5
«Rehvenge no se sorprendió para nada cuando lo llamé», pensó Marissa. Siempre parecía tener esa extraña y asombrosa manera de leer en su mente.
Recogió su capa negra y salió a la parte de atrás de la mansión de su hermano. La noche había caído y ella tiritaba, aunque no a causa del frío. Era por un horrible sueño que había tenido durante el día. En el sueño ella volaba, volaba, volaba por encima del horizonte, volaba sobre una laguna congelada, con pinos en las orillas, e iba hasta más allá del contorno de árboles que rodeaban el estanque. Se detuvo y miró hacia abajo. Sobre el suelo cubierto de nieve, vio a Butch, acurrucado y sangrante.
Su urgencia de buscar a la Hermandad estaba relacionada, sin duda, con las imágenes de la pesadilla. Cuando los guerreros la llamaran preocupados para averiguar qué sucedía, se iba a sentir muy estúpida al tener que contestarles que todo iba bien. Probablemente pensarían que ella lo estaba acechando. Sólo que, Dios mío… esa visión de él sangrando sobre la tierra tapizada de blanco, esa imagen de él, indefenso y en posición fetal, la obsesionaba y la angustiaba.
Sólo había sido un sueño, pensó. Simplemente… un sueño.
Cerró los ojos y se obligó a sí misma a calmarse. Se desmaterializó y apareció en la terraza de un ático, en lo alto de un edificio de treinta pisos. Apenas tomó forma, Rehvenge deslizó el batiente de una de las seis puertas de vidrio.
Inmediatamente frunció el ceño.
—¿Qué te pasa? Pareces preocupada.
Forzó una sonrisa mientras avanzaba hacia él.
—Tú lo sabes, yo soy así, siempre un poco inquieta.
Él la señaló con su bastón grabado en oro.
—No, esto es diferente.
Dios santo, nunca había aprendido a ocultar sus emociones.
—Estoy bien.
La agarró del codo y con cortesía la llevo dentro. Un calor tropical los envolvió. Rehv mantenía siempre la calefacción a esa temperatura y sólo se quitaba su abrigo de marta cuando se sentaba en el sofá. ¿Cómo hacía para aguantar tanto calor?, se preguntó la joven.
—Marissa, quiero saber qué te pasa.
—Nada, en serio.
Con un aristocrático movimiento, se quitó la capa y la abandonó encima de una silla cromada en negro. Tres costados del ático estaban hechos de paneles de vidrio, que dejaban ver una desordenada panorámica de Caldwell, dividida por mitades, las brillantes luces del centro, la oscura curva del río Hudson, las estrellas sobre las aguas.
En otras circunstancias, le habría encantado el piso.
En otras circunstancias, le habría encantado él.
Los ojos violetas de Rehv se achicaron mientras se acercaba a ella, apoyándose en el bastón. Era un macho enorme, cincelado como un hermano. Inclinó hacia ella su magnífico rostro.
—No me mientas.
Ella sonrió sutilmente. Los machos como él tendían a sobreprotegerla, y aunque ellos dos no se hubieran apareado, no se sorprendía de que Rehv estuviera siempre dispuesto a salir en su defensa.
—He tenido un sueño perturbador esta mañana y no me he podido librar de él. Eso es todo.
La calibró con la mirada. Ella tuvo la extraña sensación de que estaba interpretando sus emociones.
—Dame la mano —dijo él.
Se la dio, sin dudarlo. Rehv siempre respetaba las formalidades de la glymera y aún no la había saludado como le correspondía a una clienta como ella. Cuando sus palmas se juntaron, él rozó sus nudillos con los labios. Descansó el pulgar sobre su muñeca y lo apretó un poco. Y a continuación otro poco más. Repentinamente, como si se hubiera abierto algún tipo de drenaje, sus sentimientos de miedo y preocupación salieron a la superficie, ante el solo contacto de ese dedo.
—¿Rehvenge? —murmuró Marissa débilmente.
En cuanto le soltó la muñeca, las emociones volvieron a ella, se adueñaron nuevamente de su pobre corazón.
—Esta noche no vas a poder estar conmigo.
Ella se ruborizó y se frotó la piel en el punto donde él la había tocado.
—Por supuesto que sí. Es… hora.
Se detuvo detrás del sofá de cuero negro donde solían sentarse. Al cabo de un momento, Rehvenge se le acercó. Se despojó de su abrigo de piel, hasta dejarlo caer a sus pies. Luego se desabrochó la chaqueta y también se la quitó. La delicada camisa de seda, blanquísima, se abrió hasta la mitad: toda la fuerte y lampiña contextura de su pecho apareció ante ella, con tatuajes en los pectorales, un par de estrellas de cinco puntas en tinta roja. También había otros dibujos en su estómago, recio y elástico a la vez.
Rehv se sentó y se acomodó entre los brazos del sofá, sacando músculos. Su resplandeciente mirada del color de la amatista la impresionó, y lo mismo ocurrió cuando extendió el brazo hacia ella.
—Ven aquí, tahlly. Voy a darte lo que necesitas.
Ella se levantó la falda y subió las piernas sobre el sofá. Rehv siempre insistía en que ella se le subiera encima y lo tomara por la garganta. Ninguna de las tres veces que lo habían hecho así se había excitado. Lo cual, al mismo tiempo, era un alivio y un recordatorio. Wrath tampoco se excitaba, ni tenía erecciones cuando estaban en contacto.
