2. Dichas y traspiés de Cantueso en El Puerto de Santa María, con cuanto le ocurrió por el camino

… y limada la fiereza de sus colmillos, afligía al león hispano la caída de su poderío por tierras y mares, y, reinando más que los cetros, desaliento y mendiguez, pirateo y bandidaje, atraso y ruina grandísima, llenaban de malvivientes las cárceles y presidios de esta bahía, como los de la Nación toda. De un picaro y tahúr El Rubio Juan, que llamaron otros La Fiera por compinche de un panadero o confitero en ciertos horrendos y extraviados sucesos, afirman don Gaspar Des Vries y fray José de la Trinidad, tomó Irala el modelo de su libro escandaloso. Oscura y sangrienta por demás hubo de ser la vida de aquel bribón; cortas son las noticias que de él se tienen; dónde nació y murió, se ignora. Harto inciertamente, anota Des Vries que, joven aún, pasó de Cádiz a una villa cercana, Sanlúcar acaso, el a la sazón próspero Puerto de Santa María o, en opinión de fray José, Jerez de la Frontera. En lo que todos concuerdan es en que tanto o más licencioso debió ser el Irala que El Rubio mismo…

2. Dichas y traspiés de Cantueso en El Puerto de Santa María, con cuanto le ocurrió por el camino

A 17 de enero. ~~~ Razón llevan quienes dicen que en mano de miserable el agujero es más grande, y a mí entonces me salió ese refrán que ni bordado. Pero también aprendí, y no se me despintó, lo de pan para hoy, hambre para mañana, y que a los dineros no es cosa de tirarlos sino de estirarlos. Mirar por ellos es lo que ya hice después, aunque, con mis últimos tropiezos y arrebatos, haya terminado como empecé, de manirroto y malgastando cuanto tenía.

Pero vamos a ver, hijo: serán unas dos semanas las que, con el permiso de tu señor tío, llevas viniendo a este calabozo, y me dices que pasas a limpio por las noches lo que por el día te voy contando, aun en domingos y fiestas de guardar. Mucha briega es ésa, más para ti que para mí. Y, sin ser tú una tiritaña, tampoco me pareces hombre de grandes fuerzas. Flaquillo te veo y no hay mañana en que, aquí conmigo, no le des por lo menos doce vueltas a ese reloj de arena que te traes con tus papeles, el tintero, la pluma y esa tabla con patas como mesa. De modo que, sin contar tu trabajera de por las noches, lo del día son seis horas de garrapateo para ti, dos pliegos de esos largos y con esa letra de mosquita; y para mí de gastar saliva, cortarme en lo mejor porque te entretienes en ponerlo más bonito, pintarte fatigas pasadas que me encona el manosearlas, y rememorar gustos que, si al momento me alegran, me amargan luego, como todo lo que se perdió y ya no va a venir, así lo llamen las trompetas del Espíritu Santo.

Quieres sacarme mi vida de la boca cuando ya los dientes se me caen de ella aprisa. Y me va pareciendo que la escribes por lo fino, pero también sin quitarme mi habla a mí, tomándome mis palabras, los dichos y yo creo que hasta el resuello. Ya has empezado a ver que, de mis pasos por el mundo, pocos fueron buenos, y tan seguidos todos en entuertos y zozobras que aun los que pensaba estar dando para alante se me iban para atrás. Pero mucho viví y no me quejo, salvo de verme aquí encerrado y a sentencia, sin comerlo ni beberlo.

Según me hablaste, no uno, sino dos libros son los que vas a hacer. El primero, con toda la verdad, que ése no saldrá de ti y de mí. Y luego un libro más corto para disimular, entresacado del otro y que lo darás a imprenta con intención de que la gente se pegue golpes de pecho leyéndolo. Ahí pondrás «digo» donde dije «Diego» y plegarás las cosas como pañuelo sucio, que no se le vean las mocarradas secas, sino la mancha por el revés. Y lo que más me recalcas es que ese libro que publicarás, aun siendo de ejemplo cristiano para escarmiento y aviso de pecadores, no podrías hacerlo si no te cuento todo lo que en él no va a salir. Bueno es si tú lo dices y poco tiene uno que perder; mira por tu provecho, que yo miro por el mío y por quitarle mi pescuezo al encapuchado.

Inventar, nada tengo que inventar ni maldita la falta. Si algo de lo que te refiera te parece imposible, ten a buen seguro que mis ojos vieron, o creyeron ver, cuanto te llevas en esos papeles, y ya sé que, con hablarte verdad, le puedo alejar a mi cuerpo martirios que quieren llegarle y le retraso a este gañote el nudo de cáñamo, que es final que no me cuadra. Y menos, por lo que no hice.

No me faltan señales, te lo dije, de que tu tío el alcaide haya empezado a discurrirme inocente en lo de las matanzas y el pasteleo. A lo mejor, por ese buen conocimiento suyo y esto de tus escrituras, es por lo que no me están llevando a sacar piedras del agua en la bahía. De punta se me ponen los cabellos cuando, antes de clarear, escucho a la requisa pataleando por esta trena, abriendo calabozos y rempujando a gitanuelos y condenados para la orilla de la mar, que quienes no dejan la vida en esos trabajos vuelven como muertos al caer la noche.

Postre de horca tuvo uno que estaba ahí enfrente, uno de Sanlúcar que le decían El Francés, y que volvía tosiendo y sofocado como perro con moquillo pero canturreando: él estaba en que lo iban a redimir del verdugo esas obras en la marina, por las fatigas que ya llevan; bien sabrás que hasta en marea alta, el agua a la cintura sea invierno o verano, y a media cadena algunos, pues ni para eso se las quitan del todo, han de seguir batallando con las peñas de la mar, sacándolas a tierra entre diez o treinta o los que sean, y luego ir echando las lajas de fábrica si hay que echarlas. Pero al de Sanlúcar, ca. Lo colgaron lo mismo, y eran de oír las voces que iba dando cuando se lo llevaron con el fraile atrás, va para una semana. Y yo, que podría estar ya boqueado de cangrejos y camarones, o picado de gaviotas, pues aquí sigo a cuenta de tu tío y tus papeles, y ni a la ribera voy.

Tampoco es mala seña, ¿sabes?, que de un tiempo a esta parte, desde que estás viniendo, tiénenme medio aseado el calabozo mientras que los demás revientan de bichos, y me esté topando yo en la escudilla del rancho, entre los mendrugos del sopón, unos huesos calientes de vaca de puchero que aquí a nadie se los ponen y, aunque de masticar bien poco traigan, son de buen oler y chupar. Mucho me alegran esos huesarrones porque ya ni me acordaba del olor del caldo y el gusto de la carne, y, más que nada, porque veo en ellos que tu señor tío ha de estar mirándome con buenos ojos y haciendo por mi pelleja cuanto puede, como me has dicho. Eso de los huesos debe ser cosa suya: de los cochinos carceleros, por mi madre que no lo es.

Lo que yo quiero es que él y tú y los señores jueces y Cristo Santo, estén en lo mismo: en que yo no tengo arte ni parte en lo de la pastelería de Puerto Chico: matar, yo he matado y mucho, pero eso no me toca, ¿cómo te lo voy a decir? Entérate y créeme, que tú has de creerme después de estarte llevando en tus papeles lo que a nadie le diría ni hay ya manera de saber. Ayúdame. Y si a mí que no lo hice me están llamando La Fiera, ¿al que lo hizo no le han puesto nada? Ayúdame, hijo. Otra preocupación no tengo contigo, pues bien sé cómo eres y que, de todo lo que te cuente, vas a echar a ese librito piadoso el caldo y no las tajadas, que también se te atravesarían y atragantarían en el San Tribunal si las publicas tal cual fueron.

Pero vámonos al grano, no se te vayan más tinta ni tiempo en lo que no es, y agradezcámosle a Dios que sea yo tan memorioso.

Te venía diciendo que, después de verme con dineros según salí de la Casa del Chantre, quedé limpio de haberes como patena santa a las cinco o las seis semanas, si no fue al mes. Volvieron a caerme las hambres y más ladradoras que nunca, porque los reales del gordinflón ya me tenían hecho a comer caliente un día sí, otro no y el de en medio.

Aun con todo lo que me tiraba, no volví a pisar la Casa del Chantre, pero tan fuerte y reciente tenía eso de gustar mujer que, de cada real, medio se me fue en putillas, hasta que ellas me cansaron o me quedé sin nada.

Yendo por la Calle Nueva no me faltaron ganas de entrar para hartarme en la tienda de Bonmatí, que ya era la más alabada en Cádiz y la más llena de cosas ricas, todas allí a la vista; muchos años después me di ese gusto, y más grande, aunque tampoco me comiera ni una, ya verás. Y también tuve que hacerme el fuerte y no meterme cualquier noche por el figón de María o el de Montesinos, para enterar a mi barriga, aunque fuese una vez, de esos pavipollos estofados, tartaletas de ternera, meros, gigotes, picadillos y natillas que les llega por seguido en el mantel a la gente grande. Me paró el talento y no fui, porque el que yo había muerto no era cualquier muerto, y porque no puede ir de pronto enseñando abundancias quien se ve que nunca las tuvo, ni entrando en sitios de la grandeza el que no sabe andar por ellos, y menos si es un rapaz.

Cincuenta reales de a ocho pagaba el señor gobernador, y otros cincuenta la familia del espichado, a quien diese razón y noticia del matador de don Luis de Argumedo, que así se llamaba quien despené. Llegó esto a público pregón, puso bandos hasta el Cabildo, prendieron a gente y un mercader de Flandes a quien, queriendo o sin querer, había arruinado el difunto por causa de un cargamento a Indias, fue empapelado y llevado a confesión sin tener nada que cantar, y salió hecho una lástima. Los puercos corchetes, que se roen los codos y están a la que cae, no cesaban de mosconear con tal de poner uñas en las recompensas, y una noche anduvieron metiendo las narices hasta en el cobijo de La Madre Oscura, donde hacía mucho que no entraban.

Como no se me iba ni una de ésas, me gasté los ochavos sin enseñar dos reales juntos, no fueran por ellos a dar con lo que hice o no me fuese a ver por lo menos, después de tanto librarme de él, encima del borrico de los rateros, amarrado de manos y piernas, oyendo el tambor atrás mía y azotado por esas calles con el zurriago de tres costuras. Cuando tenía que cambiar las piezas más chillonas, lo hacía siempre una a una, con forasteros de la mar y en la misma ribera, allí donde van a distraerse en la subasta de los esclavos, o con la leva de la Punta de San Felipe, en la mesa de la Armada Real, a ver cómo los vagamundos se juegan a las cartas su suerte, ganando unos dineros si el teniente se las saca buenas o, si les salen malas, yendo a segar los campos del Rey, según le dicen a remar en galeras.

