5. Andanzas en Jamaica, Puerto Rico y asomos de negrería, hasta Lisboa La Famosa, con muchos lances de gran espanto y gusto

… es cosa notable y curiosísima que, aun con esas miras puestas en el mañana y dueña de un estilo bien novedoso para la época, la novela de hala apuntase también a mucho libro del pasado, cuyo jugo renovaron algunas de sus páginas y evocaban ellas muy ostensiblemente, hasta en pequeñas frases y dichos transcritos, o apenas alterados, y desde las novelas de picaros a Cervantes. «Siendo él gran amador del Quijote, se ha atrevido Irala a entremeter en su librejo historias y aun leyendas cosidas a la trama, como en el Ingenioso Hidalgo se contienen», escribió Des Vries a monseñor Renaud en carta a Cambrai. Y es en la misma misiva, que guarda hoy la Universidad de París, donde alude don Gaspar a las muchas puntualidades históricas del libro, admitidas por los inquisidores, y expresa su sospecha de que, contra los juicios contrarios de fray José de la Trinidad y aunque ni él ni el sabio franciscano pudiesen hojear la novela sobre El Rubio, éste pasó unos años a Indias, tal vez a México, cuando mayor era el despojo que en nuestra América consumaba media Europa y empezaban a huronear los anglosajones del Norte, avasallando a los naturales con atropellos y tiranías más fuertes…

5. Andanzas en Jamaica, Puerto Rico y asomos de negrería, hasta Lisboa La Famosa, con muchos lances de gran espanto y gusto

A 26 de marzo. ~~~ Como tres meses llevas, bachiller, fiestas y todo, aguantando la humedad de este calabozo y gastando conmigo este banco de piedra ostionera: mucho iba ya a costarme no creerte lo que me dices de que también son estos papeleos tuyos los que están alargándome los días sin sobresalto. Y a ver si por fin declara verdad ese alemán de la Baja de mierda, ese pastelero criminal. O será mi poca paciencia, o no entiendo yo cómo es que no ha cantado ya en mi descarga ni tampoco en contra mía, ni todavía lo han aculado en el banquillo cara al señor relator y jueces, cuando, según me dijo el sargento mayor Orellana, lo corriente es que de dos meses no pase la Justicia en despachar sus vistas y sentencias. Con lo que te llevo confesado a ti, seis veces me matarían, no una, sino que yo me fío de mis pálpitos y sé a quien le hablo: tú sigue, sigue apuntándotelo todo para ir sacando tu aceite y escondiendo las aceitunas, que te las seguirás escondiendo por la cuenta que a los dos nos trae.

Pero dime: aparte ya de esos papeles y del favor de tu tío el alcaide, ¿no ha de ser tal tardanza del juicio, se me ocurre a mí, hija de los sucesos mismos del horno, y tan larga como ellos, porque anda la Justicia descubriendo más nombres de muertos y matados? Para echárselos encima todos juntos al de los pasteles, y a mí que nada sé de aquello ni de lo que allí pasaba: tanto es así que yo era el primero en comerlos, fríos o recién sacados de la calor del horno, cosa que ni quiero pensar como dicen cuantos los cataron: o sea, medio Cádiz. Tú figúrate: con todos los que se vendían y dos años que él llevaba haciéndolos…

Cierto es, como tu talento me señala, que ahora todo lo veo mejor porque fuera de todo estoy, y que me acuerdo de lo que sea porque ya no lo tengo encima y tú me ayudas a sacarlo.

¿Y ese librillo de penitencia? Bien has de irlo llevando, y ojalá que al venderse te deje unos reales. Yo, al día como los pájaros, ya me doy por contento con seguir royendo esos zancarrones de puchero que en esta trena nadie chupa. Ni me impacienta ya que apuntes hasta el aire que respiro contándote mis pasos y estropicios: mucho me acuerdo, y Santa Gloria tenga, de que a Corradino igual le daba por borronearlo todo, sin más premio que el de darse gusto y con esa misma querencia tuya de papelitos y de libros, que es vicio como cualquiera y no sé cómo no termináis ciegos, total para cuatro cuartos y para nada.

Pero, en fin, sal adelante con lo tuyo, salga yo inocente de aquello solo en que lo soy y veme diciendo por dónde íbamos.

Te hablé ya, me parece, de que acabé aburrido de Mosquila, y además llegó un tiempo en el que volvió a venírseme muy para arriba el pensamiento de Anica y hacer vida con ella, cosa que parecía imposible y fue la que vino a suceder, aun imposible como era. Y luego también fue que no, hijo. Que no. Pero quién vuelve del revés a la gente y quién deja de ser como lo hicieron. A qué reconcomerse tanto.

Una marea de La Garzona a Jamaica, y otra a Puerto Rico, que salió de la de Jamaica, dieron por fin conmigo lejos de Mosquila y de Amaro Bonfim. En Puerto Rico, y aunque aquel viaje no hubiera acabado malamente como acabó, yo iba a quedarme de todas maneras, y así se lo previne al patrón antes. Lo busqué estando él solo por la playa y no andaba muy de buenas, pero me dio el sitio que me daba siempre. Le digo:

—Yo a ese asalto en Puerto Rico sí he de ir, capitán, pero me vienen llamando otros rumbos, y allí me estaré, y ya no vuelvo.

Un poco caviloso se quedó y como esperando que le diese mis porqués. No me los preguntó, ni yo tenía otros que los que te he dicho y el de que, en cuantito conocí que saldríamos para Puerto Rico, me cayó bien a la oreja el nombre y luego me dijeron que, de todas las plazas de las islas, es San Juan la de más fama en baraja y en dados.

—Si un Hermano ha de apartarse de su gente estando en salud —me contestó Amaro—, cuanto antes lo haga, mejor para él. Y para todos.

Como si ya estuviera yéndome, aquella misma tarde me dio su bendición y cincuenta pesos de su bolso. Alrededor de mil tenía yo, que ya es caudal, y habrían de juntárseles los que pensaba sacarles y les saqué a los naipes en San Juan.

En viniéndose el día de dejar Mosquila, no dejó de pesarme el hacerlo. Estaba allí y en La Garzona como en una casa de la tierra y de la mar, y yo no había tenido casa nunca. Pero igual me empujaba de ella, aparte mi querencia ciega de Anica, un yo qué sé: mi condición de no parar. Fue un ir yendo para mustio, al cabo de siete años y medio, y un no saber si irme o si quedarme. Más de un rato hasta maldije el sinvivir que me hartaba de aquel arrimo. Y es que yo nunca me fijé en los cambios de mis vientos, ni me dio por enmendarlos y enveredarlos. Si mucho padecí, mucho viví, y que me quiten lo bailado.

Igual que don Pedro en la galeota cuando se avistaba Venecia, me aconsejó Amaro que no le contase a nadie mi intención de marchar y tampoco me explicó por qué ni luego llegué a saberlo. Me despedí tan solamente de Tonalzin y no muy a las claras, pero ella lo entendió lo mismo. Anduvo mohína dos o tres días y me dijo otra de esas rarezas en las que su gente indiana pone fe, algo como:

—Al morir, se mete el alma en la noche, y cuando se van los que se quieren.

¿Cosa más fuera de lugar? ¡Qué tendrán que ver la noche ni el día! Pues así, así se las cavilan ellos.

Pero vamos por partes y verás cómo se amasó mi salida de Mosquila.

Todo empezó con una marea en la que no embarqué y que dejó un botín medianejo, y ése por el rescate de un solo apresado, un ricacho, de Cartagena me parece. Camino ya de Mosquila, supo Amaro en Puerto Velo que habían de llegar a la isla de Jamaica muchos aprestos de naos y juegos de jarcias y de velas, para subastarlos entre la filibustería inglesa y entre cuantos capitanes y caballeros de fortuna fuesen a la puja.

De mírame-y-no-me-toques estaba ya el velamen de La Garzona; tanto se rajaba y descosía que días hubo de verse en Mosquila el patio de los refugios como taller de costureras, con toda la tripulación puesta a zurcir y hasta un montón de indios a remiendo con sus agujones de palo. Pero andaban las velas tan pasadas que se nos abrían entre los dedos, y se desajustaba por acá lo que se cosía por allá. Así que Amaro arribó a Mosquila con la noticia de las velas a subasta, adelantó marea a Jamaica y en ésa me tocó embarcarme.

Costeamos a oriente unas cuatro jornadas, y a la altura de la Punta de la Sal ya enderezamos para Jamaica, noroeste arriba y en la esperanza de aprovechar la collada para alguna ocasión de asalto sobre cualquier galeón grueso, de los de registro a Puerto Velo y Puerto Carey, o de los del derrotero de Caracas.

Apenas alejarnos de la costa vino a entrarnos de popa un viento terral de mucho empuje que, lejos de estorbarle a La Garzona el rumbo de Jamaica, se lo favorecía, sino que con demasiada fuerza por lo quebrantado de las velas, hasta ponernos en temor de mirar salir volando a pedazos las necesarias, que nadie supo cómo aguantaron ni sufrieron daños grandes.

A Amaro se le veía entonado y contento, aun con esta contra del ventarrón y la de no dar con presa alguna sola, ni que, si aparecía, fueran a permitirnos acometerla las condiciones de la mar. A los tres días estábamos por avistar Jamaica sin que cambiase el tiempo, y unas corrientes casi a hilo del viento quisieron chuparnos de estribor para unas lajas de coral y peñones que negreaban en lo verdoso del agua, y el piloto Rovigo los llamó Banco Pedro. Malamente se vio La Garzona, y tan cerca anduvimos del arrecife que hasta creí escuchar batir el oleaje en sus rompientes. Pero ni estando en embestirlas de medio a medio vi al patrón perder su buen talante. Él es de los que nunca se sabe por dónde van a saltar, con lo que tampoco me chocó gran cosa verlo ensombrecerse y mudar de cara, como de golpe, apenas divisar Jamaica y, poco después del alba, tomar la entrada de Puerto Royal, con mucho islote por donde miraras y al entra-y-sale toda aquella costa, que parece estrujada y machacada con un tenedor.

Jamaica entera se había perdido para España ya hacía cosa de diez años, era de ingleses como hoy lo es, y la bahía de Puerto Royal rebosaba de naos de ellos, con no tantas de otras banderas, de negrería unas pocas, dos con sus cargamentos de negros a desembarco cuando entrábamos, y corsarias las más, pues muchos hermanos y gentes del asalto habían ido dejando sus nidos y fondeaderos en La Tortuga y otras islas para ponerse al abrigo de Modifor el gobernador jamaicano, con quien mi patrón se las tenía derechas. Había tratado él algún embarque con ese Modifor, años atrás y muy a bien, pues, según te dije, Amaro cuida sus bazas con los grandes y sabe ganarse sus buenos oficios con corretajes gordos y atenciones y prontitudes.

Ya nos caía a la vista la población de Puerto Royal, que es un reguero de cabañones de tablas entre caños y pantanos, sin más de particular que sus muchos y buenos putanares, tres calles de casas mejorcitas en la ribera y, asomado a la mar entre ellas, un palacio mediano con verja, jardín y torre de reloj, que allí tienen los ingleses su gobernaduría y almacenes de armas a los lados.

Conque estábamos por dar fondo, cuando veo que al Bonfim se le mudaban más y más la cara y la color, y me fui dando cuenta de que era por mor del viento, aunque ya no soplaba aquél que habíamos llevado y el de Puerto Royal medio tiraba a brisa floja, mientras la calor se venía arriba. Pero Amaro empezó a catar el aire hasta con la lengua, lo palpaba echando alante las palmas de las manos y lo pellizcaba entre dos dedos que luego se llevaba a la boca entornando aquellos ojos blancuchos, como quien prueba sal o azúcar.

Vendrían a ser las nueve de la mañana. Por los atracaderos de los muelles no había en todo Puerto Royal lugar donde meter La Garzona y el patrón se entercó en fondearla en ellos, sin querer bahía abierta y ni siquiera anclar sobre un arrimo muy a reparo donde ya estaban otras naves, entre el muelle mayor y el espigón de lajas. Pero él, que no y que no. Descontento de todo y alobado como yo nunca lo había visto, hízose llevar a tierra en el bote y allí batalló buscando manera de dejar La Garzona amarrada a los muelles mismos, hasta que logró un sitio y en gran lugar, un caño corto que hace una rinconada junto al palacio del gobernador.

Mas ni aun así se daba por conforme. Fue de grande extrañeza, tanto para nuestra gente como para mucha de la marina, seguir viéndolo ir y venir como alma en pena y a cajas destempladas, poniendo a caldo media tripulación y trayéndonos de coronilla a carreras y a sofocos, pues mandó hacer dos y tres refuerzos en los cabos de amarre, remeter ocho pacas de paja entre el muelle y la obra muerta de estribor, y hasta llevar y subir a bordo otra ancla, que fue echada a popa y que él se procuró en tierra, disponiendo por las buenas de la primera que tuvo a ojo. Todo ello sin un porqué ni un por qué no, ni un miramiento con nuestra fatiga.

Viéndonos en ese aturrullado trajín, alzaban unos la vista al cielo y otros adelantaban las manos lo mismo que el patrón, por sentir en ellas el viento, que había ido tan a menos como para no levantar un pánico en nadie, ni Cristo quien tal vio. Lo que pasa es que Amaro Bonfim se habla sin palabras con la mar y los aires, tal si fuesen su madre y sus hermanos. Ni él mismo podía darse razón de lo que se andaba venteando ni, menos que menos, dársela a ninguno, que tampoco nadie le hubiera hecho caso mirándole aquella cara tan en ansia y descompuesta, como padeciendo de saber sin saber. Hasta noté a un oficialito inglés señalárselo a dos tenientes, que se llevaron el dedo gordo a la boca y le apuntaron así a desvarios del alcohol las desmesuras de Amaro en aquel atraque, y otros, según caras que vi, estaban tomando todo ese barullo por el que hubiera movido un loco, o por los caprichos de una criatura jugando en un charco con un barquito de juguete. Sin fijarse en aquello, y sueltos o encadenados, casi más negros que blancos se veían.

Muy pasadas las doce, y ultimada al fin tanta maniobra, fuéronse los mirones. Militares, marinos, colonos y esclavos tornaron a sus menesteres y paseatas, esperando ya los más sus bodrios y los menos sus pemiles, pues, pese a tanto inglés, la hora de almuerzo seguía en la isla siendo la de España. Pero todavía nos incomodó y chinchó el portugués mandando que dejásemos La Garzona donde el condumio andaba cociéndose y nuestra hambre en todo lo suyo:

—¡A tierra junto a la nao! —ordenó—. Tripulación entera y yo el primero.

Tragamos con la orden, pasó un rato y aún no era la una cuando el poco viento enflaqueció a morir y cayó a plomo, vino a más todavía la calor, ni que hubieran abierto de par en par las hornallas todas del infierno, y semejante callazón se echó encima por cielo y tierra que hasta las moscas dejaron de sentirse.

Quieto allí junto al barco entre los hombres, vi entonces volar muy alto, de la mar a las casas, un nubarrón grande de los picolargos aquellos chiquitos que te dije. No debía saberse en Jamaica lo que de ellos y su anuncio se sabía en Mosquila y casi nadie los miró, también porque la gente estaba ya en otra cosa: en que cuanto negro se veía por los muelles, viejo o moza, se había echado a llorar y a clamar, cada uno por su cuenta pero todos a un tiempo, como oliéndose igual que bichos algo que se venía encima. Yo andaba muy pendiente de cada cosa y ese alboroto de los negros pasó un pelo antes, pero antes, no después, de que toda la mar se pusiese a blanquear y rebullir. Sin oleaje. Cosa de no creerse. Dentro y fuera de puerto veías bien lisa el agua aunque en un espumerío y babeo sordos, como de cal viva o leche a punto de hervir a borbollones, que era de mucho espanto mirar así la mar sin viento que la moviese y sin ruido, toda blanca pero como si hubiese perdido su voz y su movimiento.

Y las quejas y clamores de los negros, y ese bullicio callado de las aguas, que no duró sino unos momentitos, fueron toques de trompeta para que toda la gente de la marina, como despertándose, corriera a prevenir sus naos, cargas y almacenamientos, con gran premura y tanto susto que hasta llevaron mano algunos a sus espadas. Yo quería saber qué pasaba. Le pregunté al piloto, que lo tenía a mi vera, y estaba él abriendo la boca para responderme cuando dos rempujones de aire, como si hubiesen soltado juntas todas las baterías artilleras de La Habana, vinieron a ser pisados por un vendaval de tal porte que ya no nos consintió oírnos. Una palabra sola le oí al Rovigo: «tornado», eso dijo, y me lo dijo al tiempo de ver yo dislocarse y doblarse para afuera, como si las tironearan manos, las agujas del reloj del palacio de gobierno y, en seguida, el redondel de los números de las horas haciendo por salirse de su sitio igual que un ojo reventado.

Se atinieblaba el día y, con Amaro el adivino en cabeza, caminamos contra ese viento como si una muralla espesa fuese. En cuatro patas, pues en las dos no había quien siguiera sin que el aire te revolcara, alcanzamos un descampado que se abría entre las primeras casas. A seña del patrón, nos echamos en él cara a tierra y, aferrados por piernas y brazos para que aquel furor no nos llevase, entrevimos agacharse las palmeras hasta tocar suelo las copas y quedar otros árboles arrancados y arrebatados por las rachas. Vigas, tejados y paredes volaban como trapos. Se desmandaron las naves en la mar, con las cubiertas arrasadas, y viéronse llevados a ella hombres y mujeres, pues el ciclón deshilachaba y abría las oleadas apenas se alzaban en el muelle y, aun con esa merma, se metían tronando, altas, por las bocacalles a mano izquierda de la ribera.

En el baldío donde nos apretujábamos, y de lo que pudimos ver caernos cerca, vinieron a dar un asta con su bandera, un marco grande de espejo, sin su luna y con un enredo grande de prendas de mujer, unas telas de gallinero con tres gallinas muertas, machucadas las cabezas por entre el enrejado, y una puerta que lastimó muy reciamente a dos de los hombres y lo mismo pudo matarlos.

A un cuarto de hora no llegó la embestida del tornado, pero, en ése solo tiempo, él fue señor de cuanto había, no perdonando su rigor ni a lo endeble por endeble ni a lo fuerte por fuerte. De una cuenta así por encima, y sin hablar de embarcaciones más chicas deshechas contra la costa, fuéronse a pique once naves, dos corrieron la mar afuera sin que de ellas se supiera luego, con las anclas desgajadas y pidiendo auxilio a tiro de cañón, que a una le vi el resplandor de la andanada aunque no pudiera oírle el estampido, y se contaron unos cientos de muertos y de nunca más vistos, aparte la gran piojera de descalabrados y maltrechos.

Sí, hijo: ese estrago en Puerto Royal fue aquel año según lo viví y te estoy diciendo, y, lo mismo que en la capital, en mucho campo y caserío de Jamaica, con ruina de cafetales y cañaverales de azúcar hasta en Puerto Antonio según dijeron, donde también zozobraron bajeles, y eso que cae por la otra parte de la isla, la del norte, la que mira para Cuba. Y luego volvió la mar a las costas mucho tablón y pieza de nave, y mucho árbol, y cuerpos de gentes y bestias ahogadas, salvajinas y de crianza, puercos, gatos montunos, asnos, caballos, bueyes, hinchados todos, y hasta pescados grandes y muchísimas aves, las más a medio desplumar, sobre todo de ésas que tienen el pico como buche, los pelícanos. De los bohíos, bien pocos quedaron por allí en pie, y en Puerto Royal apareció una barca toda descuajaringada, pero muy orgullosa ella, empotrada entre los dos balcones de la casa del corregidor inglés, que está sobre un monturrio bajito.

Ese viento. Aun con todas las listezas de Amaro, hasta La Garzona recibió quebranto de él, pues estuvo por perder el palo trinquete y además fue a caerle en toda su largura un árbol volado del jardín del gobernador, con destrozos entre el puente y la toldilla, que hubimos de poner andariveles de chapuza donde había buenos candeleros y pasamanos. Cuatro días echamos en desmontar y bajar a tierra el trinquete para arreglos de carpintería, achicarle la holgura a su agujero, que le dicen la fogonadura, y luego ensebar el palo por abajo y volverlo a arbolar, con tanto trabajo y sudor de todos que, más que a mandar, anduvo el patrón a partirse el pecho.

Ese viento, ese viento es lo que más presente tengo de aquella sola escala mía en Jamaica. Y eso que también conocí allí al gran perro elegantón, ya sabes, el almirante en corso más famoso por toda la mar, que lo vieron mis ojos y lo escucharon mis orejas, y, por desgracia, las de Amaro también. Pero lo que es hablar, yo no llegué a hablar con ese hombre y para mí que él ni me vio, cosa que fue según sabrás ahora.

Ya eran pasadas unas semanas del azote del tornado, y aún estaban sus desavíos gruesos a reparación en Puerto Royal, cuando se hizo la subasta de los juegos de velas. Sobrepujó Amaro uno bien bueno, se lo pusimos a La Garzona y, habiendo él tenido al otro día noticia de cierta ocasión de asalto entre El Vado y Puerto Carey, que podía ser de rendimiento, nos aprestamos a dejar Jamaica.

La noche antes de zarpar, andábamos con el patrón quince o veinte del barco en un tabernón del puerto, que se llama en español Los Leones, matando el tiempo y mirando bailar en lo alto de una mesa a una mulatona medio en cueros. En esto, se apersona uno vestido de alguacil, pero sin planta de serlo y con un gancho en lugar de mano izquierda, y requiere a Amaro medio en español para que lo siga, murmurándole a la oreja el nombre de alguien que tenía un interés en verlo; se me ocurrió que sería Modifor el gobernador.

Díjole el patrón al mensajero que esperase y apuró su vasito de tafia con cara de quien mucho piensa. Luego me tomó a mí y a otras dos confianzas, y allá nos fuimos con el alguacil, que me lo parecía cada vez menos ni nadie ha visto nunca a un justicia lisiado. Iba el del gancho por delante, alumbrándonos con un hachón, y fue poco lo que anduvimos, cosa que agradecí pues me había yo comprado unos zapatos ingleses, de los de lengüeta fuera, y me apretaban. No caía más que a cuatro manzanas el palacio del gobernador y en su jardín entramos, con lo que acabé de creer tener la razón que no tenía. Al ir para la casa, vislumbramos con la luna creciente a La Garzona en su amarradero y, a nuestros pies, todo un revoltijo de matas y arriates desbaratados por la tremolina, con árboles por el suelo y la verja de hierro tumbada y retorcida de los empellones del ciclón.

—Subir dos, no más —le dijo a Amaro el del gancho.

Nos llevó a un pabellón pegado al palacio, llamó con un aldabón figurando mano de fiera, y Amaro ordenó a las otras dos compañas que nos aguardasen en el jardín, y me escogió para pasar con el emisario. La entrada nos la franqueó un negro de tres varas de alto, con la cabeza rapada como un huevo, librea de casa grande y un cirio de iglesia en la mano. Por escalera ancha subimos a otra puerta y el negro gigantón la tapó con su cuerpo después de abrirla. Tirándole de una manga sin contemplaciones, echó para atrás al guía del gancho, que también había hecho ademán de entrar, y casi nos empujó dentro a mí y a Amaro, quien a su vera se quedaba chico. Luego cerró y nos siguió en silencio.

Me adelanté junto al patrón por un salón largo, con luces nada más que allá al fondo, sin más puertas y vacío como sala de maestro de esgrima, quitando una alfombra granate de punta a punta y, al final, una mesa de mármol guarnecida de oro y en la que guiñaban dos candelabros, delante de un ventanal con cortinones desde el techo. Tampoco había sillones ni sillas. Y allí de pie a un lado de la mesa, un codo en ella y una copa llena en la otra mano, estaba el pájaro que te dije.

Aunque no había visto yo al gobernador Modifor, en seguida y no sé cómo, entendí que no era él. Fuertón, algo retaco y de edad mediana, me pensé que, así al lejos, el hombre de la mesa podía estarme semejando más bajo de lo que era, pero ya a medio camino supe que no me habían engañado mis ojos. Y ahora a ver si se me da explicarme que, igual que ya tenía bien clarito aquello de su poca talla, contrimás cerca estaba de esa persona, más me llamaba la atención el no aclararme a qué gente me sonaba: si a señor principal y de gran garbo, o a pillo arrastrado, hijo de cuervo y de zorra sarnosa. Yo, bachiller, que tantos hombres llevo vistos, ésta es la hora en que sigo sin entender aquel rebujo tan grande de rufián y de caballero, de poderío y dejadez, de soberbia y maneras suavitas y podre rastrera que, aun sin él moverse ni decir palabra, se barajaban en quien nos estaba esperando. La cara era achatada, sofocados y blandengues los cachetes, el bigote azafrán y muy abierto, como dos caracoles encima de las puntas de la boca, y los ojos saltones, muy apartados el uno del otro pero con una mirada capitana y de pedernal, que nada tenía que ver con la facha entera de cagatintas o de mercaderillo del tres al cuarto.

La vestimenta venía a decir lo mismo: ropas de gentilhombre pidiendo aunque no fuera más que medio peine para asentarse los mechones pringosos, y aquel despropósito de andar sin camisa, enseñando el pecho lampiño por entre su casaca verde desabrochada, toda bordada en plata, y arrugas por abajo en las medias, y unas pantuflachas como de comadre que ni llegaban ni pegaban con su calzón de seda, tan rico como la casaca. Lo vi como si, escapado de una quema, se hubiese echado encima lo primero que halló a mano y a como quiso caer la ropa. Pero mira: que todo ese desaliño no lo metía en ridículo, y ni siquiera le comía el aire de mando.

Ya estábamos en mitad del salón. El hombre levantó apenas la cabeza y tomó un trago de la copa tallada, con un centelleo de piedras gordas en un anillo. Luego soltó la bebida, puso una mano sobre la otra y vi que le temblaban un poco. En ellas estaba fijándome cuando la manaza del negro también me detuvo, como en la puerta al alguacil de pacotilla.

Allí me quedé junto al negrati, continuó Amaro solo y, al echar el paso para recibirlo, pegó el majestuoso desaliñado un tropezón corto y risible que le encendió la cara de rabia. Me calé que el fantasmón negro se había quedado apartado conmigo para que no oyéramos lo que hablasen, y la visita duró un buen rato. Tuve en toda ella a Amaro de espaldas, con que apenas si le sentí la voz; la del otro era fina, con un tinte de mujeriega, y un tanto entorpecida como los ojos de rana, que ya se los veía muy bien, abotagados y rayados por venillas de sangre. Con el traspiés, los chapetones de los cachetes acabaron de decirle que sí a mi barrunto más seguro: el de estar viendo a un borrachón de los que saben llevarlo. Por lo poquito que le oí de lejos, hablaba un español en destrozo, todo remendado de inglés y aun de franchute.

Parecióme que Amaro no quería al principio darle campo a una cosa que el otro le estaba proponiendo o pidiendo, y que luego se las caviló mejor y le dijo que sí; algo, un nombre raro Anicoa o Ganicoa, salía a relucir mucho en la parla.