Marissa contempló la tersa piel del macho, y el hambre que había venido sintiendo durante los últimos días la acometió con fuerza. Apoyó las palmas en sus pectorales y se arqueó sobre él, viendo cómo cerraba los ojos, ladeaba el cuello y elevaba las manos hasta sus brazos. Un suave gruñido brotó de los labios de él, algo que se repetía siempre que ella se alimentaba. En otra situación, habría jurado que se trataba de una exquisita anticipación de lo que vendría enseguida. Pero sabía que no era así. Su cuerpo siempre estaba flácido, jamás se excitaba.
Marissa abrió la boca. Los colmillos se dilataron y extendieron hacia abajo, desde su maxilar superior. Se inclinó sobre Rehv. Ella…
La imagen de Butch acurrucado sobre la nieve la paralizó. Tuvo que sacudir la cabeza para concentrarse nuevamente en la garganta de Rehv y satisfacer el hambre que la asaltaba.
«Aliméntate», se dijo a sí misma. «Toma lo que te ofrecen».
Lo intentó de nuevo, pero se detuvo con la boca sobre el cuello de él. Entrecerró los ojos con frustración. Rehv le cogió el mentón y le echó la cabeza hacia atrás, con delicadeza.
—¿Quién es él, tahlly? —Rehv le acarició el labio inferior con el pulgar—. ¿Quién es el macho al que amas tanto que no te deja alimentarte? Voy a sentirme totalmente insultado si no me lo cuentas.
—Oh, Rehvenge… es alguien que no conoces.
—Es un loco.
—No, la loca soy yo.
Con un inesperado arrebato, Rehv la atrajo hacia su boca. Ella se quedó atónita y respiró entrecortadamente cuando, en una avalancha erótica, la lengua de él entró en su boca. La besó con habilidad, con movimientos suaves y delicadas penetraciones. No sintió que él se excitara, pero sí se dio cuenta del tipo de amante que podría ser: dominante, potente… concienzudo.
Se apoyó en su pecho y él permitió que interrumpiera el contacto.
Rehv se reacomodó. Sus ojos amatista brillaron: una hermosa luz púrpura brotó de él y se vertió dentro de ella. Aunque no tenía ninguna erección, el temblor que recorría todo su musculoso cuerpo daba fe de que se trataba de un macho con sexo en su mente y en su sangre, y que quería penetrarla.
—Pareces sorprendida —arrastraba las palabras.
¡Cómo no iba a estarlo, teniendo en cuenta el modo en que la mayoría de los hombres la juzgaban!
—Es que no me esperaba esto. Sobre todo porque no pensé que podrías…
—Soy capaz de aparearme con una hembra… —parpadeó y por un momento se congeló—. Bajo ciertas condiciones.
Entonces, una imagen impactante estalló en su cerebro: ella desnuda en una cama con mantas de marta cebellina, Rehv desnudo y plenamente excitado, metiéndosele entre las piernas. En la parte interna del muslo de él, vio la marca de un mordisco, como si ella le hubiera cogido la vena ahí.
Marissa respiró profundamente y se tapó los ojos. La visión desapareció. Él murmuró:
—Mis disculpas, tahlly. Me avergüenza que mis fantasías hayan podido llegar tan lejos. Pero no te preocupes, a partir de ahora las mantendré archivadas en mi cabeza.
—Dios mío, Rehvenge, jamás lo habría sospechado. Tal vez si las cosas fueran diferentes…
—Es suficiente por hoy.
Miró fijamente el rostro de Marissa y luego meneó la cabeza.
—En serio, quiero conocer a ese macho, tu macho.
—Ése es el problema. Que no es mío.
—Te repito lo que dije: es un loco. —Rehv rozó el pelo de Marissa—. Y aun con lo hambrienta que estás, vamos a tener que dejar esto para otro día, tahlly. Tu corazón no te lo permitirá esta noche.
Ella se apartó y se levantó; dirigió la vista hacia las ventanas, a la deslumbrante ciudad. Se preguntó dónde estaría Butch y qué estaría haciendo. Después volvió a mirar a Rehv y quiso saber por qué diablos no se sentía atraída por él. En su estilo guerrero, era perfecto: poderoso, de buena cepa sanguínea, fuerte… especialmente ahora, indolentemente tirado en el sofá de marta cebellina, las piernas abiertas en una descarada invitación sexual.
—Me gustaría desearte, Rehv.
El rió con sequedad.
—Qué gracioso. Me parece que sé exactamente lo que quieres decir.
‡ ‡ ‡
V salió al vestíbulo de la mansión y se detuvo frente al patio. Al abrigo de la vecina casa de un pastor protestante, le echó una ojeada mental a la noche, con su radar interno funcionando, en busca de alguna señal.
—No vas a ir solo —gruñó Rhage a su oído—. Encontrarás el lugar donde lo tienen y nos llamarás.
Cuando no contestó, V sintió que lo agarraban por la nuca y lo sacudían como a una muñeca de trapo, a pesar de que medía más de uno noventa y cinco.
Rhage acercó su rostro al de V, con cara de pocos amigos.
—Vishous, ¿me has oído?
—Sí, lo que quieras.
Rechazó al macho, sólo para darse cuenta de que no estaban solos. El resto de la Hermandad esperaba, armados y furiosos, como un cañón listo para ser disparado. Bajo su aparente agresividad, sin embargo, lo observaban con preocupación. Recuperó su autocontrol y les dio la espalda.
