3. El viaje de Cantueso a Venecia, sus aventuras en aquella serenísima república y su entrada en la ciudad de Sevilla

… tanto o más licencioso debió ser el Irala que El Rubio mismo. Olvidó el escritor su urbanidad y buenos pañales para recrearse y solazarse, no ya en sobradas páginas de concupiscencia, o de insólita crueldad y ludibrio, sino hasta en las más groseras chocarrerías y decires del preso, escribiéndolo todo a corazón y mano insolentes, que acaso excusaran la juventud del autor. Empero, aun haciéndole esta merced de sus pocos años y según las noticias, pareció el poeta Irala sentir por tales desenfrenos menos repudio que regocijo y más insana inclinación que discreta curiosidad. Asegúrase que no hubo impiedad, vileza o sarcasmo del cautivo que no enhebrase Román de Irala en su novela escandalosa y hecha además con engaño, so tapadera de componer un libro religioso y edificante, ni siquiera comenzado. Singularmente condenable y abyecto juzgó todo ello el Santo Oficio, y en el documento inquisitorial de cargos contra la obra fue donde Des Vries y Suárez Vargas pudieron entrever su asunto, que no era otro que la entera vida del Rubio. Mas el rigor del Tribunal y…

3. El viaje de Cantueso a Venecia, sus aventuras en aquella serenísima república y su entrada en la ciudad de Sevilla

A 4 de febrero. ~~~ Yo, señor bachiller, si fui de nacimiento malo o bueno, ni lo sé ni voy a saberlo ya por más que viviera. Lo que no soy es torpón: eso, fijo.

Cuando me lees algo de esto que me llevas escrito, porque te lo pido o te viene en gana, aun con tan rebién puesto como está, no veo imposible el haber sido gente como tú, si tu crianza me hubieran dado. Inteligencia no me falta, lo sé yo. Pero es lo que pasa, y se lo oí decir a aquel Corradino de Venecia: que, por mucha calidad que ella tenga, es la inteligencia como huevo en merengue, que contrimás se bate y se trabaja, tanto más sube y mejora, y viene a menos si se deja. Igual que el ser valiente, hijo.

Por eso, y sin escribir mentira, va quedando en tus papeles mucho de lo que te cuento como si le hubiera pasado a un caballerito de tu linaje y no a un bruto como yo, aunque tengas hasta la buena mano de que también suenen en tu palabreo mis dichos y mi persona, y vaya en él tu oficio al lado de mis simplezas y malhablares.

Será por lo que tanto me haces fatigar la lengua, con tus doscientos «¿cuándo apareció aquel hombre?», tus quinientos «cuéntame otra vez cómo era ese sitio» y tus siete mil «¡más despacio esto!», sacándole el tuétano a mis días pasados, pero alargándome así los que vienen, que hasta puede, Dios sea loado, que acabe yo peyéndome en el verdugo y no él en mí, aunque esto último lo veo más a mano. Síguelo haciendo todo por largo, buen mozo, pues te va en ello lo bueno del trabajo, y a mí seguir viendo la mar por entre los barrotes de ese ventano, sin que el de la máscara me cierre los ojos a cuenta de ese puerco pastelero, y chupetear esos huesos de vaca que por toda esta galería nadie cata ni huele.

Lo que sí querría preguntarte es cómo ha de salir, de cuanto me estás sonsacando, el librillo que quieres publicar para que se dé golpes de pecho la gente de bien. Tú sabes, y mejor que yo, que la Inquisición y la Justicia benditas miran por que se cumplan las leyes de Dios y las del Demonio se encubran, pues matarlas no hay quien las mate y ésas creo que son las mías, o ellos dirán que lo son. De modo que en ese librillo que sacarás luego de esto, o todo lo cambias y tuerces, hasta hacerme ver más malo ya que un dolor de miserere, con lo que no saldría ganando mi gaznate; o, si me dejas airoso aunque no sea más que en dos renglones, serás tú quien, por defenderme en algo, arriesgues tu salud, pues tu tío el señor alcaide andará muy alto como para que se la quiten. Te venteo gente principal, pero la cuerda se rompe siempre por lo más delgado, muchacho, y es la gente más moza y curiosa la que viene a pagar los trastos rotos. Así que, si no me pones en ese libro como los mismos trapos, prepárate a lo que te venga, y si me pones, seré yo el que se prepare, conque has de hacer por sacarnos adelante a los dos, echándole talento a los papeles, que ya me tiene dichas tus buenas mañas con ellos un sargento mayor Orellana que no me quiere mal; y que has escrito unos librejos de romances y hasta una cosa fina para los cómicos del teatro. Sencillo no es que me parezca lo que te estoy pidiendo de nadar y guardar la ropa, pero sigue con el juego pues no me queda otro y quien nada tiene a lo que sea se agarra, clavo ardiendo o alilla de mosca. Anda, sigamos.

Apenas arrimarse la lancha a la galeota, todavía con mucha noche por delante, batió palmas Antón Quiñones y se asomaron a la borda unos que ya habían de estar en aviso y que, sin decir nada, echaron una escalilla de nudos. Abracé al Quiñones, salté a bordo y quienes me esperaban me dieron ropa de mar y me señalaron sitio de dormir debajo del dragante, en un hueco corto que no podía estirar las piernas.

Casi no cogí el sueño, era como una punzada acordarme de Anica, pero tampoco me moví de allí ni vi nada, conque, al salir la luz, me pasmé de que en un barco menos que mediano pudiese caber tanto hombre, y eso que abajo no había más que treinticuatro al remo, y no el gentío que una galera grande embarca, sin contar los de arriba.

Como algunos de la marinería, salí de ayuno con la mazamorra de los galeotes, que no me pareció tan mala. Un barbalarga andaba preguntando por Juan Recaño. No sabía que ése era yo, cuando caí era tarde y, por no responder, me endiñó un puntapié que a poco pierdo el culo. Me dijo cuanto había de hacer, y era lo primero no poner pie en la crujía de abajo ni tratar con los galeotes, y luego fregar la cubierta, raspar cabos, aprender nudos, ayudar en las comidas, buscar cucarachas y chinches, cantar las horas un día sí y otro no, y estar a cuanto me mandasen. Lo de los galeotes me contrarió, porque conocía de vista a uno que iba en la cuerda de bogavante, como le dicen al primer remero, y me hubiese gustado hablar con él. Y lo de las chinches y las cucarachas me cogió sobre aviso, que ya me tuvieron visitada la noche, mientras que de moscas, pulgas y piojos como garbanzos también los había en la galeota para dar y tomar. Luego aprendí que en todo barco los hay y no queda otra cosa que rascarte o que te rasquen.

Muy de mañana, en un esquife embanderado de la Armada, llegó el pez gordo que habíamos de llevar a destino; ya con todo listo para zarpar, seguíamos casi sin viento, pero oí que eso era mejor que el de levante, con el que no se hubiera podido salir. Al entrar a bordo, el personajón fue saludado a toque de trompeta y con tres vivas raros de los galeotes, ¡uh, uh, uh!, y le aprecié buena planta y gentil talante. Venía muy vestido, con mucho baúl, cofre y alforja, en compaña de otros dos caballeros también emperifollados y de un esclavo mulato, sordomudo de suyo.

Al hacernos a la mar, me tocó en las serviolas jalar del ancla entre mano y mano como los buenos, a compás del pito y del «arriba, arriba, vamos ya; tira, tira más». Dieron los galeotes boga lenta y, luego, la larga; dejamos con ella a mano izquierda un escollo que le dijeron de Las Puercas y vi tierra por detrás de él, y en ella unas aspas de molino que me sonaban, altas sobre la mar, con unas casas más allá. Pero no me di cuenta, sino al cabo de un rato, de que el molino es el que está a la vera de la Horca de los Franceses, y era Cádiz lo que estaba mirando.

Digo yo que, por todo cuanto me había pasado desde que salí, se me haría que ya tenía a Cádiz muy lejos, aparte de estar viéndolo desde donde nunca lo había visto. Por entre La Caleta y la Punta de Sanlúcar, apenas hechos los ojos a distinguir lugares desde la mar, empezó la tierra de Cádiz a achicarse y a perderse, entrevi las Torres de Hércules, mi playa grande, y, sin más por qué ni cómo, vino a juntarse en mi cabeza que había nacido allí y que ya tenía enterrados a dos hombres. En verdad, la del corchete del Puerto tampoco fue muerte de pesarme, por el maltrato y porque, según le eché abajo el sombrero, ni la cara le vi mientras lo arreglaba con el Moreno.

Ayudó el tiempo a poco de dejar la costa, se largó vela al saltar un viento ni flojo ni fuerte, y, sin otro rato malo que el de los hileros de marea esos de Las Aceiteras, que venía la mar de todas partes y como loca, fuimos bordeando ligero; ya andábamos casi a la vista de la Roca de Gibraltar cuando se desamarró un levante de los gordos que nos tuvo dos días fondeados y bamboleando al abrigo de Los Lances de Tarifa, más para acá de Punta Carnero. Ésa fue la primera de las tres veces que hicieron bajar a tierra a los galeotes. Me vino el mal de mar. Ya nunca volvió a aquejarme, cosa rara, pero en aquel viaje me las cobró por todas. Si no me hallaba en pie, peor estaba echado. Vomité hasta las sotanas de mi padre y fui chacota y diversión de unos y de otros.

Dejado atrás el Estrecho, y sin ingleses rondándolo, noté un alivio en todos, por eso y por haberlo pasado con bien, y vi alegres las caras como si estuviésemos llegando, cuando no estábamos más que saliendo.

Navegamos como antes, siempre arrimados a la costa de la Andalucía, por si saltaban naos de moros, y una noche hicimos puerto en Málaga, donde la galeota aprovisionó agua dulce. Al amanecer enderezamos para las islas de Baleares, a las que se arribó en cinco fechas y con tan bonancibles mar y viento que hubo mucho descanso para la chusma remera, pues sólo con todo el velamen tendido a oreja de mulo y frenillados los remos, el buen andar del barco lo hizo todo y, si es galera gruesa, el doble echa.

Fondeamos en Puerto Mahón. Cuanto de aquellas islas vi me pareció bien verde y de lo más solo y tranquilo, y eso que en Puerto Mahón no hice más que pasar a tierra en la barca con un alférez, un marinero y el de los fogones, a por carne fresca de vaca, cebollas, tres toneles de agua y ocho colleras de gallinas, que se murieron apenas subirlas a bordo por un trastorno en la cabeza o algo que las mataría; para mi pena, no las quisieron dar a comer arriba, y cinco de ellas fueron a los galeotes, y ninguno se puso malo.

Ya había sabido yo, al salir de la bahía de Cádiz, que el personajón que llevábamos era un señor de esos de embajadores, mandado a Venecia para hacer muy bien hecho cuanto le tuviera encargado el Rey, aparte bandearse por su cuenta con todo lo que vaya pasando. Andaba siempre solo por cubierta, una mano en la barba, y le dio por hablarme a mí desde que dimos fondo en la playa de Los Lances. No tuvo que decirme nadie, pues me lo hizo saber él mismo, que se llamaba don Pedro de Bocanegra y era conde o marqués, de Monreal me parece que me dijo, pero sin galleos ni arrogancia. O yo no sé con quién creía él estar hablando cuando siguió diciéndome, como si yo supiera de aquello ni de nada, que Venecia era nación con la que España había estado a bien años atrás, a mal últimamente, y que allí lo esperaban muchos trabajos y pasos más difíciles que el del Estrecho. Nunca tragué yo bien a esa casta de señorones, pero él me entró en simpatía, y a casi nadie llegó a hablarle a bordo más que a mí, y lo justito a los mandamases y a quienes lo acompañaban, siendo ellos de su cuerda.

A la segunda o la tercera vez, acabó pidiéndole licencia al capitán para llevarme a su camareta, hasta diciendo que me conocía de Cádiz y haciendo como que jugábamos allí a las cartas, por que nadie fuera a pensar malamente de ese retiro. Fui yo quien lo pensé, más que nada cuando le dije de jugar en serio y él no quiso. Hasta que, por aquel primer día de palique y otros luego, me calé que aquel hombre no era puto ni bujarrón sarasa, según me había maliciado yo, sino de ésos que se desahogan los pensamientos sin dejarse comer por ellos a estorbo de la soberbia o del miedo, y le sueltan lo que llevan dentro de su cabeza a quien le cae bien por pitos o por flautas. Ya se rió conmigo el primer día porque lo llamé su reverendísima y me dijo no ser cardenal, obispo y ni siquiera monago.

Y una mañana que empezó platicándome de otras cosas, fue a parar a las de amores. Quiso saber si yo andaba en alguno y, antes de que le respondiera, se echó don Pedro a hablarme de los que él padecía, ya como si de siempre me hubiera visto o fuera yo un igual suyo, y todo porque lo escuchaba bien. Me dijo ser casado con casa grande en Cádiz, en la Plazuela de las Tablas, y andar perdido por otra mujer, una señora de Sevilla, donde había tenido él que ir mucho por menesteres de flotas a Indias; y que si me quería hablar de sus amores, tal como me hablaba de todo, era en la corazonada de que, pese a mis pocos saberes y edad, o a lo mejor por eso, yo lo iba a entender, mientras que para los otros no debía enseñarse más que según su título y su cargo, ni ellos podían entenderlo y tratarlo lo mismo que a una persona corriente. Así que, aunque pareciera lo contrario con tanto señor marqués por aquí y señor embajador por allá, ni él se confiaba en nadie ni pegaba que lo hiciera, cuando, según su manera de ser, andaba muchos días deseando volcar sus cosas.

Se iba a Venecia, me dijo, por servir al Rey y para poner leguas entre él y la señora de Sevilla, que también era casada y también sentía por él los ardores, con lo que estaba a pique de meterla y meterse en una ruina. Y como, por su rango, había de hacerse acompañar a todas partes con un criado o un esclavo, había comprado en Cádiz al mulato sordomudo, que lo sacó de un lote de Garayo el Cubano, para asegurar el secreto de sus encuentros sevillanos con la señora, mejor que con otro siervo de los de oír y hablar.

—Pero todo este discurso —volvió de pronto don Pedro a su pregunta primera— no ha de ir con buen pie si no me das las mismas amistad y confianza. La sabiduría está en temerle a Dios y no a los hombres, aunque todos vivimos temiéndonos y así nos va. Me figuro que, con tus años, también habrás sufrido o sufres de amores, que yo sería gustoso en conocer.