No sé si el ribaldón aquel me echó una vez los ojos de pasada o si, por atrás mía, miró para la puerta. Al final, le dio a Amaro unas cartas de mar y unos mapas que estaban atados y enrollados encima de la mesa, se estrecharon por los brazos, que es como se despiden los Hermanos de la Costa, y el negro volvió con su cirio a acompañarnos escaleras abajo. Con nuestros dos hombres, tomamos el camino de retorno alumbrados por el del gancho, y en llegando a la taberna de Los Leones, donde quedaron todos los otros, vi al patrón como acoquinado o pensativo. Ya luego, al retirarnos para La Garzona, que otros se quedaron de putas, me tomó aparte y me dijo señalando con la cabeza a los que venían:

—Viste hoy más de cuanto hayan visto todos en muchos meses, porque acabas de ver a don Enrique.

Sin el apellido, no caí por el momento. Hombre tan mentado y respetado era por todas partes que me lo figuraba con más gente alrededor y gastando más pompa que el Rey en Madrid o en Venecia el Dux, así que no acababa de enterarme, y cuando me enteré me corté, de que nuestro visitado había sido el propio y verdadero inglés don Enrique de Morgan, el látigo y castigo más grande de las flotas y las plazas españolas de Indias, el león de Puerto Príncipe y de la isla Santa Catalina, de Maracaibo y Puerto Velo y Panamá, que la había arrasado y saqueado ni un año antes, pintando como siempre de guerra militar sus pillajes y atormentando a todo bicho viviente. Tampoco supe hasta su momento que don Enrique acababa de embaucar al portugués con el que iba a ser un asalto en Puerto Rico de más muertos que provecho: el único, que yo sepa, en que se le fue el santo al cielo a Amaro Bonfim, por no hacer la guerra por su cuenta ni las cosas a sus solas manera y voluntad. Ya antes de que aquello pasara, navegando de Mosquila para Puerto Rico, tuvo el patrón la confianza de decirme que no veía claro ese lance ni proporcionarle su barco al Morgan, pero que hubiera sido peor negárselo a quien tanto podía dar y quitar.

—Pues todavía puede. Mañana, nadie sabe —remató con un retintín.

Quise preguntarle por qué y me vino a decir Amaro que don Enrique ya no era tan el que era, aun con todas aquellas últimas lumbraradas de su fama. Supe que no había dado yo en falso con lo de sus alcoholes y borrachería, y que, por entonces, andaba el perro pasándolas bien malinas, ahogando en ron los desprecios de amores que le llevaba hechos una casadita española apresada en su correría panameña, mujer que él quiso y que cualquiera sabe cómo acabó la muchacha; y porque, a cuenta de las políticas, se venía hablando de que los mismos ingleses iban a llevarse al don Morgan hasta Inglaterra, por quejas del Rey de España, para montarle juicio a causa de lo de Panamá, como así sucedió. Lo que es que aquello fue un mal paripé y que, en lugar de colgarlo o meterlo en una torre, creo que volvió de los Londres a Jamaica hecho hombre del gobierno inglés y ahora está terminando con su gente, con los hombres de asalto y todos los hermanos que lo auparon: eso de perro no me salió por gusto ni de capricho.

Pues bueno: el mal paso de Puerto Rico también fue cosa suya, ¡pero don Enrique bien que se quitó de en medio!

Había quedado la cosa hablada entre él y Amaro para hacerla el día de la Purísima, que andan entretenidas las guarniciones españolas de militares con esa fiesta de ellos, y plazas hay hasta donde medio descuidan las defensas.

Estaba el lance en asaltar la villa y cuarteles de Guanicoa del Oro; queda ella isla adentro, pero ni a tres leguas del mismo San Juan de Puerto Rico por el camino real, y lo del Oro no viene a qué; habría que decirle de la Plata, porque allí la juntan de todas partes, hasta mucha de la que entra del Sur a Panamá, para tenerla más asegurada de ataques por mar, pasarla luego a San Juan y embarcarla a España en las naos de la Corona.

Todo el arte iba a estar en meternos hasta Guanicoa campo a través, de sorpresa y sin ser vistos por las fuerzas de San Juan, ni en el desembarco porque la costa lo favorecía, ni en la marcha, aún tan cerca como cae San Juan de esa plaza, que no es plaza fuerte Guanicoa y a su guarnición había esperanza de dominarla en un periquete, antes de que acudiera más tropa a meter socorro. Quedándose él en Jamaica, don Enrique pondría sus saberes y dos naves, y Amaro La Garzona y su gente, con una tercera parte del botín para nosotros.

—Que es gran ganar, mis valientes —alentaba el patrón en Mosquila.

Pero ni me sonaba como siempre ni lo veía yo tan seguro. No habrás de querer que me salte las cosas, muchacho, ya te lo estoy viendo en la punta de la lengua, y vas a saber que, al salir de Jamaica y aun tomando los rumbos que debíamos, no dimos con aquel asalto de mar que en Puerto Royal nos noticiaron como hacedero, de modo que entramos en Mosquila con esas velas nuevas que era un gusto verlas, pero a manos vacías. Esto, digo yo, tuvo que juntarse en la cabeza de Amaro a su palabra dada al Morgan y, aunque él no se fiase mucho, ver de echar el resto en Guanicoa del Oro para, si no dorarnos, platearnos allí de lo lindo.

Ya en Mosquila, todo fue menear preparativos y estarse Amaro las horas muertas con los pilotos, venga a mirar inconvenientes y a manosear los mapas y derroteros que el inglés le había dado, y toda la gente lampando por salir a ese asalto y volver de él con bien, menos yo, que ya tenía empestillado lo de quedarme en Puerto Rico y no le estaba dando vueltas más que a cómo hacerlo.

Pasaron los dos meses previstos para soltar vela, diéronle carena a La Garzona una semana antes de zarpar, y fue una de las últimas noches cuando me despedí de la Tonalzin, y me dijo aquello tan raro.

Lo que es ropa y llevamientos no tenía, ni me convenía engorro de zurrón o maleta; un velero, José de Barcelona, mañoso en costuras, me hizo como unas faltriqueras de poner por abajo de los calzones, con su cintillo de cuero a la medida y un cuelgue a un lado para el Moreno, y en ellas metí la mucha sustancia y poco bulto de mis reales de oro: otra cosa no me llevé.

Al dejar Mosquila, no volví la cara para la costa, como que me faltasen redaños para hacerlo, y me parecía puerco tenerle callado a todos los de a bordo que yo no quería volver; mucho más se lo callé al Setién, aun teniéndolo de compadre. Con eso y con las buenas memorias, vino entonces hasta a tambalearse mi intención de no seguir siendo uno de ellos. Pero, conociéndome la manera de ser como ya empezaba a conocérmela, me callé mi boca, me las tuve duras y esperé a que pasaran todos esos pálpitos amontonados en casi ocho años.

Veintiuna jornadas echamos en la travesía a la isla de Puerto Rico, tres de calma chicha a poco de despegarnos de la costa, y con una primera escala para aguada en El Batey, donde estuvimos otros dos días al pairo, sin un soplo de aire con que movernos. Recién salidos de allí, me entretuvo a ratos de mis pensamientos una cosa como de mentira y de las de más gracia que por la mar puedan verse, que es el que dicen pescado volador. Yo no los vi hasta esa mañana. Van y vienen muy seguidos, brillando y abriendo alas y cola largas, enteramente como de pájaro, con las que, teniéndose bien en alto por encima del oleaje, llegan a caer en bandada mucho más allá de donde brincaron. Los estuve viendo y al rato me tuve por uno de ellos, caía en la cuenta de que así era mi vida, un saltar de acá para allá, y en que, a lo mejor, hasta me aventajaban esos pescados en tener mirado dónde iban a parar, y yo ni por sueño.

Tuviéronlos muchos hombres de La Garzona por señal de fortuna y todo en el viaje fue como de engañosa color, desde el tiempo bonancible a la muy barata compra de la mejor carne salada que me he echado a la boca, y de la que el despensero hizo embarcar mucha provisión en el fondeadero de la isla de la Vaca, que está enfrente de la de Santo Domingo y fue segunda y última escala de la travesía.

Paramos allí tres fechas, en espera oportuna de la del asalto a Guanicoa, y dos días después de dar vela vino a acontecer otra cosa que también se tuvo como de buen agüero. Habían quedado ya bien atrás el cabo y la isla Beata, y estábamos dejándonos a estribor la de la Mona, para guiar el timón a oriente y avistar en horas Puerto Rico, cuando, a eso de mediodía, fue el Setién quien columbró primero en la mar un bulto a flote que, en quedando más cerca, llegó a parecer casetilla suelta de galeón y que podía haber un hombre encima de ella, conque se le puso proa y lo había, español de Cuba y tan acabado de fuerzas que le faltaba ya espíritu para llamar.

Se echó chalupa, se le subió a bordo y, una vez repuesto, nos dijo que embarcado de grumete en una nao francesa de La Habana a San Juan, se había ella ido al fondo cuatro días antes y aprisa, por habérsele abierto dos vías grandes de agua, muy pegadas las dos a la traca de aparadura, y que, encontrándose ya él a nado en la mar, dio con esa casilla del mismo naufragio y se encaramó en lo alto con otros dos hombres, a esperar lo que fuera pasando. Más endebles, los dos que lo acompañaban se habían muerto en la víspera de necesidad y de frío, uno antes que el otro, y las oleadas fueron sacando y llevándose sus cuerpos de la casetilla. Pero Dios permitió que, sobre el que nos lo contaba, bajase un pájaro de la mar que se le paró en la cabeza, y alargando el brazo lo cogió y con él se había estado manteniendo. Escaparse de tanto y por tan poco, y luego lo vi muerto en la contramarcha de Guanicoa, que lo alcanzó un arcabuzazo…

Prosiguiendo su ruta la nao, y apenas atravesar a la boca de Puerto Rico y costear la isla, la encontré bien hermosa, más que todas las que llevaba vistas, con buenas calas, mucho cerro arbolado bajando a la mar y, ya para donde íbamos, un monte muy alto y verde con penacho de nubes.

La víspera de la Purísima, y a cortas leguas de San Juan aunque tapados de su vista por un cabo que el piloto nombró Punta Salinas, dimos por la tarde en el lugar de desembarco, al abrigo de una revuelta de la costa. Ya estaba allí, de pocas horas antes, el navio de don Enrique de Morgan, uno y no dos como él dejó dicho que enviaría. Aun así, se juntó tropa suficiente. Toda aquella jornada habíamos navegado con viento ligero de tramontana y mar algo picada, no sirviéndonos más que de las velas bajas, igual que hicieron los ingleses, a fin de no ser descubiertos al lejos. Se sabía que los de San Juan, fuertes por tierra, estaban sin defensas por las aguas; el paraje de desembarco era de roca y con mucho verde, desierto y en terraplenes bajos sobre la ribera.

Oscureciendo, salieron en una chalupa Amaro y el piloto al navio inglés y volvieron a poco, después de hablar con el mozo enviado por don Enrique para capitanear a sus gentes. Doscientos treinta hombres en armas fuimos desembarcados en la noche, y se decidió que las naves no zarparan para la ensenadilla donde se tenía pensado ocultarlas, un cuarto de legua a poniente. Allí mismo quedaron a esperarnos, a luces apagadas, cabeceando en lo oscuro cerca de la orilla.

Clareando la aurora, hicieron sorteo los dos capitanes y salió de él que fuesen por delante los ingleses, con los de La Garzona a retaguardia. Marchaba yo poniendo la vista a diestra y siniestra, y mi cabeza barajaba mil modos de quedarme en la isla cuando Amaro me hubiese dado un pellizco del botín, que salió de él decírmelo estando al caer la última noche de travesía. Al remontar un alto y ya de mañana, hasta creí ver blanquear San Juan muy lejos, a mano izquierda.

Hallados por los ingleses, dos guías baqueanos, de los pocos indios puertorriqueños que luego supe quedan vivos, nos fueron arrimando entre palmares a Guanicoa del Oro. Alzaba nuestro paso un pajareo grande de palomas salvajinas y, por arriba, de muchas y coloridas familias de loros. Tirando derecho desde aquella orilla, Guanicoa no caía más que a una legua larga. Pero vinieron montes, barrancas, vericuetos, y sólo a media tarde la alcanzamos: allí de pronto, y ante nuestras barbas, apareció entre los árboles la torre de la iglesia, sin haber dado hasta entonces con nadie ni con nada.

Destacaron a ojeo cuatro espías, que tornaron bien pronto, y avanzamos sobre Guanicoa con las armas muertas de risa; a mí me habían dado un mosquetón. Pero, aun yendo todo tal como una seda, tan a orza iba yo y de tan malas espina y gana como si me llevasen de los pelos del culo, y tampoco le veía a Amaro buena cara, que tú verás cómo no erramos el barrunto.

Fue ya cosa de alarma y desazón el metemos por las cuatro calles del lugar sin ver más que los perros y los gatos, y por las casas ni un alma, ni en el cuartel, con lo cual vino orden de ir todo el mundo muy oído alerta y ojo avizor, que andaban las armas temblando en sus fundas. Hombres mandados a los campos tampoco dieron con pobladores ni con militares, y tuvo eso de bueno que, apeando temores, tomásemos sin cuidado corrales y alacenas, con lo que se fueron llenando los vientres de pan de maíz, mucha gallina a medio asar, y tal cual cochinillo ya hervido y frío.

Los almacenes de plata andaban pelados de ella y alguno hasta abierto de par en par, como si, muy poco atrás y puestos en aviso de nuestra llegada, no hubiesen tenido tiempo los de Guanicoa para mandar a San Juan por las tropas, sino para llevarse todo el metal con gran prisa. Bien desconcertado, el capitanillo inglés no hacía otra cosa que bufar, pero, aun con toda la contra de la plata volada, la viveza de Amaro dio en urdir que, a falta de ella, desvalijásemos cada casa y la iglesia, para retirarnos en seguida.

Así se hizo y entre copones y candelería, dineros y alhajas malescondidos o abandonados, cajas de tinta añil y piezas de buenas telas, fue medrando a la luz de una hoguera, encendida al anochecer en la plaza de la iglesia, un botinejo que había de sumar sus miles de reales. Respondióle Amaro a los ingleses de treinta pesos fuertes del montón, que me dio a escondidas. Luego me abrazó muy calladamente, relumbrándole esos ojos de muerto y como si desde ese momento no me fuera a ver más.

—Se lo pague Dios —le dije.

Entré solo en una casa, me desamarré el calzón y junté ese oro con el que llevaba.

Bien entrada la noche, tomamos con los guías indios el camino de la mar, alumbrados por hachones y yendo ahora los de La Garzona en cabeza. Ya tenía dispuesto el otro capitán tres barriles de pólvora y las yescas, pero el portugués entró con él en porfía y no se echó a fuego y ruina la población, según hacen siempre en asaltos de tierra ingleses y franceses. Allí en Guanicoa no me iba yo a quedar, con que seguí entre los de Amaro, despegándome de mi compadre Setién y mirando el momento de quitarme de en medio, que ni era aquél ni lo veía venir.

La oscuridad y el estorbo de lo rapiñado hicieron tardo el paso, tanto más trabajosa la vuelta que la ida, y, teniendo ya la mar casi a la vista, vino a romper aguas el mal parto que del más bravo al más bobo nos veníamos oliendo y callando. No sé cuánta tropa española estaría a atajarnos entre las arboledas. Mucha. Guarnición de San Juan, supe después, y la de Guanicoa: no menos de cuatrocientos soldados bien armados. Andaban, eso sí, con muy poco caballo y, según conocíamos, sin una mala embarcación, grande o chica, ni modo de llevar hasta allí y emplazar unas piezas de artillería con que hacer frente a las dos naves que nos esperaban. Pero llegar a alcanzarlas, para quienes pudieron reembarcar, fue la fatiga de las fatigas.

Ya a la primera descarga de los militares cayó mucha muerte sobre los hermanos; se mandó en seguida apagar los hachones; yo me vi en una primera línea de mosquetes y en lo peor. Nos habían entrecogido en un calvero muy ancho y, aun a oscuras, hubo muchos escopetazos desde los árboles y nos hicieron una matazón. Sólo poco antes de rayar el alba se pudo medio levantar cabeza, dar un ataque e ir saliendo muy fieramente de la encerrona, abriéndonos paso desesperado hasta la orilla, donde ya estarían las barcas y chalupas, y habrían de apoyarlas los de los buques. Muchos quedaron tendidos en aquel desperdigamiento, y a quien vi boca arriba y encharcado en sangre, yendo yo en carrera, fue al grumete cubano que sacamos de la mar. Pero a él lo vi ya de mañana. En la noche, a la par que yo y poco más allá de donde acabé acurrucándome, se había recostado un mozo de los ingleses y el tiroteo escampó cosa de dos horas, pues de entrarnos cuerpo a cuerpo en lo oscuro se echaron para atrás los contrarios, que esperaban la luz y ahí les cogimos la delantera. En toda esa clara de aguardo vi al mozo inglés como dormitar, bien al reparo en el suelo y en muy serena postura, con un brazo por encima de la cabeza. Le envidié esa sangre gorda que ellos tienen y me dije: «Éste no está sintiendo lo que es la guerra».

No se levantaba cuando, a punto ya de amanecer, nos echaron los capitanes a romper el cerco. Me voy para él a despabilarlo, le doy la vuelta y le faltaba media cara, que a tiempo de recostarse se la había barrido un tiro, y yo sin enterarme.

Ya en la misma ribera, las naves nos cubrieron la retirada con fuego de cañón, tan al buen tuntún que también se llevaron por delante a unos pocos de los nuestros. Pero fueron esas andanadas gruesas las que quebraron y asolaron las dos hileras de tiradores españoles apostadas al largo de la orilla, y lo que abrió brecha para el reembarque, que ya los pilotos tenían oída la zalagarda y listas las anclas y los aparejos.

Vi por la vez final a Amaro casi alcanzando él La Garzona y peleando todavía, muy de pie el larguirucho, el único que iba disparando de pie en la chalupa, un brazo adelantado con el pistolón y debajo del otro, contra el pecho, un cáliz del sagrario de la iglesia, que, aun tan de religión él, en eso de la plata y del oro santos no le duelen prendas.

A rastras del trance, ya yo también me andaba yendo a embarcar, como los demás, y había alcanzado unas costezuelas por las que todos se estaban echando a la orilla. No me acordaba de más nada y tan en ansia iba de ponerme a salvo, tan demasiadamente despavorido, que, digo yo, a lo mejor por eso fue por lo que me vi. Caí en mi intención y empeño de no irme y me vi.

Me vi de cagón y de Martinillo, como miraba yo de mozuelo en Cádiz a Martinillo el tonto, apedreado y con los chiquillos detrás. Títere y trapo me vi allí, sin voluntad, corriendo adónde no quería, otra vez al retortero de unos y de otros. Solté el mosquete, no sé, me aguanté aquella carrera disparada, la enfrené al abrigo de unos matorrales. Aún faltaban hombres a embarque; podía irme con ellos o procurarlo. Pero así no. Tan a mi despecho, sin echar las diez de últimas para quedarme. Y quité los ojos de las barcas.

Entre los árboles, a mi espalda, venía acercándose un chocar de espadas, el pataleo de un caballo removiendo la hojarasca, y hasta llegué a oír el resuello de los que peleaban. Miré y me revolví por acá y allá en cuatro palmos, como león entre hierros; a un escarabajo del suelo lo aplasté con un pie por inquina: iba muy a lo suyo, bien gordo y bien tranquilo, y yo, un hombre, no tenía para donde tirar. Una bala extraviada descortezó un tronco a mi derecha; a mano izquierda, entre mucha zarza y enredadera espesa, se iban terreno abajo unas barrancas bravas. Yo no quería seguir aborreciéndome, bachiller, y me dio ánimo decirme en voz alta que de algo hay que morir y que de mí sería lo que me tuviera guardado mi suerte.

Me puse en las manos de Jesús Nazareno, tuve mi arranque y corrí cerrando los ojos, derecho al agujero de un cuestón entre aquellas malezas, como poza escarpada de bejucos y espinas. Perdí pies pero no quité manos de sobre la faltriquera y el Moreno, ni caí a volteretas. La pendiente me raspaba piernas y lomos, y, aun rompiéndome el pellejo, esos ramos de hojas y de espinas me iban sujetando y soltando: me hundía, no podía pararme y me paró un saliente anchillo de tierra y de pedruscos, todo tapado por aquel techo de matojos que se había vuelto a cerrar sobre mi cabeza. No llegué sino a quince o veinte pies del borde de la barranca, y para mí que llevaba media hora cayendo. La poza de zarzas seguía para abajo.

Allí tumbado, en esa penumbra, escuché los tiros de postre, que dejaron de oírse mucho antes del mediodía, y allí me cogió quieto el agacharse de la luz. Pasé la tarde buscando un zapato, durmiendo y prestando oreja a sentir voces, pasos o un latir de perros que, después del jiervejierve, pudieran llevar los de la isla para ir dando con todos sus muertos. Y con cuanto asaltante quedase. Pero no fue así ni hay quien se conozca, hijo, pues, si bien me acuerdo, mucho me estaba chocando que, aun viéndome como me veía, no hubiera cosa en mí con más fuerza que el contento de no haber tomado la mar. Aguardaba las horas, pensando en que cada una podía ser la última, pero no me daba cuidado y ojalá que, cuando haya de caer, me coja como entonces, que con eso me conformo.

Mis quinarios pasé, comenzando a cerrar la noche, para salir de mi agujero, que estaba yo entumecido y menos de una hora no eché en subir, ni hubo espina que no me saludase. A lo alto llegaron la cabeza sangrienta, las manos medio en carne viva, la ropa a rajas. Pero no me pesaba y encima le tomé al sitio un agradecimiento, mismamente por lo malino que era: aun de haberse acercado alguien, ¿se iban a pensar que tan abajo de aquel nidarrón de pinchos había pájaro?

Tomé aire, eché a andar, di en la ribera y empecé a orillarla tirando para oriente. El fresco de la noche me oreaba los arañones y el lastimamiento. A poco, siempre a la vista de la mar y aunque iba con cien ojos, me topé a bocajarro con un cuerpo; en lo oscuro vislumbré un hombre, que me causó un respingo grande y me echó el Moreno al aire, igual que si hubiera saltado solo a las manos heridas. Sentado contra el tronco de un árbol, el hombre no se movía y no entendí cómo, así tan a la vista, no habían dado con él los suyos. Le tenté un hombro y se fue a tierra. Era un militar español de mi talla; un sablazo le sajaba el cuello. Tenía las carnes ya frías, pero muy tiesas todavía no. Di en su mochila con un cacho grande de pan, que me tragué en cuatro bocados. Le cerré los ojos, lo desnudé y me desnudé. Luego me vestí su uniforme, botas enterizas, correaje y peluca militares, todo, y con mi camisola rota, los calzones a tiras y mis zapatos ingleses de Jamaica hice un gurruño que metí en su mochila.

Antes de colocarme el uniforme, que estaba de muy buen ver, me fui a un zarzal y lo arrastré y rasguñé en él sin quedarme corto; lo mismo hice con las botas, y a la peluca la desgreñé: no iba a andar yo tan lacerado y la ropa como de comunión. Y todavía me pregunto por qué en aquel momento vine a sentir miedo de veras, tanto o más que muchas otras veces: entonces, no antes que me las vi en peores. Y por el muerto de seguro que no era. Pero también aquella noche aprendí que el miedo ha de dar más que quitar, y tiene más de bueno que de feo, bachiller, si en lugar de dejarlo trabajarte a su antojo y salirse con la suya de recortarte y echarte para atrás, le das media vuelta y lo pones a avisarte y a defenderte. Bobo y no valiente ha de ser quien nunca lo tiene, muchacho, y ay de quien no sepa que no es cosa el miedo más que para escucharla y comértela luego. Otra vez me alegró, con ese mismo pensamiento, seguir pisando Puerto Rico, para buenas o para malas pero acatando mi propósito.

Limpia estaba la noche y con una uña de luna. Tan vestido de militar, seguí caminando al largo de la ribera, más a pedazos que entero y aperreado por la sed, aunque entonado por el pan y los arrestos que, andando en las malas, yo he sabido siempre criarme. Sin dejar la derecha, tiré por playas y cerrillos, soporté las ganas de tumbarme a dormir y, allá a la una o las dos de la madrugada, vine a dar en la Punta Salinas. Sabía que era ella por haberla mentado al llegar el piloto, que nos la señaló entre la calina, y porque ése era mi rumbo. Arriba de una loma vi al lejos, por la otra parte de la bahía, un polvillo de luces que habían de ser las de San Juan, y al pie de la misma loma atisbé junto a la mar otros dos o tres puntos de luz, muy menguados. Para ellos eché el paso. Casi más que esas luces brillaban las luciérnagas, que allí les dicen cocuyos y por toda la noche se ven, así como me llevaba cansadas las orejas otro bicho que no se ve y es el coquí, unas ranillas chicas de los árboles que en Puerto Rico las hay a millares y cantan seguido y delgado, como entre pajarito y pito corto del día del Corpus. Sino que uno no andaba para cantares.

Cerca ya de las luces, entrevi que eran de unas chozas; en seguida me ladraron perros y me vi venir a tres hombres con una tea encendida en alto, pero yo seguí derecho. No hubiera podido andar mucho más y estaba muy en lo mío, seguro de no marrar golpe empelucado de infantería, con aquel uniforme y con mi habla de España entera y plena.

Resultó ser la de las chozas gente pescadora y muy pobre, que ni enteradas andaban de los sucesos de la costa; de haberlo estado, mi cuento hubiera sido el mismo, hasta para militares, de modo que, en cuanto saltaron las alarmas y las preguntas, me curé en salud y les digo:

—Mi nombre es Manuel de Valdivieso y soy del Cádiz de la España, destinado en la guarnición de San Juan y respetuoso como el que más de Su Majestad y de la Santa Iglesia Católica, así que respeto quiero.

Noté que me lo empezaban a tener y seguí en mi plática, medio con la verborrea y aun la tonada de aquel licenciado Mateo Polluelas, el de Puerto Real, que me acordaba y me vinieron al pelo.

—No sabéis, pues, señores, y ahora vais a saber, que antier entró por esas playas una piratería en asalto a Guanicoa del Oro. Salí de San Juan con mi bandera a combatirla y recibí en el encuentro un golpe que dio conmigo por una barranca abajo. Molido, desollado y sin conocimiento en muchas horas, me vi solo al reanimarme y eché a andar ribera alante, tirando a San Juan y esperando de la misericordia divina toparme a caballeros de tan buena entraña como ustedes, con quienes doy en bendita ocasión pues me estoy viniendo al suelo de acabamiento.

