discordias y resquemores, mientras que buenos refregones y desahogos pueden dejar en nada hasta la más gruesa controversia. Pero no paró ahí el cuento del garitero, y aún más vivas y despiertas encontré sus razones cuando anduvo rumiando que el no aparearse a gusto viene también del no entenderse ni ir varón y hembra con iguales tirones y miras por el mundo, y le escuché en esas palabras el vagido que no engaña a nadie, el de la verdad. Navegando el río marismas abajo, horas fueron las que cavilé en esas agudezas tan curiosas, y en cuál será por fin la cabeza y cuál la cola del bicho del desamor.

Entre tales pensamientos, el ver a Anica medio en esperanza, acaso para nada, y el caerme mal al vientre unos madroños que me comí, buen agobio llevé aquella mañana.

Desembarcó y subió carga la tartana en el Bajo de Guía de Sanlúcar, a hora de almuerzo, y luego en Rota, para enderezar de allí a Cádiz con viento favorable e igual bonanza por todo el camino aparte gran calor, que no se hubiera dicho estar muy empezando marzo. Me enteré de que el piloto y amo del lanchón no tomaba más de seis pasajeros y de que había disputas por esos pasajes, siendo cosa bien rara que en aquella travesía no fuésemos a bordo más que yo y Anica con los tres hombres de mar. Fue comidilla entre ellos, y lo era por Cádiz, que Su Majestad se hubiese apoderado de un galeón muy grande, La Verónica, que acababa de fabricarse y pagarse un fulano Vanslip, y se lo quitaron para ponerlo de nao capitana en la Armada de Filipinas de allí a poco, dejando al Vanslip sin barco de la mañana a la noche, y aun con una gran carga de ropa adeudada para los Buenos Aires. Así también soy rey yo, y quien sea. Una bulla fue aquélla de la que tú también te enterarías, bachiller, si no andabas embobado en tus papeleos.

No me habían engañado las noticias en Lisboa y Sevilla sobre el estirón este de Cádiz, ni lo que me dijeron de que puede tenerse por Corte mientras enflaquecen y hambrean las Españas. Huracanes, epidemias, guerras y escaseares de trigo y abastecimientos no habían podido con su pujanza, ¡aunque con lo que viene ahora por esa mar, ya veremos!…

Enjambre de naves, tan numeroso como los árboles en Indias, vi hecha la bahía gaditana, y de muchas banderas, aun de las menos amigas, en bien de todas sus poblaciones ribereñas, concertadas por fin y cada cual sacando sus beneficios en provechosa armonía con las otras, amén las muchas sacaliñas del Rey. Vi todo el trajín de navegantes, barcas y tropas en mar y en tierra, redoblando el de mi mocedad, y que habían hecho de fábrica la escollera de la Punta y Castillo de San Felipe. Ya enfrente de las murallas, Cádiz también me pareció otro, con cantidad de casas nuevas y bien altas, algunas hasta por la parte de la Horca de los Franceses, y todo agrandado, crecido y bullicioso con arreglo a tantas velas como sobre las aguas estaba contemplando.

Pasamos a tierra junto al Baluarte de las Cañas, detrás de unas barcas que andaban bajando a los vascongados de tres naos, llegadas para la Armada desde los Pasajes de San Sebastián. En medio de ellos, entramos a la ciudad y mucho de cuanto volvía a ponérseme ante los ojos me traía a las mientes San Juan de Puerto Rico, igual que allá me había acordado de Cádiz.

Aún nos quedó día para buscar dónde meternos, que lo hicimos con gran suerte y presteza y sin tener que pagar posada, pues en una casa que nos dijeron en la Cuesta de la Jabonería, según se baja del Nazareno, tomamos alcoba medianilla con fogón, cuatro aperos descascarañados y dos catres juntos, a tres pasos de la plaza del Cabildo y a la vera de San Juan de Dios.

Nos metimos allí muy animados y, nada más entrar, le dio un aire malo al canario de Anica. Se fue del palo al suelo de la jaula, a plomo, le entraron unos tembliques y se murió aleteando tal si hubiera comido perejil. Vi a ella afligirse y llorar por aquella nada amarilla, y volvió a encaramárseme por el cuerpo la pesadumbre, que la venía ya arrastrando tiempo ha sin darme ni cuenta, y el casorio me la había acrecentado y cualquiera sabe de dónde sale: a lo mejor, de andar ya tanto y tan aperreado tiempo en este puto mundo, pues ya me dirás tú a qué se viene a él, bachiller: cagados y meados y bobos andamos de chicos y de viejos, y bregando en el entremés más que bicho alguno de la tierra y de la mar, que no te estoy diciendo mentira. Pero, oye: con todo y con eso, bueno, bueno sería ya que te despabilases como debes, hijo. Bien estaría que hicieres lo que puedas por retirarme el cuello de las manazas del enmascarado. Que, además, lo sé, es un esclavo borrachón y torpe para matar, y que lo sacan de la cárcel sólo cuando ha de agarrotar a alguien, así que anda corto de oficio y, aun teniendo buenos avíos, arma de pronto con los reos en medio de esa Plaza la que armé yo a sable con aquel señorón de La Princesa

Pero ni aunque así fuera, que lo es, quiero ni he de terminar hincado delante de nadie, bien te lo tengo dicho: de otra manera acabe yo, Dios Nuestro Señor me va a escuchar si no me escuchan los jueces, y que sea más pronto o más tarde lo de dar las boqueadas, ya ésa no es cosa que me importe tanto, pues darlas hay que darlas, ¡ey!

Mas volviendo ahora a lo del pájaro, ya te concluyo diciendo que yo y Anica tuvimos su fin por mal agüero y sin siquiera hablarlo, sino con los ojos de los dos tropezándose por la alcoba de cuando en cuando, alobados. Y cuanto yo le decía para quitarle la angustia valía menos que una pluma del canario muerto, conque aquellos lagrimeos de Anica fueron por fin aburriéndome y dándome en lo peor, y me eché a las calles y volví con mucho vino. Ése fue el santo y seña de los días que nos aguardaban, pues, en lo que es vida de pareja, la mudanza a Cádiz no fue otra cosa que salir de Málaga para entrar en Malagón, como dicen.

De un algo sí que me di cuenta no más llegar, un algo que desde el casamiento no había hecho yo más que ir pegándole capotazos, como se los seguí pegando luego. Y fue entender que, de haberme dado con Anica en Sevilla cuando medio la vi yéndome con la flota, aún hubiera podido mi genio ajustarse a matrimonio. Por seguro no lo tengo. Pero sí de que ya no había Dios que me sujetase y amoldase después de mis años en Indias.

Se cambiaron las tornas sevillanas y era ahora a Anica a quien le sobraba el día, pues yo andaba en mis garitos por las noches, dormía las mañanas y ella no hacía otra cosa que dejar la alcoba hecha y limpia, salir por los mandados y ponerme bien de comer.

En este tiempo fuimos de paseo algunas que otras tardes, porque era primavera y el hacerlo nos distraía y refrescaba los ánimos, aunque cada cual fuera siempre mirando para un sitio distinto.

Mis correrías me apartaban del Pópulo y la Iglesia Mayor, y le di mis vueltas a eso y acabé reparando en que era por no darme ni con la sombra de mi padre, caso de que siguiera él en la Seo. Preguntéle a un clérigo de San Antonio si andaba todavía por Cádiz un padre Cantueso, o si sabía qué fue de él, y me dijo hacer ya muchos años que había pasado a Madrid y que, según tenía oído, ahora estaba de obispo por Castilla la Nueva, con mucha edad y gran fama de virtuoso y aun de santo. Desde aquel día, ya no le huí a ese barrio.

Y una tarde que íbamos para Puerto Chico, le dije a Anica de volver atrás y caer por la Plaza, pues veía yo allí abajo mucho golpe de hombres a juntarse y hablar. Lo hizo ella a disgusto, por no andar con ganas de agitaciones ni de historias, pero quería yo enterarme de aquello y ya en los soportales del Cabildo pude saber que nada había sucedido en España sino en Cartagena la de Indias: que eso fue cuando llegó la novedad de que la flota corsaria de Mesié Pointis la había saqueado. Un cabo de mar se lo estaba contando muy bien a ese señor don Raimundo de Lantery que para mucho por la Calle Nueva y lleva siempre encima, en lugar de espada o pistola, avíos chiquitos de escritura con un dedal de tinta; porque ése es otro de los de tu cuerda, que le da por apuntarlo todo y en seguida, aunque la gente se pare por la calle a mirarlo. Y ya has de saber lo que se supo: que el Pointis se llevó de Cartagena hasta el coño de la virreina pero se portó muy civil y con mucho miramiento, y zarpó al vuelo porque iban naos de ingleses en su busca. Lo otro vino luego, cuando ya en alta mar despidió Pointis a los hermanos y bucaneros que había llevado del Petiguán para ese asalto y no les dio de su botín, pues ellos ya habían tomado mucho. Y aquellos hombres no se conformaron y volvieron a Cartagena para más rebusco y desvalijo, acuérdate de que entonces fue cuando armaron la de Dios, y que aunque los cartageneros soltaron las campanas en alarma y dispararon muchas bocas de fuego, fueron tan gallinas y pendejos que los dejaron recalar, aun no contando los hermanos más que con una polacra y piraguones grandes, de los de vela: entonces fue cuando hicieron las grandes extorsiones y dieron tormento a muchos, que aquí en Cádiz bien pronto y fuerte retumbó esa ruina, aparte de que un peje gordo gaditano, un Estopiñán, murió de esa hecha en martirio sin confesar dónde tenía los bienes, y un esclavo de él lo confesó y también perdió el pellejo.

Llevé a Anica otra tarde a La Caleta: por donde tires para bajar a ella también está todo muy distinto; tú no te harás cargo porque no viste lo de antes. La Cruz Verde ya es más caserío que afueras, y luego de pasarla vi las cererías, muchas más y en calles, no en descampados una aquí y otra allí, así como casas muy seguidas yendo para la parte de Poniente. Ya más cerca de La Caleta, las viñas y los baldíos de matorralones y las huertas, estaban más o menos según los dejé, y en La Caleta misma y en toda su marina no quedaban más que señales de aquellos desnarigados, columnas, murallones y mármoles de los antiguos, tan poca cosa ya y tan caída y anegada que, desde lo alto de la muralla, ni en la bajamar se ven apenas esos restos. Vi esa torre nueva de piedra que aparece en la Punta de San Sebastián y en lo alto del Castillo, donde estaba el lugar del hoguerón en las peñas del final, que lo encienden ahora encima de esa torre para que alumbre mejor la mar y no se pierdan los barcos. De galeras, que en Indias se me habían olvidado, conté muchas menos por todas partes, y ésas de poco servicio, y supe que también se han llevado a Cartagena de Levante las que estaban en el Puerto Santa María.

Me vino en La Caleta a la memoria La Curruca y, así por diversión, le conté a Anica cómo me la encontré allí y mi noche con ella, y luego con la negrita. Pero Anica se calló su boca y no quitaba los ojos de la mar, y salió de pronto por la vía de Tarifa con que ella no podía seguir viéndose sin hacer nada de provecho, lo mismo o peor que en su tiempo de encerrada en El Puerto, de pánfila inútil y siendo laboriosa de suyo como en Alcalá y en Sevilla lo había sido, mientras que aquí en Cádiz, compra, casa y comida las hacía en un rato y luego qué. Me enojaron esas paparruchas, tan sin nada que ver con cuanto yo le había estado hablando, y más me enardeció oírle decir a Anica, muy destemplada, que, me placiera o no, había hablado con los hermanos de la Misericordia de San Juan de Dios, los de allí junto a nuestra casa, para cuidar enfermos seis o más horas del día y por un salario bien corto.

—¿Habráse visto? —le contesté—. De lo mío lo has de tomar, que para eso me lo trabajé y no te quiero yo saber en medio de hombres ni de pústulas, y siempre oí decir que la mujer casada, la pierna quebrada y en casa.

—No será así —me replicó Anica—, ni han de andar tu santa voluntad y tu capricho subiéndoseme encima, que ya se me han subido demasiados y nunca pude yo ser cosa mía, sino de unos y de otros.

Alcé una mano para castigarla, pero ella me la sujetó por el aire mirándome muy firme a los ojos, y ahí lo dejé, y volvimos por toda la Banda de Vendaval abajo sin cruzar palabra. Aquella noche no jugué naipes y fue la primera que entré en la casa tambaleándome y al rayar el sol, para caer en cama como un leño, de vuelta de cuatro tabancos y del bodegón de Hernán que tampoco lo atiende ya el Hernán, ¿no sabes?, sino dos hijos suyos, y lo han dejado como nuevo.

