1. Del nacimiento y crianza en Cádiz de Juan Cantueso, y de cómo conoció mujer

PAPELES INÉDITOS DE D. ADOLFO DE CASTRO Y ROSSI (1823-1898). Caballero Comendador de la Real Orden Americana de Isabel la Católica, Jefe de Primera Clase de Administración Civil, Gobernador cesante de Provincia, Individuo Correspondiente de la Real Academia de la Historia, de Número de la de Bellas Artes de Cádiz, etc. PLIEGOS 72 al 77, 1884.

… y es Suárez Vargas quien añade que, siendo ese mozo don Román de Irala sobrino carnal del alcaide de la prisión, entraba y salía a su antojo por aquellos lóbregos muros para ver a los presos y tomarles sus memorias. Consérvanse de él en este Ayuntamiento de Cádiz dos florilegios de poesías y una pieza de teatro de verso, El jardín de Diana, compuesta con muy pulcra mano y representada en el Corral de Comedias el 12 de abril de 1679, en plena muchachez de Irala. De una novela suya escrita algo después, dicen Casanova Patrón y otros estudiosos que se habló mucho y con altísimo escándalo, a tal punto que, aun sin llegara imprimirse, comprometió de gravedad a Irala ante la Inquisición, despierta entonces más que nunca en materia de libros. Despuntadas sus uñas y limada la fiereza de sus colmillos, afligía al león hispano…

1. Del nacimiento y crianza en Cádiz de Juan Cantueso, y de cómo conoció mujer

A 2 de enero. ~~~ Contigo, embustes no. De ti me fío, hijo. Y si así no fuese, igual tendría que fiarme a la fuerza, como del boticario el que está malo.

Tú repara bien en lo que es ese San Tribunal bendito y ponlo todo según nos convenga. Pero si has de quitar y de inventar, inventa y quita luego, no ahora, y que te tengan por gente honrada y por mala bestia presidiaria a mí que, aun en este calabozo y con estos pies encadenados, te diré verdad sin adobos ni afeites.

Va a pesarme, eso sí, volver a cuanto ya te conté estos días atrás. Aunque no fuera mucho. Mas como me dices que no es bueno comenzar la casa por el tejado, y que ha de quedar todo en su sitio y color, pues ea, vámonos al principio, que contrimás dure mi historia mejor para mi salud, según me has dicho también, y que ese quehacer de tus papeles podría alargarme la vida: lo que es por otra cosa, nada me importa que vaya luego a saberse que yo he estado en este mundo.

Lo que sí quiero que se sepa es que no tuve que ver, y vuelvo a jurártelo, con todo aquello por lo que vienen llamándome La Fiera, por Dios que no, esas chapuzas del puto pastelero de Puerto Chico que traen revuelta a media Andalucía. Yo no, hijo, yo es que estaba allí. Y nadita más. Que lo sepas. Y que lo sepa bien tu tío, el señor alcaide… Fíjate si no es contradiós: tantas como llevo hechas y verme aquí, en cautiverio y a sentencia, por lo que no hice.

Tú ten ojo con esos papeles; hazlo todo tal cual me dijiste y te tienes tan bien cavilado, no vayamos a acabar de paseo en el potro de tormento con el de la imprenta y, si a más no viene, hasta con tu señor tío a la grupa, aun con todas sus finezas y mandos. Y que a lo mejor él, vengo oliéndomelo en más de una cosa, ya ha empezado a saberme inocente de esos crímenes de los pasteles, maldito sea ese alemán bujarrón.

Pero vamos, vámonos ya con tu historia, que es la mía.

Entérate bien.

Mi padre, natural de Córdoba según supe, se llamaba don Luis de Cantueso, mata que dicen ser de buen olor pero que para mí fue pura peste. Yo nací cuando ya habían acabado de poner como nueva la Iglesia Mayor, donde él era clérigo.

No más de ocho o diez veces lo vi, como a mis catorce años la última, que fue aquélla en que lo dejé en mitad de la calle dando gritos de «¡al ladrón!», y hablarle no le hablé nunca. Aun así, tengo su figura muy presente, con el rostro carilargo pero de buen ver. Era hombre galán, al que parecían sobrarle los hábitos. Aseado, alto, con maneras de hidalgo, el porte alegre y una buena labia que no había más que verlo recogerse el manteo, en esta esquina sí y aquélla no, para darles palique y brometas a unas y a otros, aunque sin perder la compostura ni dejar sus apariencias. Dios lo castigue.

Con esas mañas digo yo que llegaría a arrimarse a mi madre, una mozuela del arroyo, corta de talla pero de buenas carnes, tostadilla y graciosa; de seguro que, apenas beneficiársela y preñarla, mi padre ya no quiso saber más de ella.

Soy ahora casco en desguace o leño a la deriva, las greñas blanqueando, esta zanja fea de la frente que me entrecierra el ojo, encorvado el lomo y a medio desdentar: lo que se dice empezando ya a buscar la tierra como si fuese bien anciano, aunque no he de haber cumplido más de cuarentiséis, según mi cuenta, ni menos de cuarentitrés. Pero de mozo, y de hombre en todo su brío, fui trigueño, moreno de la mar y de ojos vivos, no porque yo lo diga; despierto de cabeza, de los que calan muchas cosas antes de tenerlas vistas ni aprendidas, y bien memorioso, que eso me ha ido a más en vez de a menos. Si le caí en gracia a mucha gente, fue por salir a mi madre en el donaire, y a mi padre en la buena planta y el agrado del semblante, aunque todo lo haya ido perdiendo aun antes de llegar a viejo.

Mi madre, que vivía de lo que iba saltando, me parió en la playa grande que mira a la mar de Berbería, por donde las barracas de salazón y más allá del corral de pesca, a una media legua de la Puerta de Cádiz. Para mí que, sin un techo como ella estaba, andaría igual que las gatas, buscando donde echarse a parir, y que si acudió a esa almadraba del Conde no sería por su gusto, sino por no haber dado con sitio de más arreglo.

Ya de mocillo, me dijo un hombre del arrastre que, al escoger mi cuna, juntáronsele a mi madre lo mejor y lo peor del lugar. Lo mejor, por la estación del año sin grandes calores, entre la primavera y un verano tirando a viento de poniente, y lo peor, por el aperreo y el bullerío de la levantada de los atunes, que es por ese tiempo cuando se cogen. No quise llevarle la contraria al que me lo decía, pero eso tampoco sería malo porque, fuera de las levantadas, toda aquella parte es como los desiertos del África y anda en un desamparo grande, y más todavía para quien, como mi madre, no se crió a orillas de la mar.

Mi primer berrido en el mundo lo escucharon la arena caliente y el tinglado que en ella se apañó mi madre por atrás de una barraca, hecho con lienzos de velas rotas, palitroques y cañizo trenzado con juncos de las dunas, como nido de pájaro. Y allí se quedó luego.

La ayudó en su trance una mujer de la vecindad, pues no era sólo mi madre la que andaba al abrigo de la almadraba; no me acuerdo mucho si de invierno, pero en lo demás del año sí que vi por allí cobijos parecidos de otras y de otros, cada cual viviendo solo, nadie en pareja, y quitándose de encima por lo menos los nortes, las levanteras o el solazo.