Ni era mentira lo último, ni lo habían sido la batalla, la barranca y la paseata, así que esas verdades y la ropa todo lo tiñeron de color verdad, y aquellos infelices no salían de su asombro, tanto por verme y oírme como porque en su vida se habían oído tratar de señores y caballeros. Fueron llegando más hombres, acudieron mujeres, compadeciéronme todos, y ellas me curaron las manos maltrechas y me lavaron y ungüentaron los arañones de las espinas, me hartaron de agua y me pusieron a calentar un muy rico caldo picante de pescado, que le migué un panecillo de maíz; desde los tiempos del Santa Rosa no conocía yo las hambres, y aquéllas las tenía más que olvidadas.

En la choza de un familión con muchos arrapiezos, aviáronme un camastro con lienzos de vela y hojas de palma. Me lo almohadé yo con la mochila, no fueran a curioseármela, y después de mear en la mar largo y tranquilo, dormí más y mejor que tres virreyes. Hasta muy entrada la mañana no me despabilaron balidos de criaturas, cacareos de aves, el solazo que por un ventanuco me daba de lleno en la cara y, a lo mejor, ni Anica misma que me hubiera venido a despertar.

Dos veces en semana salían esos pescadores a mercadeo en San Juan. Aún descansé y anduve en curas en sus bohíos todo ese día y otros dos; al cuarto, me embarqué muy de mañana y bien desayunado en una canoa de ellos de esas largas pero con una vela, muy derecho en mi uniforme, que también lo zurcieron las mujeres, y habiéndome despedido de aquella buena gente según el buen trato que me dieron, aunque menos estaba mi cabeza para zalamerías que para cavilar dónde iba a dar con mi persona.

Al tomar la bahía, la vi bien abrigada y anchurosa, con el caserío de San Juan en alto y la catedral y el castillo muy a la vista.

Me afligió entender que, si hasta allí me había convenido ir de militar, ese roperío iba a ser de compromiso y peligro grandes en cuanto pisara la ciudad, y que entrar a ella con los trapajos que llevaba en la mochila era como andar las calles en cueros o llamando a la guardia. Pero ese agobio no me duró mucho y también de aquello me sacó mi suerte porque, antes de enderezar para San Juan, los pescadores gobernaron la canoa hasta un portezuelo más abajo del suyo, chiquito y con nombre de gente, pues a ese sitio le llaman Martínez. Allí tenían ellos que hacer no sé qué diligencia de redes y, en tanto la hacían, me hurgué el refajo a por un peso, fui solo a un tenderete que había visto en la ribera y me compré calzón y camisa del país, sin más tiempo que el de medírmelos por afuera, liarlos y echarlos a la mochila con el fardillo de la ropa rota. Del calzar no me preocupé, que los zapatos jamaicanos todavía daban de sí.

En llegando a la capital, pasamos entre mucha nave fondeada y, con el mismo miramiento que a sus gentes de las chozas, dije adiós a aquellos marineros. Dejáronme en el cogollo mismo de San Juan y abajo de una cuesta empedrada, en el aculadero de la Caleta de las Monjas: apenas pisar tierra y ver salir la canoa, me eché a una rinconada de las peñas cuidando de no ser visto. Allí me quité las prendas y la peluca de soldado, las abandoné con el pantalón viejo dentro de la mochila y me vestí lo de Martínez con los zapatos de Jamaica. Debajo de la nueva me puse mi camisa rota, que debía haberle tomado un apego. A la ropa militar y a la mochila me pesó no venderlas de viejo, pero no quise saber más de ellas ni que me fueran a enredar con eso.

Subí a San Juan por entre árboles de sombra. Preguntando por posada pasé a la calle que le dicen la del Cristo y, apenas abordarla, vi mucho corrillo al chachareo, haciéndose lenguas todavía del asalto a Guanicoa. Escuchando acá y allá, vine a saber que la mortandad de españoles tampoco había sido manca y oí decir que, aun salvando la plata, que pasaron los arcones a toda prisa de Guanicoa a San Juan en una recua de mulos y hasta a lomos de gente, no se llegaron a hacer bien las cosas, y que el mayor contradiós era no contar en un San Juan de Puerto Rico con naves fijas a defensa, pues, aun dejando mucho muerto y más de treinta prisioneros, los corsarios habían podido dar vela y escapar. Eso me alegró las pajarillas por Amaro, así como que ni lo mentasen y le achacaran todo el asalto al don Morgan y a los ingleses.

Por todas partes comencé a ver en San Juan tanto o más esclavo negro que en Jamaica, y las naves de negrería en el puerto, y, por los altos de la ribera, mucho hombre en vaivén porque estaban empezando a hacer las murallas a la mar; lo poquito que llevaban hecho me pareció como mezquino y de mala salvaguardia. Al castillo, en cambio, lo vi bien fuerte, alto de más de ochenta pies, con torres en sus cuatro esquinas como el del Pópulo de Cádiz, y baluartes bien cumplidos. No volví por esa parte, no fueran a llevar a las obras prisioneros del asalto, que ya vi por allí a unos franceses encadenados, y, aun sin querer, le diera a algún hermano por descubrirme. Pálpito y prudencia que, a la larga, no me equivocaron.

A las dos posadas que hay en San Juan, la del Rey y La Vizcaína, me llegué y las dejé por costosas y señoronas, que, como vestía yo ropa del país aunque fuese nueva, hasta los esclavos cogemierda me miraban en los patios por encima del hombro, y hubiera dado en sospechoso al alojarme en ellas de sopetón, según iba vestido. Así que seguí por las calles moviendo pies y preguntas.

Vivir como caballero sí que podía. Pero yo estaba allí para juntar más pesos, no para gastar los míos en zarandajas de posada buena, casa de apariencia, criado a atenderla y todos los reales que se lleva el andar de señor las veinticuatro horas. Muy bien mirado tenía cuanto iba a hacer, con sus peligros, y, como Amaro Bonfim, me cavilaba días enteros cuanto parece pequeñeces, porque es que luego no lo son. A lo que no estaba dispuesto era a empezar derrochando reales en altanerías y grandezas, sin saber si de ellas no me vendrían más que gastos.

A hora de almuerzo me di en una tahona con un tal El Bendito. Le hablé de que buscaba paradero y me ofreció alcoba en su casa a precio muy arreglado, nada más que cuatro reales de cobre por noche. Comimos pan con miel, díjele que fuésemos a ver ese aposento, se echó él a la espalda un costal de carbón que tenía por el suelo y, pasando tres calles hasta la Plaza de Armas, dimos cerca de ella con la casa de mi acompañante, ya en esa mitad chunga de San Juan que la plaza separa, como de golpe, de la otra mitad, la del señorío y los militares. Justo de esa plaza para abajo, sin siquiera dar a la mar sino muy allá de las últimas casas, antes del Playón del Muerto, no ves más que callejones roñosos, mucho descampado, ranchillos a ruinas, covachas y todo el pobrerío, que también se mete por la parte de los señores. Pero ellos no pisan nunca esos andurriales de los malandados.

La casa de aquel Bendito estaba en un enredo de callejuelas de tierra. Tenía un patinillo que daba a una, y a un callejón trasero estrecho y sin luces, muy a mano de la Plaza de Armas según te dije. En el patinillo había dos cuartos, cada cual con su puerta, a buen recaudo y sin ojos ni oídos encima, así que le arrendé uno al Bendito, con su jergón, anafe, palmatoria y llave. Él era un hombre ya de edad, muy manso y pastoso y callado, mulato liberto, vendedor callejero de carbones y apenado por todo el mundo, aunque con tal cara de palo como si nunca le pasara ni oyera nada de malo ni de bueno. Hacía también a ratos de santero, que luego para mí no fue santero, sino santo, y ya apenas llegar a San Juan me curó en tres días de unas fiebres fuertes con los polvos de una corteza molida y colorada, que se tragan con agua y no los he visto acá en España, siendo ellos de Loja del Perú, por la Mar del Sur.

Al primer día, con la calor, la mañana de trote y la fatiga atrasada, me entró una flojera. Pagué al mulato una semana adelantada sin que él me la pidiese, y dormí casi hasta la puesta del sol. Al levantarme y salir, vi la Plaza de Armas empezando a animarse para su hora más ajetreada, que es la del oscurecer y el paseo: sólo allí se arrejuntan en la población ricos y pobres, como pasa en el Arenal de Sevilla. No convenía a mis miras lucirme por la Plaza ni había mucha gente en ella; más tarde sí que andaba llena, ya de vuelta yo de una caminata en la que me zapateé muchos lugares del San Juan alto cara a la mar, y anduve de parla con un paisano Jiménez, cantinero de Moguer, que llevaba asentado allí unos cuantos años y era hombre sencillo, desenvuelto y muy sabedor.

Después de ese aireo, otra vez me llamaron el hambre y la cama, y otra vez los escuché; por lo visto, y aun con todo lo que había reposado en los bohíos de Punta Salinas, el vapuleo de Guanicoa aún me retumbaba en el cuerpo, y es que ya empezaba a ser gallo con espolones. Esquivando la Plaza, me encerré en mi alcoba, encendí la palmatoria y despaché a secas el pan que me había quedado del almuerzo. Antes de acostarme, eché a un lado el jergón, me quité la faltriquera y, apartando de ella diez piezas de oro, la lié en la camisa a jirones y, escarbando en el suelo terrizo, sepulté mis dineros y le igualé al suelo la color, que ni aun mirándolo aposta se notaba el escondrijo. Echado luego en las pajas de mi yacija, cavilé un buen tiempo en lo que llevaba pasado en este mundo y que nada me importaba, aparte dos muertes y el ahínco de lo de Anica.

Yo de papeles de mar no entiendo, hijo, ni por dónde caen los sitios. Serían figuraciones mías, pero me sentía las carnes como más cerca de Anica, y de Cádiz mucho más que me lo sentí aquella primera mañana de Venecia, ¡eso de seguro!… Porque aquello de Venecia no fue más que la engañifa de unas pocas de palabras iguales, y ver tanta mar para donde miraras. Pero en el San Juan alto, su callejeo, la parla, la gente, las casas y patios, las puertas de la mar, tanto de lo que había visto y oído, me traía esta tierra nuestra a las mientes, todo allí con su aire indiano pero sonándome también a cosas de aquí, que, hasta sin semejársele un pelo, la Plaza de Armas me sabía a la Corredera, y vi por las esquinas mucho limón, naranja y melón aguanoso, al lado de los cocos y los mangos y las piñas dulces aquellas de Indias.

Con todo y con eso, un mes o dos tuve de echar de menos a Mosquila y a La Garzona.

El tabernero de Moguer me había puesto al tanto de cosas que quería saber yo, encaminadas todas a agrandar mis dineros y a salir para España con mi capitalillo en una de aquellas naos que, mientras él me charlaba, veía mecerse por entre las palmeras y la ventana de su cantina. Conocí que, desde que iba a peor el tráfico de naves españolas por todo el Caribe, menos había bajado en eso San Juan de Puerto Rico que La Habana, que antes era la perla y reina de las islas, y San Juan poco más que un fondeadero de aguada para la mar de Honduras; pero ya andaban en comercio casi a la par, aunque Puerto Rico tuviese la contra, viniendo sobre todo por las islas de las Vírgenes Gordas, de no contar para naves pesadas más que con el paso de una canal angosta y corta, muy merodeada de extranjeros en corso. De azúcar y cacao y café salían dinerales por San Juan, y la plata de Guanicoa, y, después de Jamaica y Cuba, no había mayor trajín de negros africanos para los campos, que además iban a comprarlos a San Juan de mucho puerto y hacienda de toda esa parte y aun de la Tierra Firme. Los indios puertorriqueños, los boricuas, aparte quedar pocos como te dije, no daban o no querían dar de sí para aquellas faenas de las plantaciones pero que ni matándolos. En lo del juego no quise indagarle demasiado al Jiménez, aunque también fui sabiendo que movía en San Juan una pila de reales. Me dijo el moguereño de por sí:

—Como no me pareces hombre de muchos teneres ni de sentarte con los ricos, si te da por jugar, aquí no te arrimes a los pobres.

Y, como de paso, me mentó no sé qué Goteras, con fama de lugar muy tenebroso y pendenciero.

De todas estas noticias y pensamientos vinieron a sacarme las pulgas del jergón que, más apagaditas por el día, se enrabietaron luego muy fieramente y me dieron la noche. Media mañana eché en sacar del cuarto toda la paja, comprarla nueva y santo remedio, pues no volvieron ya a sangrarme más que las tres o cuatro que ni en la cama del Rey faltan. De moscas en cambio, que las hay en San Juan para dar y tomar, ninguna me acosó allí, por lo oscuro del aposento.

Lo que de esa mañana me quedó lo pasé encerrado en él, probándome las manos con una baraja que también me merqué. Vi perdida mi habilidad, por haber echado a dormir el juego tanto tiempo y no tocarle a los naipes en Mosquila sino para brometas, lecciones y poco más, cuando eso es como todo, que si lo dejas se te va yendo. Bien torpe me hallé, y a mis dineros enterrados no quería tocarles.

Las noches que vinieron jugué conmigo en el jergón, recobrándole la listeza a los dedos y el tiento a la baraja; en cosa de dos meses, ya me la manejaba como antes. Pero, para no comer de lo mío, todo ese tiempo estuve saliendo a pregonar con El Bendito, su carbón y sus picones él, y yo unas artesas de barro y de madera que, con dos que vendiese, ya sacaba para pagarme cama y sustento. Muy pronto quedé harto de cargarlas y vocearlas; no estaba yo hecho a esos trotes de vendedor ambulante y terminaba el día muy cansado, aunque el que me acabó de hartar fue un asno nervioso que nos tropezamos una tarde. Venía ese borrico calle abajo, suelto de las obras de la muralla y rebuznando y pataleando de mala manera como si le hubiesen picado tábanos, o con las calenturas del celo. Me topó, me echó al suelo tres artesas de tierra cocida y me costó mis cuartos pagárselas al alfarero, que al final no le pagué más que dos, pues la desgracia era de todos; ya volviendo de esa porfía, y a cuatro esquinas de la del Bendito, fue cuando me encontró una negra gorda y madre de seis hijos. Decíanle La Bella Trinidad, vivía sin hombre y, en viéndome, le dio por mis huesos.

De moza había andado por los cafetales y de patrono en patrono, porque fue una real hembra y lo seguía siendo, sabrosa y carnosa que se le salían los pechos de la cama, y tanto o más batalladora en ella que la negrita de La Curruca, cuando mi desvirgue en el Chantre gaditano.

Casi más que por el betún, me acordé con ésta de aquélla por las mañas cameras, al estilo de las de su color, y ser las dos muy grandes follatrices.

Púsele por condición a la Trinidad que ni me echara cadenas ni fuese nunca a buscarme, que yo iría a empernacármela cuando me apeteciera, sin cuentas ningunas que darle, y me dijo que sí y que todo cuanto quisiese. Se lo dejé así de hablado y de clarito porque no quería yo compromisos ni pesos, y porque, de primeras dar, fueron de tal empuje sus palizas y fuegos que me dejaba sin aliento, y luego me costaba hasta moverme no siendo ya un mozo.

Era mujer muy habladora, siempre con la cama en la lengua. De sus tiempos por los cafetales me fue contando con los días ser costumbre en el país que el amo, soltero o desposado, mandase después de almuerzo a por cualquier esclava de su gusto. Dejaba ella de agacharse en la plantación, llegaba a toda bulla y él se la llevaba a su alcoba, o a otra si tenía mujer, para gozarla según venía de las faenas camperas, bien calentita y anegada en sudores. Me dijo la morena ser de fe entre católica y africana, y que, según sabía, lo de ella y de tantas se quedaba en nadilla de pecado comparándolo con cuanto sucedía por muchos lugares de Indias, pues, en lances de mujerío, aún se le llamaba El Paraíso de Mahoma a una Asunción del Paraguay o del Uruguay, que cae muy abajo; y me contó que varones y mujeres llegados a Puerto Rico de la parte del Perú hablaban de soldados rasos españoles, salidos de allá para Nueva Granada o para los Buenos Aires, llevando consigo cada uno hasta ciento veinte bocas entre machos criados y hembras amorosas de lo más lindo, y éstas los atendían y regalaban tanto en cama como en golosinas de hojuelas y dulces, para lo que aquellas indias tienen muy buena mano. También me habló La Bella Trinidad de lo que son, en esos menesteres del yacer, San Salvador del Brasil y el Río de Janeiro, donde un alférez portugués también amigo de mi negra anduvo amancebado con mestiza raramente hermosísima, ya como de cuarenta años ella y Ñusta de nombre, que él la veía irse a buscar guerra con otros de los de su cuartel, y en muy buena hora porque le sacaba dineros de polvos a quien fuese, y decía su querido en viéndola ir:

—Allá va mia Ñusta, y praxa a Deus aproveite a seu amo seu travallo.

Mucha hembra debió ser aquella Ñusta de Río, tan antojadiza y fuera de quicio que, no más de oídas, vino a enamorarse del Papa de Roma, a cuenta de dos padres dominicanos que decían misa por los cuarteles. Aconteció que a aquellos dos frailes les daba por juntar muchas tardes en el patio del cuartel a cuanto indio, negro o cristiano podían, para predicarles las cosas de la madre Iglesia, y nunca faltaba la hermosa Ñusta a sus sermones. Hasta que tanto oyó ella alabar al Santo Padre y hablar de los resplandores entre los que el Papa vivía, que cayó en deseos de él y anduvo un tiempo rogando a esos frailes, y a cuanto hombre adinerado se encontraba, vieran modo de mandarla a Roma para satisfacerse el gusto. No la encalmó el escándalo de todos ni que le dijesen que el Papa es un viejo, a lo cual replicaba la Ñusta que ya sabría despabilarlo y que a él no iba a pesarle pasar con ella una noche y aun dos.

Muy sin vergüenza creía yo a los nativos de Mosquila pero, con todos los enredos de amoríos en Indias que la Trinidad me fue contando, vinieron a parecerme los Santos Inocentes, y la Tonalzin, Santa Servanda virgen y mártir, sino que en cueros. Y mira que acordarme yo hasta de lo que me contaron, hijo, y de cosas que ni viví… ya estás viendo que, lo que es cabeza, no me falta.

También me avisó la negra de que, no con las de su color ni con indias de las islas, pero sí con las de la Tierra Firme, me anduviese siempre con ojo, no me dieran un bebedizo que gastaban con los cristianos cuando querían escaparse de servirlos o hacer ellas su real gana, que entonces te echan en la comida un miguel o yerba que allí dicen tectec y en el habla de España borrachero, lo que está cabalmente dicho porque, en tomándolo, pierden los cristianos la cabeza y ya no pueden impedir que se les marchen ni cosa alguna que ellas quieran hacer.

Entresaqué, de todos esos paliques con La Bella Trinidad, que muchísimo era lo que disponían indias y negras por todas aquellas tierras, doblegándose y arrastrándose en esto y en aquello pero haciendo su voluntad en lo otro y en lo de más allá, y que por eso se veía en todo el vivir de la América igual barullo, rebujina y salpicón que ves allí en las caras, los cuerpos y las pintas. Más festejaban muchas castas el nacimiento de mujeres que el de machos, y una noche se excusó la Trinidad de recibirme, diciéndome que la perdonase y que había de ir a una cosa y lugar donde no podía ir yo, por mi color y por estar no más en lo católico. Preguntéle qué cosa era y me contó una maña corriente para ellos, que yo no me la creía y me dijo ella haber pasado tal maña de los mismos Brasiles a Puerto Rico. Y eso es una reunión que le llaman covada o algo así, donde un hombre como un castillo, sin ser puto ni que se le parezca, se mete en cama rodeado de velas encendidas y con muchas y muchos alrededor, atendiéndolo todos como si de parto estuviese él y el hombre pegando esos berridos y lamentos de la paridera, con un muñeco de trapo entre las piernas despatarradas y tapado semejante sitio con una pieza de madera hendida que remeda las partes de la hembra. Y me dijo la Trinidad que tal comedia vale para que los hombres tengan algún mando en la mujer y en los hijos, y éstos les den algún derecho de padre, pues no lo tienen ni se lo dan si antes no se echa él a parir en esa mojiganga de la covada, vete enterando, bachiller. Y de que, a pesar de las costumbres mandadas por los cristianos, la inteligencia y la valentía todavía eran tenidas en muchos lugares de las Indias como cosas de la mujer, y la hermosura como del hombre, al revés que entre nosotros.

Bueno: de acordarme yo y contarte ahora cuanto esa regordona Trinidad me contaba, es que no acababas de escribir en diez años. Pero no quiero que se me salten, pues tan curioso eres, otros dos sucedidos, ya de hacía mucho tiempo, que ella me refirió de la parte del Perú, donde yo no estuve; pero, por lo que oí, ha de haber allí mucho marimacho, cualquiera sabe. Como unas mellizas, damas españolas del señorío, que mataron en duelo a caballo con lanzas y escudos, por razón de honra, a dos hermanos González que se la habían quitado a ellas; y lo de una muy lozana doña María, quien, siendo su padre juez del lugar, salía disfrazada de varón y a escondidas de su gente en los carnavales del Potosí, donde a cuenta de los alcoholes, y por robarse las bandadas callejeras unas a otras las joyas y vestidos que se ponen, dan en acuchillarse por las calles. Y a esa doña María la llevaron presa yendo ella de hombre y por andar matando máscaras en uno de esos apuñalamientos, que fue entre criollos y vascongados. Seis de éstos fueron muertos, y ya iba a ser ella degollada por la Justicia cuando alguien la reconoció y se avisó al padre y fue librada.

A decir verdad, esto debió ser lo único que La Bella Trinidad me contó sin que anduviesen de por medio camas ni fornicaciones, las solas cosas, aparte sus hijos, que aquella negra tenía en la cabeza por delante de todo. Yo no he visto en combate mujer igual, ni puedo echar memoria de lo que había de escucharle cuando estaba conmigo en los delirios de los amores, que ya no era el pedirme a gritos que la dejase señalada y le quitase la vida y todos esos arrebatos que se les vienen entonces a las mujeres a la boca, sino sabe Dios lo que me decía y me celebraba y prometía y juraba, que terminó hablando de llevarme una hija suya doncellica y color café, a que se la abusase, y diciéndome que para mí serían la palma y el gusto, para ella misma el premio de agradarme y para su mocita la ventaja de que nadie mejor que yo iba a hacerla mujer. Y La Trinidad: que «verás si es bella», y «uno de estos días», y «ya tú vas a ver», hasta que se me presenta una tarde con la muchachita a que yo le pegase el bajonazo, cosa que fue trabajo grande por lo estrecho de la niña pero que, habiendo salido ella a la madre, tampoco acabó sabiéndome malamente.

Siempre cumplió La Bella Trinidad su palabra de no marearme ni venirme con quejas ni con desde-cuándos, porque, lo que es ir a verla, no iba yo mucho, por no echarme las obligaciones que ella no me estaba echando y, más que nada, por andar convirtiéndome en otro hombre, según mis propósitos y puesto que otra vez me sentía dueño y señor de las barajas.

Ya cuando dejé la venta de las dichosas artesas, que hasta agradecí luego el empujón de aquel borrico, lo primero que hice fue tomar los dineros que tenía apartados de la faltriquera y encargarme dos vestidos, uno de angorina ligera que ni el duque de Veragua, y el otro de seda bermeja de la de cabo y medio, con capa, espadín y chambergo emplumado, todo de lo bueno y como de hombre de mucha renta. Fue gasto fuerte, mas no era cosa de andar de trapillo ni con zancajos entre gentes de garbo, y tenía por seguro que hablando poco, y con oro en el bolsón y el palmito bien presentado, habría de irme a derechas. Me compré también una perilla de las de quita-y-pon, pero muy segura y de las que dan el pego entero, por si a alguien le sonaba de lejos mi cara, y dos camisas de las de no planchar, que yo solo me las lavaba cada tres noches. Al desvestirme, miraba al Moreno detrás de todo ese roperío y me parecía que él lo extrañaba.

Aparte los consejos de Jiménez el bodegonero, que me acordé luego y a destiempo, donde yo me quería sentar era a la mesa de los grandes. Son ellos los que afaman a San Juan en el juego, aunque después vine a enterarme, en mala hora, de que tantos o más reales se cuartelean allí a los naipes los desastrados y los desheredados de mi cuerda.

Ésos van a un lugar que el mentarlo me da repeluco y que otros ni oyeron: Las Goteras esas… Ya me avisó el de Moguer. En un despoblado… Están en un despoblado, mucho más para allá de las casas. Sitio más perro para mí que ninguno, bachiller, pues de allí salió que me veas la cara como me la ves, y que me dejaran con este ojo averiado y sin el Moreno.

Pero, yendo por su pie, déjame decirte que, antes de dar en aquellas Goteras de perdición, me moví como quise por las mesas lustrosas y por las casas de pisto.

De sedas, sombrero, espadín y con mi perilla postiza, ni me conocía yo, viéndome tan currutaco. A la hora del paseo por la plaza, supe arrimarme muy gentil a unos señores De Velázquez, bien melosos, de los de coche y casi más servidores blancos que de color. Les dije al rato y con gracejo que no era hombre de oficio, pero sí de beneficio, y aquel mismo día los convidé a cena en la Posada del Rey, y ellos a mí en su casa a la otra noche, y con ellos fui entrando en figura de caballero por las salas del señorío, allí donde no se oye más que «vuestra merced», y que «me place», y «sírvase», hasta con algún marqués ventilándose luego los cuartos con Juanillo Cantueso. Los más a jugar, eran cargadores ricos, oficiales de la Corona, capitanes de naos, generales y hacendados, criollos en mayoría y de la misma España bastantes, y algunos hasta de Cádiz y Sevilla.

Al dejar ya de noche mi aposento, yo me las arreglaba para cogerle las vueltas al Bendito y que no me viese tan enseñoreado. Él era hombre de horas fijas y no tuve más que sabérmelas, así como procuraba que, yendo en ropa de caballero, tampoco me mirara nadie por lo menos hasta la segunda esquina de mi casa, a un paso de la Plaza de Armas. De modo que, antes de salir, echaba ojos y oídos desde el patinillo y luego salvaba el lance en tres zancadas, a favor de lo solitario del callejón trasero, lo sombrío, y no dar a él puertas ni apenas ventanas. Para recogerme, que siempre era muy a deshora y dando rodeos distintos, me anduve con iguales cautelas; no era de mi gusto andar escurriéndome como cucaracha, pero a ver. Y por el día, como en mi alcoba no me iba a estar siempre, ya fui sabiendo adónde ir, de pobre, sin la perilla y acomodando con mucho tiento a mi doblez horas, gentes y lugares.

Después de aquel primer enlace con esos De Velázquez en la Plaza dejé de aparecer por ella, y el don Manuel de Valdivieso, que tan pronto y con tan buen son se me ocurrió para los pescadores, también se lo enjareté al señorío sin que nadie me lo discutiese, pues ya sabes que el vestido y el modo lo hacen todo y que, en cuanto entras de hidalgo por uno de esos portones, los otros se te abren de la noche a la mañana si sabes caer en agrado y andarte con cabeza.

