… no era otro que la entera vida del Rubio. Mas el rigor del Tribunal y la censura de los comentaristas no dejaron de hacer saber, para mayor culpa de Irala, que en su desaparecida novela y junto a aquellas sensualidades vulgares, violencias y zafios exabruptos, lucían las galas, destrezas y aderezos de las Bellas Letras, tan escasas en aquel Cádiz de comerciantes y tan de manifiesto en la corta obra que del autor se conserva. Por otra parte, el argumento y viveza de la novela, bien extensa según noticia de Suárez Vargas, permiten hoy adivinar en Irala a un adelantado del espíritu que el siguiente siglo llamaría de las luces, y que, tanto su liberal cuna gaditana como su ambición artística debieron encender antes de tiempo en el ánimo del poeta, precursor también de cuanto relato extranjero de navegaciones y aventuras viene embobando a medio mundo. Sin embargo, como observó Des Vries de pasada y Casanova estudia en nuestros días, es cosa notable y curiosísima…
4. De cómo pasó a Indias nuestro hombre y dio allí por fuerza en piraterías sin perdón
A 27 de febrero. ~~~ No sé si te dije, bachiller, que yo ni me creo bueno de nacimiento ni malo, sino igual que todo el mundo, entreverado como el tocino de veta. Luego pasa lo que pasa y das más pringue que carne o al revés, según lo que te vaya pasando, y por eso dirán que cada cual es como Dios lo hizo. Pero lo que es en el primer agujero y en el último, barriga de tu madre y sepultura, todos tiramos a iguales, digo yo.
Viste que no había lugar donde yo no me estuviera un tiempo sin dejarme atrás un difunto, y que todo lo mío te lo cuento y he de seguírtelo contando, sin callar nada y cuando ya no hay manera de que salga a relucir lo que no me conviene, si no lo saco yo mismo. Pero entérate bien de que, si te lo saco a ti, no es más que por dos cosas: la primera, porque se me viene que algo puedo ganar teniendo tan poco que perder, y la segunda porque soy perro viejo y sé que los tuyos no son los papeleos de la Justicia sino otros, los mismitos que le comían la molondra al Corradino, que santa Gloria haya: desde el día que entraste por estas rejas y esa galería, te oí aquellos metales suyos y te sentí la condición, y la misma manía con los libros según la encaminaba él.
Aunque ahora tengo que decirte esto, y fíjate mucho: si tú vienes de Judas y me estás engañando, ni ibas a sacar gran cosa en limpio no siendo como no eres de la Inquisición o la Justicia; ni, si lo eres, iba a faltarme tiempo, para pagarte el favor, de contar y de inventarme sobre tu persona y pensamientos lo que más dañoso y con más color de verdad se me ocurra, que yo conozco lo que es el mundo y eso sé hacerlo y que me crean, o, por lo menos, dejarte sembrada la peste en un cuarto de hora aun valiendo tu palabra de caballerito cien veces más que la mía de truhán arrastrado: te lo digo porque el que avisa no es traidor, hijo, y no está de más que te ponga al tanto de que eso no iba a salirme tan malamente… Pero… pero no, muchacho, no: que se te olvide lo que te acabo de decir. Échalo en saco roto. Que no te vea yo así amedrentado con lo que no va a pasar, ¿verdad que no?…
Y lo mismo que en eso y que en las confianzas que en ti pongo, has de estar seguro que no te miento, ni a tu señor tío el alcaide de este penal, cuando te digo que Juan Cantueso, La Fiera hoy por mal nombre, consumió todas sus edades en perrerías y delitos contra Dios y el Rey, pero no ha tenido arte ni parte en esos crímenes de los pastelillos, que son los que me van a atravesar el cordel entre la lengua y la garganta si no lo remedian ustedes y el Señor que está en Santa María.
Tú, que aparte andar ahora tan atareado con mis andanzas, debes estar como Corradino al hilo de lo que pasa por las alturas y las bajuras, y que lees tanto como él, ya me dirás, en cuanto lo sepas, si cuando le caiga ahora el juicio a ese rufianacho de pastelero le da por decir o le hacen decir verdad. Mucho lo dudo por la poquita cuenta que le trae, cuando a mi pescuezo se le traería entera y plena, maldita sea la leche que él mamó. Pero lo que es a ti, no pierdo el sueño por andarte contando todos mis ires y venires, que ésos se quedarán, según nos conviene, para cuando estemos ya bajo tierra y que los vayan leyendo los que vengan. En el mismo colchón van a dormir el día de mañana tu pluma de escribano y mi lengua de bribón. Y ya he visto que vas poniendo en los papeles, con esa mano tuya tan ligerísima y además de las cosas que te cuento, hasta las que te digo a ti, hijo y bachiller y entérate bien. Más trabajo te das, pero si ése es tu gusto…
Aun así, déjame decirte lo que te dije días atrás: que en ese otro librillo más chico que de todo esto quieres entresacar a la calle para los beatos y sin mentarme, nadie mejor que tú sabrá lo que pones y quitas: no vayas con eso a arrimarme la muerte o a verte, tú también, teniendo que huir a Indias en ropa de cura o de marinero. Así que sigue llenando tus pliegos a la luz de ese ventano, que yo estoy contento con que luego le des la vuelta a lo que convenga, y muy convencido de que todas estas escrituritas más me han de valer que de perjudicar.
Fíate siempre de lo que te digo y, sobre todo de lo más viejo, pues, aunque no tenía que ser así, contrimás atrás cae lo pasado, mejor te acuerdas de casi todo, y peor de lo que te sucedió hace una semana o un año, cosa que creo le ocurre a muchos vivientes de este mundo.
En Sevilla entré con buen pie y eso que estaba de luto grande, doblando todavía las campanas de la Catedral en la torre Giralda, las de las iglesias, las de los conventos y creo yo que hasta las campanillas de los aguadores, porque acababa de morirse el Rey Felipe, cosa que ya supe a la entrada de Sanlúcar. Andaba la gente en lenguas de que cómo iba a echarse la corona a la cabeza el don Garlitos, con cuatro años la criatura, con lo torcido que andaban él y todo, y con la madre doña Mariana llevándole los mandos y un cura llevándoselos a ella, que ni el uno ni la otra sabían de la misa la mitad. Pero eso fue lo que pasó.
Tan presente al llegar tenía yo todavía a Venecia que, muchas mañanas al abrir los ojos, no sabía dónde estaba y me extrañaba no ver mi aposento en la posada de junto al Rialto. Sevilla, aun no siéndolo, se me hacía chica en los primeros tiempos y hasta se me trabucaba en la boca el español con mi poco de veneciano, que es habla diferente a la de la Italia aunque dicen que se le parece.
Por adentro de mí andaba la pelea entre unas ganas grandes de ver a Anica y los deseos de seguir libre como pájaro que vuela, suelto de mujer y con mis huesos en su sitio sin que la Justicia del Puerto me los quebrase, así que los arrechuchos de la libertad y los del miedo me estrujaban los de volver a abrazarla, que tan dificilillo era y tan mala cuenta iba a traernos a los dos. Ése fue el forcejeo gordo que me trabajó por aquel tiempo, pero yo no podía seguir sin saber de Anica cuando menos, y acabé sabiendo de ella.
Ya conocerás que, aunque no tanto como en Venecia, también corre en Sevilla que da gloria la afición al naipe. De ella me serví hasta criar fama de tahúr, que allí nos dicen «ciertos», como en Madrid, cosa que en cualquier sitio te quita el crédito pero que en Sevilla es, en cambio, liga de pajaritos, hambrientos de ganarle al entendido para ir cantándolo y esponjándose:
—¿Quién: Cantueso el gaditano? Ah, ah, pues las otras noches lo desplumé.
Veía yo venir a éstos y a los otros, y de todos sacaba mis provechos.
Paré en una posada de medio pelo, la del Ecijano, a un lado del Altozano y a la vista del Arenal, casi a la sombra del palacio de la Santa Inquisición bendita, que se come media orilla del río y que no había cosa en que no se metiera, quitando las mancebías y el juego. Tampoco a éste lo estorba allí la Justicia, pues para eso está el contentar a comisarios y a corchetes con buenas mangas y convidadas. Por si allí y en las mías te ves, vete sabiendo que, a tiempo de jugar, donde está el arte en Sevilla, más que en Venecia y que en lugar alguno, es en no retenerte en la mesa tus barajas amañadas, sino ir poniéndoselas en sus manos a éste y al otro como quien no quiere la cosa, que así te toman confianza y, si las marcas están según deben, ni Dios las ve. Muy de invención han de apañarse, pues hay allí grandes sabedores y no es del caso andarles con la verrugueta, el Maese Juan ni los raspados, bruñidos y señales de siempre. Has de mirar también que no te truequen la baraja, porque igual le dan el cambiazo en tus narices al despabilar de una vela, y saber con quién te sientas, cosa no tan sencilla ni para muchos del oficio.
El garito de más ventajas era el más cochambroso y, al salir de él, había de echar dos horas despulgándome.
En aquel tiempo, y haciéndome el santurrón, aprendí a santiguar y ensalmar por lo católico, que hasta ayudé a sacarle los demonios del cuerpo a una niña de trece años en cuantito me dejaron solo con ella; y una vez, que no fue más que una, vi hueco y jalé por el Arenal de una bolsa hermosa para resarcirme de dos sentadas de Culebrón: era de mi conveniencia que me salieran las cartas malamente, y me salieron peor de lo que yo pensaba.
Por casas de placer no fui, aun viviendo a dos calles de las del Padre de la Mancebía y de las muy mentadas de La Alhucema y de La Pimentela. Pero tal cual noche tuve que ver con una extremeña Francisca, y en la posada con una mulata de mucho empuje, color membrillo cocho y con la cabeza más chica que las tetas, que le decían La Camarona unos y otros Quisquilla. Anduve de bailador en cinco o seis fiestas, y en la de Santa Ana hasta me las di de guitarrista sin saber ni cogerla. Una tarde en Castilleja fui toreador de vaquillas por el aquél de echar el rato. También conocí la cárcel y también por cosa que no había hecho, lo mismo que no he hecho esta malditada de los pasteles, hijo. Aquello fue que mataron a dos y tomaron presos a veinte, gitanos de La Cava los más, y yo caí en el saco sin comerlo ni beberlo. Rabié de hambre y se la quité a dos mil piojos, pero nadie me tocó; a los tres días, dieron con los que buscaban y quedé libre.
Tiré bohordos, salí de romería, reñí pollos de pelea, escuché en su salsa las seguidillas corraleras, le comercié sanguijuelas a un boticario y, con eso y los naipes, lo que es para comer y bien dormir no me faltó, aunque, según estaban las cosas, tampoco anduve largo de dineros.
Una mañana me paró junto al Puente un hombre de muy manso hablar, me dijo que era pintor de santos, que si me iba con él porque le convenía mi cara para pintarla y que me daría de almorzar y dos reales, sin entretenerme más de cinco o seis horas, ni otra condición que la de estarme quieto mientras él me tomaba el retrato. Lo seguí hasta una casa llena de perros, chiquillos y jaulas de jilgueros, con cuadros de santos hasta por la azotea. Diéronme de comer unas migas con su tocino, y luego me sentó el hombre enfrente de una pintura con la Virgen y mucha gente. Ya estaba el cuadro concluido menos como una fantasma a un lado, con las hechuras de la cabeza y del cuerpo pero en blanco, y allí me pintó a mí, aunque me fui sin dejarme el pintor tan acabado como lo estaba todo lo demás, porque me dijo que ya no hacía falta y que le había salido yo bien.
Quién me hubiera dicho que ahora, al cabo de tantos años, me iba a encontrar otra vez a ese hombre aquí en Cádiz, y cómo me lo encontré. O, diciendo más verdad, cómo me encontró él a mí…
Anduve a gusto en Sevilla y fueron volándoseme los meses y los meses, pero no acababa de estar en sosiego por el amor de Anica y por aquel trajín de barcos que tanto me llamaba. Lo de ella se me despabilaba al escuchar hablar del Puerto, muy sonado por aquel tiempo en el Arenal y en Sevilla entera, porque Cádiz, con su bahía y con El Puerto como ancladero muy principal, pegaba tirones para quitarle a Sevilla de la boca el bollo mantecado de las flotas a Indias, que se lo iba quitando y, entre eso y los que pasaban la mar, estaba Sevilla quedándose sin gente y como en poder de las mujeres y de las cigüeñas, según decían.
Sin embargo y al llegar yo, los sevillanos andaban en sus glorias, pues habían mandado de Madrid que echaran Cádiz a un lado en los despachos de naos a Indias, y el único enfado de Sevilla era que el señor gobernador del Tercio de Galeones, un tal Velasco, medio se lo saltaba a la torera o se hacía el bobo, y dejaba que el fondeadero gaditano de Los Puntales valiese para lo que había valido siempre y entonces más, ya con el tonelaje de barcos que estaban haciendo la carrera de Indias, y el río de Sevilla sin poder con ellos, que se habían perdido en la barra flotas enteritas y el puerto de Bonanza en Sanlúcar no daba abasto, tan espesas en su seno las naves que tocaban unas con otras, teniendo que quedar las más muy afuera de él como se quedó la mía, en desabrigo y a peligros. Y en Sevilla pasaba tres cuartos de lo propio, viéndose estorbadas hasta las galeras para mover sus palamentas. Por esto, lo otro y lo de más allá, cuando no era también por las avenidas del Guadalquivir, flotas hubo hasta con noventa días de demora para poder arribar a Sevilla, y en trances de cincuenta y sesenta muchas más. De manera que aquello había de quedar a favor y mejora de Cádiz, sin tanta leche de Consejo de Indias ni tanta faramalla de Madrid ni Madrid, y el tiempo ha terminado poniéndolo todo en su sitio.
La de veces que yo me vi ya con un pie camino del Puerto, ni sé cuántas fueron. Pero el miedo me enfrenaba siempre a última hora, como el bocado al caballo. Por fin le pagué un real a un dominusvobisco por escribirme una carta muy estudiada, y aparté luego diez dineros más del que llevan las cartas corrientes para hacerle llegar la mía a Anica con cuanto tiempo y miramiento fueran precisos, de modo que sólo las manos de ella tocaran aquel pliego, escrito hasta abajo por sus dos caras.
Me hablaron de un cosario bueno de Jerez con oficio puesto en Sevilla, y a él me fui. Tampoco se me olvida ese hombre, se llamaba don Gabriel Cantado y tanto debían cantarle gulas y bulas que, a fuerza de carnachas, mantecas y culo, tenía que estar sentado en dos asientos, no en uno, y no podía ni alevantarse. Me pareció que eso no casaba con el trajín de llevar y traer por los pueblos correos, gallinas y paquetones, pero me dejó tranquilo saber que no era él quien los repartía, sino otros más ligeros.
Ya le incomodó que yo quisiera hablar con el que iba a llevarme la carta al Puerto, pero al ver todos aquellos reales me lo puso delante a los dos días. El mensajero era un mozo despiertón; en el despacho del cosario, les remaché a los dos que no solamente era menester darle a la mujer la carta en su mano, sino hacerlo cuando nadie lo viera, y lo mismo si tenía que traerme contesta, que yo la iba a pagar igual de bien pero que todos los cuidados serían pocos y el mensajero se las iba a ver y a desear para darle esquinazo al hombre que no dejaba a aquella Anica ni a sol ni a sombra.
Según me esperaba, el cosario y su mozo me tomaron por amante de una casada y no hacía falta más, aunque yo, con los nervios del temor, les recalqué otras cien veces la mucha prudencia que era del caso, hasta echar al gordo a sudar y a resoplar de tanto decirme que sí y que se harían las cosas bien hechas.
Volví por allí un día sí y otro no, sin que el don Gabriel tuviese novedades para mí, y mi impaciencia acabó hasta por darle mis señas y paradero de la posada, por tal de tener entre manos cuanto antes las noticias que estaba esperando. Cerca de un mes más tarde me dijo el cosario que, por otro mensajero, sabía que el portador de mi carta había tenido que esperar mucho para entregarla, pero ya estaba entregada y aún podía ser que, a su retorno, me trajese aquel mozo una contesta. Otra vez se me desamarraron los nervios y otra vez volví a rellenarle al gordancho la cabeza de palabreos y de preguntas locas: que si también sabía cómo estaba de ánimo Anica, que si habían llegado a hablar con ella, que si la vieron en buenas color y salud, y no sé cuánto más, hasta que él perdió la paciencia y medio me puso en la calle, todo colorado y bregando por ponerse en pie para despedirme, sin que sus mantecas se lo consintiesen, mientras yo seguía en mi petera. Fuime por temor de que le entrase algún mal jamacuco al hombre, pues, para colmo, se le asomó cantándole a la puerta un tropel de picaruelos que siempre lo andaba mortificando con una copleta
¡Gordo culirregordo,
paú paú paúf!
Ya ninguna mañana se me fue sin pasarme por su oficio, y un lunes de llover me topé en la entrada con el mensajero del Puerto. Dentro, el don Culón me enseñó una carta con una mano y me alargó la otra. Aflojé la misma realera del primer recado, dejándome el cosario fiados seis maravedís que me faltaban, y me fui a la posada, donde a hora de almuerzo me hice leer aquella carta tres veces seguidas, por un cordobés medio barbero y marchante en cueros moriscos, con quien compartí aposento y que comía allí casi siempre.
La carta, de puño y letra de Anica como por ella supe tanto después, lo que no llevaba en renglones, que eran pocos, lo llevaba en sentimiento. Me contaba lo primero que se hallaba buena y sana, y, como adivinando una cosa que me había sofocado mucho, que no había quedado preñada de mí ni del señor. Seguía diciéndome que El Honrado le hizo llegar en su día noticia de mi escapatoria y que ni se me ocurriese pisar El Puerto, donde aún estaba en pie el rencor del duque contra mi persona, y menos tardarían en matarme que en cogerme. Terminaba Anica jurándome que no me había podido desclavar de sus entrañas, y que ya notaba por mi carta que tampoco yo a ella de las mías.
Me pesaron sus palabras, y entendí la mucha razón que tenía aquel papel y que habría de apartarme de ella, a lo mejor para siempre. Padecí con eso unos días de mucho encono, en los que, creo yo, llegué a hacerme malino del todo, queriendo serlo ya, y se me empezaron a venir también para arriba mis ganas viejas de pasar a la América. Sin darme ni cuenta, me vi en Sevilla tal como me había visto por la ribera del Puerto, siempre de parla con los navegantes y enterándome por el Arenal de esto y de aquello sobre fortunas de mar, embarques y cuentos de Indias, que los de corsarios, piratas y filibusteros estaban a la orden del día hasta en coplas de ciegos y cartelones: cómo se movían esos salteadores por la mar o las tierras, y las tropelías que llevaban hechas y seguían haciendo, cosas todas de mucho entretener a bobalicones y a rapaces, y que a mí me traían sin cuidado.
Todavía más que de la guerra en que se había enzarzado el rey de Francia con España, se habló aquellos días del asalto a un galeón sevillano abordado en la mar de Méjico por los zarrapastrosos de un tal Lorencillo, que a seguido tomaron Veracruz y se metieron luego con todo un saqueo grande de añil y plata en el ancladero de Los Sacrificios, junto a la misma Veracruz. Fue avisada la nao capitana de la flota que llegaba de España, y hasta le mandaron al general un navio de guerra para que entrara en Sacrificios a remediar el daño, cosa bien fácil. Pero, aunque él hizo el intento y aparejó hasta allí, los mercaderes y capitanes de la flota lo convencieron de que era mejor entrar en puerto cuanto antes por lo mucho que llevaban, sin meterse en batallas. Así que el general se echó para atrás y, estando él en esa vacilación, conocieron los piratas que no se atrevía a entrarles aun teniéndolos acorralados, con que, poco a poco, empezaron a ponerse a la vela en sus narices y, saliendo de su huronera con el poco viento que tenían y arrimados a la costa, se fueron escurriendo en sus navichuelos y riéndose de toda la flota, que hasta llegaron a tenerlos a tiro dos o tres naves de ella. Y luego al general, por las calles de Veracruz, le escupían a la cara los saqueados y los parientes de los muertos en el asalto.