Le oía yo ese buen hablarme y me confié y le conté mi historia con Anica sin dar nombres, desfigurando alguna cosilla y tragándome la muerte del corchete, aunque no le callé que, a cuenta de Anica, andaba perseguido. Tan bien me entendía don Pedro que me pasé en mis confianzas y le dije cuanto se me fue llegando a las mientes, menos lo que pudiera serme de peligro. Así, y según lo había cavilado en mi escondrijo playero del Puerto, le solté cómo por amor de Anica, y ahí se me escapó su nombre, le había tomado yo un agrado grande a las mismas vergüenzas de la mujer, con las que ya iba a regocijarme y disfrutar para los restos de mi vida como lo que más de ellas me gustaba, que antes no había sido el conejo, sino la cara y los pechos y todo lo demás. Sin mentar tampoco a La Curruca le dije a don Pedro que, aunque también había andado con ella y muy a placer, y luego con una negrita y tantas otras, no había querido yo reparar mucho en sus conejos, ni los había mirado más que con el ojuelo ciego de mi palo mayor; y que solamente con la del Puerto había llegado a apreciar la gracia del pinganillo de arriba, escapadizo que no se sabe si está o no está, y las suavidades tan gustosas de lo que, en las mujeres con quienes antes anduve, no me había parecido más que grieta y boquete con barbas de poco agradar, aunque de buen entrar.

—Tampoco, señor —terminé—, me resultan ya las vergüenzas de la mujer de peor oler que las del hombre como me habían dicho, siempre que estén frescas y aseadas, ni es cosa de hacer ascos por lo de sus goteos y humores de los meses.

Como le estaba hablando muy en serio, vino a chocarme que él se echara a reír a carcajadas y me acharé. Llamaban a comer y salí corriendo de la camareta sin ni despedirme y fijo en que me había pasado de la raya. Pero don Pedro siguió buscándome cuando me veía en ocio, aunque sin menudearlo por no levantar maldades, para contarme sus cosas y oír las mías.

Ya con la proa en la derechura de Italia, vinieron otras jornadas de mar llana y tiempo bueno, empujados por un viento largo del oeste que también convidaba a tender velas y a dejar los remos, pero que una tarde fue torciéndose y yendo a siroco hasta alterar la mar, ponerla bien brava y todavía peor después de echarse el sol. Aquella noche empecé a enterarme de veras de que un barco es como un cogollo de los sufrimientos. Tú no te has embarcado, hijo, ya me lo dijiste. Hay que ver lo que es batallar con la mar, y esos zamarreos que yo, lego de mí, no conocía, y saberte encima de una componenda de tablas y de cuerdas que va por lo oscuro pegando saltos como un chivo. Con las oleadas por arriba de la cubierta y las caras descompuestas, que te las quitan de pronto de la vista los rempujones de la mar, abriéndose y hablándote las bocas y sin enterarte tú de nada con esa ventolera que se lleva las palabras en cuanto salen de los labios, pero que sí te deja escuchar las crujideras del maderamen y los silbidos de las jarcias, eso sí, y de cuando en cuando los cadenazos, los lamentos y los clamores de la chusma galeota, que decían no era de la peor y con razón, ya que toda la cuerda se conformó esa noche, y sin piar, con el bizcocho duro a pelo, sin las habas cocidas, ni dio quehacer en el viaje, ni tuvo apenas el cómitre que menear el rebenque. Y es que los forzados por condena, y los esclavos de alquiler o a cuenta de las cartas, eran los menos entre aquellos galeotes, y los más, ésos que llaman «buenas boyas», que reman de su voluntad por la comida y el salario, como el Gasparito que te dije. A la mañana, que amainó el viento mucho, mandó el maestre quitarlos todo el día de la cadena, por las fatigas pasadas a la noche, y que les doblaran la ración, y además le echaron unas onzas de manteca de puerco, con el agua y las sobras del bizcocho, a los calderos de la mazamorra.

En, no sé cómo le decían, Masina o Mesina, allí avituallamos otra vez, y otra vez se retrasó la partida porque el viento soplaba muy contrario desde que entramos: esa mañana hubo que hacer mucha fuerza de remos por no embestir en tierra. Al otro día, también desembarcaron a la chusma. Y en aquella espera hablé más con don Pedro el embajador, que al irnos hasta despidieron con salvas de morterete a la galeota porque él iba en ella, y estaban allí en el ancladero otras dos galeotas y treintitantas galeras de España.

Y fue mucho antes de zarpar cuando me dijo don Pedro que le guardara el pensamiento, pero que lo que hacíamos nosotros dos era lo que había que hacer en toda la nación española y no se hacía: hablar más claro y por derecho, sin arañones, y sin tanto mirar, para darte o quitarte algo, quiénes fueron tus padres y tus abuelos y tus tatarabuelos, y dejar caer lo que hubiera que dejar caer de tierras y poderes, y permitirle trabajar a todos con el favor de Dios sacándole a todo su provecho, como en otras naciones se hacía y mejor les estaba yendo.

Llegó a decirme que él no andaba muy allá con algunas cosas de las políticas que para Venecia le tenían mandadas, pero que también me lo callara porque no debía saberse. Sin darse ni cuenta, se le iban amargando los ojos, y fue aquella vez, aún no entendiendo ni la mitad de lo que me habló, cuando más lo vi así, tan solo como él me decía.

Dimos vela el día de la Natividad, pasando ya fuera de aguas vigiladas por el Rey de España, y dos jornadas más tarde se fondeó en un sitio muy raro y vacío que le decían Blía, por la costa que cae enfrente de la Italia y para hacer aguada allí. No bajé, pues me tocaba cantar las horas y fueron otros a tierra con la barca. Se habían redoblado las guardias porque era aquella mar de mucho turco, como que, nada más echarnos a ella, se avistaron dos galeras que, por la traza, pusieron en alarma a toda la galeota y los artilleros a las piezas de crujía, ya hasta con los botafuegos en la mano.

Habían salido esas velas turcas por atrás de un monturrio sequerón, y bien cerca como me fue diciendo el alboroto de a bordo, cuando yo, sin el saber de los navegantes, las creía lejos y bien lejos. Así que se aprestó la galeota a defensa y ya andaba yo loco, uj, por dar cara y encajarle a gusto el Moreno a uno o dos de aquellos cabezas de trapo que, según había oído, tanto andaban malparando y jodiendo esa Venecia donde íbamos, o a España siempre que podían, y ahí estaban ahora a ver si nos mataban o nos cautivaban.

Pero no hubo trance porque nuestro barco, aun por más chico, era de mucho andar como te llevo dicho, y, sobre que nos echó una buena mano el viento, ahí sí que tuvo el cómitre que avivar a los galeotes y tundirles las espaldas para que hicieran una boga rara y a matacaballo, entre la larga y la picada, que acabaron sin resuello. Pero ni a tiro nos pusimos, y en cosa de dos horas y media ya no divisaba el vigía a los turcos y la galeota es que iba como al vuelo: Nuestra Señora del Amparo, ahora me acuerdo cómo se llamaba.

No aconteció más, sino que, casi a la vista de Venecia y siendo día domingo, cuando cinco hombres que la sabían estaban cantando a popa pedazos de la misa del Espíritu Santo como para dar las gracias por el buen viaje, apareció y nos fue cortando el paso un navio de allí, grandón y muy artillado, pues no podía andar por esa mar suya ningún bajel militar de España sin el permiso de Venecia. Se hablaron las banderas, mandó el navio una barca sin fiarse de lo hablado y, bien enterados sus hombres de a quién llevábamos, ya no se tuvieron de ellos más que sombrerazos y miramientos.

Muy poco antes de tomar puerto, don Pedro se me hizo el encontradizo y, paseando por cubierta, me dijo así:

—Juan, como me contaste que nada te dejas atrás aparte aquellos amores, y sé que la galeota vuelve a España de aquí a seis días todo lo más, has de saber que la ciudad de Venecia, donde viví unos años siendo mozo, es la más hermosa y bien concertada del mundo, aunque ya no sean éstos sus mejores tiempos, y siempre hay un lugar en ella para la libertad y para las gentes sin fortuna, aunque con cabeza. La tuya no es mala, y dime: ¿harías bien emprendiendo de nuevo, y para nada, la fatiga de un viaje como el que hemos hecho? ¿Te volverías así como así, sin probar a mejorar tu suerte ni gozar de lo que Venecia puede darle a cuantos a ella llegan? Óyeme bien: si quieres y puedes quedarte, como por aprecio te deseo, a todos se lo callarás aquí en el barco, pues te lo harían difícil o imposible. Pero si así lo haces, yo movería luego lo que pudiera por favorecerte. Acuérdate de que he de alojarme en la calle de La Bicha y en casa de una familia española, los Bedmar: toda la calle y media ciudad los conoce, porque él es hijo de otro embajador de España que fue en Venecia hombre muy mentado. Aunque en este momento no puedas decírmelo, caso de que desees y consigas quedarte, búscame allí a media tarde, entre la siesta y el anochecer, que yo haría por que salieras adelante. Ahora no hables aquí ni siquiera de bajar a tierra y, sea cual vaya a ser tu decisión, ven conmigo.

Llamó a uno de sus hombres, los acompañé a su cámara, hizo don Pedro abrir un baúl y me regaló un vestido de barracán de Bruselas, con su medio capote forrado en felpa, su ropilla de adentro y un par de zapatos haciendo juego, más una escarcela con veinte pesos que en Venecia, me dijo, habría de cambiar por los que allí llaman zequíes. Me eché a besarle las manos pero las retiró con mucha presteza, diciendo algo incomodado:

—Lo dejas para otra ocasión.

Llevé los regalos a mi yacija, y a poco, con la última luz del día, arboló la galeota el pendón de España, un gallardete de tope que llegaba al agua, y fue saludada al cañón por un castillo que daba a la mar por un lado y por el otro a una laguna grande de aguas muy llanas. Se metió al remo en ellas y, mientras unas neblinas aligeraban la caída de la noche, se entró junto a una iglesia por lo que me pareció una canal o una ría ancha, entre dos hileras de casas de mucho porte, con una flotilla de balsas y barcazas atracadas a mano derecha.

Apenas dar ciaboga y ancla en mitad de esa ría, viéronse por la orilla gentes y luces, haciendo señas que fueron respondidas a bordo y esperando a don Pedro, quien bajó a poco con su gente y pertrechos a la barca de la galeota, después de despedirse de todos muy caballero y, de mí, apretándome un brazo sin decir palabra. Tan llena iba la barca que, como el capitán quiso acompañar a tierra al embajador, hubo de arriarse para él y dos alféreces un botecillo, sin servicio hasta aquella noche en todo el viaje.

Con ropa y dineros como estaba, nada hablé de bajar yo, según don Pedro me había aconsejado, pero me comían las ganas. Cuál no sería mi descontento cuando, preguntando como quien no quiere la cosa, vine a saber que no podía dejar la galeota mientras estuviese en Venecia: no permitía la Armada de España que bajasen allí a tierra los grumetes y la gente moza de sus naves, con pena de treinta azotes y por el temor de no verlos ya tornar a bordo, cosa sucedida muchas veces en aquél y no en los demás puertos.

Rabié viéndome tan ligado como un remero de la chusma, mis deseos de bajar se convirtieron en los de quedarme y me juré, por el Dios que nos rige, probar suerte y no pudrirme allí ni volverme. Dormí bien poco y mal; mucho antes de aclarar el día, sin levantarme y tapándome con la frazada de mar, me abroché la ropa en mi agujero del dragante, me puse mi Moreno bien a mano y me hice un hatillo con la ropa nueva, metiendo en medio los zapatos y la escarcela con los reales del embajador. Ojeé la cubierta: la neblina que saltó al anochecer se había espesado y, por estar el barco muy al seguro y rendidos todos de la travesía, no andaba de guardia más que un hombre, un soldado de Huelva. Se estuvo quieto allí, junto al bauprés, con lo que me ahorró apuñalarlo, porque yo iba a por todas. Me escurrí a popa con mi ajuar, me eché al suelo y, pegado a la tablazón de la borda y la cubierta, fui arrastrándome hasta dar con el cabo del botecillo, que no lo habían izado al volver de tierra, y jalé de él poquito a poco. Deshice el nudo, sin soltarlo del todo para que no se me fuera el bote a la deriva y, asegurándome de que lo tenía abajo, me deslicé hasta él por otro cabo en firme, a un lado de la luz del fanal y llevando en la boca mi atadillo.

Luego, ya en el bote, cobré despacio el cabo que había dejado a medio ganchete y pude recibirlo en el pecho y los brazos sin ruido, pero me heló las carnes el poco que hice al pisar el rezón. Bogué en la niebla sin sacar los remos del agua, para que no chapotearan; ya no veía la nave y todavía me llegaba el tufo de los galeotes, que es como el de los barcos negreros, tú no sabes la peste a perros muertos que echan esas crujías. Y en las calmas, más.

Con mucho tiento, toqué la orilla derecha por entre dos balsas.

No veía ni oía más que los bultos oscuros de las casas y el cantar de unos gallos por la marina. Amarré el bote a un palo, por no tener con su pérdida más de los que iban a darme si me encontraban, y subí a un callejón por una costezuela de fango con casas a los lados y en las que estaban a carena unas barcas raras, que ya había vislumbrado alguna al arribar, negras, bien largas, con un hierro alto y plateado en la proa, como hoja de hacha, y tres lengüetas abajo. Luego supe que se llaman las góndolas, y no las he visto en otra parte, y tienen un aquel como de entre violín y cajón de muerto.

Eché a andar con mi hato. Subí y bajé escalerillas, pasé mucho puente chico y uno grande, placetas y callejas, sin ver nada, cruzarme con nadie ni otro pensamiento que el de huir, y no paré hasta no dar otra vez con la mar. Se me hizo de día sentado frente a un islote en el que ellos tienen un cementerio bendito, y luego vi salir las gentes por aquí y por allá, casi todas juntas como a toque de diana, y con mucho campaneo de iglesias. Por donde mirara, la mar entraba y salía a su antojo. En una calle sí y otra no, vi que no había lugar donde poner los pies aparte los puentes y las barcas, pues puertas y ventanas dan allí derechamente a lo mojado, hijo, y cuando no es por una parte de la casa, es por otra. Apenas entendía nada de lo que hablaban, pero de pronto, y viendo además tanta agua, me creía en Cádiz o que había gaditanos por allí, pues escuchaba decir er campo, er río, er marío y er puteo, cosa ésta que en el habla de Venecia viene a ser «el niño», y no lo que pudieras pensarte. En lo oscuro de una casapuerta ya me había cambiado la ropa de mar por la de cristianar, y me miraban como a principal, porque como principal me dejó vestido don Pedro.

Por señas primero, y luego con la ayuda de uno que chapurraba el español, pregunté por un sitio donde me cambiasen los dineros, y me dijeron que lo hallaría por atrás de las casas, mucho más allá, y que allí mismo lo que podía hacer era embarcarme para Murano: ni sabía qué era eso ni por nada del mundo quería yo otro embarque tan seguido.