Advirtióme mi entendimiento que allí, igual que en Venecia, no era cosa de que se me notasen las ventajas del tahúr, y tampoco llegarían a doce las mesas ricas donde menearlas, conque me dije tate, hice por no levantar miedo a fuerza de ganancias y pensé que otras también podrían venirme de aquel trato con tanto caballero. Soltura no me faltaba; con ella salí adelante y con el «adónde fueres, haz lo que vieres». No pasé por lo de las fumaderas, que mucho señorío de San Juan también ha cogido ya ese extraño gusto indiano y se echan sus sahumerios, rebujando las yerbas con el tabaco y haciendo con el rebujo unos canuticos mejor liados que los que se hacen los indios de Mosquila.

Tuve a bien aprender, entre otras necedades, a contonear el espadín, saludar en refinado, ir algún domingo a la misa gorda de la catedral y quebrar la cintura delante de las damas, que me miraban con buenos ojos y una criolla escurrida de carnes hasta deseosilla y publicándome guerra, sino que yo no quería lío y, menos, teniendo ya mi arreglo con La Bella Trinidad.

Pidióme antes perdón por la osadía una muy relamida, y me dijo a seguido:

—Mi señor don Manuel, es que hará como dos meses y yendo con mi esclava Josefita, vi cerca de la plaza a un desgraciado vendiendo artesas que, sin la perilla, era el propio retrato de su merced.

Un color se me iría y otro se me vendría, pero atiné a echar remiendo sin trabucarme y dejándola contenta:

—No hay ofensa en oírle, señora, lo que ha de ser muy verdad, pues iba yo de parla por la ribera con un capitán cuando también me di con ese picaro de las artesas, cayendo en asombro los dos, y quien me acompañaba, al mirarnos tan semejantes como monedas del mismo año. Nunca había visto yo a ese pobretón y ni hermanos gemelos se han de parecer así.

Lo más difícil me fue siempre no dar razones de mi destino en San Juan, cuando muchos querían saberlas, y otros preguntábanme hasta dónde habitaba. Pero entre gentilezas, gatuperios y cuquerías, no pasé de decirme andaluz y soltero, y escapaba de responder a lo demás. También me fui librando, con este o aquel achaque, de los almuerzos, giras al Yunque, merendolas o paseatas a que algunos me convidaban, y las damas concluyeron inventándome una historia galante. Según ellas, yo había de no ostentarme por el día, y estar callado y acaso huido, por cosas de amores con alguna señora casada y muy principal, pues no había más que verme tan galán aunque ya no fuese un muchacho, decían, y que de aquel compromiso de honor nacían mis secretos. Si horas antes o después me hubiesen visto de pobrete, o retozando con la negra, de seguro que más de una de aquellas perfumadas pierde el conocimiento. Pero ese pegote de mis amores imposibles cundió lo suyo; lejos de negarlo, bajaba yo los ojos cuando me lo apuntaban, y una vez, aunque sin piar, hasta me hice el conmovido cuidando de no pasarme, con lo que vino a darse más por cierta la murmuración y yo a quedar en hombre amador, valiente y desdichado.

Aun así, no faltaron abejorras ni abejorros disconformes con el cuento y con mi punto en boca. Fui por esas salas de acá para allá como cangrejo en canasta, prodigando lindezas, huyendo aprietos y preguntas traídas por los pelos, y sin demorarme mucho con nadie para que no me sonsacasen las palabras del cuerpo ni llegar lejos en pláticas de gravedad, no me fueran los remilgados a conocer la crianza y a verme el pelaje de la almadraba. Todavía no me había hecho yo cargo de que, quitando a éste o aquélla y aun con todas sus chácharas, los más de esos planchifredos son como el Maestro Liendre, que de todo sabe y de nada entiende; ni de que en todas partes vienen a ser los mismos perros con collares distintos, pues de escribanos, sabios y otros bichos raros como tú y Corradino, pocos vi pisar esas alfombras, aunque seáis de buena cuna. Y lo que es en manera de ser, como don Pedro el embajador para mí que hay bien poquitos.

Llegaba yo a las casas poco antes de que las barajas saliesen a relucir y me iba en cuanto las dejaban. A media velada era el rato malo, pues se detiene el juego para servir el chocolate y entran la conversa y la música, en la que yo fingía siempre poner muy grandes atención y placer, hasta llevando el compás con la cabeza como un mentecato.

Cosa corriente en esos parones era que un señor Prieto, granadino, se asomase y batiese palmas al patio y a la calle, donde, para acompañar a los amos de vuelta a sus casas, esperan los criados y esclavos, de plática o dormitando, dejados caer contra la pared los unos en los otros. Subía entonces una pareja de flautistas naturales del país, varón y hembra muy jóvenes, hermosos y limpios, que los llevaban los Prieto para ese apaño de la música y, al volver las cartas, iban abajo otra vez. O, si no, se armaban duelos de cantatas y tocatas entre las mujeres. Tenía vara alta en esos desaños una dama catalana de cara y cuerpo grandes, muy presentadora de sus tetas y tan habilidosa en músicas que mira: no había más que ponerle delante cualquier papel de solfa y lo cantaba de repente.

Pero ya te digo que, con todas mis astucias y aunque andaba bien visto mi cuento de amores, no faltaban los empeñados hasta en saber cuántas barbillas tenía cada pluma de mi sombrero.

Una noche me siguió alguien. Sería, digo yo, algún sirviente mandado por sus amos al curioseo de mi paradero, pero supe descaminarlo mucho antes de tomar mis callejuelas. Y, así fuera luego para bien, peores las pasé otra noche en que, a tiempo del chocolate y en casa de los De Velázquez, me asió del brazo y se hartó de apretarme las clavijas el secretario del gobernador, un señor Zulueta con más peluca que cuerpo, que ya llevaba hecho lo suyo por saber lo mío y aquella vez se fue a por todas, mucha educación el viejo pero pegadizo como garrapata, y forzándome a contestas que yo no quería ni podía darle. Tuve miedo de que los que mandan llegasen a creerme espía de la Inglaterra o la Holanda, de los que nada más que en Puerto Rico ya habían ajusticiado a cinco, y, retirándome con el don Zulueta a un balcón, otra vez me ayudó el palabreo del Polluelas y le dije así:

—Ya habrá oído su señoría que este servidor suyo esconde su persona, su morada y sus pasos por causa de unos amores. Pues sí: ésa es mi cruz, y mucha amargura me trae y para vos no la desearía, así que por su honor le suplico no me obligue a desvelar secretos que he jurado ante Dios no descubrir, y en los que le va mucho a dos familias españolas tan célebres y de abolengo que mostrar de ese paño un solo hilo vendría a ser como enseñarlo entero. Otros nombres de gran cepa, que ni su merced puede figurarse, también se verían manchados, así que le pido me entienda como hombre de autoridad, caballero cristiano y varón de sentimientos.

Me salió que ni los cómicos de Mudarra cuando ponían en Cádiz aquello de La toma de La Mámora a los berberiscos. Hice que me secaba aprisa un ojo y, para rematar bien lo empezado, le terminé diciendo a aquel mocarras:

—Júrole que cuentas con la Justicia ninguna tengo, y que muchos de mis haberes y haciendas en la Andalucía no van más que a la Corona y a la Iglesia. Mi pena de amores, sólo Dios puede juzgarla, no los hombres ni las leyes, y es de tal naturaleza que, dicho aquí entre nosotros, tirar del hilo que hablé puede ser para cualquiera embrollarse en muy mal ovillo, como ya le ocurrió en Puerto Velo, sin yo quererlo, a un don Antonio de Rojas.

Oír esto el peluca y dejarme ya en paz todo fue una, pues yo sabía lo que decía y quién era el Rojas que había mentado, señor de Puerto Velo, mandón muy conocido y temido, y brazo fuerte de Su Majestad como aquél de negro que me sableé en La Princesa. Aún andaban los ciegos cantando al disimulo en sus romances, tanto en España como en Indias, los enredos antiguos de un tal Villamediana, que contaban lo habían matado en su coche y en Madrid por andar liado con la Reina y pregonarlo. No me extrañaría tanto que, después de mis palabras y de lo del Rojas, se le pasara al señor secretario por la cabeza que mis amores también podían volar por esas cumbres. Lo cierto es que, según supe y como curándose en salud, él fue luego propalando saber ya de buena tinta que yo era hombre de bien, rico y precisado de vivir en Indias; para mí que a algunos hasta debió ir contándoles el resbalón del Rojas, y aconsejando que no se me husmease, escarbase ni pusiese en entredicho. Me di cuenta porque ya empezaron todos a no venirme con demandas, y en que las mujeres me miraban con la boca abierta. También advertí desde entonces que, en cosa de naipes, tenía ya la entera confianza de toda aquella piara tan pulida.

Sin embargo, en eso del juego y aparte los temores con que yo mismo me atajaba, frenó mis saberes y destrezas el que allí se muevan buenos reales, pero mirándose muy mucho por ellos. Es más el ruido que las nueces, y, en menester de tretas, no pude sacar barajas mías amañadas, pues en San Juan las ponen los anfitriones y las desprecintan en las mesas mismas, aun cambiando de mazo tres y cuatro veces en noche y rompiéndolos para tomar otro flamante, que era un dolor verlos rasgar estando nuevos. Pues ésa tampoco fue chica: la que me tenía yo creída con que todas aquellas gentes andaban a partir un piñón, cuando algunos no se podían ni ver, y en las mesas de juego había muchos desconfiares.

Así que ya podía ser yo muy mano brava, y otra vez lo era, que, sin cartas guiñándome, poco más me cabía que el ardid de componer los empalmes, meter de cuando en cuando guía y paquete, o paquete y ballestilla, y rebajar alguna que otra figura en jugadas de boca, aparte el talento. Estando una noche en pie y de palique, baraja en mano, se me fueron sin querer unos naipes y me eché a recogerlos al vuelo, como yo sé, pero tuve una luz y los dejé caer todos para que no me vieran tan mañoso. Me eché la cuenta de sacar, un día con otro, como entre cinco y seis veces lo que de las artesas sacaba, y, aun así, había quien iba echando la cuenta de mis ganancias, aunque yo las espaciaba y encubría. Me inquietó que fuese medrando el mote de El Afortunado, con el que ya empezaban a mentarme, y muchas noches perdí adrede, pero que si quieres harina, Catalina. Y además las partidas no acababan muy tarde, pues toda aquella gente andaba en quehaceres mañaneros.

En fin: que me salió respondona la fama de tanto oro al juego en Puerto Rico, se me enfriaron las ilusiones de enricachonarme con él en unos pocos meses y empecé a pensar en otra cosa, pues para mí era de torillo no irme a España sin doblar, por lo menos, los reales que tenía.

Ya te llevo dicho, bachiller, que no había en San Juan señor, militar ni apenas corchetes, que pusiesen un pie en la mitad de allá de la ciudad ni en los arrabales de los piojosos, que esas partes no son más que para ellos, aunque en cambio los pobres se toman y recorren la población entera. Te conté también que yo sabía aviármelas para salir de día, en ropa del país, desperillado, medio descalzo y moviéndome cuando y por donde no me diera con el señorío de las noches. Con el que me di una tarde, y tuve un sobresalto grande, fue con mi compadre Bartolomé Setién. Volvía yo a mi cuchitril después de un rato de parla con el tabernero de Moguer en su cantina, y el Setién pasaba como para el castillo. Allá iba tintineando sus cadenas, en una cuerda de presos de los de las obras de la muralla, todo puerco, barbilargo y muy echado a perder. Pero, quitando mi desazón, si he de decirte qué sentí, pues no me apenó mucho que le hubiesen echado mano cuando lo de Guanicoa, hacía ya cerca de un año. Volví la cara rápido y apreté el paso; no me vio él de milagro y, según le conozco sus malos mengues, lo mismo me busca una ruina si me ve.

Tampoco volví ya por aquellas calles a esas horas, pero otra cosa que me pasó por entonces fue notar al Bendito como raro conmigo y receloso. No, no era aquél su mirar aunque hablara tan poco, y esas alarmas en la gente las veo yo que ni pintadas, por más que las quieran esconder. Andúvele dando vueltas a aquello del Bendito, llegué a maliciar que me había descubierto al salir yo de gran señor y sin que me diese cuenta, le metí los dedos y acabé por conocer que no me había visto salir sino entrar, y además de espaldas y en lo oscuro. No podía él coger el sueño esa noche, me escuchó los pasos en el patinillo y se echó abajo del camastro a mirar por su cerradura. Y, como nada sabía El Bendito de mis trueques, lo que había anidado en su cabeza era que un caballero de garbo, sarasa él, o yo, o los dos, pasaba a verme en secreto por las noches. Me dijo por fin, con sus muchas bondad y mansedumbre, que no era cosa suya ni iba él a ir hablándolo, pero que me anduviese con un ojo puesto en la vecindad, muy cruenta con todos esos menesteres de putos, sobre todo entre rico y pobre.

Fue intención mía callarme mi boca y aguantarme con lo que no era, pero se me picó la honra y ya había tenido muestras de que, así por las buenas, no le decían El Bendito a aquel hombre, conque le confesé que me había visto a mí y no a otro. Hube de contarle mi tramoya y aun mucho de mi vida de antes, con la última contra de no haber hallado en las mesas fuertes de San Juan las ganancias en que confié para volverme a España rico entero.

Cuarto de hora estaría él sin hablar, sin mirarme y como más apagado que siempre. Después me dijo despacio:

—¿Y no estuvo su mersesita en Las Goteras?

Preguntéle qué era eso.

—Pues allá —me contestó El Bendito—. Allá sí corren los dineros a cartas, lo sepa su mersesita. Sino que es mal lugar pa la salú.

Aquella misma noche me fui a Las Goteras, en ropa de pobre. Me figuraba casas. Y no. Son dos tinglados bajos y entrelargos, a la vista del Playón del Muerto y medio caídos junto a una pedriza sequerona y verdosa, que a lo mejor en tiempos la alcanzaba la marea porque esas Goteras sirvieron como almacenes de abastecimiento, para las naves a Honduras y a la Tierra Firme. Quién sabe cuándo sirvieron, según vi aquello de ruinoso. Pero, así a golpes, aún olía allí dentro a salmuera y a brea.

Hicieron esos dos cobertizos iguales y juntos, con un corredor entre ellos como de tres varas, y están medio en escombros y con los techos a capricho: por aquí no los hay y por allí sí. Lo húmedo, lo oscuro y lo apartado del sitio me llevaron al meollo el caserón de La Madre Oscura, ¡la tenga Jesucristo en sus brazos!, aunque por Las Goteras caen muchas más gentes y, fuera, todo es un desierto grande. Desde los últimos ranchillos, que quedan muy allá de San Juan, todavía has de echar un trecho cuestas abajo. Se pasa luego un descampado llano, ¡largo!, y ya llegas a la pedriza verdosa que te dije. La bahía cae por la otra parte.

Aquella primera vez, no sé yo cómo di con Las Goteras. Me fui noche alante por esos bajos de San Juan preguntando-preguntando, y una mujer se santiguó y se metió en su casa sin contestarme. Otros dijeron desconocerlas y aligeraron el paso. Y otros me fueron encaminando, pero con una desgana fea, en desconfianza, medio volviendo la cara y señalándome el rumbo con dos palabras o un dedo.

Harto de andar sin ver nada ni a nadie, cuando ya divisé esos tinglados entrelargos también atisbé al lejos tres o cuatro hombres que iban para ellos desde la orilla del Playón. La luna rielaba en la mar saliendo y entrando de las nubes, y alumbraba a rachas aquel lugar de mi desgracia, vivero de mi daño y paradero de todo aperreado de la isla, y aun de otras.

Hay en esas Goteras garito caro, posada de balde, burdel de un cobre y reñidero nunca visto. Y todas esas cosas están apartadas las unas de las otras, así con soguillas entre los cascotes. De alcuzas o candiles, cada lugar gasta los suyos y en cualquiera ves menos luces de las que harían falta. Salvo en lo de pelear, que allí no hay ninguna.

Y de hembras, las caninas y medio locas que se ven, tú qué sabes. Muchas menos blancas que de color y algunas nada más que con las sayas, pordioseros los pezones y pedregosas las costillas. Se las llevan hasta por un cacho de pan, al fondo del cobertizo que mira a la mar. Una barrera de pedruscos gruesos, sin argamasa y que te llega hasta el talle, hace como de pared entre ese berreadero y las mesas de juego: él es quien manda en Las Goteras, mucho más las cartas que los dados, y hay cuatro lugares para jugar. Lo de dormir cae en el otro tinglado; ahí no ves más apartadero, de lo de los naipes, que un cordel tendido a cuatro palmos de tierra, y, para acostarse, en vez de la paja y las estopas de La Madre Oscura echan unas esteras de enea rotas, con bichos hasta en las pestañas de los huéspedes. Pero nadie paga ni cobra por dormir. La ventana de ese dormitorio anda descuajaringada y se abre sola con el viento; me hizo gracia ver que uno se levantaba a cerrarla, cuando falta un pedazo de tejado y el aire sale hasta del suelo.

El sitio de las peleas, creo yo que la Justicia no es que haga ahí la vista gorda, muchacho, sino que ni ha de andar enterada, que no. Le dicen en Las Goteras a ese moridero la salilla de los toros. Por no haber nada allí, ni un ventanuco hay como este de mi calabozo: la puerta es un boquetón en la pared y da a catorce o quince varas de suelo liso, con cuatro hoyitos enfrentados en medio de los muros, dos de cada parte y uno abajo del otro. En llegando el momento, ea, meten en esos agujeros los mangos de cuatro cuchillos con las hojas para afuera, y ésos son los toros que dicen. No es que siempre haya fiesta de toros, hijo, pero la noche antes de pisar yo aquello ya habían lidiado la suya dos mozos, negro de la isla Guadalupe y pardo de Venezuela, que según oí se las tenían juradas por mor de una mujer de San Juan, y ella le daba menos sitio a uno que al otro. No sé quién caería.

Esas corridas en que los toros se están quietos, pues empiezan poniéndose los dos contrarios en mitad de la salilla y en cueros vivos, a lo mejor para irse del mundo tal como llegaron, ¿no?… Los pinchos salen de las paredes, a una altura de cumplir con su trabajo en las cabezas y en los cuerpos; contra las otras dos paredes, y por el hueco de la puerta, se apretujan en pie los mirones y ni tiemblan las llamas de las teas, firmes en las manos de los que alumbran. Saltan las apuestas y apenas si se mueven las bocas: más es con señas que hablando. Y digo yo, mi señor bachiller, que por enemigos que sean dos hombres, esos festejos han de venir del ron, que en Las Goteras no falta. Yo vi uno. Eran sanjuaneros los dos, se tenían en contra otro atraviese largo y malino y, lo que es de beber, iban servidos. Pero para mí que, en cuanto empiezan, se les pasa la borrachera y hasta el pleito. Sino que el alcohol no los deja soltarse. Se les monta en el ron la muerte y no se sueltan. Cuando más, paran un rato tumbados o sentados, ya con sangre o todavía sin ella y resoplando como si fueran a salírseles las asaduras por la boca, que eso es todo lo que oyes allí por más que duren los toritos, esos resuellos y el tronar de la marea muy al lejos, si el viento viene de la mar. Cualquiera de los mirones va en las paradas a darles su buche de licor, y vuelta a lo mismo: ahora me llevas para atrás pero le pegué un cambio y soy yo quien te lleva, ahora a ver si te echo al suelo y ahora a ver si te alevanto, y esos sudores de los dos, como si se hubieran metido en aceite, y los mirones apartándose cuando el forcejeo se los echa encima, y allí en las paredes esos cuatro pitones esperando, más fijos que Dios.

Hay quienes acaban pronto, pero aquéllos que yo vi se trabaron como a medianoche y al rayar el día fue cuando uno quedó toreado del todo, y el otro con un refilonazo en un cachete y un tajo en el pecho, aunque no de muerte. Lo que es ver, tiene mucho que ver, y portarse, se portaron los dos, y a mí, que todo lo llevo visto, me cansó quedarme hasta el final. Con todo y con eso, me quedé. Me quedé y me enteré aquella noche de que es mentira muchas veces lo de que más vale maña que fuerza.

Por quien se mira luego es por el vivo, y, si vienen cuentas que ajustar, se ajustan. Allí o donde sea. Pero a San Juan no llega una palabra. El muerto, un peñasco amarrado en los pies y a la mar, que los echan por un acantilado del Playón con mucha braza abajo, La Ceiba se llama el sitio, y entra el agua muy brava y han de ser esos fondos pura huesa.

Lo que es que a esos toros los vi mucho después de mi primera noche en Las Goteras, la que te dije que no sabía cómo llegar. En aquella recalada no estuve más que curioseando esto y lo otro, y fijándome en cómo se movían los naipes. Tanto dinero, y con más brío, salta en ese lugar que donde los caballeros. Noté en seguida que allí se mira poco la gente, y casi no miré más que a las mesas, donde se juega mucho Culebrón, que es uno de mis mandos. Pero, aun viendo el negocio bueno, me fui con mal pálpito y temeroso, como si ya me barruntara… Y como yo me escuché ese aviso, pues seguía en mis noches de señor y en los «su merced», oyéndome lo que contra esas Goteras me estaba oyendo: «No vayas, Juan. No vayas».

Pero luego se me olvidó. O quise que se me olvidara, porque iba cada vez más despacio lo de juntar reales de los ricos.

Aunque nadie me incordiaba ya en sus casas, me traía a mal traer aquello de «El Afortunado» que me habían puesto al juego, y no era cuestión de que yo lo contradijera del todo y me pusiese a perder hasta que se les cayera de la boca el mote. De manera que, fuera aparte ya de sus prudencias y sus barajas flamantes, las bogadas venían más flojas si estaba yo a la mesa y, en los lances más fuertecillos, pocos eran los que no se me tiraban para atrás.

Aun así, mucho me lo cavilé antes de echarme a las noches de Las Goteras, donde, a costa de riesgos o malaventuras, sabía que podrían crecérseme los dineros ligerito. En ese tiempo se me vino arriba la esperanza de sacarle al señorío, ya que no mucha pieza de oro y plata, buenas tajadas de un negocio o un cargo conforme a la grandeza de quienes debían dármelo. Muy en esa ilusión, tardé lo mío en percatarme de que aquellas prebendas me las mamaba yo solo y nunca iban a llegarme de esas gentes, pues todo se lo repartían entre ellas, amigos o contrarios, y me tenían además por fulano inútil y con el riñón cubierto, opinión que acabó de afianzarse cuando unos Soto y otro me vinieron con que metiese reales en dos embarques gruesos y les dije que no volando, y que el comerciar no era cosa de mi costumbre. Por una banda me favorecía y por la otra me perjudicó el misterio mío y el irme escurriendo de unos y de otros, con lo que los adinerados, criollos o españoles, no pasaban de recibirme, bientratarme, no meterme los dedos y tenerme no más por un gentil compañero de mesa. Ocasiones de cargos y paniaguados volaban en torno mío sin serme ofrecidas nunca, sino a otros, ni yo me atrevía a pedirlas por no dejar de parecer el que de mí se tenían figurado.

Así, y siempre con el Moreno encima, comencé a ir unas noches de caballero a las salas y otras de miserable a Las Goteras, donde muy pronto y según me tenía pensado, fuéronseme aumentando los haberes y ganando al Culebrón en una sentada cuanto en una semana venía ganando entre chocolatitos, musiquillas y finezas, que yo estaba ya de todo aquello hasta los mismos compañones, hijo.

Poco a poco, fui levantando pies de los que no eran mis lugares y haciendo saber en ellos que, por conveniencias mías, tenía pensado dejar las islas para pasar a Panamá, y que andaba ya en los primeros pasos y quehaceres de la partida.

Algunos se lamentaron, y ellas más, y, la que más, aquella criolla delgadilla que te dije, antojada en encamarme antes o después.

A 12 de abril. ~~~ Sí que llegué, por aquel entonces, a ser enteramente dos hombres, el Rubiasco hoy y don Manuel mañana, y, aun en ese mayor peligro de andar al plato y a las tajadas, me regocijaba que ni la abundancia ni la miseria llegaran a saber que hoy estaba con una, mañana con la otra y en lo más cabal de las dos, como pasándome a cada rato de revuelco en albañal de cacas a baño en agua de rosas y bañera de porcelana pintada.

Mis paseatas por el día no habían ya de esquivar tan solamente a los señores, sino también a mis iguales, que se andan todo San Juan y, por más pillos, aun con perilla y trajeado de hidalgo podían reconocer en mí alguna noche al jugador de Las Goteras.

Salí de mi aposento todavía menos de lo que ya salía, pero, como parar todo el tiempo en él me daba un ahogo grande por lo angosto del sitio y porque empezaban a caérseme en lo alto agobios y pensamientos de la edad, seguí estudiando trochas para airearme, aventar ansias y echar unos ratos con Jiménez el de Moguer, que por su cantina no iban más que navegantes y gentes de la mar, y aun allí, como por todas partes, me anduve con cuarenta ojos.

En verdad, ya fuese en las ruinas puercas o en los salones lustrosos, sólo era por las noches cuando me sentía a mis anchas, y el tiempo se fue llevando la corazonada de que esas Goteras me iban a remojar malamente.

Mentira me parecía que limosneros, hermanos retirados ya de la vida de asalto, ciegos de pega, rateruelos, negros, toda aquella cábila de zarrapastrosos, movieran los doblones que en esas Goteras se mueven, y tan aprisa, que el ron también tiene su parte en eso y apenas si lo probaba yo. Te llevo dicho que empecé a ganarlo, y fuerte; sobrado de ojo y picardía para jugármelas con todos aquellos, fuéronseme saneando las cuentas que me tenía echadas y a engordárseme la faltriquera aun sin sacarla de su enterramiento. Hice cábalas de que, en otros tres o cuatro meses, ya podría salir para España con los dineros que quería, y nada me andaba fallando. Pero me dio por asar lo que estaba cocido.

Para que caiga en su sitio, he de decirte ahora que, antes de meter yo la pata que metí, ya le confirmé a los señores que tenía muy en puertas mi mudanza a Panamá, con lo que habrían de extrañar menos mi marcha sin despedidas, según convenía también a la patarata de mis amores peligrosos. Y me vino entonces como dibujado el conocer, en la cantina del moguereño, a un cierto Coello, capitán de negrería y brasilero de nación, o sea, con sangre portuguesa. Ha de ser de portugueses el hacer la guerra por su cuenta, porque tampoco aquél se le quedaba atrás a Amaro Bonfim en lo de ponerse el mundo por montera y no seguir los rumbos y las leyes de todos, y andaba en lo de negrero igual que Amaro en lo suyo, arriba y abajo de esos mares a su santa ocurrencia, sin rey ni Roque y sin que nadie pudiera decirle párate en esto. No era viejo todavía el Coello, aunque, sin otro abultamiento en sus carnes, le desluciera los años una barriga cosa aparte, como de andar a echarse a parir, que iba por delante suya y, hasta sin darse cuenta él, se la aguantaba con las manos.