V programó su mente y empezó a tamizar la noche, tratando de encontrar el pequeño eco de él que había dentro de Butch. Penetró la oscuridad y buscó a través de campos, montañas, tierras congeladas y raudos torrentes… afuera… afuera… afuera…
Oh, Dios…
Butch estaba vivo. Y estaba al… nordeste. A unos veinte o veinticinco kilómetros.
V cogió su Glock. Una mano de acero lo agarró por el brazo. Rhage estaba detrás, implacable.
—No vas a atacar tú solo a esos restrictores, ¿entendido?
—Claro.
—Júralo —dijo Rhage bruscamente. Lo conocía demasiado bien, por lo que sabía que V estaba pensando en acabar con quienquiera que tuviera a Butch y que sólo llamaría a la Hermandad para las tareas de limpieza.
Era un asunto personal, sin ninguna relación con la guerra entre vampiros y la Sociedad Restrictiva. Los inmortales habían capturado a su… bueno, cómo decir, V no sabía cabalmente qué era Butch para él. Se parecía, en todo caso, a lo más fuerte que había sentido en muchísimo tiempo.
—Vishous…
—Llamaré cuando esté preparado para joder a esos bastardos.
V se desmaterializó, para librarse de la compañía de su hermano. Viajó a través de un caótico barullo de moléculas hasta corporizarse en una zona rural de Caldwell, junto a una arboleda detrás de un campo que aún permanecía congelado. Consultó su localizador: estaba a unos cien metros de la señal que había recibido de Butch. Avanzó en cuclillas, dispuesto a luchar.
Un buen plan, dado que podía sentir restrictores por todas partes.
Se encogió y contuvo la respiración. Avanzó lentamente, en semicírculo, ojos y oídos alerta, rebuscando no sólo con el instinto. No había verdugos alrededor. No había nada alrededor. Ni una casucha ni un refugio de caza.
De pronto se estremeció. ¡Mierda! Acababa de sentir algo entre los árboles, algo grande, un espeso indicio de malevolencia, una maldad que hizo que se tambaleara.
El Omega.
Giró la cabeza hacia esa horripilante señal y una ráfaga de viento se le clavó en el rostro, como si la Madre Naturaleza lo acosara para que se marchara en dirección contraria.
Aunque, mierda… primero tenía que sacar de ahí a su compañero.
V corrió hacia lo que él sentía de Butch, sus zapatones golpeando en la nieve crujiente. Muy arriba, la luna llena brillaba, radiante, al borde de un cielo sin nubes. La presencia del mal era tan vívida que V podría haber seguido la pista con los ojos vendados. Y, maldición, Butch estaba muy cerca de esa oscuridad.
A unos cincuenta metros, V vio a los coyotes. Daban vueltas alrededor de algo en el campo, gruñendo, no como si tuvieran hambre, sino como si la manada se sintiera amenazada.
Y lo que había captado su atención era de tal magnitud que no notaron la aparición de V. Para ahuyentarlos, apuntó por encima de sus cabezas y soltó un par de descargas. Los coyotes se dispersaron y…
V se escurrió en la nieve. Cuando vio lo que había en el campo, se quedó sin respiración por unos segundos, paralizado.
Butch yacía de costado sobre la nieve, desnudo, vapuleado, ensangrentado por todas partes, el rostro hinchado y lleno de moretones. Tenía un vendaje en un muslo. La herida debajo de la gasa había sangrado abundantemente. Sin embargo, nada de eso producía el horror. La maldad estaba concentrada alrededor del poli… alrededor… mierda, la opaca y nauseabunda señal que V había sentido era de Butch.
Oh, dulce Virgen en el Ocaso…
Vishous echó un rápido vistazo a su alrededor. Después se arrodilló y, con delicadeza, posó la mano enguantada sobre su amigo. Sintió un latigazo de dolor en el brazo. Sus instintos le dijeron que se enderezara: le estaba absolutamente prohibido colocar la palma de la mano encima de lo que había allí. El mal.
—Butch, soy yo. ¡Butch!
Con un gemido, el poli se agitó, un aleteo de esperanza flameó en su rostro abotagado y maltratado, como si hubiera sentido el sol sobre su piel. Pero enseguida la expresión se desvaneció.
¡Dios santo! Los ojos del hombre estaban cerrados, casi congelados. Había llorado y las lágrimas se habían helado al brotar.
—No te preocupes, poli. Voy a…
¿A hacer qué? El macho estaba a punto de morir. ¿Qué diablos le habían hecho? Estaba atiborrado de oscuridad.
La boca de Butch se abrió. Roncos sonidos salieron de sus labios, parecían palabras pero no significaban nada.
—Poli, no digas nada. Voy a encargarme de ti…
Butch meneó la cabeza y empezó a moverse. Con patética debilidad, extendió sus brazos y se agarró al suelo, tratando de deslizar su cuerpo roto sobre la nieve. Para alejarlo de V.
—Butch, soy yo…
—No… —El poli se volvió hacia V, frenético, arañando el suelo, arrastrándose—. Infectado… no sé cómo… infectado… no puedes… llevarme contigo. No sé por qué…
V usó su voz como una bofetada, haciéndola sonar aguda y fuerte.
—¡Butch! ¡Detente!
El poli se aferró a la tierra, aunque no estaba claro si lo hacía por seguir la orden de su amigo o porque había perdido las fuerzas.
—¿Qué diablos te hicieron? —De su chaqueta, V extrajo una manta para emergencias, y con ella envolvió a su compañero.
—Infectado. —Con torpeza, Butch viró sobre la espalda e hizo a un lado la vaina plateada. Dejó caer una mano rota sobre su vientre—. In… fectado.