Seco mi caudalillo, y como aquel revuelo del muerto no amainaba, me entró el sinvivir de que acabara dando conmigo la Justicia. Con ese malestar, la hambruna otra vez en todo lo suyo y la hartura de estar viendo siempre lo mismo, se me ocurrió cambiar de aires, cosa que ya llevaba un tiempo apeteciéndoseme. Caí en que, si lo sobaba mucho o lo dejaba para más tarde, de Cádiz no iba a salir, así que me dije: «Ya que me pusieron Juan, el día de San Juan me voy», y no faltaban más que seis fechas.

Esa mañana temprano, antes de la procesión y de las chirimías y las danzas de negros, ya estaban los niños para arriba y abajo con los lárgalos y los muñecones de la fiesta, «echa a Juanillo por el patinillo», zarandeándolos y bailándolos por calles y patios, y juntando los leños y esteras viejas con que los queman por la noche. Se me encampanó el miedo, no fuera a acabar también malamente este Juanillo, y eso acabó de darme alas.

Pensé y luego eché a un lado despedirme de La Curruca; la ropa que me dio ya había sufrido lo suyo, como la del que duerme con lo puesto y anda sin prendas para cambiarse. A quien le dije adiós fue a La Madre Oscura, que la vi esa mañana más quieta y más callada que nunca, cualquiera sabe por qué, y al irme me tocó los dos codos con la cabeza de un clavo.

Poco antes de mediodía, y no llevando más que el Moreno y una barajilla roñosa, cambié de buscón callejero a aventurero andariego y tiré por el camino real de La Isla. Al pasar la almadraba, vi las arenas y la mar que fueron mi casa, y me entró un agobio raro, y quise de repente estar ya muy lejos. Unos arrieros que iban para Cádiz me socorrieron por la tarde con pan y una raja de bacalao; a La Isla llegué con el día echándose y una sed que pedía no ya jarras de agua, sino toneles. Remedié la necesidad en un pozo muy bueno y colmado, metí en él la cabeza cuando no vi a nadie que pudiera reñírmelo por ascos, y me enderecé con ella chorreando para que me corriese el agua hasta los pies y me sacara la calor del cuerpo.

A la otra mañana ya andaba yo en taparrabo por aquellos fangueríos y salinares de La Isla, pegando resbalones como en casa de jabonero, en busca de anguilas, robalos y lenguados con que ganarme el pan y el catre que un pescador, viéndome en desamparo, me había dado para la noche y estaba bien dispuesto a seguir dándome.

Digo yo que para pescador de estero hay que nacer, como para todo. Puse mucha voluntad y no me salió. Me iba de boca al fango a cada dos por tres, y los pescados andaban como tomándome en cachondeo, sobre todo las anguilas, que se me escurrían de las manos cuando creía tenerlas agarradas; para mí que, con tanta torpeza y costalazo, más le espanté el pescado a aquel hombre que se lo aumenté.

Me dijo a los tres días que fuese yo a vender la pesca y que él se emplearía en sacarla, con que llevé una canasta hermosa a unos puestos de por la mañana entre el Castillo y el Puente de Suazo, eché a tierra dos pedazos de saco y en cama de lentiscos puse a la venta mi mercadería. Por Cristo que pasé media mañana persiguiendo y buscando anguilas, pues no hay manera de tener quietas a esas hideputas. Acordándome de mis guapotes, tomé una piedra en idea de aplastarles la cabeza, y otro vendedor me dijo que estaba haciendo mal, que si las mujeres no veían las anguilas colear y moverse, las pensarían podridas o echadas a perder y no iban a llevármelas. Bien que me lo dijo y mal hice en no oírlo porque, cuando ya las aquieté todas a cantazos, las comadres pasaban de largo diciendo:

—Qué dolor de anguilas, tan gordas y muertas.

—No, no me placen —decían otras.

Y dijo una:

—¡Anda, buen mozo, que más viva ha de estar la tuya que todas ésas!

Les chillé, furioso ya:

—Higos locos, ¿tan vivas las queréis que al comerlas os roan las tripas?

En cambio, tres lenguados que llevé me los quitaron de las manos para la Venta del Arrecife, y uno pesaba cerca de tres libras.

Aquellos días de pescadero le caí en ojo a una casadita bien salada, y entendí que podría haberle sacado algo. Si no me enredé fue porque estaba aburrido de todo lo que criaba el lugar, que no sé ahora pero entonces era una aldehuela sin más vida que la que le emprestaban el Castillo y el Puente.

Pero todavía aguanté allí unas cuantas semanas, con el solo aliciente del buen pescado asegurado para comer y la cama de balde. Hasta que una mañana temprano, para aprovechar la fresca, me despedí del pescador, me eché otra vez a los caminos y tomé el de la ciudad y gran Puerto de Santa María, que me habían dicho en Cádiz sobrada de industrias y dineros.

Cerca de dos horas llevaba andando cuando me encontré lo que creí ser ya el de Santa María y era Puerto Real. Me equivocaron la animación de casas nuevas y las naves en hechura o a repaso, el golpeteo de mazos y martillos por las dársenas y astilleros de las orillas, el trajín de carpinteros, herreros, carenadores y hombres de todos los oficios que por aquella ribera se movían, desde poco más allá de las casas hasta el castillo que llaman de La Matagorda, ya sobre la canal de la mar.

Tampoco me iba a genio aquella balumba y, aunque entré en Puerto Real sin maravedí ni mendrugo, no fui a pedir trabajo, limosna ni favores. Me arrimé hasta donde estaban aparejándole los palos a un navío en seco y, muy pasito a paso, me llegué al sitio donde los trabajadores tenían sus costos de comida, que los conocí en que por uno de ellos asomaba el pico de un pan. Híceme ver muy curioso de cuanto hacían, y allí aguanté un buen trecho la hambre pues, con tanta gente a la faena, cuando no miraba uno, miraba otro.

Por fin, el maestre de obra llamó con un pito a los hombres para que pusieran el palo de mesana en su sitio entre todos, momento en que dejé a tres sin almuerzo. Me fui por donde había venido, apretando contra el pecho los tres costos, y cuidé de no aligerar ni correr hasta verme bien lejos. Ya al otro lado del pueblo y a la entrada de un pinar muy hermoso, me senté junto a una fuente que salía de una peña y remojé las tripas para que recibiesen mejor lo que esperaban. Eché al aire una de las meriendas, un pan de los basturrios con el migajón vaciado y, en su lugar, como media libra de lentejas cocidas y tocadas de aceite y vinagre. Hasta las pajuelas y cascarillas del pan viajaron ligero a mi barriga, junto con las tres o cuatro piedrecitas que en avío de lentejas nunca faltan, y los primeros bocados bajaron a medio mascar, que con uno de ellos hasta me engoñipé.

Dormí a la sombra de un pino, apretados contra el cuerpo los otros arreglos de comida, y cuando me desperté estaba muy bajo el sol. Más de dos meses llevaba fuera de Cádiz, ya había estado durmiendo en otra parte y allí tuve como un sobresalto, no sabía al despertarme dónde estaba ni quién era, y eso nunca me había pasado. Poco a poco fui cayendo en las cosas y volviendo en mí.

Pero, al cabo de un rato, cavilar que me había visto tan despierto y con la cabeza tan perdida, ya me metió en ella una conclusión que ni se me ha ido ni falta que hace: la de que somos poco más que un mosquito, bachiller, del más tirado al más grande, y que la vida es una figuración. Si todavía no lo sabes, ya te irás enterando, criatura: muchos se van del mundo sin saberlo y los que antes lo aprenden mejor viven, porque todo se lo toman según viene y sin alterarse mucho.

Despabilado ya, me eché al bandullo la segunda comida, que era pan con un suspiro de aceite y un puñado de orégano, y me llevé la tercera al pueblo cambiándola de envoltorio por si me topaba con su dueño. Di en una cantina, pegué la hebra con dos soldados portorrealeños que estaban vendiendo sus espadas, muy desmejorados y recién libertados de las cárceles de Amsterdam, tú sabrás dónde está eso, y supe por ellos de una cueva en las afueras, junto al pinar en que paré, donde los vagamundos se juntaban a pasar las noches sin ser estorbados por las rondas.

Tiré al rato para allá, distinguí la cueva aun al lejos, por unas fogatas que ardían delante de ella, y me busqué dentro un lugar entre la docena larga de hombres que hacían posada allí. Un viejo muy limpio que tenía al lado me llamó en seguida la atención. Se alumbraba con una torcida de pringue y tenía alrededor, como en tenderete de moro, toda clase de frascas, tapones, embudos y aguardiente, que no había más que oler. No me resultó mala cama la arenisca del suelo y dormí a gusto.

Por la mañana sentí que me tocaban en un hombro y me senté de un brinco. Era el viejo.

—Dios te guarde —me dijo—. Mozo eres y fuerte, mientras que a mí los pasos ya me fallan. Pero la cabeza, no. Aquí donde me ves, soy licenciado por Salamanca, Mateo Polluelas me llamo y veo en ti muy buenas disposiciones para ventaja de los dos, por lo que quiero pensar que es el Cielo quien te ha puesto en mi camino. Acarrearías tú lo que yo hago, que ahora voy a decírtelo y nadie ha muerto todavía de mis bebidas y preparaciones, y conmigo no te iba a faltar de comer.

Se sentó a mi vera, le quitó el corcho a una frasca que tenía en la mano y me la allegó a la nariz.

—De aguardiente es —le dije.

—No lo es.

—Ni soy yo el Bobo del Palmar, abuelo. Es de aguardiente, y bien que huele a él, y que lo llevo oliendo toda la noche.

—Te digo que no, sobrino.

Alcé la frasca y me eché unas gotas a la lengua.

—¿Cómo que no? Por los huesos de mi madre, y todavía no los habrá deshecho la tierra, que es aguardiente esto y que su mucha fuerza no le roba el gusto ni le quita finura.

—Bien mozo eres —dijo el licenciado Polluelas—, y es lo tuyo dejarte llevar por lo primero que te acude. Sí que es aguardiente, y del bueno, lo que a la boca te has echado. Pero él no está más que en el cuello de esa frasca y lo demás es agua muy pura, apartada del licor por un redondelillo de vidrio que, con insípida goma arábiga y con la habilidad de mis manos, pongo donde se junta lo estrecho de los tarros con lo ancho, sin que la oscuridad y tintura del cristal consientan ver el artificio.