Era hombre putañero, lambrucio, alegre y seguro de sus pasos, aun metiéndose de rondón por aguas y puertos cerrados con tal de hacer sus negocios de negros, que él se arreglaba para venderlos con bien hasta donde no podían meterlos los del Brasil y otras banderas, pues, también como Bonfim, sabía tener contentos a los fuertes.

Dos tardes estuve con él de palique hasta írseme mi hora y, nada más conocerlo, ya me anduvo con cachondeos de los que no caen mal. Díjome asimismo que estaba por hacer una marea a la isla de Curaçao, para cobrarles unos dineros a unos plantadores y luego pasar de allí, al mercado barato de San Juan, tres centenares de negros, entre viejos y medio estropeados. Nunca había oído yo hablar de esa Curaçao, preguntele al Coello de quién era y me contestó que de holandeses, y que no había visto a otra gente allá, más que muy de paso. Me acordé de Amaro y me vino risa.

—¿Qué fue? —dijo Coello—. ¿Alégrame los holandeses?

—No a mí —le dije—, sino a un amigo que andaría bien a gusto por esa isla, ensartándolos de dos en dos. O aun de cuatro en cuatro.

Y me contó el Coello que, de San Juan, zarparía luego hacia la Mina de Guinea, donde ya le tenían medio negociada para Lisboa otra carga de negros, pero de los de lujo. Ya sabes: de esos grandones que se ven de librea y no las sudan ni para un favor.

Entre las palmadas que me pegaba al Coello en la espalda requebrándome a Cádiz y a Sevilla, por donde él había andado de muchacho, y con los pensamientos míos de retorno a España, la vista del bergantín negrero fondeado enfrente de lo de Jiménez, y las cuatrocientas piezas de a ocho que el brasilero pagaba a quien se embarcase con él para el África, no las pensé mucho. Le dije que ya estaba harto de San Juan y de las Indias, que contara conmigo a su vuelta de Curaçao y que para cualquier cosa le habría de servir a bordo. Díjome que bueno, lo dejamos por hablado y, a la otra tarde que lo vi, me hizo echarme al coleto casi medio cuartillo de lo fuerte, para festejar ya el contarme en su tripulación, pues también le había caído en buenas.

—Has de saber —me dijo— que, de esos cuatrocientos pesos, cien los tomarás adelantados, apenas zarpar, y al tocar Lisboa el resto.

Quedamos en vernos en la cantina al cabo de dos meses, y aquella misma noche desenterré mi faltriquera, conté cuanto tenía y me encontré más de lo que esperaba: por no decir mentira, mil quinientos ochenta y cinco de los buenos, que con los cuatrocientos de mi viaje montaban caudal como para pensar en conseguir a Anica si es que la vida y la muerte me la habían guardado. No quería ponerme ya en aprietos, tiraba yo a acortar riesgos y a dejar uno de los dos papeles, el de pobre o el de señorón. Pero, a poco de recontar mi oro, me incordió que me faltasen quince pesitos para el número del dos mil y me dio porque iba a estar más a gusto si los redondeaba cuanto antes. Hay que ver, hijo, lo que es el ansia, y cómo pierde a unos y a otros, cogiéndote sin darte cuenta por dónde y cuando menos te lo esperas. Conque venga y venga a trabajarme ese capricho, que me echó tres noches seguidas a Las Goteras. La primera gané cinco pesos, y la segunda la perdí viendo los toros aquellos. En la tercera, y en la única mesa libre, no iba de Culebrón, sino de Hermanos Franceses.

Tomé asiento en un pedazo de tabla puesto en un montón de piedras, y me chocó en seguida, como bicho que se sale de los demás, un canino que estaba enfrente mía y que parecía a dos horas de que tuvieran que llevárselo a bien morir las Hermanitas de la Caridad. No se le veían más que huesarrones, le entraban unos tembliques que lo sacudían desde los pies a la pelambre blanca y roñosa, y andaba casi tan en harapos como yo en Cádiz, los ojos alocados y desviados, y muchos años encima o que lo había avejentado el vivir a toda bulla, hasta casi tenerlo en la formación de los muertos. Pero de dineros andaba fuertón y pegándole duro a la baraja, cosa que no me extrañó porque ya había visto que en Las Goteras el más aparente no tiene un maravedí mientras que cualquier legañoso saca lo que sea menester. Despalancando los ojos y sin mirar a nadie, o soltándoselo a cualquiera, decía el encanijado de cuando en cuando:

—¡Resiste! ¡Resiste!

Tan incapaz lo vi que me parecía estar diciéndoselo a él mismo, para no caerse redondo. En el juego venía a por mí, cómo no iba a apercibirme yo, y de que me había tomado ojeriza sin un porqué.

Me lo llevé de calle en las primeras manos, dejé pasar unas cuantas, quedamos a la par después y, según alzamos las puestas, los otros de la mesa poco más hacían ya que acompañar. Al rato, me subió él a seis doblones antes de ver su juego, vi el mío y le resubí a diez. Yo había dado cartas en esa ronda y me entraron La Dama Negra y dos de los Hermanos. Ni hube de sacar el tercero, que lo tenía guardadito y esperándolos, porque el moribundo no llevaba nada; estaba yo tan viéndole el juego como te estoy viendo a ti y no le habían entrado más que El Aparecido, dos Navios y otro naipe que no distinguí bien, ni importaba ya. Se agachó el viejo a echar un buche corto de una botella y me miró a los ojos fija y malamente, a ver si yo iba de farol. Le mantuve la mirada pero con una marrullería, como costándome algún trabajo sostenérsela, de lo que él vino a sacar que lo estaba engañando y que aquella forzada firmeza de mis ojos quería tapar la endeblez de mi juego. Todavía subió otros cinco pesos y le fui a ellos. Los demás jugadores se habían retirado de esa mano desde el principio, y conté allí más de veinte hombres asomados, que hasta las otras dos mesas del tinglado se quedaron vacías de curiosos.

Vueltas mis cartas, el viejo se levantó sin mostrar las suyas y se fue medio renqueando. Yo había sobrepasado lo que pensaba ganar y no quería también más que irme, pero por no quedar de abusón y sosegar el ambiente, aún jugué cosa de otra media hora, sin pérdida ni embolse.

La noche había entrado en relámpagos y en un llover como molido y sin peso, un caecae suavillo entre la calor pegajosa, no esos aguaceros antillanos de siempre, pero que ya al llegar me tenía empapado. Otra vez me mojé de vuelta a San Juan, allá a las tres o las cuatro, y, apenas pisar la pedriza, el pálpito de mis temores volvió a despertárseme en las carnes. Por entre la llovizna y lo oscuro, y aun yendo cansado, sentí encima de esas piedras como si llevase a alguien atrás, al lejos, y hasta estuve por volverme y dar cara si había de darla. Pero me dije que nunca llueve como truena, que no era cosa más que de ir al ojo y que, si algo había de sonar, ya sonaría. Hasta tal punto andaba masticando un peligro que me extrañó hallarme por San Juan, y luego en mi alcoba, sin más novedad. Me eché a dormir palpando los reales de mi redondeo, que tan caros iban a salirme, y ni la otra noche ni la que vino me moví de mi casa. A Las Goteras me juré no volver. Mas ni aun así acababa de hallarme tranquilo.

Se me puso en esta cabeza no dejar todavía del todo las casas de postín. En tanto llegaba de Curaçao el barco del Coello, tampoco me venía mal entretenerme con los pisaverdes y sacarles lo que buenamente se emparejara, para no ir gastando de lo mío. También en eso iban saliéndome las cuentas, y ya de muchas noches me decía: «Ésta es la última», como cuando aquéllas de Anica en El Puerto. Pero una me lo dije tan en firme, y tan seguro estaba de mí entre aquella gente que, como no me agarraba ya bien la perilla al mentón, fui a casa de los Soto sin ponérmela. Conté que me la había afeitado y no hubo quien no me dijese que se me veía sin ella igual o mejor que cuando la tenía.

Aunque, mira por dónde, salgo esa noche de aquella casa, paso el patio y el zaguán entre los esclavos que esperaban, y apenas encaminarme a mi madriguera dando los rodeos de siempre, otra vez sentí como si alguien anduviese acechándome. Dos veces volví los ojos y una hasta los pies, pero no vi a nadie. Más despreocupado estaba ya, cuando, cerca de la plaza, sale por una esquina y se me viene el viejo de Los Hermanos Franceses en Las Goteras, aquel canino de los huesos y los temblores.

Subía la calle pegando tumbos despaciosos, como nao grande en mar de leva. Pero los enderezó al enfilarme y supe al momento que estaba muy en lo suyo y que otra vez venía a por mí semejante alfeñique. Igual que si me lo contaran, me calé que era él quien me había seguido, ésa y aquella última noche de Las Goteras, la que lo pelé, y cualquiera sabía cuántas ni cuántos días; entendí de alguna manera que, aun con su cabeza descompuesta, el viejo se las había ido arreglando para medirme los ires y venires, por mondarle su dinero o por haberme tomado entre ojos, según vi ya de entrada en la mesa; y conociéndome en ropa de farsante, sin que ni con perilla o sin ella lo embaucara.

Venía para mí derecho, desvariando y con las manos atrás, como huido de la casa de los locos; a alcoholes no le olí. Ni antes ni luego.

Ya al lejos me entró bronco y a voces, mirando a todas partes pero como sin ver, y cual si llevase treinta años buscándome para tirarme por fin a la cara aquel dicho suyo que me soltó en cuanto lo vi:

—¡Resiste! ¡Resiste!

Le noté en los ojos desparramados que buscaba un final y eché dos pasos atrás aprestándome a defensa. Pero el verlo tan maltrecho y de remate me daba mucho menos cuidado del que debí. Aquel pelo blanco y puerco, la vejez y los guiñapos, la quebrada voz de loro… Me dice:

—Mis reales. Dámelos.

Sin escucharlo, abordé la calle.

—¡Dámelos!

Esa vez lo chilló. Saltó a cortarme el paso y me detuvo.

—No me haga reír, pues tengo un labio partido —le dije—, ni se me ponga en medio, que voy deprisa.

Seguía con las dos manos a la espalda y se lo tomé también por manía suya. Pero empezaron a írseme las compasiones cuando me farfulló si no le tenía miedo.

—A otros se lo dará, abuelo —contesté, sintiendo en mi lengua aquel eco a sangre—, que, lo que es a mí, no ha nacido quién.

Se me vino encima. Quise echarlo a un lado y, siempre con las manos atrás, me atropelló con el pecho esmirriado hasta hacerme trastabillar. Me hice cargo, estando en ésas, de que no iba a entender lo que todavía no entiendo: de dónde sacaba las fuerzas aquella ruina. Tenté ya el Moreno al oírle:

—Lo nuestro es la salilla de los toros, señor. ¡Resiste!

Aun extrañado de su empuje, cómo iba yo a saberme, bachiller, tan de boca en la muerte a cuenta de aquel mojoncillo temblón.

—He sido toreador en Sevilla —le digo—, aunque no de viejos, sino de vacas. Se quite de mi camino. Pero ya mismo.

Entonces fue cuando echó las manos alante. Despacio, muy por bajo y volviendo luego a juntarlas, como ofreciéndome algo que, con lo oscuro del sitio, no acabara de dejarme distinguir. Ni estando loco se sostienen así una pistola o un cuchillo, a manos juntas, de modo que esperé ver cualquier cosa. Cualquiera. Menos aquel hachita de abordaje.

Días más tarde, hijo, al ir rememorándolo todo con mucho trabajo, de lo que más me costó acordarme fue de lo que vino después de eso: de que me dio tiempo a ver que aquel cabrón ruina me estaba levantando el hacha en corto. Como que, mientras jalaba del Moreno, tiré la cabeza atrás y se le fue el primer golpe. El segundo, ya no. Tanta o más presteza que fuerza tenía el viejo, o la locura se las daba. Me hizo un quiebro desmandado, que no podía yo esperármelo; así y todo, a ciegas, supe cambiarle el rumbo a mi brazo y sentí que el Moreno hacía carne y no en mal sitio. Pero algo me pasaba que no podía volverme para mirar. Aún entrevi un candil por una ventana, oí en ella una voz de mujer:

—¡Favor, que acá se matan!

Y de pronto no fui más que dolor. No sé si otra cosa ancha y oscura, que también vislumbré, sería la hoja del hacha apartándoseme de la cara de plano y despacito, porque se estaba viniendo abajo quien la sostenía. Pero yo era ya sólo dolor y en nada podía fijarme, no me quería más que morir. Por el polvo de mi madre, bachiller, que no quería más que morirme, se lo estaba pidiendo a todos los santitos del cielo. Tú habrás oído hablar de lo que es un dolor Miserere, muchacho. Nunca lo padecí yo, ni lo vi en otros, pero no creo que fuera más chico el que me comía, que hasta se salía de mí. Cuando la hinqué en el asalto al Santa Rosa, y aun siendo poco lo que me pasó, el perderlo todo de vista vino primero que el dolor. Pues en lo de San Juan fue al contrario. Tanto es así que, al perderlo, agradecí entrar en muerte y que todo, el dolor por alante, se me apagara muy aprisa. Me iba al suelo recreándome en irme y ya te digo que, si caer era morir, no quería más que seguir cayendo.

Y luego el dolor era el mismo, a ver si me explico, tenía la misma cara, aunque ya como agazapado, no en pie. Y había dos vigas negras, gruesas, y dos rostros de hombre y de mujer, que al de ella no lo había visto nunca y era fijo, mientras que el hombre tan pronto estaba como no, y además me sonaba su cara muy de lejos. Los miraba yo desde abajo de un pozo, ellos asomados allá arriba en lo redondo del brocal, en medio de un pestazo a potingues de botica, y sin poder yo hablarles ni acercarme, lo mismito que en las pesadillas. Moví la cabeza para un lado y el dolor se puso en pie y chillé: ese quejido fue lo primero que oí y en ese quejido puse pie sin hacer por hablar ni moverme, que no podía, para empezar a ir saliendo del pozo.

Peleé solo, echándole un tesón y maldiciéndome los ayes, que me los escuchaba yo mismo de cuando en cuando y no me gustó nunca andar quejumbroso delante de la gente y, menos, de mujeres. Bregué tiempo y tiempo. Pero aquella briega no tenía que ver con minutos ni con horas; otra vez se nos quedan cojas las palabras, bachiller, ¿lo ves? Ni me hacía cargo si era de día o de noche. Me paraba para juntar fuerzas, y venga. Pero todo eso por adentro de mí. Hasta que ya fui subiendo por aquel pozo. Como por el aire. Viendo más ancho, poquito a poco, el agujero al que se asomaban esas dos caras y esas vigas. Me envalentoné, me quise mover, salir de un tirón. Hice por enderezarme y el dolor me apaleó hasta los tuétanos, tardó en amainar y me vinieron bascas y vomitonas, que creí se me reventaba y derramaba como un puchero la cabeza entera, con todos sus huesos, carnes y caldos. Entre esas convulsiones, sentí a la mujer sosteniéndome por la espalda, le escuchaba la voz, toqué en mi frente tablillas, hilos. Y volví al fondo del pozo.

Cuando otra vez fui subiendo, ya no fue sino para ir a más, aun con las calenturas que me entraron.

Me metían por la boca a ratos unas poleadas clarillas con azúcar y canela, y un rebujo de limón y agua de coco. Veía la cuchara, veía la cara de la mujer, ya de cerca. Me iba de varetas y mis cochambres, válgame Dios, las empapaba un saco doblado; sintiéndomelo abajo fue como supe que estaba en una cama. Iba volviendo en mí como a puntadas: de pronto me daba cuenta de que tenía tapado este ojo o decía dos palabras sueltas y me enteraba de que las había dicho; ahora veía entera una habitación desconocida, limpia, puesta muy decente, y luego la dejaba de ver; ahora oía al hombre hablando con otro, diciéndose que si el hachazo va de frente y no de lado, ay, y que, aun así, igual no me sacaba de aquélla ni la piedad de Dios. Pero yo salí. Yo sabía que el pozo estaba yéndose y que el dolor iba encogiendo, aunque las que se ancharon entonces fueron aquellas calenturas fuertes y un calvario de jaquecas y males de cabeza.

Después de uno de los calenturones, y de la noche a la mañana, me enredé a preguntas con la mujer, como si me hubieran desamarrado la lengua. No se esperaba ella ese parloteo y era una dueña vieja, para mí que medio monja y de mucho rosario; siempre lo tenía en la mano. Riñéndome como a una criatura, me dijo muy áspera que no hablase si no me quería morir, que siguiese durmiendo y que, si estaba yo en mí cuando él volviera, ya me diría el dueño de casa cuanto hubiera de decirme, pues ella no era quién. Volví a dormitar, más que nada por no verla, y en cuanto sentí al hombre me faltó tiempo para soltarle muy aprisa que no iba a contrariar a nadie hablando y agitándome con daño para mi persona, pero que me pusiese al tanto de todo y que, en sabiéndolo, me dormiría o callaría cuanto fuese preciso, como me tenían mandado. Lo oír reír muy de buenas y tratarme de don Manuel, nombre que no entendieron de momento mis sesos aflojados, por ser el falsuno y no el mío. La cara de ese hombre me seguía sonando y, en cuanto se sentó junto a mí, más todavía me sonaron su ropa militar y las botas altas y descotadas. Pero no acababa de caer en dónde lo habría visto, ni estaba uno para cavilares.

Me contó muy sosegadamente que, yendo él nocheando, corrieron por la vecindad voces de alarma de una mujer, y él acudió con su gente a la trifulca blandiendo espadas y luces, a tiempo de ver cómo se desplomaban dos cristianos: por un lado yo, con medio hachazo en la frente, y por otro el andrajoso que me lo descargó, a buen seguro que para robarme. Tenía mi contrario un cuchillo metido entre pecho y gañote que no lo dejó llegar vivo al suelo y que, por lo viejo, no parecía ser mío. Le aseguré al hombre que todo eso era lo sucedido y no le pude callar mi disgusto cuando, al preguntarle por el Moreno, me contestó que lo había tirado un soldado que iba con él. Se extrañó luego de mi apego a esa antigualla y le dije que era recuerdo de familia y que no se hablara más de ello. Pero me sentía como si hubiese perdido mano o pierna, sin mi compaña de por vida y sabiendo que no iba a tomarme el trabajerón de buscarlo y que, en otros tiempos, no hubiese parado hasta no dar con él, con lo que vine a hacerme cargo de que, aparte el quebranto en que me hallaba, ya yo no era el mismo ni andaba con iguales ánimos y pujanza.

—Tenga a bien —murmuré— de hacerme saber dónde estoy y el tiempo que llevo aquí.

Me contestó el hombre que tres días, cuando yo estaba en que eran por lo menos diez, y me dice:

—Se encuentra, mi señor don Manuel, bien cerca de donde cayó y bajo mi humilde techo: aquí me lo traje por voluntad de que no acabase como un perro. Estaba quedándose sin sangre y más muerto que otra cosa; nada sabía yo de sus señas, ni quién me las daría, y el Hospital Real rebosa de dolientes. Resolví, pues, atenderlo acá en mi casa, donde dispongo de este aposento y de ama muy cristiana y sufrida, ducha en todo y, más, en cuidar enfermos. Fuime corriendo a por el gran don Antonio Pessio, el cirujano de la Armada, que es quien lo está sacando adelante, indagué luego hasta ir sabiendo de su merced, la verdad que no mucho, salvo su nombre y que es hombre de garbo; y ahora he de decirle que lo tengo en mi casa fiado en su caballerosidad y en que, de querer Dios que no muriese, habría de pagarme los costos de sustento, cirujano y remedios de la botica, ya que mi salario de capitán, aun estando soltero y sin familia, sólo me da para vivir con decoro y no para gastos tan fuera de los comunes.

Parecíame de razón cuanto me estaba hablando y haber caído en buenas manos, cuando, al reparar en que se decía capitán y en que aquéllos con los que vino a socorrerme no podían ser más que su tropa, fueron mis memorias a aclararse y yo a entender las vueltas que da el mundo: Juan Cantueso, burlador de la ley y huyéndole siempre a uña de caballo, estaba en la casa de un comisario de Su Majestad, alojado y tratado como herido de alcurnia.

Por si fuera poco, me dijo el hombre que me estuviese sin cuidado en cuanto a la Justicia, pues era cosa clara la de haber matado yo en defensa mía, y no había más que ver las diferencias de mi calidad con la miseria y tufo de mi atacante, así que ninguna averiguación iba a hacerse, y que me lo decía para mi bienestar. Volví a entender que buena capa todo lo tapa y que, aun no siendo todo tan trigo limpio, allí no había más delincuente que el difunto. De no marrarme esta cabeza, y quitando los que en barullos de asaltos debí echar por tierra, fue aquél mi último espichado cara a cara; tengo para mí que hizo número siete, hijo; tú has de llevar esa cuenta mejor que yo, y por lo más santo te digo que no has de meter en ella, ni ahora ni nunca, los muertos de quien es padre de mi cautiverio, ese maldecido alemán que me tiene aquí.

Pero vamos adónde estábamos y déjame decirte que, aunque con tanto razonamiento ya empezara a flaquearme la mollera y a cerrárseme los ojos, aún tuve tiempo de concertar que aquel militar me sonaba de verlo por San Juan en ronda con su hueste, de noche más que de día y convidado alguna vez en los patios a refrescar de paso el gaznate, él y sus hombres, por señores interesados en que ajustase sus vigilancias a las calles donde tienen ellos sus casas y sus bienes. Aun así, y con mi alerta de andar muy desde chico ojo avizor a todo mamón de la Justicia, no hubiese reparado mucho en ese comisario a no ser porque en algo se me parecía, y no ya en los años, que habían de ser los mismos. Era andaluz también, de Ronda, y me dijo llamarse Valentín de Sotomayor.

En los días que vinieron, y apenas me vi en condiciones de estar dos horas sin dormirme, pedí al capitán Valentín me hiciese favor de pasar recado a un mulato medio criado mío y vendedor de carbones que, sin familia como yo estaba en San Juan, me habría de procurar cuanto fuese necesario. Le di las señas del Bendito; confiaba en que el pardo no me iría a jugar traiciones y sólo de él podía servirme para disponer de dineros, pues mis últimas ganancias no las había sepultado con la faltriquera, sino envuelto en un lienzo que escondí entre las pajas de mi jergón.

No dejé de temer que el don Valentín metiese nariz en aquel encargo, pero él mismo vino a sacarme de esa zozobra diciéndome haber oído algo sobre una historia mía de pasiones atrevidas y secretos de honor, con los que casaban bien cualquier encubrimiento o rareza. Y en nada de cuanto me decía lo escuché preguntón de a-ver-si-te-pillo, sino discreto y amistoso, como nunca lo hubiera esperado de ningún justicia.

Fui yo el que le demandé quién le había hablado de aquello y me dijo que, sabedora de mi sangrienta aventura y de que me hallaba en casa de él, gente muy principal de San Juan había pasado a verme mientras estaba sin sentido y en mis horas más graves, pues se me había llegado a dar por muerto, y que él aprovechó esas visitas para preguntarles a todos por mi casa. No sabiendo nadie dónde paraba yo, ni qué hacía, sino que iba a pasar pronto a Panamá, terminó al fin una dama por referirle mi esquivez y el grande amor secreto que según fama la causaba, así como que yo gozaba de la confianza y el aprecio de todos y aun de don Luis de Zulueta, el secretario y confidente del señor gobernador, quien podía responderle de mi persona mejor que nadie. Otra vez me cagué, pero ésta de risa y para mis adentros.

Esa misma tarde llegó a verme El Bendito como si nada, con su cara de corcho y sin mostrar por mi desgracia ni frío ni calor. Hice salir al ama, le conté a mi casero todo lo ocurrido y, encomendándole cuidara de no enseñarle a nadie mi oreja verdadera, le pedí me trajese de mi jergón unos dineros allí escondidos, luego de comprarme de ellos dos mudas. No era todavía de noche y ya estaba de vuelta El Bendito con la ropa nueva y los doblones. El cirujano Pessio acababa de irse y bramando, pues tanto me lastimó al desentablillarme y hacerme la cura, que recogí las piernas y le pateé la cara con tal brío de hacerle dar de espaldas en el suelo sin decirle un usted dispense, ni por eso ni por haberle espantado antes a un fraile que se trajo, por si yo quería confesión y oraciones.

Ya con la cabeza desencajonada, y a través de las hilas que me la vendaban tapándome el ojo, empezaron mis dedos a sentir la zanja que estás viendo, bachiller. Le tenía yo preguntado al cirujano si habría de quedar tuerto y me dijo que no, pero que era voluntad de Dios que ya este ojo no pareciese tan bien como antes, pues el viaje del hacha, bajándome la fundilla del párpado, me lo había encortinado a medias según ves, siendo milagro que no lo hiciese caer y, con él, la cara entera.

Con muy suaves manos, y con sus mañas de santero, me vio El Bendito la brecha antes de irse y me dijo en dos palabras que me proveería un remedio para aligerar las curas, sin más cirujano a llevarme cinco pesos por rato de martirio. Sabía yo que, con todo su poco gastar saliva, cosa que dijera El Bendito iba a misa. Y así fue, pues me arregló y me trajo al otro día una orcilla con un emplasto hecho de unto de gallina, catalicón, sal y tabaco, que, mejor que todo lo de la botica, y aun con sobrados escozores, me fue secando la herida muy aprisa; ya no gasté más que en alimentos, aparte otros cinco pesos que le di al ama para tenerla contenta.

No hubo tarde en que no fuese El Bendito a hacerme sus curaciones y a estarse allí conmigo, hasta que no me aquejaron jaquecas ni fiebres y sabiendo yo que por buen apego y nada más, pues ni quiso cobrarme su remedio. En acabando sus ventas del día, se acurrucaba en el suelo junto a la cabecera de la cama, se estaba como perro o gato, sin habla, paula ni incordio alguno para mí ni para la dueña rezadora, y se iba bien de noche. Sólo una vez me dijo, saliendo ya, haberse topado con La Bella Trinidad, toda desolada, querellándosele del mucho tiempo que yo llevaba sin ir a verla y diciéndole que yo era hombre incapaz de querer ni a la camisa que tenía puesta. Pero el mulato se estuvo punto en boca, lo que me pareció muy bien, y aún le recalqué que, si se daba otra vez con mi negra, le dijese que ya me había ido de San Juan.

Con eso de no vivir en su cuartel, también el capitán Valentín me dio ratos largos de compaña, que según anduve a mejor ya fueron de palique, y el día en que El Bendito me quitó los vendajes, vi una impresión en su cara, y en las de cuantos estaban mirando la mía, que acabé pidiéndole al ama un espejo. Resistióse ella, le porfié yo y, aunque ya el palpármelo me había dado noticias de este desaguisado, me sobresaltó verlo y mucho tardé en poder conformarme con el acabamiento de mi buen semblante para seculaseculoro.