—¿Y esto qué diablos es?
Había un círculo negro, del tamaño de un puño, en el estómago del poli, un moretón con bordes claramente definidos. En el centro, se veía algo así como la… cicatriz de una operación.
—Mierda. —Le habían metido algo por dentro.
—Mátame. —La voz de Butch chilló con aspereza—. Mátame ya. Infectado. Tengo una cosa… dentro. Crece…
V se llevó las manos a la cabeza. Tenía que pensar algo, y rezó para que su sobredosis de materia gris le sirviera en este momento. Unos instantes después, llegó a una conclusión radical pero lógica. Se concentró en esa idea hasta calmarse. Desenvainó con mano firme una de sus dagas negras y se inclinó sobre Butch.
Necesitaba retirarle lo que tuviera dentro. Y teniendo en cuenta lo diabólico del asunto, la extracción tendría que hacerse allí, en un territorio neutral, y no en casa o en la clínica de Havers. La muerte rondaba al poli en la nuca: cuanto antes hiciera la descontaminación, mejor para todos.
—Butch, compañero, quiero que respires muy hondo y que luego contengas el aliento. Voy a…
—Ten cuidado, guerrero.
V giró sobre sus talones y miró hacia arriba. Encima de él, flotando sobre el campo, estaba la Virgen Escribana: puro poder, sus negras vestimentas zarandeadas por el viento, el rostro oculto, la voz nítida como el aire nocturno.
Vishous abrió la boca para decir algo, pero ella lo atajó con severidad.
—Antes de que sobrepases tus límites y empieces a hacer averiguaciones que no te incumben, te diré algo: no, no puedo ayudarte directamente. No puedo comprometerme y, por tanto, debo hacerme a un lado. Sin embargo, te diré esto: debes ser muy prudente para desterrar la maldición que tanto detestas. Manipular lo que él tiene dentro, te aproximará a la muerte más que cualquier otra cosa que hayas hecho antes. Y si te contaminas, nadie podrá salvarte. —Sonrió un poco, como si le leyera los pensamientos—. Sí, el momento que estás viviendo es parte de la razón por la cual soñaste con él al principio. Y hay otro porqué que entenderás con el tiempo.
—Pero, dime, ¿él vivirá? —preguntó V.
—Ponte a trabajar, guerrero —respondió ella con tono fuerte—. Harás más por su salvación si actúas de una vez, en lugar de dedicarte a ofenderme.
V se inclinó hacia Butch y trabajó con rapidez, oprimiendo el cuchillo sobre el vientre del poli. Le abrió un enorme boquete, y un gemido brotó de los labios del moribundo.
—Oh, por Dios. —Había algo negro dentro en la carne de Butch.
La voz de la Virgen Escribana se oyó más cerca, como si estuviera justo encima del hombro de Vishous.
—Actúa rápido, guerrero. Se expande muy deprisa.
V enfundó la daga negra dentro de la vaina que llevaba en el pecho, se quitó el guante, se agachó sobre el cuerpo de Butch y le acercó la mano. De repente, se detuvo.
—Espera, no puedo tocar a nadie con esto… —se miró la mano.
—Date prisa. Hazlo ya, guerrero, y cuando lo toques imagina que llevas la mano protegida por un guante blanco… como una brillante luz.
Vishous adelantó la mano y se imaginó a sí mismo completamente rodeado por una incandescencia pura y maravillosa. Apenas hizo contacto con la cosa negra incrustada bajo el vientre de Butch, V se estremeció, todo su cuerpo se revolvía con súbitas sacudidas. La cosa, fuera lo que fuese, se desintegró con un silbido y un pequeño estallido. ¡Bien! Pero… Dios… V se sintió mal.
—Respira —dijo la Virgen Escribana—. Simplemente respira.
Vishous se balanceó y cayó al suelo, la cabeza colgando entre sus hombros, la garganta empezando a contraérsele.
—Creo que voy a…
Sí, estaba enfermo. Arcada tras arcada, se sentía desfallecer. La Virgen Escribana no lo abandonó mientras vomitaba. Cuando terminó, lo arropó con su presencia. Por un momento, V llegó a pensar que le estaba acariciando el pelo.
Después, como salido de la nada, su teléfono móvil apareció en su mano buena. La voz de ella sonó fuerte en su oído.
—Ahora ve, llévate al humano, y ten presente que el mal está en su alma, no en su cuerpo. Y debes conseguir el jarrón de uno de sus enemigos. Tráelo a este lugar y pon tu mano sobre él. Hazlo rápido.
V asintió con la cabeza. Un consejo gratis de la Virgen Escribana no era para echarlo por la borda.
—Y, escucha guerrero, mantén tu escudo de luz alrededor del humano. Es más, usa tu mano para curarlo. Puede morir a menos que entre suficiente luz en su cuerpo y en su corazón.
V sintió el poder del Ocaso, como otra náusea. Los efectos de haber tocado la cosa negra persistían todavía. ¡Jesucristo! Si él se sentía mal, pensó, cómo se sentiría el pobre Butch. No podía ni imaginárselo.
Cuando el teléfono sonó en su mano, se sorprendió al darse cuenta de que llevaba mucho rato tirado sobre la nieve.
—¿Sí? —dijo, completamente grogui.
—¿Dónde estás? ¿Qué ha pasado? —La voz debajo de Rhage le llegó a través del móvil como un verdadero alivio.