Me dejaron tieso el palabreo, ingenio y buenos dedos del vejancón, y me contó él que esa mercancía había de venderse en cantidad, bien lacrados los tapones y nada más que a un cliente por vez y población, tabernero o almacenero, poniendo tierra de por medio antes de que el trampantojo saliese a relucir. También me dijo que le daba al comprador dos tarros abiertos de aguardiente fino y del de veras, para mejor hacerlo creer en los falsos y para darle más campo al correteo.

—De aquí a poco —concluyó— tendré lista una muy buena venta, hecha con mi mejor ropilla y no con la que estás viendo. Ya traté con quien ha de comprar, diciéndome comerciante en licores y que, si así lo quiere la Justa Providencia, han de traerme de Sevilla la mercancía.

—¿Y cómo habría yo, señor, de entrar ni salir en esto? —le pregunté.

—Mirarás por que nadie toque en lo mío cuando yo esté fuera de aquí, llevarás luego la carga como mejor te dé Dios a entender, me harás de criado y, hecho el negocio, nos volamos. Te daré de comer, has de cobrar luego tus buenos reales, y además voy a enseñarte a ratos unas artes de cartas que son cosa de mucho remedio si se está en necesidad.

Pan con higos frescos para almuerzo y secos para cena fue lo que Polluelas me dio y lo que él comía, diciendo ser el higo alimento de gran salud. En las cartas era rey. Andaba ya un poco agarrotado de manos por la edad, pero trataba a Doña Baraja mejor que nadie. Me adiestró en confundir a todo Cristo en la suerte de Las Tres Marías, y a ocultar y marcar naipes con piedralápiz y otras argucias más picaras que las del Retuerta. Y, aparte trampas nuevas de Culebrón, me enseñó juegos que yo ni había oído, como los del Santo Ángel y Los Hermanos Franceses, y a hacerme maestro en los de La Malditona y El Bajel. En una de aquéllas le conté al licenciado lo de las cartas que La Madre Oscura me echó en Cádiz y las figuras que tenían pintadas. Me dijo que la del redondel partido era señal de aventurerías, y que de las otras no sabía por no haber andado en quiromancias sino de mozo y poco tiempo, ya que van contra la Santa Iglesia.

En vísperas de hacer su venta, sacó a airear Polluelas una capa parda ligera y encontró en ella un roto. Rebuscó en sus alforjas un pedazo grande del mismo paño y, recortando de él con primor una pieza como bolsillo, la cosió encima del siete en vez de zurcirlo. Vi que la capa tenía demasiados bolsillos y de muchos tamaños, como para guardar un botón unos y un pan otros, y además adonde cayesen, pero tan bien colocados y cosidos que más parecían cosa de capricho que de remiendo. Me dijo el viejo, igual que si yo fuese un beato, que no había de pesarme lo que íbamos a hacer, pues, aparte de que hay que ir comiendo como sea, no éramos más pecadores que el cliente, quien haría la compra con la codicia de pagarla por mucho menos de su valor, y que quien roba a ladrón, cien años tiene de perdón.

Levantó luego los trapajos empalmados con que cubría una covezuela cavada tras su yacija, en la pared de tierra, y allí vi toda la botillería, mucha y muy lacrada y galana.

—Vete pensando —me dijo— en cómo llevarás mañana toda esta hacienda sin quebrarla y en que, al verla salir, no vayan a asaltárnosla los bebedores y canallería ignorante que aquí para.

Me inventé una armazón de tablas amarradas para mudar el botelleo. Pero antes de meterme en esa trabajera se me ocurrió que no tendría con qué hacerla rodar, que no iba a traerme cuenta arrastrar aquello con una soga por las piedras y boquetes de las calles, y que, según me hizo ver el licenciado, el comprador podría tomar desconfianza de tan mísero transporte. Rogué que me prestasen, para aquella mañana, el carrillo de mano de una huerta pegada al pinar, lo cargué con mucho tiento y, tirando de él entre el triquitrín de las frascas, seguí a mi Polluelas por Puerto Real.

—Tranquilo tú, Juanico —me decía el viejo—, que ya en Málaga y Granada y Utrera y Jerez le he sacado a esto buenos beneficios.

La taberna del cliente era como una plaza de grande, toda enlosada y alta de techos. No había allí, a esa hora mañanera, más que un corrillo en una mesa, de cuatro o cinco hombres bien portados, y vi que uno, ni viejo ni joven y con aire de extranjero, no me quitaba ojo de encima en cuanto entré. Hablaba un poco con los demás y volvía a mirarme de arriba abajo, alguna vez sin disimulos y fijándose en mi cuerpo mucho más que en la cara.

—Pruebe acá, señor, y a ver si no va a ser el de hoy un día de alegría para esta su casa y establecimiento —le dijo Polluelas al mesonero, poniéndole delante y abriéndole las dos únicas frascas de lo bueno.

Porfiaron el precio un rato mientras yo descargaba el carrillo, y al cabo se rindió Polluelas, fingiendo arrepentimiento y jurando que habrían de hablarlo más despacio para otra vez, cuando el comprador contara las ganancias del aguardiente que le estaba vendiendo ni por la mitad de lo que valía y aun sin gastos de corretaje. No cerró la compra el cliente hasta no destapar y oler otras dos frascas, que junté en seguida con las demás en el rincón donde me habían mandado ponerlas. Un gato travieso retozaba por acá y allá, alargando las manos a todo lo que veía moverse.

Entregó el mesonero a Polluelas los dineros en una bolsa y, para festejar el trato, nos convidó a una jicarilla de vino blanco y fresco; yo no quería tomar más que la puerta, porque el hombre de la mesa no paraba de ojearme. Por fin se levantó, se me vino, alargó los dedos y me palpo la ropilla sin hablar.

—Alto ahí, cristiano —le dije—, y ponga esas manos donde mejor le plazca, menos en mí.

—Si lo hago —me contestó— no es por tocar cuerpo ajeno, sino ropa mía.

—¿Cómo se entiende? —repliqué maldiciendo por adentro a La Curruca—. Estropeada anda, pero mía y muy mía es, que mis buenos dineros me costó en Sevilla.

—Pues yo digo que es mía o que lo fue —se encabezonó el hombre— y hasta le estoy viendo esa quemadurilla en la bocamanga derecha del jubón, que me la hizo un ascua al saltar del fuego.

—También yo me chamusqué ahí y de un golpe de incensario, señor —alcé la voz para encubrir el miedo, ya seguro de que aquél era el armenio mentado por La Curruca.

—Sea así entonces —cedió él, aunque nada fiado—. Me callo para que haya paz, pero no sin decir que aquella ropa de que hablo, y que llevaba yo muy atada, me la robaron de un tirón junto a un burdel de Cádiz.

—Otra ropa sería —concluí volviéndome— y otro se la robaría.

Pero, aun sentado de nuevo a su mesa, no parecía satisfecho el armenio. Viéndolo así Polluelas, ya afanoso también con la comezón de irse, se encaminó a él y le dijo muy gentilmente:

—Mire, señor, que está poniendo en agobio al mozo y que yo mismo lo vi, con estos ojos, comprarle en Sevilla esas prendas a un ropavejero, a poco de entrar él a mi servicio y con el tercer salario que le pagué. Si es menester, se lo juro por el Arca de la Alianza y por la de Noé, que el Diluvio y la compasión de Dios dejaron en lo alto del Monte Ararat.

Me pareció que sus palabras, y más que nada lo de Noé y el monte, impresionaron al armenio, que ya empezaba a sosegarse del todo. Pero en esto, persiguiendo el gato a un abejarrón que había entrado, vino a saltar de lleno sobre las frascas del suelo, con lo que una cayó y quedó hecha pedazos menos el cuello, y el agua escapó sobre las losas sin entreverarse con el aguardiente de encima. Lamentó el mesonero la pérdida de su frasca con una fiera palmada en el tonel que tenía más cerca, y ahí hubiera quedado todo si aquel puto gato de perdición, al que la calor y tanto brinco debían tener sediento, no se hubiese puesto a lamer con mucho lengüeteo el aguardiente postizo que por el suelo corría. Fue asombrándosele la vista a todos los presentes, y el mesonero contempló a su gato y le dijo:

—¡Cuerpo de Dios, Zapirón mío, que no te sabía tan borrachón! ¡A ver, viéndote en estas aficiones, cómo podrás matarme los ratones y ratas que has de matarme, según la obligación por la que te doy casa y comida!

Llegóse un hombre de la mesa hasta donde el gato se relamía, lo levantó, le olisqueó la boca y, antes de que Polluelas pudiese poner algún remedio al trance, se agachó, tocó lo derramado con un dedo, se lo llevó a la punta de la lengua y dijo:

—Agua es esto, o loco me parió mi madre.

Corrió allí el mesonero, que olió y probó también.

—¡Por Satanás que lo es! —chilló—. ¡Venga acá mi dinero, chusma puerca, que bien perdido lo tenía ya!

Se levantó el armenio y se echó a dar voces señalándome:

—¡Y a tal amo, tal criado! ¡Si sabría yo que ésas eran mis prendas! ¡A la guardia, a la guardia!

Me vi al gato delante de un pie, lo pateé y allá fue a dar por el aire en medio de los hombres sentados, maullando y desenvainando uñas. El mesonero alzó del mostrador la jicara de vino y se la estampó en la cara a mi señor Polluelas. Todo Dios voceaba y manoteaba. Yo entendí que, entre lo de las ropillas y lo de andar sirviendo a aquel ladrón, nadie me iba a librar de los cariños de la guardia ni de la cárcel luego. Me planté de dos saltos en la puerta de la taberna, cuando ya venían a sujetarme, y corrí calle alante seguido por dos de los hombres, a los que pronto dejé atrás hasta no escuchar sus gritos.

Huí del lugar por el camino del Puerto Santa María, que ya sabía yo cuál era, pero a poco tuve el buen pálpito de echarme a un lado y esconderme en unos matojos. Agachado allí y tentando el Moreno, vi a dos jinetes de la caballería de la costa salir de Puerto Real y andar para arriba y abajo junto a las casas, empinándose de cuando en cuando en los estribos para ojear el camino del Puerto. Volvieron grupas por fin, pero yo aún tardé una buena hora en moverme, no fueran a aparecer otra vez. El mozo anda un tiempo como soñando hasta que, a fuerza de empellones y soplamocos, lo enseña la vida. Me dije en mi escondite que estaba derrochando la mía en miserias, hice memoria de lo que viajeros y navegantes me llevaban contado sobre las Indias, que o te dan mucho vivir o te lo quitan todo, y quise ser uno de ellos y cabalgar, como a La Curruca, a esa mar que veía rebrillar a lo lejos por entre las chumberas y que siempre había estado dándoseme como hembra, sin que yo acabase de tomarla.