Caminando por donde me señalaron, y pon agua por todas partes, llegué a una plaza con palomos muy grande y pulida, con la marina a la vista otra vez y un iglesión largo allí a un lado, de techos así redondos como pompas pero con puntas y cristos, mucha filigrana doradilla, y en medio pinturas de santos, unos caballos muy hermosos encima de las puertas, en estatua, y la torre de la iglesia aparte. A las tres bocacalles di con la tienda del que tenía que cambiarme los dineros, un judío de bonete, con la nariz como un apagavelas y de mucha reverencia y palmada en la espalda. Entre esas lamioserías y que no sabía lo que me estaba hablando, tiré del Moreno, lo puse junto a mis reales y le mostré mala cara al napias para que no fuera a trajinarme, lo que entendió mejor que todas las palabras. Yo andaba muerto de sueño y en el agobio de toparme con gente de la galeota, así que, en cuanto salí de cambiar, busqué una posada y no me moví de ella hasta que, a los seis o los siete días, un zagal que mandaba todas las mañanas para ver si la Nuestra Señora seguía allí, me dijo que ya no estaba.

Como antes no quise pisar la calle, y aunque mi buen dinero me costó, comí esos días a cuerpo de rey en la posada, y allí no ponían más que manducas de Venecia. Ni antes ni después he vuelto a comer semejantemente. Me acuerdo de unos pulpillos bien suaves, al horno y arreglados con una verdura; y te ponen ese cangrejo verdoso de aquí, la coñeta, pero chiguato, que aquí en Cádiz ni pobres los comen si están así chiguatos: en la muda y con la cáscara blanda. Bueno, pues entonces es cuando los avían en Venecia. Los zampan vivos en huevos batidos, ellos se beben el huevo, fríenlos en seguida rebozados, y tan tiernos quedan que se comen con tenedor y cuchillo sin dejar ni esto, todos con su friturilla de huevo dentro. Y pájaros en salsa con una masa caliente que le llaman polenta. Ah: y le dicen ministrón a los sopones.

Con todo y con eso, me pesó mi encierro y, más, sintiendo el bullerío de fuera, que aquella posada viene a caer por el Puente Grande, el Rialto de nombre, a un lado de la Pescadería, y no hay lugar más alegre que yo sepa.

Seguro ya de que no me atrincaban, me eché a las calles para ir conociendo aquella Venecia tan sonada y por no irme comiendo todo lo que tenía, no me fuera a pasar como en Cádiz. Compré dos barajas, las aliñé con mucho arte y se la pegué con ellas a Cristo Padre, desde negros ricachos y algún amarillo de la China, que son de poco hablar y en una jerigonza cortita que no les entiendes ni la e, hasta alemanes y franceses y toda la morralla moruna, sin contar a los del país. Y yo, encima, dándomelas de caballero. Porque como allí se juega hasta por las esquinas, nunca volvía a un garito sin haber ido antes a otros veinte, con lo que nadie me calaba las maulas, y en juntando los cuatrines para comer y dormir al otro día, dejaba la sacaliña, o hacía de perdedor por no ir echando mala fama de ganancioso.

Puse en boga allá el juego del Santo Ángel y el del Bajel, que no se conocían, y lo que es un montón bueno de reales no lo gané más que de cuando en cuando, si yo veía clarito que eran gente, hora y sitio de ganarlo.

Aun así, junté pronto un dinero que me vino pintado porque, con él y lo que me quedaba de don Pedro, tuve para encarar después de Navidades unas calenturas que caí malo en la cama cerca de tres meses, y no iba a peor ni a mejor. Por Carnavales no pude moverme, y había que oír la que sonaba de día y de noche por allí afuera y en el patio mismo de la posada, aunque al otro año vi en qué poco se había quedado lo que me figuré, y eso que el médico que me veía estuvo viniendo de máscara, con un traje remedando coliflor, y por la posada andaba disfrazado hasta el gato. Me acordaba en la cama del Carnaval de Cádiz, de las cucañas y los manteamientos y los tolondrones de barro que se tiran aquí los tapados y las tapadas, y la que arman las comparsas de negros, y lo que le pasó a un Francisco Altube que iba vestido de osa y le metieron fuego y hubo de salir corriendo y echarse a la mar. Y yo allí encamado y dando diente con diente, que no me atinaron con los males hasta después de Semana Santa, cuando al cabo de cuarenta cosas y de dejarme abierta una fuente de sangre en el brazo izquierdo, mandó enhoramala al médico la posadera —va via, via, fuora!— y me curó ella en pocos días con sudatorios muy fieros y unos paños hirviendo a los costados, mojados en un caldivache de tripas de carnero y yerbajos de cinco o seis matas.

Volví a las calles y a las cartas. Una noche, al salir de una casa de juego, me lo dio tan servido un borracho que apenas tuve que tropezarlo para meterle los ganchos por la ropa y embeberle veintidós zequíes que llevaba. Seguí comiendo en la posada y bien, pero, de lo mejor y lo más caro, me regalé días jueves y domingos no más. Rehíce lo gastado en enfermedad y empecé a estar a gusto, menos cuando me amargaba a rachas la memoria de Anica, eso desde que llegué. Me acostaba tarde y dormía hasta media mañana, pues me vino un tiempo de más dormir que no me dejó mientras estuve allí en Venecia. Con el habla me fui defendiendo de oído, que lo tengo de lince, y también con el español, que lo conocían y parlaban mejor o peor mucha más gente de lo que yo creía. Solo, y con buen o mal tiempo, acabé de trotarme todos los lugares, fui aprendiéndome el nombre de los sitios y, aunque no soy leído ni entendido en grandezas ni engalanamientos, cuanto llevaba visto antes de llegar allí me fue pareciendo, al lado de lo que veía, los tinglados y los barracones almadraberos.

Lo que no me cuadraba era ver a todo el mundo metido a más no poder en diversiones y complacencias y, al tiempo, tan cagados con los turcos, diciendo que estaban sin un real las arcas de la Siñoría, como llaman a su reino, y extrañándose ellos mismos de que se vendiesen casi por las calles títulos y papelorios de noble al primer zopenco que tuviera sesenta mil ducados para pagarlos, o fuera capaz de poner mil soldados en pie de guerra.

La palabra que más se escuchaba por todas partes era Candía. Y Candía por acá y Candía más allá, hasta que me enteré de que es un puerto de una isla muy lejos, de los pocos que a Venecia le quedaban suyos. Y supe que esa Candía llevaba ya veinte o más años con los turcos acosándola sin poder tomarla, y echándole dos cojones al asedio los venecianos que la defendían, y otros venecianos metiéndole guerra a los turcos por donde menos se esperaban, para hacerle el quite a Candía. Hasta voluntarios de Francia habían ido a socorrer aquella isla. Pero como si nada.

Bueno: pues tú oías todo eso, y lo de la ruina de dineros, y luego ibas viendo por Venecia unas algazaras y un talante alegre en pobres y ricos que no tenían nada que ver con tanta lamentación. Como ese día de verano, la mañana que conocí a Corradino en la procesión y la fiesta de no sé qué: hubieras visto a aquel hombre, el Rey tendría que ser, allí de pie en medio de todo aquel paperullo de músicas, sedas y colorines, y, antes, sentado en lo alto de ese barco de oro tan grandísimo. Pero lo que más me llamó la atención, ya cuando pasó a tierra en la Ribera de los Esclavones, fue que se le juntaran como si tal cosa unos pobretes, con uno de ellos algo mejor vestidillo, al que todos los señorones le hicieron calle. Y aquel hombre, que entonces escuché que le decían el Doye o el Dux, lo recibió y abrazó como a un igual, cuando, al lado del menos peripuesto de su corte y por la cara y las maneras y todo, parecía un infeliz; que además el Dux hizo que lo abrazaran ocho o diez de sus edecanes y caballeros más emperejilados, y una mujer que me chocó verla entre tanto hombre, alta y coja, con el pelo colorado y una muleta dorada abajo del sobaco. Entre los empujones del gentío, uno con espadín y unas gafas de hilo de oro andaba poniéndome las manos en los hombros para empinarse y ver mejor, y a él le pregunté, como pude, quién era aquel pobre que a la riqueza misma se arrimaba.

—El Dux esss —me dijo con mucha ese y en español, al oírme hablar en él.

—¿Cómo se entiende? —repliqué—. ¿Pero el Dux no es el otro, el Rey?

Sin quitarme las manos de los hombros, el de los anteojos me aclaró que sí, que el otro era el Dux de verdad, pero que como los nicoloti, los pescadores del arrabal de San Nicolás, también le dicen Dux al hombre que manda en lo de sus pescas, el Dux verdadero pasaba por el título para tenerlos contentos, y se lo daba él mismo y lo trataba de hermano en las fiestas. Siempre medio toqueteándome, me dijo luego el de las gafas que esa fiesta se hacía todos los veranos y era como el casamiento de la mar con el Dux, y que por eso echaba el Dux al agua un anillo de oro desde lo alto del barco grande.

Ya con eso quedé más enterado y, cuando se fueron la procesión de tierra y la de la mar, seguí de palique con aquél, que debía andar por mis años, los veintitrés o los veinticuatro. Me tomó del brazo muy gentil, me dijo que por qué no lo acompañaba hasta donde lo esperaban unos estudiantes y allá me fui con él.

Pasamos por la calle de La Bicha, que ya en otros paseos le había cogido yo su situación a esa calle aunque sin buscar en ella a don Pedro el embajador, con todo lo que él me había dicho de ir a verlo si me quedaba. Pero entonces lo vi. Andaba con otros caballeros y el mulato sordomudo, muy alante de nosotros, y se me antojó correr a darle un abrazo. Luego me corté; iba él muy hablador y como con prisa, y no quise entretenerlo.

En un bodegón lleno de gente y con un lagarto de palo en el techo, se levantó una docena de mozos y mozas a recibir al de las gafas, muy contentos, y él contestaba a los saludos pero buscando con la vista a otros. De pronto, me dejó con la reunión. Dijo que lo perdonaran, soltó el espadín entre los muchos libros que tenían los estudiantes por la mesa y se fue a otra en un rincón, donde habló cosa de media hora con tres fulanos; al volver y sentarse a mi vera, fue la primera vez que le vi la cara como crispadilla, disimulándolo según podía, hasta que volvió a entonarse.

Allí se parloteó, se bebió, se cantó y se bailó, y, en cuanto se le pasó la mala cara, mi acompañante no hizo más que estar pendiente de mí y de hablarme de España. Me la comparó con Venecia, como que las dos tenían las manos demasiado largas y que por eso acababan cayéndoseles las cosas. De lo que aquél no entendiera… Supe que leía más que el Papa y que había pasado del español a su lengua, con una trabajera grande pero con mucho disfrute para él, un libro sobre las aventurerías de un loco viejo en un caballo, con un criado suyo gordo y del campo, y me dijo que cómo no lo había leído yo. Mucho me lo ensalzó, se alegraba y se enredaba contándomelo, y siguió un buen rato con la petera de ese Quijano o Quijate, hasta que se dio cuenta de que casi no lo estaba escuchando y de que los libros no son lo mío. Me habló entonces de otras cosas, me divirtió, y a todos, con muecas y dichos de gracejo, salimos medio en amistad y ya en la calle me dijo que se llamaba Corrado Faliero, aunque todos le dijeran Corradino:

—Como si fuese niño —dejó caer un tanto pesaroso.

Quedamos en vernos a la otra tarde y allí mismo, cosa que me venía a pelo pues en soledad demasiado seguida me empicaba en acordarme de Anica, y las mesas de juego ni dan compaña ni tienen por qué darla. Allí estaban otra vez los estudiantes, con algunos que no y otros nuevos, y llegó el Corradino y otra vez miró para acá y para allá, sin ver a los que andaría buscando. Volvieron las canciones, las jarras y la alegría: yo notaba a Corradino medio en la cuchipanda y medio en sus pensamientos.

Hablándome entre veneciano y español, que lo estaba aprendiendo con él, una de la reunión me dijo que vaya aprecio el que me estaba tomando Corradino, que se veía a la legua, y luego me espetó, sin venir a cuento ni preguntarle yo nada, que el apellido de Corradino era de los más grandes y antiguos de Venecia, pero ya de los que se juntaban a vivir en el barrio de San Bernabé, o sea, el barrio de los venidos a menos en oro y no en honra; y que él era de mucha valía. Siguió esa mujer diciéndome que lo que sí había de hacer Corradino era andarse con más cuidado, no dar pasos que seguramente estaba dando. Me cansó toda esa monserga y me eché a bailar en la rueda.

Un día con otro, fui tomándole afición al Corradino. Ya era raro que no nos juntáramos al pie del Bóvoeo o al de la Torre de los Moros por la mañana, o al final de la tarde antes de irme yo al juego, que tal cual noche hasta me acompañó por los garitos. Me dijo ser su madre de raza judía y que en eso estaba él pero a su aire, sin ir a los sitios ni a la iglesia de ellos. Supe por otros que la madre, a la que también veía muy poco, le pasaba una pensión buenecilla y que, una mañana sí y otra no, se echaba a la bolsa otros dineros por dar lecciones del habla española, de la francesa y de cosas de libros, y que hacía reír a los estudiantes con sus pitorreos y salidas, pero que los enseñaba bien. También me enteré de que él mismo había escrito un libro, todo de su cabeza, y que quería hacer otro, con que siempre andaba lleno de papeles, como tú, pero más chicos que los tuyos, y sobándolos y apuntando minucias, que en esa manía eres clavado a él, bachiller.

El espadín, lo que es servirle, no le servía más que de adorno, porque en su vida lo había sacado contra nadie, y conocí también de qué pie cojeaba Corradino, que ahí no me equivoqué como con don Pedro, pues éste sí era hombre de los que les gustan los hombres, aunque a ojo no lo pareciera. Con una gracia y sin ofender, me puso de mote El Rubio de las Cartas, pero a mí me mentaba por mi nombre, Cuan, porque el Juan no le salía ni a tiros, aun con tanto español como sabía. Se le llenaba la boca, Cuan, Cuan, y muy torpe hubiera sido yo no dándome cuenta, ya desde los primeros días, de que andaba en amores de mí.

Pero ni dejaba de caerme bien ni de buscar su compaña: todo era que la cosa no pasase a mayores y, si pasaba, que no le diera a Corradino por llegarme al cuerpo, porque yo de eso, no. En verdad, tan amigo era él, de tan buen trato y sin sonar a hembra ni por el forro, que anduve un tiempo cavilando cómo es posible que les gusten a muchos y a muchas los mismos pertrechos que ellos tienen. Si le pasa a tantos, me decía yo, ha de ser por el agrado que eso puede dar de sí, y que, si yo quería catarlo, en la vida iba a tener ocasión más a molde que la de atenderle el gusto a Corradino, aunque él no me lo hubiera dicho a las claras. Además, no andaba yo muy en gana de mujeres a cuenta de lo de Anica, que, cuando estaba muy lleno, me desahogaba en la cama con la mano. Y el Corradino me caía muy a genio y, a pesar de los anteojos, feo no era. Al contrario.