Y aquel mismo hombre, que ya le perdí nombre y cara aunque la voz se la sigo oyendo, me contaba que mi madre me tuvo a eso del mediodía y que los jaladores del atún, y quienes están a limpiarlos y a salarlos, andaban compadeciéndose al oír las voces y lamentos del parto entre el chillerío de las gaviotas; tan cerca de la faena se había echado ella que, a no ser porque los embebía el arenal, su sangre y humores al parirme se hubieran arrebujado con la sangraza de los atunes, todavía temblones y cargados en hombros por la truhanería. De ahí me vendrá, y de aquellos años playeros, que me guste el olor del pescado crudo tanto o más que el mejor perfume de la Arabia, cuando es olor que a todos disgusta, y que tampoco me haya hecho nunca gran impresión la vista de la sangre.

En la almadraba fui creciendo, y a la ciudad no iba más que cuando le daba a mi madre por llevarme para limosnear, porque yo de chico nunca quise moverme de la ribera; por las calles me veía roto y puerco, y, de piojos, raro era que no volviese con diez docenas, mientras que en la playa, aun con aquella miseria, ni había tantos ni medran porque dicen que los mata el salitre.

Así que yo me valía de todo por no dejar mis arenas, zambulladas y zapatetas, y hasta me jugaba el comer con tal de no ir a Cádiz. Allí estaba la escudilla con la sopa boba de los conventos o, como menos, un puñado de avellanas y algarrobas, si no era de castañas pilongas. Pero en la ribera, con buscarlos más lejos de las dunas y escarbar, siempre daba con uno o dos palmitos, cuando no le echaba mano a huevos de pájaros de la mar, algún pescado de la playa o, por atrás de ella, tirando bahía abajo para el castillo nuevo de Los Puntales, a un lenguado distraído de los que orillan el verdín. Y más de una mañana tiré de un cantazo con suerte alguna gaviota, que es bocado durillo y de hervir largo pero te apaña bien el buche.

También aprendí a pescar por la mar adentro, allí enfrente de la playa, donde hay una escollera como ruinas de los antiguos, con mucha piedra cuadrada, junta y rota, todas con un agujero en el medio. Por ese arrecife, que no va nadie, entra la mar como caballo desbocado, las oleadas empujando y atropellando, y es sitio muy bueno en marisco, pero de saber andarlo, hijo. Yo le cogí el tranquillo. En bajamar, arriba de un bloque de ésos, esperaba que la oleada barriera las peñas, me echaba sobre bicho que veía y me retiraba a la carrera antes de que llegara el otro golpe, que ya lo iba viendo levantarse con el rabillo del ojo. En aguajes muy cortos, y si la mar no andaba picada, hasta aguantaba el paso de la ola agarrándome a las piedras como un ostión; de otra manera no podía coger uno de esos pescados gordos que le dicen guapote unos y otros velera, por lo largo de las espinas del lomo y el pellejito que entre ellas tiene.

Raro es que a pescado tan vivo lo deje la mar en seco. O será que, por no darle la vuelta a la escollera y como no pueden pasársela de una sola oleada, se quedan varados adrede y esperan que la ola de atrás termine de echarlos a la otra parte, ¿no? Siempre andaba yo con un canto pesado a mano y, en cuanto veía a un guapote en seco, le daba en la cabeza y lo atontaba, le plantaba una mano por donde no pinchan, para que la mar no se me lo llevase, y encaraba en cuclillas el remojón que venía, no fuera a arrastrarme también a mí aquel espumerío rabioso.

En aguas más sosegadas, un tal Cañamero me enseñó a anguar y a llamar el pescado cagando antes en la mar desde lo alto o en el agua misma, cosa que se hace con más trabajo que en tierra. Pero nunca le vi gran provecho a esa triquiñuela, y con las mías me iba mejor.

Los pescados se los llevaba a mi madre para que los aviase, y si ella no estaba, que casi nunca estaba, me los asaba yo con ramillas y juncos secos, sin vaciarles las tripas ni escamarlos y pidiéndole una brasa para el fuego a quien por la almadraba la tuviera. Si caía guapote, con medio ya me llenaba la panza. Y las carnes del otro medio las guardaba en el chozo entre pencas de tuna abiertas así a lo largo, para que no se resecasen ni fueran a mal, y por quitarlas de las hormigas. Pero esta pesca que te digo no se puede hacer sino hasta el mes de noviembre, y eso como mucho, pues ya en octubre empiezan las gaviotas a descararse, a volar bajas en la playa y a graznar porque llega su tiempo, el malo, quietas en el aire como esperando la mar brava, con los primeros vientos que entran fríos y revuelven el oleaje y ponen la escollera que ya no hay quien se acerque.

De zagal, y aun sin perderle el gusto al playerío y a estar solo, me fui aficionando a la ciudad, a las calles y luego a las mujeres, cosa que fue por cuenta principal de una hermosura que le decían La Curruca, la puta más mentada de mis años mozos.

Pero antes, y según te dije, siempre era un sofocón para mi madre el llevarme a Cádiz. Me faltaba tiempo para esconderme y ella me tenía que buscar por media playa y pegarme, y tenerme luego de un brazo, bien fuerte y sin soltar. Y yo siempre muy vivo para dar el tirón y volverme corriendo, más que nada cuando ella se distraía mirando levantar las defensas de la Puerta de Tierra, que acababan de derribar la del Secreto para hacer la del Muro y apenas si podías pasar entre tanto pedrusco, polverío, albañil, picapedrero y gente forzada a trabajos en los fosos y murallas de la Puerta: los presos en cadena a esta parte de San Roque, los desencadenados por aquélla, mucho esclavo turco, y berberiscos, y negros del todo no sé si hasta más que ahora, que los vestían allí con unos pingajos de tela blanca, como para tenerlos más a ojo.

Ya en Cádiz, me entretenían los títeres callejeros y las bullas, y más por Carnavales, y en Navidad las comparsas de negros con esas cantatas suyas del Niñu Ziquitiyu Gurumbá Gurumbá, que hasta en la Iglesia Mayor y Misa de Gallo los dejaban cantarlas. Con que todas aquellas cosas me aquietaban manos y pies, y mi madre tenía que despabilarme de un pescozón para que no menguaran las limosnas. También se me iban los ojos detrás de las naves que salían a Indias, pues me tuve creído mucho tiempo que allí se cogían los reales de oro como se cogen peras de los árboles.

En una de aquellas vueltas al pordioseo, como de ocho o nueve años yo, fue cuando mi madre me señaló de lejos al clérigo.

—Fíjate bien, hijo, que es tu padre aquél, y alégrate de que vas a salir a hombre alto y gallardo, aunque sea cura.

Lo miré malamente, porque ya iba yo sabiendo que no es bueno andar sin bautizar, cuando además él bautizaba a tantos que no eran suyos, y que lo de llevar Juan por nombre fue nada más porque se le ocurrió a la que ayudaba a mi madre cuando le llegó mi hora.

Ya al ir viendo a mi padre otras veces, y poder acordarme de él cuando quería, más ojeriza le tomé, pues aligeraba el paso siempre que nos topaba y quitaba la vista de mí y de mi madre, con el conocimiento ella y yo de que tenía mantenidas a otras barraganas suyas.

Otra mañana que lo tuve muy cerca, por Santo Domingo, escuché a un arrapiezo llamarlo «padre cura» y me dije: «¡Tate que si es padre, no lo sabes tú muy bien!».