Como la espuma corrían por Cádiz el oro y la plata hasta cuando decían no haber un real, según acontece en todos lados al llevar mucho tiempo en la mar flotas y galeones que se aguardan. Pero, lo que es al juego, gloria daba meterse, que, en eso, la Inquisición bendita no pincha y corta aquí como en Sevilla, y no es menester esa incomodidad de garbancitos o piedrezuelas para figurar los dineros. Bien a mano que estaba ganarlos fuerte y sin temores y a diario, sobre todo en el garito chico de la calle del Empedrador esquina a la de La Compañía.

Vi que han entrado a las mesas juegos nuevos, y que El Culebrón y Los Cientos se manejan ya poco. Pero aprendí ligero el de Los Anzuelos y el de La Azucena, que son los más en boga ahora y me parecen de mozalbetes o de necios, y es más fácil con ellos, y queda menos a la vista, cualquier arreglo o trapisonda. Ganaba de una sentada para tirar tres, cuatro días, y no volvía a barajar hasta no hallarme limpio de ochavos.

Ya no me pilló muy de sorpresa mirar Cádiz cayéndose de gente de todas las Españas, en embarque a Indias, y de extranjeros tanto de paso como recién avecindados o venidos para quedarse aquí: más que nada estas gentes de Génova de la Italia, y holandeses muchos, y de franceses el montón, que en nuestra casa misma vivían unos pocos: sin ir más lejos, dos puertas más allá de la nuestra, un capitán Delon muy terne, madurico pero bien parecido y hombre de brío, que ya había empezado yo a fijarme no le quitaba ojo a Anica, y en que ella no daba pie a sus sombrerazos y cortesías, aunque tampoco los recibiera de mal grado.

Y ahora sí lo llegué a entender del todo, ahora: no es que yo y ella no hiciéramos nada por remediar y zurcir nuestros descosidos, sino que lo hacíamos y no atinábamos. Cada uno había de atenderse el baile de sus adentros o plegarse al del otro, que eran muy contrarios, con dos maneras de ser y de tomarnos las cosas, precisando y queriendo cada uno las suyas, y cada cual con los resabios y cardenales que le había ido dejando su vivir: ella que no sabía perder en cosa grande ni en minucia, por haber perdido ya mucho desde muy chica, y que por no haber dispuesto en nada tendía a disponer en todo y en todos, sin advertirlo; y yo a lo mío y sin saber llevarle el genio, darle amores ni ser hombre que, por paciencia y firmeza, más pudo haberle convenido.

Me enfadaba y me avergonzaba de mí, del manso bobo de Coria que me había vuelto en Sevilla nada más toparme con Anica, y en los muchos años de andar atontolinado, inventándome por mi sola cuenta lo que es vivir con mujer y amoldarla a tu antojo. Así que, día por día, sentía yo ir a menos la imitación y conformidad de otros matrimonios, y a desear en cama a Anica menos, con cuanto ese quebranto lleva consigo y aun teniéndole un cariño barajado con las contras. Y ella dándose cuenta de todo, que no había más que verle el semblante, entre queriéndome ahora y aborreciéndome al rato. Pero ya sabía yo ser más míos que de ella nuestros desarreglos, y que no iba a dárseme el echarlos a un lado. Siempre en mis propias cosas, me mortificaba todo, los trabajos de Anica en el Hospital de San Juan de Dios, que ya estaba asistiendo en él, las finezas del capitán francés para con ella o la pamplina más chica, pues hasta me dio por enfurecerme con que me dijese que, aun siendo hembra, sabía escribir y leer, y yo no.

Raro era que no anduviésemos mirándonos con el rabo del ojo, a ver si el uno le ponía mala cara o buena a cosa que el otro hubiera hecho o dicho, y temiendo yo siempre los altibajos, penas y avinagramientos que me la descomponían de pronto y hasta le sacaban en el descote manchas y verdugones, de la misma sofocación que tenía por adentro. Ni aun en sinrazones mías, que no quería admitirlas, daba yo mi brazo a torcer, pero siempre a lo blandengue, y venga con el vino, a más, a que el vino lo tapara y alargara todo, y en todo íbamos para abajo, como dos gotas de lluvia que se escurren por un vidrio de la ventana y al juntarse caen más aprisa.

Cosa que sobre muchas me dolía era la de que, no siendo yo de angustiarme de golpe ni perder el juicio a las primeras de cambio, creyese Anica que no padecía el varón, ser dueña única de pesares y agobios, y que, si no eran los suyos, los demás no los teníamos y éramos de corcho, quitando a los aplastados y desgraciados a los que su caridad sí sabía abrigar y envolver.

Poniendo las prudencias que para mí era del caso por mis antiguas cuentas allí, cuatro o cinco veces le hablé de pasar al Puerto Santa María por vía de mar o de tierra, para quedar en las afueras con el capitán Valentín y El Honrado, que su hijo viese el modo de llevarlo a ese encuentro, y volver nosotros a Cádiz en la misma jornada. Pero, si no eran las pendencias, eran los desánimos quienes siempre acabaron quitándonos la gana del viaje y, en llegando el momento, ni teníamos que hablarlo para saber que no lo haríamos, aun cuando me hubiera contentado ver a esa gente y con lo bien que nos hubiesen recibido a los dos, así dijera Anica que me fuera yo solo y que ella no quería saber más nada del Puerto, ni de andar con éste o aquélla.

En cosa de dineros, me tenía yo los míos de los naipes y ella los suyos del Hospital; que, mientras le durasen, ni un peso me pedía o tomaba, y no caía yo en adelantarme a dárselo.

Satisfacíame que, entre lo uno y lo otro, no hubieran mermado los doblones que traje, y cogí la maña de vaciar de madrugada la palangana en el patio, antes de acostarme y aunque el agua estuviera nueva, para poner en ella los reales ganados a la noche y que Anica los viese por la mañana. Y muchas veces, con vino o sin él, me volvía para la pared ya acostado y veía velas tendidas y abordajes, y la playa y los verdores de Mosquila, y las calles de Sevilla y San Juan y Venecia, que hasta me creía en ellas, y me despedía de todo eso moviendo un brazo en el aire.

Recién dormido, me senté una noche de un salto en mi catre como si me hubiesen dado un empellón por abajo, todo agitado y resollando igual que si me ahogara, pero sin llegar a sentirme malo. Me encajé la camisola para salir otra vez; no quería despertar a Anica, pero la había despertado ya. Alargóme una mano sin decir palabra ni hacer por retenerme, y le adiviné en lo oscuro aquellos ojos grandes puestos en mí, hijo, como preguntándome qué nos pasaba. Me levanté, me calcé y me eché a la calle.

Junto a la puerta de San Juan de Dios y a la luz temblona de las ceras, vi la estatua del Ángel Tobías con su pescado en la mano y los cuadros y medallas de sus curaciones y salvamentos en la mar, y le eché de lejos una pedorreta. Bajé a la Plaza, donde ya habían empezado a poner los palos y las cosas para el día del Corpus. Muchos hombres descalzos, pescadores y no, tiraban hacia el Baluarte de los Negros de unas redes recién sacadas de la mar. Ni me miraron. Me afinflé del tirón unos tazones de Chiclana blanco en lo del Hernán, y luego, por Juan de Andas, enveredé hacia las callejuelas que cogen para la calle de la Carne. Más que mi cabeza, eran mis pies los que sabían para dónde ir y para dónde no, y algo andaban rastreando. Iba yo palpándome el cuerpo en busca del Moreno, como si lo llevara encima, y en un callejón sin salida me lo sacó al aire el vino. Vi una sangre salir por entre unos labios gordezuelos, como cordón colorado que de ellos se escapara y le pringara otra vez la perilla al primer hombre que maté de mozo, que hasta lo vi tendido por los desperdicios, encima de las piedras de la calle. Le digo:

—No haberte hecho el vivo y a lo mejor, muy viejo y todo, en tu cama estarías durmiendo.

Ya luego volví en mí y miré que allí no había nadie, y también se me fue del caletre que ese muerto me había hecho quien yo soy, y supe que, antes o después, a otro le hubiese ido con igual recado.

Entonces eché a correr para la casa. Ya empezaba a clarear, y qué cuerpo no llevaría yo, ni qué malamente no andaría por adentro, que Anica me lo sintió, se me vino al catre y me estrechaba sin buscar otra cosa como muchas veces, sino para sacarme los fríos, pues además y aun metido el mes de mayo corrió aquella noche una brumilla de empapar, como las de Venecia pero rara aquí en Cádiz, ésa que dice la gente de la mar: «del levante sobrina y del agua madrina», porque lo mismo trae lluvia luego.

Me tapó y calentó Anica las carnes, pero no se me iban las ardentías ni los barruntos. Se lo dije de pronto, con la cara contra la almohada:

—No valgo para vivir contigo ni con nadie, no valgo.

Una cosa como una espina grande se me estaba saliendo del cuerpo al decírselo, pero luego me eché un poco para atrás de lo dicho, por ella y por mí, y me desesperaba que Anica no rechistase. La zamarreé por los hombros, levanté la alcuza que siempre dejaba ella encendida en el suelo junto a mi catre, para quitarme tropezones, y le vi en la cara lo que nunca le había visto: miedo.

—¡Buen aceite eres y sartén rota soy, ya lo sabemos! —voceé volviéndome a la pared.

Me durmieron de golpe el cansancio y el vino; despierto a hora de mediodía, y aun viendo que no estaba allí, llamé a Anica a gritos desde el lecho. Por la ventana abierta me llegó del patio un rezongo gruñón de palabrejas que no entendía. Vine a distinguir en ellas la voz del capitán Delon, renegando en su habla de Francia pero sin disimularme el nombre, que yo lo escuchaba, y mentando también a Anica de cuando en cuando. No entendí sus megüí ni sus sivú, pero la tonada sí, y que me estaba maldiciendo.

Ya en las semanas últimas había ido viendo yo asomar trapicheos grandes entre Anica y ese Delon, que le tenía alquilada su espada y su fama a un mercader de Indias con caserón en la calle de Sopranis, allí a tres esquinas de lo nuestro. En todo hacía su antojo el francés, y más en lances con hembras: al llegar nosotros a la casa, todavía andaban santiguándose las comadres a cuenta de cierto alboroto que armó el Delon delante del Cabildo, por andar acosando desde el caballo a una mujer y llegar a plantarle una mano en los pechos aun yendo con su marido y por la calle.

Dos veces vi a Anica corresponder a las agachadas y lindezas del capitán, que me dijeron nacido en El Nantes, como ella, y que no le ahorró zalema desde que en la casa nos aposentamos. Según una vecindona lenguaraz, un domingo Anica le había pasado muy complacida sobre la capa, que el Delon se la echó en el patio sobre unos fangos para que no se embarrase los pies a vuelta de misa; y, otra tarde, yo mismo la vi platicando con él un trecho en una casapuerta, los ojos muy por el suelo ella, pero habla que te habla con aquel gallo empenachado.

Se me pasó algún día por la cabeza que todo ese juego de mi mujer era para mí, a ver por dónde salía yo y si, con lo del francés, se me empinaban los celos y los amores. Pero, estando éstos tan dañados, mal podían remover aquéllos, ni andaba yo con el mando que es del caso, hijo, sino con los derechos arredrados y aminorados por mis desatenciones y feos con Anica, que en lo de yacer con varón, y del panaderito de Alcalá a mí, había pasado de estar harta de niño a estar hambrienta de hombre. Bien se encargaba ella de cobrármelo hasta sin advertirlo, con un despecho que hallaba salida por donde fuese, o en contras y alteraciones de furor, recrecido y a más aquel inconsolable mar de fondo suyo: el de que, en su entera vida, todo Dios y yo el primero no habíamos hecho más que sacrificarla y tenerla de orinal para necesidad y descarga de cada uno y de cada una. De ahí le venía también el pintárselo todo según debía ser y no era, y a padecer de repente aquellos nervios y disparatorios que me la apartaban más sin yo quererlo y no la dejaban oír mis arrepentimientos y consuelos, con lo que se acarreaban nuevas humillaciones para los dos, y violencias; ni sabía yo atenerme a sus malos piques, tomarle las vueltas y beneficiarme con lo bueno suyo, que era mucho, paloma herida ella y yo gavilán viejo y volador, harina blanca en sus manos y mugre de sangrazas en las mías. Pero tampoco quería, te lo dije, bachiller, dejarla en desamparo ni, por cariño y costumbre a su persona, acababa de hacerme cargo de que para lo que no hay cura, no hay más que sepultura, porque, muerto el amor más grande y no enterrado, ni sobrellevada su muerte, se pudre en rencores. Ahora es cuando lo tengo todo asentado y entendido, que en viviéndolo no lo tenía y ya dice el dicho: duérmelo y lo entenderás. Peor que uno, nadie pudo hacerlo.