Con éste y tantos otros sucesos indianos andaba encandilada la gente, pero a mí me impacientaban porque eran cosas de más provecho, y menos historietas, las que yo quería ir sabiendo.
Escuché por el Arenal que de allí a pocas fechas zarpaba flota de Sevilla para las Indias, y me fui a sentar plaza en cualquier barco que la hubiese. Muchos estaban ya a lo mismo, con que eché mano a la barajilla y anduve jugándome la vez con los de la cola, a tres maravedíes por lance y gastando como siempre el apaño de perderlos de cuando en cuando, que lo vieran bien los demás y no se me desanimaran; antes de una hora, y nada más que con el pego de dar flor en el corte, pasé de los últimos a los primeros.
Ya por el teniente de los papeles supe que, para viaje sin vuelta según lo quería yo y no siendo navegante de oficio, sólo podía embarcarme a jornal corto y estar a todo lo que cayese: las faenas que me embragueté en la galeota, pero que fueron muchas más. Dije que sí a todo y a la paga, sin fijarme ni en cuánto era, porque yo no esperaba dinero de los mares sino de las tierras, y que me saliese gratis el paseo. Firmé arriba de mi nombre con cruz de tinta y eso era ya como estar a bordo del galeón Santa Rosa, que fue al que me mandaron los del embarque.
Andaba por allí un fraile barbaslargas y me dice al verme recién apuntado:
—Mira, hijo, que ya es tu dueña la Virgen del Carmen.
—Pues bueno —le contesté.
Ni con intención ni sin ella se lo dije, pero noté que no le caía en gracia, qué querría él que le dijera. Anda que no es cosquillosa esa gente.
La víspera de la partida le compré al cordobés para el Moreno una vaina de tafilete muy vistosa y que nunca le llegué a poner, pues si grande era el adorno, mayor era el estorbo. Lié mi petate en la posada, pasé en ella última noche y, al rayar el día, me escapé sin pagarle cuatro a los posaderos, cosa que, aun habiéndola procurado, no pude hacer en Venecia.
Diéronme a bordo mis prendas de mar, fueron tomando el río catorce galeones de la flota, que ya habían salido muchos otros, y, a hora de las once, levó anclas frente a la Torre del Oro el Santa Rosa, no muy grande pero sí bien aviado y artillado, con mucha y buena ropa en cargamento, treintiséis hombres para defensa y unos trece pasajeros, aparte oficiales y marinería.
Las falúas jalaron del buque hasta enmedio de la canal y, estando en ella, vino a pasarme lo menos pensado y que tanto me iba a tener luego en tormento. Andaba ya el galeón más ligero que despacio, con una brisa larga y viva, y estaba yo enroscando un cabo a popa y mirando achicarse el gentío que había salido por el Arenal a despedir a las naos, cuando me subió el corazón a la boca la figurita de una mujer corriendo por la ribera y sosteniéndose las sayas para que no la entorpeciesen. Dejé caer lo que tenía en las manos y me arrodeé con ellas los ojos para ver mejor si aquélla que estaba viendo era quien era: Anica.
Años más tarde supe que no me equivocaba, hijo. Pero cómo iba a estar seguro en aquel momento de que no. Ni la tenía tan lejos como para no vislumbrarla, ni tan cerca como para jurar que era Anica, ¡Dios la guarde!, la que corría y corría sin más nada ni nadie que su persona, ni levantar y sacudir pañuelos como estaban haciendo tantas. Me encaramé en la toldilla empinándome a lo más alto, sobre el barandal de popa, y entonces sí, entonces alzó la mujer un brazo en el aire pero sin pararse, sino al revés, apresurando, como si ya me hubiera visto bien y me saludara o despidiera, o me quisiera decir algo. Un lanchón de pesca se cruzó, me la quitó de los ojos, y ya empezó esta cabeza mía a querer convencerse de lo que nunca se terminó de convencer: de que la vista me había engañado y de que esa mujer, aunque tanto se le asemejara, no podía ser Anica, encerrada en El Puerto y con la carta que me acababa de mandar. No sé yo si habrá algo que me haya enredado y hecho más mal en este mundo que aquél no saber, que no me dejó en años y lo fui ahogando como pude.
Mejor fue la bajada del río que la subida, aun con sus apuros y remolques, que no faltaron; zarpó en Sanlúcar detrás nuestra el grueso de la flota y, en saliendo de la barra, tiró para adentro de la bahía de Cádiz, donde ya empezaban a fondearse naves para invernar y hubo la flota de estarse nueve fechas, que fueron las primeras para hacer carga y el avituallamiento, tres días al aguardo de otras veinte naos que habían de juntársenos, y otros dos a dejar que amainase un levante muy fuerte, que vino poco a poco y se fue de golpe. Vientos conozco muchos, y con tantos caprichos, ninguno.
El último día de aguardar galeones, y como no habían ya de arribar en la jornada, dieron licencia de bajar a tierra contando desde la salida hasta la puesta del sol, en unas chalupas de las que apresta la Armada Real para atender las flotas. Yo fui de los que saltaron, me tiraba Cádiz y quería aventar un poco el amargurón que me estaba comiendo, pues hasta se me había ocurrido volverme a Sevilla por encima de Dios Padre y echarme a buscar la mujer que había visto.
Entre la levantera, medio enrachada ya, pasé las murallas por la Puerta de la Mar, despedí a los que desembarcaron conmigo y, solo como siempre, salí a la Plaza orillando unas casas recién hechas, bien hermosas. A hora de las once, la Calle Nueva andaba llena de espadas negras y de gente de gran porte. Sin ser lo que ahora es, porque todo esto ha venido luego y de pronto, veía a Cádiz más crecido y distinto, o eso me pareció, y hasta lo que estaba igual lo encontraba como diferente.
Por la almadraba no quise llegarme. Las defensas de la Puerta de Tierra eran ya cosa acabada, menos el pedazo que va del rastrillo al Baluarte del Matadero, que ése lo ha hecho el señor gobernador de ahora, el cierre ese de muralla que le dicen el Salto del Cabrón y que, cuando no estaba, medio mundo colaba por ahí los contrabandos y ahora los pasan por alto, yo lo sé, y sé que los metedores no eran ni son pobretes con dos velas de mocos, sino señores y de mucho garbo.
Hombres y mujeres que los había dejado mozos y mocitas, andaban ya cargando criaturas, y vi también a Martinillo, el Tonto de los Galeones, muy avejentado y más puerco que antes. En la puerta de San Antonio estaba una tropilla con el regidor y trompeteros, y unos hombres bajaban de una carreta algo muy de verse, una columna gruesa toda en plata a cincel, que dos capitanes de naos se la habían traído de Méjico al Cristo, con un mariposero grande de plata de la misma. Me enteré de que seguían llegando gentes nuevas de Francia y la Armenia, de Génova más que nada, y, de las Españas, sevillanos, catalanes y vizcaínos, aparte de los muchos que pasaban a embarcar, todo a cuenta de lo que iban medrando los negocios de Indias. No había más que ver los barcos en la mar, y aún decían que eso no era nada para lo que tenía que venir.
Había una marejada de frailes y de curas que no te quieras figurar, ellos también al arrimo del oro, o a pasar la mar a cristianar indios, y para Berbería a redimir cautivos. Tantos se contaron entonces que, oí decir, ni los grandes, ni siquiera el señor obispo, los miraban con tan buenos ojos como antes, pues medio Cádiz se había vuelto convento y venga a llegar hábitos, que ya hasta entre ellos se hacían la guerra: tanto hablar de hermanos y de que como Cristo nos enseña, pero a los de San Felipe no los dejaban asentarse y hasta hicieron los otros frailes que les echara las tropas a la calle el Alcalde Mayor.
En La Caleta habían ya demolido y sacado muchos de los paredones y las estatuas de los antiguos, y tengo para mí que lo único igualito que había en Cádiz, como lo está ahora, es ese árbol que dicen tan viejísimo, el que asoma por atrás de San Francisco, sin ramas por el tronco y con tantos brazos en lo alto, que parecen de hombres forzudos sosteniendo esos manojos de pinchos tiesos. El viento de Levante iba a más.
Pasada la hora de mediodía, y después de almorzar caro y malo, el hollín que me venía negreando las tripas, y por arrobas, vino a aumentarse cuando me topé, junto a la iglesia de Santiago, con un buhonero de Jaén que había parado conmigo en el caserón de La Madre Oscura. Ése era el sitio al que me estaba encaminando. Pero, en cuanto hablé con aquél, ya torcí el rumbo y ni quise acercarme al Pópulo, pues me contó que a la Madre la habían prendido y hecho juicio por culpas de hechicería y tratos con Satanás, y que la llevaron a hoguera allí donde cumple sus sentencias el Santo Tribunal, en la plazuela de la Cruz Verde, antes de llegar a las cererías.
El de Jaén fue a ver la quema, y yo, que al principio iba a callarle la boca, anduve luego sintiendo que la mala sangre que me hervía en el pecho quería hartarse, llegar a más, y lo dejé despachar a gusto su pintura y meterse en todas las minucias: los humachos y hedores del asado; los vozarrones de la vieja, que hasta en la mar se debieron oír cuando la tocaron las llamas; el crucifijo amarrado a una pértiga, que le subía a la cara un inquisidor ladrando latines y mirando que la chamusquina no llegara a tostarle el Cristo; los ojos de la sentenciada, abiertos hasta el final y poniéndole los vellos de punta a medio mundo porque no era posible que fueran tan grandes y tan jóvenes, ardiendo con un resplandor que ni el de la hoguera y sin quitarle vista a los tres enmascarados que la cebaban. Esa mirada fija en ellos había hecho fama luego en todo Cádiz, me dijo el buhonero, pues si sonada fue la muerte de La Madre Oscura, más lo fue la de los verdugos que cumplieron su quemazón. Dos de ellos la acompañaron antes de pasar una semana, de un mal paralís en su cama el primero, y el otro, sin saberse el porqué ni el cómo, apareció a prima noche por atrás de Santa María con la cabeza a cachos como botijo roto. Qué hubiera querido yo sino más tiempo, para tratar de no dejar sin su parte al que quedaba, aunque decían que no ponía un pie fuera de su casa. Ese querer y no poder me llevó más arriba el amargor.
Con el sol bajo, yéndome ya para tornar a bordo, vi un revuelo en la Puerta de Sevilla y, aunque había de tomar mi lancha por la de la Mar, a ella me acerqué entre el ventarrón. Acababan de entrar en arribada forzosa las dos primeras naos de un marqués de Brenes, que venían de Indias, y los hombres que ya estaban en tierra traían noticia de la pérdida de uno de los mejores galeones de él, La Sonora, por no darle carena en La Habana y ahorrarse ese gasto, conque sólo oí allí gemidos y lamentaciones. Hube de hacer noche en Cádiz, como todos los desembarcados, pues con el vendaval no era ya ni de pensar que las chalupas alcanzasen la flota en bahía. Me quedé en la Posada del Mesón, y la mitad de la noche me anduvieron rondando la cabeza, con Anica por delante, lo de La Madre Oscura y todas aquellas quejas y sollozos a cuenta del galeón perdido, que también las tenían presentes cuantos de los nuestros llegaron a oírlas, y más las tuvieron muchos temerosos a la hora de zarpar.
Revistada la flota al decaer el viento, salió por delante la nao de aviso y una mañana fresca nos echamos por fin a la mar abierta hasta treinta y nueve velas contando las ocho reales de escolta, que iban de cabecera, más la del general y almirante, que era don Nicolás Fernández de Córdoba, todas para La Habana, a descargar allí las más, el Santa Rosa una de ellas, y repartirse unas pocas de registro por los puertos antillanos, Isla Española, Honduras, Veracruz y otros lugares. Sólo al dejar Cádiz conocí, y de casualidad, que era aquél un viaje bien raro, casi fuera de estación y al revés de los que se habían estado haciendo de antaño, pues no entran las flotas a La Habana sino que salen de ella para tomar el camino de vuelta, tanto las de la Nueva España como los galeones a Tierra Firme. Pregunté el porqué de ese descabalo y me dijeron que por ocasión de negocio y, más que nada, por necesidad de dineros.
De tanto escucharlo, me sabía yo que para hacer fortuna no eran las Indias ya lo que habían sido, pero que con buena suerte y un coraje en el pecho seguían dando de sí, y tornaban ricos de ellas muchos de los aventureros que salían de España según salí, con una mano atrás y otra alante. Hablábase de que no eran tiempos como los antiguos, de descubrir tierras y quedarse con éstas o aquéllas, sino de hacer caudales de otra guisa. Aunque también las mentaran a bordo, y anduviera en todas las bocas que El Olonés acababa de tomar una tal ciudad Maracaibo, las historias de piratas volvieron a no sonarme, pues, sin ir más lejos, bien estaba viendo yo la de velas que íbamos juntas, con artillería como para darle negrazo a quien fuera, y más me afiancé en eso cuando, a poco de salir, nos saludamos en su ruta a Sevilla con los señores Doce Apóstoles, los más fuertes y gallardos galeones de la Andalucía, cada uno de los doce con el nombre de uno de esos santos y que llevaban veintitantos años pasando la mar con cargamentos ricos y armados hasta los dientes, sin que nadie hubiera podido llegárseles por las malas.
Pero ya con los días, se fueron desbandando las naves de la flota, lo mismo tenías a ojo veinte que cinco, hinchados en pompa los velámenes, y empecé a darme cuenta de lo que son las aguas grandes, que aun sin marearme ni mucho zarandeo, me tiraban las primeras jornadas el aguachirle al suelo, el mongo aquel de habas y habichuelas sin aceite ni vinagre casi siempre, aunque siempre con su recado de gorgojos y gusanitos. Me hice a dormir en las hamaquillas del sollado o donde cayera, y a comer por cubierta en pandas de siete o de ocho, allí por el cabrestante y esos sitios que buenamente dejan los talleres de los carpinteros y los herreros, y las corraletas del ganado.
Nunca en mi vida he llegado a saberme ni a sentirme un hombre de las naves, pero con tanto tiempo por delante y sin don Pedros que me diesen plática, me aprendí por fuerza muchas cosas, desde lo primero, lo de babor y estribor y el barlovento y el sotavento, hasta lo que es la mar de leva, con ese oleaje gordo y feo pero sin copetes de espuma, o a arrizar velas en lo alto de la arboladura, que yo no sé cómo no me echaron más de un día al agua el viento y esos lonazos que te pegan la gavia o el velacho: la primera vez, si no es por dos buches de aguardiente que me metí en el cuerpo, es que yo ni me monto allá arriba, así me hubieran zurrado las espaldas.
Me hice mañoso en encapillar nudos, del ballestrinque al as de guía y al ahorcaperros, y acabé hasta cantineándome solo las cantilenas del ángelus y las que de toda la vida avisan las comidas con la campana, esa de
Tabla, tabla,
señor capitán y maestre
y buena compaña,
o la segunda para avivar a los tardíos, ¡tabla en buen hora, y el que no viniere que no coma! Todo esto aparte componer toneles, fregar, zurcir, baldear, ensebar maderos, achicar aguas, alquitranar grietas, acarrear viveros a los calderos, y el rebusco y matanza de bichillos. De juegos, supe corriendo que a quien allí sacara naipes, dados o cosa que se le parecieren, le enlomaban a látigo quince besos de primeras dar, conque, para entretenerse y distraer el hambre, veías a los hombres hechos y derechos jugando al a-la-una-anda-la-mula o a las tabas, como los chiquillos chicos.
Iba gobernando el Santa Rosa un piloto de fama, Andrés Ismaeli de nombre, ya bien mayor pero muy vivaracho, aunque como mudo porque nunca hablaba con nadie. Se le sabía maestro en medir el aire y en saber ir por las calles más cortas, como dicen los navegantes, y tanta confianza le tenían desde el contramaestre hasta el último que, por ahí por lo del pilotaje, sí que no vi cuidados en ninguna cara. Con todo lo que pasó después, nunca llegué a saber cómo le iría a otras naos de la flota, pero el Ismaeli nos plantó en once días y sin sofocos en la isla de la Madera, que es de portugueses, y en otros dos y medio a repostar en las de Canarias, también porque soplaron los vientos alisios muy a molde. Y luego con los del oeste, ya enfilando a Indias y aun sin subirle bonetas a las velas, hubo muchas fechas de navegarse el galeón entre las cincuenta y las sesenta leguas, que ya es.
Cuando vinieron los días perrunos, de tres o cuatro no pasaron los peores, con malos aires de través y en seguida el viento de aquilón, aquel frío de pronto, aguaceros grandes de tormenta y la mar revuelta como potro sin capar, toda en golpes anchos y negros rompiéndose con un ruido de telas rajadas. Pero, aun con lo que fue aquel temporal, me pareció pan con manteca al lado de las bailetas y angustiones sufridos en la galeota a Venecia, y eso que, en lo más bruto de la borrasca, a nadie vi seguro en sus piernas ni nada en su sitio, gavetas, barriles, botellas, todo saliéndose de su lugar y rodando por los suelos de una banda a otra del galeón igual que la gente, que era de ver la marinería pasando por encima de los caídos para asistir a los achocados. Entre las rachas de agua que mandaba la mar y las que mandaba el cielo, no había en el Santa Rosa madera ni persona en seco, y al segundo día de los más bravos hubo de tirarse el lastre, más doce odres de vino y cinco tinajas de aceite.
Mi hacer de vientre me lo estuve sujetando que me iba que me iba, hasta que ya no aguanté los retortijones y lo largué donde cayera, porque a los beques de proa, que era el sitio de soltar las cacas, no había un dios que llegase ni que, en llegando, lo dejara acuclillarse aquel cuneo. Un cabezón emperrado en ir allí pasó las moradas; por dos veces estuvo a punto de llevárselo la mar, que ni lo dejó sosegar el culo en el boquete, y acabó sentándolo en lo que acababa de arriar, y se vino embarrado hasta las trancas.
Al otro día, a hora de comer y de un batacazo junto al mayor, quedó desnucado un gaviero gallego con mucha mar entre pecho y espalda. Tan malamente dio contra la borda que se le quedó el pescuezo así como al revés y era una impresión verlo, pero uno que sabía le tomó la cabeza entre las manos, pegó un tirón que dio un castañetazo y la cabeza volvió a su lugar: si no, se muere. Aquél del timonazo al gallego fue uno muy rezador y que hablaba muy florido, Lope Gutiérrez creo que se llamaba, y luego debió palmarla en lo de La Garzona. Era castellano de la parte de Castilla la Vieja pero viviendo en Cádiz de hacía mucho y muy dado a la Virgen Galeona, así que, para virarle la cabeza al desnucado, se quitó un escapulario de la Galeona, se lo puso a él y luego dijo que por eso habían salido bien del trance y que, siendo yo gaditano, cómo no iba a saber que, en la quema grande, los ingleses habían arrastrado por las calles a la Galeona con una soga, aun siendo ella la que era, hasta dejarla tirada como a un perro muerto en un muladar, donde, por desagravio, le hicieron después su iglesia los frailes dominicos.
Vino detrás del temporal una mar falsuna, con mejor cara que buena condición, y volvió al tiempo a favor y luego cambió otra vez, aunque no ya a peligros: a pachorras. Calma chicha de no moverse un pelo, eso no era, sino que el viento andaba para donde debía pero corto de soplo y teniendo que pelear con unas corrientes tan fuertes que, aun con todas las velas tendidas, le ganaban por la mano y adelantaba muy poco, y en algún tramo hasta desandaba ese poco. Ya luego lo enmendó.
Según se iba llegando la hora de avistar tierra, y aun con todo lo que tenía oído, mucha cavilación inservible me bullía por adentro. Me figuraba que iba a hacer y acontecer en las Indias esto o lo otro, para volver a España con seis talegos de doblones de oro o, si no, verme en el Nuevo Mundo de buen encomendado como dicen, y mandar por Anica o ir a buscarla para que fuese dueña de lo mío y yo de su persona, pues qué será lo que no arreglen los dineros en este puerco mundo, bachiller, hijo.