Le tomé, en fin, tan grandes asco y enfado que, apenas emprender mis primeros aleteos de rateruelo, me hice su sombra y di en pegarme a él y andarle atrás como mosca cojonera, procurando que no me viese: fui yo quien vio hueco una mañana para meterle los dedos y jalarle de la bolsa. Nada más que nueve reales tenía cuando, en hombre de tanta soberbia, esperaba darme con un centenar. Pero un centenar me parecieron los nueve, del gusto que me dio dejarlo sin ellos, uj, y por la herejía de robarle a un cura. A los diez pasos notó él la falta y se echó a pegar voces y mangazos, descompuesto como si hubiera perdido la cabeza:

—¡Al ladrón, al ladrón!, y encima lo bañaron con una palangana de meados, por no oír en su desconsuelo el aviso de «agua va» que desde una ventana alta estaban dando.

Yo ya me había escabullido para la Calle Nueva, por entre un nubarrón de frailes que pasaban a embarcar a Indias, y los puestos de pescado y verdulería pegados a la Plaza. Medio real de los nueve me lo gasté en pan, hueva seca de atún, cecina y confituras. Los otros ocho y medio se los puse a la noche en la mano a mi madre, diciéndole:

—Ten, madre, que bien tuyos son.

Me preguntó por qué le decía eso y me callé mi boca. De la almadraba me viene lo malino y también el empuje, que, sin él, hubiérame consumido la necesidad como a aguamala en seco. Allí, igual que todo el mundo, aprendí desde que era un monicaco a mirar la mar al lejos, por si asomaban para echarse encima velas de Berbería o del inglés; allí pasé el sarampión, las viruelas, las postillas y otras plagas, sin que me matara ni el pestazo que se llevó a medio Cádiz siendo yo chico; y allí anduve con gente tan mentada que, al contarlo después, más de uno me tomó por embustero, aunque no fuese capaz de decírmelo a la cara.

Entre los forzados, que no eran muchos, conocí en la almadraba a Pablo el de Coripe y al Mediomuerto en toda su fama, y con el de Coripe hasta hablé dos veces. Por allí anduvo refugiado, como tantos, Martín Caldedueñas el Viejo, el que sale en las coplas, y fueron en collera a dos o tres levantadas El Butrón y El Gato del Perchel, que hablaba quedo y dulce como una monja. Y me estoy acordando de un Mazquiarán, vizcaíno, que cayó por la almadraba antes de irse a la de Zahara, donde creo que se las dieron todas juntas. A ése le faltaban las orejas pero era como si, en el mismo castigo de cortárselas, se las hubiesen puesto hechas bola delante de la boca, pues en el labio de abajo tenía una pelota gorda de carne que le llegaba hasta el de arriba. Al hablar, se sujetaba esa bola con la mano y contra la barbilla, que, si no, se le iba para adentro de la boca y se le peleaba con la lengua, y todo era unos ffggffarfulleos y saliveos que no podía entenderlo ni Dios. Menos de doce muertes no había quien no le echara, decían que casi todas por los nervios en que lo ponía su falta, y a ésta llegó huido de la almadraba de Conil, por ahogar con las manos a un arrastrador de Chiclana con el que tuvo una porfía a cuenta de unos despojos de atún y de un quítame allá esa ventresca.

Los que me hicieron al cuchillo y las cartas, también fue gente de muchas mientas y armas tomar, un jaquetón Tomás Retuerta, sevillano, y un Diego Pacheco, de La Isla.

El Retuerta tenía los dedos de baraja más habilidosos que estas playas han visto, pero tampoco quería ganarle nadie ni por un casual, porque no se conformaba. Hablando, no miraba más que a un ojo, no a los dos ni a la cara entera, cosa de mal barrunto y que inquietaba por lo fea, aunque era mejor que no mirara de lleno, señal de que andaba en furia y lampando por acabar con el bien-mirado. Nunca jugaba de día, sino ya con la noche aposentada, y también de noche me enseñó los tres juegos de antiguamente, quínolas, primera y carteta, y las malicias, marcas y meneos de naipes que con los años hasta le mejoré y que, con lo que aprendí luego en Puerto Real, tantas hambres me llevan quitadas. Se sentaba conmigo, baraja en mano y un vergajillo debajo del sobaco, y en cuanto yo no hacía algo bien hecho, «¡toma!», voluntad que le aprecié luego porque la letra con sangre entra. No era hombre de dados, ni a mí tampoco se me dieron nunca.

De Diego Pacheco decían que andaba sin sus partes desde los quince años, pues el señor a quien servía lo pilló retozando con la mujer y, sin dejarlos levantarse a él ni a ella, en la misma cama hizo cortarle a Diego lo que cuelga. Con todo y con eso, era alegre, y a pocos he visto más hombres. Bravatas, yo no le escuché. De él aprendí a choricear bolsas y monederos y, más, a menear el arma corta. Podía quitarte las pestañas de los tres ojos sin que te dieras cuenta, pero el cuchillo se le daba todavía mejor y tenía un reírse que, si sonaba de malas, temblaba el playerío entero. También cogí de él no pensar las cosas dos veces y hacerlas a las primeras de cambio. Las sutilezas de hurtar me las enseñó cuando buenamente se terciaba, y las picardías de pelear y herir, siempre al caer la tarde, que las entradas mortales y las de dejar señalado son las que te lleva más tiempo aprender. Supe que, al buscar muerte, no hay para qué dar en hueso ni en estorbos: le coges mano a los caminos de ella y es como clavar en arena seca.

Me tomó afición el Pacheco y no sabía yo por qué le hacía gracia.

—¡Anda, Juanillo, toma cuchillo! —me decía brincando en la playa, y amagaba el cuerpo para un lado y otro.

Las primeras veces, teniendo yo el arma y Diego nada más que un palo igual de largo, me llegaba con él en un momento a la nuez, al ombligo o al corazón, sin que alcanzara yo a rozarle una hebra. Pero a la vuelta de unos meses, ya me movía como el Pacheco, cosa de agradecerle tanto o más que la pieza que me dio antes de irse, diciéndome quererla como a las niñas de sus ojos y que, por lo mismo, me la regalaba. El Moreno le había puesto: un cuchillo con un corazón chiquito en la hoja, baqueteado y con las cachas ya a desgaste pero de lo mejor de la Italia, corto y fino y obediente que daba gloria; parecía que sabía de suyo cuándo y dónde meterse. Ya no me aparté de ese Moreno hasta no perderlo en las Indias, que fue la misma noche en que me dejaron la frente hendida y este ojo a media vela.

Mira: lo del copo atunero se hace ahora de otras maneras y han de haberse perdido usanzas de mucho gusto. En mi tiempo, se armaba un jaleo en esa playa que habían de oírlo hasta los moros de Mostagán. Ya te alegraba ir viendo llegar todo el tumulto, y levantarse las tiendas y embanderarse las barracas y los almacenes de la salazón atrás de las Torres de Hércules, que por entre las dos es por donde arrastran y sacan los atunes.

Y luego, esa almadraba se ponía como un hervidero de vendedoras, jugadores, taberneros, ciegos a pedir, frailes a lo mismo, copleros, decidores de milagros y jácaras, adivinos, zancudos, asadoras de tajadas y desechos, bravucones, putuelas y gente de música y de danza, todos como vistos y no vistos entre los humachos de las candeladas donde queman las cabezas y las espinas. Sonaban los cantares de la pesquería hasta en las galeras, que se ponen entonces unas pocas al largo de la playa y les regalan a los galeotes migas de la conserva del atún:

¡Pase Don Atún!