Siempre con el aquél de no ser visto, seguí un sendero que corría junto al camino sin apartarse de él. El hambre y el sueño me acosaron en la hora peor de las calores, pero ya no paré de andar hasta no dar a media tarde en El Puerto. No estaba yo para entretenimientos ni zarandajas, pero me cayeron en gusto el puente por el que entré y el río ancho con la mar al fondo.

Bajé a mano izquierda la Ribera, hasta la fuente donde toman el agua las galeras del Rey, y allí imploré limosna como dos horas entre otros pordioseros con más suerte, porque les daban y a mí no.

Las tripas me pegaban voces y ya estaba por pedirle así fuera un mendrugo a cualquiera de los que conmigo mendigaban, cuando un hombre entrecano montado en un caballo careto frenó el paso, me miró a la cara un momento y me hizo seña como de que lo siguiese. Faltóme tiempo para hacerle caso y me pegué a la cola del jaco por no perderlo en aquel trajín de gente. Me acuerdo del cielo colorado, como si hasta la mar se quemara.

Volviendo la cabeza a trechos por ver si yo iba atrás, el jinete se entró por una calle y pasó una plaza que luego pisé mucho y le dicen la del Polvorista. Poco más allá desmontó, se vino a mí y, sin una palabra, me tomó el brazo derecho y se puso a mirarme la muñeca. Tan cerca tenía yo los toqueteos del armenio a mi ropa, y la bullasca de luego en Puerto Real, que pensé: «La que me parió: ¿otro a mirarme y a sobarme? ¿No irá también éste a decir que mi pellejo es suyo y que se lo robaron?».

Notóme en alarma el hombre, me soltó el brazo como tristón y, yéndose para el caballo, me dice:

—No temas, hijo, que ningún mal ha de venirte de esto.

Se iba sin más y le pedí por todos los santos del cielo que me socorriera, pues estaba cayéndome de hambre.

Me aupó entonces a la grupa, se paró en un obrador unas esquinas más allá y me compró por el torno dos empanadas gruesas de pescada, calientes aún y con su hojaldre bien dorado. Malo me pongo ahora nada más pensar en esa hechura de pasteles, pero ni media miga de aquéllos se me fue al suelo. El jinete no parecía tener prisa; comí a dos carrillos y apoyando las espaldas en el caballo, pues de momento no podía hablar ni hacer otra cosa para que aquel hombre no se me fuese, y yo buscaba que no pararan allí sus favores.

Me vio comer con buenos ojos; tras el último bocado, le alargué el brazo diciéndole que me lo mirase cuanto quisiera, y si podía yo hacer algo por él. Respondió que no y le pregunté entonces el porqué de lo de la muñeca. Díjome que no era nada, aunque lo vi amustiarse otra vez y dejé pasar un momento antes de porfiarle que sí debía ser algo. Calló él, como costándole hablar de cosa que le pesara mucho o de la que ya hubiera hablado sobradas veces, así que no dije más. Pero me barrunté que precisaba desahogarse, pues no se acababa de ir.

Caían ya las sombras de la noche. Al cabo de otro poco volví a mi pregunta, sin forzar, y el del caballo me hizo entonces tomar asiento junto a sí en un sillar de piedra. Por Dios que fue una suerte que no anduviese yo en ningún apremio, porque, después de tanto punto en boca, abrió el hombre la suya y me saltó con todo este historión que no me esperaba:

Si quieres conocer la razón de mi curiosidad —empezó a decir— y como me incomoda seguírtela callando, has de saber lo primero que, largo tiempo después de casado y luego de haber perdido mi esposa dos hembras por serle muy difíciles los partos, tuvimos un varón hermoso. Ella es natural de Arcos de la Frontera y, al cumplir un año el niño, quiso ir allí con él para que el padre conociera al nieto antes de que su mucha edad se lo llevase.

Emprendido el viaje y más cerca ya de Arcos que de Jerez, unos cuadrilleros de la sierra asaltaron el coche de posta.

Mataron al postillón, les robaron a cuantos viajaban hasta la última prenda, dejando en cueros sin lástima tanto a mujeres como a hombres, y, después de desuncir las mulas y arramblar con ellas, uno de los bandoleros se apoderó de nuestro hijo.

Desnuda y arrodillada en el camino, le lloró y suplicó mi mujer que mirase no tentamos otra cosa en el mundo, y que cómo iba él, entre aquel malvivir de monte y de peligros, a criar y a sacar adelante al niño.

No atendió a sus lágrimas el ladrón, pero, cuando ya partía a galope con los otros llevando a la criatura debajo de la capa, volvió atrás y le dijo a mi esposa lo que no se nos ha ido ni se nos va a ir de la cabeza:

—Mujer, no temas por su vida, que se criará en casa rica y no de criado ni de esclavo, sino como hijo, y lo que nos va en ello, a mí y a mis camaradas, es la bolsa que por él han de darnos.

Dicho esto, picó espuelas para juntarse a la cuadrilla, que era ya un tropel de polvo a lo lejos, y a mi mujer le sonó lo dicho a verdadero y éste es el día en que seguimos oyéndolo.

Quise mirarte la muñeca —siguió contándome el hombre—, pues a mi hijo, que si vive ha de tener tu edad, también le tiraba el cabello a trigueño y apuntaba a alto y a fuerte, sus facciones podrían ahora ser las tuyas y, estando en su cuna con cinco o seis meses, rompió a llorar con tales ansias que, corriendo mi esposa a atenderlo toda sobresaltada, se le fue un cuchillo grande que tenía entre las manos, hiriéndose el niño con él y quedándole señalada la muñeca derecha con un garabato en herradura cejado y muy saliente, de los que el tiempo no borra.

Tuvo mi mujer aquel accidente del cuchillo por mala señal, como profecía de un destino fiero para nuestro hijo, y más lo creyó así, y lo cree, desde que lo perdimos a mano armada.

En cuanto a mí —acabó diciendo mi quitahambre—, ya ves este enfermizo desatino, muchacho: el de andar como un loco mirando rostros y muñecas de mozos altos y trigueños; de la color de los ojos no hago tanto caso, desde que un médico me dijo que muda con los años en algunos. Cuántas veces, sirviendo a mis señores y por no caer en su enojo ni en la irrisión de todos, no he debido y debo retorcerme la voluntad y quedarme sin verle la muñeca a jóvenes hidalgos y principales, de los que ellos tratan en fiestas y cacerías… Pues como el ladrón dijo que nuestra criatura iba a ser vendida en casa buena, igual me lo figuro con título de nobleza y desconociendo enteramente la verdad de su origen, que me lo veo hecho un vagamundo como tú, sin cosa que llevarse a la boca. Ahora: si Dios permite que me lo encuentre y anda él de gran caballero, con sólo verlo y saberlo bueno y sano quedaríamos conformes mi mujer y yo, cuidando de no revelarle nada por no trastornarle la vida, ni a quienes lo criaron y encumbraron, o por no vernos en el trance de que él nos repudie.

Sin mucha mentira, le dije entonces al hombre que hubiera querido ser yo ese hijo que buscaba, para mi ventaja y su contento, y que hiciera por mí lo que pudiese, al menos esa noche. Vi que mis palabras calentaban su sentimiento y, atizándolas para acabar de ganármelo, me hice ver como apenado de su pena, le dije que todo lo paga Dios y que su hijo podría recibir un día el bien que el padre hiciera ahora por mí, que iba a estarme pendiente desde esa noche de todas las muñecas derechas de España y que, como dicen que el mundo es un pañuelo y andamos por él a trompicones, si alguna vez me daba con su hijo no iba a dejar de pedirle que fuera a verlos o, como menos, les mandase carta.

Para mí que pude ahorrarme tanta parla, pues ya andaba mi hombre dispuesto a echarme una mano. Me dijo ser mayoral de las caballerizas del duque de Riarán, nombre que me sonó mucho, y que, por habérsele hecho tarde para dejar el caballo en su establo, lo llevaría a pasar la noche en otra caballeriza del duque, donde también podía quedarme yo. Al mañanear, vendría él de su casa, recogería el caballo y haría por encontrarme un acomodo con el que bandearme y comer.

Vi el cielo abierto, bachiller. Volvimos a montar y el hombre puso riendas a la caballeriza, que estaba ocho o diez casas mas allá, frente al huerto del convento de las Madres Marías, y toda hecha alrededor de un patio entre empedrado y terrizo, con una morera en medio sobre un pilón muy largo, una parra a un lado y muchas puertas, ya cerradas a aquella hora.

Apenas llegar a la cuadra, me eché en la paja de las bestias más gustoso que el sultán de Salé en su cama de oro, y mi amparador alivió del aparejo al corcel, me levantó y me mandó llevarlo a beber al pilón. De vuelta a la cuadra torné a acostarme y, a poco, el animal volvió y se echó a mi vera.

—En buena compaña te dejo —me dijo el hombre al despedirse—, y, para que lo sepas, El Honrado me dicen y por tal me tengo.

Me despertaron, con el sol, el pataleo y los resoplidos de borricos, caballos y mulas, que también había muchas por allí, gordas y lucidas. Ya andaban por todas partes a sus faenas mozos y yegüerizos, con unos cuantos esclavos moros meneando escobones. Me acosó un preguntón y luego otro, pero, después de mentarles yo al Honrado, nadie volvió a malmirarme, y menos cuando él se apersonó y dijo que yo me quedaba allí y que me tratasen como a uno más. Antes de llevarse el caballo careto, mandó El Honrado que me guardaran manta y un rincón en la cuadra para dormir, me encomendó a los capataces, hice luego cuanto ellos me encargaron y, al llamar a comer una campana, me vi por delante mucho pan y una olla de nabos y tocino, de las de cucharada y paso atrás, que no se lo creían mis ojos. Después del almuerzo oí a una mujer llamar a otra muy seguido, mirando para una ventana a la que subía el tronco de la parra.

—¡Anica! ¡Anica!

Nadie se asomó ni contestó. Un capataz hizo callar a la que voceaba, riñéndoselo muy ásperamente. Otro, más muchacho, le dijo a la mujer medio riéndose:

—¡Déjala ya a Anica! Si la luna bella no te responde, será que está con su dueño el sol.

—¡Tomasillo, tente esa lengua o acabarás tragándotela en la horca! —saltó un mozo de mulas entre alarmado y enfadado.