Esa misma fatiga por medrar acabó empujándome a interrogarle de ganancias indianas a cuanto hombre se me ponía a tiro, porque, con todos sus saberes, ni el Gutiérrez ni el gallego de la cabeza en su sitio sabían de eso gran cosa. Pero como los más a que pregunté también resultó ser gente de misa y golpes de pecho, no hubo quien acabara de quedarse con la intención de mis demandas, que ni yo me daba cuenta eran las de hacer dinero aun robando y matando. Dieron así algunos en mofarse de mí y de mis pejigueras, conque, sin pensar en el Moreno ni alzar una mano, llegué a malas caras y palabras con uno de los burlones, un sanluqueño socarrón, hasta hacer correr en lenguas el respeto que convenía tenerme.
Con todo y con eso, yo seguía en iguales ansias y, estando una mañana zurciendo, de tanto mirar hasta creí ver costa, y era lo que la marinería llama un banco de bruma.
Dos o tres días antes de tomar puerto, un alférez se murió de alferecía y al momento. Ni vi cómo pasó ni llegué a echarle un ojo, aunque me chocó que el mal que lo había matado se ajustara tantito al nombre del oficio que le había dado de comer. Así de ligera fue esa muerte que ni tiempo tuvo de atenderla un fray Ambrosio, de los Agonizantes de San Camilo, pasajero del galeón desde Canarias.
El grito de «¡tierra!», alargado por los vigías desde las cofas, me cogió de sorpresa una tarde en que, sin otra cosa que hacer y teniendo muy llenos mis dos hermanillos, les estaba dando alivio con el placer de mano, que me lo cortaron en seco esas voces. Me acodé en proa, me quedé mirando aquella raya oscura y ya andaba yo queriendo leer en ella las muchas cosas que me barruntaba habían de ocurrirme en las Indias.
En La Habana entramos con bien, contentos todos por rendir viaje, vitoreando al piloto Ismaeli y paseándolo en volandas muy contra su voluntad, porque, como primeros en llegar, tenían que darnos el dinero de las albricias sobre el del salario. Ya estaba yo en mis glorias entre aquel meneo tan grande de barcos cuando, a poco de anclar, llegó al Santa Rosa un esquife con dos caballeros muy graves y carilargos, que subieron a bordo y se encerraron de labia dos horas largas con el capitán, el maestre y el piloto. Fuéronse luego tan varapalos como habían venido, y ya extrañó que se llevasen, bien aprisa y con todos sus bártulos, a un señor que pasaba con muy honroso cargo de Sevilla a Puerto Carey, con dos esclavos, su mujer y sus dos hijas, las únicas hembras de a bordo, que no se habían hecho ver en toda la travesía y que tampoco tenían mucho que ver.
Al cabo de un rato, juntó el contramaestre en cubierta a toda la tripulación y nos dijo así por las buenas que, sin dar carena ni bajar a tierra, habíamos de seguir camino, por precisiones del comercio, hasta Puerto Campeche, lo que podían ser otras dos semanas de mar.
—Se doblaría en ellas la paga —concluyó el contramaestre—, pero aquí no hay quien abandone, ni espero que haya que castigar a nadie. Ahora: el que se queje o se la busque, será porque la está pidiendo y sí que va a tenerla.
Por lo visto, contra lo que debía de pasar y esperaban los arriesgados fletadores, el mercado habanero se estaba cayendo de mercancías, sin que hubiese allí modo de vender un alfiler, bien ni mal vendido. Pero había llegado el aviso de un Lara, capitán general del Yucatán y metido también en dineros de embarques, dando cuenta de que, para aliviar el chasco y andando aprisita, la ropa y demás carga que llevasen las primeras naos de la flota al aguardo podrían hallar buena salida en aquella plaza de Campeche si ayudaban la suerte y los vientos.
Mirábamos el puerto de La Habana, y el gallego nos dijo que los mandos habían de tener razón, por el bullicio y multitud que desde el Santa Rosa vislumbrábamos en toda la marina y los muelles, al pie de tanta buena y airosa casa con los balcones cayendo a la mar. Y es que, cuando hay bienes en venta, se desgaja a La Habana la gente de muchos lugares y ni se puede andar por las calles ni, a pesar de la bulla, dejan provecho las mercaderías si hay muchas por colocar, aparte lo que mete el contrabandeo por esos puertos antillanos, que vienen a ser tres de cada cinco bultos que entran.
A mí, y trayéndome tan sin cuidado caer aquí o allá, no eché de menos, mirando La Habana, más que no poder andar en busca de una de aquellas achocolatadas descalcillas que veía pulular al lejos por los embarcaderos y a la vera de las murallas, entre escuadrones de soldados y mucha calesa de mulas. Luego me estuve fijando en el armamento y gran porte de los tres castillos del lugar, dos a la mar y tan a plomo que ni gatos pueden subir a ellos, y el tercero allá atrás en lo alto de un monte, encima de las casas.
—Mira, Rubio —me dijo el gallego al verme tan embebido—, que es que aquí, en La Habana, habitan entre quince y veinte mil gentes sin las que vienen y van, y dos veces en el año se juntan hasta veinticinco y treinta, a las salidas de las flotas, ya lo sabes.
Lo que no sabía nadie era cuándo íbamos a zarpar y estaba yendo a más con eso un malhumor grande entre los hombres, menos en unos pocos, que nos lo tomábamos a la pata la llana; haber buen viento para salir, lo había.
Toda aquella tarde seguí en compaña del gallego y de Gutiérrez, que eran también de los más conformes, hablando de muchas cosas. Se vino el palique a ese primer viaje que en la mar grande me había tocado y pasé a referirles el de Venecia, travesía que causó asombro a Gutiérrez, pero no la de la vuelta a España, aún con aquellas soñarreras mías, sino la de ida. Se le hacía raro a él que, para viaje largo, la Corona hubiese mandado a un señor embajador en una galeota y sin otras naves de escolta. Le contesté, porque así lo había oído, que el suelto andar de esa embarcación y el llevar precisamente a quien llevaba eran cosas de ventaja, como lo fueron, dejando aparte la contra de los turcos, pues no iban a ser todo tortas y pan pintado, y el que no se arriesga, no pasa la mar.
Así lo entendió el hombre y, por lo de la galeota, anduvo luego el gallego acordándose de catorce meses que padeció de mozo al remo en las gurapas, a cuenta de firmar un papel renegando un mandato del Rey, y de cómo fue abordada su galera por una nao de moros, a la altura de la ciudad de Almería y en ocasión que nunca iba a despintársele.
—Sucedió el mismo año —nos dijo— en que la real de la Armada, yendo en ella el duque de Aguilar, erró camino el mes de abril en el paso de Gibraltar, por mano de su piloto y por la gran oscuridad que en esa boca del Estrecho mete el viento de Levante. De modo que la nave real fue a parar a la ensenada de Tetuán, donde acabaron saqueándola los moros. Antes de que eso sucediese, el piloto, que era de los más bravos de la Armada, pudo huir con el duque y toda la tripulación a la fortaleza española de Ceuta, pero fue luego tan perseguido y acusado por su tropiezo, sin que nadie sacase cara por él, que acabó sus días tirándose en Cádiz a un aljibe. Pues al mes o dos de esos sucesos —siguió el gallego contándonos— tuve mi desgracia en galeras, que con el asalto a la mía fui cautivo en Túnez y me sacaron al poco tiempo los frailes de la Merced. He olvidado los dos años de cautiverio, pero aquellos momentos del abordaje, ésta es la hora en que los tengo presentes. Iba también al remo, de tercerol en la crujía, un Luis de Medina con el que me llevaba bien, y lo habían pasado aquel día del último banco al quinto cuando los moros nos entraron al espolón. Hubo un golpazo y sonó un chillerío quejoso de la entabladura al abrirse, como dicen en mi tierra que se escucha cuando cantan los muertos, y allí por la crujía se nos entraba a los galeotes ese espolón, despacio pero seguido, un pico ancho de pajarraco que arrancó del banco al Medina hasta con la cadena, se lo llevó por el aire pataleando y lo ensartó a una tablazón delante de mi nariz, que me libré por cuatro palmos y su sangre me saltó a la cara y roció a todos los de cerca.
Por estas historias del gallego entendí la suerte que venía yo teniendo con la mar, tan malina como era para muchos. Como se hablaba de galeras, tendí la vista por el puerto habanero y me extrañó no ver ni una entre tanta nave, cosa que le hice notar al gallego. Me dijo entonces que en todas las Indias no hay galeras, ni turcos ni berberiscos, lo que me chocó tanto que entonces no me lo creí.
Despachamos la noche con hambre grande, pues se habían terminado los víveres de a bordo y fueron bien pocos unos arenques mal curadillos que de tierra mandaron a remediarnos. Por la mañana, trajeron provisiones frescas para hacernos a la vela de nuevo, y diez toneles de agua dulce con un gusto como a hierro mohoso.
Almacenados estos bastimentos, levamos anclas con la marea alta, bien pasado el mediodía, y, apenas dejar puerto, vimos al lejos la bandera de tope de la capitana de la flota, tal como si saliese de debajo de la mar, y luego ya aparecieron su velamen y su casco, y otras nueve naos de las nuestras, que venían bordeando y buscando el arrimo de La Habana.
Según te hablé, bachiller, yo me había echado a la espalda lo de seguir para Puerto Campeche, pues también era las Indias y, estando en ellas, tanto me daba blanco que tinto. Cuatro días navegamos de bolina, ciñendo y cabeceando con mucho bordo y repiquete, que me agriaban el gañote subiéndome las comidas, pero sin llegar a sacármelas para afuera. Más que en todo el paso de la mar, me afligió, no sé por qué, el zozobrón de si sería o no Anica la que vi en el río de Sevilla y, al hilo de su memoria, también le dio muchos ratos por venírseme a la cabeza El Honrado, con la historia del hijo que perdió y aquella fijación de curiosear manos derechas por si daba con él.
Los días eran iguales, con vientos calientes; por las noches, me distraían los brillos raros de aquella mar con tanta estrella y ramajo y bicho, y unas aguamalas con rabos muy largos y como una luz endeblucha por adentro, que también la tienen algunos peces y bichos de esas aguas. Cómo me iba a figurar, cuando me acosté a la quinta noche, lo que me esperaba al otro día, y a todos los del Santa Rosa. A todos. A quienes pudieron contarlo y a quienes no.
Andaba yo bien dormido y oí vocear a un hombre en cubierta, y luego a dos o tres, muy descompuestos. No había empezado a despejarme y ya corrían otros para arriba, y un trueno como de tablonazos juntos retumbó por la mar. Me calcé a toda bulla y, poniendo mano al Moreno, subí a cubierta y aligeré a proa porque allá iban muchos a mirar, mientras la campana rompía en una alerta que en seguida pasó a toque de rebato.
Al costado de estribor, muy lejos, empezaba a clarear; lo demás era noche. El galeón caminaba aproado al oleaje y allí enfrente del bauprés, como entresaliendo de lo oscuro, un barco reforzado y sin luces se nos echaba encima de vuelta encontrada, a favor del viento de noroeste.
Aún nos ganó una cuarta a barlovento. Vi a mi alrededor correr los hombres a manos vacías para el pañol de la santabárbara, y a los que de él volvían en armas, y estaban los artilleros medio dormidos yendo ya a los cañones, cuando en la otra nave relumbró una segunda andanada de lo grueso, que tiraba a desarbolar. Y atinó. Por Cristo Santo que atinó.
Pillados de sorpresa y embobados, de acá para allá y sin poder atender ni aun escuchar las desconcertadas voces de mando, fue el crujir del palo mayor lo que levantó a una las cabezas. Se tronchaba por encima de la gavia y lo vi doblarse y arrastrar las velas altas del trinquete que, junto con las suyas, cayeron a la mar como mortajas. Dos a la carrera me empujaron sin verme, las caras en angustia; se me subió a la boca el gusto a sangre. Rebrincaba el Santa Rosa, falto de viento arriba, y se le fue yendo el andar, y la fijeza de rumbo como para asestar su artillería. Tampoco dio lugar a que todos se apercibieran de eso, digo yo, porque con el parón vino a ras de cubierta una tercera andanada, ya de armas de mano, y al que le tocó, le tocó; muchos quedaron descalabrados, y tiesos no pocos, y de ésa me escurrí, aunque la suerte no iba a durarme tanto. Entre la batahola de cubierta se alzó y cayó una voz, la del contramaestre:
—¡… lo que se pueda y…!
Eso fue todo lo que le escuché. Después de aquella voz, ni de momento se movía nadie ni oí más que el quejarse de los caídos y el batir de la mar en las rodas. Qué callazón, hijo. Tan cerca estaba la otra nao que ese golpe de las oleadas más lo escuchaba en ella que en la nuestra. Ya a menos de un tiro de mosquete, se nos entraba y nada hacíamos, y aquella gente también andaba callada y quieta.
Entonces, bachiller, fue cuando vi lo que hasta ese punto y hora me había sonado a tararas de parlanchín y a patrañas lindas para zagales. Vi la planta y las maneras de los Hermanos de la Costa metidos en faena, los racimos de andrajosos agarrados a los obenques, con las melenas rebosándoles de los pañuelos a la jamaicana o de sombrerones nunca vistos, y lo de clavar entre los dientes para dejarles libres las manos al fuego y al sable, ya un pie en el aire para el salto. Vi las hachillas de abordaje, los rezones ensogados, listos para abarloar, y, sobre un tahalí en el pecho desnudo de un larguirucho adelantado a todos, un banderón negruzco medio colgándole de los hombros. Y mira: quitando ese banderón que no estaba en su sitio, y quitando que nunca ves nadita tal como antes te lo pintaran, todo venía a ser lo de las estampas de los cartelones y los cuentos de los charlatanes. Hasta lo de algún pendiente en alguna oreja: lo mismo, pero allí. Allí.
Volaron los garfios y ya anduvo todo muy aprisa, se cruzaban los primeros pistoletazos y me ensordeció el clamor del choque borda con borda, ahogando una descarga de los mosquetes. Desataban los asaltantes un griterío como de bestias y entrevi a un hombre brincar desde lo alto encima mía. Levanté la mano a bulto para ensartarlo en el Moreno, pero no hice carne, me derrumbó en cubierta el peso de su cuerpo y me estaba queriendo poner en pie cuando un resplandor volvió a echarme boca abajo y me apagó el mundo; lo último que vi fue mi brazo derecho por el suelo y con la mano abierta, como tapando o protegiendo el cuchillo contra la tablazón.
No sé cuánto tiempo estuve así; al despabilarme un algo, noté que seguía donde había caído, en igual postura y sin el Moreno. Un ajetreo de pies descalzos iba y venía en torno a mi cabeza, que era una olla de punzadas, y, como manando de la frente, algo templado y pegajoso no me dejaba abrir el ojo izquierdo. Hice por tomarme con calma el pensamiento de que iba a morir o le faltaba poco. Alguien gimoteaba por allí cerca, pero no llegué a verlo ni a saber quién era.
A mí, bachiller, me ha pasado en ocasiones, y en los momentos más perros, fijarme en cualquier niñería, entretenerme con ella y como salirme un poco del agobio con esa tontuna. Aquella vez, ya empezaba a volverme de costado para ver de levantarme y meterme en pelea, pero me paró el paso de un pájaro de la mar, que lo vi por entre las jarcias y el humerío de la pólvora. Volaba alto y tranquilo, a lo suyo, buscándose la vida que yo estaba a pique de perder. No sé cómo me trabajaría los adentros aquella cosa blanca que se iba, pero al verla pasar me dije que, si no me había muerto, no iba a seguir haciendo por morirme, y eso me aflojó la fuerza rabiosa que, aún desbaratado y en el suelo, me hervía por las carnes. Quedé sin moverme, con la cabeza hecha acerico de alfilerazos y los ojos cerrados. No los abrí al colocarme alguien una mano encima del corazón ni cuando, a seguido, me cargaron entre dos por brazos y piernas, me llevaron hasta la borda y, levantándome sobre ella, me dejaron caer como un saco, pero no a la mar, sino a la cubierta del otro barco, donde, entre mi acabamiento y aquella nueva calabazada, volví a perder el sentido.
Empecé a recobrarlo porque me arrastraban por los pies. Luego sentí cómo, sosteniéndome alguien la cabeza entre sus rodillas como avellana en partenueces, me la escocían con algo de mucho doler, me la entrapaban con un cacho de lienzo rasposo y un cordel, y me limpiaban la sangre de la cara a refregones brutos con una estopa, que la supe mojada en agua de mar al tropezaría la punta de mi lengua. Se me ocurrió que ese sabor de la mar fue el primero y también iba a ser el último que probara Juan Cantueso, y seguía resistiéndome a abrir los ojos, no fueran a acabar conmigo a pesar de todo aquel lavoteo. En esto, el que me curaba se retiró de un golpe, di otra vez en el suelo y me estuve boca arriba, respirando a pecho lleno para que me supiesen morituri pero en resuello, y se les afianzara la compasión.
Al entreabrir un poco los párpados, vi sentado en cubierta junto a mí, con las piernas cruzadas y mirándome, un hombrecillo enteramente semejante a un mono de los de Berbería. Otro me contemplaba junto a él, uno muy alto y flaco, que se alejó cuando abrí los ojos. No podía yo saber que ese hombre era Amaro Bonfim, del que tampoco había oído hablar en mi puta vida, pero reconocí en él al que encabezaba el abordaje con el banderón negro por el pecho.
Apenas verme en mis sentidos, El Mono me tomó una mano, puso en ella un mendrugo y me la apretó con él dentro, lo que tuve por no mala señal. Volví a cerrar los ojos, me llevé a la boca el zoquete y empecé a chuperretearlo como una criatura la teta. A nuestro alrededor, seguía el trajín de hombres y pude entrever a dos jayanes medio en cueros, llevando a hombros uno de los fardos de ropa embarcados en el Santa Rosa. Se fue El Mono a poco, tornó con una frasquilla de aguardiente de palma y me la empujó a los labios empinándola bien, porque no quedaba ya en ella más que un fondo. Tomé aquel ardoroso biberón de igual guisa, sin mover ceja ni pestaña, oí al hombrecito reírse a carcajadas, pobrete, y a mí, que hasta tenía pensado hacer pucheros para dar más lástima, terminaron escapándoseme sin querer dos risotadas cortas, pero de las fuertes, porque mi comedia ya no daba de sí. Tiré por un camino de en medio y, rindiéndome también mi agotamiento, me ladeé, escondí la cabeza entre los brazos y me dormí enroscado como un perro.
Un pie me despertó, zarandeándome las costillas. Era de noche, así que había echado el día durmiendo. Sentí todas las carnes en apaleo, la achocadura me volvía a abrasar y a doler, y otra vez estaban contemplándome El Mono y el larguirucho de la bandera, junto a un negro que los alumbraba con una tea de sebo y que era quien me removía con el pie. Recibí del Mono otro mendrugo, pobre de él, y me puse en pie masticándolo y tentándome los vendajes. El largo me remiraba la cara y la cabeza.
Rozó con un dedo mis mechones de pelo que por entre los trapos salían, como si lo desconcertara un poco su color rubio.
—Español —dijo. No lo preguntó.
Se lo confirmé con la cabeza y lo estuve mirando a la luz de la tea. Aunque no soy menguado de cuerpo, tenía que levantar la cara para verle la suya. Pero, con todo aquel corpachón, el hombre andaba, y andará, más flaco que Periquillo Sarmiento, que fue a cagar y se lo llevó el viento, según dicen. Me llamaron la atención los ojos, tan claros como los de esos albinos con todos los pelos blancos, o esos ojos de algunos ciegos que no lo parecen. Un chirlo le hundía una mejilla por arriba y se la pellizcaba por abajo; supe luego que esa cicatriz es de un tiro de rebote, ya sin fuerza, que le agujereó el carrillo, y él se encontró con la bala en la boca y la escupió.