¡Entre Su Merced!

¡Ahí lo llevas, Blas!

¡Pínchalo, Ginés!

El mandoneo de los soldados del Conde, montados, y de los del Rey, a pie; los días de no parar y las noches de no dormir, que no se perdían más que los forzados y que pasaban al sereno varones y hembras; los tañedores de vihuela y pandero para el baile de la Zarabanda y el Antón Pintado o el del Escarramán y La Gorrona, con sus encajes, floretas y reverencias, y con sus letras en una voz linda o, si no, contenta, todo eso no se me va a olvidar, porque también allí acaricié las primeras faltriqueras y las primeras tetitas de mi vida, todavía con cara de niño pero ya con manos de hombre. ¿Qué será de toda aquella turba, para dónde se los habrá llevado el viento? Y ahora hablas de eso, o de lo que te pasó hace años, y a ti mismo te parece estar contando nada, ya lo verás tú también, bachiller, hijo: que es que los de luego, quitando a cuatro como tú, no llegan a enterarse de lo de antes y hacen bien; que son todas cosas muertas y ni uno mismo se acuerda de ellas cabalmente, maldita sea, te ves ya como un fantasma y hasta te preguntas si no lo fuiste también entonces, y es como si nada hubiera sido verdad, aun siéndolo.

Me está acudiendo a las mientes el día que se llegó por la almadraba el Conde en persona. Eso fue, creo, un año que los ingleses trajeron otra vez a mal traer a Cádiz, que los estaba viendo desde los miradores tapar con mucho barco la boca de la bahía, al aguardo de una flota de Indias en la que hacer presa. Pero no cayó esa breva. Muy poco. Muy poquito antes fue de que el Rey de España les publicara guerra, no sé si el Conde vendría a Cádiz por lo mismo.

Anunciaron su venida, en la víspera, dos batidas de soldados y corchetes de la ciudad, que mondaron la playa de pillastrones, correcaminos, sospechosos y hasta de quienes no lo eran; a mí me vieron baldeando barracas, muy zagal y que vivía allí, y me dejaron en paz. Al otro día ya estaba yo en planta bien temprano, tendiendo la vista a tontas y a locas por los arenales, como si en vez del Conde fuera a ver al propio Dios. Pero acabé la mañana y la tarde en la hartura de esperar y en el desengaño de no ver llegar a nadie ni nada. Echándose el sol se apersonó el Conde y es como si ahora, desde este calabozo, lo estuviera viendo.

Pasaron despacio, atrás del pendón, timbaleros y pajes, alabarderos, caballería, dos filas a pie de armados y emplumados que no se les veía el final, y en mitad de todo aquel cortejo, sobre una mula pastueña engualdrapada y montándola a la mujeriega con las piernas para un lado, venía por toda la playa alante el Señor Conde: un viejo escurrido, con un carnerillo de oro colgándole de una cadeneta sobre el pecho y todo de negro menos el jubón, que, aparte las mangas, estaba hecho como de cristalitos cuadrados, tintineando al viento de Levante y reflejando el sol, a punto ya de acostarse en la mar. Iba el viejo entre dos frailes rezadores con la capucha echada, embobado y mirando sin ver, como si nada fuera con él ni fuera suyo. Dije para mí: «¿Y éstos son los que mandan?».

Ya me iba poniendo alto y era más mozo que mozalbete cuando se murió mi madre, por Semana Santa y sin frío ni calentura como dicen. Yo estaba hecho a que corrieran los días sin verla, y vine a enterarme cuando ya la habían enterrado de por Dios los hermanos de San Miguel de la Caridad. Dijéronme que la muerte le había venido de repente, apenas dar en tierra unos pasos después que la dejara, en la playilla de las naos, la barca de un galeón en bahía, donde ella había pasado la noche con el piloto o el maestre. Algo malo tuvo que entrarle; no olía a vino ni aguardiente, según me contaron cuando vine a saber su fin, dos días después de enterrada.

Me dio y enseñó mi madre cuanto pudo, que no fue mucho. Alguna noche hasta me habló del temor de Dios, y eso se me quedó más, y de otras cosas de virtud. Pero como yo no las veía en ella, de poco me valieron, aunque apreciaba la buena intención de metérmelas en la cabeza, así fuera nada más que de oídas. Luego me fui acordando de su voz y cayendo en que no todo cuanto me tenía dicho era de hablar por hablar.

Como dos meses después, dándome cuenta a ratos y otros no, empecé a echarla de menos en esa almadraba donde me había criado, y me dio por ir más seguido a la ciudad y buscarme en ella el sustento. Fui tomándole el apego que no le tenía y me mantuve de lo que se terciaba. Jugué, pedí, embarqué y desembarqué a hombros pasajeros o equipajes frente a la Puerta de la Mar, y hospedé a comisión navegantes y forasteros en las posadas de la calle de Los Flamencos. Hice de mandil recadero de damas y criadas, llevándoles sus compras por los mercadillos, levanté cargas para Berbería y para Indias, jalé de bolsas y robé a salto de mata en tahonas, almacenes y puestos, peleando siempre con el hambre y siempre con el Moreno encima, tan escondido y seguro como si fuera uno de mis huesos, que ya ni el cuerpo me lo notaba. Veía y conocía a muchos, pero lo que es juntarme, no me juntaba con nadie.

El señor gobernador de aquel tiempo había quitado el toque de queda, aunque la Puerta de Tierra la abrían y la cerraban más temprano que ahora, así que, como yo me distraía muchas tardes y no podía ya volverme a la almadraba, me fui quedando a dormir por el lado del Pópulo, en un caserón grandísimo de cuando la Mariacastaña, más por el suelo que en pie y que debía haber sido como una iglesia o un palacio de los moros. Por esa parte, y entre las casas nuevas del señorío, aún se veía entonces algún paredón chamuscado, baldíos en abandono y el Castillo con tiros y agujeros del inglés, de cuando el asalto y quema antiguos, tan mentados en Cádiz.

Nada más que una mujer hacía noche en el caserón que te digo, y hombres volanderos pero nunca muchos, pues cuidábanse de no correr la voz para que aquello no se llenara ni entrase allí la Justicia, que andaba haciendo la vista gorda mientras fuéramos en pocos y no diera ese refugio en madriguera de buscados. La entrada, trabajosa y a medio tapar, ayudaba a que no se metiese allí todo Cristo. Está por atrás, retirada del paso y cegada por mucho cascote y matojo que casi no dejaban ver el portón sin puerta hecho a la moruna, con tierra y pelotes hasta la mitad. Era menester agacharse al entrar y tirar luego para abajo sin quebrarse una pierna, por lo perro del camino en cuesta, uh, y porque no le llegaba luz a los ojos hasta después de un buen trecho. Allí se ponen ya los suelos más llanitos y se va viendo un enredo de columnas, paredes a medio caer, corredores y cuartos con escombros, unos más alumbrados que otros por luz de patinillos o de boquetes en los techos y, a la noche, por dos o tres antorchas de trapos y algún candilejo de los huéspedes. Hay en un rincón un aljibe raro, con un agua hasta mejor que la del Pozo de la Jara, y también en él se echaba de ver lo mucho que había sido aquello.

