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A la tarde siguiente, Marissa se alegró al mirar desde su escritorio. Butch bloqueaba la entrada a su despacho con su enorme corpachón.

Dios santo, aunque las heridas de la inducción aún se veían frescas en su cuello, era un magnífico guerrero. Fuerte. Poderoso. Su compañero.

—Hola —dijo él, haciendo relumbrar uno de sus dientes astillados. Lo mismo que sus colmillos.

Ella sonrió.

—Llegas temprano.

—No podía esperar un momento más. —Entró y cerró la puerta… y echó el cerrojo.

Le dio vuelta al escritorio y giró la silla hasta ponerla frente a él. Después se arrodilló delante de ella y le abrió los muslos. Se acercó, su aroma llenando el aire, y se soltó el cuello de la camisa. Con un suspiro, Marissa rodeó los sólidos hombros de Butch con los brazos y lo besó en la suave piel de detrás de la oreja.

—¿Cómo estás, hellren?

—Cada vez mejor, esposa.

Mientras lo sostenía, ella movió los ojos hacia el escritorio. Allí, entre papeles y lápices, había una pequeña figurilla blanca. La pieza, exquisitamente tallada, era una escultura en mármol de una hembra sentada con las piernas cruzadas, con una daga de doble filo en una mano y un búho en la otra.

Beth las había mandado hacer. Una para Mary. Una para Bella. Una para Marissa. Y una para ella misma. El significado de las dagas era obvio. El búho blanco era un vínculo con la Virgen Escribana, un símbolo de las plegarias elevadas por la guardiana de sus compañeros guerreros.

La Hermandad era una fuerza poderosa, unida y fuerte, para el bienestar de su mundo. Y así eran sus hembras. Fuertes. Unidas. Una poderosa fuerza para el bienestar de su mundo.

Fuertemente unidas como sus guerreros.

Butch alzó la cabeza y la miró con total adoración. Con la ceremonia de apareamiento finalizada, y el nombre de ella grabado en la espalda de él, Marissa dominaba su cuerpo, por ley y por instinto, un control al que él se rendía gustosa y amorosamente. Butch marchaba a sus órdenes y, como la glymera siempre había dicho, el apareamiento era algo verdaderamente muy hermoso.

Lo único en que esos tontos tenían razón.

—Marissa, quiero que conozcas a alguien.

—Por supuesto. ¿Ya?

—No, mañana al anochecer.

—Bien. ¿A quién?

Él la besó.

—Ya verás.

Lo miró a los ojos avellana y le acarició la gruesa y oscura cabellera. Luego le pasó los dedos por las cejas. Bajó un dedo hasta su nariz, maltratada por los golpes, rota y dolorida. Rozó suavemente sus dientes astillados.

—Parezco una colección de escombros, ¿no? —dijo él—. Pero no hay problema, con algo de cirugía plástica y un par de arreglos en los dientes estaré tan guapo como Rhage.

Marissa miró atrás, a la figurilla, y pensó en su vida. Y en la de Butch.

Meneó la cabeza lentamente y se inclinó para besarlo otra vez.

—No quiero que te cambies nada. Ni una sola cosa.