Así, con aquella reunión sin parla y aquella noche en La Garzona, fue como entré en la cofradía de Bonfim el Portugués, y los últimos días de navegar a Puerto Campeche, que nunca llegué a verlo, se me volvieron años comiendo de su pan en tierra y por la mar: esto es el mundo, hijo, y quien lo entienda como una cosa fija, que reviente.
Casi un mes tardó en cerrarse el trasquilón que me abrieron en aquel asalto. Pero en seguida vi que ese embarque podía servir ligero para sacar buena tajada o irme al otro mundo, las dos cosas únicas que mi cabeza esperaba de las Indias.
Por la borda ya habían echado esa tarde, a pelo pero con sus avemarias, unos dieciséis difuntos en el cañoneo y abordaje del Santa Rosa, ¡Dios los haya perdonado!, con su capitán y maestre por delante, más tres de Bonfim que también la hincaron. Y a cincuentiuno que quedaron con vida, entre ellos el piloto Ismaeli y el gallego, se les desembarcó a poco en tierra, que no caía lejos, sobre un playón vacío con comida y agua que les durasen como una semana, pues no era gente para malandanzas y Amaro Bonfim no trafica esclavos, ni rescates que no sean de muchos talegos. Allí se quedaron sin saber, por cuidado de él y de su gente, ni el nombre de su salteador ni el de La Garzona, que además no lleva letrero en ningún sitio, ni deja Amaro que otros pongan un pie a bordo de ella. Nada más que yo, un mulato, un mestizo y un Setién que había sido capitán en Flandes, y luego fue compadre mío, juramos delante de Bonfim, navegando para Mosquila, el compromiso y ley de los Hermanos. Va en habla francesa, tú lo sabrás, pero El Mono nos lo enseñó a la española:
—Cadena de oro o pierna de palo, venga lo que venga contigo estamos.
Y después de jurar con la mano encima de la Biblia y del vaso de ron, El Mono me dio el Moreno, que lo había recogido él. Pobre.
A dos jornadas del asalto desembarcamos el sobrante de hombres, y en otras tres, ya casi sin perder la costa de vista, La Garzona arribó con el galeón destroncado al que, por siete u ocho años, iba a ser cobijo de este vagamundo y era ya el de muchos.
Lo de haberle puesto a ese lugar Mosquila, digo yo que sería por tantísimo mosquito. Nada más que a Bonfim le daba algunas veces el antojo de decirle La Farola, cuando allí ni una farola hay ni cosa que se le parezca. Pero él es muy dueño de decírselo, porque aquello era suyo, de nadie más. Y aún ha de seguir siéndolo.
Nunca llegué a enterarme del todo por dónde cae ese asentadero de tan grande apaño. Por la Nueva España y más allá del Cabo del Buen Tiempo, eso sí, cerca del Río de las Yeguas. Como por la mar de Méjico y la de Honduras. No tiene de malo más que los mosquitos y la entrada, perra y estrecha, uh, que los dos pilotos de Bonfim siempre andan de cabeza con ella y con la canal, pues por allí no pasas si no es en la horita misma de la marea llena a todo llenar. Y si, aun estándolo, te hacen alguna jechuría aquellos vientos, ea, igual te atrancas y adiós barco, que a más, y en saltando marejada, has de virar ligero y en aguas cortas.
Pero con todo eso y que no se ve desde la mar ni aquellos bajos son de provecho o de paso, porque corren meses sin avistarse una vela, y con la manera de trabajarse las cosas Amaro Bonfim, pues allí llevaba él cuatro años. Para la vida de asalto, mucho tiempo en el mismo sitio. Y luego, el tiempo que yo estuve: y que me fui dejándolo todo al seguro, como para los restos, tan escondida y apartada anda Mosquila por el lado de la mar. Y todavía más lo está de las plazas y fuertes de la tierra adentro, con aquellas arboledas de por medio largas y cerradas hasta para muchos bichos, no te figuras lo que es, y ciénagas malas por todas partes. Así que por allí nunca vi a más gente que la que estaba y a los poquitos que fue arrimando luego La Garzona, y a los indios del lugar, ni ellos habían visto a más cristianos que nosotros.
Es así. Y, que yo sepa, de los contados que dejaron Mosquila o nos fuimos yendo, ni uno dijo después «Allí está aquello». Si a más no viene porque, quitando al patrón y a los pilotos, tampoco habrían sabido volver o llevar a nadie. Con buenas intenciones ni con malas. Pues, según te hablé, mirando para Mosquila desde la mar, tú no ves nada. Ves lo de días y días de costear, los peñones seguidos con las selvas bravas arriba y una playa de un cuarto de legua, como cualquier otra. Sin nada señalado, ni un mal agarradero para el ojo, y sin que tanto escollo y bajío, llegues por donde llegues, te dejen arrimarte en toda esa costa, yendo al largo, como para distinguir en la calina un algo diferente. Y menos, esa entradita o el paso de la canal: ¡cuándo y cómo daría Amaro con aquello, cojones!… La primera vez, luego de estar al pairo La Garzona esperando la pleamar, timoneó el piloto para allá y yo me pensé que estaba borracho o que había perdido la cabeza y hacía por estrellarnos. Pero después de eso y del mal rato de la entrada, que entonces te malhumora hasta el chillerío de los macacos y los pájaros, porque es que ves las vergas pasar rozando los farallones y los árboles, ya te metes en aquella ensenada chica, redonda y sin oleaje, de agua clara y verdosa casi todos los días, mientras que la mar abierta siempre está medio color canela.
El fondeadero y los refugios caen a mano derecha, tampoco se ven desde la mar, y se ancla a sesenta brazas de fondo. Sesenta brazas allí dentro, ¿sabes?, a la vera misma de los refugios: con esa hondura de agua abajo pero tan cerca de ellos que, al de la parte de acá, lo puedes alcanzar desde el barco con una guindaleza. Dejas La Garzona y en unos golpes de remo ya estás en aquellas lajillas a plomo, negras y lisas, con su escaleta de pedruscos y troncos torcidos que sube a los refugios: los tres chatones para los hombres y el más grande, el de los aparejos y las vituallas, así vuelto de medio lado. No hay allí más techos que esos cuatro, por atrás de donde empieza la playa, y ya al final de ella están los chozones de los indios, regados como aduar de moros y medio confundidos en los árboles y en los arenales, a la vista de la mar abierta.
Vieras el lugar… Cosa más a trasmano, ¿dónde?… Y, en cuanto pisas selva ya no, pero en Mosquila misma todo es bueno, el agua y todo, aparte la calor y dos bichas, negrita una a rayas coloradas, que es raro ver a esa sierpe pero que si te muerde ni Dios te salva, y unas arañas de la mar bien malinas, y las niguas y mosquitos que te dije, chicos como la punta de una aguja. Ésos no se crían más que por aquella parte y son el tormento de los tormentos, se te meten también por adentro de las carnes y contra ellos no hay más que la puesta de sol o cualquier viento, que por ligero que sea se los lleva, y un aceitacho que hacen los indios y has de untártelo con sus zurrapas hasta por el ombligo. La Tonalzin. Fue la Tonalzin quien me enseñó a mí a aguantarlo y ella misma me puso muchas veces esa pringue. Ella. Antes y después de casarse esa india, que ya me la tenía yo amancebadilla cuando se casó, y el marido no dejó por eso de estar a bien con los dos. A sabiendas de que seguíamos encamándonos.
Pero ahora, hijo, igual que no estoy haciendo más que echarte mis cosas por alante desde que me viniste con esos papeles, pues ahora, si me das licencia, voy a ponerme yo atrás y a hablarte de él. Del patrón. Es de mi gusto el pintártelo y, si a más no viene, va a ser del tuyo el escucharme. Tanto tiempo… Tanto tiempo viendo a Amaro Bonfim y no lo llegué a entender de lleno, cuando uno es de los que calan a la gente. Ni él se entendía en todo, creo yo. Y hombre con más sal en el meollo, a ver cuál. Pero… Un día me dijo El Mono, desdichado de él, que le parecía un santo al revés. Con las cosas de los santos, pero descaminadas. Y El Mono lo ensalzaba siempre y era su contramaestre y brazo derecho, y el que corría al cargo de vender las naos apresadas, que luego estuvo en eso una señorona de Puerto Velo, yo no la vi más que una vez y de lejos, y escondían las naos no sé adónde y las repintaban y aliñaban y no había quien las conociera. El Mono… Para mí que, aunque no me lo dijo por no hacerme deberle el favor, él fue quien me quitó de encima a la de blanco, paró las manos que ya iban a acabar conmigo en lo del Santa Rosa. Infeliz. Y qué buen contramaestre, cómo se echaba por delante de los hombres en los asaltos, y lo llevaba todo derecho, y entendía de escoger los botines y repartirlos, aparte ser también maestre de velamen, el artista, como les dicen por allí a los de ese menester. Era de la isla Martinica, con padre de España y madre entre salvajina y francesa. Se murió de allí a tres años y ahogado, Dios lo tenga en gloria, pero no de la mar ni con el lazo de esparto, sino en Mosquila y de un garrotillo atravesado, que no hubo forma de sacárselo de las tragaderas: todavía me llegan sus últimos ahogos y jipidos, y el pestazo a chicharrón quemado de los cauterios que le puso un Pedro de Burgos por ver de sanarlo. Nada. Se apagó como una vela y desvariando. Pero que no se me tuerza el rumbo, hijo. Porque de quien yo quería hablarte es del patrón.
Mira: Bonfim el Portugués, ya he visto que no te suena. Ni me sonaba a mí. Porque él no anduvo ni anda los pasos de otros caballeros de fortuna más mentados, no es un Olonés, ni un Roc el Brasiliano, muchacho, ni un don Enrique de Morgan, que a don Enrique yo lo conocí y dicen que anda ahora de gobernador y persiguiendo a la que fue su gente. No, no: el Portugués todo lo hacía y lo hace a su aire, sin sujetarse a nada ni a nadie. La guerra por su cuenta, que él aparta sus correrías de las de los otros y no va por todo como ellos, aunque tiene y da más que muchos. Sin tufos de fama y sin querer llevarse siempre el oro y el moro, sino pendiente de su Mosquila y de ir durando, así le iba bien mientras yo estuve con él, y así le debe ir yendo. No tomó Panamás ni Maracaibos, no va a retirarlo ricachón un solo asalto de mar, como a Pierre el Francés, y ni en pagarle sus mangas a virreyes y a gobernadores se movía Amaro Bonfim como los otros, que también es muy suyo en el cumplir. Tampoco anda cambiando de barco, aunque sea para ganar. En los años de estarle yo al lado, aparte el Santa Rosa y aquella Princesa que abandonamos, hasta tres naves apresó, dos de ellas carenadas y todo. Pero, siéndole alguna de más arreglo y aun mejores de vela y barlovento, él no dejó esa Garzona que le mercó a ingleses cerca de Puerto Velo quién sabe con qué dineros, muy balumbosa pero velera como ella sola y para tripulación de setenta a ochenta bocas, la cañonería nueva: los diez de ocho libras y los dos de doce. Que sí: que quitando las velas, todo en La Garzona tenía pocos años. Y Bonfim la hace purificar con hogueras mes por mes y, cuando no estaba la nao en Mosquita, se la ahumábamos hasta el último rincón con un rebujo de pólvora, vinagre y agua.
También de pilotos llegué y me fui con los mismitos: un Rovigo y un judío Marques, buenos en todo lo de su oficio y, en lo que más, en aquellas habilidades para entrar y salir por las apreturas del paso a Mosquila. Ahora: ni pilotos ni sanpilotos: lo que es barruntarse la mar y sus cambios y sus mañas, nadie como Amaro Bonfim. Imposible. Igual que si lo hubieran engendrado y parido entre un pescado y un pájaro petrel de las tempestades, te lo digo yo.
Y, en lo de trabajar, no equivocó el patrón golpe ni gente, fuera de la vez que se metió con don Enrique, ni perdía los estribos más que con los de Holanda. Con ésos sí, con ésos se le oscurecían hasta aquellos ojos casi blancos. Y aunque los de Portugal nos andaban aún de contra, ese portugués no aborrece el nombre de España ni el de Su Majestad, yo lo sé, y sus presas vienen a ser mayormente españolas, como las de todos. Pero sin ese entripado y ese odio que le tiene a lo de aquí la filibustería entera, a flote en esa mar de las Antillas. Por no andar en el aborrecimiento a España, llegó a tener Amaro sus malquerencias con capitanes y almirantes en Jamaica y en la Tortuga, que en esa isla acabó por no tocar, y por decir no tiene de bueno más que el bucán de sus bucaneros; tú no has de haberlo comido, es como bacalao sequerón de buen mascar pero de toro o de vaca, y va ahumado y aquí en España no se hace. Ni se parece tanto al tasajo ni a la cecina.
Lo que es mandar, sí, el Portugués manda como el primero. Fuerte. Pero sin apabullar. Como si no le gustara el mando. Tanto es así que a mí, que nunca tragué mandos, no me pesó el suyo. No tenía él más que disponer y ya estaban los hombres muy militares y conformes, porque les pedía su parecer muchas veces y aun en el mandar te daba un sitio. Y porque se las cavilaba bien. De ocasiones de asaltos en la mar, Amaro Bonfim sabe tanto o más que las gentes de las islas y había cogido de ellas lo cabal: el entrar de sorpresa y el arte de meterle al enemigo el pánico en los riñones, con esas caras trastornadas y esa algarabía que armábamos y el alardeo de los pingajos y de la muerte buscada de veras, sin arredrarse, y el banderón oscuro no allá arriba en el penol de la cangreja, sino encima de sus carnes… Y él tenía puestos espías de confianza en Jamaica y las islas, y en Puerto Carey y otros lugares de la Tierra Firme y de la Nueva España, y se las arreglaba para saber de ellos y de sus noticias. Cauteloso. Se medía muy mucho el entrarle a las plazas en tierra y no le entraba a las más grandes, que era lo de don Enrique porque en ellas están los bienes gordos. No es el hacer de Bonfim el Portugués como de león sino de zorro, a gallina segura, con lo que salí a bien y sin más atosigamiento que el pelear a ciegas cuando sonaba la hora, sabiendo que en esos entreveros no te queda más que dorarte la pelleja o que te la arranquen.
Y tampoco iba con Amaro, rigiendo él en tanta gente, eso de pan para hoy, hambre para mañana. Estaba en todo lo de todos, menos en lo que era de cada uno, que ahí no se metía. Astuto. Nunca faltó en Mosquila qué comer, cayeran presas o no; dos almacenes tiene al lado el refugio grande, el de los aparejos, con buenas fanegas de grano y de legumbres, y costales de harina de trigo y de maíz, muy al seco todo. Y tasajo salado, y dos corraletas para vacas y puercos, que se mataba cada tres semanas cuando no estaba el barco en la mar. En esas corraletas, me acuerdo, se ve malamente a pleno día, y el solazo te lastima los ojos por entre las rendijas estrechas de la tablazón, pues hubieron de enrejarse y techarse, estando ya yo en Mosquila. Nos fue cosa trabajosa, pero no hubo más remedio porque, en cuanto no veían a nadie cerca de las corraletas, bajaban los monos puñeteros de las arboledas y los helechos grandes, allí junto, y se comían el pienso del ganado. Una vez se llevaron hasta un saco chico de maíz, y nos llamaba la atención no le tocaran a los sembrados de cazabe, que es de lo que allí en Indias se hace el pan no habiendo panadería.
Y Amaro se fue dando cuenta de que yo le entendía esas sus maneras de ser y llegó a tenerme, sin serlo, como a uno de los de su camarilla, Juan esto, Juan lo otro, y mucho se sirvió de mi buena memoria. Nos decía de cuando en cuando, a mi y al Mono:
—Los hijos, todos, pero tú y tú y cuatro más, los hermanos de Bonfim.
Hombre de religión. Mucho se santiguaba. Cosa que me refirieron y no vi, pues pasó antes de yo llegar, fue que el Portugués le hizo decir misa en Mosquila, para él y su gente, a un padre cura apresado en tierra por la Nueva Granada, que luego se le dio libertad en Puerto Velo, y al paternoste no le llegaba la camisa al cuerpo trabajando para aquella parroquia. Se le cerraba el Santo Libro cuando quería abrirlo, le temblaba el copón hasta chorrearle el vino por las muñecas y no daba con los amén. A tiempo de levantar la hostia, pan duro de galleta porque otra cosa no había, oyéronse entre los hombres unas palabras y sonó un tiro. Uno de los que estaban alante se fue al suelo con un boquete en la nuca y Amaro, soplándole el humillo al pistolón y volviendo a enfajárselo, alzó la voz muy sereno y le dijo al cura que le reprendió a aquel animal el no hacer ante el Cuerpo de Dios la reverencia del caso, que le había contestado con una blasfemia, y que siguiera con su misa. Eso fue un día domingo. El lunes no hubo quien diese con el capitán en todo el día, y El Mono no era hombre de embustes.
—A solas donde nadie lo viera estuvo —me contó a mí y a nadie más—, ayunando en cueros por la selva de la mañana a la noche. Pegándose azotes. Llorando al muerto.
Ése es Amaro Bonfim y a ver si tú lo entiendes.
En trato de mujeres, yo estoy en que ha de darles miedo, con esos ojos como los de una fantasma y ese tipo y esos arrechuchos que le entran. Pero siempre lo vi con ellas gentil y bienmirado, y se hablaba de que a ninguna había tomado en cama por la fuerza, ni yo lo vi emparejarse. No tragaba con que vivieran hembras en los refugios de Mosquila, eso no, y cristianas menos, que ninguna vi mientras estuve ni, teniéndose a mano las indias, hacen mayor falta allá, lo vas a saber.
Con quienes él me pareció más bicho loco que hombre humano fue con los holandeses, te dije ayer. Nada más que con ellos. En siendo de allí, ya. Uno de esa nación le había estoqueado en El Batey a la madre, de chiquillo y delante de él, y por ahí debía venir que, a holandés que Amaro pillara, más le valiera no haber nacido, como a español en manos del Olonés, ya sabes, el francés que se caviló para los martirios esa que le dicen la máquina del infierno, la caja grande de hierro y con mucho traste donde él metía a los hombres, ¿pero no lo sabes?, y que acabó solo, perdido por aquellas arboledas del lado de la Nicaragua y quemado por indios del Darién. Sí. No era mentira, como llegó a decirse. Yo estaba en Mosquila cuando pasó y aquel año fue sonado en toda la mar, no sé si fue el setentiuno, a cuenta de esa muerte del Olonés, y por ser el año del saqueo de Panamá, que el don Enrique allí no dejó piedra sana.
Pues bueno: todavía más encarnizado y agonioso que aquellos dos con los de España, se pone el Bonfim con los de Holanda, hijo.
Lo vi darles muertes largas y al estilo antiguo, de mucho distraerse. Y con su chispa, eso no hay quien me lo porfíe. Porque él es muy suyo. En lo de pasar la plancha y en tratándose de holandeses, ya se le quedaba cortillo al patrón el aperreo que de por sí lleva ese final. No los mandaba al agua hasta no dar en una buena mar de galanos, como él dice. Haberlos, hay muchos por esos Caribes. Pero tampoco los ves siempre que quieres y, en teniendo carnacha como para que el jubileo no acabe en seguida, capaz es Amaro de andar a la vela un día, y hasta dos, con tal de juntar esas tiburonadas. La suerte es del que la busca, ¿no?: se avistan tres o cuatro galanos y está hecho, ya no hay más que ir anguando y cebando la mar, pues, aunque anden lejos, otros tantos por lo menos van entrando al olor del rancho. Si es que no se meten el ciento y la madre.