A la única mujer, una vieja que llevaba allí toda la vida, le decían La Madre Oscura. Era como la dueña y habías de darle un maravedí y medio panecillo, tierno o duro, si no querías dormir en el suelo. Por ese salario, tomaba cada hombre cuatro brazadas de paja y estopa rebujadas, las que pudiera llevarse en cuatro agarres, y con ellas se hacía su yacija donde se le antojase. Todos le tenían un respeto grande a La Madre Oscura y ella entendía en artes hechiceras; dos me dijeron que por eso no había allí rata y pulga ni piojo o chinche, aun prestándose tanto el lugar y las camas, y que en cosa de amores y de muertes era grande adivinadora.

Como al Pacheco en la playa, me di cuenta de que yo le había caído a genio, y no puedo acordarme de cómo me la daría, pues la cara todavía no se la había visto. Nadie se la veía ni teniéndola delante y más parecía bulto que persona, siempre buscando las sombras y con unos ropones que le enfundaban cabeza y todo; a la hora de trincar el pan y su maravedí, no hacía más que echar fuera de esos ropones una mano como un sarmiento, a cara tapada y sin decir pío.

La primera vez que la vi de lleno fue también la última y, si no es porque ya sabía que andaba mirándome con buenos ojos, no hubiera podido yo pegar los míos en un mes, de la impresión. Se avivó de golpe una tea de las paredes y, con voluntad de que se la viera, me descubrió y levantó su cara la Madre.

De cien años tenía que pasar aquel cuero arrugado, reseco y aceituno, la nariz chafada y malcasando con una barba en punta como bauprés de navio, a la que remataban unos pelos lacios y pocos, pero largos. Mora me parecía, o más antigua; a judía no me sonó. Una ceniza de mechones le temblaba junto a las mejillas chupadas. Y no podía creerme que, en medio de todo ese estropicio, yo estuviera viendo el par de ojos negros más nuevos, grandes y hermosos del mundo, con todas sus pestañas de a media vara, almendrados y sin ojeras ni patas de gallo alrededor, que cualquier doncella de quince o dieciocho hubiera dado algo por tenerlos. Me habló y la voz también era fresca, de muchacha.

—Come bien mañana, galán —me dijo—. Junta fuerzas, pues antes de que la luna salga dos veces has de conocer mujer.

No sé por qué alargué las manos y se las puse encima de los hombros, y ella me lo aclaró como leyéndome por adentro.

—Aunque me las eches para detener el miedo que ahora te estoy dando, bien están esas manos ahí, y también si de moza fueran, porque al través de ellas siento el fuego de la juventud. Ven.

Diose vuelta y la seguí hasta un lugar estrecho y cerrado que estaba poco más allá, con un pedazo de tapiz arruinado por el suelo. Sentí allí dentro un olor muy rico a benjuí, entreverado con el de la humedad del caserón. Encendió La Madre Oscura una alcuza, me hizo sentar, se acomodó enfrente mía cruzando las piernas y sacó de entre sus ropones un pescadito de verdad y seco, una raíz con trazas de persona y la baraja más de extrañar que haya, muy grandes los naipes y con figuras nunca vistas. Tocó tres veces la baraja con la raíz y, entre carta y carta de las que me echaba, volvía el pescado de un lado y de otro, mascullando algo de un Santo Cuerpo de Alejandría. Yo andaba más en ánimo, medio hecho ya a verle aquellos ojos mozos en una cara tan acabada, pero con un roe-roe intranquilón por las carnes.

En la primera carta de mi suerte vi una cabra puesta en pie, con vestido, zapatos, pechos y brazos de mujer. Sobre la palma de una mano en alto tenía una nave, y en la otra un disco blanco que, por los rayos que lo arrodeaban, me pareció la hostia santa.

—Es la mujer que va a ser tuya pronto —me dijo La Madre Oscura— y no llegará a Cádiz de fuera, ni ahora mismo está lejos de esta casa. Date a ella como va a dársete, así no os volváis a ver. El barco que tiene en la mano declara las muchas mares que te esperan.

La creí a pies juntillas, por lo tranquilo de la voz y porque ya me había atinado en lo de no conocer mujer: verdad era que, con todo mi corpachón, aún no había catado yo cama de amores, sino andarme hocicando con unas y con otras en revolcones o toqueteos que siempre acababan en besillos y en nada. Debía estar ya casi en los veinte y decían las hembras que, justo por lo gallardo y serles yo de gran agrado, habían de andarse bien a ojo conmigo. Así que, aun buscándome muchas para hacer pillerías, todas terminaban hurtándome su abajo y aburriéndome.

Seis o siete cartas cayeron luego muy aprisa. A una, antes de que yo pudiese ni ojearla, la retiró y barajó la vieja como sofocando un quejido.

—¿Qué fue eso, Madre?

—Déjalo —me dijo—. No hay final bueno. No lo hay para nadie, y el tuyo salió aquí adelantado. Estáte a lo que tienes por delante.

—¿Cómo que adelantado? Pero ¿no ha de cogerme viejo ese final? ¿Me va a llegar pronto?

—No. Pero así te llegara tan viejo que ni pudieses moverte, igual te parecería pronto. Deja eso, que tiempo tienes. Y largo.

Distinguí en una carta un gallo negro y sin ojos encima de una bola; en otra, el correaje vacío de un tamborero, con sus roces blancuchos en el sitio del tambor y los palillos; un redondel partido, en otra; en la de al lado, una cruz hecha de hojas verdes y secas, con un niño de pecho por el aire. Otra tenía un árbol con tres ojos en el tronco y frutos de tres colores; en una de las de abajo vi una bandera con un león pintado en un libro, y, en la de junto, el sol y la luna con caras de hombre y de mujer pasadas por una flecha.

—Mucho vas a moverte en este mundo —dijo La Madre Oscura levantándose—. Y ahora vete con mi consejo de dormir bien y de hacer por comer mañana. Nada temas de los amores, que has de conocer en seguida, pues no van a quitarte, ni a ella, el contento y la libertad.

Había vuelto a encapucharse y ya no la veía, pero como al final se le había ido la voz enronqueciendo y cascando muy ligero, se me ocurrió que a lo mejor tampoco lucían ya en su cara aquellos ojos jóvenes.

Me acosté y no cogía el sueño. Tenía mis cartas como a la vista, no daba con lo que querrían decir y no me sentía embaucado por La Madre, que ni me pidió nada por echármelas. Caí dormido oyendo cantar a un gallo y mi fijación dio en figurarse que podía ser el gallo ciego de mi suerte en la baraja. Desperté bien tarde; del día que siguió no se me han olvidado ni las nubes de paso.

Me sacó de ayuno un portugués, freidor en La Corredera de otras cosas de masa y de buñuelos, que los hacía muy buenos y que, como no me veía siempre más que mirarlos, tuvo en gracia aquel día convidarme a tres, hasta con su miel y aun con un buche de aguardiente para empujarlos. Me los dio diciendo:

—Quien muito mira, poco tene. Come, come.

Medio callado ya el perro del hambre, tiré a despejar piernas y cabeza a donde los pasos me llevaran. No eché Plaza abajo pues por el largo de la marina no había quien pusiera pie, lleno como estaba de moriscos a embarque, con unas pocas familias de judíos. Aquella mañana, si no es que había allí dos millares de esas gentes, es que había tres, sentados entre sus enseres, con su tercio de soldados a celarlos y, como siempre, con mucho lagrimeo, lamento y cara larga unos y otros, porque de todos los lugares seguían trayéndolos sacados de sus casas y oficios, y echándolos fuera de España yo qué sé por qué.