Me extrañaron esos dichos, se me ocurrió que podrían ser de algún enredo o tapujo de judía o de morisca, y me volví a mis faenas.

En unas pocas semanas aprendí a lustrar arneses y sillas, a forrajear, cepillar y aparejar las bestias, y a hacer de mamporrero ayudando a entrar lo que del caballo tiene que entrar en la yegua, a costa de llevarme tal patada o cual mordisco, como me los llevé.

Lo que es caballerías, de todas las había allí, de tiro, carga y labranza para las tierras y las viñas del duque, aparte las caballadas de raza. Ésas se criaban calle de Los Cielos muy alante, en unos establos ya en el campo, donde El Honrado se pasaba todo el santo día, aunque no sin llegarse, más tarde o más temprano, por las otras cuadras.

Aparte su fama de padre de los pobres, del duque se contaba y no se acababa. Supe que aquélla no era ni siquiera la mayor de sus caballerizas, y hombre él de tantos títulos y papeles que no sé cómo no lo mataba su peso; y me dijo El Honrado que el bisabuelo o el tatarabuelo del Riarán fue quien encaminó hasta los reyes de España al navegante que dio con la América. Oro sobrado tenían los Riaranes como para costearle el viaje, pero les pareció mejor que fuera el Rey quien se adornara con el marimoñero del embarque aquel.

Eché a dormir el Moreno y la baraja y a todos tuve contentos, porque yo lo estaba viéndome la barriga al seguro. Sopas canas por la mañana; al almorzar, la olla de nabos o un lebrillo de gazpacho con todos sus avíos y buen aceite, y, por la noche, tu pan de hogaza, cuanto quisieras, y medio huevo cocido o tu raja de queso, a ver quién va a pedir más. Ni Dios comía así, y los de una tonelería de al lado, que era de un genovés rico, no hacían más que suspirar mirando nuestras viandas.

Se me fue lo que quedaba de calores, y luego el otoño, el invierno y la primavera, con la sola picazón de faltarme la mar, que la seguían mis carnes echando de menos y pidiéndome el cuerpo un barco; presentía que allí tampoco me iba a quedar, y menos siendo El Puerto buena salida para navegantes. Cumplía con mis trabajos pero, aun sin darme cuenta, siempre que podía tiraba para la Ribera del río y por toda la marina. Husmeaba la pesca y el viento, hablaba con la gente de mar, les escuchaba sus travesías, sus naufragios, sus cuentos de piratas, que por ese tiempo llevaron diez al Puerto, franceses, a matarlos. Y, como tonto con la boca abierta, hasta les envidiaba la soltura y el rumbo a las bandadas de pájaros, altas y derechas qué sabía yo para dónde: loco en el fondo por juntar cuatro ochavos y andar a lo primero que saliera. Robar y jugar no quise, por no echar a perder lo que tenía si se me daba malamente.

Bien metido ya en otro verano, me mandó un capataz, un tartamudo de Los Varales con la cara como estrujada, ir a un lugar de la Ribera donde me esperaría una barca para hacer un mandado con Anica, que ya la tenía yo en la oreja y de muchas veces, sin haberla visto ni saber de ella. Era cosa de acarrear entre los dos a la caballeriza una partida de pescado, que otros se llevarían a las cocinas del duque y que había de pesar lo suyo. Sobre todo, para manos fi-finas como las de A-Anica, me tartajeó el hombre, y que después no fuera yo hablando de haber estado con ella, cosa que me chocó.

A unas tres horas del oscurecer, llegué al sitio: allá estaba la barca, corta y sin vela, de proa en la orilla y con el culo vuelto a los pinares de la de enfrente. El barquero, un viejo muy trabajado por la mar, se echó a reniegos en cuantito me vio, primero con no sé qué de que iban a terminar hasta llevándose del Puerto las galeras del Rey por causa de la barra del río, cada día más atrancada de arenas y fangos. Y luego las tomó conmigo por las buenas, diciendo que a quien él esperaba era a la Anica y no a mí, que dónde estaba ella y que por su tardanza habría de echarle a los remos unas fuerzas que ya no tenía él, para no vernos a la vuelta arrastrados por los remolinos de la marea. Me hablaba feo y le contesté con igual música que no sabía nada de Anicas ni Antoñicas, que se guardara las quejas para ella y que si yo estaba allí era porque me lo habían mandado. Sin darle lugar a porfías, me senté en la barca frente al viejo, siguió él rezongando y gargajeando, y yo tendí la vista hasta donde me alcanzara.

Eran de ver el blancor y buen porte de las casas todo al largo de la Ribera, los muchos caserones, iglesias y palacios que estaban levantando o arreglando en El Puerto y, allá por entre los árboles, del Castillo al puente, la de carros, calesas, carrozas y gentes de a caballo y a pie, el hormigueo que rebujaba, pasada ya la hora del bochorno, a comerciantes de Indias con metedores y busconas, a esclavos y a capitanes de tierra y mar, a señorones con la frente por las nubes y a pedigüeños con las rodillas por tierra en feria de manos y de llagas, sin ni mierda en las tripas ni otro pensamiento que el de quitarse de encima la muerte, día por día.

En el río, contrimás cerca del puente, más chicas eran las naves. No muy allá de la barca, bajaban pescado de dos; otras dos mayores, de portugueses, cargaban sal y toneles de vino que rodaban retumbando entre vozarrones, y por la parte de la mar eran mucha vela y mucho palo los que andaban o estaban a fondeo. Vi las galeras, vi hacia la barra galeones, un navio grande de guerra, bergantines y una urca barrigona yendo más despacio que un galápago. Popa arriba en un salinar seco, enfangada hasta medio casco, se pudría una carabela de las antiguas.

Y a su derecha, sobre una lengüeta de arena adelantada en el río para que se vieran bien las horcas, colgaban dos almas benditas, cosa de la que, según me veo ahora gracias al puto alemán, mejor no me hubiese acordado. Miré un rato a esos hombres muertos, con las gaviotas posándose en ellos y dejándolos, igual que si fueran estacas, y luego entorné los ojos a ver si divisaba entre los bajeles las torres de Cádiz, que desde allí me habían dicho se vislumbraban al lejos, pero que no llegué a distinguir. Me levantaron ganas las bullas, ahogadillas y salpicaduras de los niños bañándose en cueros por entre las lanchas; yo también era un hijo de la mar y, con la calor y el antojo, poco me faltó para echarme al agua.

Estando en éstas, vi aligerar el paso por la orilla a una muchacha que se acercaba a la barca entre silbidos y chicoleos de los marineros. Llevaba dos canastas grandes. Apenas verla, jaló el botero del rezón, con lo que ya anduve seguro de que era Anica quien venía. Le aprecié en seguida lo gentil de la figurilla, el paso menudo y, ya de cerca, la cara, salada y seria a un tiempo. De mis años ella, o poco más, me pareció desde que le eché ojo una niña muy mujer o una mujer muy niña, y así la vi ya luego siempre, con el aquél de esas dos edades. En el pelo negro, dos o tres canas eran como una equivocación o como otra de sus gracias, y los ojos castaños, algo tristes, quemaban los corazones. Reparé en que me estaba quedando tan quieto y empavado al verla como cuando lo de La Curruca, y, con todo y con eso, empecé ya a darme cuenta de que era otro bullir el que sentía, bien diferente de mi embobamiento en la Caleta de Cádiz con la linda puta del Chantre.

No más pasar la borda y ponerse la barca en la corriente, me dijo Anica, muy suave, haberme visto más de una vez desde su alcoba, por la ventana a la parra del patio, y que yo le parecía gente de bien; para mí que esto me lo dijo por sacarme de mi achantamiento. Le pregunté:

—¿Y cómo no te vi yo, de día ni de noche?

Contestóme que su puerta caía por la plazuela de atrás, le repliqué que, aun siendo así, me era raro no habérmela encontrado nunca por la calle o en la caballeriza, y entonces se quedó como contemplando la tablazón de la barca, con una carilla medio pesarosa.

Ni en el paso del río ni a la vuelta volví a mirar lo que no fuera Anica. Caí en que lo que en otras hubiera sido flacura y cortedad de carnes, era en ella, como sus dos canas y media, cosa de garbo y hermosura, cuando pechos apenas si tenía. Casi arribando a la otra orilla, le pregunté si nació en El Puerto y me dijo que no, pero que se sentía y era de allí porque allí la habían llevado con cinco años los padres, muertos hacía tiempo. Vine a saberla francesa, de un lugar que cae cerca de la mar de Vizcaya y le dicen El Nantes, donde ella me contó que hacen una seda muy fina. Me salió solo de la boca:

—Se te ve el nacimiento, porque una seda eres.

Se coloreó como una guinda y sus miradas a mi persona ya no pararon y me fueron sacando de quicio, que al que en amor entra se le van las cuentas.

En la otra ribera, el barquero orilló el Bosque de los Conejos y pasó a la Isleta, donde nos esperaba un lanchón de pesca varado. Dos hombres nos llenaron las canastas de sábalos, lenguados, corvinatas y pescadas, con un mero grande que ya no cupo en ellas. Lo llevé a duras penas con una de las canastas, hasta lastimándome la mano derecha por su peso y la mala postura, mientras que con la izquierda cubría una mano de Anica, sobre el asa del otro cesto.

Mucho más trabajosa fue la vuelta del río que la ida; el empujón de la bajante estaba ya en todo lo suyo, y el barquero, que en eso tuvo su razón, se las vio malas y hubo además de dar un rodeo grande para que las corrientes no nos llevasen ni dejaran lejos de donde habíamos salido. Tenía yo a Anica enfrente muy callada, mis rodillas rozaban las suyas en el bamboleo de la barca, y con aquella cara y el mero a su vera, me estaba pareciendo el propio retrato del santo ángel Tobías con su pescado, el que está en San Juan de Dios. Se le iban los ojos a mirar el agua, así contristados según te dije, o se venían a los míos de repente, yo diría que llamándolos, y tan sacudidos andábamos los dos por el mismo tirón como la barca por el poderío de la marea.

Me levanté sin pensarlo, me hizo sitio en su banco y le eché un brazo por aquella cintura que se quebraba de estrechita. El sol ya se había puesto. Le pasé una mano por el pelo y, cuando me acercó ella la cabeza, con el hueco de la mano le abarqué la coronilla. Era chica como la de un pájaro y eso me encampanó los deseos. Sin poder aguantarme, le toqué y alcé con dos dedos su barbilla, llevé su boca a la mía y nuestras lenguas se gustaron. Rompió el barquero a maldecir a media voz, pero, aun oyéndolo, no lo oíamos. Lo escuché ya en tierra, cuando, habiéndose retirado Anica a orinar, me masculló el viejo:

—Bribón, mira en lo que te metes.