—Lo tengo. Tengo a… —V le echó un vistazo al revoltijo sanguinolento en que se había convertido su compañero—. ¡Santa Virgen! Necesito transporte. Oh, mierda, Rhage… —V se pasó las manos por los ojos y empezó a temblar—. Rhage… ¿qué le han hecho, Dios mío? ¿Qué le han hecho?
El tono de la voz de su hermano lo tranquilizó instantáneamente.
—Está bien. Relájate. Dime, ¿dónde estás?
—En un bosque… No sé… —Dios santo, ni siquiera sabía dónde estaba—. ¿Puedes localizarme con el GPS?
Una voz al fondo, probablemente la de Phury, gritó:
—¡Lo tengo!
—Bien, V, ya sabemos dónde estás y vamos a por ti.
—No, no, el lugar está contaminado.
Alarmado, Rhage comenzó a hacerle una interminable serie de preguntas, hasta que V lo interrumpió.
—Un coche. Necesitamos un coche. Voy a sacarlo de este apestoso sitio. No quiero que vengáis aquí ninguno de vosotros.
Se produjo una larga pausa.
—De acuerdo. Muévete hacia el norte, hermano. Camina casi un kilómetro hasta toparte con la Ruta 22. Allí te esperaremos.
—Llama a… —V tuvo que aclararse la voz y limpiarse los ojos—. Llama a Havers. Dile que tenemos una emergencia, un caso grave. Y también dile que necesitamos una cuarentena.
—Dios santo… ¿qué le han hecho?
—Date prisa, Rhage… ¡Espera! Trae el jarrón de un restrictor.
—¿Por qué?
—No tengo tiempo para explicaciones. Sólo asegúrate de traer uno.
V se metió el móvil en el bolsillo, se puso el guante en su mano brillante y se arrimó a Butch. Después de comprobar que la manta seguía en su lugar, recogió al poli con mucho cuidado y levantó del suelo todo su peso muerto. Butch siseó, dolorido.
—Va a ser un paseo bastante brusco, poli —dijo V—. Pero tengo que sacarte de aquí.
V frunció el ceño y miró al suelo. Butch ya no sangraba. ¡Joder! ¿Qué hacer con las huellas que dejaban en la nieve? Si un restrictor volvía a buscarlos, los encontraría con tan sólo seguirlas.
Surgidas de la nada, nubes de borrasca encapotaron el cielo y empezó a nevar.
Bendita sea, la Virgen Escribana se portaba muy bien.
V avanzó a través de lo que ya era casi una tormenta de nieve, imaginándose una luz blanca de protección alrededor de él y del hombre que llevaba en sus brazos.
‡ ‡ ‡
—¡Has vuelto!
Marissa sonrió al cerrar la puerta de la acogedora habitación sin ventanas. En la cama de hospital, pequeña y frágil, estaba una hembra de siete años. A su lado, con la mirada perdida y con apariencia aún más débil, estaba la madre de la niña.
—Anoche te prometí que volvería a visitarte, ¿no es cierto?
La niña sonrió. En el lugar donde debían estar los incisivos había una grieta oscura.
—Sí, has vuelto. Y estás muy guapa.
—Tú también. —Marissa se sentó en la cama y cogió entre las suyas las manos de la niña—. ¿Cómo estás?
—Mahmen y yo hemos estado viendo Dora, la exploradora.
La madre sonrió un poco, pero la expresión no alcanzó a iluminar su rostro serio. Desde que la niña había sido hospitalizada hacía ya tres días, la madre parecía sonámbula y actuaba como con piloto automático. Bueno, excepto cuando saltaba asustada cada vez que alguien entraba a la habitación.
—Mahmen dice que sólo podremos quedarnos aquí por poco tiempo. ¿Es cierto?
La madre abrió la boca, pero fue Marissa la que habló.
—No te preocupes ni pienses en eso. Primero debemos encargarnos de tu pierna.
No parecían civiles ricos y probablemente no tendrían con qué pagar el hospital ni los tratamientos. Pero Havers nunca había echado a nadie. Y no creía que fuera a empezar con ellas.
—Mahmen dice que mi pierna está mal. ¿Es cierto?
—No por mucho tiempo. —Marissa miró bajo las mantas. Havers tenía que operar la fractura. Afortunadamente se curaría bien.
—Mahmen dice que estaré en el cuarto verde una hora. ¿No puede ser menos?
—Mi hermano te tendrá en el quirófano el tiempo que haga falta.
Havers iba a reemplazar la tibia con una varilla de titanio, lo cual era mejor que perder la extremidad. La niña necesitaría más operaciones a lo largo de su vida, sobre todo en la etapa del crecimiento. Por los exhaustos ojos de la madre, se notaba que ella sabía que esa operación sólo era el principio.
—No estoy asustada. —La niña aproximó a su cuello un destrozado tigre de peluche—. Mastimon estará conmigo. La enfermera dijo que podía entrar conmigo al cuarto verde.
—Mastimon te protegerá. Es un tigre feroz.
—Le he dicho que no debe comerse a nadie.
—Muy inteligente por tu parte. —Marissa rebuscó en el bolsillo de su vestido y sacó una caja de cuero—. Tengo algo para ti.
—¿Un regalo?
—Sí. —Marissa colocó la caja frente al rostro de la niña y la abrió. Dentro había un disco de oro del tamaño de un plato de té. El precioso objeto brillaba como un reluciente espejo dorado, deslumbrante como la luz del sol.
—Qué bonito —exclamó la niña.
—Es el disco de mis deseos. —Marissa lo sacó de la caja—. ¿Ves mis iniciales?