Del sinsabor, volvióme un recargo de las calenturas que ya se habían ido, y luego dije que nones a toda visita, hasta a la del edecán Zulueta. No quería cagalástimas de nadie y por las noches no cogía el sueño; se me iban en claro, medio mareado con el crocró de los coquíes en el jardín de enfrente, y venga con que Anica nada querría ya con un adefesio, ¡cómo no iba a estar de por medio ella!, y dale con que iba a írseme el bergantín del Coello, y duro con la rabia de la pérdida de mi cuchillo, que en los sueños lo buscaba y lo encontraba, y al despertarme era peor.

Pero, al correr los días, de lo que había sido mi vivir fui sacando ánimos para remontar el tener que ir por el mundo desfigurado, de los que se ven de lejos: lo mismo me costó salir de ese entripado que del de andar sin el Moreno. Echaba la vista atrás y tanto se me juntaba en esta cabeza que, al borde de los cuarenta años, me parecía cargar ya con más pasos y memorias que dos viejos de ochenta.

Me supo El Bendito agobiado por lo de mi cara y, sin decirme nada antes, me llevó parche, hecho de un tafetán forrado entre dos recortes de seda negra, que me escondiera el ojo, con otra pieza de lo mismo empalmada encima para tapar el costurón de la frente, su cinta alrededor de la cabeza y una hilera de perdigones pegados con mucho esmero entre las telas abajo del parche, a que cayera de su peso y no me lo alzasen el viento ni el andar. Se lo agradecí y hasta estuve unos días con todo eso puesto, haciendo por acostumbrarme a llevarlo mientras el destrozo terminaba de ajustarse y de echar costra. Pero me reventaba el engorro y que, sin haber perdido el ojo su vista, aquello me la quitara, con que acabé tirando ese traperío y guardándome el parche de recuerdo.

Eché cuenta de las fechas y entendí que, si me dejaba de sofocones, tapujos y aperreos con lo que no tenía vuelta de hoja, y no miraba más que por sanar, no perdería el barco negrero del Coello ni iba a recaer en la travesía así fuera larga y mala, como lo fue. Ya no estaba más que en irme, no veía la hora de poner planta a bordo y más en desazón llegaron a tenerme las ganas de dejar San Juan que los males mismos. Esa voluntad me sacó del cuerpo los últimos alifafes y empezó a picarme la brecha con la picazón que es seña de salud en las heridas y anuncio de su término.

Le tenía pagado al señor Valentín hasta el último maravedí y ya era para él una compaña más que un incordio, pero se alegraba muy de veras al verme en gran mejoría, andando solo por la alcoba y con el contento de mi pronto embarque. Comisario o no, ya andábamos tuteándonos y lo sentía como a gente amiga. Presente tenía lo que había hecho por mí, sin conocerme, y seguía divirtiéndome que uno de la Ley anduviese en protección y hermandad del que yo era y fui y soy.

Sentado con él junto al balcón, díjome Valentín una tarde que, aparte la salud recobrada, le parecía a él que lo que me estaba poniendo como nuevo era el ir echando a un lado el malestar por lo de mi cara, y que tampoco debía tomarme eso como daño sin arreglo, aunque pareciera tan para los restos de la vida.

—Grandes brechas he visto —me dijo— que acabaron borrándose y no viéndose, como la de un teniente Macías, de Méjico, que aquélla le atravesaba cuello y mejilla. En cambio, trasquilones más chicos pueden quedársete para siempre. Como éste.

Y, remangándose el puño de la camisa, me hizo ver en su muñeca derecha un garabato cejado y saliente, que se veía bien antiguo y que, así y todo, le pelaba de vello el sitio. Preguntéle quién y cómo le había hecho esa cicatriz, y me contestó que, según supo en España por su gente, se hirió no sabía con qué, siendo criatura chica. Noté que, sin dar motivo lo que me enseñaba ni su explicación, se le apesadumbraban un punto la cara y la voz, y desviaba en seguida la plática para otros rumbos. Algo empezó a trabajarme por adentro, pero la parla me lo alejó.

En mitad de la noche, me desperté con lo mismo. Empecé a juntar cabos y ellos me fueron llevando a una memoria y pensamiento que tanto me costaba dar por buenos como por descabellados. No me dejó ese rebullir tomar el sueño en tres o cuatro horas y, como la marea, me subía y llenaba a cada instante lo que a la tarde había visto y oído en torno a la cicatriz del capitán: su lugar, su hechura, lo tempranamente que la sufriera, la pesarosa prontitud con que dejó de hablarme de su familia… Fui enhebrando a eso su nacencia en Andalucía la Baja, y aun su ligera semejanza a mí en edad, talla, pelaje. Y, sin remedio, todo me encaminaba el magín a cuanto me refirió El Honrado en El Puerto sobre el hijo que le robaron; acabé diciéndome que, si esta perra vida es sólo azar y cambios, por qué no había de ser Valentín aquella criatura de cuya suerte supe tantos años atrás.

A la mañana, así como a la distraída, le pregunté por su cuna, otra vez lo vi medio turbarse, y que no me daba noticia oscura ni clara, y ya me hice tema de si le entraba o no le entraba con lo que por dentro me andaba hormigueando. Entendí no ser moco de pavo mi cuestión, pues si Valentín era quien podía ser, el padre antaño y el hijo hogaño me habían hecho escapar de la de blanco, por lo que mucho me iba a costar callarme. Pero tampoco era chico aprieto el de agraviar al capitán si nada tenía que ver con aquello, y tanto más peliagudo acertar, descarnándole al hombre quién sabía qué llagas y memorias.

Con la cabeza hecha devanadera, entendí finalmente que más a disgusto iba a estar si me callaba y tiré por tomar un camino de en medio, así que, después de la hora de siesta y acomodados de nuevo en el balcón, le entré de esta manera al comisario:

—Amigo Valentín, como dicen que el mundo es un pañuelo y no hay más que estar vivo y saber que es un baile loco para cualquiera, puede haber hecho Dios que, de nuestras últimas parlas, haya venido yo a acordarme de algo que pasó hace muchos años y que, de ser casualidad, es bueno que los dos sepamos que lo es, y, de no serlo, a nadie más que a ti puede importar. Bien estaría que no te fueses esta noche a tu ronda sin que yo te hable de ese algo, pero antes harás favor de hablarme de tus pasos y gente, desde el nacimiento hasta que viniste a Indias, así sea muy por encima. Me contarás lo que te parezca y me callarás lo que desees, pero mira que no hay curioseo ni artimaña en mi querer saber.

Púsose el capitán pensativo, y me dice al cabo de un rato:

—Antes quiero oír esa historia tuya que andarte con la mía.

Le relaté entonces mi estancia en El Puerto, que achaqué a locuras de mocedad y como huido que estuve un tiempo de los deberes y comodidades de mi casa, para correr mundo por mi cuenta. De cuanto allí pasé, no hice más que saltarme la muerte del corchete, aunque haciéndole saber a Valentín la mucha ayuda que me prestó El Honrado, tanto al sacarme del hambre viva como de las manos del duque de Riarán, con cuya querida tuve amores, y terminé pintándole lo mejor que pude la historia del hijo robado cerca de Arcos, y el sinvivir en que tenía al Honrado la esperanza de dar con él. Al hilo de mi conversa, y en llegando a lo de la cicatriz y a las palabras del ladrón a la madre, me puso Valentín una mano en el brazo, ocultó la cara en la otra y lo agitaron pujos y suspiros que, pese a su empeño por dominarlos, se le subían del pecho y le cortaban el aliento. Ya aquello fue diciéndome que podían ser ciertos los toros, pero nada habló él en un buen rato ni yo le apremié a responderme. Más calmado el hombre, no pudo con el peso de sus sentimientos y se explicó así:

—Extraño te será verme como me ves. No sabes, Manuel, la turbación y duda en que tus palabras me ponen: todo lo que me has dicho casa con cuanto sé de mí, y con lo que aquí me tiene desterrado. Sobran razones, que ahora sabrás, para que me veas tan en vilo como estoy y, precisamente porque no es locura pensarlo, me altera que pueda ser yo aquel niño de que me hablas. Escucha, a ver si no:

Crecí efectivamente sin hermanos y en casa noble, que es la de los Sotomayor, de la ciudad de Ronda. Me eduqué en letras y latines, pero me llamaban el rumor y el riesgo de las batallas, y la vida y la gloria militares, así que abracé el oficio de las armas no más llegar a mozo.

Pronto hice en él carrera, tanto por atrevimientos y sacrificios en las guerras como por disciplina en la paz, favoreciéndome también el prestigio de quien tenía por padre. Serví a España en las galeras del Rey con el grado de teniente, combatí en las rebeliones de Mallorca y Sicilia, fui herido en la segunda y más famosa expedición contra la fortaleza mora de Salé y me preparaba a partir para otra campaña cuando, vacante en las guarniciones sevillanas un destino de más lustre, allí me tocó asentarme y servirlo.

Hago memoria de que, estando en Sevilla, tuve lugar dos veces de ir al Puerto de Santa María al mando de tropas de escolta, la una con el almirante de Castilla, que pasaba luego a Cádiz, y la otra con cartas muy reservadas del Rey Felipe, justamente para el duque de Riarán, señor del Puerto y tu enemigo, en cuyas caballerizas hallaste pan, amor y techo: una ocasión aquélla en que, de ser mi padre ese Honrado que dices y estando él siempre en mi busca, bien pudo haber dado conmigo. Pero, dispuesto ya a salir, se cruzaron en mi camino celos de la guardia del almirante la primera vez y, la segunda, una revuelta en los campos de Carmona, así que fui relevado de hacer esos viajes al Puerto.

A edad de veinticinco años, recién subido al trono Su Majestad el Rey Carlos, volví a mi ciudad para gozar de una licencia larga y conocí en mi casa a la hija, también única, de doña Teresa y don Fermín de Tovar, muy amigos de mis padres y de tan limpias sangre y fortuna como ellos. Clara era el nombre de la muchacha, y te he dicho sin mentira que entonces la conocí, porque no la veía desde niño. Siete años tenía menos que yo y dos encuentros bastaron para enamorarnos. Ni honra ni dineros nos distanciaban y nada dificultaba nuestro casamiento, así que me pesó y extrañó sobremanera advertir, en los padres de Clara, reservas y resistencias para conmigo en cuanto percibieron señales de ese amor, que, mientras no fraguase en hechos, preferí callarle a mis padres.

Con muchas y avispadas excusas, dejaron los Tovar de frecuentar mi casa, y estorbaron cuanto pudieron los encuentros entre Clara y yo, pero, viendo que no cedían nuestros amores, pasadas dos semanas enviaron la hija lejos, a casa de unos parientes que tenían en el Santo Reino de Jaén, sin darle tiempo más que a emprender viaje y sin que, por no causarles disgusto, les hablasen a mis padres de tales contras y desaires a mi persona, cosa que también les callé.

Desentendiéndome de desánimos, cabalgué a Jaén en tres días y, con grandes precauciones y la ayuda de una dueña, conseguí entrevistarme con Clara en su ventana. No me pareció ella menos sorprendida que yo del rechazo en que su gente me tenía, pero me renovó su amor igualmente; ya a la otra noche, en un segundo encuentro, los ladridos de un perro de la casa me delataron a sus familiares.

De esto se siguió un recado expreso a Ronda y una nueva y más rigurosa resolución del padre de ella, quien la hizo trasladar del Santo Reino a Osuna y, como supe por un sirviente de los Tovar, encomendó su encierro allí a la abadesa del convento de las Madres Trinitarias, con lo que vernos o hablarnos pasó a ser imposible.

Tales fueron entonces mi desconcierto y rencor que, vuelto a Ronda y estando ya mi licencia próxima a acabarse, forcé ser recibido en su casa por el padre de Clara, siempre a escondidas de mi familia y después de mucha porfía por salvar su intención de no verme, y de que me hiciera saber gravemente, apenas presentarme ante él, que sólo en gracia a las personas de mis padres estaba yo allí dentro.

Nos encerramos en una sala y, antes de que pudiese yo abrir boca, me dijo estar al tanto de mis intenciones para con su hija y que no podrían tener cumplimiento, pues Clara andaba ya prometida a un joven de Antequera, cuyo nombre no pensaba darme en previsión de entuertos o de un desafío; de modo que, en atención a tal compromiso, supiese echar a olvido mi empeño.

Nada me había contado Clara de estar apalabrada en matrimonio por sus padres, o en amores de otro, así que, sin darme por vencido en mis aspiraciones e invocándole a don Fermín la larga amistad de su familia con la mía, la igualdad de mi cuna y mis merecimientos militares, pedí muy cortésmente al caballero me hiciese saber, por lo menos, a quién y cuándo había otorgado la mano de su hija. Díjele que, para tranquilidad de todos, estuviera seguro de que iba a tomármelo de buenas, sin conductas violentas, y, por no desmentirlo ni ponerlo en evidencia, le certifiqué que aunque algún pretendiente anduviese detrás de Clara, a nadie quería ella por esposo sino a mí, pues me lo repitió en Jaén y aun me había dicho allí estar tan extrañada como yo con semejante guerra a mis buenos propósitos.

Encerrándolo en tan discretas demandas y razones, conduje al señor por fin a no saber qué responderme y a ponerlo, sin yo querer, en desacomodo y entredicho, lo que le fue llevando a impacientarse, destemplarse y terminar diciéndome que, si deseaba más aclaraciones, se las pidiese a mis padres y no a él.

Esas palabras me asombraron pero, empujado por ellas antes que cohibido, estreché el cerco y le juré al de Tovar no poner pie fuera de aquella sala mientras no me diese razón de lo que acababa de insinuar. Más y más acosado, perdida toda prudencia y ya sin tiento para dominar la cólera, me dijo en mal tono el hombre que, aunque no me encontrase al tanto del enredo, ya tenía que ir sabiendo que ni era yo un Sotomayor cabal ni legítimo hijo de mis padres, y que si en lugar de escondérmelo ellos me lo hubieran hecho saber a tiempo, no habría motivo a pleitos como aquél.

Sin dar fe a mis oídos, apoyé las manos en la mesa con la cabeza baja y oí a don Fermín decirme, ya algo más serenamente, que le pesaba haberme hablado así, pero que no era posible que mi sangre fuera a juntarse con la de Clara, y que no lo obligase a hablar más. La rabia, la sorpresa y la humillación casi no me dejaban escucharlo, aunque traté también de sosegarme y le solicité al de Tovar que, metido ya en tales declaraciones y por ahorrarle a mis gentes el dolor de contarme lo que fuese, acabara de hacérmelo saber él mismo.

Aún se resistió un trecho, y al cabo, procurando hacerlo con cuanta calma pudo, me habló así:

—Me parece, Valentín, ser de razón lo que me pides, y que nada ha de ganarse o perderse con que salgas de aquí sabiendo aquello que ni por una hora más ibas a permitir te siga escondiendo tu familia, tan queridísima de la nuestra.

Ve conociendo, pues, que los que todavía llamaré tus padre y madre llevaban varios años de casados ansiando descendencia y pidiéndole a Dios una criatura que les alegrase la casa y fuera su heredero. Vieron a los médicos más sabios de la Andalucía, probaron toda suerte de remedios, aun de curanderos y húngaros, y persuadidos al fin en Granada por el doctor Báez de que ella nunca podría ser madre, se decidieron a prohijar un niño.

Firmísima era su voluntad —siguió diciéndome el padre de Clara— de que esa criatura fuese tenida como de sus propias carne y sangre, así que no recurrieron a las casas de expósitos, ni hablaron con religiosos, ni a nadie pasaron noticia de su intención, sino a una morisca encristianada Juanica que ellos habían criado y con ellos vivía, mujer de grandes viveza e inteligencia, muerta de una peste muy extraña y mortífera llegada a Ronda años después. Era dueña Juanica de toda la confianza de tus padres, quienes la quisieron mucho, y fue ella quien les pidió encargarse del asunto bajo juramento de secreto y prometiendo enveredarlo todo de la mejor manera, como lo hizo, siempre que no le anduviesen con pesquisas ni averiguaciones.

Lo aceptaron así los tuyos, y tan bien previnieron las cosas con la morisca que empezaron por retirarse a una heredad suya de cereal y olivar distante de Ronda y que tú has de conocer, Las Torrenteras, arguyendo razones de salud y un posible y muy delicado embarazo de tu madre, para quitarla de la vista de cuantos pudiesen notar que no estaba preñada. Sólo tuvieron acceso a sus habitaciones tu padre y la fiel Juanica, que había tendido ya sus redes valiéndose de los de su casta, pero sin saber los tuyos por dónde ni cómo.

Pasados ocho meses y a deshora de una noche de tormenta, llegó al patio de la casería un jinete embozado al que ya Juanica esperaba en vela, avisada de su arribo, y que partió al galope apenas recibir de ella una bolsa de dinero, y ponerle en los brazos al niño que ahora eres tú.

De ellos pasaste a los de tu madre, quien aún se demoró en Las Torrenteras un par de años mientras tu padre iba y venía a atender sus menesteres en Ronda, propalando allí la noticia del hijo, la conveniencia de que su mujer alargase su estancia en el campo y que, a cuenta de su salud, más agradecía ella parabienes que visitas. Así, al volver después de mucho a su casa de Ronda e irte mostrando a unos y a otros, todos se hicieron lenguas de lo crecido y hermoso que estabas, sin sospechas ni comentarios que el tiempo ya se había encargado de distraer.

Ni a nosotros —dijo luego el señor de Tovar—, tan amigos de ellos entonces como ahora, llegaron a confiarnos su secreto, que debió quedar asegurado y cerrado para siempre con la muerte de la morisca, sucedida en aquel azote de peste que te dije, y que asoló Ronda contando tú seis o siete años.

Mas, como todo ha de esperarse de la voluntad del Señor, he aquí que también tu madre cayó presa de un aletazo de la epidemia, del que pudieron sacarla de milagro, y que mi esposa fue a verla bien pasado ya el peligro de contagio, pero cuando aún la castigaban los fiebrones con que aquel mal se despedía de los que no mataba. Sola en la alcoba con tu madre, y sentada a la cabecera de su lecho, la oyó mi mujer en los delirios de la calentura hablar de ti y clamar que tanto o más hijo suyo te sentía como si lo hubieras sido de sus mismas entrañas; le escuchó, en desorden pero con claridad, sus memorias de aquella noche tormentosa, desde el rumor entre la lluvia de los cascos de un caballo, entrecortado por el chasquido de los relámpagos y el tableteo de los truenos, hasta la escena de tu llegada a sus brazos, aún no extinguido el galope del jinete que te puso en ellos, y antes en los de Juanica. Se llevaba de pronto tu madre un dedo a los labios pidiendo, no se sabía a quién, guardar por caridad el secreto de tu origen y lamentándose de no saberlo ni ella, ni cómo te habrías hecho una cicatriz gruesa que en la muñeca traías; o bendecía a Dios de repente porque hubiera triunfado la comedia de su maternidad y toda Ronda la creyese.

No pudo mi esposa por menos que sacar conclusiones de cuanto desbarajustadamente estaba oyendo, y tanta desazón le causaron que, al sanar del todo tu madre y a favor de la afectuosa confianza que siempre se han tenido, le preguntó por todo ello y le relató sus palabras y gestos, diciéndole que le era imposible achacarle a la fiebre tan clara aunque deshilvanada historia.

Fue incapaz tu madre de negársela y, deshecha en llanto, se la refirió prolijamente, aun con la treta de la retirada al campo y la intervención de Juanica la morisca, rogándole por lo más sagrado que ni a mí, su esposo, le hiciese saber cuanto le estaba confiando. Has de entender, Valentín, que sólo al conocer tus amores por mi hija se vio obligada mi mujer a contarme, siendo asunto tan de honra, lo que por muchos años y en respeto a su palabra dada me tuvo oculto; y que si al fin lo hizo fue porque yo, al no saberlo, estaba viendo con agrado vuestra unión que, como bien comprenderás, no hace posible lo oscuro de tu cuna. Te engañó Clara en Jaén, y sería por no herirte, cuando se te manifestó extrañada de nuestra resistencia, pues su madre también hubo de contarle tu historia para disuadirla de su empeño, y al no haber logrado apearla de su obstinación, la pusimos en Jaén y luego en el convento de Osuna, de donde no ha de venir mientras no hayas vuelto a tu destino militar y ella no renuncie a su desconsideración para con nuestra estirpe. Mozo eres, y gallardo y de carrera: busca a otra y acábese aquí esta historia, que harías bien asimismo en callarle a tu gente si la amas y le agradeces como debes el haberte hecho su hijo sin serlo.

Concluyó su discurso don Fermín de Tovar y tan confundido y abrumado estaba yo después de oírlo que no hallaba cosa que decir, ni reflexión en la que pararme más allá de un momento. Pero, imponiéndose a todo, prevalecía la decisión de renunciar a mi querida Clara, por ser tan de razón hacerlo y por seguirle callando a mis padres lo que ya sabía, así como por la desesperada certeza de que los preclaros Tovar jamás estarían dispuestos, por buenas ni por malas y pese a la voluntad de su hija, a dejar a un lado las ningunas garantías de mi limpieza de cuna.

Andaba yo muy agobiado por Clara como por mí, doble perdedor de ella y de mi honra, y estaba allí junto a la mesa tan ensimismado y en piedra que, en los primeros momentos, ni escuché que alguien aporreaba con apuro la puerta de la sala donde nos habíamos encerrado.

Algo más me venía diciendo el de Tovar sobre las sagradas y penosas obligaciones de…, pero arreciaban los golpes en la puerta y, entendiendo que yo no estaba en mí, fue él mismo a levantar la aldabilla para responder cuanto antes a lo que fuese, desde el dintel y sin dejar entrar a nadie.

Contrariando su intención, empujaron la hoja y pasaron atropelladamente a la sala su esposa doña Teresa, que la vi como fuera del mundo, y un mensajero que, mostrando gran cansancio y abatimiento, tendió al de Tovar un papel que tenía en la mano. Se dejó caer la señora en el estrado y don Fermín comenzó a leer, primero en silencio y a poco en voz alta, incapaz de dominar su exaltación y traspasándome en momentos con los ojos envenenados, como si ya no me estuviese envenenando aquella lectura, con cada una de cuyas palabras se me caían las alas del corazón.

De su puño y letra, la abadesa de las Trinitarias de Osuna pedía al matrimonio se pusiese en camino cuanto antes para afrontar y atender una desgracia que había permitido el Altísimo: a los tres días de su entrada en el convento, la agitación y la tristeza manifiestas en Clara habían tomado cauce en una tentativa de fuga, frustrada apenas emprendida y que la joven repitió dos días más tarde, a favor de un fuerte aguacero. No había sido tan fácil hallarla esta segunda vez, pero dieron al fin con ella por el camino de Ronda y Málaga, como a una legua de Osuna, en estado de gran agotamiento y calada hasta los huesos por las lluvias de las que se había querido valer.

Restituida a su celda, vino a caer Clara en tan prontas y recias fiebres que nada pudieron contra ellas el vigor de sus años ni cataplasmas y remedios, tan inútiles contra el mal como contra su desánimo e inapetencia de vivir.

Encomendaba al Cielo la superiora el alma de mi hermosa y confortaba a sus padres en la esperanza de que, pese a los pecados de pasión y ciega desobediencia, las virtudes y piedad de Clara, junto a su mucha juventud y a cuantos peligros y desaciertos conlleva tal edad, la hubiesen conducido derecha a Dios.

Creí volverme loco y en loco acabé cuando, llegando a estarlo primero el padre de Clara, puesto en mayor ira que antes y a merced del dolor, del orgullo y de la conciencia de su desaguisado, no se le ocurrió otro desahogo que achacarme el fin de mi enamorada, llamándome a voces perro bastardo de moro y judío, pues sólo entre esas raleas gritó que habría podido la morisca comprarme, y hasta llenó a mi gente de improperios e injurias por haber provocado tal desdicha al ponerme en lugar que no era el mío.

Sumadas entonces a mi dolor las ofensas, no pude soportar el monstruoso despropósito de oírme culpable de una muerte que, más que a mí, a nadie podía pesarle. Me ofusqué, desenvainé espada y, tendiendo el brazo sobre la mesa, le pasé el pecho a quien así me seguía hiriendo.

Corrí a la calle, desaté el caballo y salí de la ciudad a la carrera y perseguido, logrando a poco distanciarme de mis seguidores. Busqué amparo en las soledades y breñas de los montes de Grazalema, pero a los pocos días volví a Ronda al no tolerar mi pensamiento el de convertirme en un forajido o un salteador, como los que me habían llevado de chico a mi infortunio. Me entregué a la Justicia para quedar en paz con Dios y con ella, y estimaron mucho el que me presentara preso y diese memorial de lo ocurrido.

Una vez juzgado, movieron a clemencia al tribunal los buenos oficios de mis falsos padres, a quienes ya no quise ver, los méritos de mi carrera militar y el testimonio del mensajero de Osuna, quien explicó a los jueces el modo y el momento en que fui afrentado. Pero, sobre todo, obró en mi favor que doña Teresa de Tovar me justificase ante los hombres de la Ley; la cristiana intercesión de aquella mujer, apiadada de mi gente y de mí, y no deseosa de más muertes, conmovió a mis acusadores, evitándome el cadalso y aun la condena de por vida. Fui de nuevo a galeras pero esta vez abajo, con los del remo y no con los de las armas, Tres años padecí en ellas, hombro a hombro con lo peor de los desgraciados que nuestra España cría, y al cabo de ese tiempo pasé a cumplir la otra parte de mi sentencia, que era la de venir en destierro a estas Indias.

Están por cumplirse los siete años que aquí me forzaron a pasar, y no pensaba volver a España; prefería no saber ya nada de cuanto atrás me dejé. Pero ahora puedo acaso resolver otra cosa, yendo en busca de quienes serían mis padres, y restituyendo a los que quisieron serlo el afecto que por largos años les perdí.

Aquí terminó su historia el capitán Valentín, que mucho le alivió los adentros soltármela, y después tuvo a bien hacerme ver que, no estando muy distantes las dos ciudades y siendo toda esa comarca puro monte bandolero, más y más podía darse que fuese él aquel niño robado a las puertas de Arcos y vendido en Ronda luego. Díjele que, para ponerlo en limpio del todo, no había otro Dios ni Santa María que embarcar a Cádiz y pasar al Puerto, donde El Honrado y su mujer, si es que estaban en vida, lo sacarían a él y ellos también saldrían de zozobras viéndole aquella cicatriz. Se lo anduvo pensando Valentín y me dijo que así lo haría y que, caso de vivirle también su gente de Ronda, con todos habría de repartirse de hijo, pues en verdad le parecía serlo no de dos padres, sino de cuatro.

Anochecía ya. Tomó el capitán capa y espada para irse con sus soldados a rondar, y le dije lo que antes había ido publicando por todas partes: que pasaría en seguida a Panamá.