Volvió a su barca y ya no lo vi más, aunque saber de él sí que supe. Para mi desgracia.

El camino a la caballeriza fue largo, por la carga y también porque quisimos, pues la soltábamos yo y Anica a cada cuatro pasos, no tanto por descansar de su peso como para topetearnos y besarnos y abrazarnos por lo oscuro, que, aun con todas las ternezas y sentires, me llegaba a mí el envergue hasta el ombligo, pues lo cortés no quita lo valiente; y los dos seguíamos ni viendo ni oyendo a los que pasaban. Cerca de la caballeriza, me tomó las manos Anica y me dijo que echase a un lado lo ocurrido, aunque ella no iba a olvidarlo de un día para otro, y que no habríamos de vernos ya para que no me cayese encima cualquier daño.

—¿Casada eres? —le pregunté.

—No lo soy, pero tengo compromiso y cárcel mayores que si lo fuese, no quieras saber más.

Poniendo la vida, aún estrechamos largamente cuerpos y bocas.

Me dejó Anica su canasta en la puerta, se marchó y le puse a los pies todo el pescado al capataz tartajoso, que andaba en ascuas porque no aca-cabábamos de llegar, y que mandó a dos hombres llevar la carga al momento donde había de ir.

En toda la noche no pegué ojo más que a poquitos; me levantaba a mirar y a remirar, por la puerta de la cuadra, lo que de la ventana de Anica dejaban ver las ramas de la parra, y ni sabía qué me había entrado por el cuerpo ni he vuelto a sentirlo. Cerca del alba ya, escuché pasar la calleja un coche con dos caballos, y luego lo oí pararse por la plazuela de atrás. En la ventana de Anica se despabiló una luz, que no duró mucho. Después, oí el látigo y los arres del cochero, y el resonar de los cascos y las ruedas.

Me volví a echar, mordiéndome los puños, y al otro día, apenas darme con El Honrado, me aparté con él. Le hablé del mandado del río y, haciéndome el bobalán, le pregunté quién era aquella Anica. Lo vi extrañarse. Quiso saber si no estaría yo confundido de mujer o de nombre y, en sabiendo que no lo estaba, guardó silencio un trecho y después me habló de otras cosas. No me conformé yo con todo eso y, entre los empellones del sentir y las impertinencias de la edad, me fui creciendo y escarbándole sobre Anica, hasta que su buen entendimiento vino a caer, como yo no quería, en mi tirón por ella. Sin perder tiempo y bien clarito, me dijo El Honrado entonces que esperaba con toda su alma no fuera yo a haber dado en amores de esa Anica. Le contesté por qué no había de ser así, lo vi alarmarse y me respondió, pesando las palabras:

—Quien mucho tiene y más puede, la apartó de nosotros, que no hemos de verla ni de hablarle. No me entra en las mientes cómo se le ocurrió a ese botarate de capataz encomendarle tal trabajo y sacarla de su casa; se lo pediría ella, y muy sin gente tuvo él que verse para hacerlo: aun así, hasta azotado podría acabar. Deja correr el agua que no has de beber, Juan. Mozas las hay a cientos, y ya me callo.

Pero tanto le rogué valiéndome otra vez de su buen ánimo para conmigo, y tan encabronado y dolido me vio, que pensaría iba a ser peor el remedio que la enfermedad, conque acabó contándome lo que me costaba creer o no quería yo creer.

El enredo llevaba colgando unos dos años, desde que en una de sus visitas a la caballeriza, que iba de higos a brevas, vio el señor duque a Anica y, desde ese punto y hora, ya no vio nada de lo que había ido a ver, como yo en el paso del río, hijo. Se aquerenció de ella tan pronto y con tal emperre que, ya al otro día, hizo disponerle vivienda aparte y mandó a dos criados para que Anica dejase sus trabajos con las mujeres de la caballeriza y se mudara a los aposentos de la casa de junto, sin puerta al patio. Le prohibieron pisarlo, y a todos que la vieran o le hablasen, y un hombre muy de la confianza del señor, que había andado sirviéndole en las guerras de Italia, se fue a vivir con ella como guardián.

Nadie podía contrariar esas ordenaciones, y menos estando Anica sin familia, deudos, compromiso ni donde caerse muerta. Me hizo saber luego El Honrado que el duque tampoco iba a verla allí, y que el guardián, un hombre alto que lo conocía yo de verlo por la calle, se encargaba de la comida de ella, de llevarle la ropa a lavanderas y de que no le faltaran ni sesos de mosquito, sin que tuviese Anica que sacar un pie de su puerta más que a misa de alba los domingos y fiestas gordas, y acompañada por su custodio.

Hízoseme raro, y hasta me enfadó, que aun siendo vigilancia de mayor respeto un hombre, y más con pujos de militar, el señor hubiese confiado su querida a las manos de un varón y no a las de una dueña. Se lo dije así al Honrado, y me contestó:

—Igual me pregunté, Juan, hasta que vine a saber lo que otros ya sabían, y es que ese hombre vive bajo el techo de Anica, solos los dos en la casa, porque guerreando él junto al duque en uno de los levantamientos de Nápoles, vino un escopetazo a herirlo tan curiosa y malamente en sus partes de varón que lo dejó inválido para amores de por vida, y sin la mujer, que le huyó a pocos años de volver él al Puerto.

Al término de esa misma mañana, averiguó El Honrado y no dejó de contarme que, si Anica pudo bajar al río, fue porque sus ganas de salir se juntaron con el poco meollo del capataz de Los Varales y con una ausencia del guardián, que llevaba dos días en Cádiz donde se le había muerto un hermano. Por lo mismo de verlo tan infeliz, el vigilante le pidió al capataz tartajoso que le echara un ojo a Anica mientras él estaba fuera, y le salió el tiro por la culata.

Ya conocía yo, como todo El Puerto, que el señor de Riarán era hombre de brío, casado con vieja de tantos o más títulos y dineros, y que la gente se hacía lenguas tanto de su genio torcido como de sus bravuras y sacrificios en las campañas de Italia y Flandes, y de su buena mano para con el pobrerío, sin pregonarla, y para aquel Puerto donde no había nacido pero sí había aupado de poblachón a ciudad, que lo era ya hasta en los papeles de Su Majestad. Se contaban destemples, manías y ensañamientos del señor, y en seguida salían a relucir méritos que tampoco eran mentira, y lo de ser un padre de los pobres. Sacábanle trapos sucios y nunca faltaba quien dijese: y el Hospital, qué; las dos iglesias nuevas y las casas de labor y la Lonja, qué; el cementerio y el Cabildo nuevos, qué: las fiestas del Día de Santiago y la comida del Jueves Santo, qué. Y todo eso andaba siempre como en lucha con lo otro, con aquel soberbión y aquellos arranques del duque cuando se veía en ofensa o le daba por verse, que le pasaba a cada dos por tres, me dijo El Honrado, y eran muchas cosas de las que tomaba agravio porque todo, cielos y tierra, tenía que regirse, portarse y cavilar a su manera, en lo grande y en lo menudo.

Llegaba la fuerza de su mano desde el Rey hasta el Papa Santo y, mirando por que no le destiñera la honra, se había ido haciendo saber en la caballeriza que cuantos vivían en ella, esclavos o criados y varones o hembras, iban a tener castigo si el retiro de Anica y su porqué llegaban a andar en boca de la gente. De un mozo de mulas en sospechas de lengüilargo hablaban unos de que había pasado a Granada, y otros decían que a la sierra de San Cristóbal como porquerizo de un tal Efrén: en la caballeriza, nadie había vuelto a verlo de la noche a la mañana.

Ya al irse, concluyó El Honrado diciéndome pesarle no haberme avisado antes de todo ello, pero que con lo dicho bastaba y sobraba, y me fui a mis menesteres después de tragarme tan malas nuevas como mejor pude y de jurarle que, en bien de mi pelleja, no iba a dejar de hacerle caso. Tan bien se lo hice, que aquella misma noche me acosté con Anica.

De eso tampoco va a olvidárseme ni un instante, así viviera cien años. Ni por pienso podía coger el camastro; iba como ánima del purgatorio de un lado para otro de la cuadra, tropezando con las bestias dormidas, y por fin me eché al patio. Pegado a sus paredes y contra mi voluntad, o como si lo estuviera haciendo otro y no yo, los pies me fueron llevando-llevando hasta el de la parra. Me encaramé por ella, toqué en la ventana muy quedo.

Digo yo que hay cosas, mi señor bachillerito, que no valen para contarse, porque las dejan en cuatro manchas la tinta y hasta la voz. A ver cómo va su merced a escribir lo que me entró por estas carnes cuando, estando en el temor de un traspiés o de que la parra se tronchase, se abrió la ventana sin ruido, me rozó la cara un mechón de Anica y sus brazos me arrodearon. Salté a la alcoba y la tomé en los míos. En las niñas de aquellos ojos estaba mirando mi ruina y me traía sin cuidado verla. Ella se me apretaba sin hablar.

A oscuras y de puntillas fue Anica a echar el pestillo de su puerta y me llevó a la cama, que esa noche y las que vendrían no nos sirvió más que de banco y eso con mucho tiento, pues crujía la maldita como un barco y el guardián estaba abajo, aunque me dijo luego Anica que dormía en siete sueños.

En el suelo nos acostamos y ya esa primera noche, como luego en todas, nos juramos que aquélla era la última. Pero yo volvía a la ventana, y ella a abrirme, y no lo podíamos remediar, tanto o más ciego el uno que el otro. Lo de La Curruca, que tan bien me supo, se fue quedando en poco y en nada, pues con Anica al gusto se le juntaba el sentimiento. Un disloque. Aquel cuerpo flaquillo encontraba las fuerzas de un león en la calentura de los amores y me volvía a mí león, palomo, qué sé yo: dueño de ella como se dice, eso más que seguro, y ella de mí, y qué verdad es que los peligros agrandan los quereres en lugar de amenguarlos. Verla, y ya me crujían los tuétanos. Más que todo, me traían loco aquellos pechos tan chiquitos, que cómo iban a valer para amamantar criaturas ni para nada. No valían más que para herir a hombres.