Siempre me besaba cuando nos juntábamos y nos despedíamos, cosa que allí y en otros sitios se gasta entre hombres, pero que a él, conmigo, lo ponía como en ansia. En jaranas y paseatas, o de merienda en cuadrilla a la tierra firme de Mestre, le dejaba pasarme un brazo por los hombros o por el talle, y hasta colocarme una mano en un muslo, todo por la amistad que, aparte de su antojo, nos teníamos. ¡Eh!, pero en llegando la hora del turrón, yo me echaba atrás, bachiller, hijo: que no, que era que no aunque me matasen. Yo, ni pensar en verga ajena a relleno propio, ni en la mía rellenando culo de varón ni en darme con alguno pico y lengua, que no, que también me echaba y me echa muy para atrás la boca del hombre. Así me enteré, de una vez por todas, que iba a perderme en esta vida algunos juegos de gran gusto para otros, pero que los tome quien quisiere, pues yo he andado sobrado con el que las mujeres me daban y con dárselo a ellas, y quien mucho abarca poco aprieta.

Corradino lo fue entendiendo, sin hacer falta que lo habláramos derechamente, y no enturbió la amistad ni un pelo el que no se cumplieran las ganas que me había ido tomando: ahora me parece que, aunque supiera yo tan poco y él tanto, hasta se agrandó esa amistad, y que, con lo otro, vaya a saber si hubiera acabado de mala manera.

Eso sí: de buenas a primeras faltaba a una cita o me avisaba que al otro día no íbamos a poder vernos, que tenía que ir solo a ver a… a unos dálmatas, me soltó una tarde: para mí que se le escapó. Averigüé qué era eso, que me sonaba a perro, y me quedé según estaba porque me dijeron que son los de la Dalmacia, una gente de por allí cerca, mar abajo, y sitio donde llueve mucho. Lo que sí fui sabiendo es que eran siempre los mismos y que, muchas veces, Corradino volvía de verlos como alterado y renegón, despotricando y diciendo que para qué hablaba Venecia de libertad y cosas de ésas, pero alguna vez hasta medio con lágrimas en los ojos, y que a qué presumir de poderío con los calzones en la mano y a costa de tanta sangre veneciana y de afuera. Iba después entrando en caja y le salía otra vez el genio alegre, hasta que volvía a reunirse y a descomponerse con aquéllos. Y los estudiantes: «cuidado, Corradino, está atento, no digas eso, Corradino, ¡ey!». Pero quia: él, a lo mismo.

Dos o tres días llevaría sin verlo cuando me mandó a la posada recado de encontrarnos a las cuatro delante de la iglesia de San Zanípolo. Se corría aquella tarde la Regata, fuímonos a verla pasar por la Punta de la Aduana y me dijo Corradino que, si yo quería, podía él meterme de camarero, por amistades suyas, en el banquete y baile de un festejo a la antigua para un príncipe no me acuerdo de dónde, que estaba por llegar a Venecia.

—Andan buscando gente gallarda, Cuan, y tú lo eres. Te sacas unos cuatrines, ves lo que no se ve, te hartas de lo mejor que se come y se bebe en este mundo, y te quedas luego con el vestido que te den para atender la mesa, ropa de lucimiento a buen seguro.

Acabó confiándome que a él también le apetecía apuntarse, y más si yo iba a estar allí, pero que no lo dejaban hacerlo la honra de su apellido y el no estar conforme con el gobierno, que costeaba el parrandón.

Tomé el trabajo, que ya por el aprendizaje cobré medio zequí y los almuerzos de tres días. Pero no me figuré lo que iba a ser aquello hasta que no me dieron el traje de servir a la mesa, de paño acanalado de Londres, con sus puños de encaje muy presumidos y su cuello ancho de valona al almidón. El lugar de la fiesta caía por la Ca d’Oro, en un palacio más alto que ella y mirando también al Canal Grande, que le dicen ellos el Canalaso.

Llegado el día, y llevando en medio al príncipe del agasajo en una falúa dorada con el Dux a su izquierda, pasaron el Rialto a hora del atardecer como trescientas góndolas labradas, si no eran más, tremolando banderas y vestidos los gondoleros al estilo antiguo, con capas de terciopelo grana bordeadas de plata y unos gorros a la albanesa que el orgullazo de verse así creo yo que les quitaba hasta las ganas de bogar. Caían sobre el agua por todas partes tapices y colgaduras, y ver eso ya era mucho. El gentío mirón llenaba como piojera los puentes, los balcones, las azoteas, las orillas.

En el palacio de la fiesta, con la impaciencia del señorío que esperaba fuera, tanto caballero de plumas, tanta dama con la cabeza cayéndosele de pedrerías, flores y encajes, y con los de atrás rempujando para ver mejor, a pique estuvo de que fueran al agua los de alante. Vimos los sirvientes llegar el cortejo desde las ventanas de arriba, pues ya lo teníamos todo a punto y más que sabido, aunque el maestresala, un cagaollas chiquito francés, siguiera perdiendo la voz y como insultado, chillándonos lo que habíamos de hacer y cuándo, que daba hasta fatiga verlo saltar de un lado para otro como periquito en jaula, «atansión!, atansión, vu isí, vu…!».

Cumplidos los cabezazos y reverencias, empezó el convite y allá tú si te lo crees o no.

En sus bandejas, las ensaladas figuraban bichos raros con letras y con números. Dos pastelones, uno de liebre y de buey el otro, llegaron en hechura de león, aparte los pasteles pequeños, que aquéllos… ¡ten por seguro que aquéllos no eran los del puto alemán de Puerto Chico por los que me vienen diciendo La Fiera!; te digo otra vez que nada tengo yo que ver en esas maldades, bachiller, créeme, hijo…

Entró un águila de queso con una costra parda por encima, de comerse también esa costra y que de paso le pintaba las plumas; y a un pavo real de pasta de Francia blanco como la harina, con su cola abierta y los ojos así, le habían puesto perfumes en el pico y, abajo de las patas, papelitos con palabras de amores. De otro pastelón que llevamos entre dos a la mesa, grande y que parecía corriente, saltó al abrirlo un voletío de pajarillos a color. Pintados, pero de los de verdad, ¿será posible? O lo de la servilleta del príncipe, hecha de un encaje de azúcar y no de hilo, aunque tan lindo el remedo que, al llevársela él a los labios, se le quebró entre los dedos, con mucha risa suya y del Dux y de todos.

La entrada sola ya era una comida y hasta tres. Trufas y criadillas de tierra al huevo, pemiles, ostras, que la de en medio iba en cada fuente más en alto y con su perla, y unos castilletes con murallas de limón, soldados-mariscos, y la cañonería con unas huevecillas negras de no sé qué pescado figurando la munición. Pasáronse sopas de seis gustos, alguna entre salada y dulce, truchas, salchichones, menudo de callos pero en un salsón blanco y no colorado como en la Andalucía, ocas enteras sentadas. Y un vaya-y-venga de vinos de Jerez y Canarias, y de Francia, y también de aquella Candía tan mentada en todas partes y tan calladísima allí. Los postres, ponle tres cuartos de lo mismo, bfff, de la pieza de fruta más rara al pangloria de Génova, y el dulcerío de Aragón y Valencia.

Y de todo eso, al subirlo al salón o al retirar las sobras, no había manjares ni beberes que los camareros y criados no catáramos, por lo oscuro de los corredores y las escaleras. Más corrían los vinos fuera que adentro, que los vi tomarlos hasta en un florero. Una de las figuras en camino a la mesa, otro león, pero echado, no sé cómo no se le fue al suelo al galopín que lo llevaba, porque, estando él bien borracho, se desvió a una rinconada, se arrimó a la boca el bandejón, sin poder ya con su peso, y le tiró un bocado que dejó al león sin media mano.

A mí me iba enconando tanta soberbia de la gente, tanto ombliguillo lindo de doncella y matrona como empezaba ya a asomar sobre los cintos de oro y sin poder uno tirarle un lametón, tanto descotazo que si se ve en España va preso hasta el Rey, tanta majestad de comida que luego iba a cagarse como si fuera pan con aceite, y me pesaba que Corradino no estuviera allí por mor de los señoríos. Así que me fui enconando y enconando, y cuando me dieron abajo a los postres otro pájaro grande de dulce, todo forrado de azúcar cande, lo aguanté en la escalera con una mano, me soplé la nariz en los dedos de la otra y, ni corto ni perezoso, unté al pájaro con mis mocos de la cabeza a la pechuga, que ni se veían encima del azúcar cuajada y buen provecho al que los comiere.

Por la mesa alante, una mujer muy hermosa, la llamaban Nadia, con un ramo apretado al pecho de esas clavellinas manchadillas que decimos aquí marisaladas, iba saltándose a las damas y contando a los caballeros, y al que hacía cuatro, ya fuera viejo o mozo, le abría el ramo y le daba a besar una tetita como un sol, que las llevaba al aire y medio tapadas con las flores.

En las salas del baile iban ya a más las risas y las músicas. Se me ocurrió que el pueblerío también andaría gozándosela por todo Venecia, como siempre, a lo pobre pero con las mismas ganas. Me figuré bullendo, desde la Lista de España hasta el Arsenal, las carpas de fantoches, volatines y pantomimas, las loterías y las tabernas de bote en bote, las rondas de mozas bailando la monferrina y la furlana entre placetas y canales. Se me voló el magín a los teatros, las hosterías, las timbas y los adivinadores, los de las góndolas y los lancheros echando al aire sus romanzas y sus canzonetas, los prostíbulos, las luchas a brazo en un tablón por ver cuál de los dos se va al agua y con el vecindario azuzando el forcejeo. Volví a acordarme de Corradino, de esa inquina y ese apego barajados que a todo lo de Venecia le tenía, de lo contento o lo amargado que se ponía de golpe metido con aquella gente, aquellos dálmatas de los secreteos, que me parecía que eran con quienes Corradino desahogaba esas quejas suyas, o que los veía por cosa del amor a hombres, aunque luego, y para su mal, no resultó ser ni lo uno ni lo otro.

Por un buen rato fue como si lo tuviera delante, yo ya con mis copas en el cuerpo. Y el vino de Candía que me estaba tomando, por mi madre que llegó a parecerme, como el Corradino me había dicho, la sangre de los capitanes venecianos que el turco desollaba vivos en aquella isla, cortando todo en redondo por arriba del pecho, sin matar ni apenas herir, y tirando luego despacio del pellejo hasta los pies. Se me vino a las mientes la fiesta del barco de oro y que, poco después de verla y con tanto como le gusto a él mismo, me echó Corradino muy amargón, en español y todo, la copla de un francés sobre esa boda del Dux con la mar:

El viejo cabrón la hace su mujer,

pero es la amante del Gran Turco.

Aunque uno sea hombre memorioso, cómo pueda acordarme de muchas de estas cosas tú te lo has de explicar, bachiller, que yo no me lo explico. O será que, con tanta pregunta tuya, me vas sacando las minucias como a guindas en canasto, que los rabos de una van jalando de las otras.

Levantados los manteles, el baile redobló luces que alumbraban el Canal Grande casi hasta el Fondaco de los Alemanes. Estaba yo mirando esos alcances del resplandor y de nada me asombraba ya, cuando siento atrás mía una voz conocida, un brazo por la cintura. Me vuelvo y veo, de terciopelo oscuro y muy galán, a don Pedro de Bocanegra tendiéndome las manos y celebrando verme en buena salud. Me digo: «Aquí ni pega ni llega, pero…», y lo abracé a sabiendas de que al hacerlo no estaba en mi sitio; el Candía me empujó y don Pedro no se echó atrás.

Se lo estaba viendo en la punta de la lengua y, antes de que me lo preguntase, le dije que no había ido en busca suya porque no me había hecho falta, y que aún me duraba uno de los zequíes de su dinero, como era verdad. Se admiró de eso, con lo que vine a saber que me tenía por más tontiloco de lo que soy. Me atreví a decirle que cómo le andaba en sus políticas, y me contestó:

—Más penando que otra cosa.

Luego me pidió que lo esperase, se fue y volvió a poco con una mujer que me sonaba, yo sin perder de vista al periquito maestresala mirando de reojo y todo nervioso aquellos tratos a un camarero. La mujer era alta y pelirroja, de cara hermosa pero un poco hombruna. No caía dónde la había visto, ni siquiera cuando me di cuenta de que se apoyaba en una muleta dorada. Me miraba mucho. Adelantándosele, el embajador me habló bajito.

—No ha lugar aquí para conversaciones, pero quiere conocerte y es dama muy principal… La señora Astrea Grimani —dijo luego en voz más alta y echándose a un lado. Yo incliné la cabeza sin hablar.

En el corto trecho que estuvieron conmigo allí, tampoco habló ella; me olí que tenía ganas de hombre, pero no me llamaban su cara ni su cuerpo: la cojera era lo de menos. Quedé en verlos en el baile y como lo dije lo hice, y fue al hablarme ella cuando me acordé de dónde la había visto.

—Sé que andas —dijo en un español muy cabal— con el Corradino Faliero. Pero también tendrás otras aficiones y espero que así sea.

Me incomodaron las palabras y el retintín, un poco como si yo le hubiera hecho algo.

—Sí que ando con él. ¿Será que lo conoce mucho? —respondí, medio de mal talante.

Me dijo, ya sin esa antipatía:

—Yo no es que quiera, sino que debo conocer a muchos.

Se fue golpeteando el suelo con la muleta, la vi más tarde entre los cortesanos del Dux, como en la comitiva del barco de oro, y al rayar la aurora, ya con la gente yéndose, volví a darme abajo con ella y con don Pedro. Me enrabietó que la mujer me mirara a hurtadillas y, por lo mismo, me tomó en sorpresa que dijera de pronto:

—He quedado con tu embajador en que él vendrá mañana a mi casa. A la tarde. Me complacería que lo acompañases, si es que no te doy miedo.

—No es lo mío el miedo —le dije.

Al otro día andaba yo en ganas de verme con Corradino y contarle la fiesta, pero por la mañana no di con él y a la tarde fui por don Pedro a la calle de La Bicha: a mí no me iba a dejar chico ninguna señorona cojitranca. Se lo dije así de claro a don Pedro por el camino, que lo hicimos solos y fue largo, hasta la Giudecca muy alante, virando a la derecha la góndola enfrente de San Marcos.

—Mal conoces a las mujeres —sonrió don Pedro al oírme refunfuñar—, y peor a las antojadizas. No pudo la señora Astrea decirte nada mejor de lo que te dijo. Para que no dejases de venir.

—¿Pero quién Cristo es la Astrea esa? —salté.