Así que tan estrujado y, aunque tapándolo, tan vergonzante y dolorido estaba yo con todo aquello, en aquel salsipuedes de no saber arreglarla ni arreglarme, y por no darle a la mujer lo que el hombre ha de darle, que hasta pasé por alto lo que a nadie le hubiera pasado antes. A mí, que no me los habrás visto en todo el tiempo que me conoces, lo mismo me ves ahora subírseme a la cara los colores, muchacho; hay cosas de las que mejor no acordarse y, si te las tragaste, menos. Pero como te has llevado ya noticia de hasta cuántos pelos tengo, a qué callarte ya esto o lo otro. Nada se me está yendo por decirte: entre lo memorioso y tanto tiempo aquí con este hierro en los pies, volviendo riendas siempre a lo pasado…

El miércoles de Corpus habían ido llevando los vecinos al patio de la casa unos muñecones en cueros muy gallardos, con intención de vestirlos y pasearlos detrás del alarde a caballo que baja el Jueves Grande a despejar la plaza del Cabildo, antes de soltar los toros. Eran esos fantoches a tamaño de gente y con todito lo de sus cuerpos a la vista menos las vergüenzas, que esas partes las tenían lisas y sin su hechura cuando lo demás estaba tal cual es, hasta las uñas todas y el pelo natural, y el vello pintado en el pecho de los hombres, y las tetas de las mujeres con sus puntillos oscuros alrededor de los pezones tiesos.

Los habían prestado para las fiestas unos mercaderes genoveses que se los trajeron de la Italia, y allí estaban por el patio, de pie contra las paredes, y ya andaba media vecindad buscándoles trapos y vestimentas con que ataviarlos y lucirlos en el alarde.

Entrábamos de la calle yo y Anica, y se volvió ella al patio no más pisar nuestro aposento, distraída y alborozada por aquel trajín. En esto, sale el capitán Delon de su puerta y, sin quitarle a mi mujer la vista, se va taconeando para una de las muñecas desnudas, se pega a ella de frente y le pasa la punta de la lengua por entre los labios, muy despacio, de lado a lado de la boca, y las manos por todo el cuerpo, con mucho y verdadero deseo, entrecerrando los ojos pero sin dejar de ojear a Anica, que a quien se estaba comiendo era a ella y no a la monigota.

Ni el uno ni el otro me veían, pero yo sí que los vi, y al menos tres vecinos, y estremecerse Anica de pies a cabeza como con un sopitipando de frío. Le mandó luego al francés un beso con la mano, aunque con la cara colorada, y se metió en seguida a toda prisa en nuestra alcoba.

Deseando estaba yo que volviera y enredarme con ella a palo limpio, pero a ver si tú eres capaz de decirme, hijo, por qué no lo hice; un clavo es ése en el que no di nunca: ni siquiera le dije tate. Algo se me vendría a los adentros que me eché al jergón, pasé por ese desmán y me quedé quieto y callado, mirando a Anica y entendiendo que, cuarentona y todo, aún andaba sobrada de la gracia que le conocí en El Puerto como para seguir embarcando varones.

Pero, igual que aquella mañana en que escuché al Delon renegar de mí y mentarnos, tampoco hice lo que debía y caía de su peso, que era echarme al patio y pedirle cuentas a él.

Esa misma noche, lleno ya Cádiz de lugareños y gente de la bahía y de las naos para la festividad del Jueves, pelé en el garito del Romano y sin rehuir pasarme de la raya a un piloto francés de Saint Maló, hideputas.

—Mucho ganaste —me soltó uno en la puerta, royéndole la envidia la voz.

—Que te den un tiro mellizo —le dije, y salí sin mirarlo.

Torné a la casa pronto y sin vino; Anica ya dormía.

Despertáronnos las dianas del Corpus y, aunque de hacía tiempo tampoco era ya un bien para nosotros andar a entretenernos de paseo, sentí un pesar por los dos, más fuerte por ella, y, al darme Anica mi escudilla de sopas canas, le dije que nos dejásemos de cuentos y nos fuéramos a la calle de La Pelota para ver bien la procesión y la custodia, atusados con las mejores ropas que tuviésemos, igual que todo el mundo.

Como en velamen de galeón, retumbaba el viento de Levante en los toldos de azotea a azotea encima de las calles, y habían puesto el romero por el suelo de la carrera y la Santa Cena delante del Cabildo, que fue el ayuntamiento quien pagó el año pasado casi todas las costas para que pudiese salir la procesión de Corpus de la Iglesia Mayor Catedral, a pesar de los nuevos piques entre curas y civiles; te acordarás de que, poquito después, hasta apedrearon clérigos y muchachos las puertas de la casa del alcalde mayor por quitarle al juez de la Iglesia el juicio de un preso que el otro quería para él.

Nos quedamos junto al Arco, abajo de las torres de Nuestra Señora del Pópulo y entre mucho gentío. No había visto yo antes ese armatoste del Santísimo, que dicen tan viejo y de tantos méritos. Si los tiene, no lo sé, pero entre lo mucho malo mío, por poseído no me tengo y, lo que es el oro y la plata que lleva esa custodia, en la verdad de los metales no hay quien me la pegue a mí. Y te digo que eso es como un barco de riqueza calle alante, que hasta en el ruido de las campanitas le vas escuchando la plata de precio, y toda esa torre es de ella, sin remiendo ni faramalla. Y esos chispazos de oro son de oro y no de otra cosa: lo del cogollo ese grande de en medio, el que lleva la hostia y va abajo de la torre de plata, que estuve yo pesándolo con los ojos y calculando a cuánto sale y, de tener dueño, medio Cádiz puede ese hombre comprarse vendiendo el completo, ni te digo lo que darían por aferrarlo el don Morgan o Amaro, porque vale diez Garzonas. Así que no te extrañe que vaya como va, con tanta tropa y armas y todos los caballos, y el obispo entre la jumera del incienso, y los banderones, las músicas, esos tres sochantres flamencos de los de iglesia, que cantan como las sirenas del agua, y los mandos de mar y tierra, que hasta de Sevilla vienen varas altas y almirante con fajín, aun siendo allí también mucha cosa el Corpus.

Doblé el espinazo cuando esa custodia pasó y toda la gente andaba por el suelo, conque Anica me tiró del calzón y lo que hice fue agacharme un poco más, que si ella no me fuerza la voluntad a lo mejor me hinco, aparte de que no me daba mi gana y lo mismo podía pasar por baldado o cojo de los que no pueden echarse de rodillas. Estaba Anica con las dos por tierra, muy arrecogida ella. Se levantó luego con lágrimas, me rozó un poco de romero del suelo por el jeribeque de la frente, como bendiciéndolo, y bajó luego la cabeza, ya con otra cara y triste porque no dábamos con la manera de seguir juntos ni de terminar, o porque yo de pronto ni la miraba, a causa de lo del francés. Quería yo una tranquilidad y una confianza suyas que no me había ganado, y ser hombre muy de carril para entenderle sus ajustes y desajustes. No lo era, y ahora lo veo.

Después de almorzar, se fue para sus enfermos, y había de salir del Hospital a prima noche.

Cuando me levanté de echar siesta, toda la plaza de la Corredera hervía ya para los toros, que hubo hasta golpes y luego una escaramuza en la Calle Nueva, pero no ya por coger sitio, sino porque un contramaestre de naos y un caballero desnudaron las espadas a cuenta de una deuda, frente a las casas nuevas de comidas de los franceses, y otros fueron tomando partido a favor de cada contrario, no sé si lo viste, y también gente armada con estos garrotes de ahora que les dicen de garabato y ha de ser por la señal que dejen, pues no tienen hierro ni vuelta alguna. Así que media Calle Nueva se fue enzarzando hasta desembocar aquello en una boruca que la vi al lejos y dejó sobre el romero a tres heridos, después de cargar la caballería del Rey.

Andaba yo otra vez animadillo, con ésa y con todas las danzas del día, de manera que me fui para el bodegón de Hernán y me eché al coleto un vino grande, y luego otros dos latigazos, de ron el tercero, que acabaron de sacarme los agobios de la cabeza. Pero me contrarió de pronto que todo Cádiz y la forastería siguieran disfrutando de la fiesta a la tarde, y Anica se la pasase como una boba de la mar entre llagas y moribundos, y sin una necesidad de los cuatro ochavos que los de San Juan de Dios le daban. Sin pensarlo ni sobarlo, me abrí paso Plaza arriba camino del Hospital, con la gente apiñándose por toda la cuesta a esperar los trompeteros y los caballos jerezanos del alarde, que ya venían haciendo cabriolas y corvetas por la esquina de arriba, la de la Banda de Vendaval.

Demandé por Anica en la portería y un lego grandullón me miró con ojos revirados, bisbiseando que no eran horas ni momento de verla. Le porfié diciéndole ser su esposo y que se trataba de una precisión. Por fin, mandó de mala gana un zagal a buscarla, y la veo y le digo allí mismo:

—Hoy lo dejas y conmigo te vienes a ver los toros de rejón, que mañana será otro día.

—No he de ir, Juan —me replicó Anica—, ni tenías por qué haber venido, y vete sabiendo que a la noche me estaré en casa y tampoco saldré, que igual le da a tu gana por sacarme.

Todo esto malgeniosa y, sin darse cuenta con los nervios, poniéndome en desaire delante del grandullón de la puerta, bien esponjado él con que le diera mi mujer la razón y me tratase a la baqueta a mí. Le digo a ella:

—Ven acá, y se me remontó a rabia la alegría de las copas y tomé a Anica de un brazo tironeándola para la calle y aguantándome muy mucho la otra mano para no ponérsela en la jeta al de la puerta, porque esa mano se me estaba yendo y a ella no le quería pegar en medio de la gente. Nos salimos a la calle como para la plaza de las Canastas, y yo:

—Como Juan me llamo que te vienes, y ella:

—Te buscas a otra, tan forcejeando, riñendo y a empellones ciegos los dos que fuimos a dar muy brutamente contra uno de los caballos del alarde.

Se encabritó el animal y, poniéndose de manos sin que su jinete pudiera sofrenarlo, se le echó encima a Anica.

Vi su cabellera remolinear entre el braceo del jaco, la empujé al suelo lejos de él, que no sé cómo no le abrió la cabeza, y, apenas levantarla y verla salva, di media vuelta, más harto ya de la pelea que asustado del trance, y tiré otra vez para La Corredera entre las gentes.

Desde dentro del bodegón de Hernán, subido con otros tres en lo alto de una mesa junto a la puerta y entre camballadas y agarrones para no caernos, vi los palcos del señorío alrededor de la Plaza engalanada, y la grandísima multitud de gente a mirar, desde atrás de los alabarderos y los vallados, y los balcones y azoteas de bote en bote.

Meter cabeza para ver los toros no se me dio hasta que no alancearon, aperrearon y desjarretaron al primero, y echaron el segundo de cañas y rejón, que ya al que vino luego lo vi mejor todavía y salió a torear el capitán Cisneros el mozo, ése de las Aduanas, que se trajo a un tío suyo de las Algeciras muy diestro en lidia, y con su ayuda lo hizo bien aunque nunca lo había hecho, sin atropellarse y hasta burlando al toro con las plumas de su sombrero. Y si tú estuviste allí, que igual no estabas, te acordarás de que, no más salir el otro toro, empezó a correr y a resonar un rumoreo por toda esa Plaza, y se vio en seguida que no había de ser por algo malo ni de susto, como el temblorcillo de tierra de un mes antes, sino por cosa buena, pues los caballeros se levantaban alzando los brazos al cielo y se felicitaban de un palco a otro, y las familias por los balcones, y el gentío tocando palmas acá y allá, hasta que reventaron las iglesias en un campaneo todavía más fuerte que el de por la mañana para la procesión. Y todo era que, como siempre, ese picarón Granados había descubierto la flota de Buenos Aires, la de don Diego de Zúñiga, mucho antes de que la avistasen los marinos, fletadores, vigías y cuantas hembras y varones se estaban de sol a sol en los miradores de las casas, poniendo los ojos en la mar y temiendo la pérdida de esos barcos, por la tardanza en que andaban.