Fui por donde la canal seca, de la calle de la Pelota a Puerto Chico, y salí a la Banda de Vendaval entre los destrozos de los murallones antiguos. Despacito y mirándomelo todo, me dejé atrás el molino de viento que da a la mar sin murallas delante de los Capuchinos y bordeé viñas y retamares hasta la ermita, que esa parte de La Caleta siempre me cayó a gusto desde que, siendo yo una menudencia, me llevó mi madre una tarde.

La ermita estaba abierta y el Cristo de los Panaderos medio fuera de ella, con las piernas al sol y tumbado por tierra en su cruz cuan largo es, porque la claridad llega corta adentro y había venido un señor forastero a repararle los desconchones, según me dijeron unas cuantas vecinas que estaban mirando ese trabajo.

Por el arrecife no había más que unos militares, yendo y viniendo del Castillo nuevo en la punta de San Sebastián, y una cuerda de galeotes que pasó rechinando sus hierros. Vi cuatro o seis jugadores de pelota y unos espadachines más acá, aprendiendo estocadas en la arena al pie de la Puerta Vieja, con bien poquita gente de pesca o de paseo. Sin prisa, tiré por la playa y volví luego al arrecife con la mar a un lado y otro en hora de marea baja, distrayéndome con lo que veía, dos galeras fondeadas junto a una barcaza, un galeón a medio hundir en la rompiente de Arnao, el chapoteo de las lisas por los charcos y pozas, el bullir del marisco y el perseguirse y el comerse de los bichos de la mar, como los hombres.

Sin ser leído ni escribido, ya me habían llamado la atención otras veces, por esa Caleta, tantas ruinas y señales que de los antiguos hay allí. Propia mierda somos, bachiller, hijo, y bien que enseñan esas piedras dónde acaban las trabajeras de la gente. Los paredones rotos, esos grandes que se salen del corral de pesca, ya por la boca de la cala, metidos en los maretazos y con unos graderíos al agua cualquiera sabe para qué fiestas y jaleos o qué peleas y matanzas, los mármoles caídos y otros en pura grieta y tenguerengue, los cachos en estatua de hombre y de mujer entre las peñas y el oleaje, desnarigada y sin los brazos ésta; la cabeza sola de otro; a falta de una teta y de una pierna aquélla. Y el sol y la mar y sus pájaros alegrándolo todo como si allí no hubiera pasado nada. No las cavilaba yo como ahora, muchacho, pero eran esas vejeces y esas cosas las que me andaban dando vueltas por adentro.

Entonces fue cuando vi a la mujer.

Venía con una esclava negra llevándole una sombrilla, como volviendo del Castillo y del hoguerón que guía a los navegantes por la noche. Ya la había mirado y remirado yo, más de un oscurecer, por la calle de la Carne y los callejones del Pópulo. Pero entonces fue cuando la vi de veras, y entiendo que ella a mí y no malamente, pues me pareció que, en echándome encima los ojos, ya no me los quitaba, estando tan a la vista, aun de lejos, qué poquitas ganancias podía dejarle uno a aquel lucero de la mañana. Me miré de soslayo el calzón, a tiras por abajo, y la camisa aventándome las carnes, hecha comedia de lamparones y boquetes.

De La Curruca se hablaba mucho, fue la mujer de pago más nombrada por toda la marina de Cádiz, todavía más que La Golondrina y La Maldegollada y La Collantes, y era famoso que un capitán de galeones y un caballero holandés don Bernardo, muy adinerado, hubieran muerto sin confesión en desafío por ella, a pistola uno, el otro a espada y cada cual en su duelo. También se refería que La Curruca no le hacía ascos ni repulgos al que le cayese a gusto, y que sus mañas habían embarcado para Indias, con buenos cargos, a hombres que llegaron a sus brazos con lo puesto, más pobres que las ratas.

Poco tardé en darme cuenta de que era esa Curruca a quien estaba mirando. Echándome a un lado, me paré bien serio y entorné los ojos contra el sol para mejor verla acercarse. Antes de pisar ella un puentecillo de tablas que nos apartaba, vi que se detenía como yo, sin sonreír tampoco y mirándome igual de arriba abajo, quieta. Algo le dijo a la negrita, que era también una real hembra con dos pechos como dos cántaras, y reparé en que reían juntas pero no de mí, sino por mí, por el coqueteo y el dengue. Yo estaba como fuera del mundo. Pasaron por fin el pontezuelo, entre melindres la negra, como con el temor de que se les trabara un tacón en aquellos maderos enguachinados.

Ya me veía muy cerca a La Curruca, bajo la sombrilla blanca aquel pelo color de oro, aún más claro que el mío, el cuerpo lleno, según se lo pintaba el viento contra el vestido, y la cara como de criatura inocente, con una boca chica y carnosilla como para echar a comérsela sin miramientos aun delante del Papa de Roma. Tuve el barrunto de que moverme o hablar no venían a qué, así que me estuve sin mudar postura, decir palabra ni alardear el tipo, y hasta desvié los ojos a la mar por no hacerme ver el babosón tonto de capirote. Pasaron de largo ellas, aprisa, y di el lance por perdido. La Curruca siguió para la Puerta Vieja, más derecha que la reina de Samarcanda, y no miró atrás ni apaciguó el paso. Pero la negra se me vuelve cuando ya estaban como a medio tiro de piedra.

—Zepa el rubito —me dijo— que zi un guzto zintió viendo a mi ama, también lo ez el que noj ha dao verlo. Y ella, que zuz obligazionez tiene ziempre, contenta laz deja caé para ve a Zu Merzé en la Casa del Ssantre, un cuarto pazada esta medianosse. Abajo y zin llamá al portón ni dar vozes.

Dije que sí con la cabeza, corrió ella para alcanzar a su dueña y se perdieron en la resolana.

Yo seguí quieto y como entortado. Caí en que a lo mejor iba a cumplirse la profecía de amores de La Madre Oscura, pero no era capaz de figurarme a aquella Curruca de maravilla con una puñetera cabeza de cabra, como la del naipe. También reparé en que otra adivinación de la vieja, la de que no andaba lejos la mujer que iba a recibirme, venía a molde con lo de la Casa del Chantre, el putanar de los señores, allí a veinte o treinta pasos del caserón de La Madre.

Toda la tarde anduve de nervios entre la impaciencia y el contento, pelón de ochavos, sin dar con la manera de ganarlos ni cosa que llevarme a la boca, contra el consejo de La Madre Oscura de no estarme aquel día sin comer, y recelando de que ese privilegio tan grande de la cita con La Curruca no fuese más que una burla, lo que, encima de verme otra vez hambriento, me retorcía y envenenaba el humor.

No habían dado el toque de ánimas ni rondaban aún las guardias de noche cuando, estando en esos desesperos y de acá para allá a ver qué caía, vi por la calle Juan de Andas a un gordo soberbión muy ensombrerado y engolado, con capa y vestido de los buenos. No me pareció corriente que fuese sin espada, compaña ni luces a aquella hora más oscura que clara. Andaría por los sesenta años, de los que ya no iba a pasar.

Me fui atrás de aquellos cachetes colorados y pringosos, de señorón bien comido y bebido; más arrimado ya a sus pasos, creí oír en su bolsa hasta el retintín de los reales, que es la más linda de las músicas. Caminaba tranquilo y yo en ansia; poco iba a durarle el regodeo pero ya no le quedaba en la vida más que un mal rato, con ahorro de todos los demás. Ninguna maldad se me ocurrió al principio; lo seguí sin pensar, como el hierro a los imanes.