Me pidió el embajador con paciencia que no hablase de ella tan desabridamente, díjome que se tenían los dos en gran estima, sin amoríos de por medio, y me hizo saber que, en todo el gobierno de Venecia, la doña Astrea era la única persona capaz de entender y prevenir los líos con los turcos, por conocer la lengua de ellos y otras, así como por su mucha inteligencia.

—Pasma y hasta escandaliza a las naciones —me señaló don Pedro— que, aun siendo hembra, la sienta y da un gran sitio entre sus capitanes y ministros la potestad del dux Doménico Contarini.

Y luego me aclaró que tampoco es que la tuviese el Dux por amante ni favorita, sino que doña Astrea andaba bienmirando siempre por la República y enterándose de quiénes eran los enemigos y qué se andaban guisando, con lo que me quedé de piedra cuando al final me dijo que era turca.

—Más veneciana es ya que turca —completó en seguida, viéndome con la boca abierta—, y estoy tan seguro de ello como de su buena amistad.

No sabía don Pedro, después, cómo decirme otra cosa. Hasta que me la soltó, pesando mucho las palabritas y con aquella buena maña suya de que me cayeran a tono.

—Vive sola —me dice—. Y nada tengo que ver con tu bragueta, aunque, por lo que la oí celebrarte, me alegraría que fueses gentil con ella; eres muy libre de serlo. Yo, como te figurarás, no he de ganar ni perder en ello. Pero creo que las amistades han de servirse.

Vi que decía verdad y respetándome, y, por un rato, nada hablamos.

En llegando a su casa, salió al embarcadero doña Astrea, con su muleta y sin acompañantes, y nos pasó a una sala redonda con mucha gente en cueros pintada por el techo. Vi una mesa grande a un lado, cayéndose de cartas, papelotes y mapas abiertos, con pesas en los picos para que no se enrollasen, y me di cuenta de que en la casa no estábamos más que los tres y un criado viejo al visto y no visto, que aparecía con las cosas y se iba como una sombra por entre los cortinones. Como los del baile, el vestido de doña Astrea le dejaba al aire tres cuartas de pechera, igual que si fuera a desenfundársele y caérsele a los pies. Pero la mujer seguía sin antojárseme y yo entré allí amoscado; luego, ella supo irme ganando.

Tomamos asiento y empezó por decirme que le quitase el doña y el señora y la llamara Astrea nada más, lo que no me salió en toda la tarde, ni luego. No se anduvo con más puyas conmigo y hasta remendó las del baile, remachando que lo del miedo de verla me lo había dicho por juego y que ya me sabía, por el propio Corradino, amigo de él y no otra cosa. Muy bien me estaba cayendo oírlo cuando se paró ella un momento y dijo con los ojos serios:

—Corradino Faliero no habría de andar en ciertos embrollos.

No quise echarme a indagar y se parló luego yo qué sé de cuántos enredos.

Entrando la noche, trajo luces el criado y en la botella que siguió al chocolatón de la merienda, del licor de rosas quedaban tres dedos.

A una pregunta de don Pedro sobre algo de un trabajo de ella, contestó doña Astrea que no nos burlásemos, pero que, si no había querido irse de embajadora de Venecia a Roma era porque una húngara, de las que leen la mano por las calles, le había predicho muerte segura en una ciudad con siete colinas, y que Roma las tenía, así es que no iba a pisarla a no ser que la llevasen allí amarrada a un carro. Siguió echando a chanza la profecía de las colinas, pero noté que se la había tomado muy a pechos y que, de no ser por ella, se hubiera ido gustosa.

Mudo y espantado vi a don Pedro cuando al cabo de un rato, sintiéndome ya muy gallo y calentado por el licor, me salió de golpe y sin pensarlo que, con todo lo que yo llevaba oído de los turcos, cómo era posible que ella se llamara de verdad Astrea Grimani y que, siendo turca, anduviera codeándose con el Dux, y con un mando grande. Repuesto a la trágala del agobio que le entró, iba el embajador a pedir perdones y a reprenderme, pues se lo vi en los ojos, y yo ya estaba deseando haberme comido con papas esta puñetera lengua antes de soltar lo que solté. Pero doña Astrea nos tranquilizó con mucha gentileza, volvió a llenar las copas y dijo que, ya que nos abría su casa, no nos cerraría su confianza y, puesto que nada tenía ella que esconder y yo quería oírlo, iba a oír lo que don Pedro, como amigo suyo y hombre de las políticas ya debía conocer, aunque a medias o malamente.

Le porfió él con grandes ruegos que olvidase mi descaro y no se hablase más de aquello; respondió doña Astrea que, con la buena amistad que se tenían, quería que él mismo conociese bien esa historia, y que la ocasión era pintiparada. Sin hacer más caso de los aspavientos de don Pedro, se acomodó frente a nosotros cruzando la muleta sobre el regazo y, con los ojos a media marea entre el licor y sus pensamientos, habló así, con un pico que daba gloria oírla:

Ahora me llamo Astrea, pero antes tuve por nombre Zahia. Mi padre, un soldado turco de Akhisar, y mi madre, una circasiana emigrada, me tuvieron y criaron humildemente junto a la fortaleza costera de Pleantia, bajo la religión de la Media Luna y el gobierno de la Sublime Puerta.

Contando doce años, y encendida ya en guerras esta República con las gentes de mi nación, tres navios de Venecia atacaron y tomaron Pleantia en un cañoneo y asalto de sólo ocho horas. Como casi toda la guarnición turca, mi padre murió defendiendo las murallas de la plaza y una bala gruesa veneciana, que fue a caer en el patio de mi casa, me alcanzó por encima de la rodilla. Allí mismo, entre el humo y el polvo y las paredes viniéndose abajo, hubieron de amputarme esta pierna como mejor se pudo y supo; consumado el asalto, me enterraron la pierna según es usanza en Turquía y en otras partes, y yo estuve dos meses como muerta. Luego, mi poca edad fue recuperándome. Me gané el sustento, como mi madre, cosiendo redes de los pescadores y limpiando sus barcas por la playa, en la que estaba nuestra casa.

Nadie odiaría como yo a los nuevos dueños del lugar, cuya lengua hube de aprender, ni se alegraría más que yo cuando, al cabo de cinco años, parte de la flota otomana que acababa de tomar la plaza fuerte de Sinesia, se apoderó también de Pleantia, que volvió así a ser turca. Retornaron al pueblo sin estorbo las antiguas costumbres y, con tiempo y mucha voluntad, una viuda vecina mía que era maestra en ellos, me enseñó las artes y secretos de los filtros y bebedizos de magia por los que Oriente es famoso.

Muerta ya mi madre y teniendo yo veintidós años, la mar arrojó una noche sin luna, casi ante mi puerta y sobre las peñas de la playa, a un mozo de garbo, herido y medio ahogado, cuyas apagadas llamadas de socorro me llegaron hasta la cama. Fui en seguida a la ribera con mi muleta y a punto estuve de devolver al agua aquel cuerpo, para acabar con su vida, cuando reconocí en sus desmayados murmullos el habla aborrecida de Venecia y advertí luego, por sus ropas, que el náufrago era un militar veneciano. Pero sus ojos, su juventud y, sobre todo, su indefensión, la certeza de que de mí dependían la vida o la muerte de aquel cuitado, sin más trabajo que el de empujarlo o retenerlo, acabaron moviéndome a compasión.

Ya en aquellos instantes, algo me dijo que esa lástima podría convertirse en muy otra cosa. Sin embargo, y sabedora de que, por el conocimiento de lo que ha de venir, nada se puede hacer por evitar que venga, arrastré al muchacho hasta la orilla, lo ayudé a reanimarse un poco y, apoyándonos el uno en el otro, lo llevé hasta mí casa, donde lo alimenté y cuidé a escondidas durante muchos días.

Se llamaba Lauro Grimani. Era hombre de rango y sobreviviente, acaso el único, de una galera de Venecia en la que iba de alférez, y que había sido perseguida y echada al fondo por velas nuestras en el canal de Otranto, a cortas leguas de Pleantia, hasta donde herido y cabalgando un tablón de su galera, lo habían llevado las olas.

Todas las cautelas me parecieron pocas, pues, aunque yo vivía en soledad, si alguien descubría en mi casa al náufrago iba a caer sobre mí el desprecio del pueblo y, sobre él, no la habitual venta en esclavitud, sino la muerte por lapidación o en tormento, como había ocurrido dos años antes con otros seis venecianos apresados: tal es la saña que Pleantia siente contra los de aquí. Fue algo con más fuerza que yo misma lo que me llevó a amparar a Lauro, y cuando, pese a la falta de mi pierna, fueron enamorándolo de mí tanto ardientes deseos como una tierna gratitud, sentí corresponderle, quise ser su mujer y lo fui desde aquellos días.

Ya enteramente repuesto Lauro, y tan en peligro como estaba si seguía en suelo turco, determinamos huir a Venecia, de la que él me hizo la más viva pintura. Si la suerte viajaba con nosotros, podríamos llegar por tierra en cosa de un mes o mes y medio; pensar en salir por mar, aun disfrazados, era darse a una muerte casi segura. Le ofrecí y aun le rogué que marchara solo para no dificultarse la huida con el engorro de mi única pierna, pues no hubiera podido yo correr si se presentaban ocasiones de hacerlo, que en una aventura como aquélla no debían faltar. También le propuse seguirlo, para buscarlo luego en Venecia, y hasta le pedí que me abandonase si así le convenía. Pero Lauro se negó a todos los arreglos que no fuesen llevarme consigo.

Una noche oscura, robó un caballo bueno de una alquería del lugar y, antes de amanecer, salimos en él de Pleantia. No la he vuelto a ver. Una brújula española que dejó mi padre, las luces del cielo y preguntar acá y allá, fueron nuestras guías; en ropa de campesino, Lauro se fingió mudo. Viviendo de la caridad y escondiendo el caballo al pedir, pues si lo veían no nos daban nada, hurtamos en corrales, dormimos en pajares y bosques, bordeamos lagos, salvamos con fatiga ríos y sierras, y adelantamos Macedonia arriba, consiguiendo esquivar las sangrientas revueltas que asolaban la región y alcanzar la ciudad de Skopie, turca todavía pero cercana ya a la Dalmacia véneta.

Confundidos en la muchedumbre de las calles, llegamos a una fonda grande como un castillo, la Kúrchumli Han, y en ella nos aposentamos junto a las cuadras con otros menesterosos, pagando nuestro parvo hospedaje sin lecho con lo que pude ir sacándole en el mercado a unos juegos de adivinación con varillas, que también me enseñó aquella viuda, y con faenas de carga y limpieza desempeñadas por Lauro en la posada. De todo nos consolaban la esperanza y las noches. En ellas, entre la sombra cerrada de las cuadras y encima del forraje, se querían afondo la coja de veras y el mudo de mentira, no cohibiéndonos ni la molestia de tener muy cerca a otros desharrapados, pues, en vida de pareja, todo lo pasa y sufre el amor mientras vive, y la hartura y el desamor todo lo acibaran y envenenan, de lo más chico a lo más grande, sin dejar a las gentes recobrar sus personas.

Partiendo al fin con el caballo muy descansado y dineros para unos días, pasamos a tierras de Dalmacia y, al cabo de cinco fechas de salir de Skopie, dimos en el puerto y astilleros venecianos de Ragusa, donde mi Lauro recuperó el habla. Se admiraron allí de nuestro viaje cuantos lo oyeron y fueron muchos los que anduvieron a porfía por alojarnos y mantenernos en Ragusa. Dos días después, tuvimos pasaje sin gasto en una galeaza que salía para Venecia y, con el sentimiento de perderlo, Lauro le regaló el caballo al mercader que nos había hospedado.

Arribados a puerto luego de una travesía tranquila, aunque el despacioso andar de la galeaza no nos la hiciera tan viva como lo deseáramos, corrimos a casa de los padres de Lauro, personas de alto linaje muy allegados al Senado, y todo fueron allí fiestas y llantos de alegría viendo vivo al que pensaban difunto. Pero ese alborozo no iba a durarnos mucho.

Nos desposamos y, después de dos meses de gran dicha, durante los que fui tratada en casa de mis suegros como la más querida de las hijas y de las esposas, la Armada reclamó a Lauro para una nueva expedición contra el turco. Estaba escrito que la mar iba a ser su muerte, aunque el destino no se la dio con la mar misma, sino poniéndomelo, ahora va a hacer once años, en las manos de las que ya se había librado.

Tomada su nave junto a Creta por los turcos, Lauro fue capturado y torturado en tierra. Aquellos mismos día y horas, me asaltaron aquí en Venecia atroces dolores, como si me rompieran brazos, cara y pechos con hierros al rojo; se puso en alboroto la casa, y los médicos, llegados a toda prisa, no sabían cómo aliviarme, ni yo los veía. Cuando cesó mi suplicio, tan de golpe como llegó, conocí de algún modo que Lauro también se había quedado en paz porque acababa de morir. Y así vino a confirmarse más tarde.

De tal manera dieron vuelta en mí desde entonces aquellos antiguos amor por los míos y odio por los venecianos que, teniendo como primeros valedores mi habla nativa y el poder de mi suegro, entré al servicio de la República, me instruí en lenguas y en política, gozo hoy de toda la confianza del Gran Consejo y del Senado, muevo espías y estorbo las maquinaciones y enredos contra Venecia de aquéllos que me vieron nacer, y de cuya fe y barbarie he renegado.

Al acabar esa mujer su historia, no oí por unos momentos más que el golpeteo del agua en los pilotes de fuera y ni un resuello de los que allí estábamos. A poco, cortó doña Astrea esa callazón, echó la muleta a un lado y se le fue animando la cara. Vino a decir que agua pasada no mueve molino, que es preciso vivir y que, olvidadas ya esas penas, venía tomando de la vida todo el gusto que sus trabajos le dejaban. Siguió hablándose de trabajos, acabé contando que me ganaba mis cuatrines por las noches y con las cartas y, estando en eso, se escuchó una voz. Alguien llamaba desde el embarcadero.

Vino el criado. Anunciaba que había vuelto la góndola del señor embajador. Don Pedro se levantó de la reunión. Dijo que había de acudir a una cita muy para él solo y me pidió que volviese a Rialto cuando y como quisiera, puesto que no necesitaba irme. Convidóme a su vez la mujer a quedarme a cenar con ella y, como tenía hambre, me era muy cómodo el sillón y me entretenía escucharla hablar, dije que sí a todo. Se fue don Pedro, no sin repetirme que fuese alguna tarde a verlo, trajo el criado otra botella llena, con una fuente de presas de pescado y carne, y lo mandó doña Astrea a dormir dándole las buenas noches.

Entonces, mientras terminaba con media fuente, fue cuando me di cuenta de que yo tenía que dar allí la cara como varón y de que, aunque aquella señora me hubiera dejado de caer malamente, para cumplir con ella seguía estorbado, como con el cuerpo de Anica por los adentros. El pecherón de la doña me estaba abriendo las ganas. Pero me las cerraba lo que antes no me había asqueado al figurármela en la cama: la pierna de menos. Y ella notaba mis miradas, que se me iban a esa falta.