La niña entornó los ojos.
—Sí. ¡Y mira! Hay unas letras… ¡mi nombre!
—Yo lo añadí. Quiero que conserves el disco.
Desde su rincón, la madre dio un leve respingo. Obviamente sabía lo valioso que era todo ese oro.
—¿De verdad? —dijo la niña.
—Sostenlo en tus manos. —Marissa puso el disco de oro en las palmas de la niña.
—Oh, es muy pesado.
—¿Sabes cómo funcionan los discos del deseo? —Cuando la niña negó con la cabeza, Marissa cogió un pequeño pedazo de pergamino y una pluma—. Piensa en un deseo y yo lo escribiré. Mientras duermes, la Virgen Escribana vendrá y lo leerá.
—Y si ella no te da lo que deseas, ¿quiere decir que eres mala?
—Oh, no. Eso sólo significa que tiene planeado algo mejor para ti. Entonces, piensa, ¿qué te gustaría? Puede ser cualquier cosa. Que te ofrezcan helado en el desayuno, por ejemplo.
La pequeña hembra frunció el ceño, muy concentrada.
—Quiero que mi mahmen deje de llorar. Ella finge que no lo hace, pero cuando… me caí por las escaleras ella estaba triste y llorosa.
Marissa tragó saliva. Sabía muy bien que la niña no se había roto la pierna de ese modo.
—Muy bien. Lo escribiré aquí abajo.
Con los enredados caracteres del Lenguaje Antiguo, escribió con tinta roja: Si no es ofensa, me sentiría muy agradecida si mi mahmen estuviera contenta.
—Mira. ¿Qué te parece?
—¡Perfecto!
—Ahora lo guardaremos y lo dejaremos aquí. Tal vez la Virgen Escribana te responda mientras estás en el quirófano… el cuarto verde, como tú lo llamas.
La niña abrazó con fuerza a su tigre de peluche.
—Me gustaría mucho.
Entró una enfermera y Marissa se levantó. En un arranque de excitación, sintió el impulso casi violento de proteger a la niña, de resguardarla de cuanto le había ocurrido en su casa y de lo que iba a suceder en el quirófano.
Marissa miró a la madre.
—Todo irá bien. —Le puso la mano en su delgado hombro. La madre se estremeció y agarró con fuerza la mano de Marissa.
—Dígame que él no nos va a encontrar —suplicó la hembra en voz baja—. Si nos encuentra, nos matará.
Marissa habló en susurros:
—Nadie puede entrar al ascensor sin identificarse previamente ante una cámara. Las dos están seguras aquí. Se lo juro.
La madre asintió con la cabeza. Marissa salió para que la niña pudiera ser sedada por la enfermera.
Una vez fuera de la habitación, se apoyó contra la pared del pasillo y sintió la furia que le crecía dentro del pecho. El hecho de que esos dos seres sufrieran por culpa del temperamento violento de un macho era suficiente para que Marissa quisiera aprender a disparar un arma.
Y por el amor de Dios, ella no podía permitir que la hembra y su niña se perdieran en el mundo. Con toda seguridad, ese hellren las encontraría cuando abandonaran la clínica. Aunque la mayoría de los machos respetaban y tenían en alta estima y consideración a sus hembras, siempre había entre la raza una minoría de maltratadores. Las realidades de la violencia doméstica eran espantosas y de profunda trascendencia.
Una puerta se cerró a su izquierda. Marissa se volvió y vio a Havers, que caminaba por el vestíbulo, ensimismado en la historia clínica de un paciente. Qué raro… sus zapatos estaban cubiertos con unas pequeñas fundas de plástico amarillo…
—¿Vienes del laboratorio, hermano mío? —preguntó ella.
Los ojos de Havers se levantaron del historial clínico. Se empujó las gafas con montura de carey hacia lo alto de la nariz. El vistoso lazo de su corbata roja estaba torcido, en mal ángulo.
—¿O vas?
Ella señaló sus pies con una sonrisa.
—El laboratorio…
—Ah… sí. Tengo que ir. —Él se agachó, se quitó los forros amarillos que cubrían sus mocasines y los arrugó entre los dedos—. Marissa, ¿me harías el favor de regresar a casa? El próximo lunes cenará con nosotros el leahdyre del Concilio de Princeps. El menú tiene que ser perfecto. Yo mismo hablaría con Karolyn pero tengo compromisos en el quirófano.
—Por supuesto. —Marissa frunció el ceño, pues se había percatado de que su hermano estaba absorto, rígido como una estatua—. ¿Todo va bien?
—Sí, gracias. Vete… vete ya… Por favor… vete ya.
Sintió la tentación de entrometerse, pero no quiso distraerlo de la cirugía de la niña. Lo besó en una mejilla, le enderezó el nudo de la corbata y se marchó. Cuando llegó a las puertas dobles que conducían a la recepción, sin embargo, algo hizo que volviera la mirada atrás.
Havers estaba metiendo en un cubo para desechos biológicos las fundas que había usado sobre los zapatos. En su rostro se veían las huellas del cansancio, y parecía muy preocupado. Con un profundo suspiro, pareció animarse a sí mismo. Después empujó la puerta de la antesala del quirófano.
Ah, pensó, de eso se trataba. Estaba preocupado por la operación de la niña. ¿Y quién podría culparlo?
Marissa se volvió hacia la salida… entonces oyó ruido de botas.
Se quedó paralizada. Sólo los machos de la Hermandad hacían ese estruendo al caminar.