—Poco voy a durar bajo tu techo, Valentín, y a qué hablarte de lo que te debo. No sé si ya nos veremos, pues tengo para mí que el meneo de todas las cosas ni permite que dos vecinos de un patio puedan jurar por la mañana que han de volver a verse por la tarde: contrimás nosotros, con nuestro arriesgado vivir. Pero ojalá que acabes más rico que Cardona. Y, sea o no tu padre, si das con ese Honrado, le dices de mi parte que mucho me llevo acordado de él, tú le dices «de parte de Juanillo el que se fue en la galeota», que ya él caerá y te contará. Y, si eso puede ser, que le dé recuerdos míos, y todo cuanto se te ocurra, a una Anica que también él sabe, y le diga que he de ir por ella.

Me asomó al final de esas palabras una punta de malhumor; estaba picado conmigo mismo porque me oí la voz y me temblaba una miaja.

A los dos días dejé la casa de Valentín y, cuatro fechas más tarde, San Juan, San Pedro, San Pablo y cuantos santos podían aún estarme esperando en las Indias. Me fui sin despedirme de más nadie, quitando al Bendito, y en ropa de pobre como había llegado. Todavía me iba a costar un tiempo saberme y verme ojicaído y descalabrado, más que nada al pisar la calle, conque, como tampoco me convenía ser visto y reconocido, no salí de mi aposento en casa del mulato. Él me llevó de comer, me lavó la ropa y se estuvo conmigo muchas horas, de más compaña y darme aliento que el hablar de tantos, y pasaba a diario por la marina para enterarse de lo que me convenía saber: un día domingo salí de casa de Valentín, y al otro sábado por la tarde me vino El Bendito con que ya había dado en puerto el bergantín del brasilero.

Antes de echarse el sol, me encerré, junté mis dos enseres, desenterré y me ajusté la faltriquera. Luego le pagué al mulato su alquiler, con las manducas últimas, y le dejé, para que se guardase unos reales vendiéndolos, todos mis atavíos de caballero y el espadín. Sin más lamioserías ni quisicosas, nos abrazamos ligero, como quienes han de encontrarse otra vez de allí a una hora, y tomé el camino del bodegón de Jiménez, donde había quedado con el capitán negrero.

Apareció el Coello ya con la noche entrada y aquel barrigón saltándole para arriba y abajo de venga a reírse, muy contento de haber vendido con ganancia los negros medio echados a perder que se había traído de Curaçao para San Juan.

Tanto el bodegonero de Moguer como él quedaron asombrados de mi nueva cara; les conté que un viejo loco me había entrado por las buenas con un hacha y, según me veían ellos la marca y el ojo a medio velo, se maravillaban de que aún estuviera yo allí en pie y con un vaso en la mano.

—No te mataría a ti ni un tornado que te cayera encima —me dijo el brasilero.

—Así es —le contesté—. Ya me cayó y no me mató.

Removida andaba aquel día la taberna, y medio puerto sanjuanero, con una nueva malina para España, que fue aquel desastre de la escuadra del conde de Mauleón el Viejo en las islas de Aves, adonde él había ido para sorprenderle alguna plaza al inglés, y retornó cabrón y apaleado, pues de una escuadra grande volvieron dos barcos y se perdieron catorce o quince. Andaban el Coello y el de Moguer hablando con la marinería de que estaba bien claro que por nada del mundo podía ya España con cuanto tenía entre manos, y que siempre había sido descuidada en no poner espías por los sitios para saber qué iba pasando, sino que todo se hacía en la confusión y, si algo andaba derecho, era siempre como de milagro.

Dieron otros su parecer de que de ese mismo guisado salía que ya fuera y viniera, entre la nación española y las Indias, toda nave que lo tuviese en gana, cómo y cuándo se le antojase, sin juntarse a las flotas regulares y a los convoyes fuertes. Que yo supiera, no era eso lo que estaba mandado, sino que cualquier barco, del Rey o de quien fuese, pasara la mar cobijado en flota grande y defendida del inglés, el francés y el holandés, pues por todas partes iban a más las acometidas de esas gentes y no había día en que no se quedasen en tierra con esto o arramblasen por la mar con lo otro. Pero como los tiempos eran ya otra cosa, con pagarles a los de arriba sus chanchullos y gabelas, cada fletador y capitán de España y los alcaldes de la mar venían haciendo de su capa un sayo y cuanto les salía de la entrepierna, que muchas veces era lo peor y, por ganarlo todo, quedaban con el culo al aire. Sin ir más lejos, y como refirieron también en la taberna de Jiménez, cosa de un mes atrás y al otro día de salir de La Habana para Cádiz, un galeón, La Puerta de Oro, había sido saqueado y destruido por dos navios ingleses, con pérdidas grandísimas, quién sabe lo que hubiera hecho Amaro con todo eso. Y corría la voz de que el botín lo habían vuelto a hurtadillas a la misma Cuba y allí lo repartieron, que es como hacer muy tranquilamente la partición del robo en la casa del robado y casi en su cara.

No decía yo nada, por no conocer ni interrumpir cuanto se estaba hablando, pero, en una clara, quise saber del capitán Coello si de esas negrerías en las que andaba él y yo iba a andar, no caían lejos el martillito de los jueces y las manos del verdugo. Se me rió, como si lo estuviera yo embromando, y me dijo que por qué le hablaba igual que una criatura inocente si yo no lo parecía ni había de serlo, así que no volví a entrarle con ésas.

Aquella misma noche dormí ya a bordo del bergantín, le olí el pestazo a negro y le vi el nombre, Nuevo Cubano. Nuevo lo estaría y airoso lo era, pero lo que es de mugre andaba sobrado, una roña oscura por las velas, y de la perilla a la quilla, como si sus cargamentos de morenos hubieran ido destiñendo en todo él, y me acordaba yo por fuerza de La Garzona, limpia y escamondada siempre como uno de los salones del San Juan rico.

No salió de vacío el capitán Coello, que supo gastarse buenos pesos en cacao y café ya ensacados, y pasados a bordo de matute. Se embarcaron al amanecer, para venderlos donde se terciase antes de llenar el sollado con los negros a acarrear hasta el nuevo reino de Portugal desde esa Mina de Guinea que, como tú sabrás, no es de sacar metales, sino hombres.

De artillería, ni uno de diez libras llevaba el bergantín, pero de armas de mano y buena pólvora de Francia, media santabárbara cargamos. Tomé un cuchillo flamante, fino y no grande, y a poco lo tiré al agua para que no me incordiase más; no me hacía a estar sin el Moreno y le tomé enemiga a aquel novato.

Apenas dar vela, congregó el Coello a toda la tripulación y nos dio el adelanto de la paga. Fue cosa buena, y también lo fueron el viento y la sosegada mar de los primeros días, casi los únicos buenos en cuatro meses, pues todo eso tardamos, y aún tres jornadas más, en fondear en Lisboa la última vez que pasé el charco. Con toda su mierda, muy velero era el Nuevo Cubano y bien diestros su timonel y el maestre de velamen, y ni aun así nos libramos de aperreos y atrasos fuertes, por haber llevado siempre vientos contrarios o ninguno. Tiramos de San Juan por encima de todas las islas y luego bordeamos la Florida por abajo de las Américas del Norte, las de los ingleses, para tomar los soplos de poniente después de aprovisionar en las islas Bermudas y bajar en redondo a las de Cabo Verde, dándole un recorte a la Mar Parada de las calmas. Pero igual nos tocaron dos muy largas, sin gota de viento, y, antes de un mes, temporales bravos que nos desviaron la ruta. Fue columbrada una manada grande de ballenas, de las de joroba, y en seguida se torció el tiempo. En seguida.

No me voy a parar gran cosa en contarte aquel viaje; valga decirte que fue malo-perro, menos en lo de morirse carga, y que, con todo y con eso, más me trabajaron mis miedos y fatigas de adentro que los de la mar. Estaba haciendo yo por recoger mi vivir como quien recoge del suelo leche o vino derramados y los quiere meter chapuceramente donde estaban, que tampoco era en buen sitio. Pero, además, veía que había jugado muy mucho con los años y con la fortuna, y temía darme con una Anica muerta, o quién sabía dónde, o cargada de hijos como una coneja. Más me acosaba el meollo si valdría yo para compañero de mujer, cosa fija con ella, los días iguales y el fuego atizado en el hogar y el gato durmiendo en una silla. Y me decía: «Pues si otros la tienen, ¿uno por qué no?».

De esas comezones, y de las de verme y tocarme el costurón, me entretuvieron a ratos los naipes, que algo jugué y gané pero poco, pues era mucho viaje y no quería yo malquerencias; y también me mataron horas las chácharas del Coello, que en toda la travesía me siguió teniendo la buena ley que me había tomado en San Juan, y me quitó de mover velas en lo alto de los palos.

Me hablaba de su tierra brasilera, y todo me lo pintaba con una habilidad que lo veías. No había vivido él en San Salvador, la capital, sino siempre en el Río de Janeiro, y me enteró de que la mar se entrevera en Río con muy amenos playerío y montes, isletas verdes y un peñón alto y escorado que los de allí le dicen Pan de Azúcar. Hablando-hablando, me paseó el Coello por la calle principal de la población, con quinientas y más casas de ladrillo, encaladas y de muy buen ver, al largo de la orilla oriental del lugar; me habló del palacio del virrey portugués, de un puente para llevar el agua por encima de las casas, la caña de azúcar, los negros hilando algodón por todas partes, y que por las calles no se veían limosneros. Diome a probar de lo que ellos beben, un aguardiente muy bravio que llaman la cachaza.

No más por la ribera de la mar están en esos Brasiles la gente y poblaciones, me dijo Coello, y que, quitando un tal lugar San Pablo, de lo de adentro ni se sabe: indios peleones, y mucha selva y aguas y bicho, y más aguas y bicho y selva, o desiertos pinchudos que no se acaban, conque, por todo aquello, no se meten más que unos de San Pablo y ésos han de tener muy bien puestos los de abajo y de ir con muchas banderas, digo yo, porque les llaman banderantes, y se echan en busca de la joya bruta y del oro, ya con unas pocas de minas grandes en manos de la Corona.

También me contó el barriga que todavía se hablaba en el Brasil de un Juan Ramallo muerto hacía más de un siglo o cualquiera sabe; ése se casó con una Isabel princesa indiana, y anduvo arrejuntado con tal montonera de hembras que de tanto hijo, nieto y bisnieto, decían haber habitado y poblado, él solo, media nación, y que de la casta de ese tocayo mío, y de otros cuantos sementales, fueron medrando los mestizos brasileros de nombre mamelucos.

Pero, como ninguna otra cosa o lugar de las Indias, le llamaba a Coello la atención que quienes en su tierra poseían lo más fuesen los menos, menos que en ningún sitio, pues por cada cristiano que allí ves has de contar por lo menos veinte indios del país, cuatro o cinco negros, y luego los pardos. Lo del Tupí me sonó a bicho, pero es el habla de indios de allá, que se escucha tanto o más que el portugués, hasta en boca de los frailes.

—Ten por seguro cuanto aquella negra de San Juan te contó —me dijo otro día el capitán Coello— y vete sabiendo que aun así, descalabrado y todo, si por Río caes harás bien en guardarte de todo color de hembra y hasta de las poquiñas blancas a mano, pues como allí te engolfes en mujeres y les des el logro de varón que a voces van pidiendo, entre sus brazos gastarías a poco la vida que tienes y hasta la que ellas te infundieran. Con poner su verga en batalla —terminó— todo hombre puede andar en Río mantenido y vestido, sin otro quehacer que atender camas.

Rió de pronto a carcajadas, le pregunté por qué y me habló del gusto picaro suyo y de una mujer de Río con la que anduvo de joven, pues, siendo hombre muy peludo y velludo, se les encaprichó y resolvieron dejarse crecer él todo el pelo, bigotón de bulto, melenas y barbas hasta la cintura, y afeitarse ella por entero cabeza y sobacos y abajos y hasta cejas y pestañas, de modo que al acostarse no tocara él más que carne de hembra sin estorbos, pusiese las manos donde las pusiese, y ella asperezas y durezas de varón, de lo que me dijo tuvieron mucho placer.

A media travesía seguimos combatiendo el mal tiempo y a la isla de Santiago, que es la principal de las de Cabo Verde, llegamos para finales del mes de octubre y con una calor de las furiosas, que ni las peores de Mosquila. Se hizo puerto cosa de diez jornadas: tres bajé a tierra sin mucho que contar, diósele media carena al barco y el capitán salió del todo, a precio medianejo, de su café y su cacao, que ya en las islas Bermudas había tomado buenos dineros ingleses de cuarenta sacos que allí se quedaron.

Proseguimos ruta con viento duro y mar gruesa y, en poniéndonos a la altura de la Guinea, mucho más abajo de lo que es Berbería, empezamos a costear con no mal tiempo y fuimos divisando naves, algunas ya de vuelta y otras con la proa puesta a La Mina, que alcanzamos un atardecer. A la par de cuatro o seis negreras, bergantines las más, amainó velas la nuestra y quedó surta entre otras que ya estaban allí, enfrente de un playón sin puerto ni abrigo. La calor volvía a ser la de Cabo Verde y ni a la mucha luz del poniente avisté en esa costa arboledas, cerros, chozas ni casa alguna; luego, al forzar los ojos, ya fui atisbando que tal soledad no era lo que parecía, y que por aquellos arenales había gente para dar y tomar.

Pasó la noche, con mucho caer de estrellas y la luna más crecida que he visto, como que la pudieras tentar con las manos. Al asomar el sol, que antes de que salga no dejan desembarcar allí los portugueses, hizo el capitán echar al agua las tres barcas y las dos chalupas de a bordo para pasar a tierra con el mayor apresuramiento, dejando de guarda en el bergantín no más de una docena de hombres. En igual prisa andaban todas las naos que se habían juntado en el fondeadero de La Mina, y el bogar para la orilla me pareció carrera de regatas, haciendo cada cual por llegar antes y llevarse lo mejor de la compra.

Fui yo en una de las chalupas, donde se embarcaron las cadenas y grillos con que habíamos de sujetar a los negros, y que tenían enganche en unas argollas empotradas por todo el sollado del barco, pero no llegué a poner pie en el África el único día que allí tocamos, porque el Coello me dejó, con otros, para mantener las embarcaciones a unas pocas varas de la orilla y estar al ojo de aquellos hierros, que con el peso de los de mi chalupa no habría más de un palmo y medio entre las bordas y la mar. Allí nos estuvimos hasta muy mediada la tarde, mudando los rezones a tenor de la marea, con los mosquetes cargados y bien a mano, pan de galleta y unas garrafas de agua, bajo un sol que derretía las carnes.

Hasta donde alcanzaba mi vista, veía por la playa negros vigilados, como puestos en tropa. Estaban los más sentados en la arena y, yendo de un lote a otro, los capitanes compradores los hacían levantarse para mirarles los dientes y el blanco de los ojos, palmearles piernas y brazos, y porfiaban precios con los mayorales de la Corona portuguesa y con los patronos de color, entre los que brujuleaba un negro gordísimo que había de ser el rey o el gobernador de ellos. Llevábanlo de acá para allá en trono de cañas y tablas, con un techillo de palmas para el solazo, y en medio de los chocolates que lo cargaban había un hombre blanco, muy enmelenado y todo a jirones. Me daba risa ver tocado con un chambergo portugués de los finos a aquel negro tan traído y llevado que, si mandaba tanto como pensaba, ha de ser el hombre con más mando que yo haya visto hasta la fecha, hijo.

Llegaron por fin a la orilla los esclavos comprados por el Coello, altos como torres. Venían en taparrabos, con ese olor espeso suyo como a cuadra de mula vieja, y mostrando una conformidad y mansedumbre con su destino que no casaba con el poderío de sus cuerpos, mozos todos, angostos de caderas pero con pecho, espalda y paletillas como de toro. También entraron en el lote cinco negras, de las que cuatro eran hermosas y, dos de esas bellas y la fea, con una criatura de pecho cada una.

Dispuso el capitán que no aherrojásemos a los morenos, y me extrañó la orden cuando él mismo nos tenía muy dicho que en las idas y vueltas de embarque al bergantín no echáramos cuenta de esas mansedumbres, pues el de llevar los negros a la nave y estibarlos en ella era el momento de mayor cuidado. También avisó de que no nos pusiera en confianza el oír a los negros cantar entre dientes, como lo hicieron, unos cantares muy suaves y despaciosos. Me las tuve, pues, firmes y con la pupila bien abierta, pero no ocurrió sino que la negrada bajó esas cantaletas mientras bogábamos y las aulló en cuanto los asentamos a todos en la bodega.

Izadas las barcas y chalupas, zarpamos por la mañana y a merced de un terral que se levantó, mas, a poco de salir, hubo otra vez que echar ancla por la fuerza de la corriente, en lo que percibí la buena disciplina, que es la de estar todos los hombres en su sitio cada vez que es menester y que salgan las maniobras ligeras y precisas como en La Garzona salían, mucho más que en el Santa Rosa.

Yendo como piojos en costura, había lugar abajo en el Nuevo Cubano como para cuatrocientos negros, y Coello compró algo menos de trescientos contando las hembras, pues siendo aquellos gigantones muy caros, había de llegar la carga a Lisboa holgada y en salud, que por lo mismo no se encadenaron más que a ocho o nueve revoltosos. En verdad, fue como si ya les hubiesen dicho a los morenos que ellos no iban a sudar en plantaciones ni a vérselas con látigos, porque no dieron guerra en todo el viaje a Portugal y eso que también resultó bien largo y que, en cosa de viento, fuimos de San Malo a San Peor, gobernando siempre el barco al Norte.

Se les daba alimento a las diez de la mañana y a las cinco de la tarde, y cada tres días tuvieron buena carne de cabra o puerco, salada y fresca, que un piquete de marineros fue con el contramaestre más tierra adentro en La Mina, a abastecerse de viandas y de agua. El almuerzo de los negros casi venía a ser el de la tripulación, habichuelas o lentejas cocidas con manteca de puerco y, muchos días, menos agusanadillas de las que mis tripas llevaban ya embauladas; chícharos o trigo indio con sebo para la comida y, entre horas, un puñado de ese mismo trigo de la India, o de mandioca. Dormían en esteras limpias y cambiadas, y, quitando a los pocos aherrojados que te dije, a todos los demás los subíamos arriba de treinta en treinta, a despejarse andando y tomar el aire; más de una vez, aun en zarandeos grandes de la mar, las negrillas cantaron y bailaron en cubierta, y el Coello se quedó alguna noche con una o con dos.

Muy de otra manera había oído yo hablar en Mosquila del trato que se les da a los esclavos en las naves negreras, y aquél no me parecía malo. Así se lo dije al capitán Coello, y me respondió que, aunque esos esclavos habían de ser tratados a cuerpo de rey, no todos los cargamentos eran iguales ni para lo mismo. Sólo un negro de los encadenados y uno de los niños espicharon en la travesía, aun tan larga, y de maltratos ninguno de los dos, sino de un cagalistre la criatura y el otro porque ya venía malo, que a lo mejor se rebelaba también por eso, y, antes de que los echásemos al agua, los estuvo mirando mucho el cirujano por si era cosa de peste.

Vino a morirse aquel negrazo, y a la otra noche el crío, poco antes de ponérsenos a la vista la isla de la Madera, que fue última aguada a Lisboa y tuvimos su puerto ante la cara cuatro días sin poder tomarlo, por no permitirlo el viento. Alarmó al Coello que se juntaran esas dos muertes y que dos gorrinos de la Guinea no quisieran luego comer el maíz del barco, cosa que lo anerviosó más y no lo dejó tranquilo hasta que, pasadas cuatro o seis fechas, no vio él que la carga seguía en buena salud.

Me dijo que las pestes en los buques negreros son más de temer que ninguna otra cosa y que, en siendo de las malinas, se corren más pronto que la pólvora y, a poco, se ponen los negros a echar por arriba y abajo hasta los primeros calostros, y se mueren. Púsome el caso de que pocos años atrás y en el pánico de que esa peste, ya declarada en el sollado, saltase de él a cubierta, los hombres de un negrero francés perdieron la cabeza, se amotinaron y forzaron al capitán a terminar cuanto antes con los morenos regándoles veneno de mal olor en un potaje, que les bajaron en cubos con sogas y ellos hubieron de comérselo luego de andar dos días con la tripa en blanco. Tan grande era el cargamento y tan rabiosa la epidemia, que la marinería no vio otra salida, ni la de echar los negros a la mar. Y así que bajaron aquel potaje, pusieron barras y cerrojos a los escotillones y no los abrieron hasta que, al cabo de mucha queja y griterío, no se escuchó piar a nadie, que antes era terror oírlo. Un viaje fue aquél que hizo ruido por todo el Caribe, pues, habiendo sucedido esa matazón de los negros a media travesía, vino luego la tripulación a tomar arrepentimiento de lo hecho, con el miedo de que, aun cerrado el sollado a cal y canto, acabaran subiendo y metiéndoseles en el cuerpo los vapores y miasmas del pudridero. A vuelta de un mes dieron en Jamaica, donde el gobernador inglés tomó cartas en el entuerto y, después de fondeada la nave frente a Puerto Royal, la remolcaron más para afuera, la mandaron a pique con fuego de cañón y decían que hasta a algunos lugares de la isla llegó el hedor con el viento, por toda la mar alante.

Amoscado me tuvo unos días este relato del capitán, por lo que llevábamos abajo y aun a sabiendas de que nuestra carga iba sana.

Cortos ya de provisiones, y mermada la ración de agua a una tercera parte por día, en dos semanas más y a tres jornadas de divisar el Cabo San Vicente, tomó puerto en Lisboa el Nuevo Cubano y me despedí de la Mar grande. Apenas desembarcar, me zampé con el Coello y el maestre dos libras de fruta fresca, yo solo, y entre los tres un timbal de lampreas hecho con su sangre, un vino tan oscuro como ella y manteca de Flandes, y de postre unos orejones muy buenos.

A pesar de todo el viaje, estaba yo menos cansado que entre contento y alobado, viéndome ya casi a la vera de España y de la Andalucía, donde no sabía si saldría adelante con mi empeño. Me confortaban mis dineros, tenía ya medio encajadillo lo de mi mala cara y no sé por qué sentía cada vez más fuerte, que eso ya me empezó en San Juan, el engaño y el pesar del tiempo que ni vuelve ni tropieza, y me parecía que llevaba no sé cuánto pasándome tantas o más cosas por adentro que por fuera, aunque por fuera me siguieran pasando muchas: no atino a decírtelo bien.

A 1 de mayo. ~~~ Movidillas parece que andan la mar y la tropa, bachiller, que vengo oyendo hablar a los soldados como con un eco de alarma en la voz, y por ese ventanuco a la bahía siento y veo yo cosas que no son las de siempre. Si va a acontecer guerra y estás al tanto, dímelo.

Y de lo del juicio al pastelero, ya sé por el sargento Orellana que fue la vista antier y ayer, y que lo degüellan de aquí a tres días. Pero ¿se dijo algo de mí? ¿Y cómo se entiende que vayan a hacer dos juicios en vez de uno, y que en el suyo ni me han llamado a careos y declaraciones? ¿No confesó ese hideputa que yo no hacía otra cosa que trabajar con él, y que nada conocía de sus pasteleos ni de sus escondimientos?

Pero quia: ya veo que estás tan enterado como esa pared, tonto soy en preguntarte… Me creí yo, estando sirviéndole, que escondía la hechura de sus pasteles para que no se la birlaran, él lo decía, y porque los rellenos eran, no hablemos ya de buey y liebre según los publicaba, ni tan siquiera de caballo o borrico como llegó a decirnos a los del obrador, sino de gato y aun de peores carnes: de todas, menos de aquello que llevaban. Eso no se me pasó por las mientes, ni a nadie. Y lo que sí tengo ahora muy claro es lo de que cuando la barba del vecino veas pelar, pon la tuya a remojar. O sea, que no tardaré en ir a banquillo y que me levantaré de él según y conforme lo que el ajusticiado haya dejado dicho. Muy malamente me huele que no nos encarasen, ni me hayan hablado nada antes o después, aparte lo que el Orellana supo y me contó. Así que, aunque no quiero ni pensarlo, no me extrañaría que esa liendre tiñosa haya estado hasta última hora haciendo por barrerse las cacas y repartiendo culpas, madre que lo parió.

Si he de dárselo por aquello, bien mal que voy a darle mi pescuezo al de la máscara; mejor se lo diera a la boca de un tigre, así tardase más en acabarme. Y creo yo que, lo que es meterme en tormento, como cantó el alemán en confesión sin que me metieran, ya a lo mejor no lo hacen, por más que me sigan diciendo La Fiera y lo mismo que he venido escapándome de sacar piedras del agua; pero, si me meten, haré lo que todos: decir lo que ellos quieran que diga, así sea que me acosté con la Reina. Mucho esperé de ti y todavía espero, poco ya, y ahora más de tu señor tío el alcaide aunque a él ni le haya visto la cara, pues cada día me percato mejor de que tú no estás sino en lo tuyo y en el egoísmo de esos papeles. Como que ni conoces lo que puede andar corriendo por Cádiz, ese desasosiego que hasta aquí me aletea, y ni has hecho por enterarte de lo que en el juicio sucedió, sabiendo lo que me va en ello.

Dale gracias a Dios de que, aun tan empecatado con esa manía de escribir, te haya tomado apego, también en memoria de Corradino, que era otro que tal: siempre se le iban las mejores, como a ti, y todo lo perdía de vista delante de los pensamientos y los papeles, que luego maldito para lo que sirven. Así acabó él.

Y menos mal que tampoco habrás de darle ya a ese relojito de arena más vueltas de las que le diste, pues me queda por contarte mucho menos de lo que te llevo contado, aunque sea lo principal. Conque, si nada sé de cuanto querría saber, mejor que vayamos terminando mis memorias y que ellas me distraigan y quiten de cuidados esta cabeza, en tanto truena lo que haya de tronar para mí y para todo el mundo, pues con lo inquietas que andan la milicia y las naves de la Armada, más parece lo que venga castigo que diversión y más me suena a peo de loba que a zureo de paloma.

Así que sigue escribiendo y ganemos tiempo, que ya ganaríamos mucho con que no se te fueran las cabras por esa pluma, como siempre, poniendo entre mi habla ajustes y lindezas que no salen de mi boca, sino de tu oficio.

No más llegar a Lisboa y después de la comilona de lampreas que te dije, pusimos el día de Año Nuevo los negros en el muelle buenos y sanos. Llevóselos el comprador, diome el Coello mi salario, me despedí de él y de su barrigón, y, como yo no quería otra cosa que salir cuanto antes para acá, aquella misma tarde fui a enterarme del tráfico de naos a Cádiz o a Sevilla. Que venían bien pocas porque el gobierno portugués andaba muy en buenas con el de la Inglaterra y, habiéndose ya sacudido Portugal el mando de España hasta con escrituras hechas, todavía rebullían allí, espoleados por el inglés, muchos piques y miques entre el Rey Pedro y el desgraciado de Madrid, el Carlos, siempre malito y sin morirse nunca.