Ya has de saber que, en eso de descubrir naves, no marra ni tropieza el truhán del Granados, hijo, que cuando él dice «esto viene por la mar» no importa que ni Dios lo vea venir y ni hay ya que mirar, porque es cosa segura que viene, y ésa es la habilidad de ese bribón y de ella vive, y medio Cádiz lo tiene por ella en palmitas: como que, aun siendo El Granados un don nadie y tan menudillo, dicen que a cuenta de esa maña se acuesta con la que le plazca, por alta o baja que esté. Conque, así se tardara otro día en verles una vela, como se tardó, ya estaban ahí las naos del Zúñiga, que, nada más en cueros de res, habían traído la última vez doce mil al pelo, de los mejores del Río de la Plata y de la isla San Gabriel. Y se disparó el júbilo en los toros, porque son tantos dineros y esperanzas y bocados los que en esa flota vienen, y grandes ruina y hambre para muchos si le pasara algo.

Lindo anuncio fue aquél, bachiller, y no el que vuela ahora por esa bahía soliviantando y amargando a unos y a otros, que a ver cómo acaba todo esto. Y yo aquí a mirar por ese ventano, y venga a esperar y a consumirme.

Pero, volviendo a lo otro, toda aquella alegría de campanas y toros y vítores, que estaba Cádiz como loco con la fiesta y el arribo de esa flota, me remontó la hiel de los adentros: todos con tanto bienestar y yo con tan poco, y el desprecio de Anica tirándome mordiscos como los perros al primer toro, que otras veces hasta le había oído bufarme que tan corta gracia le hacía yo como cuantas cosas quería imponerle a trancas y barrancas, me decía.

Vi también las luminarias y fogueos de por la noche y llegué a la casa de madrugada, malamente, envinado por demás, como que ni me desnudé y hasta no llevar un rato en el catre no noté que Anica no estaba en el suyo. Aun con la alcuza encendida en el suelo, ya me lo había parecido otras veces, pues siendo ella de poco bulto, le daba también por dormir boca abajo y con la cabeza cubierta, de manera que, más de una noche, alargué un brazo al no verla y allí estaba, así que volví a alargarlo. Y no palpé más que las ropas.

Me inquieté, pero entre el molimiento de las carnes y el bastonazo del vino, que ya me cerraba los ojos, me dije que habría salido para hacer alguna necesidad y me dormí. A la mañana, volví a ver que no estaba, ni sus prendas, y me eché al patio y me notició mi vecino, poniendo mucho tiento en decírmelo, haber oído al capitán Delon montar muy de noche a caballo, luego de un entra-y-sale a su alcoba como aparejando en él todo lo suyo, y que luego fisgó por la ventana y lo vio cabalgar para la calle, llevando una mujer a la grupa.

Digo yo que se irían de Cádiz, hijo, pues verlos no los volví a ver. Ni, de haberlos visto, hubiera yo movido dedo ni lengua, lo sé, y que por miedo no, sino por no seguirle empantanando la vida a nadie ni ahogándome con la mía.

Los días primeros de vivir solo, va para un año, no hice más que estarme quieto en la cama, dándole vueltas al pensamiento de que todos mis pasos no habían hecho otra cosa que encaminarme a eso, a viudo. Pero a viudo sin serlo. Sin muerta. Con el vino, volvía a ver a Anica antiguamente, desmayándose conmigo de amores en su aposento del Puerto, aunque no la veía más que parte por parte, oye: un tobillo, los ojos, medio brazo, un pechín o una mejilla con un bucle de su pelo negro, allí en el aire cada cacho de ella, a dos palmos de mis narices y como agrandados todos a un tamaño que no era el suyo. Luego, cuando me despeñé, ya la veía entera. Para eso fueron las borracherías grandes. Por eso las tomaba y no las dejaba y venían los despilfarros, a mansalva y como vengándome de mí pero volviendo a mi ser, que dineros yo no precisé nunca y con el comer al día y el dormir abrigado me estoy contento.

En la casa de La Jabonería me dio achares seguir, con las caras compadeciéndome o, cuando no, soportando las befas y mancuernas de los picaruelos. Y me amargaba un peine roto que Anica se había dejado, aunque no lo moví de su alféizar de la ventana, y ver el fogón apagado a toda hora, y aquellas cuatro paredes sin asomo de lumbre ni calor, ni pedazo de pan en el aparador ni dedo de agua en la alcarraza, así que tomé mis dineros y mis dos trapos, y me pasé al caserón de La Madre Oscura, como en tiempos. Pero, en faltando ella, todo es allí ahora piojo y pulga y chinche, y sin maravedí o con él has de dormir en suelo duro, conque me mudé a cuarto chico en unas casas muy antiguas de la calle de San Juan, que hasta el final me fueron de mal pie, porque ahí fue donde me despeñé y donde me las dio todas juntas el santo de mi nombre.

Ni tenía ni tengo en olvido, y por eso te lo estoy diciendo, el escarmiento aprendido muchos años atrás de que los reales no son para tirarlos: por lo mismo que no se me olvidó tiré los míos, buscando verme como me había visto y quién sabe si por volver a mozo, que es locura grande. En poquillo se quedó a mi lado un cierto manirroto de Mosquila, que una noche de bureo vi darle en unas casas de Santo Domingo diez pesos fuertes a una zorrita, nada más que por mirarla en pelotas: a mí, todo el verano pasado, si una pelagarta me pedía dos, le daba ocho, y luego a lo mejor ni me iba con ella. Pero eso no fue más que para empezar.

Un día de no acostarme, empalmé con los de la noche los vinos de la mañana, tiré cantando para la Calle Nueva y me llevé atrás a más de veinte arrapiezos desmayados, que llegué a reclutar toda esa tropa mostrando en alto un doblón de oro por las calles y llamándolos como a las gallinas, «pitás-pitás». Entreme con ellos por la tienda de Bonmatí y los eché encima de los fiambres y la dulcería, en un lindo alboroto donde se oía de todo menos las voces. Hasta bandejas llenas viniéronse al suelo y no hubo cara, brazo ni pecho que no se viesen al momento encalados de merengues, lustrosos de mantecas de pemil y emplastados de cremas, salsas y confituras. No más entrar, le había puesto yo en la mano al Bonmatí hasta cinco ducados de plata, mas le faltó tiempo para decirme que él no podía ver en ese asalto lo que cada cual se estaba comiendo y guardando y destrozando, con que le di otros dos gruesos y ya lo acallé. En esto, acudieron espada en mano tres justicias, que también comieron y después se fueron, visto que aquello no era robo ni motín, y aún me pidió el dueño otro peso, muy sofocado pero haciéndome reverencia y rogándome reparase en que estaba su tienda a medio vaciar, aparte estropicios y roturas, y en que sus clientes se volvían en la puerta y no entraban, por causa de aquella rebatiña de costrosos. También le di al irme ese dinero de pico, y media cachetada algo más fuerte que gentil.

Cuando espichó el señor marqués de Villafiel, el gobernador, que fue en julio último y le decían El del Parche ya tú sabes por qué, pues también me costó lo mío. Me había caído muy entre ojos ese hombre, dos veces que lo vi en su carroza por Cádiz, y el día de su entierro me fui al final del cortejo, persignándome y con cara de pena pero enseñando otra vez el doblón de cuando en cuando, y juntando gente de más edad y cabeza que los muchachos para celebrar esa muerte sin disgustos, como así fue, que más de treinta vagamundos almorzaron luego y bebieron de mis reales indianos. No me pesaron, porque hasta el entierro del señor del Parche me cayó malamente y no ya por los lujos y gorigoris, que me los esperaba, sino por lo del caballo. También te enterarías de aquello, bachiller: que él dejó dicho antes de morirse que hicieran eso con su caballo, y lo hicieron. Y allá iba en el entierro ese animal, con su gualdrapa de luto, cojeando detrás del amo muerto y como mostrando sentimiento en el andar, igual que si le doliera el trance, cuando lo que le dolían era los cascos, que se los habían descalabrado a martillazos para que fuese como iba.

Las noches, de trago y putas o de llanto solo, fueron menos lucidas, y me mareaban ya dos vasos, y para remediarlo y refrescar la calor me tomaba otros cuatro.

Hice un día buenas limosnas y mandas en San Agustín, y enterado de ellas por los páter todo el curato de Cádiz, se me empezaron a arrimar tres capellanes muy zalameros, confesor uno de las Monjas Descalcitas, y otro muy alto y con borlas moradas en la esclavina y el peto, como dándoselas de cardenalazo. Y, aunque no me lo dijesen, por ellos supe que se había corrido la voz de mis dineros en dispendio y que las sotanas ya venían a por cuantos pudieran. Les apoquiné veinte de a ocho y para cinco iglesias, a condición de que se le dijese una misa, con sus paños negros y sus ceras, a mi hermano El Mono que Dios haya, poniéndolo muy claro en las puertas el día antes y con esas letras floreadas que ellos gastan para los muertos de gran respeto; también me acordé de Corradino, pero no quise honras de iglesia para él porque las misas no eran lo suyo.

Contestáronme los clérigos muy alegres que sería cumplido mi encargo pero que supiese darles nombre y apellido del difunto, por no ser cosa de razón avisar a los fieles de que iba a oficiársele misa a un mono, así fuera mote de cristiano. Repliqué que eso era lo uniquito que había de ponerse y que, si no se hacía, aunque lo que se da no se quita y ya eran suyos los veinte doblones, no acudiesen a mí padres ni obispos, pues ni un ochavo más me sacarían. De modo que me hicieron caso, y hubo luego mucho corrillo y golpe de pecho con aquel anuncio en las tablillas y con que, en el momento preciso de las misas, encomendasen los curas a Dios el alma de su hijo El Mono, alzando la voz y volviéndose como está mandado.

Lo que no les dije antes a todos ésos fue que una y no más, pues en cuanto me salí con la mía ya no aflojé un real para la Iglesia, por mucho que luego me vinieron y rogaron y recordaron mi palabra.

Yo diría que, a cuenta de ellos, se me entró un sábado en mi aposento un cariagrio de la Ley con dos corchetes, a averiguar quién era uno. Me las vi venir porque estaba fresco, llamé a tres vecinos por testigos y, en lugar de ocultárselos, le saqué y enseñé al mengano los dineros que me quedaban, diciéndole me los había ganado en Indias y en la mar y con mi suerte en las cartas, pero todos muy honradamente, y que, si no, viniesen a probarme otra cosa. No la hallaron, ni más que decirme, y salieron trinando, aunque con dos pesos cada uno para que se les fuera el sofoco y no me diesen más incordio.

Cuesta abajo en el derroche, lo que sí has de poner ahí muy bien puesto, bachiller, es que yo, de memo, ni entonces ni antes ni después: bien me percataba de lo que andaba haciendo y de mi ruina en gustos y ocurrencias, que ya eran célebres desde que le compré una tarde todas sus baratijas a un buhonero para regalárselas en el muelle a las comadres, a los negros y a los chicuelos.

Todo se cobra y paga en este mundo, y yo, que me pasé la vida despojando, despojado fui, y además dos veces en tres días, para agosto hará un año. Me faltaron de lo mío sesenta reales que no escondí con los otros, sino bajo el cabezal del jergón, y por mi madre que debió robármelos un napolitano Añasco, uno de los tres vecinos llamados por mí de testigos para lidiarme al alguacil, y que al saberme en la calle se me entró a la alcoba por la ventana; otro no pudo ser. Y, a los dos días, me metieron los ganchos en la taberna de Sánchez: ¡a mí! Me vuelan esos cuartos una hora más tarde y, ya con la bebida, ni hubiese caído en que estaba sin ellos. Mas no fue así y hasta me acuerdo del mulatito, casi una criatura pero con igual o mejor maña de la mía a su edad, que andaba brujuleando por el mostrador y debió guindármelos; en otros tiempos míos, no le hubiera arrendado las ganancias.

Más de una noche no me dejaba el vino llegar al catre y la claridad y la fresca del alba me despertaban echado en cualquier esquina o abajo de un árbol de la Plaza, cuando el alcohol se había tomado su primer sueño, el fuerte, pues, antes de él, ya podían caerme aguas y ventarrones, que no me enteraba.

Llevaban una mañana dos mozos un espejo de cuerpo entero por la Calle Ancha y, aun con los pasos algo trabados por el vino, me dio por aligerar para contemplarme. No sé qué vejancón temblón y desencajado, entre medio muerto y feroche, me miró desde la luna de ese espejo que más corrí para irme que para verme. ¿De veras era yo aquél? Me parecía que no, pero que tampoco podía ser otro.