Se volvió y vio a Vishous, que caminaba a grandes zancadas por el vestíbulo, la oscura cabeza agachada. Detrás, con los semblantes igualmente pensativos, venían Phury y Rhage. Los tres saturados de armamentos y… fatiga. Vishous tenía sangre seca en los pantalones de cuero y en la chaqueta. ¿Por qué habían estado en el laboratorio de Havers? Sólo podían venir de ese lugar.
Los hermanos no notaron su presencia hasta que prácticamente tropezaron con ella. Al detenerse, el grupo apartó sus ojos de la hembra con rapidez, conscientes de que Marissa estaba en desgracia con Wrath, el Rey Ciego.
«Virgen, qué espantoso aspecto tienen», pensó ella. Parecían sentirse mal, muy mal.
—¿Puedo hacer algo por vosotros? —preguntó ella.
—Todo está bien —respondió Vishous en voz alta.
El sueño… Butch tirado en la nieve…
—Alguien está herido, ¿verdad? Es… Butch.
Vishous se encogió de hombros y la esquivó, abriendo las puertas de la recepción. Los otros dos sonrieron con rigidez e imitaron al hermano.
Ella los siguió a distancia y vio que franqueaban el puesto de enfermeras, rumbo al ascensor. Mientras esperaban que las puertas se abrieran, Rhage reposó su mano en el hombro de Vishous, y éste pareció estremecerse.
La campanilla sonó. Cuando las puertas del ascensor se cerraron, Marissa se encaminó hacia el ala de la clínica de donde ellos habían venido. Moviéndose velozmente, pasó a lo largo del brillante e iluminado laboratorio y luego asomó su cabeza en las habitaciones de los pacientes. Había seis en esa zona. Y todas estaban vacías.
¿Por qué estaban allí los hermanos? ¿Habían ido, quizá, a hablar con Havers?
Dejándose llevar por su instinto, fue hasta al mostrador de ingresos, se sentó ante el ordenador y pulsó la carpeta de las admisiones. No apareció nada sobre los hermanos o sobre Butch, lo cual sólo significaba una cosa. Los guerreros no habían sido registrados en el sistema y algo similar debía haber ocurrido con Butch, si estaba en la clínica. Ella lo sabría después de revisar todas y cada una de las treinta y cinco camas que figuraban como ocupadas.
Memorizó el número y se movió con velocidad, buscando en cada habitación. Las revisó todas, nada fuera de lo normal. Butch no había sido admitido… a menos que estuviera en una de las habitaciones de la casa principal. A algunos pacientes muy importantes los instalaban allí.
Marissa se alzó la falda y corrió a la casa.
‡ ‡ ‡
Butch se encogió y adoptó una posición fetal, aunque no tenía frío. Pensó que subir las rodillas lo más que pudiera le aliviaría un poco el dolor del estómago.
Bueno, más o menos. En sus tripas había como un atizador al rojo vivo, y el dolor no se calmó con su nueva postura.
Sintió la hinchazón de sus párpados. Después de muchos pestañeos y de profundas inspiraciones, llegó a una conclusión que lo reconfortó: aún no había muerto. Estaba en un hospital. Y no había ninguna duda de que lo que lo mantenía con vida le estaba siendo bombeado a través del brazo.
Llegó a otra conclusión. Su cuerpo había sido usado como un saco de boxeo. Oh… y dentro del vientre sintió algo repugnante, como si su última cena hubiera sido un filete podrido.
¿Qué le había sucedido?
Sólo una vaga sucesión de instantáneas acudió a su mente. Vishous encontrándolo en el bosque. La sobresaltada intuición de que el hermano debía abandonarlo y dejarlo morir. Después un cuchillo… y algo relacionado con la mano de V, esa cosa resplandeciente que le extrajo un vil pedazo de…
Butch se removió y se enfrentó con valor a su memoria. Había tenido el mal en su vientre. Auténtica maldad sin diluir, y el horror negro se había esparcido.
Con manos temblorosas, se apartó la bata de hospital para dejar al descubierto su abdomen.
—Oh… Dios…
La piel del estómago estaba manchada, como si la hubieran chamuscado con un hierro de marcar ganado. Desesperado, empezó a rebuscar en su cerebro, tratando de recordar cómo le habían hecho semejante estrago. ¿Qué diablos era esa costra? No recordaba nada: a su memoria sólo acudió la imagen de un grasiento cero.
El detective que aún había dentro de él examinó la escena del crimen. En este caso, su cuerpo era el cuerpo del delito. Levantó una mano y vio que las uñas eran un amasijo, como si alguien las hubiera limado innumerables veces. Respiró profunda y penosamente: tenía rotas las costillas. Y por la hinchazón de los ojos, asumió que su rostro había sido machacado a fuerza de golpes.
Torturado. Hacía muy poco.
Buscó dentro de su mente. Exploró sus recuerdos, uno a uno, tratando de determinar cuál había sido el último lugar donde había estado. ZeroSum. ZeroSum con… Dios santo, y con esa hembra. En el váter. Teniendo sexo insano, sin ninguna protección. Después había salido y… restrictores. Había luchado con esos restrictores. Había resultado herido y después…
Recorrió hasta el final la línea del tren de sus recuerdos y cayó en un insondable abismo de preguntas…
¿Había delatado a la Hermandad? ¿Los había traicionado? ¿Había contado sus secretos más profundos y queridos?
¿Y qué diablos le habían hecho a su barriga? Por el amor de Dios. Sentía como si por sus venas corriera fango en vez de sangre, gracias a la porquería que le habían incrustado.