Por decir algo, le pregunté de sopetón cómo una persona tan leída y principal se había quedado sin ir a Roma sólo por oírle a una gitanilla de chichinabo que iba a morirse en un lugar con siete colinas. Me respondió, como pensando en otra cosa, que aquel aviso le había sonado a verdad. Luego habló más despacio y como buscando no soliviantar. Pero me soliviantó.

—Eres hombre despierto y ya has de haber entendido que por algo estás aquí. Diría yo que hasta llevamos un rato pensando en lo mismo. Pero ha sido una velada agradable, y quiero que sepas que tampoco pasa nada si te vas como viniste.

—Sí, señora.

Medio sonrió, alisándose las faldas con una mano.

—Los deseos son libres y yo tengo los míos —dijo como para ella—. Los tuyos, nadie va a forzarlos.

Levanté la cabeza y me quedé contemplando en el techo el bailoteo de las dos luces del embarcadero sobre las aguas del canal. Luego bajé la vista y, sin querer, se me fue otra vez a la muleta. Doña Astrea también la miró. Luego la tocó, así como a la distraída. Habló aprisa pero suave, y con los ojos gachos.

—Entiendo —dijo—. Pero… puedo hacer, si deseas estar conmigo, que no estés con… con una inválida.

—Señora, yo…

—No lo creas, si no quieres.

La tonada suavilla y los ojos bajos eran los mismos, aunque las palabras y el sube-y-baja ansioso de la pechera me aturdían de golpe, como maretazos, y ya andaba nerviosón y me disparé.

—Por los clavos de Cristo, ¿que no…? ¿Pues no contó su Merced que le enterraron esa pierna cuando chica?

—Así es —me dio la razón doña Astrea—. Y también hablé de que una vecina mía me enseñó en Pleantia la magia de los filtros. —Tocó su copa con los labios—. No sé si dije que, sobre todo, de los filtros de amor.

—Que me maten si sé lo que es un filtro de ésos —renegué pegando las espaldas al sillón—, pero lo que es una pierna de veras no hay quien la remede ni la vuelva viva a su sitio, señora, que, si no, ya habría su merced tirado al agua esa muleta. Y…

—Hermoso eres, pero testarudo —me cortó ella con calma—, y no sabes hablar con mujer. Ni quieres ver que no te engaño.

—¡Por mi vida que lo quiero ver! —dije—. Quiero verlo como sea. Terco, sí. Bobo, no.

Estuvo un trecho doña Astrea sin moverse, hablar ni apenas mirarme, dejando que la curiosidad me comiese y echando alante su único pie, con las uñas pintadas en plata. Luego se levantó y, apoyándose en la muleta, fue a un aparador colmado de tarros y me trajo uno muy chico de barro negro, con la boca ancha y bien tapada. Lo destapó. Me lo puso en la mano.

—¿Y aquí está la pierna? —le pregunté.

—Sí y no —me dijo—. Pero mejor que no mires ni huelas. Toma un sorbo muy corto, te digo que sin mirar.

No le hice caso, me eché alante en el asiento y primero allegué un ojo a aquello que iba a tomarme. Luego, la nariz.

Y aquí, bachiller, estamos otra vez en lo mismo de Anica cuando me abrió su ventana la primera noche: en que las palabritas no valen para muchas cosas. Ni escritas ni dichas, que no. Que se quedan en nada. Yo tenía entre pecho y espalda un cuartillo o más de licor, pero había comido, borracho no estaba. Y que me cuelguen mañana si no miré y olí lo que miré y olí.

A la luz de las velas, lo que veía dentro del tarro era como un betún o brea, aunque cosa muy espesa no, ni negra. Vaya: negra, sí. Y moviéndose: porque aquella cosa estaba viva. Revolviéndose así de abajo para arriba, mira, y yendo y viniendo entre el negro todos los colores, ojalá sí pudiera contártelo: como si el negro fuera el que mandase y los demás se mudaran y barajaran dentro de él. Aprisa no, pero sin parar, en vetas y ojos de amarillo fuerte o celeste o grana que se abrían y anchaban y estrechaban, el blanco también. Y todos ellos saliendo y perdiéndose y volviendo a la vista sin juntarse ni confundirse, y con el negro viéndose siempre. Pero que se moviera sola esa maldita cosa, así dando la vuelta para arriba, eso fue lo que más me llamó la atención, a ver si no me la iba a llamar, y que los colores no se rebujaran en aquel ajetreo. Lo que olí se parecía a lo visto. En lo de no parar ni perderse del todo los olores, buenos y malos, metiéndose los unos en los otros.

Hice por disimular un repeluquillo feo que me entró, y luego un amago de bascas y un mareo ligero, que ya empezaba a irse para arriba y a no ser tan chico. La mujer se me había olvidado. Oí su voz:

—Te avisé. Si piensas que puedo envenenarte, déjalo.

Quise hacerme el guapo y, sin mirar, alargué una mano para acariciarla, con la desgracia de plantársela allí donde debía haber pierna y no la había, que le sentí por cima del vestido el corte como a medio muslo, con la dureza y los bultos del muñón. Alcé los ojos y miré a doña Astrea. Se había echado los dos pechos al aire y eran una hermosura, y el pelo colorado relucía como una candelada. Me llevé el tarrito a la boca y tomé de él como medio dedo de aquellas tinturas espesas y vivas. Ella me aguantó la mano para que no se me fuera.

Nada raro sentí al principio. Pronto, el sillón y la sala y doña Astrea, y hasta un brazo mío, se fueron poniendo como muy en relieve y a colores fuertes. Vi, sin sobresaltarme, un pájaro grande de pie en el suelo, como un cigüeñón, y me miraba; vi una mujer que era muchas, el campo con flores y de día, otros muebles, vi quieto en el aire al Moreno, más bonito que un San Luis y como no lo había podido ver: cuando estaba nuevo. Lo mismo que el color negro en el bebedizo, la figura de doña Astrea era fija y todo lo demás iba y venía. Sentí dentro la fuerza de diez hombres y me sabía seguro de poder echar abajo al mundo de un manotazo, sino que andaba en un bienestar grande y no se me apetecía. La mujer, sí, y me levanté como si volara y la desnudé con mis manos en dos tirones. Seguía la muleta a la vera de su sillón, pero ella estaba entera, con sus dos piernas, lisos los muslos y blanquísimos, y bien que sentí luego esas dos piernas llegarme al cuerpo, cada una por su lado.

El amor fue largo, en un tiempo que tampoco era el tiempo corriente, no sé si te lo estoy diciendo bien, y no se cumplió mi barrunto de que me lo iba a cortar la memoria de Anica, porque era también Anica con quien estaba de pronto, hijo, Anica misma, clara con toda claridad, ¡si no la conocería yo!, montándomela o cabalgándome ella sin miedos de guardianes ni de duques, abiertas y pegadas las manos de los dos por lo alto mientras yo le pedía la boca y, al dejarse caer para dármela, ya no era Anica quien me la daba, sino la doña Astrea, perdido yo en sus brujerías y sintiendo, con ellas, andar gozando a una mujer como si me gozara a dos y hasta al serrallo entero del Gran Turco, que también tuve en todo aquel trasiego unos relámpagos de Curruca: ve y cuéntales esto a los señores inquisidores, anda, a ver qué hacen contigo y conmigo. O tómame por embustero.

Cerré los ojos. Cuando los abrí, tenía delante de ellos el tarrillo del mejunje y una alcoba puesta a lo grande. Creí que, como todas, esas dos figuraciones pasarían y vendrían otras. Pero no: seguían allí. Me di cuenta entonces de que estaba en cueros y metido en cama de mucho lujo. Mi mano izquierda tentaba una mano. Volví la cabeza en el almohadón de damasco y vi a doña Astrea, acostada junto a mí y mirándome. No habló hasta no verme bien despabilado y no se movió hasta que no la palpé por abajo y ella echó para atrás de golpe el cuerpo porque estaban allí otra vez la cojera, el muñón, y yo se los había tocado.

—No —dijo—. Las cosas ya son las que eran.

Por las columnas de un balcón al canal clareaba el día, una luz sin sol como de las ocho o las nueve. Empecé a vestirme, se levantó también la mujer y, lo mismo que en la Casa del Chantre, presumí que aquello no iba a volver a pasar ni falta que hacía. El tarro de la cosa viva estaba junto al Moreno, en un escabel al lado de la cama, y la doña me veía mirarlo y remirarlo. Me dijo, y volví a no creerla:

—Eso pierde fuera de aquí, y si mi voluntad no lo aviva.

Me hice el distraído, salió ella por delante y, ya en la puerta de la alcoba, volví con el achaque de habérseme olvidado el Moreno, que lo dejé allí adrede, y me guardé el tarrillo con él.

Doña Astrea me sacó de la casa por un corredor a un callejón de atrás. Andaba otra vez en gran señora, como en el baile, y medio no mirándonos los dos. En la puerta, me despidió sin desprecio pero sin un calor, y me puso en la mano cuatro zequíes diciéndome:

—No habrá sido ésta tu mejor noche de ganancias, pero la peor tampoco.

Me pareció que dos embozados mirones, de plantón al fondo de la calleja, le andaban guardando la casa.

A la tercera esquina, me senté junto a un puente. Saqué el tarrito. Lo destapé. Y ni para Dios. Había allí dentro un agüilla turbia, y de ella me subió a la nariz una peste corta a podrido.

Volví a guardármelo y busqué a Corradino por media Venecia. No di con él hasta mediodía, por San Giacomo del Opio, y le ojeé al momento la cara atravesada de tantas veces. Pero se le fue alegrando al verme y, en llegando la hora, me convidó a almorzar en la taberna del lagarto.

Allí, al hablarle del banquete y el baile, me acordaba ya de ellos como si hubiera pasado un mes y no dos días. Empecé diciéndole que tenía razón en muchas cosas y que, aunque yo quedara contento, aquello del príncipe fue un despilfarro y muy grande, cuando tanto se andaba hablando de que Venecia estaba sin un real. La pringué, porque Corradino me llevó en eso la contraria.

—Es verdad —me dijo— que, así a la antigua como la viste, esas cosas se podían hacer y se hacían aquí largo tiempo atrás, cuando éramos dueños de medio mundo. Sin embargo, el poder y el favor de ese príncipe pueden hoy traernos bienes que se precisan y tropas para las islas, que maldita falta hacen. Era preciso agasajarlo así, Cuan. Pero si no lo hubiera sido —saltó de pronto con sus amargurones—, lo nuestro es ir escondiendo las llagas y enseñando buena cara, aunque haya que pintársela. Venecia vive, ya hace mucho, del hacerse ver sin el tener.

Vino el contarle a Corradino la noche con doña Astrea y vi que llevó bien lo de mi encamamiento con ella, aun pesándole, pues para él lo hubiera querido, y hasta me dijo que ya era hora de que desahogara con mujer mi naturaleza de hombre, tan en seco a cuenta de un amor. Oyó con una curiosidad lo del agüero de la gitana y las siete colinas, y luego le encaré la frasquita del potingue y le juré por mis muertos que lo que estaba mirando y oliendo no era lo que yo había visto y olido. Quiso entonces saber qué me había pasado con ese tarrillo; para mí que se lo pude hacer capir, más o menos, y me dijo que estuviera seguro de que no había tenido un sueño, que ya hubiera querido él verse en mi pellejo para probar aquello, y que no sabía que la Grimani, así la mentó, una de las manitas derechas del Dux, tuviera esas habilidades, por las que la alabó mucho: de su nación turca y de su matrimonio y viudez, ya estaba al tanto Corradino. Vi brecha y le dije que la había notado como inquietorrona por él, lo mismo que a otras y a otros, y que eso empezaba también a atribularme. Corradino se quitó las gafas, muy callado, y se las limpió con el pañuelo. Luego me echó un brazo por el hombro:

—No ha de llegar la sangre al río, como decís los españoles. Y si no hace uno las cosas que siente, mejor es morirse, Rubio.

Entendí que nada iba a sacar en limpio preguntándole qué cosas y me enredé a hablarte de don Pedro. Le recalqué que bien orgulloso estaría yo de que lo conociera y anduviéramos alguna vez juntos. Pero ahí la volví a cagar, porque Corradino también me llevó la contra en eso y me dijo que no podría ser, que con toda su afición por España y aun en noticia de que don Pedro era muy gentil caballero, él no quería hablarle a un encargado de la Corona.

Lo supe dolorido y requemado con la expulsión de los judíos españoles que aún coleaba, aunque él ya no anduviese en la religión y costumbres de su madre, y luego me puso al corriente de que España tenía avasallada a las Italias, y de que también había entrado en pelea con Venecia por allí por las partes de La Valtelina y de Mantua, y hasta había querido tiempo atrás echar abajo al gobierno veneciano, y seguía incordiando y revolviendo el potaje para que se quitara de Venecia la libertad y soplara en todo lo suyo la Inquisición.

Cada vez más nervioso, siguió diciéndome Corradino que España había puesto al Papa peor de lo que ya estaba con Venecia, que por eso no los ayudaban contra los turcos las tropas del Papa, y, en fin, que tanto había malmetido España a su República con el Padre Santo que, estando él de reposo en el campo el último verano, algo pasó que tuvo el Papa que salir para Roma a toda bulla, arremangándose las túnicas y pegándole espolazos a una mula como si se los diera en los lomos al embajador veneciano.

—Claro —concluyó Corradino— que es mucho castigo el que Venecia se merece. Digo el gobierno, que no es la misma cosa. Pero para mí también hay dos Españas, y la de tu don Pedro no es la mía.

Yo siempre le hacía caso, yo sabía que Corradino estaba en todo y que se leía hasta los papeles rotos de las calles. Pero aquella vez, y aún sin querer porfiarle, me pareció que con los nervios estaba desbarrando, porque a don Pedro no me lo figuraba yo metido en esos pasos puercos. Aunque luego me acordé de cosas que él me había dicho en la galeota sobre sus políticas, y que muchas de ellas no le andaban, y lo feo que iba a resultarle tener que sacarlas adelante en Venecia, y ya fue cuando cogí al vuelo lo de verlo tan tristón porque, no siendo don Pedro más que un hombre, pues tenía a dos dentro de las tripas, el que era de verdad y el que tenía que ser a la fuerza.

Aquella noche o la otra, en el sótano de un tabernón del barrio de Canareggio, se torció la buena estrella que andaba en mi compaña por los garitos desde siempre, y fue que a un bocazas, muy lagarto a los dados y de los que cobran el barato, diole por meterse a jugar a cartas en vez de atender velas, barajas y orinales, y se me atravesó de la peor manera en una partida al Culebrón con otros tres, hijoputa.