En fin, tan a más fui en el beber y el despilfarrar que me dejaron en cascajo, sin brío ni para despiojarme como todo el mundo, tendido en el jergón noches y días, y, cuando no, de caídas y tropezones. No sé cuánto hará de que se me fuera el último doblón indiano, pues me enreda y trabuca los tiempos la tormenta de cosas: las hay que me parecen antiguas, y luego recapacito mi cabeza y veo que ésas son del año pasado, mientras que me saben a de ayer mañana otras cosas de hace mucho, que este penal y esta espera me confunden aún más. En verdad, lo mismo da que fuese viernes que lunes cuando me vi sin blanca. Me quedaba el naipe y hasta a él quise irlo dejando. Tampoco me era de gran menester; facha y vestimenta no me importaban, llegué a mantenerme con dos bocados, y el vino que me avinagró y estragó el buche me guiaba ya a su buen capricho, pilotándome la persona y las horas todas. Y creía yo irle ganando acomodo y olvido a mis memorias de Anica, pero no mermaron ni se me han gastado del todo.

Una atardecida en que ya llevaba cantadas las cuarenta, vi por el Pópulo mucho meneo en la Iglesia Mayor y me acerqué. Sentábanse en la Seo los de siempre y, con ellos, media milicia alta de agua y tierra en un bullerío de luces, todos en ropa de día grande y con mucha plegaria y canturreo y las puertas del templo abiertas hasta tocar las hojas sus paredes, que algo gordo estarían celebrando. Me escurrí a trompicones hasta llegar a lo despejado y planté los pies renegridos en la alfombra que corría de la puerta al altar mayor. Mucho se me venía a la boca, y de bueno nada, y más me enconaban los ojeos de los señores, que ya veía yo muecas a mi persona, no fuera a estorbarles los kiries y los amén. Nada hablé porque estaba esperando que el vozarrón del órgano me dejase levantar mi ronquera y soltar que mentira era todo, gusanera lo de arriba y lo de abajo y lo de en medio, y todo mojiganga y morisqueta, Dios y el Rey, y el día y la noche, y la hora de cada nacimiento y la de cada muerte. Por ahí iban a írseme las palabras, que ya se abajaba el órgano y las tenía en la punta de la lengua, cuando dos alabarderos, corriendo uno de cada lado de la iglesia, se me vinieron con las alabardas adelantadas como para clavarme en ellas. Me tomaron por los brazos, me arrastraron por entre el camino que les abrieron en seguida los de la puerta y me echaron rodando por las escaleras del atrio, cosa que, a la postre, fue más buena que mala, digo yo.

Hasta que una noche, que era septiembre pero saltó aguacero y estaba yo lejos de mi arrimo, tanto se ensañó el vino conmigo que acabé dormido con una mejilla en el lodazal de una plazuela, y allí se estuvo mi cara hasta que una mano, no veía yo de quién, me la levantó del barro, ya de mañana. La volví y le miré la suya a un caballero muy corriente, quien me dijo en cuclillas junto a mí que, como él no era ningún santo varón, si yo no quería que me ayudase, no tenía más que decírselo y seguiría su camino sin molestias. Di en contestarle, con lengua estropajosa, que nadie ha de hacer nada de provecho por quienes nada quieren hacer de suyo, más que consumirse y acabarse. Ladeó el hombre entonces la cabeza, enderezó las rodillas y le oí decirme que quedase con Dios y que, ya que no me faltaba inteligencia ni aun en ese estado, podía quedarme alguna para entender al menos que andaba a las puertas de la muerte y que mejor era terminar en seco que en un charco.

Dicho esto, dio media vuelta y se fue con sosegados pasos.

A 31 de mayo. ~~~ Seguí un trecho con la vista a aquel hombre despejándome el fango de la cara, y luego lo llamé. Lo llamé con las fuerzas que me quedaban y también con las que ya no tenía. Lo llamé aun sin saber para qué, ni qué iba a decirle. Cuando tornó y me habló de nuevo, ya empecé a hacer memoria de su voz, y cosas que me hablaba me estaban echando una mano para hacerla.

Díjome ser pintor, de Sevilla, y hallarse en Cádiz para pintar unos cuadros de santos. No me sentí reñido ni empachado cuando me franqueó su temor de que, según me veía, no tenía por nada seguro que yo fuese a dejar el vino así como así, pero que andaba necesitando un asistente que le colocara, en la iglesia de su trabajo, esos andamios que ellos echan para ir pintando los santos en los techos y las paredes; y que estaba demasiado viejo un negro mandado por los frailes a echarle una mano en ése y otros quehaceres. No tenía yo más que estar bien despierto, siguió diciéndome, me daría medio real de plata y las comidas, y que si no me quería terminar de ahogar, ésa era la soga que él me echaba, con la ayuda de Dios.

Se fue otra vez y allí me dejó, ya levantado y escuchándolo; lo último que le oí fue que, si lo dicho me parecía bien, fuese a preguntar por él en el convento de los capuchinos.

Lo del medio real y el comer, por el ojo moreno me lo pasaba yo: fui allí a buscarlo porque no quería morirme y me sonó bien lo que me dijo; si con sermones me llega, pues como quien oye llover. Ya en mi alcoba, me vino a la cabeza quién era el gordezuelo aquel, y me vi mozo por Sevilla, satisfecho de las migas con tocino que me había dado y quieto frente a él para que, con mi cara y mi figura, rellenase el hueco de aquel cuadro de santos, junto a la azotea de su casa. Aun con tanto remirar los rostros para pintarlos, jamás me reconoció él, ni le hice yo nunca acordarse de aquello porque me daba grima que me viese así de avejentado y descarriado, cuando me había visto y pintado hecho un galán de muy buen ver, y él, que era mucho mayor, no andaba tan demolido.

Pero al convento sí que fui; no quería morirme, bachiller. Ni quiero. Ahora: si ya me toca, pues a ver cómo. A ver cómo. Porque, si hay un Dios en el cielo, por lo más santo te juro que se tiene que fijar en lo mío, ¡ése se tiene que fijar!… Y tú, a lo tuyo. Un rato largo llevas aquí y yo sin meterte dedos, a ver si sale de ti. Pero fíjate: tú nada más que meneando esa mano para escribir y parpadeando como una lechuza, sin querer saber de lo mío, ni de lo que pasa… ¿no te enteraste de que ya con viento a favor, que desde hace muchos días no los dejaba doblar el Cabo San Vicente, se viene encima toda esa cochambre de anglis y de holandis? ¿Es que no estás en el mundo? Ni por bajo cuerda vino anoche a contármelo El Orellana, pues hasta los locos saben que ya está ahí esa ruina, como una mancha blanca tapando al lejos mucha mar, según va anunciando el perillán de Granados, y que no son menos de cien velas. Si no se cuelan mañana o pasado, será porque no les conviene y andan esperando más barcos o ver la mejor manera de entrar. Y el colmo es que no haya en un Cádiz fuerzas ni tropas para sujetarlos, ni Cristo quien tal vio. Pues, aun llegando las que van a salir a buscar, no han de juntarse las que hacen falta: los retenes de aquí y los de Jerez quedan bien cortos, y de los otros sitios vendrían pocos, que las cosas van malamente por todas partes y los mandos tampoco han de dejar sus plazas sin guarnición… Que no sepas que eso mío de los pasteles no va a tener compostura, según le he oído también al sargento, que todavía eso no lo sepas… Pero ¿no estar bien al tanto de lo otro, cuando anda Cádiz con las carnes abiertas? ¿Dónde estás tú? Aunque le daba por lo mismo, ya a estas locuras tuyas no sé si hubiera llegado Corradino, me parece a mí. O será que también te está vaciando los sesos por abajo esa Inés del arrabal de Santa María, esa medio morisquilla-medio gitana con la que me contaste te vienes acostando de un tiempo a esta parte, sí: la que me dijiste te da una pechuga tan carnosa como sus muslos, siendo ellos de a tres palmos. ¡Lo que te faltaba!

Escúchame bien, hijo, ya sé que pedirte que dejes ahora esos papeles sería como guiñarle a un ciego. Pero cuando los recojas y te pongas en pie, a ver si sales corriendo en busca de tu señor pariente y le dices que, si de algo han de servir, aquí están los brazos de este pájaro viejo y engrillado, y que de Fiera no tengo más que lo que de fiera ha de salirme si me ponen delante a esos hideputas que vienen… ¡Ea, ea, muchacho, no te enerves!: que sí. Que he de hablar más despacio para que puedas apuntarlo todo, ¡así lo haré!… Aunque ya no me hagas repetirte las cosas, ya no, ni pierdas tiempo queriendo escribirlas a tu manera, eso déjalo para luego. Si es que en Cádiz va a haber un luego, y si es que no te echa las uñas ese fray Valdés. Que anda detrás tuya y que tampoco paró ayer de indagar lo de nuestras escrituras. Hasta a mí me vino con eso, ¿lo oyes? Por ahí por esa reja y cuando todo el mundo no está más que con la cabeza en lo otro: a ésos no se les va nada, ¡nada!

Pero haz lo que te he dicho, hijo: diles que aquí me tienen. Y dile además a tu tío, y a los que sean, que en Puerto Velo de las Indias irá para diez años, y todavía antes en La Habana, armaron hasta a los micos viéndose en otra como ésta. Si llega el caso, vista no me falta ni en este ojo que desluce, y aun dando mis mañas más de sí en los cuerpo a cuerpo, tampoco estorbarían mis tiros aun sin llegar a las manos, que ya no me tiemblan desde que dejé el beber. No sé si lo que te he dicho, aquello de La Habana y Puerto Velo, lo habrán hecho también acá en Cádiz mientras estuve fuera tanto tiempo. Allí se hizo, y los de cualquier nación lo hacen por toda la Mar Caribe, que es gran remedio aviarse con quienes sean cuando faltan brazos. Pero, que yo sepa, aquí se está a la antigua en cosas de guerra y siempre les da por no hacer lo que no se haya hecho antes, ¡eh!, así se vean ahora todos tan atrapados como yo lo estoy y como San Tarsicio bendito cuando los judíos le quitaron la hostia: sin más que la voluntad de no perderla y las pedradas con que lo majaron. Buena es la que viene por la mar alante como para dejar que esos perrazos se coman a Cádiz. Y lo de que hay poca milicia aquí, ya me dijo Orellana y ya te dije. En fin: veo que haces como que te enteras y que hasta vas poniendo cara de atención, aunque no me fío. Pero, si de veras te despiertas de esos papeles, hazme caso, muchacho, y corre esa voz y ese consejo, pues a nadie va a ocurrírsele hacer más que lo de siempre, aunque haya poca tropa a defender y vaya a caer toda y para nada. Lo que es por mar, son siete barcos y medio los que de la Armada hay por ahí, y podridos, si los comparamos con lo que está a punto de embocar la bahía, carajo: tantísima vela, y de bajeles de guerra seguro que casi todas. Pero sigue escribiendo, anda. Corre. Ya ves: tanto esperar, y ahora todo se junta.

Cuando al otro día fui a la iglesia nueva de Santa Catalina, rondé por fuera un buen rato, dando vueltas como perro que va a echarse o que no se resuelve a entrarle a hueso ajeno, y luego el hermano portero no me quiso dejar pasar. Hube de porfiarle y alborotar medio convento, pues me había dejado el pintor sin darme su nombre y no caía yo en decir más que «el que está haciendo los santos», y ya tenía sabido que a quienes guardan puertas no les caigo en gracia.

Llegó él por fin, con una hopalanda llena de churretes y colorines de sus pinturas, se hizo mi fiador, me pasó a la iglesia y, antes, tuvo el valor de decirle a los frailes, para darles tranquilidad, que yo era un buen hombre y no hiciesen caso de mi figura desastrada. Se lo aprecié, porque Cádiz no es una Venecia y alguno de los de la cogulla me podía haber visto en una de las mías.

Aquella misma mañana licenció el pintor al negro viejo y empecé a ayudarlo; en lo del arte lo hacía otro pintor Meneses, de aquí de Cádiz, que le preparaba los colores y le terminaba los rincones lisos de lienzo subiéndose con él a los andamios.

Supo el patrón tratarme, componerme y, un día con otro, irme quitando del vino sin hablar de él por derecho, ni siquiera de lado, pero arreglándoselas para hacerme saber que me había visto muerto y que le placía y había venido bien que ya no lo estuviese. Fui viendo, ¡ah, sí!, que era un beatón de los de remate y de los muy timoratos. Pero, con todo y con eso, me daba un calor verlo y escucharlo, y ni me incomodaron tanto sus manías, que las tenía por docenas.