Supe en cuchicheos, sentados en la cama o echados en el enlosado del suelo, que, según me olí, el coche que había oído a la madrugada, era por ella por quien iba: dos noches en semana, tres alguna, y antes del alba siempre. Zamarreaba el cochero la puerta de la casa para avisar al guardián, y pegaba luego con el látigo en la otra ventana de Anica, la que daba a la plazuela. Atosigada por el vigilante, tenía ella que vestirse y salir aprisa, y el coche tiraba derecho por la Calle Larga a una quinta en el camino de Jerez, más para allá del convento de La Victoria, donde el señor la esperaba solo. A media mañana, el cochero volvía a dejarla en su casa.

No era Anica entonces hembra de andar guardándose las cosas, y me dijo que el verse tan forzada la tenía en más encono al duque del que hubiera podido tenerle, pues era hombre agradable y varón de gusto pese a sus cincuenta años largos; la esposa pasaba de setenta. Fui sabiendo mejor de los arrechuchos rabiosos del señor, y que en uno había herido de su mano y en público a un negro; fui conociéndole las vueltas y poderes para que nada torciera su voluntad, y temblábamos, y llegaba yo pronto y me iba pronto, y aquella noche sí que era la última. Pero de decirlo no pasaba, porque las ganas del bicho amor me quitaban de encima las sufrideras del bicho miedo, y, con los días, le tomé un pie a la parra que ni a la escalinata del Cabildo.

Mujer y todo, Anica me parecía más valiente que yo; nerviosa conmigo, eso siempre, pues casi más la asustaban las patochadas de mi poco saber que la cuerda floja en la que andábamos. Fui un domingo a los toros y cañas, y a las dos noches le dije que, hasta de lejos como había visto al señor en la fiesta, me pareció tan sonriente y gentil con todo el mundo que ya no me entraba en la cabeza mucho de lo malo que hablaban de él, y que eso me daba alivio por mí y por ella. Le andaba pasando las manos y le sentí temblar las carnes. Tardó un poco en hablar:

—Él es muchos hombres, y allí viste al mejor, mi tonto.

Lo que sí me dio por bueno Anica fue el lado rumboso del Riarán, y una noche me regaló, besándola primero.

Y una espuela de oro morisca que él le había dado y que había de valer de cinco escudos para arriba. Le dije si su falta no iría a ponerla en aprieto, me contestó que eso no era cosa mía, sino suya, y esas palabrillas me pesaron porque entonces tenía por mío lo de ella. Pero no quise llevarle la contra.

Pocas noches después, pegó en la ventana el látigo del cochero cuando, deslomados por los amores, nos habíamos quedado dormidos.

Bueno será contarte ahora, hijo, que aunque el celador de Anica se hallaba inválido según te dije, y además tenía mandado no pasar la puerta de ella, lo empujaba el vicio de subir la escalera y mirar por el ojo de la llave, el gran puerco, seguro que con la ilusión de verla desnuda y aprovechando sobre todo las llegadas del coche, con el achaque de darle prisa. Sabiéndole esa maña, mi Anica ponía allí un trapillo, pero él lo echaba abajo desde el otro lado de la puerta. Acabó ella por reñirle los mironeos, y el guardián le decía que ya no iba a pasar más. Perro viejo, abusaba del corazón de Anica y, sabiendo que no haría al duque sabedor de su falta, seguía y seguía en sus trece.

Conque la madrugada en que el látigo nos despertó, corrió Anica antes que nada a poner el trapo en la puerta, aun desconfiando de que durara allí, y yo, con el corazón entre los dientes, rodé en cueros abajo de la cama y me encogí contra la pared como caracol en su cáscara. No dejó Anica de avivar la llamilla del candil, por no levantar sospechas, pero se vistió, y peinó y calzó con tanta presteza que ya estaba saliendo cuando su celador subía la escalera para aligerarla. Apagó la luz ella, cerró la puerta llevándose la llave, pasó al coche y yo volví a mi cuadra parra abajo, a tiempo que empezaba a clarear.

Entre esos trabajos y los de la caballeriza, entre esos gustos, ansias, ternezas y sofocones, fueron corriendo los días, y la costumbre acabó por limarme los miedos, también porque ya no subía tanto a la alcoba de Anica después de aquel sobresalto del coche. Pero mira que, a las dos o tres semanas, se presenta El Honrado casi de noche, se aparta conmigo nada más llegar y primera cosa que me suelta:

—Estás perdido.

Le pregunté de qué me andaba hablando.

—Bien sabrás, desgraciado, por dónde van los tiros —me contesta.

Y me dice saber de buena tinta que aquel mismo día, después de mucho y a lo mejor en espera de una recompensa, el barquero del río se había salido con la suya de que lo recibiese el duque a solas. Le juró primero que con nadie había hablado del desaguisado, por no poner en evidencia a su grandeza, y luego, tan de fijo como que hay Dios, le estuvo contando mi trato en el río a Anica, con los sobeos y los besuqueos. Toda la recompensa que sacó el viejo pazguato fue la de seis vergajazos a lomo cubierto, y el anuncio de veinte a descubierto si volvía con tales insolencias o iba comentando el lance. Pero su noticia fue a juntarse en mala hora con otra de un papel sin nombre y a la que el señor no había prestado oído en principio, tomándola por mentira cobardona de rufián, como las que recibe la gente alta a la chiticallando. Alguien de la caballeriza debió ser quien mandó esa papela, que ponía me habían visto dos noches bajar al patio desde el aposento de Anica. Encalabrinado de segundas por el barquero, el duque empezó a dar por bueno lo que antes tuviera por embuste, y me añadió El Honrado que, o mucho se equivocaba él o ese papel tenía que haberlo mandado un yegüerizo, un tal Simón que estuvo cautivo en Orán, de quien ya se sabían otras ruines cagadas, y que años atrás anduvo requemado de amores por Anica, saliendo con el rabo entre piernas.

—Mira —siguió El Honrado diciéndome— lo que ha venido a traerte tu mala cabeza, y malhaya la mía por haberte puesto un poco, de buenas a primeras, en el sitio del hijo que perdí. Ahora recoge lo que tengas y vete, pues no ha de esperarse sino lo peor. Y además en tan corto plazo como que ya deben haber sido entregadas a la Justicia, contra ti, dos acusaciones. Lo sé, y que de aquí a nada pueden venir a prenderte por robo y sodomía, y no valdría tu palabra frente a la de una corte entera de escribanos, oidores y jueces.

—¿Y sodomía qué es? —le pregunté.

—Pues andar en amoríos varón con varón o hembra con hembra.

Se me subió la sangre a la cabeza por lo mismo que ahora se me sube, viéndome aquí encerrado y sin causa.

—Por ahí sí que no, mi señor Honrado —contesté—. Y por lo de robo, aquí tampoco los hice. Ni en todo El Puerto.

—Así será, pero vete —me dijo—. A eso vine. Vete, porque también es casi más hermano que amigo un ayudante del señor que, con riesgo grande para él pero sabedor del aprecio en que te tengo, me vino a confiar cuanto ahora sabes. Corre ya mismo. ¿No me oyes?

Y es que ya yo no lo oía, es que estaba oyendo otra cosa. Entre la venda con que el amor de Anica me tapaba los ojos, mi desconsuelo por perderla y mi falta de mundo, iba hasta a porfiarle al Honrado que ni todos los jueces de la tierra podrían sentenciarme por cosas que no había hecho, cuando sentí por la calleja, y vi luego pasar por delante del portal, los caballos y el coche que tanto me sonaba. Puse oreja y lo escuché detenerse en la plazuela trasera: nunca había sido ésa su hora. Aún seguí entreoyendo las razones y prisas del Honrado, sin enterarme ya de ellas, hasta que, incapaz de aguantar el angustión que se me apiñaba en el pecho, lo dejé con la palabra en la boca, corrí el patio y la calle, y doblé la esquina a tiempo de ver salir para el coche a Anica y a su guardián, blancos los dos como la cera virgen.

Llevaba él la cara de quien van a pedirle malas cuentas y pasó al carruaje delante de Anica, que en su apresuramiento ni me vio. Cerró la portezuela el cochero, saltó al pescante y arreó los caballos. Vi partir aquel coche, más triste para mí que el carro de los apestados, y una sola vez, con un vocejón que llenó la plazuela, clamé el nombre de la que me robaban. Sacó entonces Anica la cabeza por la ventanilla, la volvió haciendo por mirarme y se retiró de golpe, como si el guardián la hubiera tironeado para adentro.

Iba a echarme a correr atrás, pero cuanto hice al fin fue volver a la caballeriza, donde El Honrado aún se consumía esperándome y disimulando, solo en la puerta de mi cuadra. Toda la gente de labor había sacado la mesa larga para cenar al fresco en el patio. Pasé sin mirarlos, arrastrando los pies, medio lloroso como criatura y sintiendo crecerme por los adentros la mala condición pegada a mí de siempre.

—¿Qué fue, Cantuesillo, qué hueso se te ha roto? —me bromeaban.

Al Simón, el del soplo al duque, no lo vi, digo yo que para bien. Me llegué a mi camastro, con El Honrado detrás mía, y lo primero que se me vino fue despertar al Moreno y reponérmelo en su lugar entre la camisa y el calzón. Le pasé un dedo por los filos y era como si estuviese hablándome y pidiendo trabajo. Lié en un lienzo la baraja, medio chusco de pan, la espuela de oro y unos pocos ochavos de mi ahorro, mientras, sin dejar de ojear el patio ya anochecido, me decía El Honrado:

—Dondequiera que vayas aquí en El Puerto, has de andar en peligro, Juan. Pero óyeme bien: a oriente de la Ribera, más acá del Castillo de la Pólvora, se levantan unas peñas altas que entran de la playa a la mar, y hay en ellas unos agujeros grandes, a modo de covezuelas. Nadie va por esas peñas y, por tierra, no se puede llegar a ellas en pleamar ni a media marea, de no ser bogando o a nado. Si no he sabido mañana que andas ya preso o muerto, entenderé que te refugiaste donde te estoy diciendo y haré cuanto esté en mi mano por ponerte a salvo y auxiliarte a escapar del Puerto. No te muevas de allí, y corre ahora, y Dios te bendiga.

—Y Él a vos, señor —me salió.

Me dio un abrazo, lo dejé en la puerta de la cuadra y atravesé el patio con mi hatillo sin escuchar los «¿pero adónde vas?» de la mesa. Ya estaba por pisar la calle cuando me doy de boca con tres corchetes de a pie que entraban en la caballeriza a paso vivo, las manos en el puño de las espadas y llevando el de alante una antorcha encendida, que encajó entre dos argollas a un lado del portal. Se abrieron cubriéndolo en nombre del Rey y de la Justicia, y, mandando a voces destempladas que nadie chistara ni se moviera, se vinieron para mí al verme como si llevasen mi retrato en los ojos.