El día que los vi hartándose y en todo lo suyo, acudió más de una docena, de los grandes, y yo fui de los que amartillaron la plancha a la borda. Nueve. Nueve la pasaron. A prima tarde. Hasta que ya no veías ni un botón de uno, no aupaban a otro holandés arriba del tablón. Su buen dinero le costaría a Amaro y para eso los compró en Bijagua. Para nada más. Pero… tampoco, tampoco es cosa de tanto, hijo, es según como te lo mires. No te me descompongas… No, yo no es que me las gozara así a reventar, pues la inquina aquella es cosa del Bonfim y no mía. Hasta lo de echarle a algún hombre, cuando ya estaba en la plancha, un puñalillo de siete dedos para que se defendiera abajo, Dios nos valga. Uno ni lo cogió. Ese juguete, con lo que había allí abajo en la mar… Ahora: que la función tenía un algo, a ver quién va a decirme que no. Aunque nadie se la disfrutara tanto como Amaro, que se hace subir al puente un sillón viejo pero muy señor, con el asiento y el espaldar en seda verde, bien en alto el patrón y santiguándose. Cómo no iba a haber un algo. Si ya lo hay hasta en la manera de arrimarse y tomar su parte esos galanos grandes, volviendo para arriba las barrigas blancas y pegando el bocado a la media vuelta. O que se enrevesaban de pronto los papeles y se iba muy derecho para la plancha, sin tener que arrastrarlo, algún holandés de los que más amedrentados habías visto, a acabar cuanto antes y sin dejarse poner una mano en el cuerpo, que ya ni era de él, sino de los de abajo. Ésos me daban un respeto. O al contrario: el valentón que flaqueaba. A un teniente muy engallado, a ése, bien que se le bajó el gallo al llegarle su horita. Es lo que pasa. Se tumbó de boca en el tablón con manos y dientes, le dio quehacer a medio barco con los bicheros y se fue a la mar hecho un colador y llorando, ¡Nei, nei! y venga nei-nei. Abajo habían de estar aguardándolo con ganas: en cuanto llegó le embistieron dos velas negras, una por banda y con un empuje esos galanos que otra vez salió por el aire. Ya al caer de segundas, con el cagón aquel coloreó muy aprisa el agua, que estaba así de bichos. Pero ni lo volvimos a ver ni dio más entretenimiento.
Desde su trono, y como hombre de religión, Bonfim decía que la destrucción de holandeses hace un bien grande a la Madre Iglesia, de la que son renegados, y un daño al infierno, que es quien los manda al mundo.
Y bueno, tú me dirás, si lo sabes, cómo es que un hombre que se mete en ésas y que le da un tiro a uno por maldecir en misa, o que cuando está cavilando se echa de pronto a roerse los nudillos como perro a un hueso, hasta pringársele la boca de sangre sin darse él ni cuenta, o aquellas tristezas grandes que le entraban por el cuerpo, de estarse los días enteros allí solo por la playa con la cabeza gacha, ¿cómo podía luego llevar tan bien llevadas sus gentes, correrías y cuarteles, con una compostura y aquel dominio grande? Tan taimado en todo y tan sin juicio de pronto… O será que más sabe el loco en su casa que el cuerdo en la ajena.
Doscientos y más hombres vivíamos allí por nuestra voluntad, acarreados de muchos lugares, negros no pocos, y de mulatos y mestizos, bastantes. Sin borracherías, marimorenas ni rencillas, y unos y otros, fuesen de donde fuesen, parlando y entendiendo español, que ésa es aún en las Indias el habla del oro y a él suena. De españoles, cuatro de la misma España había cuando yo llegué, y creo que siete de los nacidos allá, y en el mismo año se murieron dos, en no sé qué puerto uno y el otro de un asalto en la mar.
Juego a dineros fuertes no estaba consentido por el patrón, ni los alcoholes, quitando las fiestas grandes y racionado en ellas, cosa que nadie se tomaba a mal desde que un calafate se echó a pechos una botella de tafia, reventó al rato y Bonfim, en lugar de darle sepultura, mandó a quemar el muerto para escarmiento, pues por todas aquellas costas el trago es quien se bebe al hombre desde chico, y a los de esa vida más ligero. Antes de entrar en batalla, entonces sí, entonces te traen tres partes de un cuartillo de lo fuerte y has de tomarlas, que te enciendan la sangre y el coraje y los gritos.
Los refugios no tienen tabiques ni hojas de puertas ni otros muebles que los jergones, que tampoco los hay para todos; pero están hechos con más ladrillo y argamasa que tierra y paja, y los techos como los de los indios, de hierba seca y palmas muy bien trabadas, que no calan en el tiempo de lluvias y allá en Mosquila siempre es verano de calor, pues lo que dicen invierno trae tan solamente unos ventarrones y temporales sin frío, con unas semanillas de mucho caer agua. Te enteras de que eso va a venir porque, un día antes o dos, ya no corre un pelo de aire y se pone la playa toda blanca de unos pájaros picolargos y chiquitos, que alzan el vuelo al entrar las primeras rachas de la borrasca y ya no vuelves a verlos hasta no estar otra en puertas.
Y allí al patio de los refugios, que hacen como un patio abierto al ancladero, sacaban sus avíos los veleros y los calafates y el herrero y los carpinteros de Amaro en Mosquila, hasta despensero y cirujano con píldoras para las fiebres. Y había también buzo y tres carenadores de oficio, con mucho arte en aprovechar los pilotos unas mareas muy bajas para acular a La Garzona, sin violencia ni sacarla a la mar abierta, sobre un bajial de poco fondo con árboles atrás, y darle la carena grande del año descubriendo la quilla por un lado y el otro. Mentira parece que allí, en el rabo del mundo, nada más que con su tesón y ese saber manejarse a los hombres, haya Amaro puesto en pie aquello. Porque, dentro y fuera de esos refugios, siempre vi a la gente andar concertada y a su menester, los que salían a la mar con La Garzona y los que se quedaban en tierra: muchos de ellos, y por lo corriente, a un embarque sí y otro no. El mismo Amaro tomaba la tripulación para cada marea, sin que nadie rechistase, y él salía siempre, y El Mono mientras no se puso malo.
Para mí que el patrón entendía que yo estaba menos a gusto por la mar que en tierra, y alguna marea me hizo el favor dejándome en Mosquila al cargo de esto o de aquello, aunque me tocara salir. Pero no pasó mucho, pues ni convenía que ese trato llegara a notarse ni a mí ganar menos, que en esa manera de vivir más convienen las duras que las maduras, y lo que luego te cunde en la faltriquera son los peligros de las batallas y de la horca. Debajo de Amaro Bonfim y de sus lugartenientes, pues ya éramos iguales y nadie quería ser más, y las reparticiones de los asaltos se hacían a la vista y conformidad de la gente, sino que yo, con los años, me junté con un puñado de doblones y otros los tiraban en cuanto se terciaba. Vi a un caprichoso, en unas casas de Santo Domingo, darle diez piezas de a ocho a una zorra nada más que por ponerla en cueros.
Ahora: estar, en todos estaba y manda la Ley de Marinería. Lo de los Hermanos de la Costa. El llevar con otro a medias cuanto haga falta, pan o hembra. Y, si te mueres, ya es de tu marinero todo lo tuyo. Y en la primera marea después de muerto tú, pues también coge el otro la parte de botín que te hubiera tocado, ¿sabes? Como si el difunto se la diera al vivo. A más, los quebrantos en faenas de combate vienen pagados en Mosquila igual que entre los de las islas, que creo que salen a seiscientos doblones por un brazo perdido y quinientos por una pierna si son los de la banda de estribor, algo menos por los de la otra, y cien por un dedo o un ojo, que ya a ciego entero sube hasta mil el desavío. Aunque cien a un ojo, igual que a un dedo, no es cuenta justa, digo yo.
El tiempo, sí… Se me voló el tiempo y, lo que es Anica, no se me fue de las mientes, bachiller. Para los dos guardaba mis reales. Lo de la Tonalzin fue lindo pero nada, cómo iba a ser. Lo que es que allí metido, pachorrero, ganándolo, y con esa voluntad de volver con dineros si volvía, se fueron yendo esos años y Anica se me fue haciendo una figuración más que una mujer: lo que mi cabeza se creía y se componía con aquella Anica que yo me estaba amasando a mi gusto y antojo. Estar en amores y al lejos es cosa mala, porque cada uno, sin ver al otro, se lo va figurando según le parece y lo que yo no veía ni por pienso es que el buey suelto bien se lame. Anica… Ya tenía yo más apagadillo el sinvivir de haberla visto, o no, al dejar Sevilla. Pero ese titubeo seguía montándoseme en lo alto cuando menos me lo pensaba, y los pensamientos picándome como pulgas. Más que nada, no sé, me entraba sobresalto de ella, un vagido malo, después de quitar de en medio a alguno. Al otro día. Como si Anica me fuera a pedir cuentas. Y eso me pesaba casi más que lo hecho. Porque andando en esas guerras, lo quieras o no lo quieras… es matar o que te maten… ¡Aunque quita, quita!, a ver si me acuerdo de mis divertimientos por Mosquila, hombre, que ya habrá tiempo para lo malino.
Rabo de lagartija soy y mi no parar acabó hartándome también de aquello, y aburriéndome. Pero, si bien se mira, yo no me aburrí allí mucho, yo no, con lo que es Mosquila y aun no saliendo a la mar. Que además, en todo ese tiempo, no saldría en viaje largo arriba de catorce o quince veces. Bien bravas casi todas, eso sí.
Por Mosquila estaba a mis anchas y ni caí malo como cayó un montón. Fuera aparte ya de los ratos y compañas con la Tonalzin y los indios, y aun sin reales en la mesa, a Los Cientos y al Culebrón tampoco apareció en los refugios quien me llevara los frijoles, con lo que corrían noches de agrado. Pedíanme juegos de manos con cartas, los hacía yo para dar gusto y, lo que es al Mono, a mi compadre Setién y a un extremeño Valverde, les fui enseñando las supercherías del corte a boca de lobo y hasta algunas de más empeño, como la del paquete solo y la del peinado, que eso vale mucho y, cuanto menos se corra, mejor para los del oficio. Una de mis mañas que más gustaban era esa niñería de dejar caer unas cuantas cartas estando de pie, y recogerlas por el aire antes de que lleguen al suelo.
Otras veces nos metíamos, por matar horas, en un juego largo de filibustería que al patrón no le cae en gracia y a su gente sí, de manera que él hacía un poder y se retiraba, alguna noche con la cara más blanca que sus ojos, de aguantarse las ganas de pararlo. Iba ese juego como una comedia del teatro, que uno hacía el papel del gobernador español, otro del Rey, otros de los jueces, un mono sentado en un tonel chillaba a pellizcos de su amo, haciendo de acusador. Y era que nos habían cogido y al final nos mandaban a ahorcar, pero nos salvábamos, y todo entre mucho vocerío y con mucha risa, chanza y contentamiento.
Y por las mañanas en la playa, a ver cómo se entiende que me entretuviera andar correteando, yo solo o con otros, a un pescado medianillo y de mucha diversión, que para comerlo no vale por lo amargo y lo áspero de sus carnes. Le llamaban el loco y sí que ha de estarlo; tiene ya de loco las hechuras mismas, y los ojos, salidos y desmadrados, que le cogen la cabeza casi desde la boquita hasta arriba, y por atrás hasta la raja de las agallas. Pero más loca es la manía que tiene de pasar corriendo y brincando toda la playa al filo de la mar y casi al seco, ya donde las espumas se retiran, más ligero que liebre y parándose de sopetón a mirar, que es cuando mejor lo ves porque se empina mucho en unos brazuelos y manitas que tiene, aquí no se cría. Y él vuelve un poco la cabeza mirando a un lado y a otro como bestia de la tierra, con esos pedazos de ojos, y sacando y abanicando muy sosegadamente las agallas, hasta que las esconde y otra vez echa a correr. Más que Diego el Pijín. Agarrarlo era media mañana y quedar sin aliento, así fuéramos diez a por él, tan vivo es. Pero ese loco hace de todo por escapar menos lo único que habría de hacer: irse de la orilla a lo hondo, ¿no?
Otra cosa que me regocijó en aquella playa era ver un retozo de la gente más moza, que ya yo me tenía muy sabido y jugado de chico con otros perillanes de la almadraba, y que en Mosquila le faltaba el nombre. Aquí se le dice el gazpacho, pero tú eres un caballero y no has de haber andado en ésas: que la gracia está en sujetar por muñecas y tobillos al que señalen la suerte o el antojo, y, teniéndolo bien estirado, en cueros y boca arriba, ocurren todos a mear en su barriga y sus partes, y a ensuciar ahí los que tuvieren gana. Se revuelve con arena y un palo y se suelta luego al gazpachado para que corra a la mar a lavarse, que es cuando se le canta su copla y en Mosquila tampoco la sabía nadie:
Corí coró, gazpachón.
Qué lindo calzón.
Corí corona, qué linda calzona.
Y estoy acordándome de que esa distracción era muy del disgusto de los indios y nada más verla se iban, siendo lo inocente que es.
Me llevaron también su tiempo los ejercicios en tiro de pistola y mosquete, y en manejo de espada y sable, con un francés Drié que hacía de maestro armero. Acabé medio defendiéndome, pero ya he de haberte dicho que lo mío nunca fueron todos esos cachivaches, sino lo corto de buen filo y punta, ni le cundió al mesié Drié cuanto quise enseñarle de mi Moreno, y eso que él puso mucho de su parte. Mira: el cuchillo ha de mamarse pronto, cuando echas los dientes, que si no, se te va. Con toda la puntería y los saberes del Drié, risa me daba verlo tan torpe con el Moreno. Y yo, aun queriendo, no atinaba a hacerle ver que eso no es de la mano, que es de todo, de los codos y las rodillas, de la cabeza, de los pies. Y que tampoco valen las palabras ni las posturas, sino que, sin pensarlo, se te vayan y vengan a tiempo el amagar y el entrar, como un destello por la nuca. Pues el Drié, que no. Sudándole hasta la perilla, y que no. Y yo sí, yo con lo suyo me fui quedando. A lo justo y a la fuerza, pero me fui quedando, porque en los asaltos es preciso echar mano de todo eso tan pesado. De pistola y sable, por lo menos. Fuéramos a lo que fuéramos. Pero en el cuerpo a cuerpo, y raro era que no los hubiese, ya soltaba yo los estorbos y sacaba lo mío. Menos con aquel gentilhombre tan vestido de negro, y en sonando la verdad, nunca me avié más que con el More. Y no sé en ese tiempo si fueron… ¿tres?…: tres, sí. Aparte de algún tiro a bulto en las bullas, que las más veces ni te enteras si calaste carne. Tampoco me van los tiros por eso, porque, así de pronto, tumbaste carne y ni te enteras. Lo mismo, lo mismo que te pueden tumbar a ti, que en la que hicimos con las gentes de don Enrique me libré porque estaba de Dios, ya sabrás.
Pero dos… dos de esos tres que te he dicho, me pesaron, ¿ves tú? El de negro, no, nada: a aquel señorón tan de negro, todas, hijoputa. Como los de antes, y aunque me disgustara la poca maña con que lo dejé servido. Ahora: al negro del Socoro y al muchachito Colarte, ya a ésos… Tuve que matarlos y no lo disfruté. Ni de por mí lo hubiera hecho, Dios me ampare. Con el negro es que no había más salida. No la había, hijo. Ni con el rapaz. Que todavía me está pesando a mí. Se metió por medio su poca cabeza, la de la edad, es claro, y el Setién que se metió luego… ¡que se metía en todo!… El Setién… Ffff… Me lo eché de compadre por lo del Santa Rosa, que él fue de los cuatro del galeón que pasamos a Mosquila. Por eso anduve con él de compadre en la Ley, aunque con los tufos y los bravucones suyos no tragara yo… Pero no, bachiller, hoy no me digas que no te rebuje las cosas y que vaya más despacio, hoy no. Aviva tú, que para eso eres el escribano. Si me ajusto a tu aire y no al mío, se me van las memorias, yo lo sé, y que hoy las he de soltar según me acuden, ni después ni antes. Caigan donde caigan, ¡eh! Aunque me líe yo, no te embrolles tú, que es que hoy se me está viniendo mucho y en remolino. Dime por dónde lo llevábamos… ah sí: el Setién. Y que en todo se metía. En todo.
Tan tieso siempre… Era de los que pierden los ojos por lucirse. Como con lo del caballo. Ahora verás la ruindad que hizo mi compadre con el caballo aquel y con el indio: eso fue a la vuelta de una marea que yo no salí, y no sé de dónde se traería Bonfim a Mosquila el potro negro. Me parece que de las islas, pero en paso a la Nueva España, de regalo para el virrey Latorre. Bizarro, bien domado y con una sangre que más necesidad tenía de freno que de espuelas.
Ese caballo murió a poco. Le relucían las ancas como un espejo. Se le fueron enturbiando, y los ojos, y se acostó y ya no se levantó. Allí no había nadie que entendiera y no sé yo si serían calenturas, que no se le echó de comer lo que había que echarle o que le picaría la negrita aquella que te dije: en eso estaba la gente india cuando lo vio muerto, en que fue la negrita quien se lo llevó.
Pero, mientras estuvo bueno y sano, ese nervio y esa estampa suya alegraban. Y el caballo alborozó y espantó mucho a los indios, ellos nunca habían visto uno, ¿será posible?, ¡ni sabían que los hay, oye! Después, ya menos. Pero esos días, recién llegar el potro y quitando las horas de comer, estaba la playa igual que una feria con nosotros y el caballo y los indios, que sus chozones quedaban despoblados y todos ellos, así como trescientos que eran entre hombres y mujeres, fueron apersonándose arenales abajo aquella primera mañana, a remirar y a palpar el caballo, al principio con mucho susto. Luego, con una risa. Y entonces fue cuando el Setién hizo aquella baladronada.
Él había andado de capitán y era hombre presumido, estuvo preso en Flandes y se hacía mucho de caballero, no sé de qué pueblo sería, Bartolomé Setién, y además lo vi muy buen jinete, que de eso sabía yo algo por mis menesteres de yegüerizo en El Puerto con El Honrado, y haber visto allí a unos pocos de los mejores de la Andalucía.
Cuando llegó ese potro a Mosquila, La Garzona entró yéndose el sol y el caballo cayó dormido no más pasarlo a tierra y echarle un pienso, que se lo comió por la mañana porque el animal debía venir fatigado de tanta mar, como la gente: de los que habían vuelto, ni Amaro, que era muy madrugón, se levantó antes de mediodía. Pero aquella mañana temprano, ya le arreglé yo al potro un cabestro, y una silla con unos pedazos de velas, y lo saqué con otros descansados, y ya estaba en seguida relinchando y retozando por la arena, tan de mañana. Dos indios andaban en la mar y, en cuantito vieron al caballo, tiraron muy aprisa con su canoa para los chozones de ellos. Vinieron en montón. La Tonalzin vino con las mujeres, y ahí fue cuando la vi y ella a mí, que acababa yo de montar el caballo y estaba en él a gusto, allí quieto sin pasearlo ni correrlo. Pero si los indios se alobaban y luego se reían, y venga a sobarle al potro la cara y a palmearle los ijares, más se reía mi compadre viéndolos en sorpresa. Tú me dirás a qué venía esa risa suya a carcajadas descompuestas, a santo de qué, si ya él había notado, como yo, que es que aquellas gentes no habían visto nunca ni un borrico. La cabeza de uno les hice en la arena con un dedo, así con el ojo grande y las orejas bien largas. Pero tampoco. Ni sonarles. Y además, con lo que era aquel animal, que echaba fuego de tan gallardo. Ea, pues yo allí en el caballo y el Setién a reírse de los indios como un loco. Desquijarándose de risa. Hasta que me dice:
—Anda y desmonta, Juanillo, que ahora voy yo y van a saber éstos.
Me bajo del potro, se monta él y se pone a chillar:
—¡Tú, don Encueros! ¡Tichuchi! ¡A ver si me entiendes!