Dejó a un lado mi gordo las tapias del huerto de las agustinas de la Candelaria y abordó la calle del Sacramento. Cerca de la del Correo Viejo y como yendo para el Corral de Comedias, tomó una calleja que podía ser la de su casa, según lo vi aflojar el paso. Lo adelanté en unas zancadas, me volví de golpe y lo acorralé contra un rincón entre dos puertas, lleno de desperdicios por el suelo.

—La bolsa y callandito.

Pareció él no extrañarse. Ni siquiera respingó. La juventud se requema con lo menos pensado y, si anda malamente, siente como enemigos a los de más edad. Al entrarle a mi hombre, ya me cayó en disgusto verle un temblique cobardón en los labios y ningún miedo en los ojos, que me miraban cara a cara. Vi que esos ojos se fijaban en mis manos desarmadas, y que a la boca se le iban yendo los temblores. Me entraron un pánico y una cólera; noté o me figuré lo que menos cuenta le traía: que le andaba perdiendo el respeto a mi muchachez y que me la iba a ganar por viejo y a no dejar que le llevase sus reales un chiquilicuatro. Nada podía haberme dolido tanto, pues el mozo en cochura es muy celoso de sí mismo, y más los hijos de la necesidad. Un sabor raro, como a sangre, se me venía a la boca.

Subió el gordinflón una mano a los pliegues de su capa, como para obedecerme, pero al verla encaminársela a un costado estirando los dedos, me olí lo que podría salir tras ellos y me dejé de pipirigañas. Encomendándome a Dios, le ayudé con la mano izquierda a apartarse la capa por arriba y en seguida volví a cubrirle con ella el pecho y también el Moreno, que lo había echado al aire con la derecha y se lo metí hasta media hoja donde yo sabía que había de hacerse.

Me siguió mirando como sin creérselo. Un golpe de sangre le entreabrió y rempujó los labios como bicho que escapa, pringándole la perilla. Entonces dijo «no» muy bajito. Luego, ni un ay soltó. Se apoyo en la pared y se fue escurriendo a los desperdicios del suelo igual que muñeco de títeres, ya sin menear un dedo.

Eché una rodilla al suelo, le jalé la bolsa y, en tomándola, sentí su mucho peso. Rebusqué más. No andaba equivocado; al costado derecho, el mango del pistolete me hizo saber que, de entretenerme un poco, soy yo el que no la cuenta, pues ya era de estos nuevos chiquitos que no precisan mecha. Me lo remetí en la pretina, tapémelo como pude con el faldón de la camisa y me guardé el Moreno luego de limpiarlo en la papada del difunto. Para la bolsa, gruesa y de cuero repujado, no tenía escondite y llevarla en la mano era una perdición si me veían. La vacié y la tiré, me repartí por la ropa lo menudo y apreté en los puños las piezas de oro y, de las de plata, las de más bulto.

Al alejarme, iba otra vez con los nervios, pero más que de susto, de alegría por mi buena estrella. No corría un pelo de aire. Tiré lejillos aposta, por la cuesta del Gitano Rico y la capilla del Beaterío, como para San Francisco, y de allí bajé sin bulla toda la calle del Rosario. Ni por el camino ni luego en la Plaza me di con nadie, mas que con Martinillo el Tonto, el de los Galeones le decían, allí solo delante del Cabildo arrastrando los pies muy despacio, bamboleándose y resoplándose los harapos porque, cuando no iba apedreado y al corre que te pillo, se creía galeón y se estaba las horas muertas remedando el andar del barco y hasta el viento en las velas.

Fuime al bodegón de Hernán, atrás de la Puerta de la Mar, busqué el banco más apartado y me senté encima del oro y la plata que llevaba en las manos. Cené media hogaza de pan, una escudilla de frijoles guisados, otra de pescado hervido y un cuartillo de vino blanco. Entre trago y mordisco, eché cuenta de la hora para la cita con La Curruca y pensé en el muerto sin reconcomio; otros sí que me pesaron luego un tanto, bachiller, hijo, y uno de ellos hasta mucho. Pero aquél y la mayoría, a qué decirte una cosa por otra. Era como si me hubiera deshecho de una cucaracha, y más cuando, después de haber corrido por Cádiz noticia de su final, lo supe comerciante rico con las Indias, edecán del gobernador y soplón de denuncias contra gente ante la Inquisición bendita.

Cenado ya, se me subió el desatino de salir del pistolete pagándole con él al bodegonero lo que me había comido y bebido. Era nuevo, empavonado con ringorrangos muy vistosos de cuerno o de carey, sino que lo de uno es el cuchillo, hijo; no llegué a perderle afición ni cuando medio aprendí en Indias otras artes de armas, con los piratas de Amaro Bonfim. Me comprometía y me estorbaba llevar aquel pistolete encima, y tampoco sabía manejarlo, así que el Hernán hubiera quedado ganancioso y yo sin el engorro. Pero me percaté a tiempo del peligro que eso podía acarrearme y pagué con lo menudo. Atendiendo otra vez la hora, supe que estaba al caer la medianoche. Volví a apretar mis dineros en los puños cerrados y salí a cortar camino para mi cita en el Pópulo; primero me llegué a la mar, fui hasta la punta del muelle chico, el que hicieron cuando vino un hijo del Rey, y tiré el pistolete al agua por donde la sabía honda, lo más lejos que pude. Me contrarió ese despilfarro, pero me quedé tranquilo.

Por lo más oscuro de las calles aligeré luego el andar, poniendo cien ojos y oídos para no darme con rondas ni corchetes, ya revueltos acaso por lo del muerto, aunque casi no había noche en que no cayesen uno o dos, igual que hoy. Seguía temiéndole a un chasco con La Curruca; ahora iba con dineros, pero ella me había llamado de limosna y ya se sabe que, cuando la limosna es grande, hasta el santo desconfía. Remonté como una sombra la cuesta de San Juan de Dios, pasé el Arco y llegué por la calle del Mesón a la Casa del Chantre, dejándome a un lado la de La Madre Oscura y el Castillo.

Mi desconfianza y mi impaciencia no tuvieron que esperar; apenas apoyarme en ella, la puerta se abrió a mis espaldas y la negra que ya te dije, en chanclas y llevando un candil, me pidió silencio dedo en boca, me hizo pasar y subió por una escalera ancha de mármol, alumbrándome el camino.

Aquella grande y muy limpia mancebía, junto a la Iglesia Mayor y que había sido un ala del Palacio del Obispo, no me sonó a lo que era y yo esperaba ver; pensé que, a lo mejor, de día llevaba otro trajín. Por ningún lado me di con lo que creí darme, con una zarabanda de mujeres y de caballeros pasándoselo entre regocijos, vinos y cuchufletas. La casa semejaba un camposanto, fuera de algún tardío jadeo o chillidito que salían de cuartos cerrados. En esa callazón tan espesa, el chirrichirri de un grillo me pareció canto de canario flauta.