Menos mal que a mí en Sevilla no le dio por pintarme de hembra, pues me dijo el Meneses que, desde mozo y por miedo a sentir el tirón y el deseo de ellas, se valía de garzones bonitos cuando debía pintar mujeres. Cincuenta veces nos preguntaba dónde andaba o quién tenía la llave de la iglesia, para que nadie entrase allí si no estaba él, ni aun estando, y al acabar el día le colocaba a los cuadros unos papelones, bien nervioso pero fijándose mucho en los picos y en cómo los ponía, para saber si en faltando él le había curioseado alguien el trabajo; con lo que, más de una mañana, hubo de reparar daños de esos papeles en la pintura fresca. Tuvo un día por cierto que habían entrado, perdió aquella mansedumbre suya y salió a voces por todo el patio con que se iba a ir a su taller de Sevilla dejando sin terminar el encargo, aunque perdiese los novecientos pesos de la contrata, y sin oír al Meneses jurarle y perjurarle que lo engañaban sus ojos y que allí no había estado nadie.

Me extrañaba que se le aguantasen esas contras, y le dieran ese dinero, y tuvieran los frailes la iglesia manga por hombro, revuelta y puerca, teniendo que decir sus misas en el comedor del convento, todo para que vayan apareciendo en lo blanco esas caritas dulzarronas y esos santos a color. Además, traer y pagar a uno de fuera teniendo ahí al pintor de Cádiz, a Meneses, que igual los podía haber hecho: mucho le alabó el patrón dos cuadros suyos, chiquitos y también de santos, que él le llevó al convento para que le diera opinión.

Pero el mismo Meneses me dijo que no, que como el maestro sevillano no había quién, y que me fijase en que a las telas y vestidos que pintaba parecía que iba a moverlos el primer soplo de aire que entrase. Digo yo que, aunque así fuera, tampoco da eso para tomarse tanta trabajera y gasto, ¿no?

Apuraba ese hombre la luz del atardecer, y en tan cómico desespero caía cuando ya le iba faltando, que acababa pegado a su pintura, casi sin caberle el pincel entre ella y los ojos, y hasta hablaba solo allí arriba del andamio.

Nos salíamos luego de paseo por las obras de la muralla real nueva, de La Caleta a la cárcel, a barrernos del pecho los vahos del aguarrás, como él decía, y un día que Meneses no nos acompañaba le hablé al maestro de mis viajes y me preguntó un rato por Venecia, que si estaba allí el cielo color perla muchos días del año, según había oído, y otras parpallas y minucias de ese jaez, y también me hizo contarle cosas de Indias, admirándose de muchas como un niño. Ya lo iba yo conociendo, así que me figuré que daría con eso en el clavo de su gusto y le hablé de las mañas y la cara y el tipo de Amaro Bonfim, aunque mentándoselo de aventurero y no de piratón. Y decía él a cada rato, como pesaroso:

—No fui. Nunca puse un pie fuera ni vi un sitio de aquéllos, y tendría que haber ido a verlos, y a pintar toda esa camada de gente, Dios me valga.

Y ya le entró la fijación, y venga a preguntarme cómo era esto o lo otro, que no me dejaba, hasta que acabó convidándome a cenar nada menos que en el mesón de Montesinos, diciendo que un día era un día y sin pararse a mirar que mi figura no estaba para manteles tan buenos.

Nos sentamos allá al fondo y lo primero que hace es pedirle a un mozo el recado de escribir, que se lo trajeron con mucho cabezazo y diligencia, para dibujar a tinta dos cabezas casi iguales, y dale a enseñármelas y a preguntarme si era así ese Bonfim, con que no tuve más remedio que decirle que, a pesar de lo cariflacas, ninguna de las dos cabezas se parecía gran cosa a la de Amaro, aunque los ojos blancuchos sí que se parecían bastante, según se los había explicado yo. A seguido me confié y le dije lo que me venía dando vueltas: que a qué pintar tanto y para qué. Me contesta:

—Es verdad, Juan. Para qué, si todo se lo lleva la muerte y es el alma lo único que ha de perderse o salvarse. ¿A qué lo demás?

Mira tú por dónde me salió.

Y luego, ya con la cena por delante, diome aviso en voz baja de cuidar que no llegara a asomárseme la comida a la boca, como me estaba sucediendo por tomar bocados muy grandes, y que no bebiese más vino que el que cumplía, sin volver a las andadas ni echar a perder, con la acidez de su abuso, los manjares que servían allí, lo cual era gran torpeza contra la calidad de ellos, y desperdicio para el bolsillo.

Nada de esto le tomé a mal, ni que me preguntase luego por Anica, de la que yo le había hablado a medias, pues cuando el patrón reparó en que ese asunto empezaba a amargarme y descomponerme, y que de buen desahogo estaba yo pasando a mal dolorimiento, cambió de plática y volvió a querer saber de mis tumbos por la América, siempre con muchas curiosidad y admiración, y diciéndome luego:

—Lo que es en Sevilla, y a cuenta de estar la Corona trayéndose a Cádiz las naos de Indias, ya ha de nacer menos gente de tu trote, mientras que cada vez van a ser más gaditanos los que vean mundo.

Comí una carne muy tierna al tomillo, guarnecida de huevo en hilos y de habichuelas verdes a la manteca, que nada más que en eso se le fue al maestro un dinero, y tomó él de postre una manzana, anduvo remirándola por todas partes, como si fuera una cosa del otro jueves, y también terminó dibujándola unas pocas de veces con el recado de escribir, pues no dejó que lo retirasen. Yo me comí una confitura antillana de cacao y coco, y al salir del figón me las tuve que aguantar muy en firme; en una mesa cerca de la puerta había unos caballeros con tres damas muy aliñadas, y le oí murmurar a uno señalándonos con la cabeza:

—Lindo borrachón el convidado que lleva Murillo.

Pero no fue aquélla la vez única que él me convidó a cena, y a almorzar con Meneses muchas más, en un tabernón de la calle de la Zanja, cerca del convento. Hasta que una mañana, para apartarse menos tiempo de sus pinturas y como venía hablándose bien de ellos, me mandó a comprar y llevar a la iglesia, como almuerzo de los tres, media docena de pasteles del alemán de Puerto Chico, el hijo de chancro que me tiene aquí, y maldita la hora que puse pie en aquel horno.

Estaba lleno como siempre, pues aparte de salir los pasteles a siete maravedís, los vendía calientes o por lo menos templados, con todo ese relleno de carne sin pitracos ni estorbos y con el olor del orégano, el clavo y la pimienta saltando por fuera del hojaldre, que ya te acordarás de que no había quien no le bendijese al gran cabrón la buena mano y el poco lucro.

Aparte el sabor, dos piezas valían para saciar al hombre de mejor comer y, ya en aquel primer almuerzo, se dejaron los pintores medio para merendilla. Así que el patrón empezó a mandarme tres días en semana a por ese buen arreglo, y acabó por fijarse en mí aquel grandón cochambroso, y yo fui reparando también en él, pues al principio ni me había fijado en sus mechones rubiascos ni en esa cara redonda de color salmonete, con la boca entreabierta de retonto pendejo, que otra no tenía y, si a más no viene, hasta se la mejoró el enmascarado al llevárselo por delante… Sí: incapaz de matar un mosquito, sí que lo parecía…

En su media lengua de forastero y un día de menos bulla, preguntóme por fin el alemán que a quién le estaba yo sirviendo, se lo contesté y me ofreció echarle a él otra mano por las noches. Me dijo andar falto de un hombre, no querer muchachos, por salir todos fisgones y rateros, y que un oficial de horno, su brazo derecho, se había visto forzado a dejar los trabajos a deshora y a dormir en su casa por celos de la mujer, que lo sabía faldero y nocherniego. Me pasaría casi igual salario que a él, tres pesos fuertes en semana, y aun cinco para más adelante si el negocio seguía yendo arriba, madre que lo aventó.

Cuando ya uno no quiere morirse, le da otra vez por vivir aunque no sepa qué hacer con la vida, hijo, y estaba yo queriendo volver a juntar cuatro ochavos para ver de levantar cabeza, conque le tomé el trabajo y empecé a estar en planta en el horno de la prima noche a las tres de la madrugada, hora en que daba de mano. Dormía en mi alcoba hasta las ocho o las nueve, me iba a Santa Catalina y allí redondeaba luego el sueño con dos cabezadas de siesta en el banco de la sacristía, ya con el maestro y El Meneses metidos en lo suyo.

No era yo de labores de obrador, ni de ningunas. Pero el alemán no daba abasto, que lo de muy trabajador no hay quien se lo quite a ese puto, y me empleaba en mucha cosa diferente, desde alimentar el fuego del horno hasta vigilar las cochuras, barrer, despejar mesas y aun rellenar los pasteles, que me enseñó a doblar, cerrar y adornar el hojaldre luego de acomodar en él sus dos pellizcos grandes de relleno tan bien trabajado que la carne iba más molida que picada: una de las cosas que le celebraban todos los compradores. Raro. Raro es que los comieses solamente una vez, bachiller…

Entraba yo de la calle, y allí me encontraba las masas y el relleno que no habían acabado de amoldar los tres ayudantes del pastelero en las jornadas de día. Y está claro: esos rellenos de carne no los hacía más que él sin que nadie lo viese, que se encerraba con llave muy al fondo, allá después del patinillo y el pasadizo largo, en el cuarto a ese callejón de atrás. Allí entraba sólo él, créeme por Dios. Y con un empeño de que ni se acercase nadie aún más emperrado que el de mi otro patrón con que no fueran a fisgonearle sus pinturas antes de acabadas.

No hablaba mucho el puerco del horno. Tenía su aposento en la casa de enfrente, y de su vida sólo llegó a decirme que le placía estar sin mujer y sin hijos, como yo, y que, de tenerlos, ni siquiera ellos hubiesen podido entrar al cuarto de los rellenos, tan celoso era, y así lo publicaba, de que no le descubriesen la receta de los pasteles y le robaran su saber. Con ese achaque encubrió tanto tiempo todo lo que pasaba allí al fondo, y era verdad que no faltaban quienes ya habían querido copiarle sus rellenos y el porqué de su baratura, Dios lo haya confundido.

Por eso mismo de su corto precio vine yo a sacar la boba conclusión de que, aparte las otras carnes que ya él nos tenía confesadas a los del horno, otras irían en el relleno, y que en cualquier momento, al hincarle el diente, podía echarse uno de aquellos pasteles tan en moda, no ya a relinchar y a rebuznar, sino a maullar y a ladrar, así fuera en las bocas del señorío que aun desde los barrios de La Jara y San Francisco, allá al otro lado de Cádiz, mandaban por ellos hasta Puerto Chico, que el mismo señor gobernador los comió. Pero lo que no llegó a pasárseme por las mientes es que esas piezas del horno también estuviesen a pique de hablar o de contar del uno al diez, hijo, que aquello me cogió tan de nuevas como a todo el mundo, ¡tenlo por cierto!

Así que tan oculto, repensado y bienllevado se traía sus manejos semejante cucaracha que ni yo ni ningún hombre del obrador vimos nunca otra cosa que las pellas grandes molidas que él iba trayendo del cuarto bajo llave, ya listas con sus especias y con todo; ni extrañaba que se retirase y encerrase el alemán en su apartijo, tan por largo muchas veces que también llegué a figurármelo sobando reales allí dentro y echando las cuentas de su mucha ganancia. Te digo yo que nada, nada se hubiera sabido nunca si no llega a pasar lo que pasó. Aquello del dedo.

A 2 de junio. ~~~ Una noche que salí a ensuciar me pareció, estando acuclillado en la letrina, oír parlas a la otra parte del pasadizo y, ya que solté mi recado, me escurrí por esa tripa de la casa, todavía más oscura que estrecha.

Estando a su mitad me paré y vislumbré al fondo, por la puerta entreabierta del cuarto de los secretos, al alemán y a dos hombres que no eran del horno y andaban descargando unos como bultos grandes, liados en lienzos que, aun a la distancia, los entrevi muy empercochados y rotos. Me olió aquello a torpe cosa, pero torné de puntillas a lo mío y entraba ya del patinillo al obrador cuando escuché pasos en carrera y viniéndoseme. Salió por el pasadizo el pastelero, solo, y se me quedó mirando sin hablar y de muy rara manera, con unos ojos distintos en aquella cara de paniza: no sé cómo, le noté en ellos mucha muerte, que a ésa la conozco yo bien.

Me chapurreó en seguida, fingiéndose el calmoso, qué es lo que hacía yo allí fuera y por dónde anduve, con lo que vine a calarme su susto por el descuido de aquella puerta a medio entornar, y a saber que él no estaba nada seguro de que me hubiese arrimado a su cubil y visto lo que había visto. Muy sereno yo, le contesté que venía de la letrina y que, si otra cosa pensaba, allí tenía aún a la vista mis cagajones humeando el que quisiera verlos.