Tichuchi no se decía así, se parecía pero no era eso, y la tonada me sonó todavía menos. Porque el Setién le estaba hablando, ya en arrogante, a uno de los indios más mozos y mejor mirados por los demás, como un capitán de ellos, y de los que venían por los refugios con tantas cosas, que nos las llevaban así por las buenas. Y al Setién, viendo esas inocencias y que el caballo todavía no había corrido, no se le ocurrió más que desafiar a aquel indio a una carrera por la playa, que hasta pudo ser cosa de gracia y acabó muy en feo, pues si mal lo empezó el compadre, peor lo remató. Se hicieron dos rayas en la arena mojada y donde él dijo, a señalar arranque y fin de la carrera, y él puso luego en la mitad al muchacho indio y le dio de ventaja todo ese trecho sin amainar en el reírse, que el indio y todos nos reíamos ya también. Aunque con otra risa. Dije yo «¡venga!», echan a correr, y el muchacho es que volaba. Pero cómo no iba a alcanzarlo ese potro, bien jineteado y aún a medio galope. Así que lo alcanzó, y Setién quiso que se viera muy bien visto quién era el que ganaba y quién perdía, y le dio por meter en mucho desaire al perdedor. Conque tomó al indio por los cabellos con una mano, lo arrastró un buen tramo desde la montura y lo dejó tirado en la arena. Se volvió sin mirarlo, con dos mechones en la mano.
No pasó nada entonces porque aquella gente es más mansa que la tierra, unos pocos de ellos se llevaron al arrastrado y como que lo consolaban en su habla. Pero el patrón se enteró a la tarde del lance. Sale, me hace ponerle mi aparejo al caballo, le manda al Setién que lo monte y, llevándolo amarrado de brazos, tiró playa arriba para los chozones, y allí juntó a los indios y lo azotó de su mano muy firmemente, a la vista de todos. Se veía que ellos entendían el porqué del castigo. Pero al momento levantaron unas quejas y cantatas, con mucha seña de dolor; les faltó tiempo para rogarle a Amaro que dejara los latigazos, y él los contentó a poco: con ser ratera y todo lo rarísima que es aquella gente, tan buena leche gasta que ya tenían perdonada la ofensa.
Tuvo que ser también que a mi compadre, tan estirado y a lo suyo siempre, le había entrado por una oreja y salido por la otra lo que el patrón tenía dicho sobre el trato a los de allí, y la vara con que lo llevaba. Eso y todo. Desquiciado, lo estará Amaro. O será un santo al revés, que decía El Mono. Pero lo que es llevar las cosas… Bueno: y que si alguien le saca una miaja de malas artes, o el Setién lo mira luego malamente por aquello, ¡guay!… Entérate de esto, bachiller: los hay que valen para el mando, y los que valen para hacerle caso al que sea, y los que no hay ya por donde cogerlos y no tienen atadero ni por el pescuezo: yo. Pero hasta ésos, si se dan con el que sabe mandar sin pisarle a nadie su persona, con él están y se acabó. Yo no me di más que con Amaro Bonfim, y ojalá si me hubiera dado antes con uno igual. O después. Y que, aparte del tipacho y los ojos y el coraje, Amaro ya da una impresión. Él se da cuenta hasta de lo que hablan los pájaros y tenía muy amarrados los cabos de quién era cada quién y de lo que había que hacer: lo del Socoró, o él o nadie. Nunca. Nunca vi yo tan claras esa picardía y esas muchas luces suyas. Ni luego, que ya llevaba unos años con él. Déjame, bachiller. A mi aire. Aunque se te quiebren ayer y hoy los dedos y la cabeza, muchacho. No me pares.
Allí… allí en el Socoró me tocó matar al negro, no había más. Y ahora mismo estoy viendo una mirada suya: la primera que él me echó. Como si yo… en lugar de… Pero ésas son las cosas que pasan y otra es que aquel asalto estaba como arreglado por el Gran Capitán de Córdoba. Más pillo y temerario, ¿quién? Y así cuajó: ése es Amaro Bonfim… No me enfrenes, hijo. Porque hoy, antes de que te vayas, he de enjaretarte aquello, por Dios vivo que quiero salir de todo aquello, pero de todo, y echar fuera contigo cómo y por qué maté a quienes no quise matar… fue preciso que lo hiciese… Mira que haberme dado con el negro aquel de las perlas, un nadie y en cueritos como estaba. Yo lo quité de penas. Me había mirado bien, me miró con una confianza y… Bueno: ya se le acabó el pasar fatigas.
Esas bocas del Socoró, sitios más raros, pocos los habrá. Ni más malinos. Y Amaro andaba ya dándole vueltas en los sesos a aquello, ya llevaba él un tiempo a ver cómo le echaba mano a una barca de las que el Rey manda a la boca más ancha de ese río Socoró, que, con buenos vientos, viene a caer como a cuatro días de Mosquila y a poniente.
Va con esas barcas una nave de la Corona, fuerte en armamento y en hombres, pero no puede dar fondo donde las barcas faenan, ni por la bajura de las aguas ni por las peñas mismas del banco de las perlas, que corre a hilo de la costa, y otra escollera que oscurea en la mar más alante. Así que el navio no se arrima a las barcas que lleva en vigilancia y que salen sin armas, pero siempre las tiene a tiro para colocar allí sus fuegos y mandar soldados muy prontamente en saltando la alarma más chica. Porque ésa de las perlas es renta gorda para el Rey, y aquello da muchas, y en la barca no va más que el timonel, que reparte las vituallas y hace de capataz y contador, si acaso otro hombre para abrir las conchas, que no va siempre, y tres o cuatro esclavos pescadores a zambullirse. Han de ser esos búzanos de mucho aguante abajo y, aun siéndolo, tengo oído que se mueren del pecho antes de tiempo.
Zarpó el patrón de Mosquila sabiéndoselo todo, conociendo la costa y que las barcas hacían noche en un asentadero que hay que entenderlo para no estrellarse y que el piloto Marques le decía Hoja de Hacha y otros La Contera, como a legua y media de la embocadura grande del río. Y Amaro se las había cavilado fuerte, royéndose los nudillos a sangre y echándole mucho tiempo para achicar las contras y la mala suerte y los peligros; pero, haberlos, los tenía que haber.
Nos arrimamos ya atardeciendo, en modo de dar vista a esa boca del Socoro apenas la dejase la flotilla perlera, que ya tuvimos la tarde antes que retirarnos y hacer mar porque el viento no ayudaba. Cuando le pusimos al río la nariz, era como entre el día y la noche, y la flotilla acababa de irse y nos metimos un trecho río alante y con vela a lo justo, rebañando las últimas luces y midiendo fondo todo el tiempo, para esconder a La Garzona tras de un ribazo grande y muy frondoso, que también valía en horas de marea baja y hasta lo tenía marcado el piloto en sus papeles de navegar.
Llevaba a bordo la fragata una barca con su vela ligera, muy a semejanza de las que sacaban las perlas y a molde para nuestro lance, que había de hacerse entre pocos y sin alboroto, pues en esa función salíamos de mansitos. A dos horas del amanecer, hizo arriar el navichuelo Amaro y con él nos fuimos a remo, río abajo, otros cinco hermanos, llevando armas, víveres, agua y dos figurones de pajabrava que el patrón había mandado hacer en Mosquila y remedaban a lo bruto medios cuerpos de hombre, cabeza y tronco nada más.
Ya con el sol medio fuera, pasamos en la mar el banco de las perlas, que yo allí no vi por los fondos más que unas almejonas amarilluzcas. Dimos en la ribera, muy enzarzada toda y apestosa, y bien cerca del banco, en el hueco de una espesura de matorrales enfangados entre aquellos arbolitos del agua, los mangles, que los cría y riega la misma mar.
Todo el día lo echamos fondeados y metidos en aquellos enredijos y covachuela, a ojo de la flota perlera sin que de ella nos pudiesen ver. Había entrado muy poco después que nosotros, y tan cerca se nos iba y venía alguna barca que hasta escuchábamos, de cuando en cuando, el metal de las voces. Corrieron la mañana y tarde en la peste del cieno y del manglerío, con los troncos mojados y las ramas como bicharracos muertos, y unas orugas verdes gordas que caían de ellas y puta la madre que las aventó, pues llevan unos pelos que, nada más tocarte, duelen como candela y el pellejo se te infla allí. Y esa calor. Y la sed. Pero era de ley estarse quietos porque el patrón también conocía, y nos lo tenía dicho, que la conveniencia era jalar de una pesca de todo el día y que, además, a media mañana y tarde, el navio mandaba al banco dos chalupas grandes con rondas de soldados, como así fue, a recuento de las perlas cogidas en cada barca y por si había alguna novedad.
Cumplieron las chalupas su revista de la tarde, tornaron al navio y aún dejó Amaro correr más de una hora. Hasta que empezó a amagar el sol. Entonces, sin prisa y haciendo figura de ir al largo, sacamos a nuestro navichuelo para las barcas y bogamos a vela abatida como ellas, que a lo mejor ni lo verían salir y eran catorce, trasconejadas por entre las peñas.
Apareciendo tan cerca de las barcas y como algunas hasta se emparejaban a ratos, Amaro estaba en la idea de que los del navio habrían de confundirnos con una; y los de las barcas mismas, que no llevaban militares, tomarnos por costeños de la miseria, que caen adónde sea por vender unas pieles o en busca de unas libras de pescado. Yo y el patrón dábamos remo, y los otros cuatro hombres quedaban fuera de vista, echados armas en mano y tapados con la vela y unos ramajos.
De esta suerte nos allegamos y fuimos a abarloar con una barca bien desapartada de las otras y más pegada a tierra: dos pescadores negros a bordo, otro pardo y capataz cristiano, un regordillo de bigotones. A tiempo de arrimarnos, los de color andaban por abajo del agua y Amaro le habló al capataz, entornando esos ojos claruchos y con muy beatas maneras:
—Que el Justo Juez os auxilie, hermano, si tenéis algo que darnos de comer —fue diciéndole al pasar muy tranquilo a su barca—, y os dé siempre un día tan sereno como el de hoy para lo que estéis haciendo, que ni lo sabemos ni tenemos por qué, con tal que vaya en bien del Rey de España y de Dios que os bendiga.
—Que Él os bendiga y…
A lo mejor el capataz iba a hablar tanto como Amaro, pero el pistolón puesto en su boca lo calló cuando saltaba yo a la barca.
Salía en esto a flor de agua uno de los negros, bien mozo y con dos conchas grandes en las manos, y lo vio todo, y para mí que no entendió lo que pasaba, no. Pero luego se le fueron alegrando aquellos ojos colorados de la sal, y miró al pistolón de Amaro y luego me miró a mí igual que una criatura a su padre: se figuraría él que de todo eso iba a venirle la libertad y que era yo quien se la estaba dando. Echó sus almejonas a la barca y se encaramó por la borda. Andaba el patrón al aguardo de los otros dos buceadores, para que nadie diese estorbo, y ya estábamos viendo salir a uno de ellos, cuando el capataz se agachó de golpe ladeando el cuerpo, le dio una voz al negro y él respondió a su esclavitud y se me vino encima.
Amaro quería de todo menos tiros, no se dejaba coger de sorpresa y se acuclilló también muy ligero, sin despegarle al capataz de la suya la boca del arma. Yo no tuve más que volverle al negro el Moreno, que lo llevaba en la mano, y darle en el pecho buscando el relojito de carne. Al doblársele las piernas, me miró el negro según tenía que haberme mirado antes, y me parece a mí que sin mucho desengaño, como el que está hecho a que le hagan lo que sea.
A todo esto, ya andaban también a ras de aguas el mulato y el negro que faltaban. A una seña de Amaro, brincaron a la barca temblando, con los ojos que se les querían salir, se tiraron en popa y allí se apegujaron abrazados sin menear un dedo, ni echado junto a ellos lo meneaba ya el capataz: le había ido mal la primera y no estaba él por verse mascando plomo a la segunda, o con el gaznate abierto.
Y bien pronto que le puso en la mano al patrón los bolindres, que a mí aquel puñado me pareció no ser tanto y era mucho: veintisiete piezas, apartadas a proa en un cuero chico de cabra, todas de muy lindo oriente y mucho más gruesas dos de ellas, como medio huevo de chorlitejo. Ésas sí se me pegaron al ojo.
El sol andaba ya menguando. A orden de Amaro, pasé a nuestra barca, tomé de ella los dos figurones de pajabrava y los acomodé en la barca perlera muy derechos, a popa el uno y el otro en un banco contra la borda, que, al atisbar la barca así de lejos, diesen el pego de tripulación, como tenía ingeniado Amaro. A los tripulantes de veras ya los había hecho él tumbarse en la barriga de la embarcación, donde no echaran ojos que mirasen por qué rumbo nos íbamos. Me mandó que arrastrara y dejara caer entre los tres vivos al negro muerto, allí en la cara de ellos como para que no tomasen a chacota los encargos de no moverse, vocear, hacer señales ni levar el ancla antes de que el navio los llamara a recoger, y les dijo el patrón que si otra cosa hacían, primero volveríamos nosotros a matarlos, así nos costase la pelleja, que los suyos a socorrerlos.
Dijeron que sí con la cabeza y, pasando Amaro y yo a nuestra barca, dimos remo a la orilla por donde habíamos llegado y según convenía, con boga serena y algo más viva al acercarnos a la madriguera del manglar. Hasta no alcanzarla, nuestros cuatro hombres escondidos siguieron sin moverse ni se destaparon en todo el arrimo, que eso era lo que habían de hacer si el patrón no los llamaba.
Nos encuevamos a tiempo que, allá lejos, la campana del navio empezaba a tañer, llamando sus barcas a retorno. Luego no escuché más que el siseo del viento por los mangles. El agua estaba lisa allí, y todo en color sangre con el sol bajo. A esas horas ya no caían las orugas, ni las vimos, pero el pestazo de los matorralones en marea vacía era de matar a un buey. Con las últimas claridades, la barca asaltada llegó a su nave nodriza, muy en medio de todas las demás. Y allí, como gentes avisadas, habrían de entender los militares que ya con la noche encima y que venía sin luna, en aquella maraña de orillas y con las bocas del río ahí al lado, no iba a haber chalupas, soldados ni Papas Santos que pudieran dar con nada ni con nadie. Así que la flotilla salió con la noticia para su asentadero de La Contera, y nosotros bogamos al cabo de un rato, costeando primero y luego río arriba en busca de La Garzona que, con mucho tiento, había dejado ya el ribazo y bajaba a favor de corriente para irnos al encuentro, según lo tenía apalabrado el patrón con el piloto Marques. Fuéronse acuartelando velas y, aún con los flujos y meneos de la barra, en cosa de dos horas ya estaba La Garzona en medio de la mar. Pero no dejó el viento ir en la derechura de Mosquila y hubo que navegar más para el sur, y hacer aguada cerca del Cabo de Las Lágrimas.
Muchos doblones parió a los nueve meses el botín. El corretaje lo hizo en Puerto Velo la misma señora que traficaba las naos apresadas, y las perlas se vendieron juntas menos una de las dos grandes, que ésa la vendió ella aparte y dejó mil quinientos pesos la pelotilla. Quitándome a mí, que tuve un poco más por dar la cara, los de la barca y la nave ganaron lo mismo, y lo suyo, ya menos, cuantos quedaron en Mosquila, como se hacía siempre. El patrón sacó sus cinco partes del barco y las dos de él, y, antes de hacer la repartición, apartó ocho pesos para decirle al negro muerto una misa en el primer lugar con iglesia por donde cayera La Garzona, como a los que morían en Mosquila; a él nunca se le va lo de mirar por los difuntos. Lo mismo manda una misa para uno que para veinte.
Su misa al negro, sí. Que la valía. En cambio, aquél tan de negro, el señorón que te dije, ni las merecía ni, según lo dejé, le habrán valido misas, sino rosarios y muy repartidillos. No es tanto que se me fuera la mano sino que el sable no es lo mío, hijo, que no. No me arreglaba yo con eso, vaya por Dios, no daba con el final y aquello era ya un puesto de carne.
Pero luego el mancebo Colarte… el niño Colartito… Poco habrá que me pese a mí más… Muy poco… Ahí, sí, bachiller, ahí sí me sentí lo que ahora me dicen. La Fiera.
Y más que eso.
Y es que toda aquélla fue tan brava… La mayor. Lo más grueso de cuanto lleva hecho por esa mar Amaro Bonfim.
Y por bajocuerda como siempre, tirando la piedra y escondiendo la mano. Un embarque más grande que la misma Princesa de los Cielos: tiene que sonarte lo de ese barco. Y fuimos los de Amaro, no sé si por fin llegaría a saberse, pero quienes le entramos fuimos nosotros. Dimos con ella, lejillos. Ni sabíamos bien a qué le habíamos metido el diente, que si el patrón llega a saberlo, a lo mejor no se lo mete, él no quería polvaredas y aquello removió cielo y tierra. Luego, y aún dejándonos lo suyo, la Princesa no llevaba tanto como antes de la rebusca nos pareció que debía llevar, ni se dio en ella con dinerales gruesos. Porque aquella asonada tampoco fue por lo de siempre, no fue tanto por los dineros perdidos, que a la nao ni nos la adueñamos aun con lo que valía, si no a cuenta de la muerte del señorón de negro. Y de la del niño. Para rescate fuerte, lo que se dice fuerte, ni uno quedó.
Y es que en el asalto a esa cosa tan grande, la suerte jugó media baraja, ¿ves? Nada más que Amaro había visto un buque de ese corte. Nuevo era, y el Colarte padre se lo acababa de comprar a holandeses en Sevilla. Una nao con toda la barba y con una popa alta como una de las torres del Pópulo. La suerte nos valió. No es que el patrón se las hubiera hecho malamente, no: sino que la buena estrella caminó allí en lo de la Princesa por alante de sus cavilaciones. Le entramos sin fijarse Amaro mucho y lo mismo que al Santa Rosa, así de vuelta encontrada. Y también se les cayó el corazón a los pies, que, si no, ni arrimarnos. Luego, se les alevantó. Pero cuando nos tenían ya al salto, con el áncora y su cadena echadas dentro de la Princesa para que no se nos desasiese, y en seguida les ganamos el castillo de proa.
Seis meses largos se estuvo luego La Garzona sin navegar, en su escondrijo de Mosquila, y todas las gobernadurías locas, que nadie sabía cuál había sido el santo del milagro y la Armada española de Barlovento traía revuelta a esa mar antillana desde la Canal de Bahama, bachiller. Le apuntaron el asalto hasta a gente que, si había escuchado hablar de él, eso era todo lo de Dios.
Un botón que no ha llegado a abrocharme bien es que aquella nave, más grande que el mundo entero, viniese desde Sevilla y estuviera ya casi a la vista de Puerto Velo con una criatura de quince años al timón, ¡que Dios me perdone y en su seno lo tenga, Pascualito Colarte!, sí, el hijo menor del dueño de la Princesa de los Cielos, bello y aprincipado el mozo, y que, con su genio malillo y todo, una prenda de muchacho había de ser. Ya cuando volví a Cádiz me enteré, y me siguió pesando, de que aquel año el padre le puso esa nao en las manos porque el niño se las sabía y para que pasara la mar, pero al abrigo de la Flota de la Plata. Lo que sucedió es que a la Princesa se le fueron en Sevilla unos pocos de días procurando carga y luego la atrancó en el río su peso tres veces, conque, al llegar a la bahía de Cádiz, la Flota ya había dado vela y el Colartito, sin amilanarse, echa por la mar alante y alcanza las Indias solo. Que de todas maneras, digo yo, fue locura darle nave a aquel pilotín porque lo que no va en lágrimas va en suspiros y, si no fueron sus saberes de navegar, fue su poco saber del mundo lo que lo perdió. Y yo: «Tú te estás quieto y no te pasa nada». Pero qué. Los repulgos de la edad, hijo. Novato. Que se equivocó, maldita sea. Y que mi compadre Setién metió otra mala baza, cómo no iba él a meterla. De no ser por él, a lo mejor me aguanto la marea del Colartito como Dios me hubiese dado a entender, así como la del otro no, al señorón de negro cómo lo iba a aguantar, no, hombre… Tan altivo. Una soberbia tenía que no quieras ver, y a mí siempre me ha pasado con los imperiosos lo que a Amaro con los holandeses, hijo: que no y que no. Tanto imperio… Así que ése cayó pronto, y lo mismo hubiera caído en sabiéndolo yo, que no lo sabía, mano derecha del Rey y nombrado por Su Majestad visitador para toda la Tierra Firme desde Panamá hasta las chimbambas, por eso su final sonó y resonó.