Tocó la negra apenas con la yema de los dedos en una de las puertas más alejadas, escuchó, me tapó la boca y, llevándome de la mano, corrió de puntillas conmigo hasta el fondo del corredor. Desde allí, quietos en lo oscuro, vi salir al rato de aquel cuarto a un hombre que se fue sin prisa, ajustándose los puños rizados y el cinto de la espada. Cuando los pasos se apagaron y sonó el portón en la casapuerta, tornamos a la alcoba, volvió la negra a llamar y, al oír que acudían, me dio una palmadilla en la cintura y se fue con su candil.

Alguien me hizo entrar tomándome un brazo en la puerta y luego la cerró; de oscuro que estaba, si me acerco un dedo a la nariz, ni me lo hubiese visto. La mano que me guiaba llevóme hasta lo que, rozándolo primero mis rodillas, sentí ser una cama ni blanda ni dura, y lo suave de sábanas buenas. Con un miramiento grande, dos manos, no ya una, me volvieron el cuerpo y me hicieron sentarme y luego echarme en esa cama; ni para Dios aflojaba yo en mis puños los dineros del muerto y ya estaba intranquilo de no ver, aunque oler sí que olía a esencia de flores. Me rozaron la oreja unos labios, y una voz de hembra, algo ronquilla, me dijo:

—No hagas caso del hombre que habrás visto irse, porque él vino por su voluntad y pagando, y tú vienes por la mía y regalado. Espera.

—Su Señoría mande, señora —le dije así como embarullado.

Se movió la mujer y oí sus pies descalzos por la habitación. Me llegó una corazonada y era la de que, pasara lo que pasara y según La Madre Oscura me había dicho, yo no iba a quedarme allí enamoriscado ni embarrancado: que aquello iba a ser otra cosa, aunque mucho más grande para mí que para la que me estrenase. Escuché en esto un chasquido largo y la luz de la luna menguante se metió por el cuarto casi hasta la cama, porque la mujer había descorrido una cortina a la calle. Ella se apartó a un rincón en sombra, como sin querer hacerse ver todavía.

Me senté en la cama y, quitándome la ropa en dos tirones, me agaché y la puse bajo el lecho junto a los dineros y al Moreno. Fuera, por atrás de una torre cuadrada de piedra, resonaba la mar. Volví a echarme y aún pasaron unos momentos que se me hicieron horas. Luego, dejando su escondrijo y plantándose despacio en medio de la alcoba, la mujer me enseñó aquellas carnes y aquella cara que tampoco han de írseme de la memoria mientras viva. No sé en qué años andaría entonces La Curruca, muchacha ya no era, pero cara y pelo y hechuras y blancura quitaban el sentido, y su trato en cama, más.

Me dio sitio de hombre sin perder el suyo; yo era virgo cabal, mas tenía ya todo el aprendizaje de varón como hecho y en la masa de la sangre, y La Curruca supo hacérmelo lucir. Claro que fue ella quien llevó los pasos del baile. Sabía más que el Ratón Colorado y aunque yo, por vivo, me embarcara sin tardanza en este o aquel juego de placer, ella era la almiranta en echarlos a andar, ya digo que dejándome también un mando y sin siquiera hacerse la sabihonda, pues hasta me contó en una parada que dos de las posturas más gustosas las había aprendido de dos señoronas principales, a las que ella y la negra les buscaban amoríos de tapadillo y el sitio donde gozarlos sin susto.

Clareó el día cuando no me lo esperaba y, lo que es dormir, dormiríamos cosa de una hora, a eso de las cuatro sería, enredados los cuerpos y sin taparnos más que con la luna porque no hacía frío ni calor. Me desvelé entonces con mucha sed de ella, temblando, besando, tocando medio dormido todavía, cuando ya me creía harto. Le tomaba las ancas o los pechos y era como si se me agrandaran las manos y la estuviese abarcando entera, todo yo hecho manos, que bien entendí el dicho de que no hay mano mejor llena que la de teta.

Temí andar pasándome, y que se enojaría. No fue así. La Curruca respondió a ese reclamo y de sopetón, con tantas o más ganas que uno, y acabó, no sé cómo, por las tablas del suelo y como si hubiese perdido la vida en el desahogo, tan fuerte que lloró a lágrima viva, pero entendí que no de pena. Cosa grande, si en este mundo las hay, era verla tronchada allí, derramada en cueros por la tablazón mientras la cabeza y los brazos descansaban encima de la cama, enredado en mis pies sucios el matorralón rubio del pelo.

Me ladeé para llenarme de ella los ojos, y entendí su fama, y por qué traía a tanto hombre al retortero y en pasión. Hijo: algo que nunca hice mal hecho fue yacer con mujer, saber darles gusto por largo y dármelo yo, pues mala artillería no me dejó mi padre el clérigo, todo hay que decirlo. Pero creo que fue entonces, mirando aquellas carnes por el suelo, cuando se me despertaron las mañas del que disfruta y hace disfrutar.

Ya de mañana, tomó La Curruca mi camisa y mi calzón, vio que nada había en aquellos trapajos, se echó una sábana por la espalda y, acercándose al balcón muy tranquila, los tiró a la calle con mucha risa. Le dije que qué había hecho, y si quería que yo anduviera por Cádiz en cueros como Don Golondrón. Se fue entonces para un aparador, sacó de él un jubón canela, camisa y calzón negro, cosa fina todo, y me los echó por el aire a los brazos, diciéndome:

—A pesar de que te veo regando oro y plata hasta por debajo de las camas, roto viniste y vestido saldrás, pues creo han de irte bien estas prendas que un caballero de la Armenia se dejó aquí. Calzado es lo que no tengo, rey mío.

—Señora —le contesté haciéndomelas de hidalgo—, por eso que decís, y siendo su merced más que toda la plata y todo el oro, hace un rato también andabais por el suelo: tomad de él lo que queráis.

—Bastante me has dado, ya otros pagarán —dijo La Curruca.

Vestí aquellas ropas del armenio, que ciertamente no me estaban mal, me embolsillé en ellas mis dineros y, besando en la boca a la mujer, salí al corredor y cerré la puerta.

La Casa andaba todavía durmiendo, pero a los pocos pasos oí a mi espalda otros muy quedos y suaves. Me volví. La negrita se me restregaba por atrás, rodeándome el talle con los brazos.

—¿Zí? —eso fue cuanto me dijo.

A la vista estaba lo que quería y no lo pensé dos veces, pues, aunque después de tal noche andaba de los de abajo vacío como tripa de sacristán, entendí corriendo que más valía lo de «Muera Marta, muera harta» y que aquel chocolate de pechera tan valiente, con dos caperuzas tiesas que se clareaban a la vista como si nada tuviesen por encima, iba a volver a llenarme como a la Fuente de la Merced.

Llevóme la negra hasta un zaquizamí con su camastro, que caían sobre la alcoba de su ama, y entré para bien en aquella otra pavana de más basto pero no más chico sabor, pasando ella de alcahueta a servida, y yo, de las natas blancas de La Curruca a un betún africano que también tenía su gracia, y mucha. Tampoco me quiso tomar salario la negra, de cuyo nombre ni llegué a enterarme, pero de alguna manera supe que, cumplido el capricho de las dos, todo estaba ya hecho, que era mucha Casa aquélla para uno y nada se iba a repetir ni con dineros ni sin ellos, así que de esas jornadas en El Chantre, una y no más, Santo Tomás.

Allá a la hora de comer, y con unos zapatos de viejo que me compré por los baratillos, ya estaba yo callejeando, sin mirar siquiera a las hermosas que pasaban, largo de bolsa y vestido como un señor.