Iba ganando él y yo jugaba a la baja y perdía a intención como tantas veces, para que fueran cayendo bogadas más fuertes y entonces llevármelos de calle. Así lo hice, y canté culebrón y dobles al segundo montón de reales que entró y de trampa, sabiendo que no había quien diera con ella. Pero aquél la voceó, juró que la había aunque no se pudiese encontrar, me puso de fullero chillando, y yo: «anda éste…». Ya en pie, y como en la mesa no daba con lo que buscaba, se le metió en los cascos palparme por si me abrigaba naipes en la ropa, que dio en el clavo porque ahí estaba mi artimaña. Le digo:

—Mira: si te parece que te engaño, arrímate a mí, que voy a ponerte de manera que no te conozca ni la madre que te parió.

No me entendía. Abajo de la camisa, el Moreno me temblaba contra las carnes, mas no era sitio de sacarlo. Dejé al del barato rebuscarme por las mangas y hasta por el pecho, porque donde tenía yo mi arreglo era en el calzón. Pero aquél sabía lo suyo y se puso en cuclillas para mirar en él, que ya casi me había descubierto la caca. Me percaté de que el garitero y todos los demás estaban teniéndome por inocente, dije que a un hombre de bien no se le hacía eso y, levantando el puño, le apuntillé al rebuscón el cogote, que más a mano no podía tenerlo y, entre el coscorrón y el testarazo en el suelo, lo dejé como muerto en él, con la boca abierta entre los taburetes.

Después de cavilárselo un poco, dos que debían de ser amigos suyos se me quisieron echar encima cuando acababa de embolsarme lo mío, y tenían ya puestas las manos en la guarnición de sus espadas, conque les tiré la mesa a las piernas, bramando que se estaba haciendo una infamia conmigo y salí dando cara y sin correr. No hubo más follisca ni nadie se atrevió a seguirme, pero no volví a pisar ese lado del Canareggio, tomé el lance por cosa de mal vagido y me parece que, a la larga, lo fue.

Pasaron las Navidades. En la Nochevieja, y aunque habían caído chuzos de agua hasta salirse la laguna y empantanarse media Venecia, ya anduvo todo así encarnavalado casi como en domingo de piñata y, según se avecinaban las Carnestolendas, tan arriba se vino el juego, para mi bien, que hubo lugar en los que levanté o tumbé dinerales a conveniencia. Me compré una careta plateada con las cejas de pelo de verdad, una muceta verde y un vestidillo a cuadros con borlas gordas, para ponérmelos en sus fechas y andar de francachela con Corradino y los estudiantes, pero ya no me los quité porque, aun faltando para carnavales, no había quien fuera sin disfraz, de día ni de noche.

En la posada me llegaron con una diversión, que era hacer el papel del Matachino con unos titiriteros de la Comedia del Arte. Dije que lo haría dos o tres días pero más no, pues ya las veía venir y no iba a desperdiciar el mejor tiempo de naipes por andar medio borracho y todo de blanco, con ligas coloradas en los muslos y chambergón de plumas, a que te tiraran huevos con agua de flores y echando por la boca malicias medio en español para hacer reír a la gente. Dijéronme que o dos meses o nada, y le comenté a Corradino que si los Carnavales daban mucho de sí en Cádiz, que él le decía Cádiche, mucho más se estiraban en Venecia, y que ya lo había notado yo el año antes, estando malo en la cama. Tampoco hice bien en hablárselo, porque andaba contento y se le apagó la cara al escucharlo y se remordió.

—Ésa es otra y así nos va —dijo—. En las demás naciones, la locura del Carnaval no pasa de unos días y aquí se desatina con ella unos meses.

Y es que lo de andar Corradino de capa caída, así de pronto, y llegársele al ánimo de golpe las comezones de sus descontentos, venía siendo últimamente mucho más fuerte y más seguido, como lo de juntarse a escondidas con esos jodíos dálmatas y con otros, que ya era un aperreo. Ese mismo día que te digo, y con lo anchos que andábamos, no hizo más que ver al lejos por la calle a uno de aquéllos, se fue con él y me dejó plantado. Pero quién me hubiera dicho a mí que ya no iba a verlo bueno y sano más que otra vez.

Y ésa fue en una festichola de pocos, no más de ocho o diez amigotes varones y hembras, en una cantina chica donde nos bebimos todo lo que hubiera que beberse, luciendo los trajes del Carnaval en puertas como si ya hubiera llegado. Anduvo Corradino más cariñosón que nunca conmigo y con todo el mundo, y venga a bufonear y a befarse con todo, que había que oír los dicharachos que se le ocurrían, aunque como queriendo él echarle todo ese chufleo por encima a algo que venía concomiéndoselo, y con unos bajones de humor grandes, que no hubo quien no se diera cuenta.

Le dio por rifarme a los dados entre el mujerío, «a quién le toca El Rubio de las Cartas», sino que yo no quise, y el Corradino, con las copas y ya a lo descarado, se quejó a voces de que si alguien tenía que decirle que no a esa lotería era él y no yo, porque no me había catado y me estaba rifando. Pero, con todo y con eso, me divertí igual que los demás, y es que él tenía el arte de tomarla con éste o la otra, pero con una gracia y una cosa de amigo, sin poner nunca a nadie de hazmerreír, eso no.

Al llegar los días gordos de Carnaval, el guirigay de afuera ni me dejaba coger el sueño al soltar los naipes y acostarme, así fuera al clarear, pues los de por la mañana heredaban el cachondeo, las cantatas y las grescas de los de por la noche, y a ver quién dormía allí; yo, además, con esas soñarreras que te dije, una flojera al acostarme que pedía muchas horas de cama y ni me soltó en Venecia ni luego en el viaje de vuelta.

El zarandeo carnavalesco estaba en todo. Ya eran lo de menos aquellos cortejos, mascaradas y pantomimas por el agua o en tierra y a cualquier hora, con neblinas o lluvias, o sin ellas. Con tanto forastero, ni la Virgen Santa que bajara puede allí aligerar el paso por las calles, ni encontrabas asiento en ningún sitio o, si te descuidas, ni cortezón ni migaja que comer, aun pagando su peso en oro. Ah, y me lo tenían dicho. Pero, hasta no verlo con los ojos, no me creí yo que el Nuncio del Papa y los curas tuviesen que ir también de fantoches, llevando su narigón color berenjena o, cuando menos, su mascarilla de careta, porque, si no, quedábanse sin los poquitos que iban a sus misas y sus cosas, ni cumplía nadie con la Iglesia si no los veían a ellos cumpliendo con el Carnaval. Y en disfraz las criadas a los mercados, los vendedores que las despachaban y hasta las criaturitas que ni saben andar: las únicas que lloran el engorro de llevar puestas esas cosas. Los demás, más a gusto que marrano en charco. Mucha cuadrilla vi disfrazada de turco, riñendo con otras unas batallas en las que siempre perdían los de Turquía, y me pareció que con esa figuración se daban ánimo los venecianos, como tomando en coña y por los cuernos al toro de sus sinsabores en vez de echarle tierra encima. Y para celebrar la noticia de que, aun sin juntar sus fuerzas a las de Venecia, Austria iba a enarbolarle también guerra al turco.

En medio de ese bullerío y con todo lo que andaba ganando por las noches, más solo estaba yo que la una. Ya no me hallaba sin Corradino y no había manera de encontrarlo, ni sus amigos lo veían. Nunca me había llevado él a su casa, ni a nadie que se supiera, y hablaban de que vivía solo. Me enteré de dónde y fui a buscarlo, no fuera a haberse puesto malo.

Cansado de llamar a su puerta, unos vecinos me dijeron que llevaban cinco o seis días sin verlo, y que eso no era cosa rara por Carnavales en tratándose de gente moza.

Después de mucho ir y venir en busca suya, ya me las estaba ventilando por mi cuenta cuando di con él al caer una tarde. Y cómo di, bachiller, hijo. Cómo di. Tiene que pesarme hacer memoria de eso, yo lo sé. Pero, por lo mismo, no quiero que vaya a írsete ni un pelo de lo que pasó. Verás.

Venía yo aquella tarde de mondarles la bolsa, que ni poco ni mucho fue, a un francesillo muy vivo y a tres que eran de Padua como San Antonio, aviados de arlequín los cuatro. No hacían los paduanos más que lo que el francés disponía; me fijé en que no tenía él más que decirle algo a uno, y ya estaban aquellos tres en lo mismo. Habían perdido conmigo la noche antes y fue cosa de poco, sino que al francés le royó la honrilla oírme que a mí no había Francias que me ganaran; no se lo tenía que haber dicho, pero me caía gordo y se lo dije. Bueno, pues al dejar la mesa se empeñó en verme el franchute para desquite, y sus sanantonios, a lo que él mandara. Así que quedé con los cuatro arlequines para la otra tarde y les salió más caro el collar que el perro.

Iba yo con mi disfraz contando esos reales por la Ribera de los Esclavones, cuando me veo correr a la gente, y algo más allá, en la orilla misma, a unos pocos sacando un bulto del agua y soltándolo como si quemara, ya con sus máscaras mironas alrededor y alguna hasta santiguándose. Pero sin querer entrarle nadie a aquello porque todos debían sabérselas: un saco chorreando en las losas, con su boca muy amarrada y que parecía relleno de cristiano. Me guardé mis dineros. Las máscaras, pues lo dicho, todos al curioseo pero no había quien hablara ni se moviera; me acuerdo de dos que estaban muy alante, con cabezas y crines de caballo. Yo me levanté la careta y me abrí paso, no sé, como con una prisa mala. Eché una rodilla al suelo, al pie de los que iban de caballo, y le tiré al saco un corte largo con el Moreno.

Salió ligero un brazo doblado por el codo, como harto de estar allí dentro. Meto las manos en el saco y le echo fuera al muerto la cabeza. Tenía el pelo por la cara, revuelto y empapado como un matojo de la mar. De la ropa, pegada al cuerpo con el agua, no le faltaban más que los zapatos, y el labio de arriba estaba levantado, tal el de perro que va a morder. Los anteojos seguían en su sitio.

No sentía yo ni padecía, y hasta un tiempo después no me di cuenta de lo raro que fue eso: seguir como si nada, igual que si no lo estuviera viendo o como si Corradino fuera a abrir la boca en cualquier momento y a decirme que bueno estaba lo bueno y que ya estábamos yéndonos a tomarnos una jarra de vino o a ver alguna de las cosas que él me llevaba a ver. Estúveme entre aquel montón de cuajados tan cuajado o más que ellos, hasta que alguien murmuró a mis espaldas que esa muerte debía ser cosa de Los Diez. Me levanté, me arropé el Moreno y, sin volverme, pregunté quiénes eran esos Diez. Nadie dijo nada, así que volví a preguntarlo levantando la voz malamente.

—Los que mandan, y más que el Dux —creí escuchar.

Vinieron dos de la Justicia; uno se fue corriendo y el que se quedó de guardia empezó a echar a la gente. A mí me pegó un rempujón. Era un zagal garboso, en la edad del pavo y dándose muchos aires, con carita de monaguillo y una manía al ojo derecho de abrirlo y cerrarlo muy seguido: a lo mejor, de la misma soberbia y de tanto pavoneo mandón, allí encampanado para arriba y abajo, muy de capitán general el niño. Que además le entró una tos y le mandó el gargajo a Corradino y le cayó en un brazo. Con eso, se me acabó de encaprichar.

Al rato, ya de noche, volvió su camarada con otros cuatro justicias. Dos llevaban una escalera con un letrero en su lengua clavado abajo, traditore. Cargaron en la escalera a Corradino dentro del saco, se lo llevaron y atrás de él me fui entre la marea y los empellones del Carnaval; la gente le abría camino a la Justicia y, ya al salir de las bullas grandes, dejé adelantarse aquel cortejo sin perderlo de vista. El monaguillito iba alante, pisando fuerte.

En una plaza a trasmano, bastante más allá de San Marcos, colocaron la escalera entre dos poyetes de piedra, sacaron del saco al difunto, pusiéronlo encima de los travesaños, que se viera bien el traidor según estaba mandado, y los seis se quedaron allí a guardarlo.

Siempre sin acercarme, pero sin quitarle ojo a mi antojillo, me fui por lo oscuro a la otra parte de la plaza y al umbral de una casa en ruina, y allí me agazapé y esperé quitándome antes la careta plateada, no fuera a relucir y a notarse en las sombras. Ya no estaba yo con el muerto, sino con el vivo, así hubiera tenido que aguantar allí un mes. El aire meneaba el letrero de la escalera. Carnavalescos casi no pasaban, y a los que pasaron echábalos la guardia o salían de estampía al ver aquello, quitando una patulea vestida como de ajedrez, que revolvió el velatorio. Llevaban en lo alto y entre antorchas a una muchacha, iban jaleándola y diciéndole Columbina, y con tanto vino y ganas desembocaron en la plazuela, sin mirar por dónde pisaban, que por poco no se la echan encima al muerto.

A eso de las tres o las cuatro cuajó una neblina y llegaron otros dos golillas. Para mí que los seis que ya habían hecho guardia hubieron de sortearse a los dados el relevo, porque se juntaron todos y allí estuvieron agachados en corro. Y me tocó: uno gordo, de los que habían cargado la escalera, se fue por su lado, y mi monaguillito por el suyo, que salió de la plaza pasando a no más de ocho pasos de mi casapuerta y le vi hasta el guiño nervioso que te dije, muy estirado él y con mucho meneo de la espada, comiéndose el mundo.

Me encajé la careta y corté camino encorvándome en lo oscuro por los escombros, más pronto que una rata y con menos ruido. En saliendo de la plaza, la neblina no era una humedad seguida, sino que se amontonaba en bultos apartados unos de otros y muy derechos, como fantasmones a ras de suelo, y el aire los movía despacio. El gusto a sangre en mi boca era igual que haberte mordido sin querer un labio o la lengua y andar lamiéndote el sitio. Así de fuerte.

De momento, me guió el eco de sus pasos mandones y, a las dos calles, ya avisté a mi señor monago. A la que hacía tres, atravesó un canal entre esos bultos de niebla y tomó un callejón largo y estrecho. Dejé pasar a una borrachina; ni me había dado cuenta de que ya tenía al Moreno en la mano. Nada más que una luz de aceite alumbraba el callejón allá en su mitad: mi lance era dejar servido al del ojillo inquieto por los tramos en sombra, antes o después de que llegara a esa luz. Pero deseché la ventaja, siendo tan de cajón, y también la de darle por la espalda, que es a lo que yo iba. No. Sin una necesidad, me las jugué todas, Dios ha de perdonarme pero yo quería un adornito. Yo quería que aquél mirara lo que le iba a pasar, que se enterara, y verle yo en la cara que se estaba enterando, no mandarlo para allá así por las buenas.