De él no salí limpito, y menos mal que yo iba en calzones y que todo me cayó en las carnes, sin que se me echase ropa a perder. La suya valía un dinero y la dejé, quién la compraba o reparaba luego, con tanto empape y rotura.
Se está punto en boca y no sé, mejor podía haberle ido. Pero en tal modo me desquició… Ni caí en sacarle el Moreno, hazte cuenta. Sable en mano subía yo de cubierta, que era un revolcadero de tiros, estocadas y porrazos, y mucha gente matándose por los corredores. Entro en la saleta de junto a la cámara del capitán y me doy con el de negro. Pero todo. No ya el vestido: camisola y chorreras y medias calzas, y hasta el moquero a la cintura, negros que ni de luto doble, y la barba medio blanca. Muy grandón. Y allí solos los dos. Cierro la puerta con un pie, me escupe en la cara, me mienta la madre, me pone de puto y encima andaba desenfundando pistola: un valor sí lo tenía. O se lo daba la misma soberbia. Con su peluca de Francia muy al peine, su cruz de oro al pecho y aquel engreimiento, en el habla y en todo, que había que ver: un hidalgón de ésos a quien todos le doblan la rodilla y que hasta respirando te rebajan.
No le di tiempo a más guauguaus, me lié con lo que tenía en la mano y allí no estaban mesiés Driés que me contaran cómo había que hacerlo. Yo ciego y a dos manos. Pero sin arte. Como si el sable fuera un palo, y ya te llevo dicha la trabajera que me dio acabarlo. Que no se terminaba de ir. Me calentaba hasta que no chillase. Clavaba y cortaba yo seguido y por donde cayera, pero no daba con un sitio de últimas. Una oreja con un pedazo de cachete y su pelo de la patilla saltaron por el aire a mojarme la cara y ya ahí fue cuando él las dobló, pero ni aun así lo aquieté tan pronto y aquello era un desbarajuste, uh, una mano colgando, la peluca en un hombro, calva al sable, y la boca, que ya ni se le veía, besando la cruz de oro con la otra mano, pero en las mismas: «Acaba, puto». Y yo a no contrariarlo.
Apareció Setién por la puerta y ahí sí, ahí sí que supo. Se arrimó al bulto colorado del suelo, le alargó una pistola a la cara y ya.
Luego me paró a mí, que no atinaba a pararme… y ojalá que, en cuanto lo hizo, hubiera tirado mi compadre para otra parte en lugar de quedarse a mi vera.
Pero, a todo esto, tú has de estar ya hoy por irte, y dime: ¿se sabe algo del juicio del puercachón del pastelero, o de si cantó verdad? A ver si me quitáis eso de encima, que eso sí que no, hijo. Más claro que te estoy hablando… Me acordé ahora porque, aunque ni llegué a entrar en ella, para mí que esa alcobilla del secreto de sus pasteles tendría que estar como la saleta de la Princesa, con manchones de a dos varas por todas partes. Sino que aquello me tocó. Y esto de los pasteles, ni por pienso, ayúdame.
La saleta de la Princesa… El Setién a mi espalda, y yo con la lengua fuera, y de pronto:
—¡Conmigo ahora!
Oigo el metal de aquella voz, lo veo de refilón y tiro el sable, eso fue lo primero que hice.
Tan alto o más que yo el mozuelo. Tan alto o más. Berreando y queriendo terminar con el mundo.
—¡A mí!
Como hombre, pero como chiquillo.
A saber por qué, allí atrás mía y sin él moverse ni piar, mi compadre empezó a sobrarme. Acababa de darme descanso con el de negro, pero empezó a sobrarme. Y el rapaz berreando y a acabar con el mundo. Que se le había roto el viaje a la criatura.
—¡Conmigo ahora, aquí!
Con su espadín maltés en la mano igual que si fuera a un baile y casi sin mirar lo que había por los suelos, ni a mí, que andaba chorreando. Como para no arrugarse el muchacho viendo todo eso. O que no estaba él para ver.
Salta y me tira un espadazo en corto, torpón. Le eché el cuerpo atrás y la mano se me subió sola y toqué el Moreno con dos dedos.
—Tú te estás quieto y no te pasa nada —le digo al zagal.
Me acordé de cuando yo tenía la edad de él y miré de no alzarle el gallo. Hasta le dije:
—Suplico a su Merced vuelva esa espada a su cinto.
Pero ni por ésas.
Nunca. En esos refregones, nunca se sabe bien. Me parece que, según le entoné las palabras, ya andaba él medio escuchándome. Bajó su arma y yo la mano. Pero la voz del Setién nos las volvió a levantar, así se le hubiera secado la lengua.
—¡Quita allá, Juan, echa a un lado, que me cansan estos guapitos! ¡Y más, los tan señoricos y aún tan doncellica como me parece éste!
Padecer, no padeció el muchacho. Que él esté viendo a Dios todos los días.
Me tiró la segunda estocada, y ésa me arañó una muñeca, y ya venía la tercera. Le entré en limpio y por abajo, amagando el cuerpo al suelo.
Pascual Colarte… De escucharme yo a mí mismo, de haberme hecho caso, a quien se la doy es a mi compadre. Luego, ni le dije nada. Para qué. Qué le iba a decir.
Se fue a pelear y me dejé caer allí mismo en un silloncito blanco; ya había puesto mi parte. Si más llegan, no sé, a lo mejor ni me alevanto en ese momento. Miraba al mancebo ladeado junto al de negro y, medio sin darme cuenta, lágrimas me comieron la cara quemando y amargando como rejalgar, y no hallé alivio en decirme que, de no haberlo hecho, el muchacho sería el del sillón y yo el del suelo.
Lo de abajo acabó pronto. Y la rebusca, pero la rebusca hízoseme larga. Yo no puse mano. Ni a la cruz de oro del señorón, que lo volvió de cara un mestizo y tiró de ella delante mía, y yo allí sentado y quieto. La vi ya limpia en Mosquila, entre el botín… bueno, en ésas, pocos se guardan algo, ¿sabes?, no es costumbre. Igual se enteran y la pagas, pero bien cara.
Y Amaro nos supo escuchar:
—Patrón, deje este barco, déjelo.
Si a más no viene, ya tenía él en su cabeza lo de dejarlo. Echarlo a fuego o volarlo, eso no va con sus mañas, no. Es lo que hacen cuando se abandona una nao asaltada, y otro lo hubiera hecho. Él, en no siendo de holandeses, no.
Y la dejó y, los que quedaron, llegaron. Malamente, pero llegaron, no se perdieron en la mar. Aun sin aquel piloto. Ni a nosotros nos convenía cargar con esa Princesa de tantos compromiso y tonelaje, que ni por la canal de Mosquila hubiera habido forma de meterla. Mejor, lo que se hizo, así se supiera luego y retumbara como retumbó: total, quién. Una fragata nueva y sin el letrero. Ahí me las den todas. Con lo plagada que está toda aquella mar y con lo que andan los barcos. Y el escondrijo. Si acaso, el capitán: que los saqueados pintaran luego al capitán, y Amaro no es difícil de pintar. Lo que es que él también está en eso y, aparte su desplante de echarse el banderón antes de un abordaje, ya luego trata de no hacerse ver mandando y alentando a la gente, aunque dé cara como el primero. Pero en medio de la bulla. El Mono. Al Mono llegaron a confundirlo con el capitán unos pocos del Santa Rosa, que lo supo Amaro y disfrutó con eso. Y en otro asalto, al mismo Setién, a cuenta de toda su altanería y de sus hechuras militares. No: con el patrón, nada iba a rienda suelta. Si no, en esas guerras y con esa gente, y con sus repentes y sus cosas, dónde estaría él ya. Mira, bachiller: de haber un Dios, para mí que esas cabezas tan vivas también han de tener luego su premio. Algo. Por malinas y desconcertadas que estén. Y un tonto, aunque sea santo, nada.
Hasta dejando a un lado los asaltos, y lo del no picar llevándose una nao que era una alhaja. En lo que fuera. Ya nada más que con lo de los indios, veías quién es Amaro Bonfim. Pues, aun siendo mansos, mal se hubiera acabado en Mosquila si él no tiene con ellos ese arte y esa mano izquierda; tú no sabes lo rara que es aquella gente de Indias, y sus manías y su manera de ser. La paciencia que es menester. Y Amaro con ellos la tenía y nos hacía tenerla. Sin ir más lejos, su miramiento con lo de los pescados y los mariscos de los indios, que a los Hermanos no les gustan ni los comen nunca. Pero cada vez que los de allí los traían a los refugios, unas bateas muy grandes, se les agradecían como todo lo demás que nos llevaban, y se festejaban y se guardaban y hasta se probaban en la cara de ellos, por darles gusto. Y, en cuanto se habían ido, enterraban y tiraban el pescado y los mariscos donde ya no pudiesen ellos verlos. Menos yo y otros pocos, que nos comíamos unas piezas asándonoslas, qué lástima de bateas enteras a desperdicio.
Fíjate qué raro es que allí, y por toda aquella parte, la gente de asalto que vive sobre la mar, le haga tanto asco a lo de la mar. Ellos, su bucán, sus salmigondas bien picantes, sus guisados de buey o puerco, echándole al caldero un chorreón de tafia o aguardiente de palma, y no quieren más. De la mar, lo único a la boca, la tortuga. No las más grandes, que ésas no valen para nada, sino aquéllas un poco más terciadas: las verdosas de las escamas duras, que son de buen comer.
Salen los indios a por ellas y todo el tiempo van diciendo macoa macoa, que me embarqué yo a las tortugas una mañana, con todo el solazo, en la piragua del marido de Tonalzin. Macoa, macoa. Sin chillarlo. Llamándolas muy seguido y así bajito como para que no se sobresalte la manada y no huyan de las redes. Y hasta el despensero se las llevaba en La Garzona, porque con ellas hay vianda fresca: ni se mueren. Boca arriba y en agua de la mar, ni se mueren. O en el sollado, que no les dé el sol y baldeándolas. Y si se mueren, se sala un poco la carne y vale igual. De un viaje corto, una volvió viva, y a ésas que aguantaron les dan libertad los Hermanos, y manotean muy torpes por la mar un buen tiempo, sin hallar rumbo. Hasta que van despabilándose. A aquélla que te digo le llegó tarde la licencia, ya estaba medio lista cuando la soltamos. La marea la arrastraba a la arena como un leño y dos veces la volvimos a aguas más hondas sin poder quitarle la muerte de encima.
Y lo mismo que esas tortugas, y que el pescado que se tiraba, los naturales traíannos de todo en cuanto ya tenían para ellos. Lo que no tienen es donde caerse muertos. Más pobres, imposible, y digo yo que a lo mejor irán tan en cueros por lo mismo. Ni que ponerse. Pero nos llegaban con pichones, y unos guarros montunos raros, y unos venadillos manchados que ellos los corren y flechean con unos venablos ahumados muy duros, y les echan luego unos perros grandes pero mudos, sin ladrido ni gruñido ni llanto, créemelo: como si se los hubiera quitado un cirujano. Y venían también con fruta gorda y frutillas de matorral, y con el aceitacho para los mosquitos.
Pero mira que son bien raros en sus cosas; cuanto te diga es poco. Por lo menos, aquéllos de allí. A ver si no es manía que, a hora de comer, se den las espaldas y no hablen ni se miren, oye, como si anduvieran haciendo o escondiendo una fechoría o como si el comer fuese vergüenza. Eso me cae muy fuera de razón y entendimiento, y más me caían los nombres. No ya por lo enrevesados y difíciles: es que tampoco quieren decir en su habla Francisca o Ana o Juan, sino El hombre de la bajamar, Fuego de Alegría, El rayo de carne o El ladrón del sol, ya me dirás quién va a robar el sol y cuándo se ha visto un rayo de carne. Quemarla la quemará, pero un rayo cómo va a ser de carne, que no. Gente sin cristianar, ni quieren cristianarse; además, holgazanes, pesca y cacería aparte. Y bien está que sean tan buenos nadadores, porque lo son, pero ¿no te parece ya mucho que se casen poniéndose en remojo? Llegan los novios a la playa y se van entrando en la mar muy despacio, tomados de las manos y con ramos en la cabeza, mientras las del poblado les cantan desde la orilla, y los rodea, con la misma cantilena, todo el cordón de piraguas y canoas. Y así se están media mañana.
Y Amaro siempre diciendo que, en el tratar a esas gentes no perdiéramos de ojo lo que era para cristianos, no para ellos, y que no los molestásemos ni engañásemos en cosa alguna.
—Ni ha de hacerse aquí —machacaba el patrón— lo que en tantos lugares de Indias se hace, despojar y matar como si se estuviera en tierra de moros.
Ahora: lo que es prestarse a eso, se prestaban.
Pero, aún tan bobalicones y tan raros de suyo, tienen sus saberes, y más de los que parece, aunque no hayan visto un borrico ni una rueda. Me afligieron lombrices, que si te medran no hay quien te las quite, y diéronme a comer unas semillas de color vino tinto que al otro día se me soltó la tripa del cagalar y creí que por ella me vaciaba entero, pero se me fue todo aquel gusaneo. O las mañas que ellos se dan en cacería y en pesca, que cuando cogen mucha pesca le dicen al montón panamá; o para afeitarse unos a otros caras y cabezas nada más que con agua y un colmillo de galano atado a un palo, que ni con navaja de barbero y pella de jabón. Y lo que es dar, te llevo dicho que, en cuanto tienen para sí mismos, dan lo que sea, menos unas bestezuelas así como entre rata y conejo, desabridillas aunque de buen comer y que ellos no pueden criarlas y hay pocas, conque se las guardan en los chozones y les hacen más fiestas que si fueran perdices. De lo demás, todo y sin un interés.
Les conocía el patrón los gustos y les llevaba, para andar a bien, mucha maritata de cintajos y cascabeles, cuentas de vidrio, medallas de latón… Un cajón de muñequitos que llegó, eso fue en la playa de Mosquila un alboroto casi como el del caballo, y un espejo de mano con el mango dorado que entró en el mismo desvalijo de los muñecos, me parece que del galeón San Gil. Estuviéronse los indios mirando en el espejo con muchas muecas y bailetas de gozo, como criaturas hasta los más viejos, y tanto se lo arrebataban unos a otros que lo cayeron y rompieron en una piedra, de lo que les vino a los infelices un asombro todavía más grande tan solamente porque seguían viéndose en los pedazos: entérate de cómo son.
Lo que es que, con tales caprichos, daban también en ser rateros. En nuestra misma cara jalaban de lo que podían y, si era alguna bagatela, nos tenía dicho Amaro que se la dejásemos al que fuera, aunque haciéndole ver que nos habíamos dado cuenta para que no nos tuviesen por bobos.
La Tonalzin misma me hurtó dos o tres cosas, empezando por la vaina de cuero cordobés que le compré al Moreno en Sevilla. Ven lo que sea, no lo piden y lo roban. A ella se lo reñí siempre y reía como una niña chica, y eso me encendía la rabia hasta que acababa ella con lágrimas… La Tonalzin… Rechoncheta y casi sin talle ni popa, según son las de allí de Mosquila, pero muy apacible y con unas carnes que me eran de mucho regalo. Lo que más, los pezones, redobladillos y bien firmes. Y la cara era ancha pero de dar agrado, con los ojos brillosos, aquella color de aceituna igual que las moriscas, y oliendo toda ella a fresca y a aceites suaves, pues es gente que todos los días se baña y se da unciones. Así que me cayó en antojo apenas verla en la playa la mañana del caballo, que se le caía la baba mirándome sin recato, igual que yo a ella, y me sonrió al momento. En cueros vivos como todas: tal como la madre las parió, con la gracia de que tienen los abajos y empeines dispuestos de manera que no se les ven sus partes, sino dos o tres dedos de vello.
Poquito después me curó y no lo de las lombrices, que lo de ellas sucedió antes y fue un indio viejo quien me llevó la purga, sino a cuenta de los mosquitos chiquitos que te dije. Empezaron esos cabronzuelos a comerme y ya me dio aquel aceitacho de los indios el cirujano de Mosquila; pero yo no me lo quería poner porque me levantaba el estómago y por la misma ardentía, que ese aceite al principio te la agranda. Y acabaron el cirujano y El Mono teniendo que llevarme a los chozones pues terminó picándome hasta el nombre, aparte que también me llené de las niguas ésas, que se te meten y crían entre la carne y las uñas de los pies. Cuando me llevaron a los indios ya casi no podía andar, y el curandero de ellos era el padre de la Tonalzin, y ella fue la que me estuvo sacando los bichos y poniéndome el aceitacho, y enseñándome a manejarlo de manera que, con zurrapas y todo, no me asquease tanto. Estaba allí tendido, mirando a la Tonalzin y al techo del chozón, y todos mirándome a mí, y el aceitacho quemándome, y las manitas y los ojos de ella para arriba y abajo de mi cuerpo atendiéndome las ardentías, y en esto que, con tanto encuereo y toqueteo, me viene otra quemazón y se me alza muy bien alzado mi palo mayor, sin aviso y al golpe, con gran risa de todos y de Tonalzin y mía, que reí el último. Porque aquella misma noche estaba yo durmiendo en el refugio, aliviado ya de picores y fuegos, cuando siento unos pasos livianos y me veo a la Tonalzin acercarse a mi yacija quedamente, que eso al patrón no le petaba, mas se hacía a barullo, y él, la vista gorda.
Empiezo a hacerle sitio a la india en el jergón y cuál no sería mi sorpresa cuando la veo pasárselo de largo y echarse en el suelo junto al de otro hombre, un mulato muy alegre de Jamaica. A por él iba la Tonalzin, que no a por mí, pero estaba roncando y ella no lo despertó: se acostó en la tierra, por el lado de allá de mi catre, y lo esperó con una gracia. Ya te he dicho que eso en Mosquila es cosa corriente y ni indios ni cristianos se requeman si alguno anda con más de una y alguna con más de uno, aparte ya de su hombre indio. Y el Drié, el maestro armero, que ése era de los que culo veo, culo quiero, ése andaba con tres y ya tenía sus años, un gallo perilludo con tres colgando de las alas. Porque aquellos naturales no se andan con los sofocos y las obligaciones de pareja, cosita que ni se piensa por acá: cásanse o déjanse a su modo y, en el entretanto, se están con quien les place y sin pendencias, que eso tiene su mérito, y algunos hasta nos rempujaban las esposas, las hermanas y las hijas como si recibiesen honra o provecho de que se las cubriésemos, vete viendo cómo son y que aquello no estaba para frailes.
Lo que en verdad no consentía Amaro es que se quedasen hembras ya a vivir en los refugios, y él andaba sin fija y sin volandera, que nadie lo vio nunca con ninguna.
Muy de tapadillo, hasta entre hombres noté allí sus más y sus menos. Y no es que pasara mucho. Pero pasaba. Comenzando por el piloto Rovigo, que un día me lo vi venir y hube de pararle los pies diciéndole:
—Por ahí yo no, señor.
Conque aquella noche, y estando la Tonalzin aguardando que el mulato se despertase, me agaché en busca de unas piedrezuelas y se las estuve tirando por abajo del jergón del otro. A la que hizo tres le atiné y se vino conmigo, que como estaba todavía acalenturado y dolido de los mosquitos y niguas, aun con mi armamento en alto no hicimos más que dormir juntos y contentos, y ella se fue cerca del alba.
Todo el tiempo del amorío, que no fue corto, me trató la Tonalzin sin mandamientos ni tósigos de esposo. Pronto tuvo ella el suyo indio y yo no dejaba de pensar en Anica como en mi mujer, aun con todos los años y pesares, y en los temores de que no iba a verla más. Pero tanto fue así lo de no sentirme amarrado a mi salvajina, que hasta hubo de pasar muy buen tiempo para que yo me hiciera cargo de que estaba viéndola muy mucho y bien amancebado con ella, pues libre andaba para acostarme con quien quisiese y así lo hacía, no sé si más por sentirme a mis anchas que por otra cosa, de modo que no me venían de la india cansancio ni fastidio, e igual corrían meses sin andar juntos ni dolemos de ello. También he de decirte que, por ser yo cristiano o por lo que fuese, no me iba a mí a genio dejar a la Tonalzin tan suelta como ella me dejaba y el marido permitía, cómo iba a ser, y hasta me lloró mucho otra vez porque le castigué fuerte el haberla visto por atrás de la playa, dándose el pico con un barbilindo Bustamante que no me caía a mí en gracia.
