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Cuando se sació, Marissa se apartó de Butch y se recostó a su lado. Él estaba echado sobre su espalda, mirando al techo del Escalade, con una mano sobre el pecho. Respiraba de forma desordenada, las ropas arrugadas, la camisa arremangada sobre sus pectorales. Su miembro yacía brillante y agotado sobre su firme estómago, y las heridas del cuello estaban frescas, pese a que ella las había lamido con fervor.

Lo había utilizado con un salvajismo que Marissa jamás se había imaginado que tuviera, sus instintos guiándolos en un delirio absoluto y primitivo. Magnífico. Había sido magnífico.

—¿Me usarás otra vez?

Ella cerró los ojos, tan emocionada que tenía problemas para respirar.

—Porque quiero que me uses a mí en vez de a él —dijo Butch.

Ah… conque eso sólo había sido una revancha, un acto de agresión contra Rehvenge, y no estaba relacionado con su alimentación. Marissa debería haberlo sabido. Había visto la mirada que Butch le había dirigido a Rehv justo antes de meterla al coche. Obviamente, todavía le tenía envidia.

—No importa —dijo Butch, poniéndose los pantalones y cerrando la cremallera—. No es asunto mío.

Ella no respondió. Butch se arregló las ropas, sin mirar a Marissa mientras vestía su exquisita desnudez. Unos segundos después, abrió la puerta.

El aire frío los acometió… y en ese momento ella se dio cuenta de algo. El interior del coche olía a pasión y a alimentación. Una fragancia cautivadora. Pero no era un aroma. Ni de lejos.

Marissa no pudo resistirse a volver la vista atrás cuando Butch se marchó.

‡ ‡ ‡

Era cerca del alba cuando Butch finalmente llegó al jardín del complejo. Aparcó el Escalade entre el GTO púrpura oscuro de Rhage y la ranchera Audi de Beth, y anduvo hasta el Hueco.

Después de que él y Marissa se habían separado, condujo por la ciudad durante horas: siguió rutas de calles desconocidas, cruzó frente a casas inexistentes, frenó en los semáforos cuando se acordó de hacerlo. Había regresado a casa sólo porque la luz del día asomaba ya sobre la tierra y porque, al parecer, era lo que tenía que hacer.

Miró al oriente, donde se insinuaban los primeros resplandores.

Caminó hacia el centro del jardín, se sentó en el borde de la fuente de mármol y vio cómo las persianas metálicas bajaban sobre las ventanas de la mansión principal y del Hueco. Parpadeó un poco por el resplandor de la luz en el cielo. Y, al cabo de unos momentos, parpadeó mucho más. Cuando los ojos le empezaron a arder, pensó en Marissa y recordó con gusto cada detalle de ella, la forma de su rostro, la caída de su cabellera, el sonido de su voz, el perfume de su piel. Aquí, en soledad, dejó salir sus emociones, entregándose al amor doliente y al odioso resentimiento que se negaban a abandonarlo.

Y quién sabe por qué, el aroma volvió otra vez. De algún modo lo había retenido mientras estaba con ella, pues sentía que marcarla no era justo. ¿Pero aquí? ¿Solo? Allí no tenía ninguna razón para esconderlo.

Sus mejillas flamearon con dolor, como si sufriera una insolación, y su cuerpo se retorció. Se forzó a sí mismo a quedarse fuera pues necesitaba ver el sol. No obstante los muslos le temblaban, urgidos de correr, y fue incapaz de aguantar más tiempo.

Mierda… jamás volvería a recibir la luz del día. Y con Marissa fuera de su vida, no habría nuevos amaneceres. Jamás.

Ahora pertenecía a las tinieblas.

Corrió a través del jardín, entró al vestíbulo del Hueco y dio un portazo, mientras respiraba ásperamente.

No se oía ninguna música rap pero la cazadora de cuero de V estaba tirada sobre la silla de los ordenadores, lo cual quería decir que andaba por ahí. Estaría en la mansión, con Wrath, sacando conclusiones de lo que había ocurrido en el jardín con el Omega y la Virgen Escribana.

Butch se encaminó a la sala de estar. La urgencia de beber lo acometió con rudeza y no vio ninguna razón para no satisfacerla. Se despojó del abrigo y del armamento, fue a por el whisky, se sirvió en un vaso alto y se llevó la botella consigo al salir de la cocina. En su sofá favorito, arrimó la bebida a los labios y, mientras tragaba, ojeó el último número del periódico deportivo Sports Illustrated. En la primera página había una fotografía de un jugador de béisbol y cerca de la cabeza del fulano, impresa en amarillo, una sola palabra: héroe.

Marissa tenía razón. Tenía complejo de héroe. Aunque no se trataba de ninguna clase de egocentrismo. Sentía que si salvaba suficiente gente tal vez podría ser… perdonado.

Eso era lo que realmente buscaba: la absolución.

Escenas retrospectivas de sus años juveniles comenzaron a sucederse como en una película. En mitad del espectáculo, sus ojos se deslizaron al teléfono. Sólo había una persona capaz de liberarlo de la angustia de toda esa porquería, aunque dudaba si ella aún podría. Maldición… si pudiera encontrar a su madre y oírla decir, al menos una vez, que lo perdonaba por haber dejado subir a Janie a ese coche…

Butch se incorporó en el sofá de cuero y dejó el whisky a un lado.

Esperó varias horas, hasta que el reloj dio las nueve. Y entonces cogió el teléfono y marcó un número. Contestó su padre.

La conversación fue tan torpe como había pensado que sería. Y aún peor. Las noticias de casa no eran buenas.

Cuando concluyó, vio en el inalámbrico que el tiempo total de la llamada, incluyendo los seis timbrazos del principio, había sido un minuto y treinta y cuatro segundos. Y esa fue, lo supo con toda claridad, la última vez que hablaría con Eddie O’Neal.

—¿Qué estás haciendo, poli?

Dio un respingo y miró a Vishous. No vio ninguna razón para mentir.

—Mi madre está enferma. Desde hace dos años. Tiene mal de Alzheimer. Pésima cosa. Por supuesto, nadie pensó en contármelo. Y no lo habría sabido nunca si no hubiera llamado.

—Mierda… —V se sentó a su lado—. ¿Quieres ir a verla?

—Para nada. —Butch meneó la cabeza y cogió su whisky—. Esa gente ya no es problema mío.