Conformóse con lo dicho y se fue otra vez a su escondrijo, pero al cabo del rato, que volvió al horno a faenar en mi compaña, noté que no las tenía todas consigo y que no me quitaba ojo de encima. Así que, para tranquilidad suya, me comí delante de él, con mucho teatro y rechupeteo, un pastel de los de la hornada y de los fríos que andaban más apartados del horno, porque los más se quedaban muy a los lados de él para que aún guardasen calor al despacharlos. Y sí que me salió bien esa comedia del pastel, pues era como decirle a aquel tiñoso que, así estuviesen sus famosos rellenos hechos con rabos de alcantarilla, bien pasaban y sabrosos eran, y que no tenía que andar en preocupación porque yo pensase que les echaba esto o lo otro. Vi a la desconfianza irse yendo de su cara, y en mis adentros me jaleé mi ocurrencia, también porque no quería dejar de embolsarme los pesos que estaba cogiendo, y los que de aumento podrían venir.

Lo que te he dicho pasó antes de mediados de diciembre y no hay ahora en todo Cádiz quien, aun en este trance de guerra, no se le remuevan hasta las uñas de los pies, si no es que las vomita, nada más que con figurarse estar mordiendo una pieza de aquéllas. Y yo lo mismo, hijo. De veras. Porque, aunque malanduve la vida a paso bravo, por tan desalmado no me tengo y ni fui ni soy tigre ni galano, ni indio o negro de ésos de Caníbal. Pero el asquerío se te queda en nada cuando, pasando a mayores, vienes señalado de cómplice por la Justicia como lo estoy yo, que a los jornaleros de día se los llevaron un lunes y el jueves ya andaban por la calle, no más saberse que todo lo peor pasaba en el horno por la noche y ser ellos muy mansos y honrados, cristianos viejos todos. Y sin mi fama de desastrón: lo primero que oí cuando me prendieron:

—¡¡Tal para cual!!

De una cosa estoy contento, y es de que mi amo el pintor no se fue para el otro mundo con el malestar y las bascas de conocer que había comido tanta carne de gente: santa Gloria tenga y, lo mismo que me echó un cable aquí abajo, a ver si me lo echa ahora desde arriba y le dice a los santos que pintó me quiten de morir como perro y no como hombre. En lo suyo, como acabó él… En lo suyo.

Pero aquélla, ¿sabes?, fue una muerte de la que vine a tener noticia muy luego. Mucho. Días antes de que me prendiesen. El Meneses fue a dármela a la calle de San Juan. Me dice:

—El viernes murió, que he tenido carta de su gente. Aún no me lo creo.

—¿Cómo que no? —le respondí.

Porque mira, bachiller: ya cuando el maestro salió de Cádiz, ¿quién no sabía que iba muy malo? Así y todo, tan torcidamente me cayó el saberlo muerto que por dos o tres anocheceres, a hora del paseo con él, anduve al filo de volverme a los alcoholes. Sino que me lo cavilé, porque ya me lo cavilo todo, y lo veía cosa malina para mí, y de muy mal pago a su memoria.

¿Cómo no iba a creérselo nadie? Él se fue de aquí con su final en el semblante y los estragos de la edad empeorándole el costalazo, más que nada por su manía y vergüenza de que los médicos no le mirasen sus abajos, siendo deshonesta y fea cosa enseñarlos según decía. Y eso fue lo que más lo mataría, ¿qué?: el cerrarse el camino de las curas. Otra cosa, no. Y, menos que ninguna, lo… bueno, lo del nudo en la soga del andamio, aquello no. Él fue el primero en decirme que no… Ni nadie supo nunca una palabra de eso. Lo que es a mí no se me ha ido, y ahora vas a saberlo todo. Cómo ocurrió todo, hijo. De pe a pa.

Enredóse aquella desgracia una mañana en que, habiéndole yo afirmado ya el andamio chico, escuché al maestro por la sacristía rezongando y hablando solo, y me fui a él, y lo veía darse muy inquieto con una mano contra el revés de la otra, que a lo mejor le estaba ya rebullendo la ruina que iba a venirle y no era que lo desazonaran ni mortificaran aquellas pamplinas que él me dijo de la mar.

¡Mira que se lo tenía avisado el otro, el Meneses! Hay que ver lo que le aconsejó no andar siempre por las alturas de la iglesia, siendo ya él varón de años largos, perdida la ligereza de las piernas y pudiendo trabajar abajo como arriba. Lo escuchaba el amo y nunca dejaba de responderle que cómo había de ser lo mismo hacer sus pinturas en el suelo que hacerlas donde iban a estar, con la claridad y la sombra que allí tendrían. Y luego, mohíno ya, o enojado, le decía a Meneses que no le fuera más con eso, pues no era ningún divertimiento para él ponerse de viejo a marinear y andar por los aires como un albañil, sino que estaba seguro de que, hecho el trabajo en su sitio, mejor habría de quedarle. Pero, por lo que andaba nervioso aquella mañana no era por porfiarle eso a su ayudante, que ni había aparecido aún, así que acabé preguntándole qué le pasaba.

—La mar no es mía —dijo, cosa que me dejó de una pieza, y aun creyendo que había oído mal. Pero otra vez—: No es mía.

—¿Y es que la mar es de alguien —le contesté—, salvo de Dios y el Rey?

—Tuya también lo es —me dijo—. Mía, no. Por eso no quiere que la pinte. Tú en cambio, dentro la llevas. Aunque ya no la navegues y aunque no la miraras más.

—Pero —le digo—, ¿habrá algo que su merced no pueda pintar?

—A ella no —se encabezonaba—. Ya me ha costado unas pocas de horas y de lienzos, Juan, ¡y te digo que me sale muerta! Bien, pero muerta. Porque, para que lo sepas, todo cuanto va en cosa de arte, pintado o escrito, ha de llevarse antes muy adentro, y lo que yo llevo son las calles y las iglesias y las gentes de Sevilla. De ellas y de la fe, que no me falta, salen también mis santos. Pero ya he visto que pintar marinas no puedo, ¡yo, el capacísimo! El que todo lo puede en pintura según hablan. Sin ser verdad.

Había llegado en esto Meneses, y me pareció que le entendía al amo cuanto estaba diciendo, mientras que a mí apenas si me entraban en la cabeza dos migas de todo aquello, ni verlo tan azorado y tristón a cuenta de semejante niñería.

Fue saliendo el pintor por fin de su disgusto, pero ya te dije, bachiller, que lo que debió meterlo en él fue la vecindad de su desgracia, creo yo; y me habló luego de que, teniendo ya concluida meses atrás una Inmaculada para otra iglesia de Cádiz, apenas diera término al encargo de los capuchinos iba a volverse a Sevilla, donde, si quería yo dejar lo del pastelero de Puerto Chico, podría continuar a su servicio. En mala hora no le hice caso, cuando ya iba sonándome no sé qué moscardón gordo detrás de la oreja y no iba a gusto a lo del pastelero. Pero, maldita sea, le contesté que, aun no habiéndome aficionado a ese trabajo del horno, tendría que seguir comiendo de él y de los naipes, pues en cualquier lugar estaría yo a gusto en su compaña menos en Sevilla, donde las malas memorias de mi casamiento iban a ser quienes me comieran a mí.

Entramos a la iglesia, subimos al viejo en el andamio chico y ni se me pasó por el magín que aquel ofrecimiento de llevarme con él fuera lo último que en salud iba a oírle.

Volvió dentro Meneses a aguarle unos colores y todo ocurrió luego muy aprisa: para mí que, sobre los nervios que el maestro aún tenía encima con lo de la mar, se juntaron los que debió causarle un golpeteo en la puerta de la iglesia, a la que nadie, conociendo las mañas del pintor, se asomaba en sus horas de trabajo ni aun fuera de ellas. Fui a abrirle al impertinente y apenas echar el paso, siento un crujido en el andamio, un ah que no llegó a grito, un golpe sordo en el suelo, y ya estaba mi amo en él de costado, llevándose una mano al vientre y cerrados los ojos. Pero los abrió en seguida.

Arreciaban los golpes de fuera y, por un momento, no supe para dónde tirar. Por fin me fui a la puerta y la despalanqué, en tanto que Meneses salía en carrerilla de la sacristía y se iba para el caído. Por poco si, en mi empuje, no le doy con la puerta en toda la cara al nuevo padre prior, un mozo que no sabía las costumbres y no venía más que a contar tres tonteras y a conocer a Murillo. Estaba él pidiendo confesor y para eso sí que valió el fraile, y en eso los dejé al volar a dar aviso en el Hospital Real, donde el pintor quedó encamado a cosa de mediodía.

Óyeme bien que eso fue lo que pasó, tal como te lo digo. Yo lo vi y lo viví, no hagas caso tú de las patrañas que han ido inventándose quienes de ese hombre hablan de lejos, hijo, que los doctores dijeron que no parecía haber herida alguna, pero que necesitaban verlo bien, todo cuanto fuese menester y por la parte más castigada y resentida, que era la del culo y las vergüenzas. Y ya salió el beatón a no querer enseñarlas, muy seguro además de que lo estaba llamando la de blanco y de que lo suyo no era ningún hueso dislocado ni quebradura de componerse, sino daño muy grande pegando en otro que ya padecía y sin que pudieran sacarlo adelante ni cuarenta médicos. Pero llevando su mal muy serenamente y diciendo a cada dos por tres que bien estaba lo que dispusiesen el Señor y María Santísima.

Llegó a los dos días su gente, dos hijos maduros y la mujer, y les pidió él que, apenas pudieran moverlo, se lo llevasen a Sevilla y a su casa, y le faltó tiempo para darle muchos encargos al Meneses sobre cómo había de ultimar el cuadro de las bodas de Santa Catalina, repitiéndole hasta hartarse que el trabajo estaba hecho y los toques finales habían de ir por el mismo carril, sin zarandajas de novedades ni otra ley que las reglas viejas del arte.

De allí a cuatro días se lo llevaron al muelle en parihuelas, cortando camino por los retamares y arenales que caen entre el Baluarte de la Candelaria y San Francisco, y lo pasaron a otra tartana de cabotaje como la que nos trajo a mí y a Anica, pero que tiraría derecha a Sevilla, sin entretenerse acá ni allá.

Llegué al convento cuando ya él no estaba y con tanta premura corrí a la marina que ni me enteré bien del lugar de atraque de la embarcación, así que hube de andarme la ribera arriba, mirando y buscando hasta dar con ella. Era un sudeste bueno el que soplaba y andaban estibando los últimos bultos en la tartana, que estaba ya por dar vela y poner proa a la bahía en cuanto se allanasen las oleadas del convoy de Hamburgo, acabado de salir con muchas naos.

Mientras tenga yo esta cabeza en su sitio, de ese rato tan corto tampoco va a despintárseme ni pelo. Y no pasó nada, sino que, entre muy contaditos, Amaro, los Honrados, El Mono, Corradino, don Pedro y El Bendito que yo me acuerde, quien marchaba era alguien para mí, aun con tan poquísimo como tenía yo que ver con él y sin irme ni venirme un nabo que, para los demás, fuera tan grande como decían. Así que al pasar a bordo y verlo recostado a la sombra con la cara blanca, y que en seguida me buscaba una mano con la suya, le pedí a su gente como pude, y al Meneses, que los acompañó a Sevilla, y al padre prior nuevo que estaba allí con otro capuchino, supieran apartarse un poco y dejarme solo con el hombre, y él les decía que sí con la cabeza.

Me concomió el puto pensamiento que ya había estado asomándoseme: el de si no tendría yo media gota de culpa en lo del batacazo. La mañana de la caída y los días que vinieron, entre el aperreo de aquellos momentos y todo lo del Hospital, se me apartaba de las mientes ese pensamiento, bachiller. Y en el horno y en mi alcoba, también. Pero, buscando aquella tartana por la marina alante, se me encampanó de golpe: si no habría yo apretado bien un cabo de las sogas bajo el tablón maestro del andamio chico. Y que, aunque no llegó a soltarse, su poquito cedió. Pero cosa de nada. Dos o tres dedos como mucho, hijo, que alcé la vista en seguida al andamio y sí: deshacerse, no se deshizo el nudo; y el que la vuelta de la soga no estuviese por abajo de él, sino por encima, no era como para hacerle perder pie a nadie, ¿sabes?… Todo lo más, para un sobresalto de los cortos. De los que no dan de sí como para un respingo.