Y otra cosa que hacía la Tonalzin, igual que toda su gente, era pintarse una rosca en la cara antes de encender unos canutos o sahumerios de hojitas secas y verdes, que ellos se tragan el humo y luego lo echan por nariz y boca, y me decían y daban a entender todos que era cosa de placer. Se le aflojaba con eso a Tonalzin la viveza, y me lo quería hacer probar, y siempre yo que no y que no, hasta que una tarde me metí aquellos humazos que los indios y algunos hombres de Bonfim se tomaban con tanta parsimonia como gusto, y que a mí me echaron a resoplar, a toser y aun a peer como alma en pena, de puras bascas, trasudores y mareos, pues otra cosa no saqué al principio, aparte el enojo de ver reírse con mis fatigas a Tonalzin.
Lo que hubo de pasar, bachiller, es que no estaba mi cuerpo hecho a tales bocanadas y olidas, pues otro día, ya emperrado en que no me dañasen puesto que a ninguno le hacían mal, me amoldé a tomarlas y fui viendo como diferente cuanto tenía alrededor, que no era más que un chozón de indios y con aquellos humos por adentro de mí ya empezaba a parecerme otra cosa, aunque sin comparación con lo que la señora Astrea me dio en su casa: mucho más fuerte aquello que esos sahumerios blandos del Caribe. Con ellos, no es que se vean muchas cosas de extrañar, como con el bebedizo de Venecia, sino todo tal cual es pero en una alegría calmosa, como si no hubiera penas en este mundo ni nadie fuese ya a padecer y a morirse. No con las luces del alcohol, que igual te adoban y abonitan lo que ves, como te lo convierten en corona de espinas y te echan para afuera las ganas de morder; sino de muy pacífica manera, levantando entre todos los del humo, hombres y mujeres, un entenderse sin hablar, tal que si de uno a otro pasaran sentires y pensares de todas las cabezas como si fuesen de una sola.
Y fue en uno de esos sahumerios donde vine a conocer las creencias tan raras de ellos y por qué no preñé nunca a la Tonalzin, aun yendo tanto el cántaro a la fuente. Ya me habían llamado la atención los pocos alumbramientos entre los indios, y ésos tan ajustados que el número de ellos ni fue a más ni achicó en mis siete años largos de Mosquila. Los que morían iban remendándose con los que nacían, tantos por tantos y muy concertada la balanza, pues allí nunca faltaba gente moza, ni criaturas, ni viejos con un saber. Y es que ésa es una cosa de su religión, y cuando me la contó la Tonalzin no me entró bien, pero mucho de ello me sonó a verdades, aun siendo una historia como para chiquillos.
Bueno es decirte antes que, con los tratos y poblamiento de cristianos, algo de español aprendieron los indios y mucho más Tonalzin, a la que todos tenían por muy despierta y avisada. Con lo que no atinaban ella ni ninguno era con lo de nuestros nombres y apellidos; me acordaba yo del Cuan de Corradino, pues con la indiada tampoco había manera: a Bonfim decíanle Ofil, Otalten a un González, Ayllén a Setién, y a mí hasta la Tonalzin me mentaba Cueso: el Cantueso, por nada del mundo les salía.
Con eso y todo, mucho más zoquete era yo en su habla. No pasé de decir toílti, que era el día, lélet, la noche, soyotzin, la mar, y no más arriba de otras quince o veinte palabrejas de ellos. Listeza y oído sobrados los tuve, menos para aprender aquella parla indiana. Lo mismo que tampoco se me ha dado desmontar a tiempo estando con mujer, según lo hacen otros picaramente, ni acertado a echar fuera de ellas mi pieza en lo mejor de la batalla por no verter en sus entrañas.
Así pues, ya andaba yo extrañado de no embarrigar a la Tonalzin sabiendo que toda mi sustancia le iba a los adentros, cuando una tarde y en medio de un fumisqueo de aquéllos, entre el sosiego y el buen acuerdo que dan, me vino en gana preguntarle medio por señas cómo es que no se abultaba de mí ni de su esposo o de otros, y lo de las pocas nacencias entre sus gentes.
Estábamos sentados delante de los chozones y de cara a la mar, y otros indios igual me oyeron y comprendieron, y el padre de Tonalzin me fue haciendo entender, también medio por señas, que del nacer demasiada gente llegan las desgracias y las hambres y las guerras, por lo que ellos procuran estar siempre en igual número como mandamiento de su religión, cosa que me pareció de buena ley según ves irle en la vida a tantísimo desdichado.
Habló luego la misma Tonalzin, pasando a contarme, en su habla española y como de niña chica, el cuento y las creencias que te dije, y que tampoco se me han ido de la cabeza, tanto por su rareza y ocurrencias como porque después les di muchas vueltas y, al final, me echaron a cavilar en más de una cosa y a sentirla como de razón aún rebujada con tantos desatinos, hasta con Adán y Eva, digo yo que serán, volando igual que si fueran gorriones. La tarde aquella, entre las vaharadas del sahumerio y a la luz última del poniente, Tonalzin habló así, y me fue muy de agrado y distracción oírla:
Antes de que nada viviera o se moviera, no había más que aire, sombra y frío, y Los Seis Señores estaban abrazados y dormidos en el fondo del Tiempo.
Alguien los despertó. Aborrecieron el frío y la sombra, y se pusieron a hacer el Fuego y a encender las luces del cielo. Removiendo el Fuego hicieron a la Mujer, y un día después hicieron al Hombre. Y los tuvieron junto a ellos, sostenidos en lo alto por unos velos que nacían en los cuerpos de la Mujer y del Hombre. Y esos velos eran seis y muy delgados, y tan largos que podían con su peso.
El Fuego pidió a Los Seis Señores que hicieran su contrario, y ellos hicieron las aguas. Y les pidió las tierras, y las hicieron. Y luego pidió el Fuego todos los seres que están en las tierras y en las aguas. Los Seis Señores empezaron a hacerlos uno a uno. Cada Señor comenzaba un ser y lo terminaba.
La Mujer tuvo curiosidad. Quiso ver de cerca lo hecho y estarse entre los animales y el verde. Y ella y el Hombre aprendieron a recogerse los velos que los sostenían. Bajaban de lo alto y volvían a los aires antes de que la luz se fuera.
Por amor al Perro y a sus juegos, la Mujer y el Hombre no se dieron cuenta un día de la llegada de la noche. Se asustaron y abrieron muy aprisa en lo oscuro los velos para alzarse. Los velos se enredaron en los pinchos del magüey. La Mujer y el Hombre cayeron a tierra. Y los velos quedaron tan quebrantados que ni pudieron ajustárselos en su lugar, los dos huesos de arriba de la espalda.
La Mujer y el Hombre se hicieron a caminar y a nadar y a correr. El Perro se les juntó. Deseó ir siempre tras ellos. Y Los Seis Señores bajaron para acabar de hacer el mundo.
La Mujer y el Hombre tuvieron dos hijos y tres hijas. La última, Teniloatzin, era muy hermosa y la sabiduría de Atloalco, el más viejo de Los Seis Señores, la vio en el mañana. Aun sin tener Atloalco cabeza, miembros ni sentidos de persona, se enamoró de Teniloatzin cuando ella todavía no sabía andar. Era tan viejo que ya había hecho todos sus trabajos. En cuanto terminara de hacer la Hormiga, Atloalco iba a deshacerse como el humo o las espumas de la mar, y a volver a lo alto. Cuando estaba terminando la Hormiga, vio a Teniloatzin.
Atloalco dejó en el suelo a la Hormiga. Le faltaba ponerle su grano de entendimiento y hacerle los cuernos con que la Hormiga se topa y habla con sus iguales. Pero Atloalco la dejó. Apenas la acabara habría de irse a sus alturas. Y no quería perder a Teniloatzin.
Atloalco recogió del suelo a la Hormiga. Le puso su grano de entendimiento y le hizo entender que, si no le obedecía en cuanto le mandara, no iba a tener sus cuernos.
Atloalco esperó a que Teniloatzin tuviera quince años y, para gozarla bien, fue tomando en ese tiempo cuerpo de hombre. Ninguno de Los Seis Señores lo tenía ni lo tiene. Atloalco no quiso decirles para qué quería el cuerpo de hombre ni por qué no acababa su trabajo. Los Señores se irritaron. De ahí vienen los alacranes y las inundaciones y las tempestades y los truenos, que son la voz furiosa de Quetlén, el Señor menos viejo de Los Seis.
Atloalco sabía que el cuerpo de hombre no era suyo y temía agotarse al cubrir a Teniloatzin. Antes de aparearse con ella, fue a la selva Atloalco y buscó a la Hormiga. Le dio el buche de un pichón y le mandó que se acercase al lecho, recogiera en las patas media gota de su sustancia y se la conservase en el buche del pichón.
La Hormiga aguardó el momento y luego hizo con gran trabajo lo que Atloalco le tenía mandado.
A la mañana, Los Señores vieron a Atloalco con Teniloatzin y entendieron el porqué del cuerpo de hombre, y se sintieron burlados y envidiosos. Tuvo Atloalco que escuchar su larga cólera y sus quejas, y cuando corrió a infundir vida a su reserva, la media gota ya estaba algo echada a perder. De ahí vinieron los mayores males.
Teniloatzin tuvo un hijo de Atloalco, que se llamó Quemul, y él quiso a poco fecundarla de nuevo con la media gota que la Hormiga le tenía guardada. El cuerpo de hombre aún daba sustancia, pero Atloalco deseó probar su poder. No oyó los consejos de su sabiduría ni los de la Hormiga, que bien sabía del mal olor y apariencia de su conserva. La Hormiga dio por fin a Atloalco el buche de pichón con la media gota perdida y le reclamó sus cornezuelos. Atloalco los hizo, se los puso, la dejó ir.
De la media gota, Teniloatzin concibió y parió otro hijo, Acoatl. Acoatl era muy semejante a su hermano Quemul Pero se amaba demasiado. Quería que se hablase de él aun después de muerto y era su condición tan ávida que de él vinieron el veneno de ókum y la rama de las guerras, con destrucción y llanto para todos. Las guerras no cesaron. Quetlén, el menos viejo de Los Seis Señores, aún no había desaparecido, y las gentes fueron a pedirle que detuviese las guerras. No podré, dijo Quetlén. No podré detener las guerras ni acortarlas. Nadie podrá. Achicarlas, sí. Menos hombres, menos necesidad, menos guerras y muerte.
Quetlén juntó a las mujeres, las llevó a la selva. Cosechó ante su vista seis clases de yerbas, seis de flores, seis de hojas y seis de semillas. Quetlén las maceró delante de las mujeres. Sacó de ellas un remedio que se llama Tolén. El Tolén ahuyenta la preñazón por seis años. Al cabo de ellos, la mujer puede volver a protegerse con él otros seis. O agrandar la necesidad y las guerras y la muerte haciendo nacer demasiadas criaturas, y siendo madres de la estirpe de Acoatl, el que todo lo quiere.
Esto enseñó y dijo Quetlén, y más tarde también subió a lo alto, donde están otra vez Los Seis Señores abrazados y dormidos en el fondo del Tiempo.
Ya con la noche encima, hice a Tonalzin repetirme no poco de todo aquel batiburrillo. Me volví playa alante a los refugios, con la cabeza muy en lío, aunque viendo un pelo de razón en lo de los muchos nacimientos, y al otro día me vino la india con que, a escondidas de los suyos, iba a hacerme ver la verdad de cuanto me había contado. Por si fuera chico todo aquel enredo de Señores y de gente, aún me dijo Tonalzin que, por si alguna vez no daban con las veinticuatro plantas del Tolén, ese Quetlén también les había enseñado a las mujeres de su raza una disposición del cuerpo de la hembra todavía más cabal contra el preñe, y es la de mover algo en lo más hondo de su vientre antes de juntarse con hombre, de tal modo que el lugar mismo de la preñazón, arriba y muy adentro, viene a quedar cubierto y defendido por un pliegue o carnecilla como esponja, que anda pegada a esos fondos y que, de nacimiento, está fija en todas las hembras, sino que, aparte esas indias, nadie la siente ni agradece ni conoce, y menos los doctores cristianos. Así que, desde que una india de aquéllas viene al mundo hasta los nueve años, le restriegan y soban su vientre dos veces por día sabiendo dónde y como hacerlo para que se le vaya despertando y moviendo esa esponjilla, y ella vaya sintiéndosela, hasta que con el tiempo aprende a manejarla y ladearla siempre que le acomoda, como quien mueve pie o dedo y aunque, estando tan en lo hondo, no pueda verse ni tocarse.
Al resguardo y virtud de esos saberes, terminó diciéndome la india, y del apartamiento en que su pueblo estaba de otros, nunca eran ellos de más ni de menos, sin falta ni sobra de ancianos ni de niños. Desde mucho tiempo atrás, me detalló, no habían nacido en sus chozones más que dos criaturas del linaje de Acoatl, porque sus gentes gozaban de la protección de Soyotzin, la mar, a la que fueron entregados aquellos dos mozuelos en una balsa con mantenimientos, apenas verse clara su mala condición y para que las corrientes de la costa los llevasen muy lejos de su poblado, si lo quería así la mar.
También me devané la cabeza con todas esas explicaderas, que seguían pareciéndome chiquillerías y desatinos de marca mayor, barajados con cosas de buen juicio y cordura.
De allí a pocos días proveyó Tonalzin unos víveres, una calabaza de agua y una vara nudosa de rara color, y, pidiéndome que a nadie se lo dijese, me llevó hasta las ciénagas que por atrás del poblado indio subían selva adentro desde la costa, avisándome que me dispusiera a ver con mis ojos cuanto me tenía dicho. Nos citamos al alborear, abrió ella la marcha y dimos con el pantanal como a media legua de los chozones, llegando a él por un sendero que, en muchos tramos, se borraba comido por árboles y yerbas.
Nunca se aventuraba hasta allí la gente de los refugios, a sabiendas de que por aquellos charcajos no iban a dar más que con olores puercos, algún caimán al acecho de un mal resbalón, unos mazacotes inútiles a flote como de brea o cera negrucia, que nadie sabía qué era ni de dónde salían y que el agua los va endureciendo, y mucha poza de arenas flojas, de las que no se ven y se tragan a hombres y a bestias acosadas, sin que puedan escapar de ellas. Por toda la orilla de las ciénagas entraba a sus aguas la selva espesa y hacía tan imposible bordearlas como echarse a traviesa de aquel murallón verde.
Tonalzin se fue derecha a los pantanos. Tanteó la ribera con la vara que había llevado y, teniéndola entre los dedos sin apretarla, me hizo seña de que la siguiera y se entró por los charcos poniendo pie donde la punta de la vara parecía posarse sola, sin que la india la moviese ni gobernase. Sobre las aguas y al lejos, el aire tembloteaba de la calor.
Caminamos así cosa de dos horas, atento yo al Moreno y no viendo ni oyendo más que algún chapoteo, chillar de monos y revoloteos de garzas, patos y cigüeñuelas, hasta dar casi a bocajarro en una gran plaza desierta con murallas bajas y, en su mitad, como un cerrillo de piedra alto y muy bien hecho, con la punta desmochada, cuatro lados estrechándose hasta arriba y escalones en medio de ellos. Atrás vi un patio más largo que la plaza, todo ensolado, cercado por el pantanal y la floresta, y que me volvió la memoria a los mármoles de los antiguos y a las ruinas y estatuas descalabradas de la Caleta de Cádiz, aunque aquello no se le parezca más que en el abandono, pues todo cuanto vi en aquel claro, aparte ser muy diferente, estaba como más nuevo.
Seguíanse allí muros de piedra muy labrados con para fueras y para dentros de grandísimos trabajo y paciencia, haciendo grecas o remedando figuras y cosas que veías medio claras, otras que ni eso y otras en las que, si te fijabas despacio, pues ya ibas entreviendo ojos y cuerpos y bicharracos, todo reliado y a la buena de Dios. Más en pie que por tierra, vi paredes con puertas sin hoja, rampas y escaleras, unos muñecones en piedra mucho más altos que yo, puestos allí en corrillo como si estuvieran de palique, otro acostado boca arriba pero mirando de lado, encogidas las piernas, rodillas en alto y con dos peinetas en la cabeza. Y barandales con adornos, y torres centinelas, y postes gruesos llenos de marcas y de caras, de mucho llamar la atención cada cosa y como si en medio de la soledad aquella hubiera estado un día el ombligo del mundo.
—¿Y todo esto qué es? —le pregunté a Tonalzin.
—Es lo que éramos —me dijo.
Anduvo paseándome de acá para allá con la cara seria y, luego de comernos las provisiones, me dijo que ya había yo de ir viendo bien cuanto de su religión me había hablado.
Primero me enseñó en un paredón seis cabezas grandes que de él salían cerca del suelo, muy fuertes y como de serpientes con colmillos y unas gafas cuadradas, y me dijo que ésos eran Los Seis Señores. Un trecho más allá, lo que me señaló como la Hormiga era una palangana labrada puesta en pie, y por mi madre que no vi en ella patas, cabeza o barriga de hormiga ni de bicho alguno; pero lo que más me chocó fue que la dicha Hormiga resulte mucho mayor que su amo el señor Atloalco, que tanto y tan malamente la aperreó con lo de los cornezuelos. Él se veía al lado de la palangana y con su cuerpo de hombre todo mermado, muy pequeño, y le salen de la boca abierta como rizos y unas flores, y me dijo la Tonalzin que eso quiere decir que está cantando. El Perro sí me pareció con más cara y hechuras de perro, las orejas y el hocico a buen seguro, aunque también me fue menester echarle mucha voluntad pues tenía barbas, capa muy bordada como de obispo en misa mayor y pies de gente hasta con sandalias. Labrado en un poste alto, el Quetlén gasta cabeza de pájaro, pico grueso doblado para abajo y un penacho de flechas en la coronilla, pero manos de hombre con más anillos que el Santo Padre y en una de ellas una copa, que me aclaró Tonalzin que era el tolén de no preñar, y que me fíjase en que una enana echada junto a él con las piernas abiertas, enseñaba, en lugar de sus partes, una puerta chiquita con la hoja cerrando para adentro. Otras gentes, también en piedra, llevan un tocado tantísimo más grande que ellas mismas y lleno de ringorrangos y cosas, que era hasta un mareo irlas distinguiendo entre los laberintos. Y, aunque la busqué y rebusqué, la pareja del Hombre y la Mujer, ésos no éramos más que yo y la Tonalzin, pues por ningún sitio los vi en todo aquel pedregal.
Me vinieron ganas de la india y me la gocé en mitad del corro de muñecones, de lo que la muchacha recibió gran gusto y se holgó mucho, diciéndome que eso tenía que alegrarlos. Y, como ya estaba yo pendiente de lo de la esponja, no sé si sería una figuración mía o si ya aquella vez, y luego con otras indias de Mosquila, sintió la punta de mi miembro allá al fondo como una suavidad carnosilla con la que topaba y que en las hembras cristianas me parece no haber sentido nunca, no sé.
Volvimos a las ciénagas mucho antes de que empezase a amagar el sol y, a tiempo de ponerse, ya estábamos de retorno en Mosquila.
Como nada perdía yo y veía a la Tonalzin sin intención ni porte de engañarme, sino muy creída en aquello, le dije que sí a todo sobre lo que habíamos visto, por no andar porfiando. Luego, nada de cuanto conocí ese día lo conté en los refugios, y menos al propio Amaro, que él lo hubiese tomado por herejías y con eso, en siendo cosas de religión, también perdía la cabeza.