Tengo por seguro que no hay portugués tranquilo. Por lo menos de los que traté, no di con uno que lo fuese. Y a tales vasallos, tal Rey, pues bien sabrás que al Pedro se le antojaron dos cosas que no eran suyas, la cuñada y la corona, así que se puso encima de la una y abajo de la otra, quitándoselas al hermano, y luego lo mete preso bajo achaque de loco y de impotente.

En vista de no ser fácil el viajar a España aun echándole tiempo a procurarlo, me albergué en posada cumplidilla y con mesa puesta, a la vera de un monasterio muy grande junto a la ría del Tajo, que es como mar por lo ancha. Se mete en sus aguas, cerca de ese monasterio, una torre hermosa que más parece de adorno que de guerra siendo de guerra y muy fuerte, con puente levadizo, mucha mazmorra abajo y buena artillería gruesa para guardar la entrada a la capital y precaverla de asaltos.

Poniendo a un lado Venecia, que ella es cosa aparte, Lisboa me pareció a cuál más linda, la más de las ciudades que vi, y con un puerto que a todos aventaja. Si no se habla más de él digo yo que será porque como esos portugueses no tienen abuela y se celebran tanto todo lo suyo, dejan a los demás sin las ganas de hacerlo.

Pasando Portugal años ya no tan buenos como los antiguos, sino decían que malos sin llegar a lo de España, eran de ver el ánimo y la alegría que vi allí florear y correr, mientras pudieron, por plazas y riberas, calles y mercados. E igual serían de tu gusto la prestancia del caserío y del castillo ese de Lisboa, con murallas largas y empinado en un monte verde, que se llega a él muy cuesta arriba, luego de remontar los callejones enredosos de un tal barrio La Alfama. Pero, como a tantos, llegó a darme enojo lo dicho: que la misma gente de allí desluzca lo que tiene, con ese trompeteo de que esto y aquello suyo es o mellor, quitándoselo de la boca a cuantos de por sí lo festejarían.

Antes de que me liara la ruina que sobre Lisboa cayó, no paré de buscar apaño, según te dije, para ponerme aquí apenas pudiese. Pero, de lo que era el viaje, nadie sabía decirme una cosa que pareciera mejor que otra. Hay un descampado que, con una plaza de más allá, es el ombligo de Lisboa y le llaman el Terreiro, al lado de la marina. Allí me arrimé a gentes españolas, y también ellos se echaban a porfiar y a llevarse la contraria sobre el mejor modo de pasar a España, hasta irritándose los unos con los otros y sin ponérmelo en claro; fue allí y con ellos donde vi entrar una mañana la Flota portuguesa del Río de Janeiro, que traía noticias de la Armada española de Buenos Aires, y no buenas.

Entre esa gente de nuestra nación no me hice ver de caballero ni de mísero, sino de medianos pelo y pasar. Todos, aun los no huidos de su tierra, daban en la misma y descontenta parla: que España estaba por los suelos, sin industria, saberes, fuerza ni chispa de libertad, todo en pura roña y todo silenciado, con castigo fijo para quien levantase una voz y haciendo Corona, Inquisición, Iglesia y señorío por tapar el cielo con un cedazo, en tanto subían como la espuma, y a costa de lo que fuese, las naciones enemigas; que, aun las peleadas entre ellas, en esto de ir contra la nuestra ni eran ni son más que una sola a terminar de hundir y de aplastar. Pensé que estaban abultando los critiqueos, mas no había quien no anduviese cariacontecido con lo mismo, con que aquí España estaba medio muerta pero no se dejaba de hacer otra cosa que averiguar quién era cristiano viejo y quién seguía no comiendo tocino, amén de sequías, pedriscos, plagas de hombres y de ríos y de sembrados y de ganados, amotinamientos inundados en sangre, derrotas militares por doquier y cuantos desastres puedan juntarse, durante los años últimos y todos los que yo había estado en Indias, sin respiro ni poderse tener ya a freno tantos enemigos de la Corona. Pues ésa era otra, decían: el no dar abasto la nación para mantener gastos y tropas y guerras perdidas en Flandes, Italia, Francia y todas estas partes, y en tantas otras de las Indias y del África y demás pedazos del mundo, que el dominar los mares era ya de otros y ya se sabe que quien rige la mar, rige el dinero.

Así que, entre calamidades y contribuciones, las gentes se caían por las calles de hambre, mientras los otros reyes enseñan a sus pueblos a aprovechar y a hacer dineros de todo, y, en algunos sitios, hasta a ser leídos y escribidos. Furioso andaba por el Terreiro uno de Madrid, y eso que era canónigo, con que gente misma de religión y otras muy graves y cristianas, que no hacían más que escribir de los antiguos, hubiesen de dar a imprenta fuera de España sus libros: de modo que pon oreja y cuida el tuyo aunque vaya a ser una guía para pecadores, y, de lo que apuntas aquí, mete hasta el último pliego donde ni ratones lo vean o, mejor todavía, los vas quemando luego de sacarle el zumo para esos ejemplos de penitencia. Déjate de guardarlos para el día de mañana y quítate esa ilusión boba, que también me has dicho, de que libros como el nuestro no se escriben y, antes o después, se escribirán muchos y muchos serán quienes los lean por lo que tienen de aventureros, aun pintando en ellos nada más que a gente dejada de la mano de Dios. Tú fíjate en que, a la postre, libro al fin será como los otros, y poco arreglan ni componen ellos en este mundo aunque den gusto a quienes se los den. Así que sácate de la cabeza esas pamplinas del día de mañana, y ponte en la que hoy habría de caernos si el San Tribunal te llega a echar mano de estos papeles, sabiendo tú tan bien como yo que esa gente acaba enterándose hasta de dónde se aparean dos moscas, y metiendo en sus listas al que no diga Jesús después de estornudar.

En aquellos reniegos andaban, pues, todos los españoles del Terreiro de Lisboa, conque le pregunté a un licenciado de Asturias:

—¿Y alcanzan todas esas desgracias a España entera, maese?

—A todas o a las más Españas —me dijo—. Tengo entendido ser Cádiz uno de los contadísimos lugares que está prosperando y a cuenta del comercio con Indias, como que se la puede nombrar por Corte, y anda allí sirviendo en la Armada la flor de la nación.

—Pues igual ha de irles al Puerto Santa María y a Sevilla, que le caen bien cerca.

—Ya de Sevilla no diría yo tanto. Y lo que de ella sé —me respondió el asturiano— es que padeció mucho con dos pestes que la abrasaron, va para un año la última y para cuatro la más fuerte.

—¿Cádiz no las pasó?

—Una, creo, y más blanda que aquéllas.

Se me vino a las mientes cuanto me había referido el Coello de las plagas en las naos negreras, y la que asoló Cádiz siendo yo chico, que estuvo mi madre sin ir por la ciudad más de un año y en la almadraba pegó tan solamente en tres, y los echó en seguida de allí la misma gente del playerío, antes de que el mal rodase.

Dijo otro andaluz del cotarro que, entre las pestes de siempre, corría una nueva, aparecida en las Castillas y en la Andalucía tan por las bravas como las antiguas, castigando al salto igual que correría berberisca, sin saberse por dónde ni por dónde no, y yéndose tan por sorpresa como viene.

Muchos españoles estaban aquella mañana oyendo esta plática, y cuál no sería la cara que pondríamos todos, al dejar caer un caballero de Aragón, quien hasta entonces no había abierto boca, que una peste acababa también de matar en Lisboa, por lo menos y que se supiese, a dos muchachos y tres viejos de la parte que dicen Las Casillas, en la otra ribera de la ría y enfrente de las calles más ricas y bulliciosas.

No era tenido por parlanchín el que lo dijo, sino por hombre de cortas pero firmes palabras. Aun así, y después del primer sobresalto, reparé en que se hablaba de otras cosas y en que el miedo iba como embotándose en todos, pues no hay quien no tire a echar lo malo a un lado mientras puede.

Esa misma mañana, me estoy acordando, había hecho yo por fin el arreglo de mi viaje, que lo enveredé por Badajoz a Sevilla, en una galera de tierra con tiro de cuatro mulas y caballo delantero. Diez pesos adelantados y otros veinte al llegar, que bien me dolieron, vendría a costarme la broma, y todavía hube de soltar otros tres para lograr plaza en la primera salida. Sin embargo, y aparte el poco avío de naves a España, aún estaba yo harto de mar y, por más que me hubiesen dicho ser larga y gravosa la vía de tierra, era de mi agrado hacerla, tanto más cuanto que nunca me había montado en otro carruaje, ni por más tiempo, que el de darle unas vueltas en San Juan a la Plaza de Armas acompañando a los De Velázquez en su coche.

Pero, en los días que vinieron, no hubo ya uno en que no cundiesen nuevas de la epidemia y de que en Lisboa seguía encendiéndose por acá y allá la candela del mal, con más y más muertos y enfermos aun entre gente de garbo y de poderes. Y todo ello se contaba muy en murmullo, sin que nada se avisase públicamente, hasta que a la cuarta o a la quinta mañana se rompió el tapujo de quienes mandaban y ya no se halló manera de seguir ocultando el daño, pues corrió por todo Lisboa que unos extranjeros ricos habían sido encerrados a la fuerza en un palacete de las afueras, y que no los aliviaron luego ni remedios y sangrías, ni unos amigos de ellos que iban hasta allí a cantarles y tocarles, sin acercarse al lugar pero poniéndose donde los apestados pudiesen oír sus músicas y no se las pasaran tan sufriendo y cavilando en su apestamiento.

Bandos y pregoneros publicaron, para mi disgusto, que no se podía entrar ni salir de Lisboa bajo pena de cincuenta escudos o, de no tenerlos, cien azotes, y prevenían a vecindario y forasteros sobre la obligación de lavarse y despiojarse a cada rato, y acatar unas reglamentas que eran muchas y muy atemorizadoras de oír. Primero en vocear la pestilencia fue un médico Da Silva, y lo quiso apedrear la gente por decir verdad.

Mas el pueblo de Lisboa aún pareció levantarse del golpe y, esos primeros días, sólo sobresaltaban su vivir las procesiones de rogativas, que al alba o de noche pedían la intercesión de Dios con gran clamor, confesión de pecados por la calle a gritos limpios, hábitos y penitencias de cadena o vergajo. Pero, junto a estas piedades y arrepentimientos, veías también recrecerse bailes, fiestas y fornicaciones, pues la vecindad de la muerte, lejos de amonestarla, agranda el ansia de la vida en muchos.

En seguida fueron saliendo más pregones, bandos y mandamientos, y los entierros comenzaron a menudear hasta juntarse en hileras, barajados los del señorío con los del pobre, y con tantos tambores funerarios en ellos que ya tú no escuchabas en compás a ninguno, sino el ruido de todos como un trueno majado a la buena de Dios. Pasaban los carros rebosando ropa para el quemadero, y entre ella los cuerpos muertos, puestos tan a la prisa yen descuido que les bailaban las piernas fuera de la tablazón, de lo que todo el mundo tomaba espanto.

Así como de capricho, la peste perdonaba a una casa y se cebaba en la de al lado, aunque se dijo desde su principio que en las de los ricos le daba por entrar menos que en las otras. Se ordenó toque de queda, que no lo había en Lisboa, y tampoco dejaron ya juntarse a la gente y estar en corros, ni querían que se callejeara, pero mi inclinación no me permitía estarme quieto en la posada, así que hasta prima noche me echaba por Lisboa a oír esto y aquello, esperando cada día que al otro ya se hubiese aplacado el daño, y poder partir cuanto antes; tal era mi deseo de hacerlo que ni veía claro, estándolo tanto, el ir la plaga a peor y no a mejor.

Mandaron atrancar bodegas y figones, y todo alrededor de la ciudad salieron tropillas de a pie y a caballo para cerrar también ermitas, ventas, cortijos y molinos, con penas de gravedad para quien admitiera gente en ellos. A hortelanos, ganaderos y pastores, así como a boteros, pescadores y demás ribereños, les llegó igual mandato. Llenáronse los hospitales y luego las iglesias de Lisboa, con enfermos encamados hasta por fuera de sus recintos, lloviera o venteara, y entre un barrio y el otro levantaron tapias y barreras para que cada parte se aviara como pudiese y no corriera el mal tan a sus anchas.

A poco, todo fue cuartel, hospital y cementerio, y en ese torbellino de apestados y muertos iban yendo también en merma los médicos y celadores, pues si no les pegaban la enfermedad cien pringados, el que hacía ciento uno terminaba pegándosela. A falta de brazos, gobernador, concejo y milicias echaron mano primero de los pocos convalecientes y luego de los presos de las cárceles, sacados de ellas tan a la fuerza y contra su voluntad como entraran, y los ponían de enfermeros, palanquines y enterradores. Con uno de ellos hablé, quien se había tomado gran emperre de seguir entre rejas y no echarse de ellas a la peste, pero corrió al fin igual suerte que los otros cautivos, aunque acrecentada por veinte zurriagazos. Conque allá iban todos ésos con los ojos despalpitados, pendientes de poner pies en polvorosa al más chico descuido de las vigilancias que llevaban.

Cuantos venían bregando con el mal y con su madre la de blanco, recibían y vestían unas como sotanas hasta el suelo de esterlín morado, pues esas pestilencias se pegan a la lana y al hilo, y al esterlín no, por ser muy engomado y liso. Así y todo, nada más ver un sotanón de aquéllos, ya echaba la gente a correr por la calle.

Estudiantes en la hambre, penitentes alucinados y picaros sin vuelta de hoja predicaban y juraban a voces remedios seguros contra el mal en medicinas de pago, oraciones de balde y milagros de todo color. Un Antoñejo de mi cuerda, natural de Valladolid y juanero robador de cepillos de iglesia, que lo había conocido también en el Terreiro, me quiso hacer su par y camarada en una industria provechosa. Tenía aquel hombre un cuadro de San Cosme y San Damián, con los ojos pintados de tan curiosa manera que no los quitaban de quienes los contemplasen, ya se pusiera el mirón a un lado o a otro y más por abajo o por arriba, cosa que, causando agrado y devoción en bobos, daba pie al Antoñejo para vender raciones de miradas protectoras de la epidemia. Nada más que un escudo le cobraba al protegido, pero pagado en adelanto, con lo que yo o cualquiera veía dónde guardaba sus reales y jalaba de ellos durante el ensalmo, como encargado de echarle cruces al cliente por el cuerpo mientras los santos médicos ponían la parte principal. Pero yo no le serví a aquél más que para afanar una bolsa, por temor de arruinar mi viaje con algún tropiezo o de que, si me pillaban los soldados, me arcabuceasen allí mismo, como venían haciendo con todos los despojadores y aprovechadizos de la muerte.

Fue señalado en bandos, como lo mejor de comer para enfermos y sanos, la carne de carnero y la de aves de corral y caza, muy hervidas todas y sin aderezo alguno, así como los huevos y la conserva en dulce de membrillo, de rosas, de agraz, de violetas y de calabaza, mientras que fueron tenidos como ministros de la peste todo lo de vacuno, cabra, oveja, conejo, puerco, y también gansos, patos, chochas y demás pájaros de agua que, por serlo, crían tufos y humores. En pescado y marisco no se libraron de ser pregonados como malos más que las langostas, langostinos y truchas, por lo que mascar cosa de la mar o las aguas dulces quedó para los cuatro o los cuarenta capaces de pagarse bocados de tal precio. Se rebelaron los pescadores de Lisboa contra este renglón del bando de las comidas; no podían salir a la mar y, si lo hacían, habían de verse encima a la tropa, tirándoles el fruto de su pesca a las aguas de que lo sacaran, conque hubo un rifirrafe más arriba de Las Casillas, sofocado ligero a sablazos, escopetazos y dos embestidas de la caballería.

En frutas, eran siete las que pasaban como buenas, y las demás como malísimas, y cuanto fuese dulce había de ser confitado con azúcar, pues la miel cayó en la lista de lo dañoso. Y atrás de todos estos avisos de boca venía un apremio de castigo contra cuantos debiesen al Cabildo dineros que precisaba de toda precisión, porque la plaga tenía sin blanca las arcas municipales.

El dormir también se fue poniendo difícil. Lo estorbaban ya los temores y zozobra de la gente, a la vista del funeral todo seguido que estando despierta veía, y despavorida porque Doña Peste llamase a las puertas de sus carnes o a las de su casa. Pero luego salió mandato de que no se durmiesen más de seis horas por noche y en durando la luz del día, quedaba prohibida hasta una cabezada, cosa que también me salté a la torera por serme de gusto las siestas, y eso que de mi posada salieron dos apestados y no volvieron más. Quise entonces irme a otra pero, como nadie había de mudarse de donde estaba parando y a lo mejor dejaba a Herodes para entrar en Pilatos, donde estaba me quedé.

Por uno de aquellos dos que se llevaron, vine a tomar saberes de la cara del mal y de lo feísima que la tenía, pues bien que la vi en un Salvadoriño ya mayor que servía en la posada y que tan bueno era para un roto como para un descosido. Viniéronle primero unas jaquecas que se le rompía la cabeza, como a mí cuando el hachazo, vómitos de echar hasta la fe de bautismo, sus calenturones luego y, con ellos, los bubones por todo el cuerpo, gruesos como nudos, y unos cuajarones por adentro como de sebo o cera muy blanca, amén de ronchas, pecas y parches berrendos. Todo eso era muerte asegurada, porque a aquel Salvadoriño lo seguí de lejos por lástima y, apenas verlo en el hospital callejero, un sangrador cirujano que lo conocía le sacó más de dos cuartillos de sangre y le echó por la boca dos bebedizos de tan mal ver que, creo yo, más pronto lo pusieron en mano de los palanquines del carro de los muertos: mejor fue así, pues, con no penar más, salió ganando. Media posada de enseres hubo que echar al fuego y entraron unos embozados, de los de la sotana morada y con unos picos anchos delante de la nariz, para regar a chorreones techos, suelos y paredes con un agua muy hedionda, que decían mataba los bichillos y miasmas del contagio; tan chicos han de ser que, por más que puse ojo, no vi ninguno.

Al cabo de tres semanas, y detrás de los doctores, cuidadores y funebreros empezaron también a faltar el mueble de morirse y los sepultureros, que a éstos ya les habían quitado las llamas mucho de su papel y, más que de enterradores, hacían de fogoneros. Las familias, amigos y deudos de los muertos, ricos o pobretes, habían de fabricarles los ataúdes si los querían sepultar en ellos, pues las carpinterías no daban de sí; o, si no, llevárselos en angarillas, lienzo negro y cruz encima, hasta los camposantos y quemaderos donde con igual fervor atendía la hoguera al costillar del duque que al del mendicante.

No quería acabar entre esas llamas, ni echado a un basural, aquel caballero aragonés que te dije, el que nos dio primera noticia de la plaga, ni encontraba de razón infestar a nadie con su daño. De modo que, sintiendo llegadas a su cuerpo las primeras señas del mal, tomó la determinación más cristiana y valerosa que yo haya podido ver y oír, y vino a pedirnos a mí y a un mozo de León lo acompañásemos a enterrar, como el que dice a comer.

—¿Y enterrar a quién? —le pregunté. Pero se hizo el sordo.

A hora muy temprana, apenas levantar la queda, nos fuimos para un enterradero que le dicen Campodoscregos. Llegó el hombre tocadillo ya, rezando y caminando trabajosamente con el empiece de las calenturas y las primeras ronchas despuntándole, mas no quiso que lo sostuviéramos, no fuera a pegársenos la infición, y, como en ésa, lo vi bien firme en todas sus voluntades. Nos dijo que nada nos dejaba porque nada tenía, salvo sesenta escudos que sacó. Dióselos, junto con su buena espada toledana, a un enterrador que acababa de abrir una fosa, se dejó caer a ella sin más y se tendió en el fondo boca arriba liado en su capa, con la que luego se cubrió la cabeza muy sosegadamente, haciendo así mortaja de la prenda. Aún echó fuera una mano con un rosario enzarzado en los dedos y, después de moverla una vez como despidiéndose, llamó con esa mano a la tierra en donde ya teníamos hincadas las palas yo, el de León y el enterrador. Se escondieron también mano y rosario, y empezaron a menudear y retumbar las paletadas. Hubiera jurado yo que no pasaría de la quinta el caballero aragonés, y que alguno de los pedruscos que bajaban con la tierra iba a despabilarlo de su desvarío, y hacerlo salir de la fosa para que lo matase la muerte que le tocaba, no la que él se había dispuesto por tal de yacer en cristiano. Hecho el trabajo, aún esperamos casi dos horas, en tanto el sepulturero cavaba aprisa otro enterramiento, mirando de cuando en cuando para el del muerto vivo, y yo juraría que pidiéndole a toda la corte celestial no pasara algo allí abajo y acabara él quedándose sin sus escudos y sin aquella espada de Toledo. Pero nada pasó.

Muy respetada fue esa muerte entre los pocos españoles del Terreiro con los que aún me seguía viendo donde podíamos o se terciaba, pues por las calles no dejaban reunirse. Y mira por dónde que, en una de esas atosigadas tertulias, vino a decir uno de ellos haber visto el día antes, en la Rúa Mayor y como empinado sobre otros tres de pobres, el entierro de alguien que debió ser muy principal por el cortejo y los borlones que llevaba; pero que habiendo muchos funerales grandes, tampoco aquél hubiese llamado gran cosa su atención, a no ser por ir delante del duelo el propio gobernador don Ruy de Buarcos, con guardia y pajes a no poder más, y porque encima del ataúd distinguió al lejos como una horquilla bien larga y toda dorada que, al pasar ya el sepelio junto a él, no resultó ser horquilla, sino muleta de cojo.

Pusiéronme ya esas palabras en un tris, y en él terminó de ponerme el español que presenció aquel entierro, cuando siguió contándonos que, habiendo sentido curiosidad al ver tan rara cosa en lo alto de una caja de muerto, preguntó quién iba adentro y le dijeron no ser muerto sino muerta: una dama muy mentada y metida en la Corte, residente de un año en Lisboa, donde hacía de embajadora o ministra de Génova o de Roma misma.

—Ni de la una ni de la otra —salté—, sino de Venecia debía ser, y quiso Dios que yo la conociese hace mucho, y, si es la que digo, se llamaría doña Astrea, Astrea Grimani.

—¡Sí, quiero! —afirmó el que había estado hablando—: Ahora me acuerdo de que ésos fueron el lugar y el nombre que oí al paso del ataúd. ¡Verdad ha de ser, pues, que la conociste!

Todos me rodearon entonces, pidiéndome les refiriese lo que supiera de aquella mujer que andaba en altas políticas, como reina, y famosa por lo mismo en Lisboa, donde muy poco más se sabía de ella. Interesáronse otros por la rareza de su muleta de oro, no menos célebre que la persona, y hube de relatar allí algo de mi estancia en Venecia y la historia de doña Astrea, quitando mi enredo con ella y cuanto me convino callar. Se me oyó con admiración, y con todo ese crédito que da el metal de la verdad por extraña que sea. Pero algo, mientras hablaba, me venía distrayendo de mis propias palabras, un no se qué que me rebullía, picoteándome la memoria y sin acabar de asomarse a ella. Cuando, concluida y comentada mi plática, nos disponíamos a irnos a nuestras casas, aún se me ocurrió preguntarle al testigo del sepelio si por ventura había podido saber de qué murió mi antigua conocida, aunque era de figurarse que también la había matado la epidemia.

—La epidemia fue —me contestó el hombre—, pues también lo oí decir en el entierro, así como que, pese a los buenos sucesos de su ministerio, ella vivió desazonada a poco de llegar aquí y deseando salir de Lisboa para siempre, sin saberse el porqué.

Ni tampoco yo supe por qué, apenas llegarme al oído ese desacomodo de doña Astrea, se me subió al pensamiento lo que no había querido llegarme a él, y rememoré aquella profecía que le hizo a la muerta una gitana callejera: el agüero por el que ella no fue a Roma, como quería el Dux de Venecia, temiéndole a un final que la esperaba allí. Así se lo conté, ya por la calle, a otro de los contertulios que llevaba mi mismo camino, un tal catalán Fernán de Reguera… Vi sobrecogerse al hombre, y más grande impresión fue la mía, cuando me dice:

—¡Pues tampoco debió esa dama venirse acá por nada del mundo, válgame Dios! Y habría de hacerlo sin saber que en Lisboa también hay siete colinas, aunque se hable de ellas mucho menos que de las de Roma.

La Madre Oscura fue lo primero que se me vino entonces al magín, por el aquél de sus agorerías, y pensé que, vieja que fuese como ella o joven, la húngara romana cuyas palabras asustaron a doña Astrea no se le quedaba atrás en esos saberes y profecías a la quemada en Cádiz por la Inquisición bendita. Fui haciéndome cargo de todo cuanto la Madre me llevaba acertado, el amor primero y las aventurerías, las navegaciones y meneos de mi vivir, y recordé la carta que me ocultó, la del presagio de un mal fin para mí aunque tuviera tiempo por delante, un tiempo que ya debía habérseme acortado mucho entonces; lo que es ahora, no te digo.

Y luego, al quedarme solo, fue cuando cacé al vuelo que aquel malestar de doña Astrea y su afán de irse de Lisboa no más llegar cuadraban de perilla con el comentario del catalán a quien yo acababa de despedir: a cualquiera hubiera podido pasarle lo que a la turca veneciana, pues tan larga es esa fama de las siete colinas de Roma que a pocos o a nadie se le ocurre que pueda haber otra capital que las tenga.

Me eché en la posada dándole vueltas a todo aquello, y ya me dirás tú, bachiller, si no tienen razón muy sobrada cuantos dicen que el mundo es un pañuelo, según le señalé en San Juan al capitán Valentín. Lo que es a mí, con todo lo que de atrás me fui encontrando cuando menos me lo pensaba, no es que me pareciera ya un pañuelo, sino tres hilachas de él. Y luego… ya luego se me hizo una sola hilacha y de las cortas. Pues, aun con el empuje que a ella me guiaba, quién me iba a decir que a poco de llegar a España fuese a toparme con Anica, si entre los años caídos y con cuanto estrago llevaba escuchando sobre nuestra tierra, tuve tantos momentos de pensar que ya ni viva estaría, ¡bendígala Dios Todopoderoso! Luego… eh… luego… Pero lo que es hallarla, la hallé, y eso era lo más difícil.

Aunque vamos por partes, hijo, que no he de enredarte ni enredarme y todo ha de tener en tus papeles su punto y hora. Como los va a tener ese juicio mío que está al sonar, y en el que mejor ni piense. Y como va a tenerlos eso: todo eso que cunde por ahí afuera… ¿a ver?… ¡mira!… Suéltalo todo y ven un momento al ventano… Mira los barcos moviéndose allá, bahía arriba y abajo, ¿los ves?: como esperando no se sabe. Ni lo sabía el sargento mayor, sino que las aguas andan revueltas, de modo que cómo vas a estar tú en ello, tan empapelado y tan fuera de lo que no sean mis putas memorias. Pero a guerra, y gruesa, me suena ya desde esta madrugada cuanto veo y escucho. Y tú no mires más por ese ventano: mírate: en Las Batuecas.

¿No será que se viene un asalto grande, bachiller?