Pero, con ser tal como te lo explico, y aunque el maestro no se hubiera dado cuenta ni dicho una palabra, ese nudo se me apretó en el gañote mientras buscaba la tartana y más cuando pasé a bordo, vete a saber por qué, y ya se me encalmó un poco viendo al maestro allí echado a la sombra, tomándome una mano y queriendo hablarme, desencajada su cara y blanca como el papel.

Qué verdad es que a Don Seguro se lo llevan preso, como dicen: ahora hazte cargo de la que a mí me entró al saber que aquello del aflojón tampoco se le había escapado al amo, que me hizo acercarme mucho y me dice con una voz flaca:

—Estos nervios míos, Juan. Los nervios fueron; otra cosa, no. Ojos te veo de estarte pesando algo y, si ese algo es que el andamio me tembló debajo de los pies, has de saber que tampoco se abajó tanto, ni tan aprisa como para hacerme caer. Te lo digo porque así fue y no solamente porque te quedes tranquilo… Bobo de la mar…

Quiso sonreír y le apreté la mano y miré para otro lado. Me llegaba el olor picantón del salitre en la entabladura del falucho; otra cosa no veía ni sentía.

—Ya nos veremos —dijo luego el amo—. Aunque no sea en el mundo, sino donde nada cambia.

—Lo que es en ese sitio que tanto pinta en sus cuadros, no van a dejarme entrar —le dije—. Lo mío cae más abajo.

Escuché las palmadas para que tornasen a tierra los que no viajaban; iban y venían los tripulantes tendiendo velas y ya habían desembarcado los frailes. Veía yo a la familia del maestro queriendo arrimarse a él y no quedaban a bordo más que dos zorras tapadas de las de picos pardos, despidiendo y haciéndole zalemas a un barbián jovenzuelo que apenas les daba cuartelillo. Salté con ellas a tierra, tiré para las casas y no volví la cara a la mar.

Todavía esa noche y las dos o tres que vinieron, en mi trabajo del horno, me acudía a los ojos aquella vueltecita del nudo, y luego me la fueron quitando de la cabeza las palabras del amo. Y mi saber. Te digo yo que aquel descuido no fue para tanto, aun habiéndoseme quedado adentro algún gusaneo y mal sabor de él, aparte de que echaba yo de menos el trajín del día con los pintores, y la compaña del viejo muchas tardes. No sabía qué hacer con ellas, ni con las mañanas, me agriaba la memoria de Anica en todas esas horas y con la baraja me encontraba torpón y acobardado, muy perdida la viveza de manos y, lo peor, los ánimos, la chispa y el ingenio que son precisos para ganar.

Pero todo iba a llevárselo el diablo cuando menos me lo pensara: esa perra noche, bien dadas ya las doce del domingo, que oigo un bullazo de repente y se me entra atropellando el obrador una piojera de justicias y soldados con las espadas al aire y muchas luces, y con un vocerío atrás de ellos, en la calle, pidiendo muerte. Se sentía hasta por el callejón de allá lejos, el que da al escondrijo de los destrozos. Lo oyó el alemán, que estaba encerrado en él, y ya te enterarías de que le dio tiempo a ese hediondo de salirse a la Banda de Vendaval, y de que luego lo rastreó una tropa con jauría y no pudieron echarle mano hasta el amanecer. Playa alante huía para Santipetri ya sin fuerza alguna, resollando y chapoteando con el oleaje por las pantorrillas a que no le olieran los perros las pisadas. Pero igual lo vieron y lo cogieron en el agua misma, lo sabrías, y que menos trabajo dio quitárselo de la boca a esos mastines que llevarlo vivo a la cárcel, con el pueblo a por él desde más allá de las Puertas, queriéndolo acabar a su manera y sin jueces, y él a chuparse palos y puñadas aun agachándose entre los soldados, y pidiendo misericordia en su media lengua.

De esto me enteré luego, lo mismo que tú y que todo el mundo, y de los porqués y los cómos. Pero allí en el horno, con aquéllos arma en mano y la otra puesta en mí, y la bullasca de afuera, y los empellones, no sabía yo qué pasaba. Veía que me señalaban, «¡tal para cual!, ¡a muerte los dos!», y venga a aferrarme y a pegarme: aún me llegué a temer que me cobraban algún entuerto de los antiguos míos, o todos juntos. Esa misma noche saltó allí en el horno lo que ahora me llaman, lo de La Fiera, mientras me amarraban y engrillaban con gran contento todos, como si hubiesen tomado una ciudad muy fuerte.

Se metieron en tropel por el obrador diez o doce de los que chillaban en la calle y empezaron a volcar las mesas, a despanzurrar los sacos de harina y a desbaratarlo todo, y el comisario de la ronda los dejaba y decía: «Que se desahoguen con eso, que además hacen bien». Hasta que los soldados tuvieron que emprenderla a golpes y planazos con la caterva y meter luego en cintura a la calle porque, en su ardimiento, ya estaban algunos haciendo por pegarle fuego al sitio… Y yo hecho un ovillo y sin saber que, estando en la Plaza a prima noche y al tirarle un pellizco a uno de esos pasteles, una mozuela se había dado en él con la punta de un dedo de gente hasta con su uña muy entera y pulida, que ya se estaba ella llevando ese bocado a su boquita.

Entran en esto dos soldados por el patinillo, y en un lienzo sucio traen del cuarto encerrado, que habían echado abajo la puerta, un tronco oscuro y sin cabeza, con sólo el brazo izquierdo, y de varón, cosa que, según me dijo el sargento Orellana, sacó a relucir el pastelero ante los jueces, que mujeres en sus rellenos, nunca, así como ser género fresco el que servía, no de tumba ni echado a perder; y que tampoco eran siempre de gente los pasteles, sino hechos los más con carne magra de caballerías, y algunos rellenos hasta con algo de morcillos de buey, según estuviese el mercado o el aprovisionamiento que él pudiera haber hecho para el día.

A 5 de junio. ~~~ Ya te veo la cara, bachiller. Muchas cosas, hoy, en esa cara, aunque no me las hables. Muchas y cada una por su lado, bachiller. Bien te dije que miraras por no enredarte en mis cordeles y ya han de haberte enredado ese pejesapo de Padre Valdés y toda su gente: que ni eres tú más listo que nadie, así te lo creas a ratos como cada quisque, ni es chica cosa andar con la candela sin quemarse o con el fango y salir limpio.

Sí, sí, baja los ojos, que igual te veo la cara de acharado, y la de acosado. Y la de remordido, porque ni hablaste ni vas ya a hablar con nadie y me dejas en lo que me toque. Así que vete con Dios y ráscate las pulgas malas que te pegué, si es que la Inquisición te deja rascarte. Mírate ahí, mírate, sentado de medio ganchete, que ni atinas hoy a poner el culo en su sitio. Pero esos papeles que no falten, eso no. Y dime: ya sin tu valimiento, ¿quién me ha de oír ahora, eh? ¿Tu tío acaso, al que ni vi, y que ha de estar también a ver qué hace y dónde se mete? El Justo Juez sí me oirá, ¡te lo digo!, y Él sí que sabe. Alguien tiene que oírme, carajo, y yo habría de morir conforme y según, que ya más vida sería mucho querer y estoy cansado de andar como furtivo de la muerte… ¿Oyes?… ¿no oyes el eco de esas andanadas, boca de la bahía alante, como más para allá de Los Cañuelos? Y esta mañana temprano ya mudaron las guardias mucho antes de que les tocase, la de esa galería y luego la de arriba en la torre; a dos o tres dejaron en vez de los de siempre, y ya ves que ahora ni suena el alerta de los centinelas. Pero pondría una mano en el fuego a que nada hiciste, ni hablaste tampoco con tu señor alcaide para lo de las defensas que te dije ni nada va a hacerse, más lerdos los que están que los que vienen por la mar, y tan cabrones como ellos. Aunque tú, mírate, aun en éstas y con el Santo Oficio atrás tuya, todavía me vienes con tu plumita y me dices con la voz temblona que queda el rabo por desollar. Como no sea el mío… Tú, a tu ansia, a que no te falte ni la última uña del piojo y sin fiarte ni de tu sombra. Como si no estuviera tan sabido, y sea yo el que tenga que firmarte, quiénes eran y de dónde sacaban su mercancía los proveedores del pastelero, aquellos dos que atisbé por el pasadizo la noche que se me vino el de Alemania tan amoscado, y debían ser, aunque no los vi bien, ésos que dicen: el Francisco Jigote de tan bravas mientas y un forastero desmayado de los de mi familia cuchillera, que luego resultaron también palanquines los dos, de los que briegan con los cuerpos muertos de San Juan de Dios y del Hospital Real. Y así pues, la noche que te decía ayer, los soldados trajeron bien derecho, por el pasadizo al horno, aquel despojo grande de hombre, como muñeco roto de sastrería pero con pespuntes de sangre seca y dobladillos sueltos de pellejo. Y en un rato no se escuchó allí más que el alboroto de fuera, lo de la calle, porque todo dios se había quedado mudo y quieto, yo el primero, muy agobiado del varapalo que me llevaban dado unos y otros, y entendiendo por fin que ninguna faltilla mía de las de antes se me estaba cobrando, pero tonto tontajo de inocente, sin caer todavía en que andaba metido hasta las trancas en esa cuenta del sarnoso alemán, ni en por qué se venía sobre mí todo aquel putiferio.

Sin yo poderme menear ni defender, me maniataron y me pasaron de allí a la cárcel, también con la gente queriendo por el camino echarme mano, y La Fiera y La Fiera, y a las cuatro fechas ya me trajeron a este presidio. Seis meses ha. Desde que nos conocemos, días menos o días más. Pero al Jigote y al otro, no, no les cogió en el horno aquella noche de mi prendimiento, ni nadie los vio ya por Cádiz ni los pudieron atrapar fuera, aun habiendo dado de ellos nombres, pelos y señales su asentador de carnes, el salmonete colorado que, con no cantar mi inocencia, también quería que no le tocara a él solo aquel baile de pedazos de cirugías, de esclavos moros espichados, de muertos de necesidad y de alguno no tan muerto y empujado también a los pasteles, que de dos por lo menos se sabe que los habían matado para lo mismo, y de gente hurtada a la fosa común y puesta otra vez en boca de la gente, pero no ya en palabras ni besos sino en tarascadas y masticaderas, que por ahí iba también lo de aromar con buenas especias, y la finura del molido de los rellenos: para agrado y disimulo del gusto dulzón de las carnes del prójimo y a que encubriesen sabores y olores que no eran los de siempre: en todo eso estaba el secreteo del cuarto secreto, y el que diese al callejón de atrás, y las deshoras de los carniceros, y tanta llave y encerrona del hideputa de su dueño.

Quedaos satisfechos de una vez, vete tú con tu morisca gitana y guárdate esa pluma con esos papeles desparramados, que el recuento de lo mío ha llegado a término y a lo justo. Sal de aquí por ese corredor y vele pidiendo al Nazareno no encontrar esperándote en la puerta del penal a los de los hábitos y los hoguerones aun con la que se ha entrado en la bahía, que para lo de ellos siempre hay tiempo cuando no lo hay ya ni para darnos de comer a los cautivos: dos días llevamos sin el comistrajo y ni agua.

Pero, así sirva de nada, te lo digo otra vez, la última. Que me hagan caso y no se entregue Cádiz, que los pies no cuentan y pueden echarse para alante con estos hierros, y aun con los mejores que se hagan en Bilbao: con andar la gente suelta de manos se para mucho golpe.

Ya es que no nos vamos a ver, lo sé.

Hoy, ni te esperaba.

Poco hiciste por mí, como me decías, y todo por tu gusto y ese vicio de tus renglones y no querer dejarte nada en el tintero: vete y con tu pan te lo comas. No sé por qué estaría aguardando yo a que se cumpliese no tan puercamente mi profecía mala, ¡voto a Cristo!, aquel naipe que me escondió La Madre Oscura, si al final se lo ha de llevar el borrachón de la máscara. O los que vienen a por Cádiz, que aquí me he de quedar y ésos pocas veces perdonan a presos pobres y que no sean suyos.

Pero bueno está. Mucho día fue el mío, y ya veo por todas partes levantarse la noche, y otras cosas verán y pasarán los que a este mundo vayan viniendo.

Ni me mires tanto ni te dé por seguir mis pasos, que a nadie le fue bien nunca el querer ser quien no es, y acuérdate de que mi vivir ha sido como oleada de las de mucha cresta, prisa y estruendo, que acaba como las otras y todo se hace luego espuma y nada; tanta o más sustancia tiene el sino de muchos que, sin tanto vaivén, estánse en su pueblo y en su casa.

Vete.