Trató de relajarse y respiró por la boca durante un rato, hasta que se dio cuenta de que no tendría paz.
Y como su cerebro no se detenía, tal vez a causa del esfuerzo, empezó a tener visiones esporádicas de su lejano pasado. Un cumpleaños con su padre mirándolo fijamente y su madre tensa y fumando como una chimenea. Unas Navidades en las que sus hermanos y sus hermanas recibían regalos y él no.
Noches calientes de julio. Su padre bebiendo cerveza fría por culpa del calor. Las fuertes sacudidas con las que su padre lo despertaba, reservadas sólo para él, Butch.
Recuerdos que no había tenido desde hacía años volvieron todos juntos, como visitantes inesperados. Vio a sus hermanas y a sus hermanos, felices, retozando en el césped verde. Y recordó cómo siempre deseaba estar con ellos, sin quedarse atrás, sin ser el bicho raro que nunca había encajado en la familia.
Y después… oh, Dios mío, no… por favor, ese recuerdo no.
Demasiado tarde. Se vio a sí mismo a la edad de doce años, escuálido y con el pelo enmarañado, de pie frente a la casa de la familia O’Neal en South Boston. Era una clara y hermosa tarde de otoño y él miraba a su hermana Janie, que estaba subiendo a un Chevy Chevette rojo, con rayas de arco iris a los lados. Con precisión, recordó haber visto cómo ella le decía adiós a través de la ventanilla trasera, mientras el coche se alejaba por la calle.
Ahora que la puerta de esta pesadilla estaba abierta, no podía parar de horrorizarse con lo sucedido. Recordó a la policía llamando a la puerta de su casa esa misma noche y a su madre cayendo de rodillas cuando los agentes terminaron de hablar con ella. Se acordó también de los polis interrogándolo a él por haber sido la última persona que vio a Janie con vida. Oyó al joven que había ido diciéndole a la pasma que no conocía ni reconocía a ninguno de los tipos del coche y que había querido decirle a su hermana que no se fuera con ellos.
Y sobre todo, volvió a ver los ojos de su madre calcinándose con un dolor tan grande que no tenía lágrimas.
Después, en un relámpago, transcurrieron veinte años. Por el amor de Dios… ¿Cuándo había sido la última vez que había hablado o había visto a sus padres? ¿O a sus hermanos y hermanas? ¿Cinco años? Tal vez. Hombre… la familia se había sentido tan aliviada cuando él se marchó y no volvió a aparecer en las reuniones de los días de fiesta.
Sí, en Navidad, cada uno era una ficha clave en la estructura de la familia O’Neal. Sólo él era la mancha. Por eso había dejado de asistir a las fiestas familiares. Les había dado algunos números telefónicos para que lo localizaran, números a los que ellos jamás llamaron.
Así que no se enterarían si él moría. Vishous, sin duda, lo sabría todo acerca del clan O’Neal, mediante los números de la seguridad social y las cuentas bancarias, pero Butch nunca le había hablado de ellos. ¿Los llamaría la Hermandad? ¿Qué dirían?
Butch se examinó a sí mismo rigurosamente. Tenía pocas oportunidades de abandonar esa habitación por sus propios medios. Su cuerpo se parecía un poco a los que había visto en la división de homicidios, en la época en que investigaba crímenes en los bosques. Bien, era su caso. En un bosque lo habían encontrado. Abandonado. Usado. Tirado como un muerto.
Casi como Janie.
Exactamente como Janie.
Cerró los ojos y dejó que el dolor saliera de su cuerpo. En medio de las enormes bocanadas de esa agonía, tuvo la visión de la noche en que había conocido a Marissa. La imagen era tan vívida que podía casi oler su aroma y repasar al detalle cómo había sido el encuentro: el vaporoso traje amarillo de ella… la forma en que el pelo le caía sobre los hombros… el salón color limón donde habían estado juntos.
Para él, Marissa era la mujer inalcanzable, la única que nunca había tenido y que nunca tendría, pero que, sin embargo, siempre estaba en su corazón.
Qué cansado se sentía…
Abrió los ojos y se puso en acción antes de entender qué estaba haciendo realmente. Se sujetó el brazo y se quitó el vendaje alrededor del punto de inserción de la intravenosa. Sacarse la aguja fue más fácil de lo que había pensado, sólo que enseguida se sintió mal, la cabeza le daba vueltas y él caminaba como borracho por la habitación, con la aguja en la mano, sin saber qué hacer con ella, hasta que logró dejarla caer en un cubo.
Cerró los ojos y, poco a poco, se desentendió de todo, con la vaga conciencia de que se habían disparado las alarmas del aparato que estaba detrás de la cama. Para un luchador por naturaleza como él, fue una sorpresa sentir el alivio de aquellos instantes. Pero casi de inmediato una pesada cortina de extenuación descendió sobre él y lo aplastó. Supo que no era el cansancio del sueño, sino más bien el de la muerte, y se alegró de que las cosas sucedieran tan rápido.
Despidiéndose de todo, se imaginó que estaba en un largo y brillante pasillo, al final del cual había una puerta. Marissa estaba en el umbral y le sonreía mientras le franqueaba el paso a una habitación blanca, totalmente iluminada, resplandeciente.
Su alma se aligeró. Respiró profundamente y empezó a avanzar por el pasillo. Se imaginó que se encaminaba hacia el cielo, a pesar de la cantidad de pecados que había cometido en esta vida.
No hay paraíso sin ella, pensó.
Marissa.