Tan redondo no me salió, pero algo de eso hubo. Debajo mismo de la luz lo puse espalda a la pared de un tirón al hombro y, con mis pies trabándole los suyos, le atranqué la boca con un brazo, antes de perforar, y le pegué a la nariz la hoja del Moreno, que la viera bien vista. Luego bajé la mano.

Mira, hijo, hay que saber clavar donde no alborotan y sin ensuciarse, y, quitando a un señoría muy de negro, yo he tenido la maña y la suerte de que mis espichados no me diesen esas molestias que dan, de ayes, voceríos, aspavientos y sangrazas grandes. Aquél tampoco me las dio. Al primer viaje se le aquietó el ojo nerviosón. A los otros dos, hizo una morisqueta fea con media cara, y ya.

Me alejé a buen paso; en la esquina volví la cabeza. El mocete seguía allí, tieso contra la pared, pero yo había hincado tres veces y en buenos sitios. Estaba a punto de irme para él y concluir el trabajo cuando cayó de boca al suelo como un tablón. Dije para mí: «Bueno, pues si éste era uno de Los Diez, ya no hay más que nueve».

Fuime a un garito de los de hasta el alba, bien contento y para que no se me perdiese la noche de vacío sin ganarme por lo menos la pensión del día. En cuanto junté esos dineros, me levanté de la mesa. Ya estaba yo muy en lo que iba a hacer. Y eso hice. Me fui a mi alcoba y no me acosté, ni en la mañana, que salí a la calle y no estuve cansado a pesar de todo lo que tenía que dormir, sino que me empezó a incordiar y a reventar el Carnaval. Muchos días tardé en darme cuenta de que lo que me incordiaba no era el Carnaval, sino Venecia misma, y no sabía por qué, tan de pronto.

A la tarde, me pasé por la taberna del lagarto. Allí andaban los estudiantes; ya desde la puerta, les vi en las caras que conocían el final de Corradino y, cuando uno me vio y avisó que yo estaba entrando, noté cómo se disponían a darme la noticia de la mejor manera, sabiendo al difunto tan mi amigo. Los escuché y remedé sorpresa, aunque, contra lo que ellos se esperarían, no me hice ver muy apenado, de lo que algunos tomaron disgusto sin decírmelo, y sentí que me estaban despreciando.

Me costó mi trabajo ese hacerme de nuevas pero no me fiaba de nadie y me aguanté; ya le había echado de comer a mi venganza y pensé que, haciéndome ver así desagradecido, ni a los pocos enterados de que yo movía cuchillo iba a pasárseles por las mientes lo que había hecho. De la muerte de mi monago nadie tenía noticia allí, pero al otro día ya pusieron por las calles los papelones, con treinta zequíes de bolsa para quien diese con su acuchillador.

Al rato, siempre indiferentón y haciendo como si alguien de la mesa los acabara de mentar, le pregunté a uno qué era eso de Los Diez. Contestóme tan bajito que me quedé a medias, pero, por lo que cogí, me extrañó que, según corre la vida allí en Venecia, siete hombres con tres que los mandan, y que ni se sabe quiénes son, metan el pico en todo y en todo se salgan adelante con la suya. Ya en la calle, el mismo mozo me contó que esos Diez no podían ir de paseo ni a los sitios donde va la gente, que los cambiaban cada poco tiempo, tenían espías hasta dentro de las nueces y recibían otros chivatazos por la Boca del León de Bronce, en San Marcos. Tres señores de la Inquisición trajinan también con esos Diez, ¿sabes?, y despachan con ellos los destierros, las condenas a galeras, las cárceles en los pozos y las muertes por degüello, horca o la que le tocó a Corradino en esos plomos o piombos que les dicen, unos calabocillos abajo del Palacio del Dux que, en la creciente de la mar, se va colando el agua y llenándolos hasta el techo, y el preso que está dentro aparece, con saco o sin él, cuando y donde menos te lo esperas, a flote como un pescado muerto. Y mucho de todo eso sale de lo que entra por aquella puta Boca del León.

A los dos días, unos que no iban en ropa de justicias, pero con más mando, anduvieron maltrayendo a los estudiantes, atosigándolos y friéndolos a pesquisas sobre Corradino, y se llevaron a tres de ellos y luego los soltaron. A mí fuéronme a buscar en la posada dos pájaros de cuenta, trajeados de pardo. Entran una mañana en mi alcoba sin llamar y se me vienen para la cama con las de Caín, no había más que verles las caras.

Antes de que me pusieran un dedo encima les dije sentándome en la cama y muy sereno que pasaran, como si ya no estuviesen dentro, y les chapurreé que qué era eso de entrarle así a un caballero, amigo de mi señor el embajador de España y de mi señora Astrea Grimani. Noté que nombrarlos los achicó, y que se guardaban las manos. Les ofrecí asiento y, sin turbarme ni levantarme de la cama, que ya no me lo mandaron, contesté a sus preguntoneos que sí, que yo tenía una amistad con Corrado Faliero, eso a buen seguro, y les metí en el cuerpo la verdad, porque lo era, de que, con toda esa amistad, no sabía yo mucho de su vida y milagros ni él me contaba lo que hacía y deshacía cuando no andábamos juntos. Discutiéronme los preguntones más de una cosa, por pillarme en mentira y ponerme en la picota, con que acabé diciéndoles, aunque hubiera un peligrillo en sacarles esa carta, que de lo que sí tenía yo conocimiento, como quien oye campanas, era de que Corradino se juntaba también con unos dálmatas. Me malicié, y no marré, que irles a aquéllos con ésos de los dálmatas, aun comprometiéndome un pelo, iba a ser para bien y a darme color de inocentón que no anda callándose lo que sabe.

Al cabo de dos horas me dejaron, señalándome que tuviese ojo con las amistades y que no volviera a medio desnucar gente en los garitos del Canareggio ni en ningún sitio. Con eso, en lugar de sobresaltarme, vine a quedar tranquilo, por entender que mucho sabían ellos de mí menos lo único que importaba que supiesen, el despene del monaguillito, pues nada más sospecharlo me habrían llevado ensogado.

Un Luilli, de los que aprendían con Corradino el habla española, fue quien a las dos o a las tres semanas me puso al tanto de todo lo que pasó y del entuerto de los dálmatas, aquéllos de esa tierra de más abajo… ¡no era nada la fritada! Pero no te líes, que yo no quiero liarte, bachiller, apunta bien.

Por lo que sabía Luilli, muchas gentes andaban negras en la Dalmacia con la miseria y el acoso en que Venecia tenía metida a toda esa parte, y venga a sacarles a los dálmatas dineros y grano y carnes de ganado y hombres para las guerras con el turco, y a enredar a Dalmacia en los tira-y-afloja de lo que a aquella gente no le iba ni le venía. Me hablaba el Luilli, y en vez de verle yo la cara, se la estaba viendo al Corradino, escuchándole aquellos reniegos suyos contra Venecia, aun con todo lo que la quería. Y siguió contándome el otro que, más de un año antes, el gobernador veneciano de una plaza fuerte de la Dalmacia había hecho ahorcar en las murallas a catorce sublevados, que fueron once capitanes de allí y otros tres vénetos partidarios del motín, primo carnal de Corradino uno de ellos, como luego se supo. Se conchabaron entonces unos cuantos de los más revueltos, se embarcaron para Venecia y habían ido arreglando, muy despacio, un tejemaneje para rebelar desde allí a toda la tierra de Dalmacia, y mi sarasa de mi alma andaba metido en eso hasta las cejas, porque, lo que es coraje, lo tenía a espuertas y, con todo lo listo que era, fue a perderlo esa manía suya de las ideas y las políticas, ya ves tú, sin que nadie le hubiese dado vela en aquel entierro, ni tuviera en él cosa que ganar ni aun que vengar. Pues lo del primo ahorcado tampoco daba para tanto, digo yo.

Pues bueno: faltando días para el golpe, alguien le pasó el soplo a Los Diez, con que fueron a echarle mano a todo Dios. Me dijo Luilli que, avisados también de la denuncia, los de la revuelta habían volado a tiempo de su fracaso, aparte cuatro dálmatas, que los cogieron ya embarcando y de los que no volvió a saberse, y el Corradino, a quien le saltaron juicio y sentencia por la grandeza del apellido y la polvareda que ella hubiera levantado, cosa que los de arriba no querían. Como nada había ya que averiguar, también le debían haber ahorrado los martirios de confesión, según le vio las carnes sin señales un hermano de él que había ido por la mañana a recoger el cuerpo a aquella plaza. Y, por lo mismo, tampoco le habían puesto el nombre en el letrero de traidor, como se lo ponen a los emplomados.

Se me llegó al pensamiento la doña Astrea, su trabajo y sus pasos, y aún se me ocurrió si sería una de aquellos Diez, y si, tan al tanto de todo como estaba, no habría enhebrado el hilo que fue la perdición de Corradino, aún apreciándolo así por encima como ella me hizo ver que lo apreciaba; seguro que, saberlo en líos de ésos, lo sabía, según me avisó en su casa y le avisé yo al difunto. Dios mire por él. Tuve que quitarme de la cabeza esas cavilaciones. Tuve que quitármelas, y a aquella mujer, porque yo me conozco y, si les hubiera seguido dando vueltas, lo mismo me caliento, me voy en busca suya, mujer y todo, y me busco la ruina.

A lo mejor fue quedarme con esas ganas lo que me aceleró las de irme, que ya llevaba allí más de año y medio y las venía teniendo, y luego fueron a más sin la compaña de Corradino, y encima se me juntó otro altercado malo a cuenta de las cartas. Aquella noche me hirieron una mano así de refilón y, lo peor, me fueron ya viendo el plumerío del oficio, me calaron las artes, o se corrió la voz después de tanto.

Alguien, por esos días, me habló de un sitio que caía a dos o tres fechas por la mar y donde el juego andaba en todo lo suyo, así que allí podía hacer yo buen piojal, pero me tiraba España otra vez, y las Indias, y no aquel sitio Vomita o Vomiza, que me sonó como de andar siempre uno con cólicos y echando el alma por la boca.

Mis dineros y gordos, como dos zequíes de cada tres que tenía, me costó pasar a España en el galeón de un capitán barcelonés, Pujol, con carga grande de sedas, brocados, vidriería fina y gruesa, y mucha otra ropa. Bien que me pesó ese dineral, pero no andaba yo en ánimo de encarar las trabajeras de a bordo, pudiendo salvarlas con mis reales, y porque las ganas de dormir que te dije se me habían ido aún más para arriba de lo que ya estaban; no sé de dónde me caería en la cabeza tanto sueño que luego se me fue: a lo mejor me lo dejaron las calenturas aquellas que pasé a poco de llegar.

Por el costo, el capitán del galeón, que era del Almirantazgo de Levante y el de línea entre Venecia y Barcelona, había de buscarme en su puerto de arribo pasaje a la Andalucía, ya sin aflojar dineros y por vía de la mar, que la de tierra me dijeron era muy larga y mala.

Pasé a despedirme de don Pedro, él tan gentil conmigo como siempre, y le agradecí que no me metiera la cuchara a ver cómo me había ido aquella noche con la Astrea; por la taberna del lagarto no fui, porque me amargaba.

Una mañana salí del embarcadero de la Sensaria sin mirar atrás. No me trabajaron en el viaje zozobras, novedades ni fatigas, como que ni me acuerdo del nombre del barco y, algunas veces, ni me levantaba para comer. Pensaba a ratos en Anica y dormía siempre; la travesía fue con tiempo de bonanza, no se hizo puerto más que dos veces y de la segunda no me enteré, ni echaba cuenta de los días. Me pusieron de mote El Recostado, que lo supe por un casual casi en llegando a Barcelona, y, sin que lo avisara nadie, el cirujano del galeón estuvo una tarde a verme por si me pasaba algo.

Tan buen empalme saltó en Barcelona que, sin bajar a tierra, me embarcaron en el patache de un tal Cornejo, que había de ponerse a la vela para Sevilla dos días después, también con buena carga, y de ese nombre de barco sí me acuerdo porque me cayó en gracia que se llamara La Mujer. Allí seguí con mis dormencias, qué cosa. Una noche oí que estábamos enfrente de Cádiz y que era menester esperar para pasar la barra de Sanlúcar; no dijeron cuánto y aquella noche todo el mundo se acodó en las bordas, pero El Recostado tampoco se movió de su recuesto.

Quizá te cueste trabajo creer, bachillerito, que esas últimas dieciséis leguas a Sevilla fueron peores para mí, y de más fatiga, que todo el viaje. Y lo fueron, pues tanto sopló en tres días el viento norte que viene sobre la tierra, que nunca nos permitía ponerle al río la nariz, como se dice. A más, yo había soltado ya las soñarreras y no podía matar con ellas ese tiempo muerto. Todo lo pesado se juntó, y lo mismo a las otras naves que andaban esperando entrada para Sevilla.

Aún con el viento bravo, y de cargado que el patache iba, hubo que ir soltando alijos en medio de la mar, para Cádiz y Chipiona y Rota, dar mucho cargamento a barcos chicos y quitarle así peso a la nao, pues tampoco hubiera podido pasar con él por los pocos fondos del río. Y a todo esto se temía, que se habló mucho de ello, la embestida en corso de un muy nombrado Mustafá Rays, a quien los berberiscos llamaban Carabalí y los genoveses de Cádiz, Bursa. Decíase que lo habían avistado más para acá del Estrecho con mucha vela de Argel y de Salé. Y la Armada Real no estaba a mano y todas las naos allí al pairo, desde el Bajo del Quemado, mirando como pasmarotes la entrada del río por no caber en el asentadero de Bonanza, y los galeones de Indias, que ya se habían juntado allí fuera hasta once, sucísimos de cascos, sin poder guarecerse ni apenas maniobrar para defensa.

Cuando por fin y al cuarto día pasamos la barra, aun con toda la carga aliviada fue menester andar ayudando con pértigas a apartar la nave de las arenas en el brazo maestro del río. Dos falúas tuvieron que remolcarnos por lo mismo hasta junto al Rincón de la Merlina y hubo suerte, porque vimos a uno de los galeones indianos embarrancar en un bajío y quedarse en las lamas, de mala manera y estorbando.

Al arribar a Sevilla esperé que alistasen el almuerzo de a bordo, del que me harté a no poder más, poniendo mi barriga en prevenciones de lo que pudiera venir, mirando por los dineros que me quedaban y sin darle esa ganancia a un mesonero, pues el viaje no me había dejado a dos velas, pero le faltaba poco.

Fui el último en poner pie en la ribera de Triana, notando que ya había dormido cuanto tenía que dormir y preguntándome qué iría a pasar con mis dos tirones grandes: el de Anica por su lado y, por el suyo, el de la Mar Océana y las Indias, que ese tirón no sé si era más fuerte pero sí más viejo, y, según se encartaron las cosas, fue el que salió adelante.