Prendiéronme dos de ellos muy reciamente por los brazos, y uno tomó mis enseres y se los pasó al que parecía el capitán y venía haciendo de alguacil o de comisario, un mojarra fachendoso con un bigotón muy derecho, quien ya se había echado a pregonar mi nombre y aquellas acusaciones de ladrón y puto nefando, entre el espantado silencio de los trabajadores que cenaban. Entendí al vuelo lo que no había querido entenderle al Honrado en un rato: que si el viento llegaba en mi contra tan por la ley, igual iba a acabar conmigo sin que me valieran inocencias ni pares ni nones. El mojarrón rebuscó en el hatillo, sacó de él la espuela de oro según me estaba ya temiendo y, levantándola hasta la antorcha, se contoneó como un toreador y dijo en voz alta:

—Ésta ha de ser, y es, una primera seña de sus robos, y de que las denuncias no andan descaminadas.

Pusiéronse entonces los de la caballeriza aún en mayores inquietud y susto, que a alguno hasta se le cayó el pan de las manos, y el pánico mismo, despabilándome el ingenio que mi desgracia se empeñaba en mermar, me movió en aquel primer momento a aflojar las carnes, agachar cabeza y hacerme ver manso y despavorido como un borrego. Quise entretener mi agobio con lo que fuese y me estuve fijando en lo nuevas y hermosas que eran las botas del mojarra. La boca me sabía a sangre.

Pasaron así el portal conmigo y empezaron a conducirme por la calleja, yendo alante el capitán con la luz y sujetándome por los brazos sus dos hombres. No esperaba yo tener que jugármelas todas a un golpe solo, ni tan pronto. Pero, a los veinte o treinta pasos, el capitán paró la ronda y, viniéndose para mí, se sacó de bajo la capichuela una soga de lazo con la que, si me amarraban, ni la Trinidad bendita iba a poder valerme. Tendí las manos al lazo con la cabeza todavía más gacha y, al hilo de la confianza que mi apocamiento ya les tenía metida en el cuerpo, me revolví y zafé en dos manotones de los que me aguantaban.

Antes de que pudieran avivarse, moviéndome esas fuerzas y ese tino tan grandes que da la desesperación, zancadilleé, enzarzé y empujé a un corchete contra el otro, quien dio por tierra con una costalada de la que quedó medio aturdido, y, bajándole al primero hasta la boca las alas del chambergo con una mano, jalé con la otra del Moreno y lo mandé también al suelo de un entrisale en corto, que tuve el gusto de sentirlo encogerse enterito antes de doblar las rodillas, como si le hubiera venido un rayo.

Estorbado por la antorcha y la soga, el comisario fachenda se me venía encima pidiendo ayuda a voces, y él no tuvo que vérselas con mi fuerza, sino con mi ligereza. Si es que la llevaba, y yo estoy en que sí, ni lugar le di a airear pistola. Lo esquivé por pies Moreno en boca, amagándole el cuerpo en dos recortes, y, mientras él dejaba en el suelo cuanto en las manos le era estorbo, crucé la calleja a la carrera, salté apenas tocándolas las tapias del huerto de las Madres Marías, volé para la calle del otro lado y brinqué el muro de nuevo, escuchando a mi espalda los ladridos de un perro del convento, que se me vino atrás más tarde de lo que debió, y el campanillo de las monjas persiguiéndome también a rebato de alarma: ya estaba otra vez Juan Cantueso en sus pies para qué os quiero, bachiller.

Esa noche, lo que es correr, a ver quién habrá corrido más y mejor. Buscando las sombras y como venteándome a la legua el paso de las rondas de guardia, cogí un seguido que me dejé atrás la calle del Ganado, las de la Sardinería y Horno de Bizcocheros, y tiré para la Cruz de los Calafates por un llano donde había ido a remontas y follisqueos de los caballos con El Honrado y gente de las cuadras. Me sabía a mano derecha de la boca del río, cerca ya de la playa, y hasta no ver la mar no acorté mi carrera, que ni ponía pie en las piedras. Ya muy en descampado, oí y vi blanquear en lo oscuro las oleadas y tomé el camino costero que le dicen el del Grullo y tira a Sanlúcar, oliéndome que media Justicia del Puerto debía andar revuelta en busca mía.

Cobijé mi rumbo entre pinos, sin perder de vista la mar, y tuve que ir ya más al paso y boqueando porque me faltaba el aliento. La noche no era clara, conque me eché a la playa por no dejar de ver aquellas peñas altas que tenían que esconderme. Temí habérmelas dejado atrás, o andar perdido, pero al rato de andar di con ese cantil y me pareció mentira verlo y tocarlo. Las aguas estaban a media marea. Me metí en ellas sin desnudarme y con gusto para mis carnes acaloradas; bordeé nadando los peñones y, como a cincuenta varas más allá, pude subir a ellos por un entrante donde, puesto de pie en una laja, me llegaba el agua al pescuezo y en pleamar me tapaba de sobra.

Fui trepando y dando con las covezuelas; cuatro o cinco había, hechas por la mar y más a ras de agua unas que otras. Entré a tientas en la que mejor me pareció, me dejé caer en el suelo de arena y dormí de un tirón, sin entender ni saber más nada.

Algo después de mediodía me despertó el hambre. La remendé despegando lapas con el Moreno y echando mano de dos cangrejos mariquitas, que masqué despacio y sin dejar una uña, porque la necesidad era grande, y lo que no mata, engorda. Me aquejó luego la sed. La espanté de momento con otra cabezada, pero fue a más por la tarde hasta llegar a martirio. Fue día quieto y de mucha calor; me pensé que ni iba a dar con agua por allí cerca ni tenía que moverme de aquel refugio; un patache y un bergantín por la mar fue todo lo que vi desde el fondo de mi agujero, pues no quería sacar de él ni la cabeza. La sed no me lo consintió. Ya con el sol bajo, merodeé las covezuelas, di en la más honda con una gota gorda de agua dulce que de cuando en cuando caía del techo y, echándome cara arriba para que mi boca la aprovechase, más me enconé la sed con ella que me la apagué. Pero a la larga tuve un alivio, y acabé empinándome de puntillas para lamer la mojadura del techo.

Empezando ya a caer las sombras, discurrí que otro baño me aplacaría las ardentías, por lo menos del cuerpo, con tal de que mis labios no tocaran el agua salada, y a ella entré bien despacio, pegándome a las peñas sin nadar ni salir del entrante que te dije.

Ya a la noche, di por loco y por imposible que El Honrado pudiera ampararme, aun con toda su buena fe y allí perdido como yo andaba, donde Cristo dio las tres voces, y cavilé, con el hambre asomándoseme otra vez, tomar fuerzas durmiendo un rato más y tirar luego para Sanlúcar, adelantando a favor de lo oscuro todo el camino que pudiera. Pero no daba con el sueño y acabé sentado en la boca de mi covacha, por respirar más ancho.

Estaba rebosando la marea y el aire y la mar lisos y calientes, como de ir a saltar viento de levante; vi, muy lejos, los fanales de popa de una nave, y luego bajé al borde del agua a cuenta de unos meneíllos raros que en ella oía. Me entretuvo lo que no he vuelto a ver, una bandada grande de peces, lisas me parecieron, nadando por cima de la mar como tantas veces se ven pero, acaso por la mucha calor, sacando al aire hocicos, lomos y hasta la cabeza entera, que hacía gracia mirarlas yendo y viniendo muy tranquilas, sin más ruido que el que alguna movía a saltar. Arriba, las estrellas debían ser, como dicen, tantas como las arenas de la playa; luna casi no había. A lo mejor me acuerdo de todas esas minucias porque todas se juntaban para echarme a desengaño y darme a entender que yo era la única desgracia en medio de cuanto estaba mirando.

Ya andaba preguntándome a santo de qué había nacido, cuando escuché, muy quedo y retirado al principio, un chapotear que no era el de los pescados de paseo. Volví a mi escondrijo alargando ojos y orejas; perdí el rumor, pero en seguida me llegó otra vez, y más claro. Despacio y al largo de la playa, se acercaba al cantil una barca sin luces, y alguien, un hombre, como que hablaba en ella a media voz. En la callazón fui distinguiendo sus palabras. No me moví, ni quité mano del Moreno, hasta irlas teniendo claras.

—Ah, Cantueso… Cantuesico… Si andas ahí no temas, que El Honrado me manda… ¡Cantueso!…

Bajé, me dejé ver haciendo señas y el hombre aculó la barca a las piedras, metiéndola entre ellas con mucha maña. Me alargó una mano y salté dentro. Sin siquiera mirarlo, le arrebaté un panecillo y una cantimplora de agua que ya me estaba tendiendo, y lo escuché mientras bebía y comía.

Me dijo llamarse Antón Quiñones y ser pescador, vecino del Honrado, y compadre suyo de toda la vida y la confianza. Sirviéndose de amistades y conocimientos, me contó, no había parado en todo el día El Honrado de trotarse la Ribera y los embarcaderos del Puerto para ver de arreglarme una salida. Sabía él que, en cuanto amaneciese, iba la Justicia a mover cielo y tierra en mi busca, hasta mandando rondas de caballería por la costa y sacándome en papelones, pues, sobre lo culpado que ya estaba, le había dado por morirse al corchete de quien me abrió paso el Moreno.

Con una cautela grande y a fuerza de diligencias, se me encontró al fin embarque por un Roque Centeno muy famoso, gaditano, capitán de flotas a Indias y amigo íntimo de un hermano de mi socorredor. Centeno, que llevaba unos días en El Puerto a menesteres suyos, había ido por la tarde a hablar con el mismísimo General de las galeras, y ya tú sabes que los de arriba siempre se entienden. Le pidió el favor como para un muerto de hambre, que eso no era mentira, y sin recibir ni dar mi nombre, sino otro que El Honrado les dijo, había hecho que me alistasen de grumete en una galeota bastarda, de las fuertes.

Llevando a bordo no sé qué gran personaje, ese barco debía echarse a la mar por la mañana, hacia la famosa ciudad de Venecia, y Quiñones estaba allí para hacerme embarcar sin pérdida de tiempo. Sobre qué había sido de Anica, lo tanteé y nada sabía él, ni quién era. Lo que yo había hecho, sí.

Bogamos muy al largo de la playa para la boca del río y la barra. Vi alejarse el cantil donde tan negras las había pasado y, al perderlo de vista, bendije a toda la Corte celestial con sus ángeles y sus santos, y hasta a los del infierno. Que allí tampoco han de faltar los suyos, ¡digo!